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Catherine Spencer
Argumento:
Pronto llegaría el momento en el que ella tendría que irse… ¿podría él dejarla
marchar?
Pasión era lo que el neurocirujano italiano Carlo Rossi sentía por su trabajo y por
las mujeres.
Deseo fue lo que lo sintió nada más ver a Danielle Blake.
Ardor fue lo que Danielle sintió cuando Carlo le hizo el amor y despertó sus
sentidos por vez primera.
Carlo insistía en que jugaran con sus reglas: sin compromiso, sin futuro…
Catherine Spencer - Con sus reglas
Capítulo 1
Danielle llegó a L’Ospedale di Karina Rossi a las cinco de la tarde y fue conducida
sin demora a la habitación donde estaba su padre. El sol de mayo se filtraba a través
de la persiana e iluminaba la figura inmóvil sobre la cama.
—Tengo que sedarlo, signorina. ¡Siéntese, por favor! —le dijo una enfermera.
Sin apartar la vista de su padre, Danielle se sentó en un sillón junto a la cama.
Era de cuero, advirtió distraídamente, y cómodo para dormir. Los visitantes de
aquella área del hospital no pasaban fugazmente a dejar una tarjeta o un ramo de
flores, sino que velaban por la persona enferma todo el día y toda la noche, si era
necesario.
—¿Cuando despertará? —preguntó ella.
La enfermera se encogió de hombros y no dijo nada. ¿Qué significaba eso? ¿Que
no sabía la res puesta? ¿O que no comprendía la pregunta?
—No hablo mucho italiano —le comenté Danielle—. Non parlo italiano. ¿Hay
alguien aquí que hable inglés?
La enfermera asintió y salió de la habitación. Sola en la estancia, Danielle presté
atención a los sonidos que emitía el aparato al que estaba conectado su padre y que
indicaba sus constantes vitales.
—¿Padre? —susurró ella.
Pero era como hablar con la pared. Él no demostró que hubiera registrado su
presencia ni con un parpadeo. Sus brazos, tostados por el sol, descansaban a ambos
lados de su cuerpo, llenos de catéteres. Tenía el rostro amarillento, y la nariz y la
mandíbula parecían más angulosos de lo normal, como si la piel se le hubiera pegado
a los huesos. Si no fuera porque su pecho se levantaba y descendía con regularidad,
se diría que estaba muerto.
—¿Signorina Blake? —otra enfermera, de más edad que la anterior, entró
silenciosamente en la habitación—. ¿Necesita usted algo?
—Al médico que ha operado a mi padre —respondió Danielle—. Necesito
hablar con él.
—El doctor Rossi no está hoy en el hospital.
—¿Por qué no? dijeron que mi padre está grave. En estado crítico, de hecho.
—Sí, pero hoy es el día que el doctor Rossi descansa.
—¡No me importa qué día sea! —exclamó Danielle, con la voz teñida de fatiga y
culpa.
La noticia del accidente de su padre la estaba esperando a su regreso de un
viaje. Conmocionada porque el accidente había sucedido una semana antes, se había
apresurado a volar a Italia para estar a su lado. Y una vez allí, quería respuestas.
—Llámelo. Dígale que deseo hablar con él.
despeinado sobre la frente, era el hombre más atractivo que Danielle había visto
nunca.
—Signorina Blake, le ruego que me disculpe por no haber estado aquí cuando
usted llegó el primer día.
Tenía una voz hermosa, grave y tranquilizadora, con un ligero acento italiano Y
tenía unas manos preciosas. Le dio un apretón de manos a la vez suave y seguro.
Ligeramente aturdida, Danielle se dejó llevar hasta unas sillas que se hallaban a un
lado de la habitación, junto a unas ventanas que daban al exuberante jardín.
—Gracias por recibirme ahora —dijo un poco tensa, horrorizada de que,
estando su padre tan grave, ella pudiera sentirse tan atraída hacia aquel extraño—.
Me hago cargo de que está usted muy ocupado.
—Siempre, me temo —dijo él, sentándose en la otra silla y estirando las piernas
delante de él—. En cuanto terminamos de atender una emergencia, aparece otra.
Pero usted no está aquí para escuchar mis quejas.
Sus ojos, de un gris aterciopelado, estaban enmarcados entre pestañas largas y
espesas. ¡Y su boca…! A Danielle le pareció que no había visto nada tan sexy ni
siquiera en las estrellas de Hollywood.
—Quiere hablar del estado de su padre; ¿verdad? —añadió él.
Ella asintió. La gravedad de la voz de él la estaba poniendo muy nerviosa.
—¿Sabe lo que le ocurrió, cómo llegó hasta nosotros?
—No —respondió ella—. Sólo me dijeron que había tenido un accidente y que
estaba gravemente herido.
—Estaba en la montaña, haciendo snowboard fuera de la pista, y se cayó por un
precipicio.
¿Su padre hacía snowboard? Danielle sacudió la cabeza, perpleja. Era típico de él
practicar un deporte para personas que podían ser sus nietos, y romper con todo lo
establecido. Pero Alan Blake siempre había hecho lo que quería, seguía sus propias
reglas.
—Yo no sabía que estaba en Italia, y mucho menos que practicaba el snowboard.
Si a Carlo Rossi le sorprendió que ella supiera tan poco de la vida de su padre,
no dio muestras de ello.
—Me temo que se golpeó seriamente la cabeza —dijo—. Tiene el cráneo roto.
—¿No llevaba casco de seguridad?
—Sospecho que no, aunque dada la gravedad de la caída, dudo que un casco
hubiera sido de ayuda. Todas las fracturas de cráneo son para preocuparse, signorina,
pero una fractura del hueso occipital como la que su padre ha sufrido es
particularmente crítica.
—¿Por qué?
—Por el lugar donde se ha producido —respondió él.
—Déjeme que se lo explique, doctor Rossi —dijo ella—. ¿A usted le gustaría que
le mantuvieran con vida en esas condiciones, atrapado en un cuerpo que se niega a
obedecerlo?
