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Con sus reglas

Catherine Spencer

Con sus reglas (2005)


Título Original: The Italian doctor's mistress (2005)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Bianca 1622
Género: Contemporaneo
Protagonistas: Carlo Rossi y Danielle Blake

Argumento:
Pronto llegaría el momento en el que ella tendría que irse… ¿podría él dejarla
marchar?
Pasión era lo que el neurocirujano italiano Carlo Rossi sentía por su trabajo y por
las mujeres.
Deseo fue lo que lo sintió nada más ver a Danielle Blake.
Ardor fue lo que Danielle sintió cuando Carlo le hizo el amor y despertó sus
sentidos por vez primera.
Carlo insistía en que jugaran con sus reglas: sin compromiso, sin futuro…
Catherine Spencer - Con sus reglas

Capítulo 1
Danielle llegó a L’Ospedale di Karina Rossi a las cinco de la tarde y fue conducida
sin demora a la habitación donde estaba su padre. El sol de mayo se filtraba a través
de la persiana e iluminaba la figura inmóvil sobre la cama.
—Tengo que sedarlo, signorina. ¡Siéntese, por favor! —le dijo una enfermera.
Sin apartar la vista de su padre, Danielle se sentó en un sillón junto a la cama.
Era de cuero, advirtió distraídamente, y cómodo para dormir. Los visitantes de
aquella área del hospital no pasaban fugazmente a dejar una tarjeta o un ramo de
flores, sino que velaban por la persona enferma todo el día y toda la noche, si era
necesario.
—¿Cuando despertará? —preguntó ella.
La enfermera se encogió de hombros y no dijo nada. ¿Qué significaba eso? ¿Que
no sabía la res puesta? ¿O que no comprendía la pregunta?
—No hablo mucho italiano —le comenté Danielle—. Non parlo italiano. ¿Hay
alguien aquí que hable inglés?
La enfermera asintió y salió de la habitación. Sola en la estancia, Danielle presté
atención a los sonidos que emitía el aparato al que estaba conectado su padre y que
indicaba sus constantes vitales.
—¿Padre? —susurró ella.
Pero era como hablar con la pared. Él no demostró que hubiera registrado su
presencia ni con un parpadeo. Sus brazos, tostados por el sol, descansaban a ambos
lados de su cuerpo, llenos de catéteres. Tenía el rostro amarillento, y la nariz y la
mandíbula parecían más angulosos de lo normal, como si la piel se le hubiera pegado
a los huesos. Si no fuera porque su pecho se levantaba y descendía con regularidad,
se diría que estaba muerto.
—¿Signorina Blake? —otra enfermera, de más edad que la anterior, entró
silenciosamente en la habitación—. ¿Necesita usted algo?
—Al médico que ha operado a mi padre —respondió Danielle—. Necesito
hablar con él.
—El doctor Rossi no está hoy en el hospital.
—¿Por qué no? dijeron que mi padre está grave. En estado crítico, de hecho.
—Sí, pero hoy es el día que el doctor Rossi descansa.
—¡No me importa qué día sea! —exclamó Danielle, con la voz teñida de fatiga y
culpa.
La noticia del accidente de su padre la estaba esperando a su regreso de un
viaje. Conmocionada porque el accidente había sucedido una semana antes, se había
apresurado a volar a Italia para estar a su lado. Y una vez allí, quería respuestas.
—Llámelo. Dígale que deseo hablar con él.

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—Avisaré por megafonía a su residente.


—No quiero hablar con su residente. Quiero hablar con el hombre que ha
realizado la operación.
—La doctora Brunelli está perfectamente cualificada para responder a sus
preguntas, signorina —insistió la enfermera—. No molestamos al doctor Rossi en su
día de descanso, salvo en casos de extrema urgencia.
El tono reverencial con el que la enfermera se refería al doctor Rossi lo
equiparaba con un dios. Dominando su irritación, Danielle preguntó:
—¿Y mi padre no entra en esa categoría?
—El signore Blake está estable, signorina, y monitorizado todo el tiempo —
respondió la enfermera, con un leve tono de censura que indicaba que una hija
verdaderamente preocupada por su padre no hubiera esperado tanto tiempo antes
de acudir a su lado—. Si se produce algún cambio, el doctor Rossi será informado y
estará aquí en un suspiro.
La enfermera la miró comprensiva.
—Está usted nerviosa —continuó—, lo cual es comprensible, pero descanse
tranquila porque su padre está en las mejores manos. Ha tenido suerte, si es que
puede decirse eso dada su situación, de que lo trajeran aquí, a este excelente hospital.
Danielle reconoció que la enfermera se estaba esforzando por que se sintiera
mejor. Al enterarse de que su padre había sido llevado a un pequeño hospital
privado, en un pueblo situado junto al lago Como, su primer impulso había sido
solicitar que lo trasladaran a un hospital más grande, en Milán, o incluso Roma; un
hospital mejor equipado y con personal más experimentado en heridas graves en la
cabeza. Pero su padre no estaba en condiciones de ser trasladado y, hasta el
momento, por lo que había visto del Hospital Karina Rossi, todo era de última
generación, desde la impoluta recepción hasta aquella habitación de la Unidad de
Cuidados Intensivos…
—¿Ese doctor Rossi es pariente de la mujer que da nombre al hospital? —le
preguntó a la enfermera.
—Sí —contestó ella—. Era su esposa. Eran una pareja muy unida.
Desgraciadamente, la signora Rossi murió hace unos años.
—Qué forma tan maravillosa de recordarla.
—Era una mujer maravillosa. Cálida, comprensiva… muy amable.
—¿Y su marido?
El rostro de la enfermera se iluminó de admiración.
—¡Oh, él es muy hábil, dedicado y compasivo! Podría trabajar en cualquier
lugar, le recibirían con los brazos abiertos en cualquier hospital del mundo. ¡Es el
mejor!
Tranquilizada en cierta forma, Danielle miró de nuevo a su padre.
—Reconforta mucho saber eso.

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La enfermera ladeó la cabeza y la observó atenta mente.


—Usted necesita descansar. ¿Tiene algún Lugar donde alojarse?
—Había pensado en quedarme aquí… por si se despierta.
—Está en coma profundo, signorina. Es poco probable que… —se detuvo, se
encogió de hombros y se pensó dos veces lo que iba a decir—. Podría estar aquí
muchos días, signorina Blake. Dormir en una buena cama, cambiar de vez en cuando
de escenario y comer adecuadamente la ayudarían a soportar lo que le queda por
delante.
—¿Mi padre va a morir?
La enfermera dio un paso hacia atrás, turbada al recibir una pregunta tan
delicada a bocajarro.
—Mientras tenemos vida, mantenemos la esperanza —respondió, midiendo
mucho sus palabras—. Pero yo no soy quién para predecir nada… Cuando hable con
el doctor Rossi, pregúnteselo a él.
—Es justo lo que pretendo hacer —afirmó Danielle—. Y hasta que me responda,
me quedaré aquí.
—Como desee. Estoy segura de que, si su padre percibe su presencia, sentirá un
gran consuelo de saber que usted está a su lado. Voy a hacer que le traigan sábanas y
una almohada, y algo de la cafetería.
—No tengo hambre, pero sí me tomaría una taza de café.
—Enseguida se la traen.
— Las horas pasaban, interrumpidas sólo por breves visitas de la enfermera del
turno de noche. En algún momento entre las tres y las cuatro de la madrugada,
Danielle logró conciliar el sueño, inquieta, y se despertó a las ocho, cuando la
primera luz del día se colaba en la habitación. Junto a su padre había una enfermera
que ella no conocía regulando uno de los goteros.
—Continúa sin cambios, signorina —murmuró—. Pero yo voy a estar aquí un
poco más, por si usted quiere tomarse un descanso. Hay unas instalaciones para las
visitas al final del pasillo. Allí podrá desayunar y lavarse, si lo desea.
Danielle supuso que necesitaba las dos cosas Le escocían los ojos y tenía la boca
seca. No se había peinado en las últimas veinticuatro horas y mi podía recordar la
última vez que se había cepillado los dientes. Y en cuanto a comer, lo último que
había tomado era el pollo que servían en el avión, y apenas lo había tocado.
—No estaré fuera mucho tiempo —dijo, recogiendo u neceser de viaje de la
esquina donde había dejado su equipaje el día anterior—. Quiero estar aquí cuando
el doctor Rossi haga la ronda.
Pero no se imaginaba que las «instalaciones» que había mencionado la
enfermera incluirían vestuarios con secador, y duchas equipadas con toallas,
champú, jabón y crema hidratante. No esperaba la fuente con fruta fresca, ni los
croissants recién hechos y los termos de café italiano.

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Todo le resultó demasiado irresistible; por lo que su descanso original de


quince minutos se alargó a una hora. Cuando regresó a la habitación de su padre, des
cubrió que el médico ya había estado y se había ido, y supo que la culpa era
únicamente suya.
Pero eso no le evitaba la desilusión y, viéndola, la enfermera le comentó:
—El doctor Rossi sabe que usted está aquí y desea hablar con él, signorina Blake.
Ha dicho que acudo a las cuatro a su despacho.
¿Siete horas más de pasear por la habitación, imaginándose lo peor? ¡Era
demasiado!
—Había esperado hablar con él mucho antes.
—No va a poder ser —replicó la enfermera—. Un autocar de turistas se ha
salido de la carretera a pocos kilómetros de aquí, esperamos que nos lleguen los
heridos en la próxima hora. El doctor Rossi va a supervisar la labor de su equipo de
cirugía, que estará ocupado casi todo el día.
Ahí estaba de nuevo, pensó Danielle aquel tono de adoración. Como si, sin el
reverenciado doctor Rossi al cargo, su equipo no fuera capaz de salvar vidas.
—Cuando trajeron aquí a su padre, a Última hora de la tarde —continuó la
enfermera—, el doctor Rossi concentró toda su energía y sus habilidades en
atenderlo. El siempre está disponible para los que más necesitan su ayuda.
Aquella suave reprimenda colocó a Danielle en su sitio. Estaba siendo
irrazonable e injusta, reconoció. El hombre tenía otros pacientes y tenía que priorizar.
Pero el ver a su padre ahí tumbado, desprovisto de su dignidad, de su voluntad
indomable, la dejaba deshecha.
Seguro que no le daría las gracias por estarse preocupando por él. Su relación
nunca había sido muy cercana. Él no era un hombre cariñoso, se preocupaba sólo de
sí mismo. Pero era la única familia que le que daba a Danielle, ya que su madre había
muerto cuando ella tenía once años. Después de todo lo que había perdido durante el
año, la idea de perderlo también a él le resultaba insoportable.
Se apartó de la cama y fue hasta la ventana. Vio a una mujer sentada en un
banco del jardín, hablando con un hombre en silla de ruedas. El asió la mano de ella,
se la llevó a los labios y la besó. Aquel gesto de cariño hizo que a Danielle se le
llenaran los ojos de lágrimas. ¡Oh, ser amada de aquella manera…!
La enfermera debió de notar algo. Se acercó a la ventana con cara de
preocupación.
—Si lo necesita, hay un camino que une el hospital con el centro de la ciudad —
sugirió amablemente—. Encontrará un plano en Recepción y un cartel junto a la
entrada —principal indicando el camino. Es un paseo de veinte minutos, y le hará
bien salir de aquí un poco. Aquí no puede hacer nada, salvo esperar.
A Danielle le parecía que llevaba toda su vida esperando.
—Quizás tenga usted razón —dijo.

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Las primeras ambulancias con heridos del accidente de autocar estaban


llegando a Urgencias cuando ella salió del edificio. Y había más por llegar, sus
sirenas se oían cada vez más cerca en el aire de la mañana.
Danielle giró a la derecha y se encaminó hacia el pequeño pueblo de Galanio. El
camino atravesaba una pradera de césped y flores azules, y terminaba en un puente
que se extendía sobre un torrente de agua tan cristalina que debía de llegar
directamente de las montañas nevadas. Al otro lado del puente, el camino conducía
directamente hasta el centro de la ciudad.
Galanio se hallaba situado en una orilla del lago Como, en los Alpes. Sus calles
adoquinadas unían pequeñas piazzas y parques tranquilos. El paseo que discurría
junto al lago estaba salpicado de fuentes, boutiques y elegantes restaurantes. En la
colina había magníficas villas antiguas, con jardines llenos de flores.
En otras circunstancias, a Danielle le hubiera parecido un lugar encantador. Era
un entorno para el amor, un lugar donde Tom y ella podrían haber pasado su luna
de miel, si él no hubiera decidido en ello último momento que prefería casarse con la
que se suponía que era su mejor amiga. En lugar de eso, ahí estaba ella sola,
esperando a que su padre despertara, y temiendo que el médico le dijera que eso no
iba a suceder.
¿Qué haría ella entonces? Sabía lo que su padre hubiera dicho: « Danielle! No
permitas que viva como un vegetal».
Pero, ¿cómo podía ella autorizar a aquel doctor Rossi a que desconectara las
máquinas que mantenían con vida a Alan Blake, a que firmara su sentencia de
muerte?

De alguna forma, la mañana pasó. Al mediodía co mió en un café del paseo


matutino. Luego, esperando que hubiera ocurrido algún milagro en su ausencia,
regresó al hospital.
No había cambiado nada, salvo el ángulo del sol que entraba por la ventana.
Danielle se dejó caer en el sillón y reanudó su vigilia hasta que, por fin, llegaron las
cuatro de la tarde.
El grupo de despachos del médico estaba en la planta baja, y su nombre, Carlo
Rossi, estaba grabado en una placa sobre la puerta.
—¿Signorina Blake? —preguntó una mujer que parecía la secretaria—. El doctor
Rossi la espera.
Dado que todo el mundo hablaba de él con un gran respeto, y que tenía un
puesto muy alto en la cadena de mando del hospital, Danielle se imaginaba que sería
un hombre mayor, de pelo canoso, distinguido y del gado. En otras palabras, que se
parecería al impecable maître del restaurante italiano de lujo al que solía ir en Seattle.
Pero el hombre que se levantó de su, escritorio no era ninguna de esas cosas.
Tenía unos treinta y cinco años y complexión atlética, aunque las ojeras sugerían que
vivía a base de café y de poco sueño, dada las largas jornadas del hospital. Pero
incluso entre aquellas paredes, con su rostro reflejando su agotamiento y el pelo

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despeinado sobre la frente, era el hombre más atractivo que Danielle había visto
nunca.
—Signorina Blake, le ruego que me disculpe por no haber estado aquí cuando
usted llegó el primer día.
Tenía una voz hermosa, grave y tranquilizadora, con un ligero acento italiano Y
tenía unas manos preciosas. Le dio un apretón de manos a la vez suave y seguro.
Ligeramente aturdida, Danielle se dejó llevar hasta unas sillas que se hallaban a un
lado de la habitación, junto a unas ventanas que daban al exuberante jardín.
—Gracias por recibirme ahora —dijo un poco tensa, horrorizada de que,
estando su padre tan grave, ella pudiera sentirse tan atraída hacia aquel extraño—.
Me hago cargo de que está usted muy ocupado.
—Siempre, me temo —dijo él, sentándose en la otra silla y estirando las piernas
delante de él—. En cuanto terminamos de atender una emergencia, aparece otra.
Pero usted no está aquí para escuchar mis quejas.
Sus ojos, de un gris aterciopelado, estaban enmarcados entre pestañas largas y
espesas. ¡Y su boca…! A Danielle le pareció que no había visto nada tan sexy ni
siquiera en las estrellas de Hollywood.
—Quiere hablar del estado de su padre; ¿verdad? —añadió él.
Ella asintió. La gravedad de la voz de él la estaba poniendo muy nerviosa.
—¿Sabe lo que le ocurrió, cómo llegó hasta nosotros?
—No —respondió ella—. Sólo me dijeron que había tenido un accidente y que
estaba gravemente herido.
—Estaba en la montaña, haciendo snowboard fuera de la pista, y se cayó por un
precipicio.
¿Su padre hacía snowboard? Danielle sacudió la cabeza, perpleja. Era típico de él
practicar un deporte para personas que podían ser sus nietos, y romper con todo lo
establecido. Pero Alan Blake siempre había hecho lo que quería, seguía sus propias
reglas.
—Yo no sabía que estaba en Italia, y mucho menos que practicaba el snowboard.
Si a Carlo Rossi le sorprendió que ella supiera tan poco de la vida de su padre,
no dio muestras de ello.
—Me temo que se golpeó seriamente la cabeza —dijo—. Tiene el cráneo roto.
—¿No llevaba casco de seguridad?
—Sospecho que no, aunque dada la gravedad de la caída, dudo que un casco
hubiera sido de ayuda. Todas las fracturas de cráneo son para preocuparse, signorina,
pero una fractura del hueso occipital como la que su padre ha sufrido es
particularmente crítica.
—¿Por qué?
—Por el lugar donde se ha producido —respondió él.

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Agarró un bloc y un bolígrafo y acercó su silla a la de ella.


—El cráneo está compuesto por varios huesos. El más grande es el parietal —
explicó, mientras lo esbozaba rápidamente y con la fluidez de alguien muy
acostumbrado a hacer aquello—. El hueso occipital está inmediatamente debajo de él,
en la base del cráneo. Las fracturas como la de su padre son las más graves e
inestables.
—Por eso está inconsciente.
—Sí. Con una herida como la suya, es normal que esté en coma —se detuvo y la
miró con franqueza—. Eso no quiere decir que no pueda salir de él…
—Hay un «pero», doctor Rossi, ¿verdad? —apuntó ella fríamente—. ¿Qué es lo
que no me está diciendo?
Él flexionó los dedos y dejó escapar un largo suspiro, y Danielle supo que aún
no había escuchado lo peor.
—Por la proximidad de los nervios craneales a la herida —comenzó él—, hay
muchas probabilidades de que haya daños asociados.
Con, cada palabra cuidadosamente seleccionada, logró que aumentara el miedo
de Danielle. Pero ella llevaba toda su vida manteniendo sus emociones bajo control, y
en aquel momento le sirvió de mucho. Proyectando una calina que estaba muy lejos
de sentir, preguntó:
—¿Que tipo de daños?
—Incapacidad para tragar, parálisis de las cuerdas vocales, con las consecuentes
dificultades de fonación, hemiplejía, o incluso tetraplejia. Lo que significa, signorina
Blake, que si su padre recupera la consciencia, puede que se quede paralítico de uno
de los lados del cuerpo o incluso de ambos.
¿Alan Blake, el hombre que se enorgullecía haber corrido una maratón con
cincuenta y cinco años, podía quedarse paralítico? ¿Incapaz de acaparar la
conversación en sus múltiples cenas sofisticadas? ¿In capaz de controlar sus
funciones corporales?
Horrorizada por las consecuencias, y sintiendo lástima por un padre que no
habría estado a su lado si la situación hubiera sido al contrario, Danielle habló sin
pensar en cómo se entenderían sus palabras.
—¡Debería haberlo dejado morir! ¡Sería mejor que no estuviera así!
—¿Según el criterio de quién, signorina? —preguntó el médico, con una mirada
tan glacial como su voz—. ¿El suyo o el de él?
Danielle estaba convencida de que el médico pensaba que ella era fría e
insensible, que hablaba desde el egoísmo. Pero él no conocía a su padre, el intentar
explicar cómo era Alan Blake a un extraño sonaría a que estaba intentando buscar
excusas para sí misma.

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—Déjeme que se lo explique, doctor Rossi —dijo ella—. ¿A usted le gustaría que
le mantuvieran con vida en esas condiciones, atrapado en un cuerpo que se niega a
obedecerlo?
—Lo que yo prefiera no viene al caso. Me dedico a salvar vidas, no a ponerles
fin. En el caso de su padre, le estoy, anunciando las peores posibilidades para que
esté preparada por si suceden. Pero existe una mínima posibilidad de que se
recupere completamente.
—¿Y cuándo lo sabremos?
Carlo Rossi se encogió de hombros, con las palmas de las manos hacia arriba.
—Eso no se puede saber.
—Aventure una respuesta, doctor. ¿Una semana? ¿Un mes?
—No juego a ser Dios. Sólo tengo los datos que conozco. Su padre podría
despertar hoy, mañana, la se mana que viene o…
—¿O nunca?
—O nunca.
La observó unos momentos en silencio, y dijo con una tristeza bastante
palpable:
—Comprendo su impaciencia por acabar con esto, signorina Blake. Usted no
puede dejar su vida suspendida indefinidamente. Tiene otras obligaciones, además
de las que, corresponden a una hija hacia su padre… quizás con un marido e hijos.
—No, no estoy casada.
—¿Un novio, entonces? ¿Una carrera?
—Una carrera desde luego que sí. Tengo una agencia de viajes.
—Que le importa más que su padre… ¿Por qué si no iba a haber tardado tanto
en acudir a su lado?
Ella se irgui6 en la silla y le devolvió la mirada sin parpadear.
—Resulta, doctor Rossi, que estaba en un crucero por la Antártida cuando mi
padre sufrió esta tragedia.
—¿Y los cruceros no tienen teléfono hoy en día? ¿No tienen medios para estar
conectados con el resto del mundo?
—Por supuesto que sí, pero en este caso su sarcasmo no tiene sentido, doctor —
replicó ella tajante—. Si su hospital hubiera dejado el recado a alguien de mi oficina,
me lo hubieran comunicado inmediatamente y hubiera viajado aquí lo antes posible.
Pero dejaron el mensaje en el contestador de mi casa, y como vivo sola…
Se encogió de hombros.
—Era el único número de teléfono que aparecía en el pasaporte de su padre
para contactar en caso de emergencia —replicó él, y la observó en silencio unos se
segundos antes de añadir—: Signorina, lamento que hayamos… ‘‘

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Antes de que pudiera continuar, la puerta se abrió de golpe y una preciosa niña
morena con trenzas entró como una tromba en la habitación.
—¡Papá! —gritó.
Al ver que él no estaba solo, se detuvo bruscamente y se tapó la boca con la
mano.
—¡Lo siento! ¿Te molesto, papá? —preguntó en italiano.
—Sí —respondió él con severidad en inglés—. Y sabes que no debes entrar a
una habitación sin llamar antes a la puerta.
—Pero Beatrice no… —replicó ella en italiano.
—Recuerda tus modales, Anita. Mi visita no habla italiano —dijo él, y miró
brevemente a Danielle—. Estoy en lo cierto, usted no habla italiano, ¿verdad?
—Muy poco, pero no se preocupen por eso —dijo Danielle, agarrando su bolso
y poniéndose en pie. Ya habíamos terminado, ¿no?
—No, signora, no hemos terminado —respondió él—. Por favor, permítame
atender un momento la interrupción, y luego reanudaremos nuestra discusión.
Obedientemente, Danielle volvió a sentarse y observó cómo él se giraba hacia la
pequeña.
—A ver, Anita, qué es lo que sucede.
Tal vez sus palabras intimidaban, pero la sonrisa con que las acompañó les
quitaba toda la dureza, y la niña lo sabía. Con sus enormes ojos castaños llenos de
emoción, ella le anunció:
—No he llamado a la puerta porque Beatrice ya se había ido a casa, así que creí
que tú también habías terminado de trabajar por hoy. Quería contarte que Bianca ha
tenido los bebés. ¡Cuatro, papá! Me los he encontrado al regresar del colegio.
—Ciertamente, son unas noticias importantes —dijo él riendo y abrazándola, y
se volvió hacia Danielle—. Por si se lo está preguntando, Bianca es nuestra gata y,
como supongo que ya ha deducido, ésta es mi hija, Anita.
A pesar de lo molesta que se sentía hacia el padre, Danielle sonrió cálidamente
a su encantadora hija.
—Hola, Anita —saludó en inglés.
—¿Cómo está usted? Me alegro de conocerla —Contestó la niña también en
inglés.
—Eso está muy bien —dijo su padre—. A este paso, dentro de poco hablarás
inglés mejor que yo.
Ella lo miró con adoración y le rodeó el cuello con los brazos.
— ¿Cuánto mejor?
Él le tocó la punta de la nariz con un dedo.
—No tanto que te deje ignorarlas reglas. ¿No habrás venido aquí tú sola?

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—No, papá —afirmó ella, sacudiendo la cabeza con energía—. Calandria me ha


acompañado Está esperando abajo. Vamos al mercado a comprar pescado para
Bianca. Calandria dice que debemos cuidarla de forma especial ahora que es madre.
—Calandria tiene mucha razón —dijo él, golpeándole suavemente el trasero—.
No la hagas esperar. Despídete de la signorina Blake, y hasta luego.
—Arrivederci, signorina —dijo la niña con una son risa tímida.
Luego se giró hacia su padre, lo abrazó de nuevo y lo besó en las dos mejillas.
—¡Adiós papá!
Toda la escena dejó a Danielle llena de envidia. Ella nunca se había abalanzado
sobre su padre de aquella manera. A él le hubiera horrorizado, no era un hombre
muy cariñoso. Danielle ni siquiera recordaba una vez que la hubiera abrazado o
sentado en su regazo. Nunca había bromeado con ella ni le había hecho cumplidos.
Se le daba mucho mejor encontrar sus fallos.
La voz de Carlo Rossi interrumpió los recuerdos in deseados de una niñez que
ella se había alegrado de dejar atrás.
—Lamento la interrupción —dijo.
—No se preocupe, no me ha importado. De hecho, no sé por qué ha insistido en
que me quedara. No creo que haya nada más que decir.
—Claro que sí, signorina. Estaba usted explicándome por qué ha acudido una
semana después y…
—No sé por qué me he molestado —le cortó ella tensa—. Usted ya me ha
juzgado.
—Si mis conclusiones no son acertadas, le ruego que me disculpe. ¿Ha dicho
que estaba en la Antártida? No fue una bienvenida agradable entonces.
—No, pero lo superaré. Me ha explicado la situación de mi padre muy
claramente. Estoy preparada para lo que pueda acontecer.
—Me temo que difiero de usted. Está en estado de shock, signorina, y no tiene
todo bajo control, como puede creerse.
—Si teme que vaya a desmayarme a sus pies, no se preocupe.
—Sería más sano si lo hiciera. El miedo, la rabia, el dolor, las lágrimas…, serían
una respuesta más normal. Lo que sea, menos esta calma fría y antinatural.
—Tal vez las cosas sean así en Italia, doctor, pero a mí no me educaron para
mostrar mis emociones.
—Pero, debajo de esa fachada tan controlada, usted es humana, ¿verdad? Y he
visto gente como usted enfrentarse a unas noticias así de abrumadoras. Al principio
niegan la verdad, pero tarde o temprano la realidad se impone y los golpea. Cuando
eso sucede, necesitan el consuelo y el apoyo de su familia y sus amigos. Usted, sin
embargo, está en un país extranjero, y muy lejos de sus personas allegadas.

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¡Oh, sí, mucho más lejos de lo que él podría si quiera imaginar! En un giro cruel
del destino, había perdido a la vez a su prometido y a su mejor amiga.
—Pero no está sola —continuó Carlo Rossi—. Cuando no pueda soportar el
dolor, aquí estaré. Puede acudir a mí.
Con su amabilidad, él estaba haciendo desaparecer la coraza que la protegía,
advirtió Danielle, y dejando al descubierto una parte interior de ella demasiado
herida y tierna. Decidida a que él no percibiera su vulnerabilidad, le espetó:
—Usted es el médico de mi padre, no el mío.
—De todas formas, mi oferta sigue en pie.
—Como guste —dijo ella, encogiéndose de hombros y poniéndose en pie,
decidida a marcharse con o sin su permiso—. Gracias por su tiempo, y adiós.
Él hizo una inclinación de cabeza y la observó con atención.
—Arrivederci, signorina. Hasta la próxima vez.
No habría próxima vez, decidió Danielle. Él era demasiado perturbador,
demasiado atractivo. Y si eso, dadas las circunstancias, no era inmoral, sí que era una
completa tontería. Porque cualquiera sabía que se necesitaba al menos un año para
recuperarse de haber sido plantada ante el altar, y que permitirse sentirse atraída
hacia otro hombre en ese período no conllevaba más que problemas.
Cuanto menos viera al doctor Carlo Rossi, mejor.

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Capítulo 2
El la observó marcharse por el pasillo; Su primera impresión había sido que era
la mujer más hermosa que había visto nunca; la segunda, que también era la más fría.
La Antártida era un des tino muy adecuado para una reina del hielo como ella.
Ella había escuchado sin alterarse mientras él le describía el estado de su padre,
y era como si hubiera ensayado las preguntas, por la falta de emoción con que las
había formulado. Había aceptado sin rechistar respuestas que otras personas se
hubieran negado a admitir.
El tenía experiencia en dar malas noticias, más de la que le gustaría. Pero nunca
nadie le había respondido como Danielle Blake, diciéndole que debía haberlo dejado
morir. Y además lo había dicho con tal vehemencia que aún estaba atónito. ¿Quién
podría sentir simpatía hacia una mujer así?
El único momento en que se había quitado la máscara de frialdad había sido
cuando Anita la había saludado. Entonces, durante un breve y brillante momento,
había sonreído. Su gélida belleza se había transformado en una calidez radiante, y él
había pensado que estaba equivocado, que debajo de aquella máscara ella tenía
corazón.
Pero enseguida se la había vuelto a colocar, y él ya no había logrado volver a
quitársela.
Entrenado como estaba en observar los detalles, había advertido la forma
reveladora en que ella había apretado sus manos entrelazadas cuando le había
preguntado si la esperaba su novio en casa. Eso era, se había dicho. Ella estaba
demasiado involucrada emocionalmente con otro hombre como para sentir nada
hacia el que le había dado la vida.
Normalmente, cuando él se enfadaba, lo que sucedía raras veces, dirigía esa
rabia contra sí mismo, por su inhabilidad para solucionar todos los problemas y
curar todas las enfermedades. Pero mientras estaba con ella, su rabia se había
concentrado en ella. La hubiera zarandeado para hacer añicos su impasibilidad y ver
a la persona que estaba debajo.
Por supuesto, no lo había hecho. Había observado su columna rígida, su
barbilla elevada con orgullo la decisión de ojos, y se había preguntado si no la habría
juzgado mal, después de todo. ¿No podía ser que ella estuviera exhausta, tan
estresada; que lo que él percibía como indiferencia fuese en realidad una barrera
feroz para autoprotegerse, para mantener a los demás a distancia?
Por la razón que fuera, ella estaba tan tenaz que le faltaba poco para estallar. Se
fue caminando por el pasillo con tanta rapidez que él creyó que iba a echar a correr.
Intrigado, decidió seguirla para averiguar por qué estaba tau ansiosa de escapar de
allí. Se sorprendió cuando, en Jugar de salir del hospital como él esperaba, se metió
en el ala de Cuidados Intensivos hacia la habitación de Alan Blake.

