Está en la página 1de 29

Pater y otros relatos

1
Minicuentos

Graznidos

Por toda la casa, comenzaron a oírse graznidos durante la noche. Y por el día, aunque revolcaba cada
pieza, cada armario, desvencijado baúl; aunque los buscaba hasta en el baño y los halagaba removiendo maíz
trillado en cubo de metal, no encontré a ninguno. No era extraño que me pasara en vela tratando de descifrar el
lugar preciso donde brotaba un graznido cavernoso, un aleteo de espanto, un arrastrar de patas en las tablas
oscilantes del segundo piso. Y todo era en vano y ya no tenía fuerza para levantarme, ni siquiera cuando empezó
a quemarse la casa. Escuchaba los graznidos que poco a poco se alzaban con más desesperó y bullicio
acercándose a mí por todas partes. No podía menos de sonreír con ojos cerrados, sintiendo en cada fibra de mi
piel una sensación calcinante que también los consumiría a ellos.

La Esmeralda

- ¡Encontré una esmeralda! – dijo el hombre que recién salía de la mina y, acercándose
torpemente a la orilla del río donde los demás comían en silencio, mostró en la palma de su mano sucia
una buena gema del tamaño de una toronja.

Los demás se levantaron llenos de pánico, rodearon al medroso minero que los interrogaba con la
mirada, con súplica, podría decirse con desespero. Pero luego, fueron dejándolo, agachada la cabeza, sin otro
gesto en el rostro que el fastidio. Quedando solo el minero se acercó al río y por la parte más profunda y
torrentosa arrojó la esmeralda; y se volvió sobre sus pasos para alcanzar a sus compañeros, que uno a uno eran
engullidos por la mina.

2
Despedidas

Ella

Supe que te irías para nunca regresar. Lo supe esa noche porque repartías en cada cosa una mirada de
despedida y en mis ojos te ahondaste con una tristeza de moribundo que me ahogó en silencio hasta decir
“adiós”, mientras yo sentía la oscuridad que de golpe estaba allí. Entonces te fuiste por esa larga carretera sin
mirar atrás, pero seguramente aguantando de mis ojos los golpesitos en el hombro. Te fuiste de este pueblo que
tanto hacía sufrir. Y comprendo ahora que yo era la única persona que no te dejaba huir, que soy tu herida
adonde quiera que vayas.

Él

¿Qué le has hecho a esa mujer? ¿No te dice nada ese brillo anhelante en sus ojos, cuando te separaste
de ella en ese beso fugaz, avaro, sombrío? La dejaste porque tu aparente destino te impedía esa precisa compañía
y te fuiste con paso solemne, mermando el cariño y el amor que ella te dio en las noches de su fresca juventud.
Sin embargo, no eres más que un alma en pena que salta de vacío en vacío, haciendo la pantomima de mártir,
de héroe caído; no eres más que un corazón ulcerado, un corazón subterráneo, un corazón con hemorroides que
simplemente no puede amar. Y por eso, y no por otra cosa, siempre estarás solo.

Diario de Alain Leroy


A 23 de abril

No puedo borrar mi pasado por más que me esmere y mucho menos ahora cuando tengo bastante tiempo
en esta clínica donde tan sólo queda recordar. Pensar y pensar y siempre lo malo, claro. Ante la vista de este
lugar tan particular, donde nos recluyen por violentos e inestables, cabe preguntar cómo es que llegué aquí;
porque debe haber alguna razón o acaso no tenga sentido ni importancia que un enfermo muera entre
desconocidos, olvidado por el mundo. Acaso no tenga sentido, porque ¿qué lo tiene? Pero tampoco quiero una
salida fácil. Ya que siento culpa y como un enfado y cuánta ira, es porque de alguna forma me equivoqué. Pero,
¿cuál fue mi error? De entre tantos que podría enumerar, no logro precisar cuál de ellos tuvo mayor

3
trascendencia y determinó lo demás. Mas pregunto y pregunto con la angustia que merece esa pregunta: ¿Desde
cuándo empezó todo esto? Y sí, siento culpa y a la vez sé que no tuvo un comienzo este errar de golpe en golpe;
sé que el comienzo ha sido existir. Desde mi gestación, se gestaba mi destino, ¿Cómo escapar de él? ¿Cómo
escapar de mí?

¡Eso sí!

Faltaba poquito para llegar a su casa y el murmullo de la lluvia se anunció en los cafetales. Entonces le
ofrecí mi saco y mi calor. En la puerta la esperaba un muchacho que yo nunca había visto y, todo confiado, le
fue dando un beso. Y yo me veía chiquito. ¡Qué la pasen bien! Ojalá que los arrulle la lluvia bajo techo… ¡eso
sí!: el saco me lo devuelve.

Desde la cárcel

Era un amanecer de invierno y la niebla parda se extendía por el cielo de Berkshire. En su celda, Charles
Thomas Wooldridge leía precipitadamente el diario de su esposa y llegando a su última entrada del 7 de julio
de 1896 sintió faltarle la respiración, y como nunca antes se sintió observado. Ella escribió: “Temo que mi
esposo descubra mi secreto y temo por mi vida. Pero las noches inquietantes, apasionantes, en que yo amé ya
no me las puede quitar. Quiero creer que pronto estaré libre, entregada a la plenitud más allá de esta vida de
miseria; mientras tú, en tu celda, cercado por los muros de la cárcel de Reading lees mi diario justo antes de la
hora fatal en que te conducirán a la horca”.

4
Ese Alguien

Deslicé mi mano bajo la almohada y palpé enseguida el cuchillo entibiado mientras me duró el sueño.
De alguna manera, supe que ese Alguien merodeaba tras el umbral de la puerta que da a la calle. Sigilosa y
callada, puñal en mano, me acerqué a esa puerta y con más cuidad aun abrí la ventana de un tirón; total, había
echado llave y podría ver sin peligro del intruso. Nada. Solo oscuridad, más oscuridad. Otra vez en mi cama, a
punto de dormir, escuché, casi vencida por la inconsciencia, como un abrirse de una puerta… ruego -¿pero a
quién?- que sea tan solo mi imaginación.