—Lo que yo prefiera no viene al caso. Me dedico a salvar vidas, no a ponerles
fin. En el caso de su padre, le estoy, anunciando las peores posibilidades para que
esté preparada por si suceden. Pero existe una mínima posibilidad de que se
recupere completamente.
—¿Y cuándo lo sabremos?
Carlo Rossi se encogió de hombros, con las palmas de las manos hacia arriba.
—Eso no se puede saber.
—Aventure una respuesta, doctor. ¿Una semana? ¿Un mes?
—No juego a ser Dios. Sólo tengo los datos que conozco. Su padre podría
despertar hoy, mañana, la se mana que viene o…
—¿O nunca?
—O nunca.
La observó unos momentos en silencio, y dijo con una tristeza bastante
palpable:
—Comprendo su impaciencia por acabar con esto, signorina Blake. Usted no
puede dejar su vida suspendida indefinidamente. Tiene otras obligaciones, además
de las que, corresponden a una hija hacia su padre… quizás con un marido e hijos.
—No, no estoy casada.
—¿Un novio, entonces? ¿Una carrera?
—Una carrera desde luego que sí. Tengo una agencia de viajes.
—Que le importa más que su padre… ¿Por qué si no iba a haber tardado tanto
en acudir a su lado?
Ella se irgui6 en la silla y le devolvió la mirada sin parpadear.
—Resulta, doctor Rossi, que estaba en un crucero por la Antártida cuando mi
padre sufrió esta tragedia.
—¿Y los cruceros no tienen teléfono hoy en día? ¿No tienen medios para estar
conectados con el resto del mundo?
—Por supuesto que sí, pero en este caso su sarcasmo no tiene sentido, doctor —
replicó ella tajante—. Si su hospital hubiera dejado el recado a alguien de mi oficina,
me lo hubieran comunicado inmediatamente y hubiera viajado aquí lo antes posible.
Pero dejaron el mensaje en el contestador de mi casa, y como vivo sola…
Se encogió de hombros.
—Era el único número de teléfono que aparecía en el pasaporte de su padre
para contactar en caso de emergencia —replicó él, y la observó en silencio unos se
segundos antes de añadir—: Signorina, lamento que hayamos… ‘‘
Antes de que pudiera continuar, la puerta se abrió de golpe y una preciosa niña
morena con trenzas entró como una tromba en la habitación.
—¡Papá! —gritó.
Al ver que él no estaba solo, se detuvo bruscamente y se tapó la boca con la
mano.
—¡Lo siento! ¿Te molesto, papá? —preguntó en italiano.
—Sí —respondió él con severidad en inglés—. Y sabes que no debes entrar a
una habitación sin llamar antes a la puerta.
—Pero Beatrice no… —replicó ella en italiano.
—Recuerda tus modales, Anita. Mi visita no habla italiano —dijo él, y miró
brevemente a Danielle—. Estoy en lo cierto, usted no habla italiano, ¿verdad?
—Muy poco, pero no se preocupen por eso —dijo Danielle, agarrando su bolso
y poniéndose en pie. Ya habíamos terminado, ¿no?
—No, signora, no hemos terminado —respondió él—. Por favor, permítame
atender un momento la interrupción, y luego reanudaremos nuestra discusión.
Obedientemente, Danielle volvió a sentarse y observó cómo él se giraba hacia la
pequeña.
—A ver, Anita, qué es lo que sucede.
Tal vez sus palabras intimidaban, pero la sonrisa con que las acompañó les
quitaba toda la dureza, y la niña lo sabía. Con sus enormes ojos castaños llenos de
emoción, ella le anunció:
—No he llamado a la puerta porque Beatrice ya se había ido a casa, así que creí
que tú también habías terminado de trabajar por hoy. Quería contarte que Bianca ha
tenido los bebés. ¡Cuatro, papá! Me los he encontrado al regresar del colegio.
—Ciertamente, son unas noticias importantes —dijo él riendo y abrazándola, y
se volvió hacia Danielle—. Por si se lo está preguntando, Bianca es nuestra gata y,
como supongo que ya ha deducido, ésta es mi hija, Anita.
A pesar de lo molesta que se sentía hacia el padre, Danielle sonrió cálidamente
a su encantadora hija.
—Hola, Anita —saludó en inglés.
—¿Cómo está usted? Me alegro de conocerla —Contestó la niña también en
inglés.
—Eso está muy bien —dijo su padre—. A este paso, dentro de poco hablarás
inglés mejor que yo.
Ella lo miró con adoración y le rodeó el cuello con los brazos.
— ¿Cuánto mejor?
Él le tocó la punta de la nariz con un dedo.
—No tanto que te deje ignorarlas reglas. ¿No habrás venido aquí tú sola?
¡Oh, sí, mucho más lejos de lo que él podría si quiera imaginar! En un giro cruel
del destino, había perdido a la vez a su prometido y a su mejor amiga.
—Pero no está sola —continuó Carlo Rossi—. Cuando no pueda soportar el
dolor, aquí estaré. Puede acudir a mí.
Con su amabilidad, él estaba haciendo desaparecer la coraza que la protegía,
advirtió Danielle, y dejando al descubierto una parte interior de ella demasiado
herida y tierna. Decidida a que él no percibiera su vulnerabilidad, le espetó:
—Usted es el médico de mi padre, no el mío.
—De todas formas, mi oferta sigue en pie.
—Como guste —dijo ella, encogiéndose de hombros y poniéndose en pie,
decidida a marcharse con o sin su permiso—. Gracias por su tiempo, y adiós.
Él hizo una inclinación de cabeza y la observó con atención.
—Arrivederci, signorina. Hasta la próxima vez.
No habría próxima vez, decidió Danielle. Él era demasiado perturbador,
demasiado atractivo. Y si eso, dadas las circunstancias, no era inmoral, sí que era una
completa tontería. Porque cualquiera sabía que se necesitaba al menos un año para
recuperarse de haber sido plantada ante el altar, y que permitirse sentirse atraída
hacia otro hombre en ese período no conllevaba más que problemas.
Cuanto menos viera al doctor Carlo Rossi, mejor.