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Danielle no lo oyó entrar después de ella, pues tenía puesta toda su atención en
su padre. Se sentó en el borde del sillón y se agarró a las barreras de protección de la
cama con desesperación.
Sin ánimo de sobresaltarla, Carlo carraspeó suavemente, pero ella reaccionó a la
sorpresa como si hubiera oído una bomba. «La he juzgado injustamente pensó él de
nuevo». «Es demasiado frágil, está a punto de derrumbarse».
Se acercó a ella.
—Deduzco que ha pasado toda la noche junto a su padre, signorina;
—Sí —respondió ella, sin apartar la vista de la cama—. ¿He infringido alguna
ley no escrita al hacerlo?
—Desde luego que no. Pero creo que no debería repetirlo esta noche.
—¿Y eso por qué?
—Usted necesita descansar, dormir en una cama en condiciones —afirmó él,
adelantándose a las objeciones que ella pudiera poner.
Ella negó con la cabeza.
—No tiene sentido. No sería capaz de dormir.
—Le recelaré algo para asegurarle que lo hará ¿En qué hotel se aloja?
—¿Hotel? —repitió ella, como si no comprendiera—. Vine directamente del
aeropuerto.
—Lo sospechaba —comentó él, apoyando la mano sobre el hombro de ella,
frágil bajo el Suave tejido Debemos hacer algo al respecte.
— ¿Nosotros? —preguntó ella indignada—. ¿Desde cuándo es usted parte de la
ecuación?
—Desde que me he dado cuenta de que usted está exhausta y a punto de un
colapso emocional. Lamento no haberlo advertido antes, pero ahora que lo he hecho,
me veo en la responsabilidad de remediar la situación. Después de todo, signorina,
no serviría de nada si usted también tuviera que ser hospitalizada.
Agotada, Danielle se recostó en el respaldo del sillón y cerró los ojos.
—Me siento como si llevara varios días aquí, pero apenas han sido veinticuatro
horas.
—El tiempo avanza muy lento cuando uno espera un milagro —afirmó él,
tomándola de la mano y haciendo que se levantara—. Venga conmigo. La llevaré a
una casa de huéspedes tranquila y poco frecuentado por turistas que se encuentra
cerca del hospital. Allí podrá descansar cómodamente.
Danielle tropezó y él se apresuró a sujetarla, temeroso de que se cayera al suelo.
Ella se apoyé en él y durante unos segundos él se quedó abrumado con la fragancia
de su pelo y su conmovedora fragi1idad.
—No necesito ninguna casa de huéspedes —murmuré ella—. Prefiero
quedarme aquí.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

Él se recordó así mismo que el interés que lo movía era puramente profesional.
—No le doy opción. ¿Es ése todo su equipaje?
Ella miró la pequeña maleta y el bolso de mano que llevaba junto a su bolso
normal, y asintió débilmente.
Él la sujetó rodeándole la cintura con un brazo y colocó el bolso sobre la maleta.
—Viaja con poco equipaje para ser una mujer —comenté, conduciéndola por el
vestíbulo hasta una entrada lateral que daba al aparcamiento—. La mayoría de las
mujeres a las que conozco necesitan por lo menos el doble de maletas cuando viajan.
—Salí de casa corriendo. No tuve tiempo de meter en la maleta más que lo
necesario.
El coche estaba al sol, cálido como un nido. Danielle se dejó caer en el asiento
del copiloto, suspiró y se quedó dormida casi al instante. En reposo, su rostro era
apacible y su boca muy atractiva. Tenía las pestañas largas y las cejas finamente
arqueadas.

No se parecía nada a su padre. Aun en estado de coma, el rostro de Alan Blake


revelaba una fuerza que no tenía el de su hija, y de nuevo Carlo se descubrió
preguntándose que había detrás de aquella máscara de hielo que ella presentaba al
mundo.
Rodeado de jardines, L’Albergo di Camellia estaba situado al final de un camino
tranquilo, con el lago a un lado y uno de los parques de la ciudad al otro. Varios años
antes, él había operado con éxito a la madre de la dueña, salvándole la vida y
ganándose la eterna gratitud de toda la familia.
—Tenemos la habitación ideal —anuncié la dueña cuando él le explicó la
situación—. Está en el piso de arriba y tiene vistas a la montaña y al lago. Es muy
tranquila, doctor Rossi, justo lo que su dama necesita en estos momentos. No se
preocupe, cuidaremos de ella.
Era lo que él quería escuchar. Su prioridad eran sus pacientes, necesitaba tener
la cabeza despejada para poder concentrarse en ellos. No podía permitirse
involucrarse demasiado con los familiares.
Regresó al coche y movió suavemente a Danielle.
—Hemos llegado, signorina.
Ella giré la cabeza hacia el otro lado, dejando ex puesta una porción de su
hermoso cuello. Se humedeció los labios con la lengua, murmuré algo ininteligible y
volvió a dormirse. Carlo se preguntó cómo sabría ella, si fuera su lengua la que
tocara sus labios, y se asombré disgustado de aquella idea tan inapropiada.
—¡Danielle! —dijo con dureza, agitándola con más fuerza esa vez.
Ella abrió los ojos y Carlo se hundió en aquellos luceros verdes y transparentes.
Ella sonrió levemente.
—Hola —susurró, y a continuación suspiré.

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Por la forma en que lo miraba, y por cómo había hablado, a Carlo le recordó el
saludo de una mujer a su amante la mañana siguiente a una noche de pasión. Era
comprensible, se dijo, ya que ella estaba claramente desorientada.
Pero, ¿por qué aquella respuesta de su propio cuerpo, la tensión en su ingle y el
calor en su vientre? Aquello era inexplicable e intolerable.
—Salga del coche —dijo con brusquedad—; Tiene una cama esperando, si
quiere dormir.
Ella parpadeé y él captó que volvía a ponerse su máscara impenetrable, signo
de que volvía a ser consciente de dónde estaba, porqué y con quién. Se irguió en el
asiento e intentó desabrocharse el cinturón de seguridad.
Impaciente ante su torpeza, Carlo desabrochó el cinturón él mismo. Quería
deshacerse de ella. Enseguida. Ya había perdido demasiado tiempo con una mujer
incapaz de derramar ni una lágrima por su padre agonizante.
—No tengo todo el día, signorina.
—Si ésta es su forma de tratar a sus pacientes, no me extraña que mi padre
prefiera seguir en coma —replicó ella—. Le recuerdo que ha sido idea suya que me
alojara en un hotel y traerme basta aquí. Si le he molestado, debele la culpa a quien le
corresponde: a usted.
Carlo necesitó mucha fuerza de voluntad para ignorar lo que aquellas palabras
estaban despertando en él, y mucha más para apartar su mirada fascinada del muslo
que se le descubrió al salir del coche. Pero nada pudo evitar que se estremeciera
cuando ella pasó a su lado, lo suficientemente cerca como para que pudiera sentir el
calor de su cuerpo.
Una descarga lo recorrió entero, intensamente. Ni una vez en los cinco años
desde que Karina había fallecido, había él experimentado una reacción así hacia
ninguna mujer. Obligándose a tratarla con la misma in diferencia que ella le
profesaba, sacó el equipaje del coche y lo llevó hasta el vestíbulo del hotelito, donde
los propietarios los esperaban.
—Signorina, estos son sus anfitriones, Stella y Luigi Colombo —le anuncié él—.
La dejo en sus hábiles manos.
—Gracias. Seguro que nos entenderemos muy bien —respondió Danielle,
imperturbable.
«¡No como con usted!», pensó sin decirlo, pero reflejándolo en su cuerpo. De
nuevo, Carlo sintió deseos de zarandearla. ¿Qué tenía ella, que lograba sacar aquella
parte tan irracional de él? ¿Cómo era posible que, conociéndola tan poco, le crispara
tanto los nervios?
Furioso con ella y aún más consigo mismo, se metió en el coche y se marchó. En
un principio, tenía pensado ir directamente a su casa, pero se sentía inquieto, así que
se encaminó hacia los Alpes. Media hora después, se detuvo en un mirador con la
nieve cubriéndole los pies y el aire frío dándole en la cara.

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Contemplé el paisaje. Se imaginé que su hija lo estaría esperando para


enseñarle los gatitos recién nacidos y para compartir otras noticias del día. Calandria
estaría dando los últimos toques a la cena.
Estaba desperdiciando aquellos preciosos momentos de estar con su familia, y
todo porque Danielle Blake, una completa extraña, había aparecido en su vida. ¿Por
qué permitía que ella invadiera sus pensamientos, que lo tentara deforma tan
irracional? Además él no era ningún cura, tenía sus necesidades sexuales bien
cubiertas de forma ocasional.
Inspiró profundamente y, al echar el aire, dejó salir con él su torbellino interior.
Aquella aberración que lo había poseído había acabado. Era él de nuevo.
O eso fue lo que quiso creer.

Arropada por un suave edredón, Danielle durmió quince horas seguidas. Y


soñó. La voz de él aún resonaba en su cabeza cuando se despertó por la mañana, y ni
la brillante luz del sol ni el exuberante jardín logra ron borrar aquel hermoso rostro
de su mente. El había estado toda: la noche junto a ella.
Danielle sabía que ella no le gustaba; y también sabía que eso debería
importarle. Pero ansiaba su aprobación. La tarde anterior, cuando se había
despertado en su coche, había creído que él iba a besarla. Si lo hubiera intentado, ella
se lo habría permitido. Él la hacía ser consciente de que era una mujer, con las
necesidades que eso implicaba Aunque estaba harta de los hombres había perdido la
fe en el amor y había llegado a la conclusión de que el sexo era una pérdida de
tiempo sobrevalorada.
Desconcertada por aquel contrasentido, salió de la cama y se metió en la ducha.
Estaba en Italia por una razón: para velar por su padre hasta que él pudiera hacerlo
por sí mismo. Enamorarse de su médico era algo que no podía permitirse.
Acababa de secarse el cabello cuando Stella llamó a la puerta.
—¡Buon giorno, signorina! He oído que se había despertado y le traigo el
desayuno. Le prometimos al doctor Rossi que la cuidaríamos bien y nos alegramos
de complacerlo.
Danielle sabía que no debía alimentar su fascinación por Carlo Rossi, pero no
pudo evitar preguntar.
—El doctor Rossi parece tener una enorme influencia sobre la gente comenté
con desenfado—. ¿Todo el mundo hace siempre lo que él dice?
Stella se rió.
—Si da esa impresión, quizás sea porque es el mejor cirujano en muchos
kilómetros a la redonda; el mejor de Italia, según muchos. Nos sentimos muy
honrados de que un hombre así forme parte de nuestra comunidad.
—¿Es amigo suyo?

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—Nos movemos en círculos diferentes, pero Galano es un pueblo pequeño, los


que vivimos aquí todo el año nos conocemos todos, y la clínica es un centro de
reunión. Antes de que él llegara, el hospital más cercano estaba en Milán. ¿Le sirvo el
café? —preguntó.
—Por favor —dijo Danielle, acercando una silla—. Me resulta curioso que el
doctor Rossi eligiera este lugar para ejercer la medicina. Es un pueblo muy bonito,
pero si está tan cualificado como parece… —comentó, encogiéndose de hombros.
—Ah, pero su vida está aquí, signorina. Su hija tiene aquí el colegio. Él vive
entregado a su trabajo en la clínica que construyó con su propio dinero. Su amada
esposa descansa en el cementerio de la iglesia —explicó. Stella—. ¿Cómo podría
competir con eso una ciudad más grande o un hospital más famoso?
Danielle ya tenía suficiente con aquella proclama de que él era un héroe. Quizás
su residente, la doctora Brunelli, fuera alguien más accesible.
Pero abandonó la idea cuando, un par de horas más tarde, se dio de bruces con
ella en la puerta de la UCI. Zarah Brunelli, que dada su experiencia médica debía de
andar por los treinta años, no parecía tener más de veinte. Era t bella que podría
haber sido modelo si hubiera sido más alta. Pero en lugar de un modelo de diseño,
llevaba el uniforme médico con su nombre en un bolsillo y el estetoscopio alrededor
del cuello.
—Acabo de visitar a su padre, signorina Blake —anuncié ella, cerrando una
carpeta—. No hay cambios, continúa estable pero sigue sin responder a los estímulos.
—Usted ayudó en su operación, ¿no es cierto? ¿Qué posibilidades cree que tiene
de recuperarse?
Zarah Brunelli la obsequié con una sonrisa fría y profesional.
—Las mismas que mi colega le ha contado. Mi diagnóstico coincide
enteramente con el del doctor Rossi.
«¿Qué esperabas, que alguien contradijera al maravilloso doctor?», pensó
Danielle.
—Se enfrenta a tiempos difíciles, signorina —continuó la doctora—. Por su
propia salud, le aconsejo que haga visitas frecuentes y cortas a su padre, y que se
tome tiempo para sí misma. Va a necesitar conservar sus fuerzas.
—Eso mismo dijo ayer el doctor Rosal. Insistió en que no pasara aquí otra
noche.
—Tenía razón. ¿Ha buscado ya algún hotel?
—De hecho, él lo hizo por mí. Me llevó a L’Albergo di Camellilla me presentó a
los dueños.
—Eso fue muy amable por su parte —comenté la doctora aún más distante que
antes—. Es un hombre muy ocupado, signorina. En el hospital hay profesionales
cuyo trabajo es asistir a los familiares de los pacientes. Solicite su ayuda en
Recepción.

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La doctora se lo estaba reprochando, como diciéndole que Carlo Rossi tenía


cosas más importantes que hacer que ocupare de una mujer perfectamente capaz de
cuidar de sí misma.
—Lo recordaré la próxima vez que él se ofrezca a ayudarme. Y lo hizo con
muchas ganas, debo añadir… Así que apreciaría que le mostrara a él su
desaprobación, y no a mí. Y ahora que esto ha quedado claro, perdóneme, pero la
persona a la que he venido a ver es a mi padre.
Agradeció poder escapar de aquella situación y cerró la puerta de la habitación
suavemente tras ella. El corazón le latía acelerado, respiraba entrecortadamente, y
tuvo que contener lágrimas de ira.
En el pasado, lloraba a lágrima viva por las cosas que no podía cambiar: la
muerte antes de tiempo de su madre; el rechazo de su padre, que no había ocultado
su decepción al descubrir que tenía una hija en lugar de un varón; el compromiso
roto con Tom; la traición de su supuesta amiga… Pero por nada del mundo iba a
permitirle a Zarah Brunelli el lujo de verla llorar.
Conteniéndose, fue a la ventana. Si su padre despertara en aquel momento y la
viera en aquel estado, le diría lo mismo que le había dicho miles de veces siendo una
niña, cuando ella lloraba porque él se reía cruelmente de sus temores, porque
olvidaba su cumpleaños, porque rompía sus promesas… La lista era interminable:
—¿Por qué eres tan boba, Danielle? —le reprochaba su padre.
Ella había aprendido a mantener sus sentimientos tan ocultos que incluso Tom,
que al principio la había encontrado fascinante y deseable, había llegado a la
conclusión de que era incapaz de sentir una auténtica pasión, ni siquiera dolor.
—Eres una frígida, Dani. Por eso he acabado con Maureen —le dijo él la noche
que rompió su compromiso—. Ahora estarás triste, pero no me preocupa que te tires
desde una ventana o algo así, no eres de ese tipo.
Si ella había logrado sobrevivir a ese comentario, ¿por qué la desestabilizaban
las palabras de una mujer a quien acababa de conocer y cuya opinión no le
importaba? Carlo Rossi debía de estar en lo cierto, estaba abrumada por las
emociones.
Durante los diez días siguientes, Danielle acudió al hospital hasta tres veces al
día, pero lo único que cambió era que ella se sentía cada vez más viva por dentro.
Nunca había sido más consciente del mundo que la rodeaba, nunca se había
conmovido tanto con el canto de los pájaros, ni con el aroma de las flores.
Y todo se lo debía a Carlo Rossi: por la forma en que la seguía con la mirada;
porque hacía que el estómago le diera un vuelco al ver su sonrisa; por cómo se
despegaba la camisa del cuello, como si el calor que se creaba cuando sus miradas se
encontraban le hiciera sudar.
Irónicamente, Carlo Rossi no podía revivir a Alan Blake, pero lo había logrado
al máximo con ella. Su padre seguía como el primer día, inmóvil, inconsciente. Y
mientras durara aquella situación, ella seguiría atrapada por unas circunstancias que
escapaban a su control, algo que le resultaba inaceptable. El día que Tom la había

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abandonado, se había prometido a sí misma que nunca volvería a conceder el control


de su vida a otra persona.
El problema estaba en que no era capaz de abandonar a su padre. Pese a que no
le gustara, era su única familia. Debía estar a su lado, aunque no lo hiciera con cariño.
Y, si existía la más mínima posibilidad de que se recuperara, debía descubrirla.
Porque sólo entonces podrían hacer lo que mejor sabían los dos ir cada uno por su
camino…
Zarah Brunelli se topé con ella un día junto a la habitación de su padre.
—No evoluciona, no vemos el progreso que esperábamos —comentó la doctora.
—No, podría haberme quedado en casa, para lo que estoy aportando aquí —
respondió Danielle descorazonada.
—No se crea —re la doctora fríamente—. Oír una voz familiar en un idioma que
él conoce puede ser la única cosa que estimule la respuesta de su padre.
Danielle sabía que era necesario algo más que eso. Alan Blake nunca la había
considerado una compañía estimulante, no tenían nada en común A él le apasionaba
discutir de política o del sistema judicial con sus amigos, o acudir a la ópera con su
amante del momento.
No sabía quién era su amante entonces, pero sí podía hacer algo respecto a la
ópera.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

Capítulo 3
La casa de la Música estaba al final de una calle empinada. El propietario no
hablaba inglés, pero Danielle descubrió que la ópera era un idioma universal. Salió
de la tienda con un reproductor de CD y un montón de grabaciones de las mejores
óperas.
El día era perfecto y decidió recorrer uno de los parques del pueblo. La gente
caminaba animada: novios agarrados de la mano, madres paseando a sus bebés…
Danielle no olvidaba el precario estado de su padre, pero durante unos momentos
decidió relajarse y disfrutar del ambiente que la rodeaba.
Galanio lo tenía todo para atraer al turismo: se podía esquiar, hacer escalada,
senderismo, vela, natación… El pueblo era pintoresco y lleno de vida, y en él era fácil
olvidar que sus atracciones eran también la causa de que el Hospital Karina Rossi
estuviera siempre lleno.
Era más de mediodía y el delicioso aroma de una trattoria la animó a sentarse a
una de las mesas de la terraza. Pidió una botella de agua y un plato de un liguini con
salsa de almejas.
Elevó el rostro hacia el sol y cerró los ojos. El apareció en su mente, con sus
hermosas manos, sus ojos grises y una boca tan sexy que sólo de mirarla ella se
excitaba. ¿Cómo sería desnudo?
—¡Ciao, signorina!
Sorprendida por una voz de niña junto a ella, se irguió en el asiento y descubrió
a Anita Rossi en el paseo junto a su mesa, observándola con curiosidad.
—¡Ciao! —contestó Danielle, avergonzada de que la hubiera encontrado
mientras fantaseaba con su padre—. Me alegro de verte de nuevo.
—¿Estaba usted durmiendo?
Danielle se rió.
—No, sólo soñaba despierta.
—No entiendo esas palabras.
—¿Significa que estaba pensando con los ojos cerrados?
—¿En su padre?
—Sí, entre otras cosas. Está muy enfermo —dijo, y decidió cambiar de tema de
conversación—. ¿Y tú, Anita? ¿No deberías estar en el colegio?
Al sonreír, a la niña le salieron hoyuelos.
—El colegio ha terminado por hoy. Empezamos las clases muy temprano, y así
acabamos antes y nos queda tiempo para jugar. Estaba atravesando el parque camino
de casa cuando la he visto y he venido a saludarla.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

—Me alegro mucho de que lo hicieras —respondió Danielle, y miró alrededor—


. ¿Sueles regresar a casa tú sola?
—Estaba con mis amigos, pero ya se han ido.
Danielle recordó que a Carlo Rossi no le gustaba que su hija anduviera sola.
—Creo que voy a acompañarte a casa para asegurarme de que llegas bien.
—No es necesario —dijo Anita, negando con la cabeza y haciendo volar sus
trenzas—. Ya tengo casi ocho años. Conozco el camino, y Calandria me espera todos
los días a las puertas del parque.
Señaló unos metros más adelante, hacia las puertas de hierro.
—Además, ya está allí, puedo verla —añadió la niña.
—Entonces será mejor que no la hagas esperar.
—No, debo darme prisa. Bianca me habrá echado de menos. Debe venir a ver a
los gatitos, signorina. Son preciosos.
«Y tú también. ¡Eres adorable!», pensó Danielle.
—Puede que lo haga antes de marcharme —respondió—. Y ahora, será mejor
que te vayas antes de que nos metamos en un lío. Ciao, Anita!
—¡Ciao! —se despidió la pequeña alegremente, girándose para saludarla con la
mano mientras abandonaba el bordillo y pisaba la calzada.
Ella no estaba mirando hacia donde se dirigía. Y el conductor del coche que
bajaba a toda velocidad por la calle no estaba atento. De haberlo estado, hubiera visto
claramente a la niña cruzarse en su camino. Pero Danielle sí lo vio y el horror se
apoderó de ella…
Intentó saltar de la silla y correr hacia la amada hija de. Carlo Rossi, pero
aunque su corazón estaba acelerado, su cuerpo parecía moverse a cámara lenta.
Oyó la bocina de un coche, el chirrido de unos frenos, los gritos de la gente y su
propio grito de advertencia. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se abalanzó sobre
la pequeña, agarró aquel delgado cuerpecito y lo lanzó hacia un lado mientras ella
misma hacía de escudo.
Y entonces… sólo sintió un agudo dolor en el costado y dificultad para respirar,
y de pronto la oscuridad la absorbió.
—He visto a Danielle Blake esta mañana —comentó Zarah, reuniéndose con
Carlo Rossi en la sala de médicos antes de empezar la ronda juntos—… Es la
segunda vez desde que ella está aquí. Creo que me evita.
Molesto por la respuesta de su cuerpo con sólo es cuchar el nombre de Danielle,
Carlo frunció el ceño y se concentró en su café.
Había habido otras mujeres desde que Karina había fallecido, y habían pasado
por su vida fugazmente. Pero Danielle Blake, sin pretenderlo, se había metido dentro
de él. Sin conocerla, la había deseado, y no lo graba olvidarla.
—No seas ridícula, Zarah. ¿Por qué iba a evitarte?

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—Porque sabe que no me pareció bien que te hiciera buscarle alojamiento —


respondió ella—. Te confieso que me sorprenden tus acciones, Carlo. No es propio de
ti tomarte tanto interés por alguien que no es paciente tuyo.
Tampoco era propio de él levantarse en mitad de la noche tan excitado que casi
se avergonzaba.
—No era nada personal —replicó suavemente—. En aquel momento, ella estaba
a punto de derrumbarse.
—¿No hablando de la misma persona? Me extraña que esté tan poco afectada
por la situación de su padre, a pesar de que dice que le preocupa.
El coincidía con el juicio de su compañera, pero se sorprendió respondiendo:
—Las apariencias engallan, Zarah. Sospecho que lo que parece indiferencia no
es sino un rígido autocontrol. Ella no está acostumbrada a mostrar sus emociones,
pero eso no quiere decir que no las tenga.
—No estoy de acuerdo. Creo que no le importa si su padre vive o muere.
Carlo recordó las palabras de Danielle: «¡haberlo dejado morir! ¡Sería mejor que
no estuviera así!»
—Tal vez tengas razón. No la conozco tan bien —contestó, terminándose el café
y dando por terminada también la conversación sobre Danielle Blake—. Pongámonos
en marcha. Le prometí a Anita que intentaría llegar pronto a casa, a ver si lo consigo.
Estaban entrando en la UCI cuando lo llamaron por los altavoces.
—Me parece que tendrás que hacer la ronda tú sola —le dijo a Zarah—. Me
necesitan en Urgencias.
No intuía lo que le esperaba, no sintió la desolación que solía experimentar
cuando le llegaba una víctima entre la vida y la muerte. Ni siquiera la sintió cuando
entró en la sala de Urgencias y vio al personal mirarlo con preocupación. Dos
habitáculos tenían las cortinas echadas.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó a su residente de Urgencias, Gino Ferrari—.
¿Otro choque múltiple en la montaña?
—No, Carlo —respondió Gino sombrío—. Esta vez ha sucedido en la ciudad, y
siento decirte que tu hija está herida.
— ¡Estás equivocado!
Aquello era absurdo, pensó Carlo. Anita estaba en casa, desde hacía una media
hora, haciendo sus deberes del colegio. Por la hora, así debía ser.
El silencio absoluto que se había producido a su al rededor le llamó la atención,
y comenzó a dudar.
—¿Anita? —repitió, y su incredulidad se transformó en un temor sin forma.
—Eso me temo, Carlo. Está aquí.
El residente abrió la cortina del primer habitáculo. Anita estaba en la camilla
con los ojos cerrados. Tenía una fea contusión en la frente y las rodillas arañadas.

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—No la hemos examinado ni hemos ordenado ninguna prueba —anunció


Gino—. Creímos que querrías ocuparte tú.
—Totalmente cierto —dijo Carlo, acercándose a la camilla.
Era consciente de que todos los ojos estaban clava dos en él, todos excepto los
de su hija Realizó un examen rutinario: corazón, pulmones, presión sanguínea,
pupilas y reflejos. Satisfecho con los resultados, se concentré en el golpe de la frente.
Se estaba formando un chichón, pero parecía algo superficial.
—Esto hay que desinfectarlo y darle una crema antibiótica.
Normalmente, el personal se apresuraba a cumplir sus órdenes, pero en aquel
momento no se movió nadie. Lo miraban estupefactos.
—¿Qué sucede? —gruñó él—. ¿No me he expresado bien?
—Por supuesto, doctor. Yo me ocupo —contestó una de las enfermeras,
mientras los demás se dispersaban.
Gino se le acercó y murmuré:
—¿Eso es todo, Carlo?
—¡Por supuesto que no! Sabes bien que hay que hacerle un escáner por si tiene
alguna fractura en el cráneo, por muy superficial que parezca la herida. Pero creo que
no nos dirá más de lo que podemos deducir desde fuera.
—¿Aunque Anita siga inconsciente?
—Eso es normal. Despertará en cualquier momento.
Dicho y hecho. Anita abrió los ojos y se le llenaron de lágrimas al ver a su padre
junto a ella.
—¿Papá? —susurré entre sollozos—. No me siento bien.
—Lo sé, pequeña —dijo él—. ¿Dónde te duele?
—En las rodillas. Me queman, papá.
—Te las has arañado gravemente al caerte. Ahora vamos a curártelas y pronto
te sentirás mejor —dijo, irguiéndose y haciendo una seña a la enfermera, que regresó
con todo lo necesario—. Ocúpese también de las rodillas, por favor.
Ella asintió como atontada y fue a por más compresas esterilizadas.
—¿Qué le pasa hoy a todo el mundo aquí? —preguntó Carlo a Gino.
—Supongo que están… preocupados. Por Anita y por ti.
—Los accidentes ocurren. Por cierto, ¿cómo está la otra víctima?
—No lo sé, todavía la están examinando.
—Mantenme informado de lo que sucede.
—Claro —dijo el residente, y dudó unos instantes—. ¿Estás bien, jefe?
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a estarlo? Yo no soy el que se ha herido.
¿Alguien avisó a la policía?

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Catherine Spencer - Con sus reglas

—¡Ah sí! Se me olvidaba decirte que hay un oficial esperando para hablar
contigo en la sala de espera.
—Iré a verlo ahora. Avísame en cuanto sepas algo de Radiología.
—Según todas las versiones —comenzó el policía, consultando su cuaderno—,
su hija bajaba del bordillo Junto al Café Parkside, y se ha cruzado en la ruta de un
coche que bajaba por la calle Fonseca.
—Eso no tiene sentido. Mi hija no tenía ninguna razón para estar en ese lado de
la calle.
El policía se encogió de hombros.
—Varios testigos lo afirman. El conductor ha dado un volantazo y no la ha
golpeado por muy poco. Ha te nido suerte. Ella y su amiga podrían haber muerto.
—¿Su amiga?
—La estadounidense con la que estaba hablando en el café. Me temo que la
mujer se ha llevado la peor parte. Sin duda, su rapidez a la hora de reaccionar ha sido
lo que ha salvado a su hija.
Al enterarse de que Anita estaba herida, Carlo se había mantenido sereno
gracias a su potente fuerza de voluntad. Había bloqueado los recuerdos de otra tarde
cuando entró en otra sala de Urgencias y encontró a su esposa muerta. Pero en lugar
de quedarse enganchado a un pasado que no podía cambiar, se había agarrado a su
autodisciplina de profesional como a un clavo ardiendo y había aplicado toda su
experiencia para con centrarse en el presente. Las distracciones nublaban el juicio y
llevaban a provocar errores, y él no podía permitirse eso en su trabajo.
Su única manera de poder funcionar había sido imaginarse que no importaba
quién fuera la víctima, que él como médico tenía que tratar a todos los pacientes.
Había logrado mantener esa convicción mientras estaba en la sala de Urgencias.
Pero una vez fuera, de pronto se vio enfrentado a los hechos, demasiado horribles
para poder soportarlos, y de nuevo se convirtió en padre. El impacto de que su hija,
su niña, había podido morir, destruyó su férreo autocontrol.
Sintió un sudor frío por la espalda. Su hija se había salvado por muy poco.
Podía haber entrado en Urgencias y habérsela encontrado muerta, igual que ocurrió
con su madre.
Haber estado tan cerca de una nueva tragedia personal era más de lo que podía
soportar. En un esfuerzo por no pensar, se centró en lo trivial.
—¿De qué demonios está hablando? —preguntó, con una furia irracional—. Mi
hija no tiene ninguna amiga estadounidense.
—Su hija y la mujer fueron vistas hablando, doctor, y parecía que sé conocían.
Dos testigos dicen que su hija cruzó la calle y la saludó. Sea como fuere, no hay duda
de que, aunque fuera una extraña, le debe la vida de la niña a esa mujer.