Monologando

Hamlet: ¿Qué es el hombre, qué no es? ¿es una cumbre multiforme, semidivino aliento? He ahí como
abarca el universo atrayendo cada átomo de chispa sideral, como si arrancara de las entrañas nebulosas una
parte de sí o de su semejante para engalanarse con destellos lo suficientemente efímeros como para lanzarse de
nuevo y de nuevo sin reposo, con ojos inyectados, hacia los abismos más remotos donde apenas un instante de
placer consuma ante el reflejo de sí mismo, de su silencio mismo. Y si ama a las criaturas que se destacan nítidas
bajo el sol o aquellas distorsionadas figuras bajo la luna brumosa, siempre es un casi amor enamorado del amor,
un casi enamorarse también de la desconcertante muerte, mientras huye en ese espacio cerrado y amurallado,
contando con un tiempo que dura la sombra de un suspiro. Y, sin embargo, cuán grande en su dolor, alado en
su miseria, etéreo en sus lágrimas; es el ideal de todo lo creado, pero también de todo aquello a desaparecer.

5
Relatos
De aguaceros y relatos
Había planeado toda una tarde de alegrías. Esperaba que, en el mirador de la Chaquira, en medio de
atávicas esculturas, vería junto a Lorena el final de la tarde cuando el cielo estalla en resplandores rojizos,
amarillos, violetas y rosáceos. Sucedió que se desgarró el cielo y un aguacero los dejó plantados a Camilo y a
Lorena bajo un techo ajeno, a la vera de la carretera de El Tablón, cuando apenas iniciaban su paseo.

La tormenta se prolongó toda la tarde y entre la cortina de agua Camilo veía con desgana la furiosa
caída de la lluvia sobre el asfalto y sobre los charcos que borboteaban.

Aunque Lorena no demostraba ni molestia ni rencor, Camilo pensó que lo mejor sería entretenerla
charlando de alguna cosa. Entonces echó mano de la clase de historia y extrañamente recordó algunos detalles
de un episodio de Alejandro Magno. Mire que, según cuentan, había un profecía -comenzó el relato y Lorena
se interesó en cosa de nada cuando él moduló su voz haciéndola más grave sobre un fono de lluvia-, que Oriente
o Asía, que para el caso es lo mismo, sería conquistada por el guerrero que fuera capaz de desatar el famoso
nudo gordiano. Lo cosa es que un tal Gordias, un antiguo rey, había amarrado desde su lanza (me imagino que
plantada) hasta el yugo de su carro una cuerda, pero con tantos nudos y hasta con los cabos escondidos en la
maraña que hacía prácticamente imposible desatarlo. Y en eso, llegó Alejandro de Macedonia en plana
campaña contra persas. La cosa es que habían matado al papá, Filipo, me parece que por un lío de faldas
mmm o de pantalones, que para el caso es lo mismo, y él había subido a Rey de Grecia. Y sí, creo que Tebas y
Esparta y Atenas, las ciudades que más, aprovecharon creyendo que Alejandro era niño para la guerra, Pero
a todos les bajó los humos. Luego se fue para Oriente, cargando con las falanges del ejército y los compañeros
ahora generales. Pues claro, todos suponían y él mismo que tenía que desatar el nudo. Pero ni él pudo.
Imagínese, todo azarado, metido en su armadura de oro y bronce repujado, estampada en la coraza la cabeza
de la medusa, bregando con el nudo y la multitud ahí, guerreros, sacerdotes, amantes, Hefestión, Crátero,
Aristóteles, servidores; todos, a la expectativa. Entonces que saca su espada y en menos de lo que canta el

6
gallo cortó esa cuerda, así, sin mente, sin tantas vueltas. Y claro, todo mundo a aplaudir, porque ni modo que
se varara por un nudo. Por un simple nudo no se iba a perder Asia u Oriente, que para el caso… ya sabe.

¿Qué tal?

- Uy, que chévere. Me pareció genial la historia. Es que sabe el Camilo – dijo Lorena
todavía sumida en el relato y el cuadro variopinto que se había formado del guerrero, del nudo y la
multitud de largas túnicas de seda color carmesí. Y luego, como un destello del pensamiento sentenció:
Aprenda, sin tantas vueltas – tras lo cual se adelantó a la carretera porque ya escampaba y propuso a
Camilo que la dejara a su casa, porque ya ni modo, ya muy tarde, para otro día.

Camilo la siguió y se puso a pensar en eso de no dar tantas vueltas. Ella lo miraba y adivinaba. Por fin
había entendido una indirecta.

La casa de Lorena estaba en Las Américas, una cuadra hacia abajo de las canchas de micro. En la puerta,
bajo la casi oscuridad del día brumoso, Camilo se despidió y ella, confundida e incrédula, lo vio dar dos pasos.
Cuando Camilo se detuvo, Lorena sonrió y se adelantó un pasito del umbral de su casa.

- Lolita- dijo él, encarándola.


- ¿Sí? – replicó ella, con una fingida indiferencia.
- ¿Me darías un beso?
- ¿Enserio, Camilo?
- Sí.
- Bueno.

Y luego dirán que de nada sirve estudiar los clásicos.