Capítulo 2
El la observó marcharse por el pasillo; Su primera impresión había sido que era
la mujer más hermosa que había visto nunca; la segunda, que también era la más fría.
La Antártida era un des tino muy adecuado para una reina del hielo como ella.
Ella había escuchado sin alterarse mientras él le describía el estado de su padre,
y era como si hubiera ensayado las preguntas, por la falta de emoción con que las
había formulado. Había aceptado sin rechistar respuestas que otras personas se
hubieran negado a admitir.
El tenía experiencia en dar malas noticias, más de la que le gustaría. Pero nunca
nadie le había respondido como Danielle Blake, diciéndole que debía haberlo dejado
morir. Y además lo había dicho con tal vehemencia que aún estaba atónito. ¿Quién
podría sentir simpatía hacia una mujer así?
El único momento en que se había quitado la máscara de frialdad había sido
cuando Anita la había saludado. Entonces, durante un breve y brillante momento,
había sonreído. Su gélida belleza se había transformado en una calidez radiante, y él
había pensado que estaba equivocado, que debajo de aquella máscara ella tenía
corazón.
Pero enseguida se la había vuelto a colocar, y él ya no había logrado volver a
quitársela.
Entrenado como estaba en observar los detalles, había advertido la forma
reveladora en que ella había apretado sus manos entrelazadas cuando le había
preguntado si la esperaba su novio en casa. Eso era, se había dicho. Ella estaba
demasiado involucrada emocionalmente con otro hombre como para sentir nada
hacia el que le había dado la vida.
Normalmente, cuando él se enfadaba, lo que sucedía raras veces, dirigía esa
rabia contra sí mismo, por su inhabilidad para solucionar todos los problemas y
curar todas las enfermedades. Pero mientras estaba con ella, su rabia se había
concentrado en ella. La hubiera zarandeado para hacer añicos su impasibilidad y ver
a la persona que estaba debajo.
Por supuesto, no lo había hecho. Había observado su columna rígida, su
barbilla elevada con orgullo la decisión de ojos, y se había preguntado si no la habría
juzgado mal, después de todo. ¿No podía ser que ella estuviera exhausta, tan
estresada; que lo que él percibía como indiferencia fuese en realidad una barrera
feroz para autoprotegerse, para mantener a los demás a distancia?
Por la razón que fuera, ella estaba tan tenaz que le faltaba poco para estallar. Se
fue caminando por el pasillo con tanta rapidez que él creyó que iba a echar a correr.
Intrigado, decidió seguirla para averiguar por qué estaba tau ansiosa de escapar de
allí. Se sorprendió cuando, en Jugar de salir del hospital como él esperaba, se metió
en el ala de Cuidados Intensivos hacia la habitación de Alan Blake.
Danielle no lo oyó entrar después de ella, pues tenía puesta toda su atención en
su padre. Se sentó en el borde del sillón y se agarró a las barreras de protección de la
cama con desesperación.
Sin ánimo de sobresaltarla, Carlo carraspeó suavemente, pero ella reaccionó a la
sorpresa como si hubiera oído una bomba. «La he juzgado injustamente pensó él de
nuevo». «Es demasiado frágil, está a punto de derrumbarse».
Se acercó a ella.
—Deduzco que ha pasado toda la noche junto a su padre, signorina;
—Sí —respondió ella, sin apartar la vista de la cama—. ¿He infringido alguna
ley no escrita al hacerlo?
—Desde luego que no. Pero creo que no debería repetirlo esta noche.
—¿Y eso por qué?
—Usted necesita descansar, dormir en una cama en condiciones —afirmó él,
adelantándose a las objeciones que ella pudiera poner.
Ella negó con la cabeza.
—No tiene sentido. No sería capaz de dormir.
—Le recelaré algo para asegurarle que lo hará ¿En qué hotel se aloja?
—¿Hotel? —repitió ella, como si no comprendiera—. Vine directamente del
aeropuerto.
—Lo sospechaba —comentó él, apoyando la mano sobre el hombro de ella,
frágil bajo el Suave tejido Debemos hacer algo al respecte.
— ¿Nosotros? —preguntó ella indignada—. ¿Desde cuándo es usted parte de la
ecuación?
—Desde que me he dado cuenta de que usted está exhausta y a punto de un
colapso emocional. Lamento no haberlo advertido antes, pero ahora que lo he hecho,
me veo en la responsabilidad de remediar la situación. Después de todo, signorina,
no serviría de nada si usted también tuviera que ser hospitalizada.
Agotada, Danielle se recostó en el respaldo del sillón y cerró los ojos.
—Me siento como si llevara varios días aquí, pero apenas han sido veinticuatro
horas.
—El tiempo avanza muy lento cuando uno espera un milagro —afirmó él,
tomándola de la mano y haciendo que se levantara—. Venga conmigo. La llevaré a
una casa de huéspedes tranquila y poco frecuentado por turistas que se encuentra
cerca del hospital. Allí podrá descansar cómodamente.
Danielle tropezó y él se apresuró a sujetarla, temeroso de que se cayera al suelo.
Ella se apoyé en él y durante unos segundos él se quedó abrumado con la fragancia
de su pelo y su conmovedora fragi1idad.
—No necesito ninguna casa de huéspedes —murmuré ella—. Prefiero
quedarme aquí.
Él se recordó así mismo que el interés que lo movía era puramente profesional.
—No le doy opción. ¿Es ése todo su equipaje?
Ella miró la pequeña maleta y el bolso de mano que llevaba junto a su bolso
normal, y asintió débilmente.
Él la sujetó rodeándole la cintura con un brazo y colocó el bolso sobre la maleta.
—Viaja con poco equipaje para ser una mujer —comenté, conduciéndola por el
vestíbulo hasta una entrada lateral que daba al aparcamiento—. La mayoría de las
mujeres a las que conozco necesitan por lo menos el doble de maletas cuando viajan.
—Salí de casa corriendo. No tuve tiempo de meter en la maleta más que lo
necesario.