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—Entonces me acercaré a darle las gracias, teniendo en cuenta que antes puso
en peligro a mi hija, algo que no creo que pueda justificar —afirmó Carlo,
despidiéndose.
Aún temblando por dentro, se tomó un momento para recomponerse antes de
regresar a Urgencias, y se metió en un hueco que había junto al ascensor, oculto a la
gente. Dos enfermeras se sentaron en un banco al lado, mientras se tomaban un café.
—¡No podía creerme lo que estaba sucediendo! —dijo una—. Quiero decir, el
jefe es famoso por mantener siempre la frialdad ante cualquier cosa, ¡pero quedarse
impertérrito con su propia hija delante…! Pobre criatura, ¿te imaginas tener un padre
así?
—El siempre me ha parecido intimidante, pero le tengo en un pedestal como
todo el mundo aquí. Sin embargo, me siento… traicionada, de alguna manera.
—Es lo que le sucede a la mayoría de la gente cuando descubren que sus ídolos
tienen los pies —de barro —comentó Carlo, saliendo de su escondite—. Por eso es un
error convertir a los simples en dioses. Que disfruten del café, señoritas.
No esperó a que se disculparan, ni prestó atención a sus rostros enrojecidos de
vergüenza, ya tenía suficientes asuntos que manejar. Asumiendo de nuevo su actitud
profesional, regresó a Urgencias justo cuando Anita regresaba de Radiología.
—Buenas noticias —anunció Gino, tendiéndole los resultados del escáner—.
Está perfectamente, tal y como tú habías dicho. Tu pequeña puede irse a casa en
cuanto tú lo digas. Y si me lo permites, deberías tomarte el resto del día libre tú
también estás conmocionado, Carlo, aunque no quieras reconocerlo. Hazte un favor
y vete a casa. Si sucede algo extraordinario por aquí, serás el primero en enterarte.
Era un buen consejo, justo el que él le hubiera dado si la situación hubiera sido
al revés.
—Tienes razón. Me marcharé en cuanto haya visto a la mujer con la que estaba
Anita.
—No tardes mucho. Reconozco un estado de shock en cuanto lo veo.
Carlo también, y creía que aquél lo tenía bajo control. Hasta que descorra la
cortina del habitáculo cercano al de Anita y se encontró con Danielle Blake.
Durante algún tiempo, ella había sido consciente de voces no familiares que
entraban y salían de su mente y de que la cuidaban manos expertas. Intentó
apartarlas y preguntar lo que necesitaba desesperadamente que le respondieran.
Pero cualquier movimiento, incluso respirar, le producía un dolor insoportable.
Entonces, de repente, otras manos la tocaron. Unos dedos fríos palparon sus
costillas doloridas y luego bajaron por su pierna hasta el tobillo y lo flexionaron. A
pesar del dolor, el instinto le dijo que eran las manos de él, que era su voz la que oía.
Y eso hizo que la agonía fuera más fácil de soportar.
—Vaya, Danielle —murmuró Carlo suavemente—. ¿No le parecía suficiente
que me preocupara por su padre, que ha querido añadirse a la lista?

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Ella intentó hablar, preguntarle por —la niña, pero sólo logró emitir un gemido
que él malinterpretó.
—He visto —las radiografías —comentó—. Tiene algunas costillas magulladas,
un esguince en un tobillo y un surtido de arañazos y heridas varias por todo el
cuerpo. Ahora que sabemos a qué nos enfrentamos, le daremos algo para aliviar el
dolor.
Su mente ya estaba suficientemente nublada S: medicamentos, pensó Danielle.
Desesperada, se obligó a abrir los ojos e intentó negar con la cabeza.
«¡No me deis sedantes, por favor! Necesito saber… »
Entonces sintió un pinchazo en el brazo que le provocó un atontamiento casi
inmediato. Las lágrimas inundaron sus ojos y le cayeron por las mejillas.
Carlo se las enjugó con los dedos.
—Tranquila, Danielle, va a estar bien, confíe en mí.
«¿Y Anita? ¿Ella también está bien?»
Danielle le imploró con la mirada y comprobó con horror que los ojos de él
brillaban conteniendo las lágrimas. ¡Oh, Dios!
—Hablaremos mañana —dijo él, mientras sus palabras se perdían en la lejanía y
se volvía borroso.
Danielle intentó agarrar su mano, pero las pubes lo ocultaron…

—¿Estás enfadado conmigo, papá? —preguntó Anita tímidamente.


Eran las primeras palabras que decía desde que él la había metido en el coche.
—Mucho —dijo él, deteniendo el vehículo en el arcén y mirándola fijamente—.
Lo que has hecho está mal y es peligroso. ¿Quieres decirme por qué te has
comportado de una forma tan estúpida? ¿La signorina Blake te llamó o te invitó a
acompañarla?
—No, papá. Yo la vi a ella y quise acercarme a decirle hola.
—Ni siquiera la conoces, Anita. Hiciste mal en molestarla, y peor aún en cruzar
esa calle con tanto tráfico. Al romper las reglas, te has puesto a ti y a ella en grave
peligro.
—¿Por eso estás tan triste, papá? —susurró ella, abriendo mucho los ojos—. ¿La
signorina va a morirse?
—No —respondió él pensativo.
Al conocerla, había decidido que ella estaba muerta por dentro, que era incapaz
de sentir. Pero ya no sabía qué pensar.
Antes de descubrir que ella había arriesgado su vida por salvar la de su hija, se
había sorprendido respondiéndola con una sexualidad primitiva que le enfurecía.

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Pero cuando había descorrido las cortinas y la había encontrado herida en la camilla,
ella le había parecido tan sola, tan desconsolada, que había deseado despedir a todo
el mundo y cuidarla él solo. Había sentido una poderosa necesidad de agarrar su
delicado cuerpo entre sus brazos y enjugar sus lágrimas con sus besos… ¡él, el
hombre del que su personal creía que tenía hielo en las venas!
A ella le debía todo, ¡todo! Le hubiera dado la luna, si hubiera podido.
—¿Está muy grave?
—Creo que sí —le respondió a su hija—. Sospecho que, en su interior, está muy
herida, pero ha aprendido a ocultarlo.
—¿Y tú puedes hacer que mejore?
—Puedo intentarlo. Pero creo que tendrás que ayudarme.
—¡Oh, claro que lo haré, papá! Es tan guapa y tan amable… Quería
acompañarme a casa, ¿sabes? Estaba preocupada por mí, pero le dije que yo ya era
mayor y podía ir sola.
—Un gran error, Anita.
—Lo sé —dijo ella, bajando la mirada—. Lo siento, papá, no volveré a hacerlo.
—Desde luego que no —afirmó él—. De ahora en adelante, Calandria te
acompañará desde la misma puerta del colegio a casa.
—Mis amigos se reirán de mí…
—Pues será mejor que se rían ellos a que llore yo. No me pidas que me
arriesgue con tu vida, Anita. No lo haré —aseguró él, dándole un beso en la cabeza—
. Soy tu padre, cariño mío. Es mi deber cuidar de ti.
—Lo sé —respondió ella, con una sonrisa tan parecida a la de su madre que a
Carlo le dolida—. ¿Y la signorina Blake? Ella también está herida y su padre está en el
hospital. ¿Quién va a cuidar de ella?
El llevaba luchando con la misma pregunta desde que había salido del hospital.
—Tengo la sensación de que nosotros —dijo, aunque una vocecita interior le
anunciaba que se estaba metiendo en problemas—. No tenemos mucha opción ¿no te
parece?

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Capitulo 4
A la mañana siguiente, acababan de ayudar a Danielle a sentarse en la silla de
ruedas cuando Carlo Rossi entró en su habitación, despampanante como siempre.
Por primera vez, a Danielle no le dio un vuelco el corazón, sino que pareció
detenerse mientras intentaba interpretar la expresión de él.
Carlo hizo un gesto al celador para que se marchara y se acercó a la silla de
ruedas.
—Mis enfermeras me han dicho que está siendo una paciente difícil —comentó
con severidad—. Ignora las órdenes de que se quede en la cama, insiste en que le
demos el alta e intenta conseguir de ellas información privilegiada…
—Dios santo, lo único que les pedí saber fue cómo estaba su hija! Me he pasado
la noche preocupada por ella. Pero para su personal es como pedirles que violen la
seguridad nacional.
—Es la política del hospital, la confidencialidad hacia los pacientes y todo eso
—comentó él, mientras le tomaba el pulso y un brillo de diversión iluminaba sus
ojos—. Vaya, sí que está nerviosa, ¿eh? Su pulso y su respiración están disparados.
¿Si le digo que Anita, salvo por unos pocos rasguños, está perfectamente, me
promete que se relajará?
¿Con aquella voz tan cálida y aquel tacto como si fuera su amante? ¡Imposible!
—Lo intentaré —contestó ella.
Desde luego, tenía que ser la medicación lo que nublaba su mente.
—Inténtelo con más fuerza —la animó él, acariciándole la mano.
Intentando contener su imaginación desbocada, Danielle se centró en Anita.
—¿Qué daños ha sufrido su hija?
—Tiene una herida muy llamativa en la frente, otra en el codo y en las rodillas.
Pero tuvo suerte, en el fondo no es nada. Usted no ha sido tan afortunada. ¿Cómo
están sus costillas esta mañana?
Antes de que ella pudiera contestar, él se inclinó sobre ella, muy cerca, y colocó
la mano encima de su cintura. La dejó unos instantes y siguió examinando la zona,
rozando con el pulgar la parte baja de su seno. Danielle ahogó un grito. Una
enfermera le había aconsejado que no se pusiera sujetador porque le iba a resultar
incómodo, pero prefería sentir aquella incomodidad a verse expuestaa1 placer de
aquel tacto.
—¿Le ha dolido? —preguntó Carlo, sacando un estetoscopio de un bolsillo.
—Es… incómodo —logró articular ella—. Pero mi corazón está al otro lado.
—Creo que eso nos lo enseñaron el primer año de Medicina —contestó él con
una media sonrisa, levantándole el camisón y apoyando el estetoscopio sobre las
costillas.

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Danielle sintió que su piel reaccionaba al aire frío. «¡Dios, que no se me


endurezcan los pezones!»
—Inspire profundamente, por favor.
Danielle lo hizo, y emitió un grito.
—Las costillas no se curan de un día —para otro. La buena noticia es que no
están —rotas. De haberlo estado, podrían haberle perforado los pulmones —comentó
él, colocándole la ropa en su lugar—. ¿Y el tobillo cómo está?
—A lo mejor debería echarle un vistazo —dijo ella, deseando que apartara lo
más posible las manos de sus senos, o empezaría a comportarse como una estupida.
Él se agachó y examinó suavemente el tobillo.
—Bueno, sabemos que no hay huesos rotos, pero un esguince como éste
necesitará tiempo para curarse. Me temo que va a necesitar muletas durante unas
semanas.
Danielle pensó en el resbaladizo camino de entrada al hotel y en la multitud de
escaleras hasta su habitación.
—¡Va a ser muy divertido! —exclamó con ironía.
—Intentaremos hacerle la vida lo más fácil posible.
—¿Quiénes?
—¿He olvidado decirle que tiene visita? Qué descuido —dijo él.
Se irguió, fue a la puerta e hizo un gesto a la persona que esperaba fuera.
Ella creía que iba a aparecer otra enfermera o un médico, y se quedó encantada
cuando Anita entró en la habitación, no corriendo como el primer día, pero tampoco
cojeando.
—Buenos días, signorina —saludó la niña, con la mirada baja.
—¡Que sorpresa tan agradable! —exclamó —Danielle sonriendo aliviada—.
¡Buenos días a ti también! Me alegro mucho de verte.
—He venido a disculparme.
—¿Disculparme por qué?
—Por hacer que esté herida —contestó la pequeña, con un gran remordimiento.
—¡Oh, cielo, no fue culpa tuya! Ven aquí y dame un abrazo.
Queriendo tranquilizarla, Danielle abrió los brazos a modo de invitación, y de
pronto fue como si el costado derecho le quemara. Ahogó un grito pero no pudo
contener la mueca de dolor, y Anita gritó horrorizada.
—Tenga cuidado, signorina —le recordó Carlo.
—No se preocupe por mí —respondió ella—. Consuele a su hija. Dígale que ella
no tiene la culpa de lo que me ha pasado.

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—Pero sí que la tengo —replicó la pequeña con los ojos inundados de


lágrimas—. Mi papá me lo ha dicho.
« ¡Y tu papá nunca se equivoca!»
—Bueno, pues si hay que echarle la culpa a alguien, es a mi —le aseguró a la
niña—. Si te hubiera ayudado a cruzar la calle, todo este desagradable incidente
podría haberse evitado.
—Ella no era su responsabilidad —replicó él—. Pero por lo que ella ha hecho,
usted sí se ha convertido en la nuestra.
—¿Y eso, cómo?
Carlo miró á su hija, que se había ocultado detrás de él.
—¿Quieres decirle a la signorina Blake lo que hemos decidido, Anita?
Ella salió de su refugio y se colocó frente a Danielle. Ya no lloraba, e incluso
tenía las mejillas ligeramente sonrosadas.
—¡Va usted a venir a vivir con nosotros!
—Danielle se quedó estupefacta.
—¡Desde luego que no!
—¡Oh, claro que sí! Papá, Calandria y yo vamos a cuidar de usted hasta que esté
bien de nuevo.
—Es muy amable por vuestra parte, pero ya tengo un sitio muy agradable
donde alojarme.
—Ahora comprendo las quejas de mis enfermeras —señaló Carlo, poniendo los
ojos en blanco.
—Aprecio su oferta, de veras, doctor, pero no estoy inválida. Puedo
arreglármelas bien por mí misma.
El sacudió la cabeza y la miró comprensivo.
—No, Danielle, usted no puede. Tal vez ahora se sienta bien, pero sólo porque
está bajo los efectos de la medicación. Pero esto no es ninguna cura milagrosa. Como
acaba de comprobar, cualquier movimiento brusco, como toser o sonarse la nariz, le
hará recordar que tiene magulladas las costillas. Y no quiero ni pensar en lo que
pasaría si vuelve a caerse.
—¿Cuanto tiempo van a necesitar mis costillas para curarse?
—Entre unos días y una semana o más. Eso, si se cuida mucho y se mantiene
tumbada. Por eso va a alojarse en mi casa, que está en una suave ladera. El resto de
las casas de Galanio, por si no se ha dado cuenta, están construidas en las colinas.
—¿Y si me niego a acatar su plan?
—Entonces se quedará aquí, con vigilancia las veinticuatro horas, hasta que yo
esté seguro de que el peligro ha pasado y puede manejarse usted sola —dijo él,
dejando que las palabras hicieran su efecto—. Admito que soy responsable de sus

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heridas, Danielle, pero no tengo ninguna intención de verme en un juzgado por las
complicaciones que usted pueda causarse.
—Nuestra casa es muy bonita, signorina —añadió Anita con énfasis—. Y
tenemos un jardín enorme. Y Calandria es muy buena cocinera…
—De eso estoy segura.
—Entonces, arreglado —dijo Carlo, quitando los frenos de la silla de ruedas y
dirigiéndola hacia la puerta.
—No tan rápido —dijo de pronto Danielle—. ¿Y qué pasa con mi padre?
—Le mantendré informada y, si se produce algún cambio, la llevaré
personalmente a su lado. Pero en los próximos dos días, le hará un bien mejor
preocupándose por su propia recuperación.
Discutir con él no tenía sentido, sobre todo cuando la simple acción de girar la
cabeza para hablar con él le dolía como si tuviera un cuchillo clavado entre las
costillas.
—¿Lo ve? —añadió él, advirtiendo su gesto contenido de disconformidad—. Yo
sé qué es lo mejor.
—Pero todas mis cosas están en el hotel —protestó ella débilmente.
—Ya no. Me he ocupado de que las enviaran a mi casa. Encontrará todo en la
habitación que hemos preparado para usted.
—Debería protestar, enérgicamente, pensó Danielle. El se había tomado
demasiadas libertades, la trataba como si ella hubiera perdido el juicio. Pero al
mismo tiempo, sus acciones le resultaban tremendamente seductoras. No lograba
recordar la última vez que un hombre se había preocupado por ella hasta aquel
punto.
—Parece que ha pensado en todo —murmuró, esforzándose por aplacar la
emoción de cenar con él cada noche y dormir bajo el mismo techo.
Al fin y al cabo, él sólo estaba actuando por un sentimiento del deber.
—Entonces, ¿está de acuerdo con mi sugerencia? —inquirió él.
—A mí me ha parecido más bien una orden, pero es lo más razonable —
respondió ella.
Hizo ademán de encogerse de hombros, dándose cuenta demasiado tarde de
que era un movimiento estúpido. Conteniendo un gemido, se llevó las manos a1
torso.
—Sí, digamos que estoy de acuerdo. Por ahora.
—Por el tiempo que yo estime necesario, Danielle —la corrigió él, empujando la
silla de ruedas hacia la puerta.
—Supongo que también habrá pensado en cómo voy a pagarle tanta
generosidad.
—Por supuesto. Ayudará a Anita a que mejore su inglés.

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—¿Siempre intenta que todo se haga a su manera, doctor Rossi?


—Siempre —contestó él—. Y, ya que, vamos a vivir juntos durante un tiempo,
puede llamarme Carlo.
¡Sólo una imbécil aceptaría aquella condescendencia sin rechistar! Pero la ola de
indignación que logró levantar se dio de bruces con la montaña de expectación
conforme él empujaba su silla de ruedas por el vestíbulo, hacia el Lamborghini que
esperaba fuera.

La casa estaba junto al lago, rodeada de jardines, y tenía una playa privada. Un
pequeño muelle y un cobertizo para botes se erigían sobre el agua, y había una
plataforma para lanzarse al agua anclada a unos cincuenta metros de la orilla.
—Te hemos preparado la habitación de la planta baja —le anunció Carlo,
sacándola en brazos del coche como si no pesara nada, y llevándola a la casa—. Así
no tendrás que preocuparte por las escaleras. Tiene su propio cuarto de baño. Espero
que la encuentres agradable.
De hecho, Danielle la encontraba opulenta, aunque decorada con buen gusto.
Carlo le señaló un sillón con un reposapiés a juego y una mesita con una lámpara a
su lado.
—Los he puesto ahí por si quieres un lugar tranquilo para leer. Ya verás lo bien
que te resulta tener el pie elevado el mayor tiempo posible.
—Se ha tomado muchas molestias, doctor —comentó ella—. Me temo que
muchas más de las que deberían.
—Eres mi invitada, Danielle —replicó él—. Quiero que estés cómoda. Y, por
favor, llámame Carlo.
—Car… Claro, eso está hecho.
Ella intentó pronunciar su nombre, pero no fue capaz. Le resultaba algo
demasiado íntimo para seguir manteniendo la compostura.
Si él se dio cuenta de sus dudas, no hizo ningún comentario. En lugar de eso,
miró la hora.
—Ahora tengo que marcharme, pero Calandria te ayudará a acomodarte. Te
dejo una medicación que deberás tomar una hora después de la comida. Después, te
recomiendo una larga siesta. Nos veremos en la cena, a menos que me retenga una
urgencia.
Después de una comida sencilla a base de pan crujiente recién hecho, queso,
aceitunas, galletas y fresas con nata, Calandria y Anita llevaron el equipaje a la
habitación de Danielle.
—Es usted fortunata, signorina —comenzó Calandria en un inglés con mucho
acento italiano—. Está usted muy delgada, pero yo voy a hacerla engordar. ¡Todo
molto delicioso!

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—No se tomen tantas molestias por mí —rogó Danielle. Anita negó con la
cabeza.
—No se preocupe. Los fines de semana cenamos de forma especial, porque son
los días que papá está en casa, salvo que haya una urgencia en el hospital.
Calandria siguió colgando la ropa de Danielle en el armario mientras hablaba
en italiano.
—Dice que papá trabaja demasiado —tradujo Anita—, y que ella es la única que
lo regaña.
—La creo —señaló Danielle secamente—. ¿Os vestís de forma especial para
cenar?
—Cuando papá está en casa, siempre. Pero si tiene que quedarse en el hospital,
Calandria me deja cenar en la cocina y no le importa cómo vaya vestida.
—Entonces seguro que yo termino comiendo en la cocina también, porque no
he traído ropa de vestir.
De hecho, como había hecho la maleta tan deprisa y no contaba con quedarse en
Italia mucho tiempo, había tenido que comprarse ropa.
—¡Oh, no! Papá no lo aprobaría —exclamó la niña—. Usted es nuestra invitada,
y su ropa es muy bonita.
—Es aceptable, supongo, pero creo que tendré que volver a ir de compras
cuando tenga más movilidad —dijo, y sonrió a Anita—. ¿Me acompañarías y me
ayudarías a elegir?
—Me encantaría, signorina —respondió la niña, enrojeciendo.
—Y a mí me encantaría que me llamaras Danielle —afirmó ella, pensando que
aquella pequeña era encantadora.
—Si papá lo aprueba, lo haré.
Danielle estaba a punto de decirle que aquello no era de la incumbencia de su
padre, pero Calandria las interrumpió abriendo la cama y hablando a Anita en
italiano.
—Calandria dice que debemos dejarte descansar, pero que vendrá luego por si
necesitas ayuda para vestirte para cenar —dijo, y señaló un intercomunicador que
había en la pared—. Puedes llamarla por el interfono.
Danielle se sentía agotada, y pronto se encontró acunada por la brisa que
entraba a través de las cortinas, el canto lejano de los pájaros y la medicación que
había empezado a hacer efecto.
Cuando por fin llegó a casa, Carlo encontró a Danielle arrellanada en el sofá del
salón, con Anita acurrucada junto a ella.
—Siento el retraso —dijo, deteniéndose en la puerta—. Creí que llegaría a
tiempo para cambiarme, pero…

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Vestida con unos elegantes pantalones negros, una blusa, y un chal de un vivo
color sobre los hombros.
Danielle le sonrió.
—¿Algo te ha retenido?
—Sí, algo me ha retenido.
«Zarah Brunelli, para ser más exactos».
—¡Dime que el nuevo rumor no es cierto! —le había dicho ella, acercándose
cuando él estaba a punto de subirse al coche.
—¿Y cuál es? —había preguntado él con una sonrisa, acostumbrado a escuchar
algunos chismorreos del hospital realmente graciosos.
Pero el rostro de ella no indicaba que fuera nada divertido.
—Que te has llevado a la señorita Blake a tu casa.
—¡Ah, eso! Es cierto —había contestado él, dejando su maletín en el asiento de
atrás.
—Por Dios santo, Carlo, ¿has perdido el juicio?
—En absoluto —había contestado él, irritado por el tono de ella—. Danielle
Blake ha salvado la vida de mi hija. Nunca podré compensarle lo suficiente.
—Pero llegando a esos extremos, parece de nuevo que tienes un interés
personal en ella.
La verdad era que su interés por Danielle era pura mente personal, y cada
momento crecía más. Por primera vez desde que podía recordar, había estado
deseando que terminara el día para poder verla de nuevo. Pero eso no iba a
contárselo a Zarah.
Al obtener un silencio por respuesta, Zarah había añadido:
—¿No te das cuenta de que tus acciones ponen tu reputación en entredicho?
—¿Ante quién, Zarah? ¿Ante ti?
Enrojeciendo, ella le había devuelto la mirada furiosa.
—¡Si quieres que te diga la verdad, sí! Primero, la tomas como tu paciente
cuando podría haberse ocupado de ella cualquier otro médico, y luego no ocultas
que la alojas en tu casa. Estás metiéndote en problemas, Carlo, y estoy horrorizada.
—Anita está encantada. Se lleva muy bien con Danielle.
Zarah había resoplado con desaprobación, recordándole una vez más que a ella
no le gustaban los niños.
—¿Y te parece apropiado recompensar a tu hija por haber desobedecido las
reglas?
—Lo que encuentro inapropiado es tener que justificarme ante ti —había dicho
él, sin ocultar su desagrado—. Eres mi colega y casi amiga, pero no eres mi
guardiana, Zarah.

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Se había arrepentido al momento de hablarla con tanta dureza. Le había


parecido que ella estaba a punto de echarse a llorar. Pero entonces ella había
parpadeado y, en un tono distante y profesional, había dicho:
—Soy muy consciente de los límites de nuestra relación, Carlo. Perdóname si, al
preocuparme por ti, he cruzado la línea.
Anita se bajó del sofá y corrió a abrazarlo.
—¿Ha muerto alguien, papá? Estás muy triste.
—No —respondió él, subiéndola en brazos y haciéndola girar, sonriendo—.
¿Así está mejor?
Ella gritó fingiendo que estaba asustada.
—¡Bájame papá!
—Anda, ve a decirle a Calandria que estaremos preparados para cenar en
media hora —dijo él, dejándola en el suelo.
La observó mientras se iba y se volvió hacia su invitada.
—Y tú, Danielle, ¿qué tal has pasado la tarde?
—Muy bien —respondió ella y, para sorpresa de Carlo, se mordió el labio
inferior y apartó la vista.
Carlo se acercó a ella.
—¿Te duele algo?
Ella negó con la cabeza, pero siguió sin mirarlo.
—No es nada importante —dijo.
Él no la creía, pero estaba claro que ella no quería comentarlo en aquel
momento. Así que decidió cambiar de tema.
—¿Te apetece beber algo?
—Agua mineral. Sin hielo, por favor.
Carlo le sirvió el agua y añadió una rodaja de lima.
—¿Tú no tomas nada? —preguntó ella.
—Dame unos minutos para cambiarme, y estaré encantado de unirme a ti.
Quizás entonces puedas decirme qué oscuros pensamientos han cruzado por tu
mente hace unos momentos.
Ella bajó la cara para beber, pero antes Carlo pudo ver que su expresión se
cerraba. Cada vez más intrigado, se dio una ducha rápida y regresó al salón en un
tiempo récord.
Se preparó un Martini con soda y se sentó junto a ella en el sofá.
—He pasado a ver a tu padre antes de salir del hospital —comenté en tono
desenfadado—. No ha habido cambios.
Aquella mención a Alan Blake sacó a Danielle de su estado de ánimo pensativo.

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—Por cierto, ayer, antes de comer, compré un reproductor de CD y varias de


sus óperas favoritas. Creí que escucharlas podía ayudarlo.
Carlo asintió.
—El camarero las encontró sobre la mesa; además de tu bolso, y llevó todo a la
policía. Si te encuentras con ganas, podemos recogerlas de la comisaría el lunes por la
mañana, y luego te llevaré a que visites a tu padre durante una hora o así.
—Gracias, pero no puedo seguir abusando de ti.
—¿Por qué no, Danielle? ¿Te resulta desagradable pasar tiempo conmigo?
Ella se sonrojó levemente.
—¡Claro que no! Pero ya te he molestado bastante.
—¿Ah, sí?
—Creo que es bastante obvio —respondió ella, señalando la habitación, el
reposapiés y el vaso de agua—. Podría estar en el hotel, intentando arreglármelas
sola. En lugar de eso, tú me has acogido. ¡Y ni siquiera me conoces!
—¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez mis motivos no sean tan altruistas?
A lo mejor quiero conocerte mejor.
—¿Por qué?
Parecía tan perpleja que Carlo casi se echó a reír. Pero cuanto más tiempo
pasaba junto a ella, más se convencía de que había una criatura muy frágil detrás de
esa máscara fría que ella presentaba al mundo. Quizás era una criatura de la que se
habían reído cruelmente en el pasado.
—Me pareces interesante, Danielle. Quiero saber qué piensas, qué tienes dentro
—comenté él, acercándose ligeramente a ella—. Por ejemplo, me pregunto por qué te
ha molestado verme bromear con Anita cuando he entrado en casa.
—¡Oh, no me ha molestado! —exclamó ella, abriendo mucho los ojos—. Me ha
dado… envidia.
El repentino deseo de besarla era tan fuerte que, para ignorarlo, Carlo optó por
emplear el sentido del humor.
—¿Te hubiera gustado que te diera vueltas en el aire? —preguntó él, asiéndole
la mano y apretándosela.
—En absoluto —respondió ella, sonriendo a su pesar.
—¿Entonces qué? ¿No te atreves a confiar en mí, Danielle?
Estaba seguro de que ella iba a contestar, cuando Anita apareció y el momento
se perdió.
—La cena está preparada —anuncié la pequeña, emocionada por ser la
mensajera—. Calandria me ha dicho que os avisara. Dice que no dejemos enfriar la
sopa.
Disimulando su frustración, Carlo ayudó a Danielle a levantarse del sofá.

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—Apóyate en mí —le ordenó, sujetándola por el codo y pasándole el otro brazo


por la cintura.
A una distancia tan corta, podía aspirar la fragancia de su pelo, de su piel…
Ella lo miró brevemente.
—Gracias. Es en momentos como éste cuando me doy cuenta de que no podría
arreglármelas bien sola.
—Así que yo tenía razón al insistir en que te quedaras aquí.
—Sí, tenías razón.
—Tengo razón en muchas cosas, Danie1le —murmuró él, medio borracho de su
aroma—. Y no es fácil distraerme. Así que, si por casualidad creías que la llegada de
Anita ha puesto fin a nuestra conversación, estás muy equivocada. La retomaremos
donde la hemos dejado, una vez hayamos cenado.

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Capítulo 5
—¡Come usted como un gorrión! —gruñó Calandria, retirando el plato de
ternera de Danielle a medio terminar—. ¿Cómo quiere estar sana comiendo así?
Carlo la miró divertido por encima de su copa de vino.
—Calandria no está contenta. Se lo tomará como un insulto personal si no
engordas con su comida.
—¡Pero si todo estaba delicioso, Calandria! —le dijo a la cocinera—. Sólo que
era mucha cantidad para mí.
—¡No demasiado! —la regañó Calandria—. Ha pinchado los trozos pequeños y
ha escondido el resto de bajo del tenedor.
Era justamente lo que había hecho. Pero, ¿cómo iba a tener apetito, con la
promesa de Carlo en el aire de que retomarían la conversación después de cenar?
Sólo le cabía esperar que aquella velada amenaza hubiera sido una broma o que se
olvidara de ello.
Pero no sucedió ninguna de las dos cosas. En cuanto Anita se fue a dormir, y
Carlo y Danielle regresaron al salón para tomar un café, él recuperó el hilo de la
conversación.
—Vaya, Danielle, apenas has tocado la comida, no has hablado casi nada, has
mantenido los ojos fijos en el plato como temiendo que se encontraran con los míos, y
antes de cenar has dicho que te invadía la envidia. ¿Cuándo vas a desnudar tu alma y
a explicarme el porqué de todo esto?
Carlo fue tan persuasivo, sin acusarla ni censurarla, que Danielle le respondió
sinceramente:
—Es por cómo os lleváis Anita y tú: el amor incondicional de tus ojos cuando la
miras, la confianza y la adoración de los suyos cuando te mira a ti…
—Todo niño tiene derechos que lo amen incondicionalmente.
—Así debería ser, pero no siempre ocurre. Algunos niños crecen sin estar
seguros de que sus padres los quieren.
El dejó su taza en una mesita baja y se inclinó hacia ella.
—¿Fuiste tú uno de esos niños, cara?
Aquella ternura la ablandó y le hizo contarle lo que no había compartido nunca
con nadie.
—Con mi madre, no —comenzó ella, mirando la mano de él, tan cercana a su
rodilla que casi la tocaba—. Ella era la persona más cariñosa del munda Pero mi
padre…
Se encogió de hombros en un gesto lo decía todo.
—¿No tienes una relación cercana con él?