7
Accidente de moto

Por la Avenida que pasa frente al Parque San Martín se escuchó el estruendo que interrumpió el
monótono zumbido de una motocicleta que se deslizaba por el carril derecho. De todos los locales comerciales
empezaron a salir los curiosos y muchos se acercaron en redondel para ver al herido y a la moto tendida, cuya
rueda trasera no dejaba de girar. El muchacho, al parecer, había frenado con el delantero y se había “roncíado”,
perdió el control, le pudo el peso y se cayó; a no ser por algunos moretones y raspaduras en la rodilla (para la
que bastaba Isodine), no tenía ninguna herida y, como tampoco tenía papeles ni tiempo que perder, no esperó
ni cinco minutos, se incorporó de debajo de la moto, también a ésta la paró en la pata y luego de una inquisitiva
revisión de los rayones y de un calapié torcido, se montó y se fue. Bien hubiera esperado más, porque la policía
-según dicen, no me consta- andaba muy ocupada intentando hallar la cuadratura del círculo y cuántos ángeles
caben en la punta de un alfiler. Cosa que, en verdad, toma tiempo y deja inhabilitado para la vida activa.

La gente, por su parte, permanecía en el lugar de los hechos comentando el accidente y señalando las
marcas que había dejado las llantas y un vidrio de dudosa procedencia que atribuyeron a un direccional. Como
era sábado en la tarde, por las calles andaba el gentío sin mucho saber qué hacer y como vieron la multitud en
medio de la calle se fueron juntando y hasta sacaron los celulares, prestos para grabar un video, porque San
Agustín abunda en periodistas, aunque no titulados, que tan imparciales y objetivos son que podrían encuadrar
a alguien agonizando por mor a la noticia.

El señor de la droguería de enfrente, don Evaristo, haciendo gala de sus conocimientos anatómicos,
expuso que muy seguramente el muchacho tendría contusiones severas y que no le sorprendería fisuras en el
peroné o en la rótula. A esto le contestó la señora Jennifer, la dueña del local de ropa, que su dictamen estaba
errado, porque ella había visto cómo el muchacho frotaba la cabeza en señal de dolor y era por allí que tendría
alguna herida de gravedad; para más -decía con el índice levantado como señal de prueba irrefutable- “no
llevaba ni siquiera casco”. Evaristo alegaba, Jennifer respondía y la genta iba tomando partido, acalorándose
por la disputa y porque el rayo de sol de las tres pegaba como latigazo.

8
Entretanto, se había formado un trancón, pues la multitud, lejos de dispersarse, se nutría más y hasta
algunos conductores, ávidos también de novedades, se bajaron de sus carros y de sus motos para enterarse de
lo que era, se sumaban a uno u otro de los dos partidos, encantados por el frenesí. Incluso hubo alguien que
gritó: “¡Abajo los godos!” y otro respondió: “¡Viva el partido liberal!”

Al interior del parque, cosa rara, tres jóvenes y una linda muchacha hacían vibrar una guitarra mientras
cantaban y estaban ajenos a lo que pasaba a su alrededor. Pero hasta su indiferencia se vio turbada cuando el
gentío se comenzó a movilizar con silencio y rostros crispados en dirección al hospital. Doña Laura, la mujer
de don Evaristo, había propuesto ir a Urgencias para salir de dudas. Suponía, mediante un análisis lógico, que
muy pocos llegaron a comprender (las premisas y el “ergo” daban la impresión de concordar), que el
accidentado estaría allá recibiendo atención.

Más por hacer algo que por convicción, todos aprobaron a doña Laura y se fueron al hospital para saber
quién estaba correcto en lo tocante a las heridas. En eso, apareció la policía montados en la camioneta blanco y
verde (algo extraordinario, teniendo en cuenta sus discusiones académicas) y los carabineros montados en sus
robustos caballos que dejaban una estela por donde pasaban. A ellos rápidamente los pusieron al tanto de la
situación y, llevados por su celo del deber, aseguraron que escoltarían la caravana para que nadie se atreviera a
interrumpir la resolución de una polémica.

Y así, la mitad del pueblo marchaba al hospital y la otra mitad, gravitando por otras calles ni se habían
dado por enterado de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo. De los que abandonaron sus locales por ir
a marchar, ¿alguno se detuvo a pensar que lo podrían robar en su ausencia? Nadie sabrá con ciencia cierta estos
enigmas reservados para algún filósofo de la escuela tomista.

Mauricio, que era el muchacho de la moto, se había reunido con lo de la guitarra. Resultó que eran
amigos. Y Yelitza que lo saludó con esa sonrisa vivaracha con un pico en la mejilla, le preguntó:

- ¿Y a usted qué le pasó?


- Nada – respondió Mauricio-, una caída de moto. Pero nada del otro mundo.

9
- ¡Uy no! -exclamó Yelitza-. Me alegro que esté bien… ¿una cerveza?
- Hágale – respondió Mauricio.

10
La otra canción

El viernes por la tarde llegaron mis tíos Humberto y Alirio, y se pusieron a hablar en la sala con mis
papás sobre lo que iba del paro. En el pueblo no se hablaba de otra cosa y era como si esa amargura me cercara
en una isla, todavía sin tocarme. Me pareció que se acaloraban, no entre ellos digo, sino con ellos mismos por
alguna noticia que venía a remachar la falta de comida, de carreteras, de gasolina… en fin. A ese ruido que me
llegaba en un murmullo creciente, cada vez más incendiario, yo me oponía con la guitarra. De lo puro contento
repetía sin fatigarme los mismos acordes -me habían recomendado el círculo de Do mayor, algo fácil para
principiantes- y la misma letra que a puntapiés se me fue ocurriendo en la semana que me quedó precisa, porque
el colegio no dio clases. Seguramente se acordaron de que yo estaba allá en la pieza y como no me pueden ver
feliz en ese ambiente infeliz, me pusieron oficio.

- ¡Carlos Alberto! – dijo mi papá tras abrir la puerta sin avisar: Vaya adónde su amigo…
¿cómo es que se llama?
- Rubén- atiné yo.
- Eso. Vaya y compra veinte mil de gasolina para la moto. Ahí está el galón pa´ que se lo
llenen. Pero lo que es ya, que para mañana de pronto no hay nada y como que no va a llegar una gota
para las estaciones.