El coche estaba al sol, cálido como un nido. Danielle se dejó caer en el asiento
del copiloto, suspiró y se quedó dormida casi al instante. En reposo, su rostro era
apacible y su boca muy atractiva. Tenía las pestañas largas y las cejas finamente
arqueadas.
Por la forma en que lo miraba, y por cómo había hablado, a Carlo le recordó el
saludo de una mujer a su amante la mañana siguiente a una noche de pasión. Era
comprensible, se dijo, ya que ella estaba claramente desorientada.
Pero, ¿por qué aquella respuesta de su propio cuerpo, la tensión en su ingle y el
calor en su vientre? Aquello era inexplicable e intolerable.
—Salga del coche —dijo con brusquedad—; Tiene una cama esperando, si
quiere dormir.
Ella parpadeé y él captó que volvía a ponerse su máscara impenetrable, signo
de que volvía a ser consciente de dónde estaba, porqué y con quién. Se irguió en el
asiento e intentó desabrocharse el cinturón de seguridad.
Impaciente ante su torpeza, Carlo desabrochó el cinturón él mismo. Quería
deshacerse de ella. Enseguida. Ya había perdido demasiado tiempo con una mujer
incapaz de derramar ni una lágrima por su padre agonizante.
—No tengo todo el día, signorina.
—Si ésta es su forma de tratar a sus pacientes, no me extraña que mi padre
prefiera seguir en coma —replicó ella—. Le recuerdo que ha sido idea suya que me
alojara en un hotel y traerme basta aquí. Si le he molestado, debele la culpa a quien le
corresponde: a usted.
Carlo necesitó mucha fuerza de voluntad para ignorar lo que aquellas palabras
estaban despertando en él, y mucha más para apartar su mirada fascinada del muslo
que se le descubrió al salir del coche. Pero nada pudo evitar que se estremeciera
cuando ella pasó a su lado, lo suficientemente cerca como para que pudiera sentir el
calor de su cuerpo.
Una descarga lo recorrió entero, intensamente. Ni una vez en los cinco años
desde que Karina había fallecido, había él experimentado una reacción así hacia
ninguna mujer. Obligándose a tratarla con la misma in diferencia que ella le
profesaba, sacó el equipaje del coche y lo llevó hasta el vestíbulo del hotelito, donde
los propietarios los esperaban.
—Signorina, estos son sus anfitriones, Stella y Luigi Colombo —le anuncié él—.
La dejo en sus hábiles manos.
—Gracias. Seguro que nos entenderemos muy bien —respondió Danielle,
imperturbable.
«¡No como con usted!», pensó sin decirlo, pero reflejándolo en su cuerpo. De
nuevo, Carlo sintió deseos de zarandearla. ¿Qué tenía ella, que lograba sacar aquella
parte tan irracional de él? ¿Cómo era posible que, conociéndola tan poco, le crispara
tanto los nervios?
Furioso con ella y aún más consigo mismo, se metió en el coche y se marchó. En
un principio, tenía pensado ir directamente a su casa, pero se sentía inquieto, así que
se encaminó hacia los Alpes. Media hora después, se detuvo en un mirador con la
nieve cubriéndole los pies y el aire frío dándole en la cara.
Capítulo 3
La casa de la Música estaba al final de una calle empinada. El propietario no
hablaba inglés, pero Danielle descubrió que la ópera era un idioma universal. Salió
de la tienda con un reproductor de CD y un montón de grabaciones de las mejores
óperas.
El día era perfecto y decidió recorrer uno de los parques del pueblo. La gente
caminaba animada: novios agarrados de la mano, madres paseando a sus bebés…
Danielle no olvidaba el precario estado de su padre, pero durante unos momentos
decidió relajarse y disfrutar del ambiente que la rodeaba.
Galanio lo tenía todo para atraer al turismo: se podía esquiar, hacer escalada,
senderismo, vela, natación… El pueblo era pintoresco y lleno de vida, y en él era fácil
olvidar que sus atracciones eran también la causa de que el Hospital Karina Rossi
estuviera siempre lleno.
Era más de mediodía y el delicioso aroma de una trattoria la animó a sentarse a
una de las mesas de la terraza. Pidió una botella de agua y un plato de un liguini con
salsa de almejas.
Elevó el rostro hacia el sol y cerró los ojos. El apareció en su mente, con sus
hermosas manos, sus ojos grises y una boca tan sexy que sólo de mirarla ella se
excitaba. ¿Cómo sería desnudo?
—¡Ciao, signorina!
Sorprendida por una voz de niña junto a ella, se irguió en el asiento y descubrió
a Anita Rossi en el paseo junto a su mesa, observándola con curiosidad.
—¡Ciao! —contestó Danielle, avergonzada de que la hubiera encontrado
mientras fantaseaba con su padre—. Me alegro de verte de nuevo.
—¿Estaba usted durmiendo?
Danielle se rió.
—No, sólo soñaba despierta.
—No entiendo esas palabras.
—¿Significa que estaba pensando con los ojos cerrados?
—¿En su padre?
—Sí, entre otras cosas. Está muy enfermo —dijo, y decidió cambiar de tema de
conversación—. ¿Y tú, Anita? ¿No deberías estar en el colegio?
Al sonreír, a la niña le salieron hoyuelos.
—El colegio ha terminado por hoy. Empezamos las clases muy temprano, y así
acabamos antes y nos queda tiempo para jugar. Estaba atravesando el parque camino
de casa cuando la he visto y he venido a saludarla.
—¡Ah sí! Se me olvidaba decirte que hay un oficial esperando para hablar
contigo en la sala de espera.
—Iré a verlo ahora. Avísame en cuanto sepas algo de Radiología.
—Según todas las versiones —comenzó el policía, consultando su cuaderno—,
su hija bajaba del bordillo Junto al Café Parkside, y se ha cruzado en la ruta de un
coche que bajaba por la calle Fonseca.
—Eso no tiene sentido. Mi hija no tenía ninguna razón para estar en ese lado de
la calle.
El policía se encogió de hombros.
—Varios testigos lo afirman. El conductor ha dado un volantazo y no la ha
golpeado por muy poco. Ha te nido suerte. Ella y su amiga podrían haber muerto.
—¿Su amiga?
—La estadounidense con la que estaba hablando en el café. Me temo que la
mujer se ha llevado la peor parte. Sin duda, su rapidez a la hora de reaccionar ha sido
lo que ha salvado a su hija.
Al enterarse de que Anita estaba herida, Carlo se había mantenido sereno
gracias a su potente fuerza de voluntad. Había bloqueado los recuerdos de otra tarde
cuando entró en otra sala de Urgencias y encontró a su esposa muerta. Pero en lugar
de quedarse enganchado a un pasado que no podía cambiar, se había agarrado a su
autodisciplina de profesional como a un clavo ardiendo y había aplicado toda su
experiencia para con centrarse en el presente. Las distracciones nublaban el juicio y
llevaban a provocar errores, y él no podía permitirse eso en su trabajo.
Su única manera de poder funcionar había sido imaginarse que no importaba
quién fuera la víctima, que él como médico tenía que tratar a todos los pacientes.
Había logrado mantener esa convicción mientras estaba en la sala de Urgencias.
Pero una vez fuera, de pronto se vio enfrentado a los hechos, demasiado horribles
para poder soportarlos, y de nuevo se convirtió en padre. El impacto de que su hija,
su niña, había podido morir, destruyó su férreo autocontrol.
Sintió un sudor frío por la espalda. Su hija se había salvado por muy poco.
Podía haber entrado en Urgencias y habérsela encontrado muerta, igual que ocurrió
con su madre.
Haber estado tan cerca de una nueva tragedia personal era más de lo que podía
soportar. En un esfuerzo por no pensar, se centró en lo trivial.
—¿De qué demonios está hablando? —preguntó, con una furia irracional—. Mi
hija no tiene ninguna amiga estadounidense.
—Su hija y la mujer fueron vistas hablando, doctor, y parecía que sé conocían.
Dos testigos dicen que su hija cruzó la calle y la saludó. Sea como fuere, no hay duda
de que, aunque fuera una extraña, le debe la vida de la niña a esa mujer.
—Entonces me acercaré a darle las gracias, teniendo en cuenta que antes puso
en peligro a mi hija, algo que no creo que pueda justificar —afirmó Carlo,
despidiéndose.
Aún temblando por dentro, se tomó un momento para recomponerse antes de
regresar a Urgencias, y se metió en un hueco que había junto al ascensor, oculto a la
gente. Dos enfermeras se sentaron en un banco al lado, mientras se tomaban un café.
—¡No podía creerme lo que estaba sucediendo! —dijo una—. Quiero decir, el
jefe es famoso por mantener siempre la frialdad ante cualquier cosa, ¡pero quedarse
impertérrito con su propia hija delante…! Pobre criatura, ¿te imaginas tener un padre
así?
—El siempre me ha parecido intimidante, pero le tengo en un pedestal como
todo el mundo aquí. Sin embargo, me siento… traicionada, de alguna manera.
—Es lo que le sucede a la mayoría de la gente cuando descubren que sus ídolos
tienen los pies —de barro —comentó Carlo, saliendo de su escondite—. Por eso es un
error convertir a los simples en dioses. Que disfruten del café, señoritas.
No esperó a que se disculparan, ni prestó atención a sus rostros enrojecidos de
vergüenza, ya tenía suficientes asuntos que manejar. Asumiendo de nuevo su actitud
profesional, regresó a Urgencias justo cuando Anita regresaba de Radiología.
—Buenas noticias —anunció Gino, tendiéndole los resultados del escáner—.
Está perfectamente, tal y como tú habías dicho. Tu pequeña puede irse a casa en
cuanto tú lo digas. Y si me lo permites, deberías tomarte el resto del día libre tú
también estás conmocionado, Carlo, aunque no quieras reconocerlo. Hazte un favor
y vete a casa. Si sucede algo extraordinario por aquí, serás el primero en enterarte.
Era un buen consejo, justo el que él le hubiera dado si la situación hubiera sido
al revés.
—Tienes razón. Me marcharé en cuanto haya visto a la mujer con la que estaba
Anita.
—No tardes mucho. Reconozco un estado de shock en cuanto lo veo.
Carlo también, y creía que aquél lo tenía bajo control. Hasta que descorra la
cortina del habitáculo cercano al de Anita y se encontró con Danielle Blake.
Durante algún tiempo, ella había sido consciente de voces no familiares que
entraban y salían de su mente y de que la cuidaban manos expertas. Intentó
apartarlas y preguntar lo que necesitaba desesperadamente que le respondieran.
Pero cualquier movimiento, incluso respirar, le producía un dolor insoportable.
Entonces, de repente, otras manos la tocaron. Unos dedos fríos palparon sus
costillas doloridas y luego bajaron por su pierna hasta el tobillo y lo flexionaron. A
pesar del dolor, el instinto le dijo que eran las manos de él, que era su voz la que oía.
Y eso hizo que la agonía fuera más fácil de soportar.
—Vaya, Danielle —murmuró Carlo suavemente—. ¿No le parecía suficiente
que me preocupara por su padre, que ha querido añadirse a la lista?
Ella intentó hablar, preguntarle por —la niña, pero sólo logró emitir un gemido
que él malinterpretó.
—He visto —las radiografías —comentó—. Tiene algunas costillas magulladas,
un esguince en un tobillo y un surtido de arañazos y heridas varias por todo el
cuerpo. Ahora que sabemos a qué nos enfrentamos, le daremos algo para aliviar el
dolor.
Su mente ya estaba suficientemente nublada S: medicamentos, pensó Danielle.
Desesperada, se obligó a abrir los ojos e intentó negar con la cabeza.
«¡No me deis sedantes, por favor! Necesito saber… »
Entonces sintió un pinchazo en el brazo que le provocó un atontamiento casi
inmediato. Las lágrimas inundaron sus ojos y le cayeron por las mejillas.
Carlo se las enjugó con los dedos.
—Tranquila, Danielle, va a estar bien, confíe en mí.
«¿Y Anita? ¿Ella también está bien?»
Danielle le imploró con la mirada y comprobó con horror que los ojos de él
brillaban conteniendo las lágrimas. ¡Oh, Dios!
—Hablaremos mañana —dijo él, mientras sus palabras se perdían en la lejanía y
se volvía borroso.
Danielle intentó agarrar su mano, pero las pubes lo ocultaron…
Pero cuando había descorrido las cortinas y la había encontrado herida en la camilla,
ella le había parecido tan sola, tan desconsolada, que había deseado despedir a todo
el mundo y cuidarla él solo. Había sentido una poderosa necesidad de agarrar su
delicado cuerpo entre sus brazos y enjugar sus lágrimas con sus besos… ¡él, el
hombre del que su personal creía que tenía hielo en las venas!
A ella le debía todo, ¡todo! Le hubiera dado la luna, si hubiera podido.
—¿Está muy grave?
—Creo que sí —le respondió a su hija—. Sospecho que, en su interior, está muy
herida, pero ha aprendido a ocultarlo.
—¿Y tú puedes hacer que mejore?
—Puedo intentarlo. Pero creo que tendrás que ayudarme.
—¡Oh, claro que lo haré, papá! Es tan guapa y tan amable… Quería
acompañarme a casa, ¿sabes? Estaba preocupada por mí, pero le dije que yo ya era
mayor y podía ir sola.
—Un gran error, Anita.
—Lo sé —dijo ella, bajando la mirada—. Lo siento, papá, no volveré a hacerlo.
—Desde luego que no —afirmó él—. De ahora en adelante, Calandria te
acompañará desde la misma puerta del colegio a casa.
—Mis amigos se reirán de mí…
—Pues será mejor que se rían ellos a que llore yo. No me pidas que me
arriesgue con tu vida, Anita. No lo haré —aseguró él, dándole un beso en la cabeza—
. Soy tu padre, cariño mío. Es mi deber cuidar de ti.
—Lo sé —respondió ella, con una sonrisa tan parecida a la de su madre que a
Carlo le dolida—. ¿Y la signorina Blake? Ella también está herida y su padre está en el
hospital. ¿Quién va a cuidar de ella?
El llevaba luchando con la misma pregunta desde que había salido del hospital.
—Tengo la sensación de que nosotros —dijo, aunque una vocecita interior le
anunciaba que se estaba metiendo en problemas—. No tenemos mucha opción ¿no te
parece?
Capitulo 4
A la mañana siguiente, acababan de ayudar a Danielle a sentarse en la silla de
ruedas cuando Carlo Rossi entró en su habitación, despampanante como siempre.
Por primera vez, a Danielle no le dio un vuelco el corazón, sino que pareció
detenerse mientras intentaba interpretar la expresión de él.
Carlo hizo un gesto al celador para que se marchara y se acercó a la silla de
ruedas.
—Mis enfermeras me han dicho que está siendo una paciente difícil —comentó
con severidad—. Ignora las órdenes de que se quede en la cama, insiste en que le
demos el alta e intenta conseguir de ellas información privilegiada…
—Dios santo, lo único que les pedí saber fue cómo estaba su hija! Me he pasado
la noche preocupada por ella. Pero para su personal es como pedirles que violen la
seguridad nacional.
—Es la política del hospital, la confidencialidad hacia los pacientes y todo eso
—comentó él, mientras le tomaba el pulso y un brillo de diversión iluminaba sus
ojos—. Vaya, sí que está nerviosa, ¿eh? Su pulso y su respiración están disparados.
¿Si le digo que Anita, salvo por unos pocos rasguños, está perfectamente, me
promete que se relajará?
¿Con aquella voz tan cálida y aquel tacto como si fuera su amante? ¡Imposible!
—Lo intentaré —contestó ella.
Desde luego, tenía que ser la medicación lo que nublaba su mente.
—Inténtelo con más fuerza —la animó él, acariciándole la mano.
Intentando contener su imaginación desbocada, Danielle se centró en Anita.
—¿Qué daños ha sufrido su hija?
—Tiene una herida muy llamativa en la frente, otra en el codo y en las rodillas.
Pero tuvo suerte, en el fondo no es nada. Usted no ha sido tan afortunada. ¿Cómo
están sus costillas esta mañana?
Antes de que ella pudiera contestar, él se inclinó sobre ella, muy cerca, y colocó
la mano encima de su cintura. La dejó unos instantes y siguió examinando la zona,
rozando con el pulgar la parte baja de su seno. Danielle ahogó un grito. Una
enfermera le había aconsejado que no se pusiera sujetador porque le iba a resultar
incómodo, pero prefería sentir aquella incomodidad a verse expuestaa1 placer de
aquel tacto.
—¿Le ha dolido? —preguntó Carlo, sacando un estetoscopio de un bolsillo.
—Es… incómodo —logró articular ella—. Pero mi corazón está al otro lado.
—Creo que eso nos lo enseñaron el primer año de Medicina —contestó él con
una media sonrisa, levantándole el camisón y apoyando el estetoscopio sobre las
costillas.
heridas, Danielle, pero no tengo ninguna intención de verme en un juzgado por las
complicaciones que usted pueda causarse.
—Nuestra casa es muy bonita, signorina —añadió Anita con énfasis—. Y
tenemos un jardín enorme. Y Calandria es muy buena cocinera…
—De eso estoy segura.
—Entonces, arreglado —dijo Carlo, quitando los frenos de la silla de ruedas y
dirigiéndola hacia la puerta.
—No tan rápido —dijo de pronto Danielle—. ¿Y qué pasa con mi padre?
—Le mantendré informada y, si se produce algún cambio, la llevaré
personalmente a su lado. Pero en los próximos dos días, le hará un bien mejor
preocupándose por su propia recuperación.
Discutir con él no tenía sentido, sobre todo cuando la simple acción de girar la
cabeza para hablar con él le dolía como si tuviera un cuchillo clavado entre las
costillas.
—¿Lo ve? —añadió él, advirtiendo su gesto contenido de disconformidad—. Yo
sé qué es lo mejor.
—Pero todas mis cosas están en el hotel —protestó ella débilmente.
—Ya no. Me he ocupado de que las enviaran a mi casa. Encontrará todo en la
habitación que hemos preparado para usted.
—Debería protestar, enérgicamente, pensó Danielle. El se había tomado
demasiadas libertades, la trataba como si ella hubiera perdido el juicio. Pero al
mismo tiempo, sus acciones le resultaban tremendamente seductoras. No lograba
recordar la última vez que un hombre se había preocupado por ella hasta aquel
punto.
—Parece que ha pensado en todo —murmuró, esforzándose por aplacar la
emoción de cenar con él cada noche y dormir bajo el mismo techo.
Al fin y al cabo, él sólo estaba actuando por un sentimiento del deber.
—Entonces, ¿está de acuerdo con mi sugerencia? —inquirió él.
—A mí me ha parecido más bien una orden, pero es lo más razonable —
respondió ella.
Hizo ademán de encogerse de hombros, dándose cuenta demasiado tarde de
que era un movimiento estúpido. Conteniendo un gemido, se llevó las manos a1
torso.
—Sí, digamos que estoy de acuerdo. Por ahora.
—Por el tiempo que yo estime necesario, Danielle —la corrigió él, empujando la
silla de ruedas hacia la puerta.
—Supongo que también habrá pensado en cómo voy a pagarle tanta
generosidad.
—Por supuesto. Ayudará a Anita a que mejore su inglés.
La casa estaba junto al lago, rodeada de jardines, y tenía una playa privada. Un
pequeño muelle y un cobertizo para botes se erigían sobre el agua, y había una
plataforma para lanzarse al agua anclada a unos cincuenta metros de la orilla.
—Te hemos preparado la habitación de la planta baja —le anunció Carlo,
sacándola en brazos del coche como si no pesara nada, y llevándola a la casa—. Así
no tendrás que preocuparte por las escaleras. Tiene su propio cuarto de baño. Espero
que la encuentres agradable.
De hecho, Danielle la encontraba opulenta, aunque decorada con buen gusto.
Carlo le señaló un sillón con un reposapiés a juego y una mesita con una lámpara a
su lado.
—Los he puesto ahí por si quieres un lugar tranquilo para leer. Ya verás lo bien
que te resulta tener el pie elevado el mayor tiempo posible.
—Se ha tomado muchas molestias, doctor —comentó ella—. Me temo que
muchas más de las que deberían.
—Eres mi invitada, Danielle —replicó él—. Quiero que estés cómoda. Y, por
favor, llámame Carlo.
—Car… Claro, eso está hecho.
Ella intentó pronunciar su nombre, pero no fue capaz. Le resultaba algo
demasiado íntimo para seguir manteniendo la compostura.
Si él se dio cuenta de sus dudas, no hizo ningún comentario. En lugar de eso,
miró la hora.
—Ahora tengo que marcharme, pero Calandria te ayudará a acomodarte. Te
dejo una medicación que deberás tomar una hora después de la comida. Después, te
recomiendo una larga siesta. Nos veremos en la cena, a menos que me retenga una
urgencia.
Después de una comida sencilla a base de pan crujiente recién hecho, queso,
aceitunas, galletas y fresas con nata, Calandria y Anita llevaron el equipaje a la
habitación de Danielle.
—Es usted fortunata, signorina —comenzó Calandria en un inglés con mucho
acento italiano—. Está usted muy delgada, pero yo voy a hacerla engordar. ¡Todo
molto delicioso!
—No se tomen tantas molestias por mí —rogó Danielle. Anita negó con la
cabeza.
—No se preocupe. Los fines de semana cenamos de forma especial, porque son
los días que papá está en casa, salvo que haya una urgencia en el hospital.
Calandria siguió colgando la ropa de Danielle en el armario mientras hablaba
en italiano.
—Dice que papá trabaja demasiado —tradujo Anita—, y que ella es la única que
lo regaña.
—La creo —señaló Danielle secamente—. ¿Os vestís de forma especial para
cenar?
—Cuando papá está en casa, siempre. Pero si tiene que quedarse en el hospital,
Calandria me deja cenar en la cocina y no le importa cómo vaya vestida.
—Entonces seguro que yo termino comiendo en la cocina también, porque no
he traído ropa de vestir.
De hecho, como había hecho la maleta tan deprisa y no contaba con quedarse en
Italia mucho tiempo, había tenido que comprarse ropa.
—¡Oh, no! Papá no lo aprobaría —exclamó la niña—. Usted es nuestra invitada,
y su ropa es muy bonita.
—Es aceptable, supongo, pero creo que tendré que volver a ir de compras
cuando tenga más movilidad —dijo, y sonrió a Anita—. ¿Me acompañarías y me
ayudarías a elegir?
—Me encantaría, signorina —respondió la niña, enrojeciendo.
—Y a mí me encantaría que me llamaras Danielle —afirmó ella, pensando que
aquella pequeña era encantadora.
—Si papá lo aprueba, lo haré.
Danielle estaba a punto de decirle que aquello no era de la incumbencia de su
padre, pero Calandria las interrumpió abriendo la cama y hablando a Anita en
italiano.
—Calandria dice que debemos dejarte descansar, pero que vendrá luego por si
necesitas ayuda para vestirte para cenar —dijo, y señaló un intercomunicador que
había en la pared—. Puedes llamarla por el interfono.
Danielle se sentía agotada, y pronto se encontró acunada por la brisa que
entraba a través de las cortinas, el canto lejano de los pájaros y la medicación que
había empezado a hacer efecto.
Cuando por fin llegó a casa, Carlo encontró a Danielle arrellanada en el sofá del
salón, con Anita acurrucada junto a ella.
—Siento el retraso —dijo, deteniéndose en la puerta—. Creí que llegaría a
tiempo para cambiarme, pero…
Vestida con unos elegantes pantalones negros, una blusa, y un chal de un vivo
color sobre los hombros.
Danielle le sonrió.
—¿Algo te ha retenido?
—Sí, algo me ha retenido.
«Zarah Brunelli, para ser más exactos».
—¡Dime que el nuevo rumor no es cierto! —le había dicho ella, acercándose
cuando él estaba a punto de subirse al coche.
—¿Y cuál es? —había preguntado él con una sonrisa, acostumbrado a escuchar
algunos chismorreos del hospital realmente graciosos.
Pero el rostro de ella no indicaba que fuera nada divertido.
—Que te has llevado a la señorita Blake a tu casa.
—¡Ah, eso! Es cierto —había contestado él, dejando su maletín en el asiento de
atrás.
—Por Dios santo, Carlo, ¿has perdido el juicio?
—En absoluto —había contestado él, irritado por el tono de ella—. Danielle
Blake ha salvado la vida de mi hija. Nunca podré compensarle lo suficiente.
—Pero llegando a esos extremos, parece de nuevo que tienes un interés
personal en ella.
La verdad era que su interés por Danielle era pura mente personal, y cada
momento crecía más. Por primera vez desde que podía recordar, había estado
deseando que terminara el día para poder verla de nuevo. Pero eso no iba a
contárselo a Zarah.
Al obtener un silencio por respuesta, Zarah había añadido:
—¿No te das cuenta de que tus acciones ponen tu reputación en entredicho?
—¿Ante quién, Zarah? ¿Ante ti?
Enrojeciendo, ella le había devuelto la mirada furiosa.
—¡Si quieres que te diga la verdad, sí! Primero, la tomas como tu paciente
cuando podría haberse ocupado de ella cualquier otro médico, y luego no ocultas
que la alojas en tu casa. Estás metiéndote en problemas, Carlo, y estoy horrorizada.
—Anita está encantada. Se lleva muy bien con Danielle.
Zarah había resoplado con desaprobación, recordándole una vez más que a ella
no le gustaban los niños.
—¿Y te parece apropiado recompensar a tu hija por haber desobedecido las
reglas?
—Lo que encuentro inapropiado es tener que justificarme ante ti —había dicho
él, sin ocultar su desagrado—. Eres mi colega y casi amiga, pero no eres mi
guardiana, Zarah.
Capítulo 5
—¡Come usted como un gorrión! —gruñó Calandria, retirando el plato de
ternera de Danielle a medio terminar—. ¿Cómo quiere estar sana comiendo así?
Carlo la miró divertido por encima de su copa de vino.
—Calandria no está contenta. Se lo tomará como un insulto personal si no
engordas con su comida.
—¡Pero si todo estaba delicioso, Calandria! —le dijo a la cocinera—. Sólo que
era mucha cantidad para mí.
—¡No demasiado! —la regañó Calandria—. Ha pinchado los trozos pequeños y
ha escondido el resto de bajo del tenedor.
Era justamente lo que había hecho. Pero, ¿cómo iba a tener apetito, con la
promesa de Carlo en el aire de que retomarían la conversación después de cenar?
Sólo le cabía esperar que aquella velada amenaza hubiera sido una broma o que se
olvidara de ello.
Pero no sucedió ninguna de las dos cosas. En cuanto Anita se fue a dormir, y
Carlo y Danielle regresaron al salón para tomar un café, él recuperó el hilo de la
conversación.
—Vaya, Danielle, apenas has tocado la comida, no has hablado casi nada, has
mantenido los ojos fijos en el plato como temiendo que se encontraran con los míos, y
antes de cenar has dicho que te invadía la envidia. ¿Cuándo vas a desnudar tu alma y
a explicarme el porqué de todo esto?
Carlo fue tan persuasivo, sin acusarla ni censurarla, que Danielle le respondió
sinceramente:
—Es por cómo os lleváis Anita y tú: el amor incondicional de tus ojos cuando la
miras, la confianza y la adoración de los suyos cuando te mira a ti…
—Todo niño tiene derechos que lo amen incondicionalmente.
—Así debería ser, pero no siempre ocurre. Algunos niños crecen sin estar
seguros de que sus padres los quieren.
El dejó su taza en una mesita baja y se inclinó hacia ella.
—¿Fuiste tú uno de esos niños, cara?
Aquella ternura la ablandó y le hizo contarle lo que no había compartido nunca
con nadie.
—Con mi madre, no —comenzó ella, mirando la mano de él, tan cercana a su
rodilla que casi la tocaba—. Ella era la persona más cariñosa del munda Pero mi
padre…
Se encogió de hombros en un gesto lo decía todo.
—¿No tienes una relación cercana con él?
—No. Nunca la hemos tenido. Uno de los primeros recuerdos que tengo de él es
cuando me contó que, cuando yo nací, le dijo al médico que me devolviera porque él
había pedido un hijo, no una hija… Incluso mi nombre se deriva del de un chico.
—Seguro que estaba bromeando y tú eras demasiado pequeña para
comprender su sentido del humor, el cual, por cierto, deja bastante que desear.
—No. Hablaba en serio y, por si no me había enterado bien, me lo dejó muy
claro cuando mi madre murió —relaté ella, y se detuvo unos instantes—. Yo tenía
once años La tarde del entierro, me sentó y me dijo que teníamos que soportarnos
mutuamente unos cuantos años más. Mi madre le había hecho prometerle que
cuidaría de mí hasta que yo fuera lo suficientemente mayor para cuidar de mí
misma.
Calló de nuevo, cómo perdida en sus recuerdos.
—Yo no le entendí. Le dije que creía que los padres siempre amaban a sus hijos
y querían cuidar de ellos.
—¿Y el qué respondió a eso?
—Respondió que él cumpliría con sus responsabilidades, como siempre había
hecho, pero que yo siempre había sido la hija de mi madre y que, si por él hubiera
sido, me hubiera dejado en el hospital al nacer.
Por la expresión de Carlo, Danielle supo que estaba impresionado.
—¿Te dijo eso el día del entierro de tu madre? ¿Cómo se puede ser tan bruto
con su propia hija? —exclamó él, indignado—. ¿Y tú cómo reaccionaste ante esa
crueldad?
—Me humillé —respondió ella sombríamente—. