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Jorge Luis Borges

(1899–1986)

LA CASA DE ASTERIÓN

El Aleph (1949) Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


APOLODORO: Biblioteca, III, I.

SÉ QUE ME acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura.


Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad
que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de
los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay
otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una
parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa.
Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay
una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún
atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas
plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se
posternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros
juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi
madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir
a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la
escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está
capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra.
Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo
deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro
por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra
de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan.
Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa.
(A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he
abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión.
Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le
digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro
patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se
llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos
reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas
las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un
aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres,
abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el
mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías
de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce
veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el
intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme
casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de
todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. uno tras otro caen sin
que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan
a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos
profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se
levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo
percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas.
¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez
un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un


vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El Minotauro apenas se defendió.

A Marta Mosquera Eastman

[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de asterión,
el número catorce vale por infinitos.

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