No me puse a preguntar por qué no vendrían a abastecer. Eso hubiera sido escuchar una descarga rabiosa
y mejor el mandado, porque intuía que con alguien se querían desquitar. Me pasaron los veinte mil, fui por el
galón y salí a la calle.

Caminaba despacio, bamboleando el galón de arriba abajo, paladeando las palabras que le iba a decir a
Rubén. Ni me fijaba casi en los almacenes cerrados, ni en los grafitis, ni en el silencio reconcentrado de las
calles vacías. Como decirlo, me sentía acompañado. Tarareaba la canción, haciendo el gesto de los acordes con
los dedos sobre la manija del galón. Canción sólo para Sofía, para mi bonita Sofía.

11
Ya me veía junto con Rubén en la casa de ella en plena media noche, tocando suavesito en la ventana
para despertarla. Y luego sí, con toda la energía, arrancando de los trastes y las cuerdas y el diapasón esa canción
compuesta recién. Eso sería grande. Luego sería luego. Algo pasaría, algo tenía que pasar.

Llegué a la casa de Rubén, entre las calles Lima y Barrera, todas esas calles de ladrillo sin revocar. Di
tres golpes rápidos sobre la puerta y uno espaciado, que era mi golpe para que me reconociera de entrada. Al
principio pensé que no estaba, que no había nadie y eso que me había dicho no poder dejar la casa y la venta de
gasolina, porque su familia andaba en las reuniones de camioneros, por lo de los fleteos. Pero al fin me abrió.
Y yo todo contento me largué a contarle lo de la canción, y lo comprometí de paso para que me acompañara a
la serenata. No me había dado cuenta de que Rubén andaba pálido, callado, hostil. Entonces, como despertando,
me acordé del mandado. Tras devolverme el galón de veinte mil, ya estaba a punto de preguntar qué era cuando
de la pieza del fondo salió Sofía, sonriente, con su vestido floreado de jazmines violetas que tanto me gustaba
en ella. Sofía se paró en seco en el pasillo y la sonrisa se volvió como una mueca. Yo la miré a ella, sorprendido.
Y luego a él, como pidiendo respuesta, pero Rubén agachó la cabeza.

Qué larga me pareció la vuelta y desgastante las calles, pesadísimo ese galón. Qué triste me pareció el
cielo brumoso sobre los techos de cinc y qué sorpresa desagradable todas esas feas paredes sucias o garabateadas
con groserías que saltaban y aturdían como si me insultaran. Extraña sensación de estar a la deriva como todos.

Ya en mi casa, se había juntado a mi familia algunos vecinos de la cuadra y estaban empeñados en una
disputa y que mejor sería, según mis tíos, incendiar algún CAI. Alguno decía que era demasiado, otro alegaba
¡Qué arda todo! Y sentenciaba: No queda más.

Yo me fui a mi pieza y vi tendida la guitarra en la cama, como una cosa muerta. Entonces la cogí con
firmeza del diapasón y la llevé al patio, un tierrero con brotes de pasto. Y, como poseído, le derramé gasolina y
con un fósforo que había tomado de la cocina prendí la guitarra. Allí me quedé hasta que se fueron haciendo
cenizas; se fue creando un revoltijo de tizones encendidos, de láminas retorcidas, de cuerdas chamuscadas y
convulsas. Allí me quedé mirando en silencio hasta que se apagó la última ascua. Escuchando vagamente el
griterío de mi casa, yo movía la cabeza, asintiendo, porque sí, era verdad No queda más.

12
Pater

Ya sé, ya sé, no es raro que me preguntes de padre. Más bien es raro que yo me irrite así y te conteste
mal. Puedes perdonarme si quieres. Lo que pasa es que no doy con las palabras, pero si quieres te cuento,
acércate un poquito no más. Todo comenzó una noche, qué me acuerdo de esa noche como si tantico la de ayer.
Y no es ahora para poner lunas donde no hay, pero era luna llena: todo blanqueado desde los cafetales, con esas
florecitas que parecían rocío agarrando rayos de luna, hasta el monte crecido de puras chilcas y flautillas como
peste que se meneaban y que padre no alcanzó a rozar.

Por eso mismo, distinguíamos el camino que culebreaba espantado hacia la vega y si nos caíamos no
era tanto por ciegos, sino por lo apurados, por lo contrariados, porque madre estaba entre irse y no, entre volverse
y pasar el puente. Para más, nos contaban los segundos de ida. Entonces en esas se plantó en seco cuando ya
abrumaba el río y se escucharon por la casa tiros de fusil. Madre, con Carlitos en carga, se volvió para verme y
para abrazarme de hinojos; los tres allí y por encima de su hombro yo escuchaba ese llanto quedito y flojo
mientras me encandelillaba la luna tan bella, tan sola, tan luna. Pero me miró… y me hizo no sé qué, y me echó
a la cara como reproche, porque sin darme cuenta yo también lloraba, “Usted es el hijo de su padre”. Cosas de
la vieja, pobre. Y sin más, seguimos y cruzamos el cauca a esa hora en que todo da miedo y en que el río parece
una cosa viva y cubierto de escamas.

Luego no me acuerdo mucho, se apuró el tiempo. Fuimos a parar a San Cristóbal, donde mi tía Clara, y
nos pusimos a trabajar el frijol de enredo. Allá resultó neblinoso y siempre choca el cambio; pero lo mismo, era
de ver tanta calma, tanta ausencia y todo verde con más quebradas que potreros. Carlitos iba creciendo y ya fue
mostrando lo pendenciero que iba a ser. No parábamos de pelear y no por culpa mía, me puedes creer; lo bueno,
de tanto pelearnos nos amigamos como los que más. Pero madre se fue consumiendo con los años, daba pena
verla, cada vez más callada, ayudando a tía a preparar la comida para los trabajadores.

Resultó que Pedro Santana a la larga se hizo con la finca nuestra, y yo no sé si aprovechando ausencias
o congraciado con los de Maldonado. Yo no sé, pero pa´ la muestra un botón. Imagínate un poco: Una finca
bien tenida de café y de plátanos y de todo, con una casa azul, tejas rojas, más que espaciosa para los cuatro.

13
Resultó que más de una familia igualita a lo nuestro, y que en el río habían tirado a los hombres cuando los de
Maldonado se fueron otra vez pa´ la montaña. Cosas que se terminan sabiendo y que uno más bien confirma.
Yo qué podía hacer y yo respondía que nada; pero igual, me daba bronca y a Carlos también. No dije ni hice
nada, yo: Juan Ortega, “el hijo de mi padre”.

A pleno sol y lluvia trabajábamos con Carlos toda la semana, bien madrugados. A veces te la gozabas
con un amanecer despejado y rojo que daba miedo o con atardeceres pintados de amarillo que no te puedo
contar. Muchas veces, sabes, allí en la palma nos sentábamos después de paliar o algo y, claro, la nostalgia,
pero no decíamos nada, lo malo que no decíamos nada. Manteníamos firmes los emparrados, tensando los
alambres y cambiando postas podridos con unos que cortábamos de la montaña, trozando árboles menudos a
veces robles a veces coyas, que traíamos con las bestias. Temporadas de cosechas, temporadas de hoyar,
temporadas de colgar, siempre algo y siempre lo mismo. Los fines de semana era de andar en el pueblo para
comprar remesa, holgazanear por la galería, alimentar el ojo y tomarnos unos rones. De por allá me tocaba sacar
a Carlos que no paraba de pelear; ni lo regañaba, porque sabía que estaba envenenado de coraje, y yo también,
pero lo disimulaba. En cambio, a él no le cabía en la cabeza andar de arrimado en casa de tía cuando, según
contaban, Don Rodrigo Ortega había sido de los más. Qué raro eso de no hablar de padre, era como si nos diera
vergüenza invocarlo, no sea que se apareciera en mitad de un surco para reprocharnos lo achicados que le
resultaron los hijos.

Y un día de tantos llegó uno del Gobierno y que nos habían devuelto la tierra. Bueno, no la misma, otra,
un pedazo en el pueblo de donde nos habían corrido. Y madre, que por fin mostró una chispa, nos encargó
volver para ver cómo eran las vueltas.

Yo hacía mucho que no recibía noticias y me espantó saber que justo Pedro Santana había llegado a ser
alcalde y que era él el que nos devolvía un pedazo de barranco. La tarima del evento cundía de doctores y nos
hicieron subir a muchísimos en fila para recibir como un diploma de devolución. Cuando Pedro Santana me
daba la mano y se sonría (ahora canoso, pero más atildado él), una cámara me disparó a los ojos y se me vino
el recuero de la luna enormísima y de esa noche y del río escandaloso. Yo balbuceé “gracias” y miré que me

14
acosaban otros que venían detrás. Carlos a mi lado no dijo nada, pero te juro que estaba a punto de llorar. Incluso
Carlos no dijo nada. Incluso él, incluso yo…” el hijo de mi padre”.

15
Hacia El Estrecho

Dejamos las bicicletas afuera de la casa, recostadas sobre la reja, y corrimos por el camino empedrado
casi desdibujado por el monte y por esa arenilla que la lluvia arrastra. La puerta de entrada era una mole de
cedro negro, pero de tan gastada que tenía muchísimos huecos como de puntillas extirpadas y además apolillada
por la parte de abajo. No era de esperar, de todas formas, que cediera tan fácil, pero se abrió como si estuviera
en su punto para nuestros golpes histéricos por la urgencia; y como al reconocer que no había nadie, que la
lluvia ya estaba en el aire saturado, así como la noche en los chirridos de los grillos y en las lucecitas de las
casas regadas por la montaña más allá del río, nos decidimos a pasar, entramos las ciclas y las pusimos en ese
largo pasillo, cuyas piezas sin puertas daban mal aspecto, por la sensación de abandono, de oscuridad, de tumba
anhelante.

En la pieza del fondo, caldeada por la luz desfallecida que entraba por la única ventana, encontramos
una cama con sábanas polvorientas; luego de sacudirlas, recostamos allí a nuestro amigo que se había salido de
la carretera en una curva y estrellado contra un posta. La cara estaba irreconocible, sucia, hinchada, cubierta de
sangre y balbuceaba entre estertores una especie de ruego que nos carcomía de impotencia al no lograr
comprenderlo ni mucho menos ayudarlo. No había señal y la tormenta -porque llovía a cántaros-, con truenos
desgajados por todo el cañón y de vez en cuando el brillo eclipsante de un rayo, que nos dejaba en suspenso,
impedía cualquier llamada de auxilio al hospital o a cualquier conocido.

Y así se iban pasando los minutos y a pesar de que él estaba despierto y comprendía todo, la escena allí
reunida daba la impresión de un moribundo al que se le acompaña, cercándolo, mientras se despedía en una
agonía que le hacía perder la lucidez.

María Camila apretaba entre las suyas la mano exangüe que respondía leve y le retenía con un trapo la
sangre. Juan Pablo insistía en la llamada y caminaba por todo el espacio de la habitación lleno de ansiedad,
escuchando una y otra vez ese tono muerto del teléfono. Lo que es de mí, me acerqué a la ventana, quité el
pasador y atraje el batiente del vidrio más que opaco. Un poco de luz se introdujo en esa penumbra, así como
una suave brisa cargadas de gotas de agua que picotearon en el suelo inmediato.

16
Entonces, entre el sonido de la lluvia, copioso y atronador, escuché que Juan Pablo por fin decía las
palabras de “¡Urgencia!”, “¡Necesitamos que nos ayuden!” Después dio las señas del lugar: la dirección, la
carretera hacia El Estrecho, el kilómetro ocho, las señales de la casa abandonada, el color blanco de las paredes,
el palo de Ocobo al costado. Algo nos tranquilizamos. Era cuestión de unos veinte minutos para que llegara la
ambulancia.

Pronto advertimos que veinte minutos era mucho tiempo y se nos llenó la mente de los peores
pronósticos. Y esa espera y la sangre no le dejaba de brotar por encima de la frente, apelmazando los cabellos
y chorreando por las mejillas como lágrimas ardientes. María dijo: “¿Y si se muere?” Y Juan Pablo: “¿Y si
nadie llega?” Y yo: “¿Y si no esperamos?” El silencio fue abrumador, digo silencio, porque la lluvia en su
monotonía ya había sido asimilada e infinidad de sensaciones gravitaban en ese cuarto hasta hacerse asfixiante.

Pasaron segundos y nos miramos como se miran los cómplices. Luego María salió cuando escuchó la
sirena a lo lejos para estar pendiente en la carretera. Seguramente, si la ambulancia hubiese tardado más, lo
habríamos matado.

17
Camino de Carcosa

Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,


Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.

(En El Signo Amarillo de Robert William Chambers)

Cuando me condenaron a la más alta pena, pensé de inmediato que sería rápida la caída. Suspendido
por un lazo áspero al cuello mi cuerpo al vaivén proyectaría una sombra también oscilante.

Me dijeron -más bien me gritaron- que lo que había hecho era una atrocidad; una atrocidad que no se
repetiría, porque el castigo a mi persona serviría de ejemplo atemorizador para que nadie más anduviera
divulgando el contenido de ese libro, que por un azar que no mencionaré en extenso, llegó a mí por medio de
un huésped. Y todo parece indicar que ese hombre enigmático abandonó su libro sobre la mesa principal de la
posada precisamente para que alguien lo leyera y se viera arrastrado por su en encanto inhumano.

Debo decir que a primera vista ese hombre no tenía nada de extravagante, al menos esa fue mi primera
impresión cuando llego en un ocaso a mi posada El trébol. Parecía un viajero de tantos, algo taciturno; y ahora
que lo pienso ese era el gesto que lo transfiguraba, dándole un aire, una aureola de ausencia… y de vidente. Por
lo demás, era alto, de pelo negro, más delgado que robusto, labios finos y exangües, ojos azules e inexpresivos.
Vestía como cualquiera del pueblo, aunque ligeramente su sombrero de ala ancha y sus altas botas delataban el
desgaste de largas jornadas de a pie y del paso fugaz por los pueblos diseminados de la Comarca. Ese hombre
me dejó su libro en cuyas hojas revelaciones fantásticas afloraban por doquier y, en mi efusión, no pude
contenerme en el silencio. “Bienaventurados los pobres de espíritu…” Luego, ¿tenemos espíritu? He ahí una
cuestión que no pude retener de mis labios y que estúpidamente comuniqué a mis vecinos e inquilinos. Presumo
que uno u otros me acusaron ante el juez, cuyos ropajes amarillos evocan los andrajos con que nuestros

18
antepasados vistieron en el día de su ejecución al último rey. Mi acusación formal: Sacrilegio. Supuestamente
yo alteraba el orden con ideas extrañas.

Curioso, casi con deferencia me preguntaron muchas veces dónde se hallaba el libro. También me causó
sorpresa, pues no había hecho gran cosa para ocultarlo. Presumía que estaba bajo la almohada en mi habitación,
y se los dije. Pero ellos recalcaron que más de una vez habían registrado El trébol de arriba abajo y que no
habían dado con él. Deducían de ello que yo lo había escondido en alguna parte del pueblo o del campo o que
incluso lo había dado a guardar a algún amigo o enamorada. Todo lo negué y cuanto más lo negaba, más se
empecinaban en acelerar mi condena, olvidando cualquier trato de cortesía.

El juez estaba ansioso de dar su veredicto y bastaron pocas palabras encendidas del fiscal, puesto que
ya estaba persuadido que mi destino sería el tormento. A mi lado, mi abogado defensor llevaba sus desganados
ojos al juez, a los testigos, a los curiosos y por fin a sus documentos que guiaban mi defensa: unas hojas apenas
garabateadas por cinco o seis frases, donde distinguí la palabra “locura”.

Me condujeron de inmediato a un carruaje todo de hierro, parqueado al final de la escalinata del juzgado.
Sin grandes ceremonias, me introdujeron y me esposaron con unas cadenas que se adherían al suelo del carruaje.
Todo había sido tan rápido, incluso la aceptación, que no traslucía ninguna emoción o protesta. Entonces,
calladamente, como revelando un secreto, el juez se acercó y, contrario a la horca, precisó el tormento: “Te
destierro a Carcosa”.

Al oír esto, dejé mi resignación como si se rebelara cada fibra de mi cuerpo, cada gota de mi sangre.
Halé con fuerza de la cadena y vociferé por entre los barrotes de mi celda pidiendo clemencia a los reunidos,
exigiendo un trato menos grave, más humano, una muerte menos horrenda.

De entre todas las condenas el destierro a Carcosa era la peor. Decían -aunque estos relatos eran muy
antiguos- que una vez llegaras allí, al menos un año dedicarían a torturarte y luego sí te matarían cuando ni
fuerzas quedaran para exigir la muerte. Decían otros que no había necesidad de morir para que los cuervos te
desgarrarán, para que vaciaran tus ojos, hurgaran en las entrañas, cortaran tu lengua con su pico acerado. Decían

19
unos más (acaso los más indulgentes), que te ponían en una celda muy estrecha para acostarte, muy baja para
estar de pie y que dejarían caer de forma ininterrumpida gotas de agua sobre tu cabeza hasta que su intermitencia
te causara la locura. Ni para qué recordar más tormentos, con eso bastaba. ¡Y todo por un libro!

El silencioso cochero, cuya cara nunca vi, se subió al pescante y arrió a dos caballos enormes, oscuros,
de largas crines y pronto recorríamos las sendas hacia la antigua y célebre ciudad de Carcosa. El trepidar, el
chirrido de las ruedas sobre la tierra, los cortantes latigazos que recibían los caballos, relinchando de dolor, me
aturdían hasta lo indecible. Como es natural, en el paroxismo de mi pánico, me desmayé y caí frente a la única
banca de mi celda, sobre el frío hierro que resonó con un ruido seco y grave, inaudible a cualquier criatura del
campo o del pueblo.

II

Cruzamos por carreteras desoladas, siendo cada vez más extraño el paisaje. Un cielo neblinoso alcanzo
a vislumbrar tras las ramas llorosas de los sauces. El carruaje siempre en movimiento se desliza por un lecho de
balastro. Claro, nos balanceamos de un lado a otro, nos elevamos con estrépito ante una piedra de mármol de
buen tamaño. Me pregunto si es parte de la condena este camino de piedra que no te permite evadir la
proximidad del tormento por medio de un sueño reparador. Es tanto como si al reconcentrarme tan sólo hallara
en mí el horror, ¿quién no se harta de sí mismo?

Los caballos galopan incansables y, si no estoy mal, así han permanecido por dos días con sus noches;
en cuanto el cochero – a quién veo de espaldas a través de una ventanilla- cabecea de cansancio y hasta se
duerme en el pescante dejando que nos guíen las bestias, como si ya conocieran el trayecto. Lo que a mí respecta,
la zozobra, el miedo, la expectativa me han quitado todo el apetito, y la lucidez del insomnio me hace percibir
todo el esplendor de las pequeñas cosas, como el viento helado que se cuela por los barrotes, como los haces de
luz del plenilunio y del sol naciente.

20
Algo que me ha llamado la atención es que a nadie se ve por acá. Es un clima frío y de montaña a
montaña se ven los bosques de una oscuridad verde y me resulta aterrador pensar que la neblina cae y que puede
alguien estar en medio de esos árboles sufriendo ese frío punzante y la blancura mortecina de la niebla. Pero,
¿no es ridículo sentirme seguro aquí dentro, sabiendo que voy camino de Carcosa? ¿No es ridículo
compadecerme de algún cazador extraviado cuando yo mismo he de ser sometido a tortura? ¡Y cuánto más se
dilata este viaje, tanto más se puebla mi imaginación de las atrocidades que me harán!

Dos días, dos noches y no hemos llegado, ¿al menos estamos cerca? Y sé que al llegar moriré
rotundamente. ¿Es humanos lo que estoy deseando: llegar de una vez por todas y acabar con esta angustia que
se llama espera?

Todo lo cercano se aleja. Dejo amigos, familia, una enamorada, toda una vida atrás, y parece que me
interno en el país de la niebla y de la nada.

III

Algo terrible ha pasado. Y, sin embargo, se anunciaba en vagas premoniciones.

En un brumoso amanecer, llegamos a una especie de choza y por su aspecto derruido y por la ausencia
de humareda en la chimenea, concluí que abandonada. Pero si nos deteníamos tenía que haber alguna razón, y
me forcé a creer que allí vivía gente, que venderían comida y alquilarían caballos. Quedé solo en el carruaje y
distinguí que estábamos justo antes de adentrarnos a una alameda, cuyos cipreses se abatían sobre el camino.

Era singular que ni el desgaste del viaje, ni la vigilia forzada menguara mis fuerzas. Y ante la idea de
comer o de beber sentí repulsión y asco, ¿qué me estaba pasando? Por otro lado, también supuse que
cambiaríamos de caballos, porque éstos, por muy vigorosos que fueran, debían estar por desplomarse.

Entonces me recosté en mi banca en ese momento de quietud y dejé vagar mis pensamientos. Recordé
ese libro prohibido y sus maravillas que no alcancé a degustar plenamente. Cómo me hubiera gustado

21
adentrarme en el bosque y beber de su sabiduría antes de que el mundo se diera por entendido. De haberlo
hecho, estaría ahora libre, impermeable a cualquier condena humana. Pero estas reflexiones cesaron cuando
bruscamente reanudamos nuestra marcha. Soñoliento aún, miré en dirección a la ventanilla que me daba la
imagen silente del cochero… y no vi a nadie. Me paré de un salto y dirigí la mirada hacia la parte opuesta, a la
ventanilla del fondo. Entonces vi al hombre plantado en el umbral de la choza, sosteniendo su sombrero sobre
el pecho con ambas manos y la cabeza inclinada, como despidiendo a un muerto al borde de un sepulcro.

Entonces comprendí. Supe que sería conducido por unos caballos incansables e infernales, echado a mi
suerte por un camino interminable. Allí, en medio de la alameda de cipreses, los cuervos graznaban
atropelladamente saludando mi entrada y revoloteando cerca de los barrotes.

¿Acaso era ésta la más alta pena? Voy por un camino que no cesa y si llegara a Carcosa -pero es vana
ilusión- me darían tormento y muerte, y eso es precisamente lo que deseo. ¿De esto se trata? ¿Es éste el tormento
de la célebre y antigua ciudad de Carcosa?

22
Azules melancolías

Éxtasis

Al maestro, Ángel Faretta

A una suave melodía


De incontenibles gotas de rocío,
Siempre en vilo siempre suspendida,
Creo alcanzar en su huida;
En la fugacidad de una tarde
De azules melancolías,
Mientras el viento sopla en las hojas…
Y caen las hojas que el viento despoja.

Y se ahonda una brecha en la niebla


Y se arranca un suspiro de muerte,
Tamborileando sobre las sienes,
Al corazón extasiado,
De la luz espantado,
Lo arroja, lo rompe, lo vierte
En la copa de la hermosura:
La orilla diestra de la locura.

23
Fugacidades
A Claudia Gómez
Cuando llega el ocaso
Y como una mariposa de fulgor
La luz revolotea en las montañas,
Se oculta, se oculta el sol;

Un gélido silencio
Se expande como flauta lastimera,
Esplenden las estrellas
Y el corazón se ablanda en las tinieblas.

Un no sé qué vibrando
En recuerdo del día ya pasado
Y como un rayo feroz;
Así, intenso, fugaz, fue mi dolor.

Niebla
A “Pili”

Se prolonga la noche en mi tierra,


Pues la niebla envuelva las montañas,
Llena los valles, distorsiona las llanuras,
Mientras silba el viento en las frondas
Cargado de acentos extraños…
El aullido del búho,
El aullido del lobo,
El graznido del chajá.

La luna, la última luna que trae el recuerdo


-tan solo, tan bella, tan luna-,
Se hunde en el piélago nocturno,
En los reflejos metálicos del cielo
Que se ciernen amenazantes.

Y morirá ese recuerdo, como muere mi voz,


Abortando el canto de mi alma,
Jamás escuchado por la luna,
Inaudible al cielo, a los astros del cielo.

24
Poema IV

Nosotros, los que vivíamos por la plenitud


De un instante tan solo,
Ahora damos media vuelta
Y vemos una sombra tendida
Sobre infinitos puñado de polvo
(¡El terror en un puñado de polvo!)

Ya el cielo puede retumbar


En amplia carcajada de hiena
Y picotear los oídos
Con el grito estridente del chajá.

Yo mejor me siento,
Me interrumpo, me dejo caer
En el borde del más alto peñasco
Para ver las tierras y el mar
Y el oleaje intenso a lo lejos
Que salta sobre las rocas
Y estalla como un navío
Naufragado de tierras naufragadas.

Aquí no se puede estar siempre.


Al menos, si hubiera un poco de agua,
Un poco del inmenso cielo,
Una gota de agua,
Un rumor lejano
Y no esta inmensidad salada.
Al menos, llegar al final de la noche
Y dejar tras de mí la sombra
Encerrada en un puñado de polvo;
Entonces, el júbilo del primer paso
marcaría también el último
Y una felicidad más que humana
Sentir sentir sentir.

25
Confidencias de Rimbaud
A Zaira Ordoñez
I El ocaso

A la vuelta de un año, ¿dónde estás?


Lavado por la lluvia de la tarde
Bajo un techo olvidado,
Trasmutado como el cielo
Que es azul y no es azul,
Que es blanco y tampoco es níveo
Y lo mismo diré si es amarillo.

Mira como esa gota


Se infla, suspende, resbala,
Contra el suelo se despedaza,
Como el corazón en la tormenta
Sacudido por los rayos que se quiebran.
Y si ni una palabra brota ya
“Callar” “Callar”.
Y si a la luz en su huida
Arremete la luna más sombría.
¿Qué hacer? ¿Adónde huir?
“¿Partir?” “¿Morir?”.

II El llanto de la amapola

Fue un sueño solamente


Esta sucesión alborotada,
Este concierto de infiernos
De gusanos por corazón.

Y si en lo más profundo
Reconcentrados licores
De metales fundidos
Apuré en la copa del delirio;
Y si en lo más profundo
Bocanadas de opio
Aturdieron los rincones de la belleza;
También, desde lo más profundo,

26
El creciente llanto de la amapola
Tan inquietante y que desmorona,
Escombros tras escombros,
Pedazos del corazón.

II Adiós

Hoy es el silencio y ya me alejo


Oscuro en la noche serenada,
Ansioso de castigo y de olvido…
El viento se deshace, la luna se deshace,
Pues viento y luna fugacidades son;
Estando la luna detrás de la luna
Y detrás de mismo estoy yo.

Allá
A Eva

En una apartada orilla


Bajo un apacible y calmo azul,
Que se extiende y entrelaza
O se juntan en un beso
Con la ondulante mar:
Allá te encuentras tú.
Distante como la luna
Y hechizante como el reflejo
De su fulgor en las aguas,
Plata, alabastro, salpicando
Las aceradas piedras
Combativas de acantilados:
Allá te encuentras tú.
Después de esa quietud y ese temor
Y del dolor obstinado cayendo
Parsimonioso como granos de arena;
Después de jurar, perjurar y retumbar,
Sopla de nuevo el viento
Agitando frondosidades de lo que soy:
Y allá te encuentras tú
Y es allá adonde voy.

27
Hoy precisamente…
A Yeli

Hoy, precisamente hoy,


Sé que moriré de cansancio
Con el corazón en un trapo
Sin brizna de una ilusión.

Y será viernes como hoy


En que me hiela algo más que el frío,
En que me aturde algo más que el eco
De una campana que estuvo en silencio.

Que la banca de ese parque


Bajo los cipreses sombríos,
Que la luna cuando fue menguante
Ondulando sobre trozos de vidrios esparcidos,
Que los largo silencios y lentas caricias
En aquella orilla de Elisa Elisa;
Que todo eso sea testigo:
Que muero, pero que he vivido.

28
Este mi camino…
A Camilo Ortega

Me duele paso por paso,


Como si este mi camino
Fuera interminable y fuera,
Criador tan sólo de espinos.

Dan ganas, a veces, siempre,


De arrancarse todos los dientes,
De mirar en silencio todo,
De escupir sangre en el lodo.

Palpando, busco el puñal,


Un río, un barranco rojo,
Pero nunca voy a avanzar
El pie en abismo de plomo.

Resulta que la esperanza


Se fue volando, se fue;
Mas del cielo de luna luna
Cae ahora pluma por pluma.

Luis Alberto Gómez Erazo


San Agustín, 2022

29

También podría gustarte