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—No. Nunca la hemos tenido. Uno de los primeros recuerdos que tengo de él es
cuando me contó que, cuando yo nací, le dijo al médico que me devolviera porque él
había pedido un hijo, no una hija… Incluso mi nombre se deriva del de un chico.
—Seguro que estaba bromeando y tú eras demasiado pequeña para
comprender su sentido del humor, el cual, por cierto, deja bastante que desear.
—No. Hablaba en serio y, por si no me había enterado bien, me lo dejó muy
claro cuando mi madre murió —relaté ella, y se detuvo unos instantes—. Yo tenía
once años La tarde del entierro, me sentó y me dijo que teníamos que soportarnos
mutuamente unos cuantos años más. Mi madre le había hecho prometerle que
cuidaría de mí hasta que yo fuera lo suficientemente mayor para cuidar de mí
misma.
Calló de nuevo, cómo perdida en sus recuerdos.
—Yo no le entendí. Le dije que creía que los padres siempre amaban a sus hijos
y querían cuidar de ellos.
—¿Y el qué respondió a eso?
—Respondió que él cumpliría con sus responsabilidades, como siempre había
hecho, pero que yo siempre había sido la hija de mi madre y que, si por él hubiera
sido, me hubiera dejado en el hospital al nacer.
Por la expresión de Carlo, Danielle supo que estaba impresionado.
—¿Te dijo eso el día del entierro de tu madre? ¿Cómo se puede ser tan bruto
con su propia hija? —exclamó él, indignado—. ¿Y tú cómo reaccionaste ante esa
crueldad?
—Me humillé —respondió ella sombríamente—. Intenté todo lo que se me
ocurrió para que él me quisiera. Sacaba las mejores notas en el colegio, aprendí a
cocinar sus comidas favoritas, a plancharle las camisas y a doblárselas como a él le
gustaba…
—¿No teníais asistenta del hogar?
—Tuvimos varias, pero ninguna duraba mucho; Mi padre era demasiado
exigente y difícil de tratar. Para cuando cumplí catorce años, llevaba la casa yo sola.
—¿Y cuándo decidiste que ya tenías suficiente?
—No lo hice. Fue él quien lo decidió. El verano de mi graduación, vendió
nuestra y se trasladó a un ático de lujo. Dijo que lo hacía por mí, que yo estaría mejor
en mi propia casa, que ninguna adolescente de dieciocho años quería que su padre
estuviera cerca cuando llevaba a sus novios a casa.
—Y tú tenías muchos novios —comenté Carlo; con una media sonrisa—. Una
muchacha tan bonita como tú debía de tener cientos haciendo pegamento.
Ella arrugó la frente, perpleja, se sujetó el costado con una mano y rompió a
reír.
—¡Querrás decir haciendo cola, esperando a que les llegara el turno!
Él tomó su otra mano entre las suyas.

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—Cuando los ojos te brillan como estrellas y ríes como si cantaras, te confieso
que no sé ni lo que digo.
Danielle dejó de reír, abrumada por la ola ardiente que el tacto de él le
provocaba. Tom nunca había logrado nada parecido, y ella no estaba acostumbrada a
aquella reacción de su cuerpo.
Intentó retirar la mano, pero Carlo no la soltó. En lugar de eso, le acarició la
barbilla y la boca con el pulgar. Danielle sintió que se le secaba la garganta y que, allá
por donde él la tocaba, le invadía el calor. Creyó que el corazón se le salía del pecho.
—Nos conocemos desde hace muy pocos días, pero, ¿sabes cuántas veces he
tenido ganas de besarte? —murmuró él.
Ella tragó saliva.
—¿Por qué?
Él se llevó la mano de ella al pecho.
—Por esto. Haces que mi corazón se acelere, y me resulta muy agradable.
Él hacía que ella se sintiera mareada de placer, como hechizada. Ella nunca
había tenido mucho éxito a la hora de cautivar al sexo contrario. Apartó la vista de
Carlo mientras murmuraba:
—Bueno, seguramente no es una buena idea… lo de besarme, me refiero.
—¿Por qué no? ¿Te ofendería?
—Yo no he dicho eso.
Él acercó su rostro al de ella tanto que casi se rozaban.
—¿Entonces qué has dicho?
Sus labios prometían una pasión más allá de lo que ella nunca había imaginado.
Deseó que él dejara de hablar y la besara, y que terminara así con su sufrimiento.
Porque le ardía el vientre y la pelvis de excitación, y ella sabía que no era más que
una ilusión, que necesitaría un milagro para que su cuerpo respondiera al impulso
sexual. Cuanto antes comprendiera él que ella era incapaz de responder, mejor para
ambos. Él volvería a tratarla como el profesional médico que era, y ella podría
desembarazarse de la idea de que aquella vez, con aquel hombre, todo sería
diferente.
—Hasta hace seis meses, estaba prometida —comenzó ella, decidida a ser
completamente franca—. Pero mi novio terminó la relación porque yo no lograba
cumplir con sus… expectativas. Me temo que tampoco cumpliré las tuyas.
Carlo acortó la poca distancia que quedaba entre ellos y le sujetó el rostro entre
las manos.
—¿Por qué no me dejas que sea yo quien juzgue eso?
—Porque mi experiencia…
No pudo terminar la frase porque él cubrió su boca con la suya, pero sobre
todo, porque al sentir aquel contacto, dejó de pensar con claridad. De repente, todos

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sus temores se suavizaron. Vio colores brillantes, abrumadores, con los párpados
cerrados. Sintió que todo su cuerpo bailaba por dentro. Una exquisita y extraña
sensación le recorrió el vientre y sintió que se le humedecía.
Y él lo único que había hecho era besarla. No brutalmente, como Tom,
obligándola a responderle. Ni apresuradamente, como si fuera un incómodo
preludio. La había besado con una delicadeza que la dejó sin aliento y derretida de
deseo.
Atónita ante aquellas inusuales reacciones de su cuerpo, Danielle dejó de
intentar comprender y simplemente se dejó llevar por el instinto. Sus manos
agarraron la camisa de él y se inclinó, haciendo que sus pechos se rozaran con el de él
y provocándole descargas eléctricas por todo el cuerpo.
Envalentonada por el suave murmullo de placer de Carlo, le tomó la mano y la
colocó sobre su cuello y el chal que llevaba sobre los hombros. Con un movimiento
rápido, él mandó el chal al suelo. Un momento después, sus dedos expertos se
deslizaban por dentro del escote de su blusa, inflamándola de deseo.
Él colocó la mano alrededor del seno desnudo de ella y apretó suavemente el
pezón. Danielle dejó escapar un gemido de placer. Entonces él acarició sus labios con
la punta de la lengua, y ella se entregó de lleno a él, entreabriendo la boca y
acogiéndolo.

Él despertaba un hambre en ella que no quería, ni podía, controlar. Por primera


vez se sentía libre para ser una mujer enamorada y experimentar las maravillas de su
propia sexualidad con el hombre que la había despertado.
Los sonidos le llegaban como en la distancia, y el corazón le golpeaba
apasionado las costillas, y si le dolían por eso, no le importó. Ningún dolor podía
superar aquella felicidad, ninguna herida podía calmar su deseo.
Pero debió de hacer alguna mueca o dar algún otro signo de dolor porque, igual
de rápido que había comenzado, todo terminó. El se apartó y sujetó una de las manos
de ella entre las suyas. Aturdida, Danielle lo miró, a punto de llorar de frustración.
Pero entonces las palabras de él la llenaron de esperanza de nuevo:
—Menos mal que he recordado a tiempo que tienes las costillas magulladas y
un esguince en un tobillo, cara mia. Eso te ha salvado de que me tomara más
libertades. Perdóname, no he podido contenerme.
Ella, que acababa de experimentar algo completamente nuevo y maravilloso, no
estaba dispuesta a dejarlo marchar sin pelear. Reunió todo su valor y susurró:
—¿Y si te dijera que me alegro de que no hayas podido contenerte?
—Diría que eres más amable de lo que merezco.
—La amabilidad no tiene nada que ver con esto, Carlo. No tengo problema en
decirle que no a un hombre si no me resulta atractivo —replicó ella, y luego suspiró
profundamente y lo miró a los ojos—. Pero ése no es el caso. El hecho es que nunca
me habían besado así y… me ha gustado mucho.

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—¿Nunca? —repitió él, interesado en lo que aquello revelaba—. ¿Tan mal


amante era tu prometido?
—Supongo que sí.
—¿Y por qué seguiste con él?
—Porque no sabía que había algo mejor… hasta ahora —contestó ella,
encogiendo ligeramente un hombro—. Seguramente te has dado cuenta de que no
tengo mucha experiencia.
—No, no me he dado cuenta. Y que una mujer como tú afirme eso me resulta
difícil de creer.
—Pues es la verdad.
—Entonces, ese hombre que te ha dejado marchar es más tonto de lo que
parecía.
—Me hizo un favor. No estábamos hechos el uno para el otro.
Danielle no quería seguir hablando de Tom y de sus defectos. Comparado con
Carlo, se volvía gris, ella apenas recordaba su rostro. Decidió cambiar de tema.
Antes de la cena, había advertido el cuadro al óleo que colgaba sobre la
chimenea. Era un retrato de una mujer con el pelo negro y rizado hasta los hombros.
Su boca carnosa dibujaba una leve sonrisa, y el artista había logrado que los ojos
parecieran tener vida y seguir al observador En aquel momento, a Danielle le pareció
ver un reproche en su mirada.
—¿Es un retrato de tu esposa?
—Sí.
—Era muy bella. Debes de echarla mucho de menos.
—No pasa un día sin que piense en ella.
Danielle sintió un dolor irracional ante aquella confesión. ¿Qué otra cosa
esperaba que dijera él? Era una mujer capaz de inspirar devoción eterna a un
hombre. Apasionada, con una sexualidad plena ¿Sería así ella, o le habría enseñado
Carlo?
Se quedaron un rato en silencio. Carlo estaba perdido en sus recuerdos, y era
culpa suya, por haberle mencionado a su esposa fallecida, se reprochó Danielle.
Deseó poder levantarse del sofá, no estar tan cerca de él.
Por fin, él se giró de nuevo hacia ella, arrugando la frente perplejo.
—¿Por qué estás aquí, Danielle?
Ella se puso inmediatamente a la defensiva.
—Porque tú has insistido en ello. Pero si has cambiado de opinión…
Él negó con la cabeza.
—Creo que no me he expresado bien. Me refiero a qué ha hecho Alan Blake
para merecerse el que atravieses medio mundo para estar a su lado.

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—Es mi padre —respondió ella con sencillez—. Me gusta creer que he superado
la necesidad de ganarme su aprobación, pero lo cierto es que mantengo la esperanza
de que las cosas cambien entre nosotros.
—¿Y si él no recupera nunca la consciencia, o si muere? ¿Qué harás entonces?
—Seguiré como antes. No puedes echar de menos lo que nunca has tenido,
Carlo.
El dirigió una mirada al retrato que colgaba sobre la chimenea.
—Cómo me gustaría ver las cosas de una forma tan práctica.
—Creía que, como hombre de ciencia que eres, lo entenderías.
Él volvió a mirar el retrato.
—Ser médico no me hace incapaz de albergar ilusiones. Ni tampoco me hace
más fácil aceptar el fracaso.
Era como si su esposa hubiera salido del cuadro y estuviera frente a ellos.
—¿Te refieres a Karina?
—Sí —contestó él, enarcando las cejas sorprendido—. ¿Cómo sabes su nombre?
—Una de las enfermeras me contó por qué el hospital llevaba su nombre;
¿Cómo falleció?
—Fue en un accidente, una situación parecida a la de tu padre. Estaba
escalando una montaña y se cayó.
—Deduzco que su muerte fue lo que te motivó para construir el hospital.
—Sí.
Inquieto de pronto, Carlo se levantó y se acercó a uno de los ventanales que
daban al patio.
—Antes de que ella muriera, vivíamos en Roma, porque mi trabajo estaba allí
—explicó—. Pero Karina odiaba la ciudad. Ella había nacido aquí y echaba de menos
sus amados Alpes.
—Me sorprende. Por su aspecto, me parecía que sería más de estar en casa y de
moverse en la alta sociedad.
—No creas que, por que fuera de un pueblo y le gustara la vida al aire libre,
carecía de sofisticación —señaló él—. Karina era una mujer compleja. Como el propio
Galanio, personificaba una elegancia culta.
Por el tono distante de él, Danielle supo que había traspasado la línea. Tal vez él
la hubiera besado y revelado que la encontraba atractiva, pero eso no le capacitaba
para opinar sobre su esposa.
—No la estaba criticando, Carlo —replicó ella fríamente—. Sólo era un
comentario. Lo siento si te he ofendido.
Él no registró su disculpa, continuó como si ella no hubiera hablado.

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—Ella era como un camaleón, se adaptaba a las circunstancias, fueran cuales


fueran. Todo el mundo quería formar parte de su círculo de amigos. Creían que
llevaba una vida de ensueño. Yo sabía la verdad, pero decidí hacer caso omiso. Puse
mi trabajo por delante, y al hacerlo la perdí.
—¿Tú matrimonio fracasó?
—¡Por Dios, no! —exclamó él con vehemencia—. ¡Nos amábamos más que a
nuestra propia vida! Pero al final, yo le fallé. Su muerte fue innecesaria.
—¿Estas diciendo que podías haber evitado su accidente?
—Nunca lo sabré. Karina tenía una voluntad de hierro, y no era fácil de
convencer, una vez que había tomado una decisión. Lo que sí sé es que, si yo hubiera
estado junto a ella cuando ocurrió el accidente, tal vez podría haberla salvado. Pero
no estaba allí. Cuando ella más me necesitó, yo estaba en Roma, inmerso en mi
trabajo, y el hospital más cercano para tratar sus heridas estaba en Milán. Murió
antes de llegar allí.
Danielle empatizó tanto con su desolación que se olvidó de su tobillo e hizo
ademán de ponerse en pie. El dolor fue tan intenso que se tambaleó y se tropezó con
el respaldo de una silla.
Al oír el alboroto, Carlo se giró y, al verla, soltó retahíla en italiano que ella no
comprendió pero que reconoció como maldiciones y juramentos.
—¡Pero qué demonios…! ¿Estás loca, o qué te pasa? —le espetó él, sujetándola
en brazos—. ¿No te he dicho muy claro que debías mantener el tobillo en alto? ¿Qué
tengo que hacer para que me escuches?
—Bájame —protestó ella, tan irritada con las palabras de él como él con sus
acciones—. Y no me hables como si fuera estúpida.
—¡Pues no te comportes de forma estúpida! Tengo suficientes problemas como
para preocuparme de si te pones de pie cuando yo no te veo.
—Yo nunca te he pedido que te preocupes por mí, ni que te responsabilices de
mí.
—Alguien tiene que hacerlo, y parece que nadie más está dispuesto a asumir
esa función.
Un comentario tan cruel debería haberla herido en lo más profundo, o al menos
haber provocado su ira. Pero él rodeaba su cintura con un brazo y con el otro le
sostenía las rodillas. Su cuerpo ansiaba el contacto con el torso de él. Aunque algunas
partes le dolían a morir, otras estaban en el cielo.
Danielle sentía el corazón de él latiendo cerca del suyo. Vio que él apretaba la
mandíbula, como si estuviera luchando por mantener el autocontrol. Respiraba
aceleradamente, y sus ojos la atraparon con una mirada de arrebatadora pasión.
Danielle lo observó detenidamente y advirtió un pequeño corte en su barbilla,
de afeitarse. Sin pensar en lo que hacía, acercó un dedo a la cicatriz.

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—Creí que un cirujano de tu experiencia manejaría las cuchillas con más


precisión.
Sintió que él se estremecía, y el aire se cargó de electricidad.
—No digas una palabra más, y no me toques —le advirtió él, desviando el
rostro a un lado—. No me provoques o ambos nos arrepentiremos por la mañana.
—¿Me estás amenazando con darme un cachete y enviarme a dormir? —le
provocó ella suavemente, con un atrevimiento completamente ajeno a su comporta
miento habitual.
—No es que no te lo merezcas, ¡pero no, tu mia cara Danielle! Hacer el amor, tal
vez… —y eso sería un error.
De nuevo, el diablillo interior de Danielle le hizo hablar:
—¿Según la opinión de quién, Carlo, la tuya o la mía?
Con decisión, l la depositó sobre los cojines del sofá.
—Antes de que empieces a jugar así conmigo. Danielle, te lo advierto —
comenzó él, dejándose caer junto a ella—…Si decides jugar, tendrás que seguir mis
reglas.
Danielle sintió que un escalofrío de aprensión recorría su espina dorsal.
—Explícame a qué te refieres exactamente con eso.
—Ser viudo no me ha convertido en un impotente. Sigo teniendo las mismas
ganas que cualquier hombre, y las mismas debilidades al enfrentarme a una hermosa
tentación. Y tú, cara mia, eres eso y mucho más. Pero no importa lo deliciosa que sea
la comida, no me gusta probar el mismo menú para siempre.
—¿Quieres decir que eres del tipo de hombres para pasar una noche y ya está, y
que si esta noche me acuesto contigo, no debo esperar despertarme mañana a tu
lado?
—Espero ser un amante más considerado, pero la esencia es ésa. Mi hija y mi
trabajo son lo único para mí. El resto…
Separó las manos como dando a entender que no se comprometía a nada. —
Atónita, Danielle se parapetó detrás de su habitual máscara de indiferencia.
—Entonces, déjame que te tranquilice. No tengo ninguna intención de formar
parte de todo esto.
—No me has entendido. Puedes quedarte en mi casa todo el tiempo que…
—¡No el que no me ha entendido eres tú! Me refiero a Italia en general, no sólo
a estas cuatro paredes. Tal vez a tu ego le parezca raro, pero no eres el único con una
vida y cosas que hacer. Sólo porque mi vida esté detenida en este momento no quiere
decir que la haya abandonado.
El la miró pensativo.
—¿Estás diciéndome que un hombre espera tu regreso?

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Danielle tenía el orgullo demasiado vapuleado aquella noche.


—Eso no es asunto tuyo, Carlo.
—Es cierto, no es asunto mío —dijo él—. Ni te lo hubiera preguntado, si no me
hubieras permitido besarte. Pero me gusta pensar que soy un hombre que no se
interpone en el camino de otro.
Tenía que haberle dicho la verdad, pensó Danielle. En su deseo de que él no
creyera que era una desheredada, le había dado la impresión de que era un juguete
para cualquier hombre que se fijara en ella. Y eso le resultaba inaceptable.
—Tranquilo, Carlo, tu honor se mantiene intacto. No ha habido nadie desde
Tom. Si lo hubiera, no me habría abalanzado sobre ti como lo he hecho. No eres el
único que tiene principios.
—Me alegra comprobar que pensamos igual.
—No creo que eso importe mucho —dijo ella, fingiendo un bostezo—. Después
de todo, sólo ha sido un beso.
—¡Dio mio! ¿Interrumpo un momento privado?
—Al escuchar la pregunta, Danielle y Carlo se giraron. Zarah Brunelli estaba en
la puerta del salón. Su expresión revelaba que había oído suficiente conversación
como para deducir lo que había sucedido.
Sin alterarse, Carlo se puso en pie.
—No he oído el timbre, Zarah —dijo.
—No lo he tocado —contestó ella, registrando el chal en el suelo y la blusa
arrugada de Danielle cayéndole sobre un hombro—. ¿Debería haberlo hecho?
—Por supuesto que no. Estoy sorprendido, eso es todo. Calandria suele
anunciar las visitas.
—Calandria está en el jardín disfrutando del aire nocturno. No quise molestarla
y le dije que me anunciaría yo misma. Quizás debería haberlo hecho con más… tacto.
Ignorando su maliciosa reprobación, Carlo le preguntó:
—¿Hay algún problema en el hospital?
—Allí no —puntualizó ella—. Simplemente pasaba por aquí y pensé que a la
signorina Blake le gustaría saber que he visitado a su padre antes de salir del
hospital, y permanece estable. Creí que era su principal preocupación.
De nuevo, Carlo intervino, hablando suavemente.
—Ya había puesto al corriente a Danielle, pero ya que te has tomado la molestia
de pasarte por aquí, ¿puedo ofrecerte algo? ¿Un vaso de vino, un poco de grappa?
—No te diría que no a un chocolate caliente, si no es mucho problema.
—En absoluto —le aseguró él—. Déjame ver qué más hay en la cocina. Danielle,
¿quieres tú también un chocolate?

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Ella negó con la cabeza, deseando poder escapar de la habitación. Pero Zarah
Brunelli tenía otra idea. En cuanto Carlo se marchó a la cocina, ella se giró hacia
Danielle y le dirigió una sonrisa hostil.
—Qué bien tener unos momentos a solas con usted, signorina —comenzó,
sentándose al otro extremo sofá—. Esperaba esta oportunidad desde su
desafortunado accidente. Confío en que entienda lo que voy a decirle con la misma
intención con la que se lo cuento.

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Capítulo 6
Danielle pasó la mayor parte del domingo tumbada a la sombra de un árbol.
Dormitó, leyó e intentó no pensar en la noche anterior.
Su sensación de vergüenza por su comportamiento con Carlo había aumentado
después de lo que le había dicho Zarah Brunelli:
—Si cree que va a ocupar el lugar dejado por la es posa del doctor Rossi,
signorina Blake, está perdiendo el tiempo y poniéndose en ridículo —había afirmado
la doctora—. El le presta atención sólo porque siente lástima de usted.
—Anita apareció después de la comida con los cuatro gatitos recién nacidos, y
Danielle gritó de alegría al verlos juguetear, mientras charlaba animadamente con la
niña.
Carlo pasó todo el día en el hospital pero regresó a tiempo para cenar. Después
de saludar a su hija, y de examinar su frente y comprobar que iba curando bien, le
dijo que subiera a cambiarse y se acercó a donde estaba Danielle. Le tendió una copa
de vino blanco y se sentó en el césped junto a ella con una copa de vino tinto.
—Tú también tienes mucho mejor aspecto hoy —señaló—. Me preocupaba que
Anita te agotara.
—No tienes por qué preocuparte —le aseguró Danielle—. Es adorable, me
encanta estar con ella.
Él se la quedó mirando pensativo.
—Sí, ya veo que sí. Ella saca esa parte cálida de ti que sueles tener oculta.
—Me resulta fácil conectar con ella. Sé lo que su pone no tener madre.
—Y nada puede reemplazar el cariño de una madre, ¿verdad?
—No era una crítica, Carlo se apresuró a aclarar ella—. Estás haciendo un
trabaja estupendo con esa niña. Tiene unos modales exquisitos, y creo que tu
insistencia en que se ponga elegante para la cena es un buen ejemplo. Deberías estar
orgulloso.
—Me comprometí a asumir el papel de padre y madre. Es lo que mi mujer
hubiera deseado, y no pienso decepcionarla.
Karina volvía a estar presente.
—Que usted haya logrado engatusado para alojarse en su casa no significa que
pueda ocupar el lugar de su esposa —le había advertido la doctora Brunelli—. Se lo
digo por su propio bien. Él sigue tan casado con ella hoy como el día de su boda.
No necesitaba que la doctora se interpusiera. Karina, aunque ya no estaba
físicamente entre ellos, seguía teniendo una importante presencia.
Carlo apuró su copa y se puso en pie.
—Yo también debo ducharme y cambiarme de ropa. ¿Quieres entrar en la casa?

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Danielle negó con la cabeza.


—Voy a disfrutar del sol un poco más.
—Entonces, nos vemos en la cena.
Desde luego que se verían, pensó ella, pero aquella vez no tontearían después.
No tuvo que preocuparse. Unos amigos de Carlo pasaron a saludarlo después
de la cena. Aunque eran agradables y le hicieron sentirse parte de la conversación,
Danielle se sintió como una intrusa y se excusó temprano, diciendo que estaba
agotada.
*****

A la mañana siguiente, él salió pronto de casa camino del hospital, pero estuvo
de regreso a las once y media. Danielle estaba leyendo en el patio.
—¿Has olvidado que habíamos quedado hoy para ir a la comisaría? —preguntó
él, quitándole el libro de las manos.
Ella Io miró sorprendida.
—No, pero creí que tú sí.
—¿Por qué lo haces? —inquirió él con curiosidad.
—¿Hacer qué?
—Vivir siempre en la decepción. Te dije, que hoy iríamos a recoger tus cosas, y
yo cumplo mi palabra.
Ella se encogió de hombros, un gesto de menosprecio a sí misma, como
diciendo «¿Porqué iba ningún hombre a molestarse por mí?» Al principio, él había
creído que se trataba de falsa modestia, y eso lo había molestado. Una belleza como
ella debía de saber la impresión que causaba en los demás.
Pero al conocerla mejor, se había dado cuenta de que era una actitud causada
porque le habían fallado las personas que deberían haberla apoyado. La molestia de
Carlo se había tornado entonces hacia el padre de ella y el hombre con el que había
estada comprometida. Entre los dos, y por razones que él aún no lograba vislumbrar,
habían dejado su confianza en sí misma por los suelos.
—Ponerte siempre en lo peor es una mala costumbre, Danielle —le advirtió,
ayudándola a levantarse—. Muchos estudios demuestran que los problemas buscan
a la gente que los está esperando.
—¿Además de neurocirujano también eres psicólogo? —replicó ella, mirándolo
de reojo mientras se metía en el coche.
Levantó el brazo para ponerse el cinturón y él vio un instante su sujetador, lo
que le recordó lo sucedido el sábado por la noche. Si Zarah no hubiera aparecido
cuando lo hizo, la noche hubiera terminado de una forma bien distinta.

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Para superar la ola de deseo que esa posibilidad le inspiraba, Carlo se dirigió a
ella con el tono que empleaba con sus médicos residentes el primer día.
—Las disciplinas médicas muchas veces se superponen signorina.
—En ese caso, deberías ver la diferencia entre esperar lo peor y ser capaz de
valerse por uno mismo —replicó ella con descaro—. Yo me he cuidado a mí misma
desde que tenía once años, no lo olvides. No estoy acostumbrada a confiar en otras
personas.
—¿Por eso rechazaste la ayuda de Zarah el sábado por la noche, cuando se
ofreció a acompañarte a tu habitación?
Danielle adoptó una expresión de disgusto.
—No creí que su ofrecimiento fuera en serio.
—Estaba preocupada por ti. Fue lo que me dijo cuando regresé al salón con el
chocolate caliente.
—Seguro que estaba muy preocupada —dijo ella.
—¿No te cae bien?
—No la conozco —dijo ella cautelosa.
—Es una cirujana excelente y una colega leal.
—Dejó muy claro eso último en nuestra breve charla.
Carlo sospechaba que ambas mujeres se habían dicho mucho más de lo que
ninguna quería admitir ante él.
—Me entristeció que no me esperaras para despedirte antes de irte a dormir.
—Estaba exhausta de la conversación —excusó ella, y al ver que él no la creía,
añadió—: Es muy cansado mantener una conversación con alguien que no habla bien
el idioma…
De nuevo se encogió de hombros, guardándose más de lo que había dicho.
Aquella mañana ella llevaba una camisa sin mangas y una falda hasta los
tobillos de un tejido vaporoso.
—¿Cómo se llama este tejido? —preguntó él, tomándolo entre los dedos.
—Algodón plisado en forma de acordeón. Esconde multitud de defectos y no
ocupa nada en la maleta.
Carlo no entendía qué defectos tenía ella que esconder.
—Te tapa demasiado —se quejó, incapaz de apartar la vista de la forma de sus
piernas, sugerida por el tejido—. Pero volvamos al tema de Zarah…
—No tengo nada más que añadir —afirmó ella.
Aquella mañana, cuando él le había preguntado a Zarah qué tal con Danielle,
ella le había dicho que no tenían nada en común.
—Es una pena —contestó a Danielle—. Esperaba que pudierais llevaros bien.

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—Yo no tenía ganas de compañía —apuntó ella.


Antes de poner en marcha el coche, Carlo le dirigió una mirada fugaz. De perfil,
ella parecía distante, inalcanzable. Pero a él ya no le engañaba esa fachada.
—Dices que estabas cansada, pero cuando pasé por delante de tu puerta mucho
después, tenías la luz encendida.
La había pillado desprevenida. Ella giró el rostro hacia él.
—¿Por qué no llamaste a la puerta y entraste?
—Porque temía que, si entraba en tu habitación, no sería capaz de salir. Y si mis
amigos no hubieran aparecido ayer, creo que me hubiera encontrado en el mismo
dilema.
Danielle se sonrojó y clavó la mirada en sus manos, fuertemente entrelazadas
sobre su regazo.
—¿Te he incomodado? —preguntó él.
—Me he incomodado yo sola —respondió ella en voz baja—. Lo que sucedió el
sábado yo no suelo ser tan… lanzada. No sé qué me sucedió.
—Fuera lo que fuera, me pareció muy atractivo.
—¡Pero si casi me lancé en tus brazos!
—¿Quién dice que la mujer deba esperar siempre a que el hombre dé el primer
paso? Tú expresaste tú deseo y a mí me gustó poder complacerte.
Ella casi se rió.
—¡Una forma muy delicada de decirlo, Carlo! Quizás sí que sepas tratar a tus
pacientes con suavidad.
—Te digo lo que pienso. Y en cuanto a mi suavidad… —comenzó,
comiéndosela con los ojos—. Ya la experimentarás.
Ella se sonrojó de nuevo y miró por la ventanilla como si no pasara nada.
—¿Hay mucho trayecto entre tu casa y la comisaría?
—La hemos pasado hace varios minutos.
—Pero yo creía…
—Primero voy a llevarte a comer.
—¡No!
—¿Por qué no? Ambos tenernos que comer, ¿verdad?
—No puedes perder tanto tiempo.
—Sí que puedo. Hoy las cosas están tranquilas en el hospital. Si me necesitan en
Urgencias, puedo estar allí en un momento.
Estaban en el otro extremo de la ciudad. El coche se metió por una calle desierta
y se detuvo junto a una pared cubierta por una parra, cuyas flores empezaban a
cubrir el suelo.

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—Ven —dijo Carlo, ayudándola a salir del coche—. Durante el próximo rato no
voy a ser el médico de tu padre, ni tú la hija de mi paciente. Vamos a ser
simplemente un hombre y una mujer que disfrutan de la compañía del otro mientras
comparten una agradable comida.
Después de decir aquello, apartó parte de la parra, descubrió una puerta en la
pared y tiró de la campanilla que servía como timbre.
—Al otro lado se encuentra uno de los secretos mejor guardados de esta ciudad
—le anuncio a Danielle—. Es un lugar donde no van los turistas, y sólo algunos
lugareños lo frecuentan.
La puerta se abrió y apareció Lorenzo, el maître, que reconoció enseguida a
Carlo y los animó a entrar con una gran sonrisa.
—Buon giorno, signor e signorina. Come estate?
—Danielle, te presento a Lorenzo. El restaurante es suyo y de su hermano,
Lamberto, que es quien cocina y al que seguramente conocerás antes de que nos
marchemos.
Al advertir que Danielle cojeaba, el maître la agarró del otro brazo y los
acompaño a una mesa que se hallaba en una esquina soleada.
A Danielle le había supuesto un gran esfuerzo caminar aquella distancia tan
corta, y se dejó caer extenuada en la silla que Lorenzo sujetaba para ella. Una sonrisa
le iluminó el rostro.
—Es un placer conocerlo, Lorenzo. Es un sitio en cantador.
—Grazi el placer es mío, bienvenida. ¿Está aquí de vacaciones?
—No. He venido para acompañar a mi padre, que está en el hospital.
—Y la signorina ha terminado como paciente mía también —añadió Carlo—.
Una coincidencia poco afortunada, como diría usted, ¿verdad, amigo mío?
—Desde luego.
En un gesto galante, Lorenzo besó la mano de Danielle, algo natural para él
pero que a ella le hizo enrojecer.
—Te sonrojas como una niña —le dijo Carlo cuando se quedaron solos —. Eso
me resulta poco habitual en una mujer de tu edad, y es muy seductor.
—¿Una mujer de mi edad? —repitió ella sonriendo—. No sé si tomármelo como
un halago o como un insulto. ¿A qué te refieres exactamente?
—A que estás en la flor de la vida, cara —respondió él con seriedad—, justo en
esa época en la que haces que un hombre olvide lo que iba a decir y gire la cabeza
para seguirte con la mirada cuando pasas a su lado.
—Pero si no sabes la edad que tengo…
—Claro que sí. Como paciente mía que eres, he examinado tu ficha médica.
Tendrás treinta en agosto.

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—Entonces sabrás también cuánto peso. ¡No es justo! La edad y el peso son
secretos de cada mujer.
—Los tuyos están a salvo conmigo —aseguró él, mientras observaba las
diferentes expresiones del rostro de ella, sus manos tan expresivas, la línea de su
cuello, las ondas de su pelo rubio…—. ¿Puedo decirte algo más? —inquirió,
preguntándose si ella percibiría su deseo en sus palabras.
—Adelante. Sobreviviré.
—A los cuarenta, serás irresistible A los cincuenta, seguirás en tu apogeo, pero
estarás más calmada. A los sesenta, los hombres de treinta desearán haberte conocido
con veinte. A los setenta, tu pelo rubio se habrá tornado plateado, pero tus ojos
continuarán cautivando a quien se sumerja en sus profundidades. A los ochenta,
serás la más bella, una dama madura, con la sabiduría escrita en el rostro.
—¡Qué forma tan delicada de decir que estaré toda arrugada!
De pronto él se inclinó sobre la mesa, tomó las manos de ella y las sacudió.
—¡Ya está bien, Danielle! Aprende a aceptar los cumplidos sinceros que te
mereces. Sólo las mujeres realmente elegantes saben hacerlo.
Avergonzada, Danielle retiró las manos y las escondió en su regazo.
—Vas a tener que perdonarme. No soy muy buena en eso.
—Quizás se debe a que no has podido practicar mucho, lo cual dice muy poco
del hombre con el que ibas a casarte.
—No era muy dado a la poesía.
—Yo tampoco lo soy —afirmó Carlo—. Pero creo en la verdad.
Lorenzo reapareció con un plato de aceitunas, pan recién hecho y un cuenco
con aceite y vinagre de la mejor calidad.
—¿Qué van a beber? ¿Les apetece un vino blanco para acompañar la sopa de
cozze que tenemos hoy?
—Yo no tomaré vino —contestó Danielle.
—Ni yo, Lorenzo, grazie —se disculpó Carlo—. Tengo que estar disponible si
me llaman del hospital. Tomaremos agua mineral.
—¿Qué es cozze? —preguntó Danielle cuando les sir vieron la bebida.
—Mejillones, sopa de mejillones —respondió Carlo—. ¿Supone un problema
para ti?
—En absoluto, me encanta el marisco. Pero me ha sorprendido que no nos
trajeran la carta.
—En este restaurante no hay carta. Cada día, al amanecer, Lorenzo se acerca a
los mercados de Milán y compra lo más fresco y apetitoso. A veces es pescado, otras
carne, y siempre queso, ingredientes para ensaladas y fruta.
—Creí que su hermano era el chef.

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—Y así es. Mientras Lorenzo compra la comida, Lamberto prepara la pasta y la


masa del pan. Cuando su hermano regresa, deciden entre los dos con qué van a
sorprender a sus invitados ese día. Al mediodía, la comida es sencilla pero muy
buena. Es en la cena donde Lafliberto se luce. Cuando estés mejor y yo no esté de
guardia, volveremos a cenar para que puedas experimentarlo por ti misma.
—¿Cómo voy a negarme, tal y como lo cuentas?
Él sonrió.
—Aprendes rápido. Ayer me hubieras dicho que no con alguna excusa absurda.
Hoy, te has permitido abrirte a la idea.
—Bueno, me tomó muy en serio todo lo que me dices.
Se detuvo unos momentos, como dudando de si decir todo lo que pensaba.
Entonces tomó aire profunda mente y añadió:
—Puede que no siempre me guste lo que me dices, pero empiezo a creer que
puedo confiar en que eres sincero conmigo.
—Hablas como si la confianza te fuera tan extraña como los halagos. ¿También
hay que agradecérselo a tu ex novio?
—No puedo echarle toda la culpa a él. También fui traicionada por mi mejor
amiga. Se casó con Tom un mes después de que él me dejara.
—Entonces no era tu amiga.
—Eso es evidente, pero para cuando me di cuenta de eso, el daño ya estaba
hecho. Habíamos estado juntas desde el instituto, lo sabíamos todo la una de la otra
—explicó ella, perdiéndose en sus recuerdos—. Le confesé todos mis temores cuando
empecé a sospechar que Tom ya no estaba enamorado de mí. Ella me dijo que eran
imaginaciones mías, los nervios antes de la boda. Y todo ese tiempo, ella se estaba
acostando con él.
Carlo sintió un deseo irrefrenable de colocarla sobre su regazo y besarla tan
apasionadamente que olvidara todo aquello Pero en lugar de eso, dijo:
—Entonces les deseo que sean felices juntos, porque la gente que engaña no lo
hace sólo una vez. Antes o después la inseguridad los invadirá como el veneno.
—¿Alguna vez te sentiste inseguro con Karina?
—Nunca —afirmó él—. Aunque pasábamos tiempo separados, nunca me
preocupó que pudiera engañarme, o que tuviera una aventura con otro hombre. Y yo
nunca miré a otra mujer.
Danielle puso cara de no creérselo.
—¿Nunca?
—Bueno, mirar sí que miraba —admitió él riendo—. Aprecio a una mujer
hermosa cuando la veo. Pero nunca traicioné mi compromiso con Karina. Ella era mi
esposa, mi amor, la madre de mi hija, y nuestro matrimonio era para siempre.
—Pero no duró mucho.

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—No fue porque nosotros quisiéramos. El destino nos llevó por caminos
diferentes, no tuvimos elección. Lo que aprendí entonces fue que debemos
aprovechar al máximo cada momento, y divertirnos todo lo que podamos. Así nos
quedarán buenos recuerdos.
—¿Es ésa su receta de vida, doctor?
—También le añado integridad. Espero que, cuando me llegue la hora de morir;
pueda contemplar mi vida sin avergonzarme. Por lo poco que sé de ti, estoy seguro
de que tú lo lograrás, aunque lo dudo mucho en el caso de tu ex novio y tu ex amiga.
Perdida en sus pensamientos, Danielle agarró el último bollo de pan, lo mojó en
el aceite y se lo metió en la boca. Carlo la observó, embelesado con la forma de su
boca, el brillo de su pelo, la expresión grave de sus ojos… Una sonrisa iluminó el
rostro de Danielle cuando se dio cuenta de que la observaba.
—¿Qué sucede? —preguntó, manteniendo el pan lejos de él—. ¿Lo querías?
—No —contestó él con gravedad—. Te quiero a ti.
Entonces, olvidándose de que estaban en un lugar público, se inclinó sobre la
mesa y la besó en los labios.
Tenía pensado que fuera un beso breve, sólo para calmarse hasta que estuvieran
a solas. Pero la boca de ella era demasiado deliciosa, y se entreabrió a él de forma
demasiado seductora. Así que se recreó en el momento. Lo hizo durar hasta que
ambos se quedaron sin aliento.
No era propio de él ser tan impulsivo, ni demostrar afecta en público.
Conmocionado por el efecto que ella le causaba se sentó de nuevo en su silla.
—¿Te he sorprendido tanto como acabo de sorprenderme a mí mismo?
—No sólo a mí —murmuró ella, avergonzada—, sino a todo el mundo de
alrededor. ¡Hay un hombre detrás de ti que no nos quita la vista de encima!
Carlo no se molestó en girarse para mirar quién era. No le importaba que los
hubieran visto, ni lo que pudiesen pensar los demás.
—Eso es porque está celoso —aseguró—. Desearía estar en mi lugar.
Lorenzo apareció con la comida en aquel momento, y aquello dio un giro a la
conversación. Como para mantener cierta distancia, Danielle se dedicó a hablar del
clima, cuando lo que Carlo deseaba era hablar de ella.
—¿Cómo puede hacer tanto calor aquí, cuando hay nieve a media hora en
coche? —preguntó ella, examinando la ensalada.
—En esta zona tenemos un microclima. El invierno es menos frío que en otros
lugares de Italia, y en el verano es menos caluroso. Ahora en mayo es el momento
perfecto, con tiempo cálido y despejado. Dentro de unos días, cuando estés mejor, te
llevaré a dar un paseo.
—Ya veremos cómo se desarrollan las cosas —dijo ella, intentando evadirse.

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Si él lograba lo que se proponía, no le quedaban dudas sobre cómo «se


desarrollarían» las cosas. La atracción entre ambos hervía, eran adultos en plena
posesión de sus facultades… Carlo no comprendía la ambivalencia de ella.
Un momento estaba receptiva a sus avances y deseosa de ellos, y al siguiente se
apartaba, echándolo de su lado. Y él quería saber por qué. ¿Qué era lo que la
asustaba tanto?
De repente, se le ocurrió una posibilidad con la que no había contado.
—¿Aún eres virgen, Danielle? —le preguntó a boca jarro.
Ella se indignó tanto ante aquella intromisión que casi se atragantó con la
ensalada.
—¿Qué te hace preguntarme algo así?
—Simple curiosidad —contestó él—. Tus acciones revelan que reconoces la
chispa que hay entre nosotros, pero por otro lado siento que hay algo, un temor, que
te impide disfrutar de lo que podría ser una unión muy placentera.
—Te refieres a un romance —señaló ella, incómoda.
Él se encogió de hombros.
—Yo lo llamaría una relazione. Pero volvamos a la pregunta que te he hecho,
aún no la has contestado:
—Básicamente porque no tienes derecho a hacérmela.
—Entonces perdóname, no tenía intención de ofenderte.
Ella aparté la ensalada y jugueteó con los mejillones de su sopa. Al cabo de un
rato, dijo desafiante:
—Bueno, pues no lo soy… virgen, me refiero. ¿Te parezco peor ahora?
—¡Por supuesto que no, Danielle, no seas ridícula! Cuando un hombre recibe
mensajes encontrados de la mujer en la que está interesado, se pregunta qué razón
los provoca.
Esa vez, ella hizo migas todo el pan que quedaba antes de contestar.
—Para que lo sepas, no soy muy buena en el tema de… del sexo.
Pronunció la palabra «sexo» como si temiera acabar en el infierno al decirla.
Emocionado por la vulnerabilidad de ella, Carlo le preguntó:
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad. Tom me lo dijo.
—¿Y quién es ese Tom para emitir un juicio tan duro?
—Él tenía mucha más experiencia que yo en cuanto a relaciones. Él ha sido el
único hombre al que me he entregado, y sólo lo hice porque creí que íbamos a
casamos.

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—Entonces, realmente te hizo un gran favor dejándote marchar. Ninguna mujer


se merece pasar la vida junto a un hombre tan inepto que no puede complacer a su
esposa, y menos a una mujer tan sensible como tú.
Ella se sonrojó de nuevo.
—¿Todos los italianos decís tantos halagos, o eres tú el único?
—No lo he dicho para incomodarte, Danielle, sino para que te sientas más
segura. Tal vez tú y yo hagamos el amor un día, o tal vez no. Pero si no lo hacemos,
no será porque tú creas que no eres una pareja adecuada.
—Vaya, vaya —dijo ella, disimulando su turbación con sarcasmo—. ¿Debo
añadir «terapeuta sexual» a tus credenciales?
—No —respondió él—. Lo que debes hacer es terminarte la sopa y dejar de
intentar no gustarme. Es una pérdida de tiempo, cara mía. Me gustas mucho y te
encuentro muy deseable, y no hay nada que pueda cambiar eso.
—¡Calla! —susurró ella, mirando alrededor furtivamente—. ¿Y si alguien te
oye?
—Entonces esa persona estaría fisgoneando una conversación ajena y debería
avergonzarse por ello.
El teléfono de él comenzó a sonar y, para cuando terminó la llamada, Danielle
estaba preparándose para marcharse.
—Te requieren en el hospital —afirmó ella, intentando ponerse en pie—. Y, por
la expresión de tu rostro, se trata de algo serio.
Carlo se preguntó si debía decirle que la llamada era referente a su padre: Alan
Blake había despertado unos instantes. Pero eso solía suceder en pacientes en coma,
y no implicaba necesariamente una mejoría. Él no quería que ella se hiciera ilusiones
para volver a perderlas. Ya había tenido suficientes decepciones en su vida.
—Podría ser. No lo sabré hasta que no haya examinado al paciente —dijo, sin
dar detalles.
—Entonces, pongámonos en marcha. Cada segundo cuenta, ¿no es así?
A él no le parecía tan urgente, pero no dijo nada.
—Tú no tienes por qué dejar de comer. ¿Por qué no te quedas aquí, y saboreas
un café y el famoso gelato de limón de Lamberto? Cuando termines, Lorenzo llamará
a un taxi para ti.
—No. Prefiero ir contigo —afirmo ella—. Mientras tú examinas a tu paciente, yo
estaré con mi padre.
«Por esto aborrezco los engaños», pensó él con desagrado, dándose cuenta de
que estaba arrinconado. «Incluso cuando se hace con la mejor intención, terminan
haciendo más daño de lo previsto».
—¿Carlo, estás bien? —le interrumpió ella—. Te necesitan en el hospital. Será
mejor que nos vayamos.

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Capítulo 7
Cuando llegaron al hospital había bastante personal medico en la habitación de
Alan Blake, por lo que Danielle tuvo que quedarse en la sala de espera. Unos
hombres conversaban en el pasillo fuera de la sala, y al principio Danielle no les
presté atención, porque hablaban en italiano y en voz baja. Pero la repetición del
nombre de Carlo llamó su atención, sobre todo porque lo mencionaban unido a la
donna americana, y al Restaurante Lorenzo y Lamberto.
Confusa, atravesó la habitación a la pata coja y miró hacia el pasillo. Junto a una
fuente de agua había tres médicos residentes, y a uno de ellos lo reconoció como el
hombre que se los había quedado mirando en el restaurante.
Iba vestido con el traje verde del hospital, y sus palabras provocaban la sorna
en los otros. Danielle no necesitaba un traductor para saber por qué. Lo que Carlo y
ella habían creído que era una cita discreta, había sido observada hasta el más
mínimo detalle, y su relato ya empezaba a circular por el hospital.
Al pensar cómo se extendería el rumor, sintió un escalofrío. Ella ya estaba
acostumbrada a parecer una idiota, lo que le preocupaba era que también se rieran
de Carlo.
Y sucedería eso, sin duda. Zarah Brunelli había hecho una mención especial al
tema durante la charla del sábado por la noche.
—Usted no tiene ningún derecho a aprovecharse de la sensibilidad del doctor
Rossi. Él no puede permitirse la complicación que supone usted para él. Quedándose
aquí en su casa compromete su integridad. Nuestro hospital observa la regla de que,
bajo ninguna circunstancia, el personal debe involucrarse a nivel personal con los
pacientes.
Ofendida por la presunción de la mujer, Danielle se había defendido:
—Carlo ya es mayorcito. No creo que necesite que usted ni nadie interceda por
él.
—Usted no sabe nada de él —le había espetado Zarah—. Si fuera así, sería
consciente de que, al final, él siempre mira por sí mismo. Usted se está aprovechando
de su generosidad sin preocuparse por el precio que le va a suponer a él.
La verdad de aquellas palabras la golpeó en aquel momento casi con venganza.
Mortificada, su primera reacción fue regresar a la sala de espera e ignorar la
desagradable escena del pasillo. Pero de ella se olvidarían al poco de haberse
marchado, y sin embargo Carlo seria quien pagara el precio.
Tal vez no pudiera deshacer el daño causado, pero debía intentar contenerlo,
pensó. Envalentonada por la indignación, salió al pasillo, agité el bastón hacia los
hombres y los fulminé con una mirada que hizo desaparecer sus risitas.
—¿Hablan ustedes inglés? —preguntó gélidamente.
—Sí, signorina, un poco —dijo uno de ellos.

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—Un poco —repitió otro.


Danielle clavó la mirada en el que no había hablado, y que evitaba mirarla. Era
el que estaba en el restaurante. Danielle se fijó en su identificación.
—¿Por qué está tan callado de pronto, doctor Gallo? —le espetó—. No parecía
tener ningún problema para hablar hace unos momentos. Seguro que el verme con el
bastón no es lo que le ha dejado sin habla.
—No, signorina —balbuceó él—. De hecho, todos le deseamos que se recupere lo
antes posible.
Era joven, igual que los otros, tendrían algo más de veinticinco años, y
claramente estaban empezando en la profesión. De los tres, el doctor Gallo era el más
turbado, y Danielle casi sintió lástima de él. Pero no la suficiente como para dejarlo
marcharse sin más.
—Usted sabe quién soy, ¿verdad, doctor Gallo?
—Si, signorina —tartamudeé él, con el rostro escarlata—. Es la signorina Blake.
—Y también sabe que tengo una relación cercana con el doctor Rossi. ¿Cómo
cree usted que reaccionaría él si yo le contara lo que acabo de escuchar? ¿O lo que es
peor, si insistiera en que usted le repitiera palabra por palabra lo que compartía tan
alegremente con sus colegas?
El muchacho se quedó lívido, y los otros dos lo imitaron.
—¿Lo ha entendido todo? —preguntó el estudiante trabajosamente.
—Lo suficiente para causarle muchos problemas a usted y a sus amigos.
Ellos carraspearon e intercambiaron miradas nerviosas ante aquella amenaza.
Danielle recapacitó unos instantes. El doctor Gallo no era el único culpable. Tal vez
fuera un chismoso, pero Carlo y ella habían dado pie a comentarios.
Quiso ser justa, así que recapacitó un momento y luego habló.
—Le sugiero que se ocupe de sus asuntos, igual que yo pienso hacer con los
míos —le dijo al estudiante, fulminándolo con la mirada—. Pero si escucho una sola
palabra de sus chismorreos por ahí, sabré quién es el responsable. ¿Queda claro?
—Eso no va a suceder —prometió él.
—Entonces, consideremos el asunto terminado, ¿le parece bien?
El alivio de los tres fue palpable. Dándole las gracias, cada uno se retiró a sus
tareas. En cuanto desaparecieron, llegó Carlo.
—Tengo noticias, Danielle —comenzó—. Hay signos de que el estado de tu
padre está cambiando.
Danielle sintió que le daba un vuelco el corazón.
—¿Cambiando cómo? —preguntó en un susurro.
—Ha abierto los ojos brevemente unas cuantas veces —explicó él, llevándola
hacia la sala de espera.

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—¿Y eso no son buenas noticias?


Carlo se sentó junto a ella en un sofá y tomó Sus manos entre las suyas.
—Es algo notable, ya que lleva en coma menos de cuatro semanas, y creo que
veremos más signos de mejoría. Pero no quiero darte esperanzas y que luego se
derrumben. No sabemos hasta qué punto mejorará.
—¿Quieres decir que tal vez toda la mejoría de mi padre consista en abrir los
ojos?
—Es uno de los extremos. El otro es que se recupere completamente. Y entre
medias hay un área de incertidumbre —respondió él, sujetando sus manos con más
fuerza—. El día que nos conocimos, te expliqué que tu padre podría quedar
paralítico para siempre. Necesitas estar preparada para eso, Danielle, porque si
finalmente sucede, él no lo aceptará fácilmente.
—¡Pues claro que no, nadie lo haría!
—A eso me refiero —continuó Carlo—. Intentará desahogar su frustración
contigo. Lo he visto muchas veces, el paciente castiga á los que tiene más cerca con su
rechazó.
—Ya he sobrevivido otras veces al rechazo de mi padre. Si tengo que
exponerme de nuevo a ello, lo haré. ¿Cuándo podré verlo?
—Ahora —dijo él, ofreciéndole el brazo para que se apoyara—. Por cierto, ¿qué
estabas haciendo en el pasillo?
—Estirar las piernas —contestó ella sin darle importancia—. El bastón es una
ayuda tremenda. De hecho, creo que mi tobillo se está recuperando. Ya no me duele
tanto como ayer.
—Yo decidiré si está curado o no. Cuando hayas terminado la visita a tu padre,
te examinará el tobillo a conciencia y de paso también las costillas.
¿Acaso él esperaba que, después del sábado por la noche, ella iba a poder
soportar que la examinara, sin reaccionar? ¿Cómo podría mantener la calma cuando
él recorriera la pantorrilla con la mano, o rozara su seno al examinar sus costillas?
¡No podría resistirlo!
—Hemos llegado —anuncié él con tranquilidad, al abrirse las puertas de la
UCI—. No esperes grandes cambios, cara. Aunque al principio te parecerá que tu
padre sigue igual, no es así.
Él había hecho bien al advertirle. En un primer vistazo, le pareció que su padre
estaba igual que la última vez que lo había visto. Pero al observarlo con más
detenimiento, vio que los párpados se le movían como si estuviera soñando.
—Háblale —le sugirió Carlo en voz baja—. Llámalo por su nombre, hazle saber
que estás a su lado. Seguramente te oirá, aunque parezca no responder.
Ella intentó encontrar algo significativo que decirle. Si hubiera sido su madre la
que estuviera allí tumba no hubiera tenido problemas en transmitirle su amor y su
preocupación, ni en besarle la mejilla. Pero con su padre…

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Avanzó lentamente hacia la cama, mientras decía débilmente:


—Soy Danielle, padre. ¿Cómo te sientes?
Sorpresivamente, los ojos de él se abrieron, y a Danielle le pareció que
contenían una burla, un reproche de que sólo alguien estúpido sería capaz de
preguntarle eso a un hombre conectado a tantas máquinas que le arrebataban la
dignidad. Danielle estaba segura de que, si su padre hubiera podido hablar, le
hubiera gruñido:
—¿Cómo diablos crees que me siento, pequeña imbécil?
Dolida al darse cuenta de que estaba empeorando las cosas, Danielle miró a
Carlo pidiéndole ayuda. El, sintiendo su desasosiego, le apreté el hombro para darle
apoyo y murmuró:
—No te desanimes, Danielle. Háblale de las cosas cotidianas: del clima, de lo
que has hecho, de lo que has comido. Lo que sea, no importa lo trivial que te parezca.
Yo estaré fuera, si me necesitas.
Ella lo observó marcharse y luego se giró de nuevo hacia su padre. Aunque
nunca habían tenido una relación cercana, la mirada de él expresaba tal
desesperación que sintió que se le ablandaba el corazón.
—Me alegro de estar aquí —dijo, tomándole la mano—. Me quedaré todo el
tiempo que me necesites. Mamá lo hubiera querido así.
La mención de su madre fue seguida de un parpadeo de Alan Blake, y luego
otro, y a Danielle le pareció que, fugazmente, cerraba ligeramente sus dedos sobre los
suyos. Pero luego, como si estuviera exhausto, cerró los ojos y dejó la mano muerta.
—Siento que estés aquí tumbado, padre —susurró ella—. Sé lo mucho que
debes de odiarlo. Pero tú nunca te has dado por vencido sin luchar antes, y esta
batalla también vas a ganarla.
Se inclinó y le besó en la mejilla.
—Ahora te dejaré descansar —añadió Danielle—. Mañana vendré de nuevo y te
traerá algunas grabaciones de tus óperas preferidas.

Carlo encontraba muy penosa la tragedia que se desarrollaba en la habitación


de Alan Blake. Danielle era una mujer inteligente que se expresaba bien. El hecho de
que le resultara tan difícil comunicarse con su padre ponía de manifiesto la falta de
conexión entre ambos.
Qué sola debió de crecer, y cuántas alegrías se había perdido Alan Blake al
negarse a involucrarse con su única hija. A Carlo le resultaba algo inconcebible.
Desde que Karina había muerto, todo lo que él era, todo lo que hacía, era para Anita.
Ella iluminaba sus días y ocupaba su corazón… hasta que Danielle había aparecido
en su vida.

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La mujer a la que en un principio había rechazado por tener un corazón de


piedra le había dejado ver sus cicatrices, le había mostrado la parte suave y tierna de
su alma que se esforzaba por mantener oculta, y al hacerlo, lo había cautivado de una
forma que no le sucedía desde el fallecimiento de Karina.
Las otras mujeres habían sido meras diversiones. Pero Danielle, a quien conocía
desde hacía menos de un mes, se colaba en sus sueños cuando dormía y ocupaba sus
pensamientos cuando estaba despierto.
Sacaba de él su parte masculina más primitiva. Le hacía desear vencer lo que le
arrebataba la paz a ella. Si no, ¿por qué iba a observar furtivamente dentro de la
habitación de Alan Blake, dispuesto a acudir al rescate de Danielle si la veía flaquear?
Ella era una mujer madura, acostumbrada a cuidar de sí misma. Carlo era muy
consciente de eso y también de que, por mucho daño que le hubiera hecho en el
pasado, su padre ya no podía hacerla sufrir. Aun así, se sintió aliviado cuando la vio
apartarse de la cama y dirigirse hacia la puerta.
Danielle se detuvo a la salida de la habitación, se agarró a la barandilla y apoyó
la cabeza contra la pared, en un gesto de profunda tristeza. Carlo tuvo dificultades
para mantener su actitud profesional, pero sabía que él era un ejemplo a seguir, y
que todo el mundo lo estaba mirando, más o menos directamente. Su interés por
Danielle no había pasado desapercibido. Y al menos, debía cumplir las normas que
les exigía a los demás.
Así que tuvo que contenerse para no acercarse a ella, tomar su rostro entre sus
manos y besar dulcemente su boca, y luego llevarla a un sitio donde no tuvieran que
preocuparse de los demás.
Zarah era una de las que lo habían estado observando y se acercó a él con el
pretexto de comprobar un cuadro médico.
—No te dejes conmover por esa pequeña representación, Carlo —le dijo en voz
baja—. Tu señorita Blake no es tan frágil como aparenta. Es muy consciente de la
estampa trágica que representa, y la está usando a su favor.
—¿Estás sugiriendo que no está afectada por el estado de su padre, o que sus
heridas no son reales? —preguntó él, disimulando su resentimiento con una aparente
calma.
—Oh, está representando el papel de hija entregada ahora que está aquí, pero
los dos sabemos lo que tardó en acudir a su lado. Y en cuanto a sus heridas, no son
para tanto, pero le añade el toque justo de dramatismo, no crees?
Conteniendo su ira, Carlo contestó:
—Esa falta de compasión no encaja contigo, doctora.
—Soy tan capaz de sentir compasión como tú, Carlo —replicó ella—. Pero yo
reservo la mía para quien la necesita. Sinceramente, esa mujer está sacando partido
de su situación y tú… tú estás traspasando la línea de la ética al acogerla en tu casa.
Todos en el hospital hablan de ello.

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—Ya hemos tenido esta discusión una vez, Zarah, y sigo pensando que no
tengo por qué justificar mis acciones —contestó él bruscamente —. Por salvar la vida
de mi hija, Danielle Blake puso la suya en peligro, Le debo toda mi gratitud.
—En eso estoy de acuerdo, pero hay otras formas de demostrárselo distintas de
la que tú has elegido.
Danielle había recuperado la compostura y estaba dirigiéndose hacia la sala de
espera con dificultad.
—Mírala de nuevo, doctora, cojeando y agarrándose las costillas. ¿Crees que
debería dejarla abandonad a su suerte, sabiendo que aquí no tiene ni familia ni
amigos para que la ayuden a recuperarse de unas heridas que, contra lo que tú crees,
han revisado otras personas de mi equipo? ¡Yo creo que no!
Sin ocultar su disgusto, Zarah cerró el gráfico que tenía en las manos.
—Está claro que estoy gastando saliva inútilmente.
—Por no decir tu tiempo, doctora —le espetó él—. Te sugiero que lo dediques a
los pacientes que más lo necesitan, en lugar de perderlo en asuntos que note
conciernen.
Ella lo miró profundamente dolida.
—En todos los años que llevamos trabajando juntos nunca me habías hablado
así. En apenas unos días, has permitido que una mujer que apenas conoces te ponga
en mi contra. ¡Ella te ha hechizado, Carlo!
Quizás lo había hecho. Si era así, lo encontraba una experiencia muy
estimulante, que no tenía intención de interrumpir en mucho tiempo.
—Ya he terminado por hoy —le dijo a la enfermera jefe de la UCI, y se dirigió
en busca de Danielle.
La encontró mirando pensativa a través de una ventana de la sala de espera. Al
oírlo entrar, ella se giró hacia él. De nuevo se había refugiado tras la máscara de
reserva del primer día.
—Me alegro de que estés aquí —comentó ella—. Tengo que decirte algo.
—¿No puede esperar hasta después de que te examine?
—No, es algo que tienes que saber ahora.
—Muy bien —accedió él, cerrando la puerta para tener más privacidad y
acercándose a ella—. Te escucho.
La miraba tan fijamente que Danielle apartó la vista, turbada. Por fin, dijo con
tristeza:
—Creo que debería buscar otro lugar donde alojarme. Las cosas se están…
complicando demasiado estando yo en tu casa.
—No habrás oído ninguna queja de mí, Danielle.
—Pero otros podrían quejarse. De hecho, ya ha sucedido.

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Carlo decidió que era mejor afrontar el tema abiertamente.


—¿Te refieres a Zarah?
Ella dudó de nuevo, antes de admitirlo.
—Entre otras personas. Acabo de veros, y era evidente que no teníais una charla
muy amigable. Estabais hablando de mí, ¿verdad?
—Esto…
—No te molestes en negarlo, Carlo. Ya sé lo que la doctora Brunelli opina de
que yo viva, contigo.
—Lo dices como si durmiéramos juntos todas las noches.
—Por lo que piensan algunos ya lo estamos haciendo.
—¿Zarah te ha dicho eso?
¡Esa mujer le iba a oír!
—No. con esas palabras. Pero el sábado me dejó muy claro que cree que tu
sentimiento de culpa te nubla la razón. También señaló que tienes una reputación
que mantener, que al invitar a una paciente a que viva en tu casa, podrían acusarte
de violar la ética profesional.
¿Y sabes qué? Tiene razón. Te estás exponiendo a un riesgo estúpido e
innecesario.
Se detuvo para tomar aire y él aprovechó para hablar.
—Permíteme que te diga que estoy plenamente de acuerdo contigo y con la
doctora Brunelli. Debo poner freno a esto.
Había logrado dejarla perpleja. Carlo se recreó en su deliciosa boca entreabierta,
perdido el hilo de lo que estaba diciendo.
—Por fin estamos de acuerdo en algo —dijo ella, al cabo de un rato.
—Desde luego —dijo él, y se acercó a Gino Ferrari—. La signorina Blake vuelve
a estar a tu cuidado, doctor. Afirma que se siente mucho mejor y que puede moverse
por sus propios medios. Te toca a ti decidir si tiene razón.
Gino era lo suficientemente profesional como para no mostrar su sorpresa.
—Lo haré, doctor Rossi.
Carlo asintió.
—Entonces, yo me marcho ya.
—¿Te vas? —preguntó Danielle incrédula.
—Tengo pacientes de los que cuidar, y como ya no llevo tu caso, aquí no soy
necesario —respondió alegremente—. Pero no te preocupes, estás en muy buenas
manos. En cuanto él haya terminado tu revisión, te llevaré a recoger tus pertenencias
a la comisaría, como te prometí. ¿Te parece bien?
Ella tragó saliva.

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—Supongo que sí.


—Entonces, anímate. Por fin vas a ira tu aire. ¿No era eso lo que querías?
—Sí —murmuró ella con aire taciturno.

—No entiendo por qué tienes ese aire de suficiencia —le dijo a Carlo, en el
coche, camino de su casa—. El que me hayas transferido al doctor Ferrari no cambia
el resto de cosas de las que hemos hablado.
—Claro que sí —replicó él—. Ahora sólo somos amigos, lo que convierte en
aceptable que estés viviendo en mi casa.
—¡No es así! La gente seguirá hablando.
—No me importa.
—¡Pues a mí sí! Voy a trasladarme a un hotel, y no hay más que hablar. Tiene
que haber uno por el paseo marítimo, donde no tenga peligro de resbalarme y acabar
colina abajo en el lago.
Él levantó los ojos al cielo como pidiendo paciencia.
—Sé sensata, Danielle. Aún no estás en condiciones de cuidar de ti misma.
—¿Según quién, Carlo? ¿Según tú?
—No, según Gino Ferrari. Ya has escuchado su consejo. Estás recuperándote,
pero no tanto como crees. Si te precipitas, puedes agravar tus heridas. Y no voy a
dejar que hagas eso.
—Tú no tienes nada que decir, no es asunto tuyo.
Carlo detuvo el coche en el arcén y apagó el motor.
—¿Qué hay detrás de todo esto, Danielle? ¿Por qué eres tan obstinada, cuando
sabes que sólo pienso en lo mejor para ti?
Danielle se dio cuenta de que debía contarle lo sucedido en el pasillo.
—Para que lo sepas, hoy nos han visto en el restaurante.
Él se encogió de hombros, indiferente.
— ¿Dónde está el crimen?
—Me besaste.
Carlo dejó bailar su mirada sobre la boca de ella.
—Eso hice. Y fue una experiencia increíblemente placentera.
—Uno de tus residentes estaba en el restaurante. Era el hombre que te dije que
no nos quitaba la vista de encima. Le resultó muy divertido ver que me besabas.
Cuando llegó al hospital le sorprendí contándoselo a unos colegas.
—Dime quién es y hablaré con él.

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—No —es necesario, ya lo he hecho yo. Pero, ¿no te das cuenta? Esto entre
nosotros…
—¿Qué «esto», cara? —murmuró Carlo travieso, comiéndosela con los ojos.
—¡Deja de reírte de mí, Carlo! Dentro de poco, todo el hospital va a saber lo que
hay entre nosotros, y ni si quiera tú serás capaz de pararlo.
—Si eso sucede, seremos el centro de atención durante unos días, pero
sobreviviremos a ello. Después, otros sucesos, otras personas reclamarán, la atención
y se olvidarán de nosotros —aseguró él, entrelazando sus dedos con los de ella—.
Danielle, hasta el maravilloso Carlo Rossi tiene derecho a una vida fuera de su
hospital.
—No lo entiendes, ¿verdad? —gritó ella—. ¡No sólo tiene que ver contigo! ¿Y
qué pasa conmigo? ¿Cómo crees que me siento, sabiendo que tus colegas me ven
corno una especie de… sanguijuela aprovechada que está mancillando la impecable
reputación de su jefe?
Carlo se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
—Tesoro —murmuró él, sujetando dulcemente su rostro entre sus manos—.
Eres lo menos parecido a una sanguijuela que existe.
Y una vez dicho eso, la atrajo hacia sí y la besó.
—¡Para! —le rogó ella débilmente, aunque sus manos se agarraban a su cuello.
—No —dijo él—. Esto tampoco tiene que ver sólo contigo. Tiene que ver con
nosotros, y ya es hora de que dejemos de luchar contra ese hecho y lo afrontemos.

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Capítulo 8
—¿Y cómo quieres que lo afrontemos? —logró articular ella, temblando.
—Así, para empezar —dijo él, y la besó dé nuevo, hasta que ni siquiera el dolor
de sus costillas pudo evitar que Danielle se retorciera de deseo.
—No veo cómo va a ayudarnos esto —dijo ella, cuando recuperó el aliento—.
Justamente es lo que nos metió en problemas a la hora de comer.
—La diferencia, mi encantadora Danielle, es que durante la comida estábamos
intentando ser cautos. Una vez que el joven residente lo descubrió, era un
comportamiento demasiado tentador para ignorarlo. Pero en cuanto no ocultemos
que estamos comprometidos, dejaremos de ser interesantes.
—¿Comprometidos? —repitió ella, segura de que no había escuchado bien.
—En una relación de intercambio de placer entre los dos —le explicó él.
O lo que era lo mismo, pensó Danielle, un romance, algo que ella habría
rechazado de plano una semana antes. Pero eso era antes de que aprendiera que no
estaba del todo muerta del cuello para abajo, que tal vez aquellos libros de
sexualidad femenina que había leído mientras estaba con Tom decían la verdad. Que
quizás con Carlo se convertiría en la mujer que llevaba dentro.
Si accedía a su propuesta, se beneficiaría a largo plazo. Si lo veía sólo como su
profesor, no como su amante, en un futuro podría comprometerse plena mente con
otro hombre y no fastidiar la relación esa vez.
Se sintió turbada por lo deseosa que estaba de abandonar los principios morales
por los que se había regido hasta entonces.
—No funcionaría. Sigues siendo el médico de mi padre.
— Eso no me impide asociarme con su hija. En el contexto del hospital, mi
relación contigo se mantendrá a un nivel enteramente profesional. Pero fuera de él,
somos libres de hacer lo que nos plazca, sin temores ni inhibiciones.
Apartándole el pelo, Carlo sopló sobre su oreja, y la cálida ráfaga recorrió el
cuerpo de Danielle y anidó entre sus piernas. ¡En los libros no ponía nada de aquello!
—Hay algo más —dijo ella, entre jadeos—. No podemos tener sexo con Anita
durmiendo en la habitación contigua. No sería correcto.
Vaya, no tenía intención de expresarlo, tan crudamente, pero estaba tan fuera
de sí que apenas sabía lo que estaba diciendo.
—Claro que no —dijo él con calma—. ¿Qué clase de padre te crees que soy?
—¿Qué propones entonces?
—Que confíes en que voy a protegeros tanto a mi hija como a ti.
Si hubiera sido otra persona, Danielle se hubiera reído en su cara… ¿Cómo iba a
confiar en un hombre en el que apenas conocía, simplemente porque él lo decía? En

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algunos hombres, como había aprendido con dolor, ni siquiera se podía confiar
aunque una los conociera durante años. Pero él era Carlo Rossi, y el instinto le dijo
que merecía la pena arriesgarse.
—¿Y bien, Danielle? ¿Qué te parece?
—De acuerdo.
—De acuerdo —repitió él, y en su voz pareció una promesa romántica—.
Entonces, ¿no me abofetearás si te beso de nuevo?
—¡Creo que me moriré si no lo haces!
Él se rió sobre su boca, y Danielle cerró los ojos y se concentró en el momento.
Llegaran hasta donde llegaran, y durara lo que durara, decidió que saborearía cada
segundo.
Justo entonces, un coche pasó a su lado, interrumpiendo el momento con el
sonido del claxon. Carlo levantó la cabeza y sonrió.
—Eso me recuerda que estoy mal aparcado. Me temo que vamos a tener que
posponer esta diversión tan agradable hasta después.
—Deberíamos pasar por la comisaría —recordó ella, desconcertada porque,
mientras ella se sentía flotando en una nube, él parecía mantenerse en la realidad.
—Ciertamente. Y si no nos lleva mucho tiempo, nos acercaremos a la salida del
colegio de Anita y la llevaremos a casa —anunció él, dirigiéndole, una mirada fugaz
mientras encendía el motor—. ¿Te importa que lo hagamos?
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella—. Me encanta estar con Anita.
—A ella también le gustas tú, cara. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le
llamaba la atención.
—¿Y Calandria?
—Bueno, pero tú te acercas más en edad a una madre.
«Y podría quererla como una madre, si tuviera la oportunidad», pensó Danielle
de pronto. Pero no lo expresó en voz alta, ni le dio importancia, porque eso sólo le
llevaría a terminar con el corazón roto.
—¿Ella no tiene amigas cuyos padres estén divorciados?
—El divorcio no es común entre las familias que llevan a sus hijos a colegios
católicos.
—Oh. No me había dado cuenta de… —balbuceó ella, lamentando su torpeza.
—¿Y por qué ibas a hacerlo? Nunca hemos hablado del tema —comenté él.
Después de un rato de conducir en silencio, Carlo le explicó:
—Otra de las razones por las que me decidí a abrir la clínica en este pueblo fue
porque Karina lo habría querido así. Hablamos muchas veces de dónde viviríamos
cuando Anita fuera al colegio, y mi esposa no quería que nuestra hija creciera en una
gran ciudad, con los peligros que contiene. Ella estudió en un pequeño colegio de

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monjas y recordaba aquella etapa con mucho cariño. Seguro que está contenta de que
su hija disfrute de una educación similar.
De nuevo, Carlo hablaba de Karina como si siguiera viva, y Danielle se dio
cuenta de alguna forma siempre lo estaría para él. Cada vez que tuviera que decidir
algo acerca de su hija, tendría en cuenta los deseos de su mujer. Cada vez que la
mirara, recordaría a la esposa que había perdido.
—Te has quedado callada, Danielle —señaló él, en tono de broma—. ¿Qué ha
pasado?
Ella no podía decirle que la invadía una envidia irracional. Cada vez que él
hablaba de Karina, ella era más y más consciente de que ningún hombre había
sentido por ella una devoción así.
Tampoco podía decirle que deseaba ser madre de un hijo suyo. Y, mientras que
la idea era ridícula, la sensación primitiva en su vientre era tremendamente real.
—Sólo pensaba en lo buen padre que eres, y en la suerte que tiene Anita de
tenerte —improvisó ella.
—Oh, pero si cometo errores continuamente… —le refutó él aparcando el coche
frente a la comisaría—. Me falta mucho para ser perfecto.
—Nadie llega a ser perfecto nunca, Carlo, pero por lo menos tú lo intentas más
que cualquiera que haya conocido.
—Recordaré tus palabras cuando necesite referencias —afirmó él riendo y,
abriéndole la puerta del coche—. Vayamos a por tus cosas. Me hubiera ofrecido a
hacerlo por ti, pero tendrás que identificar los objetos y firmar para que te los den.
No creo que suponga más de unos minutos.
Pero resultó que el proceso no era tan rápido, por que también tuvo que
denunciar un robo. El bolso había sido recuperado, pero estaba vacío.
—No sé si recordaré todo lo que llevaba —murmuró para sí misma,
comprobando la lista que había escrito—: Dinero, tarjetas de crédito, la bolsa de los
cosméticos, unos pañuelos de papel, un peine…
—¿Documentos, recuerdos? —le preguntó el policía que le tomaba declaración.
—¡Dios mío, sí! Mi billete de avión y mi pasaporte… —exclamó, y se giró hacia
Carlo—. ¡Y mi retrato favorito de mi madre, Carlo! Suelo tenerlo en la mesilla, pero lo
saqué del marco y lo traje conmigo porque pensé… que quizás el verla ayudara a mi
padre.
Carlo la abrazó para consolarla.
—Míralo de esta manera, cara. Al menos tienes el reproductor de CD y los
discos para tu padre.
—Eso es lo que no entiendo —dijo ella, dando un golpe a los discos—. Creí que
esto les interesaría más, ya que yo no llevaba mucho dinero.

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—Hay un importante mercado negro de documentos de identidad y tarjetas de


crédito —le informó el policía—. No se debe llevar el pasaporte encima, a menos que
esté viajando.
Danielle había aprendido a fuego la lección.
—Lo sé, pero el pasaporte y el billete estaban en un bolsillo oculto de mi bolso,
y no creí que tendría qué preocuparme en un pueblo tan pequeño como éste.
—Este tipo de delitos se dan en todas partes —señaló el policía lanzándole una
mirada severa—. Tendrá que hablar con el consulado estadounidense en Milán. Allí
la ayudarán a obtener unos documentos de viaje provisionales.
—¿Y yo que creía que Galanio era un pueblo tranquilo! —le dijo Danielle a
Carlo en el coche.
—¿Tienes alguna copia del retrato de tu madre?
—Tengo el negativo, gracias a Dios.
—Entonces no estés tan abatida, cariño mío —murmuró él, acariciándole la
mejilla—. El resto son sólo objetos, se pueden reemplazar.
—¿Y qué se supone que voy a hacer mientras tanto? Lo único que tengo es lo
que hay en tu casa.
—Me tienes a mí —afirmó él—. No voy a dejar que té falte de nada.
—Tú no tienes que mantenerme, ¡soy una adulta, Carlo! No sé en qué estaba
pensando, cómo he podido ser tan estúpida.
—No eres nada estúpida.
—Descuidada, entonces —aclaré ella, sintiéndose tan frustrada que estaba a
punto de llorar.
—Tampoco eres descuidada —le dijo Carlo dulcemente—. Estabas preocupada
por tu padre, pensando en cómo poder ayudarlo mejor. Y entonces, de repente, te
viste envuelta en una crisis que tú no habías provocado. No te eches la culpa por que,
al haber antepuesto la seguridad de Anita a la tuya propia, te haya sucedido —esta
desgracia.
—Ha sido culpa mía que me robaran el pasaporte. Si no lo hubiera llevado
encima…
Él chasqueó los dedos quitándole importancia.
—¡Olvídate del pasaporte! Eso se resuelve —fácilmente. El miércoles trabajo
sólo media jornada. Por la tarde iremos a Milán al consulado y nos ocuparemos de
eso—. Y en cuanto al dinero, te daré lo que necesitas por ahora, y…
—¡No, no lo harás! Ya he aceptado demasiados favores de ti, y no pienso
aceptar tu dinero. No soy tu mantenida, Carlo.
Él le tapé la boca.

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—Danielle Lo que iba a decir era que te daré lo que necesitas de momento y ya
me lo devolverás cuando tus asuntos vuelvan a estar en orden. ¿Acaso tú no harías lo
mismo por mi.
—Pues… sí.
—¿Claro que lo harías Para eso están los amigos, ¿no? Y nosotros somos muy
buenos amigos, ¿verdad?
—Sí —dijo ella —de nuevo, apartando aun lado su tristeza porque nunca serían
más que eso. El había dejado muy claro que no quería una relación a largo plazo, y
ella lo había aceptado. Pero otra cosa diferente era aprender a vivir con ello.
—Entonces, no perdamos más tiempo discutiendo —dijo, comprobando la
hora—. Si salimos ya, llegaremos a tiempo para recoger a Anita del colegio.
Llegaron justo cuando se abrían las puertas.
—¡Allí está Anita! —exclamó Carlo.
Con una sonrisa que le iluminaba la cara, salió del coche y la esperó con los
brazos abiertos.
De nuevo, la envidia se apoderé de Danielle. La niña se puso muy contenta al
ver a su padre. Recibía tanto cariño de él que había olvidado la muerte de su madre
sin que su espíritu sufriera. Nunca se preguntaría si su padre la quería, si le
molestaba que ella siguiera viviendo, una vez fallecida su esposa.
—¡Danielle!
Gritando de alegría, Anita se soltó de Carlo y se acercó corriendo al asiento del
copiloto.
—¡Ven a ver mi clase y a mi profesora, por favor! Le he hablado mucho de ti.
—Otro día, tesoro —le dijo Carlo jugueteando con una de sus trenzas—.
Recuerda que Danielle no se ha recuperado aún tanto como tú. Bajar y subir del
coche le supone un doloroso esfuerzo.
—Bueno, pero cuando te recuperes, ¿vendrás? ¿Cómo iba a decirle que no a una
niña tan adorable?
—Me encantará, cariño.
—Tienes que ser paciente, Anita. —intervino Carlo—. Tienes que esperar sin
quejarte, aunque desearías que el tiempo pasara más deprisa.
Ella reflexionó unos instantes y preguntó:
—¿Y si Danielle vuelve a su casa antes de ese momento?
Él fijó la mirada en Danielle, sin poder ocultar su deseo.
—Se quedará por aquí un tiempo —aseguró—. A su padre aún le queda mucho
camino antes de recuperarse.
El deseo se apoderó de ella y de nuevo sintió la humedad entre sus piernas.
—¿Y si ella se cansa de esperar, papá? ¿Y si se aburre? —insistió Anita.

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—Tendremos que encontrar la forma de que eso no suceda, tendremos que


inventamos alguna diversión —contestó Carlo, lanzándole otra ardiente mirada a
Danielle—. ¿Te parece bien?
—Si tú lo dices… —respondió ella con recato.
En su interior, una absoluta felicidad le recorría el cuerpo y le llenaba el alma.
El cielo nunca le había parecido más azul, ni el césped más verde. El hombre
más guapo del mundo la estaba admirando como si ella fuera un tesoro impagable.
Dentro de poco, se reunirían bajo la luna, o quizás en algún lugar secreto a la luz del
día. Se desnudarían y él la poseería, y ella por fin saldría de su jaula. Volaría con él,
hasta las estrellas…
¿Qué diablos le sucedía?, se preguntó Danielle. Su padre estaba en un coma del
cual tal vez nunca se recuperara. Estaba a miles de kilómetros de su hogar y de sus
amigos. Tenía las costillas, magulladas y un esguince en el tobillo, y le habían robado
el bolso. No tenía ni dinero, ni tarjetas de crédito, ni pasaporte. Y en lo único que
pensaba era en las hermosas manos de Carlo Rossi recorriendo su cuerpo y en su
boca haciéndole cosas innombrables, de las que había leído pero nunca había
pensado que pudieran ocurrirle.
Definitivamente, se había vuelto loca.
O lo que era peor, se había enamorado.
De repente sus pensamientos se detuvieron bruscamente. El corazón le latía
acelerado y le sudaban las manos.
—¿Todo va bien? —preguntó Carlo—. Te has sonrojado de pronto, y me estás
mirando con ansiedad. ¿Te asusto, Danielle?
—No —respondió ella sin aliento—. Me asusto de mí misma.
—Porque podría caerse y volver a hacerse daño —interrumpió Anita desde el
asiento trasero.
Carlo frunció los labios conteniendo una sonrisa y elevó los ojos al cielo.
—Me había olvidado de que tenemos compañía. Terminaremos esta
conversación después.
Carraspeó y miró por el espejo retrovisor a su hija.
—Cuéntanos cómo ha sido tu día, Anita. ¿Cuál ha sido el mejor momento?
—Salir del colegio y veros a Danielle y a ti esperándome —ella sin dudar—. Me
he sentido como mis amigas, cuando sus padres van a buscarlas. A mí siempre me
recoge Calandria.
—Lo sé, tesoro —dijo él—. Pero ya sabes que yo tengo que estar en el hospital,
cuidando de gente que necesita ayuda.
—Claro que sí —dijo ella alegremente—. Pero hoy me ha gustado que fuera
diferente.
Danielle comprendía perfectamente lo que la pequeña quería expresar.

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—Pronto podré caminar distancias largas. Cuando eso suceda, atravesaré el


parque y te recogeré del colegio. ¿Te gustaría, cielo?
—¡Sí! —exclamó Anita, saltando en el asiento—. ¡Me encantaría, Danielle!
—Pero sólo mientras Danielle esté en Galanio, por supuesto —señaló Carlo
como sin darle importancia—. No debes olvidar que algún día tendrá que marcharse.
El mensaje iba dirigido a Anita, pero Danielle percibió que también era para
ella, como si le dijera: «No te hagas indispensable, cariño. El que tú y yo hayamos
decidido tener una aventura no cambia el hecho de que tú estás de paso en nuestras
vidas».
Después de eso, a pesar de que el cielo seguía despejado, ya no le pareció tan
luminoso.
Durante el trayecto a casa, Danielle estuvo inusualmente callada, y Carlo lo
achacó a que había tenido una tarde bastante estresante. Cuando ella apenas le habló
durante la cena, creyó que era porque Anita y ella mantenían una animada
conversación. No le importó, porque disfrutaba con la cara de alegría de su hija y su
risa contagiosa. Y con Danielle disfrutaba con sólo verla, aunque se comportara como
si él no estuviera a la mesa con ellas.
Pero cuando, al terminar de cenar, tuvo que ir al hospital y regresó al cabo de
una hora, se encontró con que ella se había retirado a su habitación. Entonces Carlo
decidió ir a preguntarle, por si ella no se sentía bien.
—Oh —dijo ella al abrir la puerta al oír su llamada—. Ya has regresado. Creí
que habíamos quedado en que no haríamos tonterías en la casa.
—¿Te refieres a compartir intimidad?
—Podría decirse así.
Molesto, Carlo habló tajante:
—Podría decirlo así. Pero la respuesta a tu pregunta es no. No he venido para
«hacer tonterías». Me ha sorprendido que te fueras a dormir tan pronto, eso es todo,
y quería asegurarme de que todo estaba bien.
Ella elevó la vista, y Carlo advirtió que los ojos le brillaban de lágrimas no
derramadas. Se acercó a ella y la agarró por los codos.
—Si qué hay algo que no va bien. Confía en mí, cara. Déjame ayudarte.
—No es nada, de verdad. Sólo me ha podido la imaginación —dijo ella,
sacudiendo la cabeza—. Estaba preocupada por mi padre. Cuando te han llamado
del hospital, he creído que era por él… que eran malas noticias… y que no querías
decírmelas.
Carlo intuyó que mentía, pero estaba tan abrumada que decidió no presionarla.
—Danielle, si la llamada hubiera sido respecto a tu padre, no sólo te lo hubiera
dicho inmediatamente, sino que te hubiera llevado al hospital conmigo. No tengo
derecho a hacer otra cosa.
Ella se encogió ligeramente de hombros.

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—Pero como ahora estamos juntos, creí que querrías…


—¿Protegerte? Cara mia, ¿no hemos acordado esta misma tarde que una cosa no
tiene que ver con la otra?
—Esta tarde han ocurrido muchas cosas. Necesito algún tiempo para
asimilarlas.
—Yo también —señaló él, haciéndole levantar la barbilla—. ¿Sabes? Como sigas
con esta cara tan triste, voy a romper las reglas y voy a besaste aquí mismo. Y, con tu
cama a pocos metros, eso podría conducirnos a todo tipo de problemas.
Danielle sonrió ligeramente…
—Es amenaza hay que ponerla a prueba.
—Todo a su tiempo, cara. De momento, acompáñame a la biblioteca para
tomarnos un licor de después de cenar.
Ella se mordió el labio inferior pensativa.
—De acuerdo. Dame cinco minutos para cambiarme.
—No es necesario. La chimenea está encendida, le da un ambiente muy
acogedor.
—Pero este caftán es como un camisón.
Él hizo como si se atusara un imaginario bigote.
—¡Ya me había dado cuenta, la mía bella!

Hasta entonces, Danielle sólo había visto una parte de la casa. Guiada por
Carlo, descubrió que había un ala mucho más antigua que el resto del edificio. El
suelo era de baldosas pintadas con colores vivos. Cuadros antiguos, con aspecto de
originales, decoraban las paredes. Del techo colgaban lámparas de hierro.
—Mira bien dónde pisas —le avisó Carlo, sujetándola firmemente del brazo—.
Hay algunas baldosas sueltas.
—Son preciosas —dijo ella—. ¿Están pintadas a mano?
—Sí. Los monjes que vivieron aquí decoraron todo esto. El monasterio ardió a
finales del siglo XVIII, pero esta ala se salvó. Después, se dedicó a usos muy
distintos, desde una escuela, hasta un museo, e incluso durante un breve tiempo, fue
una prisión. Durante la Segunda Guerra Mundial, los miembros de la resistencia
local se escondieron aquí Cuando terminó la guerra, el lugar estuvo deshabitado
durante casi veinte años, y se deterioró tanto que las autoridades de la ciudad
concluyeron que restaurarlo era demasiado caro.
Habían llegado al final de un pasillo y Carlo abrió una puerta.

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—Esto parece que era el comedor de los monjes, según recogen las crónicas —le
informó Carlo—. Ahora es mi refugio del mundo y el lugar donde pongo al día mis
papeles. Nunca me da tiempo a hacerlo durante el día.
Señaló una pila de carpetas que se hallaban sobre un enorme escritorio.
—Necesitas un auxiliar administrativo.
—Ya tengo una. Es Beatrice, la conociste el día que acudiste a mi despacho por
primera vez para preguntar por tu padre. Ella transcribe a ordenador la copia final
de mis casos, pero aquí es donde organizo los datos.
—¿Y cuándo tienes tiempo de disfrutar de éstos? —preguntó ella, hundiéndose
en uno de los cómodos sofás que estaban dispuestos frente a la chimenea.’
—Cuando encuentro un hueco para ponerme al día con los aya s en
investigación médica —respondió él sirviendo grappa en dos copas de cristal y
sentándose cerca de Danielle—. O cuando atraigo a una mujer hermosa a mis
dominios privados.
—¿Y eso sucede a menudo? —preguntó ella, que a pesar de sus dudas respecto
a tener una aventura con él, cada vez estaba más animada.
—Nada de a menudo —contestó él, brindando con ella—. Tú eres la primera.
«Y seguramente no la última», pensó Danielle.
—Cuéntame más acerca de este refugio —se apresuró a decir, antes de que su
inseguridad arruinara el momento—. Si la ciudad no fue quien lo restauró, ¿quién lo
hizo?
—Los abuelos de Karina lo compraron, pero fue por los dos acres de tierra de la
propiedad. Cuando ella era pequeña, jugaba con sus amigos entre las ruinas —
explicó él, y saboreé un sorbo de grappa—. Ella amaba este lugar.
¡Karina de nuevo! Su fantasma estaba por todas partes, incluso en un edificio de
más de trescientos silos. ¿Nada escapaba a su recuerdo?
Danielle se avergonzó por pensar aquello de una mujer que había fallecido tan
joven.
—¿Así fue como vinisteis a vivir aquí?
—De forma indirecta, sí. Su abuelo vendió un día la tierra. El edificio estaba en
tan mal estado que resultaba peligroso, así que el dueño demolió lo que estaba peor y
dejó la estructura restante, pero sellada. Ofrecía una estampa curiosa, con su
campanario emergiendo entre paredes antiguas cubiertas de hiedra. Los turistas
acudían a hacerle fotos, salía en postales…
Se detuvo y Danielle esperé pacientemente a que él regresara de la senda del
recuerdo.
—Cuando decidí que quería que Anita creciera en Galanio —continué él al
fin—, la propiedad estaba en venta de nuevo. Me pareció una señal, como si Karina
aprobara la mudanza. Compré la tierra y, mientras el hospital se construía a quince

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minutos de aquí, la casa iba tomando forma aquí. Cuando ambos estuvieron
terminados, traje a expertos que restauraron esta ala y la agregué al resto de la casa.
—Hiciste un trabajo impresionante —comentó Danielle sincera, y de nuevo
sintió envidia—. Karina estaría orgullosa.
Carlo se quedo unos momentos en silencio, y luego sacudió la cabeza y sonrió
ampliamente.
—¿Por qué estamos perdiendo el tiempo hablando del pasado, cuando el aquí y
ahora es tan prometedor?
La forma en que la estaba mirando y el susurro de su voz hicieron estremecer a
Danielle.
—¿Lo es, Carlo?
Él se apartó ligeramente hacia atrás y la miró incrédulo.
—¿No te has dado cuenta de que no he dejado de hablar para poder resistir la
tentación que representas?
—Pero yo creí… —comenzó ella, hundiéndose más en la esquina del sofá,
nerviosa—. Dijiste que no debíamos… que no sería correcto…
—¿No entiendes que te he traído a este rincón aisladó de mi hogar sabiendo
perfectamente cuál podía ser el desenlace?
—La verdad, no creí que estuvieras interesado en, Danielle se detuvo, sin saber
muy bien cómo expresarse. «Hacerlo» le sonaba poco elegante, pero «hacer el amor»
no se adecuaba a la ocasión, ya que él había dejado muy claro que no estaba
enamorado de ella.
—¿Y bien? —insistió él, mirándola burlón—. ¿Que es tuviera interesado en qué?
Ella tosió para ocultar su apuro.
—En «eso».
Él dejó las copas en la mesita baja.
—Déjame que te demuestre lo equivocada que estás, la mía innamorata. Porque
«eso» es justamente lo que tengo en mente.

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Capítulo 9
En aquel momento, Danielle se quedó paralizada de tenor. El corazón le latía
acelerado, pero de miedo, no de expectación. La mirada de él es taba teñida de deseo,
pero cambiaría de opinión cuando la viera desnuda y descubriera que no era capaz
de responder a su seducción.
—No estoy… preparada —murmuró ella, recordando demasiados malos
momentos con Tom.
—Yo sí estoy preparado, Danielle —le susurró dulcemente Carlo al oído—. Y no
voy a echar a perder tu futuro ni el mío dejándote embarazada. Ya hay demasiados
niños no deseados en el mundo.
«¡Si yo me quedara embarazada de ti desearía tenerlo!»,pensó ella. No era la
primera vez que se permitía ese pensamiento, y se quedó sin habla, horrorizada ante
aquella reacción instintiva.
—¿No estás de acuerdo, Danielle? —añadió él.
—Claro que sí —logró articular ella—. Pero deberías haberme avisado de tus
intenciones.
—Ya he puesto a prueba suficientemente mi paciencia, Danielle. Te deseo desde
el primer momento en que te vi, y creo que tú también me deseas. Pero si realmente
no estás preparada, no tienes más que decirlo. No voy a hacer algo que tú no desees.
Hacer el amor es algo de dos, no sólo de uno.
—¡Carlo! —exclamó ella, con la voz rota—. Sabes muy bien que yo también te
deseo, pero tengo miedo de decepcionarte.
—¿Por qué dices eso?
Ella lo miró atormentada. Pero sería mejor advertirle antes de sentir que lo
engañaba.
—Soy… soy frígida. Creo que tienes derecho a saberlo.
Él enarcó las cejas perplejo.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? —preguntó, y añadió con
disgusto—: ¡Ah! Ya sé quién… Mírame, Danielle, soy Carlo, no Tom. Deja que te
demuestre lo diferentes que somos.
Danielle creía que sabía lo que la esperaba, no era la primera vez que Carlo la
besaba. Pero nunca lo había hecho con tanta calma, como si tuviera todo el tiempo
del mundo.
Él también la había tocado, pero había sido en actitud profesional, y no como
aquello, con una dulzura que despenaba fuego a su paso.
También le había hablado, pero no apasionada mente, en italiano,
entrecortadamente, transcendiendo el idioma con el lenguaje universal del amor.

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Desconcertada, ella se dejó guiar más allá de las barreras que siempre la habían
contenido. Como hipnotizada no protestó cuando él le quitó el caftán y lo dejó sobre
la alfombra. No se encogió cuando él paseó su mirada sobre sus senos, su vientre, sus
muslos: se acercó a él, le quitó la camisa y lo besó.
El torso de él era perfecto, suave y escultural, y lo recorrió con las manos,
recreándose, hasta llegar a sus pezones.
—¿Ah sí, cara mia, sí! —susurró él jadeando de placer.
Ella se atrevió a dar un paso más y recorrió su ombligo, subió por sus costillas
hasta sus h bajó por su brazos y, tornando sus manos, las llevó hasta sus senos.
El fuego recorría su cuerpo, la hacía jadear, pero no la consumía. No lograba
hacerle olvidar que no podía llegar hasta el final. Pronto, le preguntaría dónde estaba
el problema.
Invadida por la inseguridad, apartó el rostro de él. Pero Carlo le hizo girar la
cabeza de nuevo.
—Mírame, Danielle. Di «Carlo» —le ordenó, metiendo un dedo entre sus
muslos—. Dilo ahora.
Ella dio un respingo, y hubiera gritado su nombre si no hubiera perdido el
juicio con aquella caricia. Gimió y se recreó en aquella vorágine de sensaciones
paradisíacas que él le provocaba.
—Eso es, tesoro —murmuré él, tumbándola sobre los cojines y apartándole el
pelo de la cara.
Ella se relajé, cerró los ojos y sonrió al sentir la boca de él sobre su seno. Aquel
terreno al menos sí que lo conocía ella. Pero en lugar de besar y morder su pezón
como un preludio, Carlo se recreó en él, rodeándolo con la lengua, mordisqueándolo
suavemente, y cubriéndolo al fin con su boca, al mismo tiempo que se hacía con un
trocito del alma de Danielle.
Ella se estiró como un gato todo le que las costillas magulladas le permitían y
entrelazó sus dedos en el pelo de él. Entonces él pasó de sus senos a su cintura, a su
vientre, y luego bajó entre sus muslos.
Danielle comenzó a retorcerse, nerviosa. Él no podía… no debía… no ahí.
Intentó juntar las rodillas, pero él, tranquilamente, las separé y colocó su lengua
donde había estado su dedo y, con mucho cuidado y experiencia, recorrió sus partes
más íntimas.
Danielle intentó mantener la cordura, pero no fue capaz. Era cómo si se
desintegrara por dentro, todo su cuerpo temblaba con la fuerza de aquella sensación.
Sintió una espiral en el vientre, dolorosa y placentera a la vez, y se agarró con fuerza
a Carlo.
Cuando creía que ya no podía soportarlo más, la tensión estalló. Sus muslos se
separaron aún más y todo lo que ella había sido se perdió en una ola de emociones
que hizo que se le saltaran las lágrimas.

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Carlo la abrazó fuerte. Le dijo que era hermosa, magnífica. Le enjugó las
lágrimas con su camisa, una camisa que olía a sol y a él. Danielle deseó no separarse
nunca de él.
Pero él se separé de ella para quitarse la ropa. Y cuando se quedó desnudo
frente a ella, Danielle contempló su erección sin sentirse avergonzada. Era el hombre
más bello que había visto nunca.
Extendió la mano tímidamente y lo tocó. El cerró su mano alrededor de la de
ella e hizo que lo agarrara. Danielle cerró los ojos y, por unos instantes, se imaginó
que él era suyo y que podría acariciarlo así el resto de sus días.
«Lo amo… lo amo», pensaba, al compás de los latidos de su corazón.
Él sonrió y la depositó con cuidado sobre la alfombra.
—Yo cumplo mis promesas —dijo, sacando un preservativo—: No voy a dejarte
embarazada.
«Ojalá lo hicieras», pensó Danielle. Pero sabía que no podía pedirle eso. Era su
turno de dar sin esperar recibir.
—Déjame —pidió ella, tendiendo la mano hacia el preservativo.
Él se lo entregó y esperé. Estaba increíblemente excitado. Danielle quería
demostrarle lo profundamente que la había conmovido. Pero no podía tomarlo en su
boca, como él había hecho con ella. No sabía cómo se hacía. Así que, en un impulso,
se arrodillé delante de él y recorrió con besos su sedosa longitud.
—Date prisa —murmuró él con voz ronca, urgiéndola a que le pusiera el
preservativo.
Ella lo hizo, con cierta torpeza.
—Avísame si hago daño —le dijo él, tumbándola de espaldas—. Tus costillas…
—Al diablo mis costillas —afirmó Danielle, colocando a Carlo sobre ella.
Él se apoyó sobre los codos, para sujetar su peso, y dejó que su pene jugueteara
sobre el vientre de ella. Danielle separó los muslos ansiosa y lo guió a su interior. Él
la penetró de un empujón La llenaba completamente. Danielle elevó las caderas,
deseosa de más.
—Me gustaría amarte despacio, cara mía —dijo él jadeante—, pero me pones a
cien. No te muevas, por favor. Aún no he terminado de darte placer.
¿Aún no había terminado, cuando había superado sus mayores expectativas?
¿Era que hubiera algo más?
Mientras Danielle se preguntaba eso, él comenzó a moverse en su interior,
avanzando y retirándose hasta que ella rodeé su cintura con las piernas y lo
aprisioné. Quería todo lo que él podía darle. Aunque fuera durante un rato, quería
creer que él era suyo para el resto de su vida. Y para eso, lo grabé en sus sentidos
todo lo posible. Así, aunque pasaran los años, el recuerdo de el nunca desaparecería.
Como él había prometido, hubo más. Más estremecimientos como preludio del
éxtasis, más tensión estallando en un crisol de colores maravillosos.

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Y esa vez, ella no se elevó sola. El la acompañé en cada momento, protegiéndola


con sus brazos y sus besos para que no se deshiciera en un millón de pedazos.
—Ella sintió cómo él derramaba su semilla, aunque el preservativo evitara que
llegara a su destino. Y, cuando él apoyó la cabeza sobre su hombro, Danielle sintió su
agotamiento Durante unos preciosos momentos, sus corazones latieron al unísono,
exhaustos y satisfechos. Eran como dos mitades de un todo.
Un buen rato después, él se tumbo boca arriba e hizo que ella apoyara la cabeza
sobre su pecho Danielle, demasiado emocionada para hablar, besó suavemente su
hombro.
—Dime, cara, ¿aún crees que eres frígida? —le preguntó él.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Te he parecido frígida? —replicó ella con una
sonrisa.
—¡Eres maravillosa! Perfetta!
—Ha sido por ti Carlo —aseguré ella, en tono soñador—. Casi no me reconozco,
y es gracias a ti.
Él acercó la copa de grappa a los labios de ella vertió un poco de bebida en su
boca y luego bebió él mismo.
—Ha sido un placer despertar a una alumna tan hábil y tan deseosa de
aprender, tesoro.
Era un oportuno recordatorio de la auténtica razón por la que hablan tenido
sexo. Ellos no eran amantes, no tenían una relación para siempre. Ella era su alumna
y Carlo el maestro. Y aceptar esa realidad empañaba un tanto su recién descubierta
felicidad.
Él le ofreció otro sorbo de grappa, pero el licor se derramó sobre sus senos.
—Sería una vergüenza que un líquido tan excelente se echara a perder —
comentó él.
Antes de que ella adivinara sus intenciones, comenzó a limpiar el líquido con la
lengua. Sus caricias, suaves y maliciosas, encendieron de nuevo la pasión en
Danielle.
Ella se estiró de nuevo, deleitándose en el placer sensual que él despertaba en
ella. Entonces él bajó hasta su ombligo y le descubrió un mundo entero de
sensaciones nuevas.
—Danielle comenzó a retorcerse, metió su mano entre el pelo de él y gritó su
nombre sorprendida. Y cuando ya había perdido el control, él se apartó del ombligo
y volvió a sumergir su boca entre sus muslos, que, esa vez, se abrieron a él ansiosos y
expectantes.
Su lengua encontró el punto justo, lo acarició dos veces y no necesitó más. Sin
avisar, un estallido de placer se apoderé de ella con una ferocidad primitiva y
animal.
Danielle alargó los brazos.

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—Penétrame, Carlo —le rogó—. Lléname. ¡por favor!


—Espera un momento —dijo él con voz ronca.
Ella esperé impaciente, consciente de que debían tomar precauciones, pero
odiando que fueran necesaria. Quería sentir la semilla de él derramándose en su
interior, así debía ser entre ellos.
Y entonces él la penetró, dejando a un lado todo salvo el tacto de sus manos, de
su boca, de su cuerpo. Lo único que ella tuvo que hacer fue dejarse llevar, dejar que
él realizara otro milagro. Y, mientras se convulsionaba rodeándolo, contuvo las
palabras que su cuerpo gritaba: «¡Te amo, Carlo! ¡Te amo!»
Él se despertó, con frío y desorientado; en una habitación en la cual entraban los
primeros rayos de sol.
Consternado, comprobó la hora. Eran las seis y media. En menos de una hora
tenía que estar operando. Calandria serviría el desayuno de un momento a otro. Y él
estaba tumbado en la alfombra de la biblioteca, con el brazo derecho dormido, el
cuello dolorido y Danielle acurrucada junto a él con su caftán sobre las piernas.
¡Porca miseria! ¿Cómo había permitido que aquello sucediera?
—Danielle —la urgió él—. ¡Despierta, ya es de día!
Medio dormida, Danielle se acurrucó más contra él. Olía a jabón… y a sexo. A
pesar de la hora que era, y del incidente de la noche anterior, Carlo sintió que se
endurecía y que la deseaba de nuevo.
Molesto, sacó el brazo de debajo de ella, ante lo cual Danielle se despertó y de
un respingo se sentó y se cubrió con el caftán.
«Demasiado tarde, Danielle. Ya he visto, saboreado y arriesgado más de lo que
debería para mantener mi paz interior».
—Te acompañaré a tu habitación —anuncié él, vistiéndose—. Rápido, antes de
que nadie se dé cuenta de tu ausencia.
Ella se puso trabajosamente en pie e intento ponerse el caftán; pero bajó los
brazos con una mueca de dolor.
—¿Son las costillas? —preguntó él, consternado.
—Entre otras cosas —murmuró ella, sonrojándose—. Por si quieres saberlo, me
duele todo.
A Carlo no le extrañaba. Ella había estado tan prieta como una virgen, y habían
hecho el amor tres veces en total. Él lo hubiera hecho una cuarta, si ella hubiera
querido. Bajo el fuego de la pasión, ninguno se había acordado de las heridas de ella.
Pero en aquel momento, todo su cuerpo se lo recordaba.
—Déjame a mí —dijo él, agarrando el caftán y ayudándola a vestir.
A los diez minutos de haberse despertado, caminaban hacia la parte principal
de la casa.

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Carlo abrió la puerta que comunicaba con el vestíbulo y observó. No se veía a


Calandria, pero de la cocina llegaba el olor del café recién hecho y el sonido de
cacharros.
—Ven rápido —dijo él, agarrando a Danielle de la mano y atravesando el
vestíbulo—. Casi estamos a salva, como se suele decir.
Al momento siguiente, é1 la dejaba en su habitación con más prisa que
caballerosidad.
—Carlo —comenzó ella—. Sobre lo de anoche, y la forma en que me
comporté…
—Ahora no, Danielle. Dentro de cuarenta minutos, tengo que operar a un
hombre de veinticinco años padre de dos niños. Tiene un tumor cerebral enorme que
le provoca ceguera y yo podría devolverle la visión. Para eso, necesito estar
concentrado. 1 que ducharme, afeitarme y comer algo antes de salir hacia el hospital.
—¡Oh! —exclamó Danielle, comprendiendo su prisa—. Lo entiendo. Vete
entonces.
Él le sujetó la barbilla, aplacando sus ganas de besarla.
—Tengo un día muy atareado, creo que llegaré tarde a casa esta noche.
—Te esperaré despierta.
—Hoy no. Pero mañana por la tarde será para nosotros. Con suerte, llegaremos
a Milán a tiempo para comer.
—¿A Milán?
—Para conseguirte un pasaporte. ¿Lo has olvidado?
—Completamente —respondió ella.
Carlo la besó fugazmente.
—A media tarde te enviaré un coche para que vayas a visitar a tu padre. Llévate
los discos de ópera y ponle algunos. Pero esta mañana descansa, cara. Has tenido
una noche ajetreada.
«¿Ajetreada?, ¡ha sido magnifica, más allá de mis mayores fantasías!»
Danielle cerró la puerta y se apoyó contra ella. Debería darse una ducha y
dormir un rato, pero el sentido común la había abandonado por la noche. Se miró al
espejo. Tenía el’ aire de suficiencia de haber sido maravillosamente seducida. Le
brillaba la piel y tenía los labios un poco hinchados. Y los ojos le devolvían una
mirada tan cargada de experiencia sexual que se sonrojo.
Se quitó las zapatillas y salió a la terraza envuelta en aroma a rosas y a
azucenas. Debía darse una ducha, pero aún no quería borrar las huellas de la noche
anterior. Así que, se sentó sobre unos mullidos cojines, se llevó las rodillas a la
barbilla, y aspiró el aroma del amor, de Carlo, aún pegado a su piel.

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No le importaba que le doliera todo el cuerpo, era un trofeo de su pasión, el


recuerdo de lo que Carlo y ella habían compartido en la biblioteca. Y ella había te
nido que estropearlo por ser demasiado codiciosa.
Justo antes de la media él había sugerido que cada uno regresara a su
habitación. Ella, queriendo desesperadamente prolongar aquel momento, lo había
tumbado sobre la alfombra y había intentado que le hiciera el amor de nuevo. Pero él
era terco, y se negó a sucumbir a sus encantos. Sólo sus jadeos y su piel sudorosa le
traicionaron, revelando que el que no se moviera no quería decir que no estuviera
excitado.
Habiendo agotado todos sus recursos, Danielle se sentó a horcajadas sobre é1,
justo para que la punta de su pene rozara sus pliegues húmedos. Él entornó los ojos y
ella, entendiéndolo como una invitación; se acercó un poco más, animándolo a
entrar.
El gimió y le sujetó los glúteos bruscamente, deteniéndola.
—Mantente alejada —le dijo— y no necesitaré ponerme un preservativo.
—A mí no me importa —susurró ella, inclinada hacia delante, sobre la boca de
él.
¡Cómo le gustaría poder retirar aquellas palabras! El la apartó de sí y la dejó
sobre la alfombra sin miramientos.
—Jugamos con mis reglas, Danielle, ¿recuerdas? —le dijo, furioso.
Danielle se sintió humillada y avergonzada.
—Sólo quería darte placer —pronunció entre sollozos—. Quería amarte con
tanta entrega como tú me habías amado. Pero… el sexo oral es nuevo para mí. Aún
no estoy preparada para… practicarlo.
—Hay otras formas de dar placer a un hombre, sin arriesgarse a un embarazo
no deseado —afirmó él.
—Pero yo no sé cuáles son —dijo ella, tratando de contener las lágrimas—. No
tengo tanta experiencia como tú, Carlo.
Él se la quedó mirando, suspiró y la abrazó.
—Olvídalo. Soy yo quien tiene la culpa. Debería haberte detenido antes, en
lugar de pensar que serías capaz de detenerte tú sola.
—Pero…
—Ya basta, Danielle —la interrumpió él, ahogando un bostezo—. Se ha
acabado, y nadie está herido. Descansa unos momentos junto a mí y te llevaré a tu
habitación.
Pero él se quedó dormido. A Danielle no le sorprendió, con el día que llevaba.
Pero en cuanto se despertara, ella se disculparía por su comportamiento. Le
explicaría, tranquilamente, que le agradecía enormemente la forma tan generosa en
que se había entregado a ella, que era eso lo que la había hecho actuar sin reflexionar.
Antes de que se fueran a dormir, habrían arreglado las cosas.

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Lo contempló detenidamente: sus espesas pestañas, su boca carnosa, su pelo


despernado que le daba un aspecto más joven Quería retener cada detalle en su
memoria, para cuando regresara a su vida normal. Pero en lugar de eso, se quedó
dormida ella también.

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Capítulo 10
La tarde en Milán marcó una nueva fase en la relación entre Danielle y Carlo.
Una vez que resolvieron el asunto del consulado, pudieron disfrutar del resto de la
tarde a sus anchas.
—¿Qué te gustaría conocer, cara? —preguntó Carlo, después de una comida
ligera.
—¡Todo! —contestó ella rápidamente—. Y si no podemos, entonces lo más que
podamos.
—Pues tal y como tienes el tobillo, tendrás que con formarte con visitar los
lugares en coche —le anuncio Carlo, mientras se dirigían hacia el vehículo.
Danielle hubiera accedido a ir incluso en camello, con tal de pasar un tiempo
junto a Carlo siendo su centro de atención. Fuera del hospital era un hombre
diferente: relajado, encantador y muy atento. Cualquier tensión que quedara aún del
lunes por la noche se desvaneció ante su sonrisa y la forma en que entrelazaba sus
dedos con los suyos.
La llevó a ver la obra maestra de Leonardo Da Vinci, La última cena. También
visitaron la Basílica de San Ambrosio, el Duomo y la Galería Vittorio Emanuele, dos
calles perpendiculares repletas de tiendas y cafés, bajo una estructura de acero y
cristal.
Cuando pasaban por delante de La Scala, Carlo le preguntó a Danielle:
—¿Te gusta la ópera?
—No soy una gran aficionada como mi padre, Si te refieres a eso.
—Antes de que regreses a Estados Unidos, tenemos que ir a ver una
representación —afirmó él.
Ella no quería hablar de su regreso a casa, del futuro. Quería que aquel
momento durara para siempre.
Visitaron el parque público, y cuando Carlo sugirió que se sentaran un rato en
la hierba, Danielle accedió gustosa.
—No suelo hacer esto a menudo —comentó él perezosamente, observando a
unos niños que jugaban cerca de ellos.
—¿Alguna vez has traído a Anita aquí? —le preguntó Danielle.
Al mismo tiempo, él dijo:
—Debo traer a Anita aquí algún día.
Carlo se rió y se giró hacia Danielle.
—¿Estamos en la misma onda, eh, cara?
—Desde luego que sí, al menos en lo que respecta a Anita —contestó ella
sonriendo.

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Él dejó de reír y se la quedó mirando.


—Eres aún más bella cuando sonríes. Es lo que más echaré de menos cuando te
vayas; Danielle.
Ella decidió ignorar aquel recordatorio de que lo suyo no era más que un
romance pasajero.
—Estás haciendo que me sonroje de nuevo.
Él se puso en pie y le tendió la mano.
—Ven. Aún hay muchas cosas que quiero enseñarte. Al poco tiempo, estaban en
la zona de la moda, entre las tiendas de los diseñadores más famosos: Armani, F
Versace, Dolce & Gabbana, Gucci…
En la tienda de Prada, Danielle se quedó tan ensimismada con los murales que
decoraban las paredes, que no se dio cuenta de lo que hacía Carlo. Hasta que
apareció a su lado con un exquisito bolso verde pálido y un pañuelo de seda.
—Para acompañar tus hermosos ojos —anunció él, dejándola sin habla—. Y
como un recuerdo de Milán y de nuestro día juntos.
Después de eso disfrutaron de una deliciosa cena y, mientras saboreaban un
café exquisito, Danielle dijo:
—Ha sido un día perfecto, Carlo, nunca lo olvidaré. No sé cómo darte las
gracias.
—A mí se me ocurre una manera —respondió él, acariciándola con una mirada
tan llena de sexualidad que Danielle sintió que se encendía toda por dentro.
—Después de la otra noche no estaba segura de si querrías… —balbuceó ella.
—Te aseguro que una noche contigo no es suficiente para mí —dijo él, después
de haber pagado, y ayudándola a levantarse de la silla—. Recordarte desnuda me
hace tener hambre de lo que no hay en el mundo.
Acercó los labios a su oído y murmuró:
—Ven, tesoro, busquemos un lugar más privado.
Cuando él le hablaba así. Danielle perdía todo el sentido común y se engañaba
creyendo que él podía enamorarse de ella, como ella se había enamorado de él.
Una vez dentro del coche, él se giró hacia ella y deslizó la mano por su muslo.
—Galanio está a una hora de camino.
—Sí —respondió ella.
Él acarició la parte interior de su muslo con la mano.
—Es demasiado lejos.
Ella gimió brevemente.
—Sí.

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Entonces él la besó, con un beso profundo y largo, y luego puso el motor en


marcha y se encaminaron hacia el lago.
Al llegar a la playa, detuvo el coche en un lugar apartado y se quedó mirando a
través del parabrisas, tan quieto que Danielle se preguntó si estaría arrepintiéndose
de haberla llevado allí. Entonces él se volvió hacia ella lentamente.
—¿Sigues pensando lo mismo, Danielle? Ella asintió, demasiado emocionada
para hablar. Él bajó del coche y la ayudó a descender. Luego sacó una manta térmica,
la extendió sobre la arena… y atrajo hacia sí a Danielle, con manos y boca ávidas. Esa
vez no hubo juegos previos sino una unión de cuerpos ansiosos sin ninguna
delicadeza…
Él le levantó el vestido y le bajó las braga Ella le desabrochó los pantalones y
metió la mano dentro. Carlo le apartó la mano, sacó su miembro y, con un
apasionado empujón, la penetró.
Danielle sintió los jadeos de él en su cuello, y cómo apretaba él la mandíbula
para intentar controlar la pasión que amenazaba con aniquilarlo. Entonces, se quedó
rígido y su grito rompió el silencio de la noche.
Ese sonido primitivo, Junto con el movimiento de él dentro de ella, llevaron a
Danielle al clímax.
Él hundió el rostro en el cuello de ella y la sujetó mientras le temblaban las
rodillas. A Danielle las estrellas le parecían más brillantes, más numerosas… Quiso
perpetuar aquel momento, mantener a Carlo dentro de sí para siempre, si fuera
posible…
Pero no lo era. Recuperando la cordura, Carlo salió de ella y se tumbó boca
arriba. Entonces se llevó la mano a la frente, disgustado…
—¿Qué locura me ha poseído, que se me ha olvidado ponerme el preservativo
que llevo en el pantalón?
No era ni de lejos lo que ella deseaba escuchar. ¡Y pesar que ella estaba
conteniéndose para no pronunciar las palabras de amor que luchaban por ser
expresadas!
—No te preocupes, Carlo, no voy a quedarme embarazada. No estoy en época
fértil.
—Ese método no es muy fiable para la anticoncepción, cara mia —replicó él
secamente.
¿Qué se podía decir después de aquello? ¿Qué se podía hacer, salvo vestirse,
cada uno por su lado? Mientras regresaban al coche, Carlo la agarró del brazo.
—No te confundas, Danielle —dijo suavemente—. Por muy inconscientes que
hayan sido mis actos, te aseguro que no estaban provocados por la lujuria, sino por
un deseo abrumador. Te prometo solemnemente que la próxima vez que hagamos el
amor me controlaré más.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

¡La próxima vez que hicieran el amor…! Era lo único que a ella le importaba de
lo que él había dicho. Tal vez habían sido inconscientes, pero había sido algo glorioso
en su urgencia, y ella no estaba arrepentida en absoluto.
Hicieron el camino a Galanió en silencio. Cuando él se despidió de Danielle en
la puerta de su habitación, le dijo:
—Házmelo saber cuando todo esté en orden, la mia bella.
—Lo haré —aseguró ella, sabiendo perfectamente a qué se refería.
Dos días después, cuando le bajó el periodo y con ello la certeza de que no
estaba embarazada de él, se sorprendió por la desilusión que la invadió; En algún
lugar de su interior, creía que, si hubiera llevado dentro un hijo suyo, él se habría
casado con ella. Incluso pensó que, si hubiera sido madre soltera, el bebé hubiera
sido un recuerdo de la unión entre Carlo y ella, y un vínculo que los hubiera
mantenido en contacto, aunque estuvieran separados por miles de kilómetros.
Pero ella sabía lo que era sentirse una hija no deseada, y ni siquiera por Carló se
arriesgaría a que su bebé pasara por las mismas inseguridades. No, era mejor para
todos que no estuviera encinta.
La semana siguiente Carlo tuvo jornadas de quince y dieciocho horas diarias en
el hospital, y agradeció que eso limitara su contacto con Danielle.
La fuerza de su atracción hacia ella lo inquietaba. Estaba horrorizado por la
fugaz decepción que había experimentado cuando ella le había anunciado que no
estaba embarazada. ¡Se sentía como un adolescente, obsesionado con el sexo como si
no existiera nada más!
Cuanto antes se marchara ella, mejor para ambos. Su vida, sus intereses, no
estaban Italia. Y, como Zarah le recordaba cada vez que tenía ocasión, desde que
Danielle estaba en su vida, él no estaba, centrado, algo preocupante para un hombre
cuya responsabilidad era el bienestar de otros.
Paradójicamente, no le hacía ninguna ilusión la prodigiosa recuperación de
Alan Blake. Los discos de ópera estaban funcionando: su actividad cerebral había
aumentado y estaba más receptivo. Una vez que le dieran el alta, Danielle ya no
tendría razones para quedarse en Galanio.
Por fin, el domingo, diez días después del viaje a Milán, la presión del hospital
cedió un poco y Carlo pudo pasar la tarde en casa con Anita. Danielle estaba en el
hospital con su padre, pero era como si estuviera a su lado, ya que Anita no dejaba
de hablar de ella.
—Va a recogerme todos los días al colegio, papá… Nadie me hace las trenzas
como ella… llegó su dinero de Estados Unidos y me llevó de compras…
El sabía que ella volvía a tener dinero. Le había dejado un sobre con la cantidad
que él le había prestado.
—Me cuenta historias de cuado era pequeña. ¿Sabías que su madre también
murió entonces?
—Sí, lo sabía —contestó él—. ¿Te gustaría salir a navegar al lago, Anita?

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Catherine Spencer - Con sus reglas

—Pero si los dos estamos ya vestidos para la cena, papá… Además, prefiero
esperar a que Danielle esté con nosotros —dijo, y se acercó a la ventana—. Hoy ha
estado fuera mucho tiempo. ¿Crees que volverá pronto a casa?
—No lo sé, cariño —contestó él, preguntándose si debería recordarle a la
pequeña que el hogar de Danielle no estaba con ellos, sino al otro lado del océano.
—¿Ahí llega! Danielle y yo solemos sentarnos en el jardín hasta que Calandria
nos llama para cenar. Ella dice que es su momento favorito del día. ¿Quieres unirte a
nosotras, papá?
«Más de lo que debería», pensó él, sintiéndose como un extraño en su propia
casa.
Danielle se acercó a la casa y subió las escaleras, con el tobillo completamente
recuperado. Llevaba un bonito vestido, que él no había visto antes, adornado con
flores rojas y azules.
Anita se abalanzó sobre Danielle y la abrazó por la cintura.
—Has estado fuera mucho tiempo! —se quejó—. ¡Papá y yo creíamos que no
ibas a regresar!
Danielle levantó la vista al escuchar la mención a Carlo.
—¡Oh hola! Creí que aún estarías trabajando —le dijo.
—Me he tomado unas horas de descanso ¿Cómo estaba tu padre?
—Sentado y consciente. Ahora que le han quitado el ventilador, ya puede
hablar; con dificultad, pero va mejorando día a día. Está haciendo unos progresos
espectaculares, y te lo debe todo a ti.
—No es un hombre que se rinda ante la adversidad. Ha luchado duramente
para sobrevivir.
—Bueno, es muy terco, eso desde luego —afirmó ella, y lo miró entornando los
ojos—. Tienes aspecto de estar agotado, Carlo.
« ¡Y tú tienes tan buen aspecto que te comería!», pensó él. Su piel tenía el tono
de la miel, y había ganado un par de kilos gracias a la excelente cocina de Calandria,
lo suficiente para redondearle las formas.
Carlo carraspeó y miró furtivamente por encima de su hombro. Anita estaba
lejos.
—Te he echado de menos, Danielle. ¿Y si, cuando Anita se haya ido a dormir…?
Furioso consigo mismo, se detuvo. ¿Qué demonios le poseían, que a los pocos
instantes de encontrarse con ella le estaba proponiendo sexo?
Pero ella no le reprendió. Se sonrojó y le brillaron los ojos.
—Me gustaría.—contestó ella con una sonrisa que encendió aún más el deseo
de él.
Anita regresó a donde estaban ellos.

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—Calandria ha sacado una bandeja a la terraza —anunció—. Hay, vino para


Danielle y para ti y limonada para mí. Si quieres sentarte con nosotras en el balancín,
papá, podemos hacerte un sitio.
—Grazie —contestó él con ironía—. Me alegra saber que no me habéis dejado de
lado completamente.
Menos mal que Anita se sentó entre los dos, porque si no Carlo no sabía cómo
habría podido contenerse. Danielle olía demasiado bien, era demasiado bella para no
lanzarse sobre ella.
La cena, aunque suculenta, pasó muy despacio para Carlo que lo que tenía era
otro tipo de apetito. Para cuando Calandria se fue a dormir y se quedaron por fin
Danielle y él a solas, él estaba tan impaciente que tomó a Danielle entre sus brazos
antes de que llegaran a la biblioteca. Su deseo, que sabía correspondido por el de ella,
lo cegaba para otra cosa que no fuera la pasión que le corría por las venas. Pero no
podía arriesgarse a que Anita los viera.
Agarró a Danielle de la mano y la condujo a través del pasillo hacia la
biblioteca, lo que le dio tiempo para recobrar el control de sí mismo. No estaba
orgulloso de la última vez que había poseído a Danielle, como dos animales en celo.
Las ventanas de la biblioteca estaban abiertas y dejaban entrar el aroma a hierba
y a jazmín. Carlo se tomó un momento para encender unas velas, y otro para servir
un licor en dos vasos. Luego, decidido a contenerse un poco, se sentó junto a ella en
el sofá y le tendió un vaso.
—Dime, cara, ahora que tu padre puede hablar, ¿cómo están las cosas entre
vosotros?
—Parece agradecido de que yo me desplazara hasta aquí —contestó ella
cautelosa, después de dudar unos instantes.
—Ya puede estarlo. Has estado junto a él cada día desde hace más de un mes.
¿Crees que ha merecido la pena detener toda tu vida durante este tiempo, si con ello
consigues una relación más cercana con tu padre?
Ella lo miró con un candor que le llegó al alma a Carlo.
—¡Carlo! Mi padre es sólo una de las razones de que me alegre de estar aquí. Tú
me has dado tanto… no sólo al abrirme tu hogar y al compartir a tu hija conmigo,
sino al enseñarme…
Abrumado por la emoción que ella le provocaba, y dándose cuenta de que
estaba a punto de decir cosas de las que luego se arrepentiría, se refugió en un tono
de broma.
—¡Y qué te he enseñado, cara? —murmuró, con el corazón acelerado.
Ella se mantuvo en silencio unos instantes.
—Me has liberado —afirmó al fin—. Cuando llegué a Galanio, tenía el corazón
herido. Pero gracias a ti, regresaré a mi casa… curada.

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Cario se sintió decepcionado al escuchar aquellas palabras. La Medicina era su


vocación, no podía imaginar su vida sin ella, pero algunas veces, como aquélla, le
pesaba que sólo le vieran como el médico que curaba todas las enfermedades. Pero
no quería profundizar en su malestar.
—¿Tienes ganas de regresar a casa, Danielle?
—No —respondió ella—. Pero sí tengo ganas de hacer el amor contigo.
Lentamente, se puso en pie y se fue quitando la ropa de prenda en prenda,
lanzándolas al suelo. Cuando estuvo completamente desnuda delante de él, le tomó
la mano y la colocó entre sus piernas. Estaba muy húmeda y excitada.
Carlo se puso en pie para penetrarla, pero ella lo detuvo.
—Aún no —le susurró, mientras le desabrochaba la camisa.
—Una por una, fue quitándole las prendas de ropa y lanzándolas al suelo junto
a las suyas. Con cada prenda, Carlo se endurecía más.
—¿ahora? —preguntó él, cuando ella le quitó los calzoncillos.
Danielle negó con la cabeza y sonrió tan seductoramente que Carlo empezó a
sudar. Entonces ella se puso de rodillas y lo tomó en su boca.
Carlo sintió que perdía el sentido.
—Danielle, cara —gimió, acariciándole el pelo—, no tienes que…
Pero ella lo hizo, y él aceptó como un honor su inexperiencia, su torpeza. Sabía
que él era el primero al que amaba de aquella manera.
Indescriptiblemente conmovido, Carlo cerró los ojos y se entregó al placer que
ella le proporcionaba. Sólo cuando estuvo a punto del orgasmo, la tumbo sobre el
sofá y le devolvió el regalo que ella le había ofrecido tan generosamente.
Hundirse en ella fue como unir sus dos cuerpos en una solo. Sintió su abrazo
prieto y cálido, la tensión en sus venas y la explosión final de placer. Nunca olvidaría
aquello.
—¿Eres feliz? —le preguntó en un murmullo, después. —
—Sí —contestó ella, apoyada sobre su pecho—. ¿Y tú?
—Oh, sí —dijo él—. Nada puede empañar lo que hemos compartido hoy.
Estaba equivocado. Al día siguiente, recibió una carta de la directora del colegio
de Anita. La Madre Superiora le pedía que se presentara en su despacho aquel
mismo día.

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Capítulo 11
E STARÉ en casa a tiempo para llevaros a Anita y a ti a navegar antes de la cena
—había prometido Carlo en el desayuno.
Pero eran más de las cinco cuando regresó a la casa, con una expresión tan
iracunda que Danielle supo que no cumpliría su promesa.
—¿Donde está Anita? —preguntó él.
—En la sala de música, haciendo los ejercicios de piano ¿Por qué?
Él se giró hacia ella.
—Hoy me ha mandado una carta la directora del colegio citándome para que
fuera a visitarla. Todos los días; las niñas hacen una especie de noticiario en el que
comparten las cosas interesantes que les pasan en sus vidas comenzó, y sacó un
papel de un bolsillo—. Te traduciré lo que dice la carta: «Querido doctor Rossi, esta
mañana, su hija ha anunciado a toda la clase que tiene una nueva madre que va a
buscarla cada día a la salida del colegio».
Levantó la vista:
—Se refiere a ti, claro.
«¡Ojalá!» Danielle hubiera dado lo que fuera por que aquello fuera cierto, pero
era evidente que Carlo no compartía sus sentimientos. Estaba escandalizado…
—Aún hay más —dijo él, siguiendo con la carta—: «La profesora ha regañado a
Anita y le ha recordado que no se debe mentir, pero la niña ha insistido en que decía
la verdad. Afirma que le ha visto a usted abrazar a esa madre que, aunque no es su
esposa, duerme en su cama»
Él dobló la hoja de papel.
—No es exactamente el tipo de historias que las monjas quieren que escuchen
sus impresionables alumnas de ocho años.
Danielle fue asimilando la situación, horrorizada.
—Pero eso no es cierto, Carlo… al menos, la parte de que duermo en tu cama.
—Técnicamente sí es cierto —dijo él en un tono neutro—. Ésa es mi cama,
aunque sólo la use de vez en cuando y nunca la haya compartido contigo. Lo que me
importa es que parece que anoche, cuando te besé en el vestíbulo, no estábamos tan
solos como creíamos. No he podido negar la historia de Anita Además, nunca
sospeché que una niña de su edad captaría esta relación.
Carlo tenía tal expresión de indignación, que Danielle se encogió por dentro. Él
la culpaba a ella por aquella desafortunada situación y, en cierta forma, tenía derecho
a hacerlo Ella había sobrepasado los límites, había adquirido demasiada importancia
en la vida de Anita Y sabia demasiado bien que cualquier niño ansiaba tener una
madre que lo quisiera.

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—Me trasladare a un hotel mañana —anunció ella, viéndolo como la única


solución—. Es lo menos que puedo hacer.
—Es un poco tarde para eso, ¿no? —le espetó él, lanzándole toda su rabia—. El
daño ya está hecho.
—¡No pagues tu frustración conmigo! Fue idea tuya que me alojara en tu casa
—le recordó ella.
—Cierto. Porque estabas temporalmente impedida por tus heridas y necesitabas
cuidados.
—¿Cuidados? —repitió ella, indignada—. ¿Por eso tuviste sexo conmigo,
porque necesitaba cuidados?
—¡Baja la voz, Danielle! —le ordenó él—. No hace falta que se entere todo el
vecindario.
—¿Por qué no? —replicó ella—. Tú fuiste quien insistió en que la forma de
acabar con los chismorreos era vivir nuestro romance abiertamente. Si considerabas
que Anita no debía enterarse, no deberías haberlo iniciado, porque tarde o temprano,
se habría imaginado que había algo entre nosotros, o se lo habría contado alguien.
Él adoptó una actitud glacial.
—¿Debo deducir que tus muestras de cariño hacia mi hija no eran más que una
farsa?
—Mis sentimientos hacia Anita siempre han sido sinceros, Carlo. Me moriría
antes que hacerle daño —aseguró, y tragó saliva para intentar calmarse.
Carlo se quedó callado, con los labios fruncidos, durante unos instantes y,
cuando habló de nuevo, su tono se había suavizado.
—Esto es un shock tanto para ti como para mí. Se nos puede perdonar por no
haber sido racionales.
Danielle estaba desolada por Anita, por la decisión que le esperaba, y por la
humillación que conllevaría. Y tenía el corazón destrozado por ella misma.
La verdad de la situación entre Carlo y ella estaba clara. A pesar de la intimidad
que habían compartido, a la hora de la verdad no contaba para nada. Ella no con taba
para nada. Y la única persona a la que podía culpar era a sí misma, porque Carlo
había dejado muy claro desde el principio sus reglas.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella con abatimiento.
—Hablar con mi hija. Intentar… intentar que comprenda —respondió él,
suspirando de frustración.
Incluso Sumergida en sus problemas, Danielle se compadecía de él. Iba a
enfrentarse a una tarea muy difícil, si no imposible.
—No debería haberme alojado aquí. Ha sido un error.
—Yo nunca he dicho eso, Danielle.

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—No tienes que hacerlo. Puede que mi cuerpo estuviera impedido una
temporada, pero mi cerebro no lo estaba. Tu acto de caridad ha salido al revés, y ha
hecho daño a la persona a la que más quieres en el mundo. Saldré de vuestra vida a
primera hora de la mañana.
Él elevó la vista al cielo, impaciente.
—No seas tan melodramática, eso no resuelve nada.
Danielle se quedó perpleja.
—No me dé órdenes, doctor Rossi. No soy una de sus subordinadas.
—Y yo no tengo tiempo ahora para seguir discutiendo. Seguiremos después,
cuando haya hablado con mi hija.
«Y un cuerno», pensó ella. «Ya no tenemos nada más de que hablar. Ni siquiera
estoy segura de que lo tuviéramos alguna vez».
Con las pocas cosas que tenía en veinte minutos Danielle había hecho la maleta
y estaba lista para marcharse, sin dejar rastro de que alguna vez había estado en la
casa.
Telefoneó a un taxi y bajo rápidamente hasta la cocina. En un principio pensaba
marcharse sin despedirse de nadie, pero Calandria la había tratado con mucha
amabilidad y se había convertido en su amiga.
—Té has portado maravillosamente bien conmigo —le dijo Danielle,
abrazándola, después de anunciarle que se iba—. Muchas gracias, Calandria.
Calandria le devolvió el abrazo.
—Sigues siendo un gorrión —murmuró.
—Los gorriones son unos supervivientes, igual que yo —replicó ella, asiendo su
maleta—. Será mejor que me vaya, el taxi llegará en cualquier momento. Arrivederci,
Calandria. Dale un beso a Anita de mi parte, por favor.

Al llegar al hotel se dio un buen baño y luego telefoneó a Carlo.


—¿Donde demonios estás? —le preguntó él en cuanto escuchó: su voz.
—En L’Albergo di Palma.
—Quédate ahí, voy a buscarte.
—No lo hagas, Carlo, por favor —le dijo ella—. Es mejor así. Sólo quería que no
estuvieras preocupado por mí, que supieras que he encontrado un lugar donde
alojarme.
—Ya tienes un lugar aquí, con nosotros.
—Algo que, como se ha demostrado, era una mala idea.
—Danielle —dijo él, con tal agotamiento que ella casi se derrumbó—. Lamento
profundamente la forma en que hemos dejado las cosas. Al menos, hablémoslas.

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—Eso es lo que estamos haciendo. No hay razón para que no podamos ser
civilizados el uno con el otro —respondió ella, deteniéndose un momento para
recobrar la compostura, que estaba a punto de hacerse añicos—. Cómo está Anita? —
—No pienso hablar de mi hija o de nosotros por teléfono. Estaré en el hotel en
un minuto.
—No. No estoy vestida para recibir a nadie —rechazó ella, comenzando a sentir
dolor de cabeza.
—Yo no soy «nadie», soy tu amante —afirmó él, y colgó.
Cuando le abrió la puerta, un rato después, Carlo tenía un aspecto tan
espantoso que no pudo negarle la entrada. Le tomó de las manos y lo atrajo hacia sí.
—¿Tan mal han ido las cosas con Anita?
Él se agarró a ella como si fuera su salvación.
—Sí —dijo con desesperación—. Está destrozada. La fantasía que se había
inventado para su clase era muy real para ella. Me ha costado muchísimo destruirla.
—Deberías haberte quedado con ella, Carlo. Te necesita más que yo.
Él se soltó y se dejó caer sobre una silla.
—No Ella te quiere a ti, y cuando le he dicho que te habías marchado, la
persona en la que se ha refugiado ha sido Calandria. A mí no quiere ni verme,
Danielle. No he podido ayudarla, no he podido hacer que no sufra.
Danielle nunca había visto a Carlo así, inseguro, incapaz de comprender qué
había ido mal.
—Cuando están dolidos, la gente, y sobre todo los niños, suelen hacer daño a
los que más quieren —le consoló ella, sentándose junto a él y acariciándole el pelo.
—Yo soy su padre. Debería haberse refugiado en mí. Yo soy quien siempre está
ahí para ella, nunca la he abandonado.
—Y nunca lo harás. En su, corazón, Anita lo sabe.
—No estoy tan seguro. Sus profesoras han advertido un cambio en ella en los
últimos tiempos, y estoy preocupado. La directora cree que está actuando para cubrir
alguna necesidad de su interior que yo no puedo satisfacer.
—¡Eso es una tontería, Carlo! Ocho años de amor y seguridad incondicionales
tienen mucho peso. Ahora que me he marchado de la casa, volverá a ser ella dentro
de poco y todo volverá a la normalidad, ya verás.
—¿De verdad lo crees, Danielle?
Ahí estaban de nuevo la inseguridad y el temor. Danielle creyó que se le partía
el corazón.
—¡Oh, Carlo, cariño pues claro que sí! —dijo, abrazándolo maternalmente—.
Esa niña te adora.
—¿Hablaras con ella, cara? ¿Se lo harás comprender?

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—Sí —prometió ella, y hubiera hecho lo que él hubiera necesitado.


—Gra Grazie tanre! —exclamó él, abrazado a ella, y rozándole la piel con su
aliento.
Consciente del peligro, Danielle se apartó. No podía haber más intimidad entre
Carlo y ella. Las alturas a las que llegaban eran lo mejor que había experimentado
nunca, pero cuando todo terminara, el dolor sería mucho más profundo.
—Quedaré con Anita mañana —anunció ella, dando por terminada la reunión y
abriendo la No me parece una buena idea ir a buscarla a la salida del colegio.
Calandria podría traerla al hotel cuando salga. Tomaremos el té en mi habitación, y
así ella verá dónde vivo ahora.
—Buena idea —dijo él, estirándose la ropa y acercándose a donde estaba ella—.
¿Estás muy cansada, cara mia?
—Agotada —afirmó ella, con un bostezo.
—Entonces, buenas noches —dijo él, inclinando la cabeza y besándola
fugazmente.
¿En qué momento el casto beso de amigos se transformó en algo que
compartían sólo los amantes? ¿Quién había cerrado la puerta y cómo había
terminado ella en los brazos de él?
Aquellas preguntas bailaban en la mente de Danielle, presa del deseo que había
contenido con tanto esfuerzo y al que se había jurado no volver a sucumbir.
—Debes irte —dijo, empujándolo débilmente para apartarlo de sí.
—Lo sé.
Entonces, ¿Por qué estaba desabrochándole la bata? ¿Y cómo era posible que
ella se lo permitiera?
—Creo que no deberíamos hacer esto, Carlo.
—Desde luego que no —reconoció él, con la voz ronca de deseo—. Ha sido un
día duro y los dos estamos cansados.
Pero lo hicieron y, como siempre, fue magnífico.

—¿Lo entiendes, cariño?


Anita asintió a regañadientes.
—Me equivoqué. No vas a ser mi nueva mamá.
—No, mi vida.
—¿Y si papá te lo pide, lo serías? —le preguntó ella, con sus grandes ojos tristes.
Danielle sintió un nudo en la garganta.
—Pero eso no va a suceder, Anita.

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—¿Por qué no?


—Porque tu papá sabe que yo sólo voy a estar por aquí una temporada. Mi
hogar está en Seattle, una ciudad muy lejos de aquí, en Estados Unidos. Allí tengo mi
casa, mi trabajo y mis amigos.
—Pero él te besó, yo lo vi.
—Tu padre besa a muchas personas. A ti, por ejemplo.
—Porque me quiere. ¿Por qué no puede quererte a ti también?
«Eso, ¿por qué no?», pensó Danielle.
—Tú eres su querida hija, Anita, su niña. Yo soy sólo… una amiga.
No podía decirle que era la mujer con la que su padre se acostaba por unos días.
—También eres mi amiga. Y yo te quiero —dijo Anita, llevándose la mano al
pecho—. Haces que me sienta llena aquí.
—¡Oh, cariño…!
Danielle tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas. Quería
decirle: «yo también te quiero», pero sólo añadiría más dolor y confusión a una
situación ya de por sí demasiado dolorosa. Pero no podía dejarla marcharse creyendo
que no le importaba…
Llamaron a la puerta. Calandria estaba fuera, esperando a Anita. Desanimada,
la niña se preparó para marcharse. Al llegar a la puerta se dio la vuelta y se abalanzó
sobre Danielle.
—No quiero que te vayas —dijo entre sollozos.
Danielle no pudo contenerse.
—¡Yo tampoco quiero dejarte, cariño, pero no tengo otra opción!

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Capitulo 12
DESPUÉS de su desastroso encuentro con Anita, abandonar la casa de Carlo
Rossi no era suficiente, pensó Danielle. Había demasiada gente sufriendo. Su única
opción era abandonar el país.
Pero no quería dejar a su padre. Después de todo, ella era su única familia. Pero
él, después de haber estado tan cerca de la muerte, había aprendido a apreciar la
vida, tanto la suya como la de los demás.
—Vete a casa, Danielle —le había dicho por la mañana, con más cariño del que
nunca le había demostrado—. Ya has cumplido tu labor aquí, y te doy las gracias…
Pero ahora que viene Nora, quedas libre. Ella se quedará conmigo hasta que yo
pueda regresar a casa… y después también, si ella quiere… A lo mejor accede a hacer
un hombre honesto de mí.
—¿Estás pensando en casarte con ella?
—Sí. Veremos cómo avanza la rehabilitación. No quiero que sea mi enfermera,
se merece algo mejor.
Le costaba hablar, pero sus ojos seguían brillando con la misma inteligencia de
siempre. Sabía que ante él se extendía un camino lento y difícil.
—Bueno, padre, si estás seguro…
—Estoy seguro de que pareces exhausta. Anda, márchate o acabarán
colocándote una cama junto a la mía.
Ella le besó en la mejilla.
—Me pasaré a verte antes de marcharme.
—Más te vale —dijo él con cierto humor.
Lo único que le quedaba por hacer a Danielle era informar a Carlo de su
partida. Y sabía que no iba a ser fácil.
Intentó fijar una cita para verlo en su consulta aquella tarde, pero una
emergencia lo tenía ocupado hasta no se sabía cuándo. Así que le dejo un mensaje
para que la llamara al hotel.
A las diez y media de la noche aún no tenía noticias de él, y casi se sintió
aliviada de posponer el momento basta el día siguiente. A las once, llamaron a su
puerta. Medio dormida, Danielle abrió.
—¿Cómo sabías que te necesitaba? —murmuró él, lanzándose en sus brazos.
—Pues… —comenzó ella, impactada por la fatiga que lo poseía—. En
realidad…
Él estaba en otro mundo, no la oía. En sus ojos había un enorme dolor.

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—Hemos perdido a tres personas, una madre y sus dos hijos. Eran bebés,
Danielle, tenían uno y cuatro años. Un camión empujó su coche y cayeron ladera
abajo.
—¡Lo siento mucho, Carlo! ¿No ha habido supervivientes? —dijo ella,
consternada.
—Sólo él padre —respondió él, y sacudió la cabeza ¿Qué voy decirle cuando
pregunte por su familia?
Ella no pudo responder. No había palabras para amortiguar el impacto de una
tragedia así. Carlo lo sabía. Aún tenía cicatrices por la pérdida de su esposa.
Lo único que se le ocurrió para consolarlo fue tomarlo de la mano y sentarlo en
una silla. Le sirvió un brandy y pidió un sándwich y un café al servicio de
habitaciones.
—No necesito comer —protestó él cuando llegó la comida.
—Ya lo creo que sí —dijo ella con firmeza, poniéndole la bandeja sobre las
rodillas—. No vas a irte a casa en coche en estas condiciones.
Él se pasó la mano por los ojos.
—Estoy acostumbrado a las jornadas largas, Danielle. Es algo inherente a mi
profesión.
—Estás agotado —replicó ella—. Has estado tirando de tu cuerpo y de tu mente
durante horas.
Carlo devoró el sándwich y, con la segunda taza de café, se sintió lo
suficientemente repuesto para preguntar:
—¿Había alguna razón especial por la que quisieras verme hoy, cara?
Danielle evitó su mirada mientras dejaba la bandeja sobre la mesa.
—Puede esperar a mañana. Ahora necesitas regresar junto a tu familia.
—No necesariamente —dijo él, asiendo su mano y llevándosela al regazo—.
Esta tarde telefoneé a Calandria para decirle que llegaría muy tarde, y que tal vez
incluso no pasara la noche en casa.
—Necesitas dormir, Carlo.
—Aquí hay una cama —señaló él—. Necesito dormir contigo, amor mío. Tu
cálido cuerpo junto al mío me ayudará a desterrar las pesadillas.
El sentido común le decía que debía echarlo en aquel momento. Pero Carlo
estaba realmente agotado; Podía tener un accidente con el coche… Y además, estaba
demasiado exhausto como para hacer el amor. ¿Qué daño podía hacer que se
quedara?
—Hay toallas y un cepillo de dientes de sobra en el baño —comentó ella—.
Sírvete tú mismo.
El tardó muy poco en ducharse y regresar, sólo con una toalla anudada a la
cintura. Luego le tocó el turno a Danielle, que se demoró lo más que pudo en el

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cuarto de baño para que él se durmiera. Por si tenía alguna otra idea que no fuera
descansar…
Pero no tenía que haberse preocupado. Cuando ella salió del baño, Carlo estaba
profundamente dormido. De todas formas, Danielle decidió guardar las distancias
quedándose en su lado de la cama.
Durante la noche, ambos se movieron sin darse cuenta Cuando Danielle se
despertó al alba, él estaba abrazado a ella, con una mano en uno de sus senos, una
erección fabulosa apretada contra su espalda y unos labios hambrientos saboreando
su cuello.
—Buon giorno, innamorata —le susurró él.
Aún medio adormilada, su mente le advirtió que, si no detenía las cosas en
aquel momento, se arrepentiría toda su vida. Pero su corazón le recordó que era su
última oportunidad de saborear el cielo y que, si no lo hacía, se arrepentiría mucho
más toda su vida. Su cuerpo fue quien decidió.
—Buon giorno —dijo con un suspiro, y se volvió hacia él.
Fue como si él supiera que era la última vez que estaban juntos. Le hizo el amor
lenta y dulcemente. Cuando terminaron, se quedaron tumbados mirando al techo,
jadeantes y sudorosos. Danielle supo que no podía prolongar aquello.
—Carlo —comenzó—. Regreso a casa mañana.
Él se giró hacia ella.
—¿Cómo?
—Me voy a casa. Ya es hora. Mi padre está casi recuperado, ya no me necesita.
«¡Y tú desde luego tampoco!», pensó, pero no lo dijo.
El se incorporó sobre un codo y se la quedó mirando durante un largo rato.
—No quiero que te vayas —le dijo al fin.
Intentando que no le temblara la voz, Danielle respondió:
—Bueno, sabíamos que esto terminaría antes o después.
—¿Pero tan de repente, cara, sin avisar?
—Ha sido una decisión repentina. La futura esposa de mi padre va a venir a
cuidarlo, así que ya no tengo razones para quedarme aquí.
Él abrió la boca para contestar y le interrumpió el sonido del teléfono móvil.
—No te muevas —le advirtió a Danielle, levantándose para contestar—. Será
sólo un segundo.
Después de unas pocas palabras, él colgó y se giró hacia ella.
—El paciente del que te hablé ayer, el que ha perdido a su mujer e hijos en el
accidente se ha despertado y está preguntando por ellos. Tengo que estar allí para
decírselo, Danielle, necesita que se lo diga yo. Yo soy el que no pudo salvarlos.
—Lo entiendo —respondió ella.

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—Siento dejarte así, pero te veré de nuevo antes de que te marches.


—No, Carlo —dijo ella sin alterarse, besándolo una última vez—. No
prolonguemos esto. Odio las despedidas.

Con los ojos hinchados de llorar, Danielle miró por la ventana de la sala de
embarque del aeropuerto de Malpensa en Milán. Pero en lugar de ver los aviones,
sólo veía la última escena con Carlo, aquella mañana.
Él la había encontrado justo cuando ella salía del hospital después de
despedirse de su padre, y la había llevado a su despacho.
—Tengo una proposición que hacerte, Danielle. Creo que sería bueno que me
casara contigo.
—¿Por qué conmigo? —se le había escapado a ella.
—Porque eres la persona más adecuada. Somos compatibles… y mi hija te
necesita —él se había detenido y había cerrado los ojos, como para mitigar su dolor—
. Anoche le dije a Anita que ibas a regresar a tu país. Intenté por todos los medios que
lo comprendiera, y le recordé que seguía teniéndome a mí a su lado, y que yo nunca
la dejaría.
—¿Y…?
Él se había girado hacia ella con lágrimas en los ojos.
—Me he dedicado en cuerpo y alma a mi hija, Danielle. Creí que yo era la
persona más importante en su vida. Pero descubrir que ella siente la ausencia de una
madre con tanta fuerza que se ha fabricado una, me destrozó el ego. No quería
aceptar que no puedo ocupar el lugar dejado por Karina, que ése sólo puede
ocuparlo otra mujer. Y tú eres esa mujer, Danielle.
Ella no quería pararse a considerar su proposición. Ella siempre había querido
casarse, había deseado en contra a su otra mitad. Y, desde luego, había deseado que
Carlo fuera esa mitad.
Pero, ¿casarse con él porque era «la más adecuada»? ¿Dónde estaba la pasión, el
compromiso de amarla y protegerla?
—No te estás dando el valor que mereces —le había dicho ella.
—¿Crees que exagero? —le había replicado él, acercando su rostro al de ella—.
Cuando Anita ha bajado a, desayunar esta mañana, se había cortado las trenzas. Dice
que no quiere nada que le recuerde a ti. Dice que su vida ahora es horrible, así que
ella también lo va a ser.
Conmocionada, Danielle se había tapado la boca con las manos.
—¡Dios mío, Carlo; pobre pequeña!
—No sé por dónde empezar para mitigar su dolor. Primero, esa mujer y sus
hijos, luego el hombre que los amaba, y ahora esto.

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—Pero casarte conmigo no es la solución —le había dicho ella—. Es una acción
desesperada de la que te arrepentirías. Eres un hombre inteligente, Carlo, sabes que
estoy en lo cierto.
Carlo la había contemplado durante un largo rato en silencio.
—Esperaba que lo verías de forma diferente. Esperaba… —se había
estremecido—. Bueno, no importa lo que yo esperara.
—Mi vuelo sale de Milán dentro de cuatro horas —le había reprochado ella—.
Lanzarme algo así en este momento es injusto. Sabes que un matrimonio necesita
más que la pura conveniencia para que funcione. Piensa en Karina, en como te
sentías al ser su marido. Luego piensa en lo que nos estás pidiendo a ti y a mí.
¿Se había equivocado al rechazarlo?, se preguntó Danielle, entre el sonido de
los despegues y aterrizajes de los aviones. Había dedicado toda su vida a encontrar al
hombre adecuado pero, ¿y si no había ningún «hombre adecuado»? O lo que era
peor, ¿y si sí que lo había, y ella era demasiado orgullosa como para aceptarlo como
era, o demasiado cobarde?
Apartarse de Carlo la había destrozado. ¿Cómo iba a poder vivir sin él? ¿Cómo
iba a conformarse con menos, después de haber probado lo mejor?
Y ahí estaba la cuestión principal. ¿Por qué huía de Carlo, si él era todo lo que
siempre había deseado? ¿Porque él no le decía que la amaba? Pero eso no importaba,
ella tenía suficiente amor para los dos.
Un profundo vacío se apoderó de su corazón, un vacío que sólo él podía llenar.
Al escuchar a su orgullo, ella había apartado de sí lo que más quería en el mundo.
Pero no iba a permitir que aquello continuara.
Por primera vez, ella, Danielle Blake, iba a luchar por lo que quería. Y si la única
forma de estar con Carlo era siguiendo sus reglas, lo haría.
Agarró su bolso de mano y se encaminó alterada hacia la puerta de salida.
—¿Signorina, va todo bien? —le preguntó una azafata.
—No —respondió ella—. Tengo que regresar.
—Pero, si se marcha ahora, perderá el vuelo. Su equipaje ya está en el avión.
—No me importa —dijo, y echó a correr.
Los agentes de aduanas la hicieron detenerse y, después de verificar su
pasaporte, la dejaron salir.
Estaba bajando las escaleras hacia el vestíbulo principal cuando oyó una voz
que reconocería entre miles.
—¡Danielle!
Miró a su lado y vio que Carlo iba en la escalera contraria. Aún llevaba la bata
de médico y el estetoscopio colgado del cuello.
—No pienso dejar que te vayas —le gritó él, llegando arriba y tomando la
escalera de bajada.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

—No tienes que hacerlo —le contestó ella, también a gritos por encima del
ruido de los demás—. No voy a irme.
Por fin se encontraron y él hizo ademán de hablar, pero ella le tapó la boca.
—Yo primero —le dijo, agarrando su mano con fuerza—. Seré breve. Si la oferta
aún sigue en pie, la acepto.
Carlo se quedó mirándola con la boca abierta, incapaz de hablar.
—Comprendo por qué me lo has propuesto —continuó ella—. Y sé que no me
amas. Y también sé que nunca podré ocupar el lugar de Karina. Entiendo…
Él la sujetó por los hombros.
—¡No, no lo entiendes!
Ella levantó la vista hacia él, repentinamente insegura.
—¿Estás diciendo que no quieres casarte conmigo?
—¡Eso nunca!
—Entonces, ¿dónde está el problema? Podemos vivir juntos con total respeto,
compartir la misma cama, hacer el amor… eso lo hacernos bastante bien, ¿no crees?
—¡Mejor que bien! —exclamó él—. Pero hay más.
—Claro que hay más. Tenías razón: los dos amamos a Anita y queremos lo
mejor para ella. Necesita un padre y una madre. Conozco tus reglas y estoy deseando
acatarlas.
—Danielle, deja de decir sinsentidos y escúchame —le dijo él severamente—.
Las reglas han cambiado. No quiero casarme contigo por el bien de Anita, sino por el
mío propio. Hasta que no te has ido no me he dado cuenta de que me habías robado
el corazón. Sin ti, estoy vacío, Danielle, Quiero que seas mi esposa porque sin ti mi
vida no es nada. Te amo, mujer.
Y sin reparar en la gente que los rodeaba, se arrodilló delante de ella.
—Danielle Blake, desde lo más profundo de mi corazón te pido que seas mi
esposa. Te pido que me dejes amarte el resto de mi vida, y darte hijos, hermanos y
hermanas para Anita. Te pido que me perdones por no haber recuperado el juicio
hasta ahora.
—Bueno —comenzó ella con voz trémula—. Si me lo pides así, ¿cómo voy a
resistirme?
El se puso en pie y dijo algo en italiano a la multitud que se había congregado a
su alrededor. Ellos rompieron a aplaudir.
—¿Qué les has dicho? —le susurró ella, sonrojándose.
Él la abrazó.
—Que has aceptado mi proposición y que son mis testigos por si decides
echarte atrás.

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Catherine Spencer - Con sus reglas

—Oh, Carlo —dijo ella, besándolo—. No tengo ni la más minima intención de


echarme atrás.
La sonrisa de él fue como el sol abriéndose paso entre densas nubes.
—Muy bien —dijo, y la levantó en brazos, provocando de nuevo el aplauso de
los curiosos—. Entonces regresemos a casa y anunciémosle la buena noticia a nuestra
hija.
—Adelante.

Fin

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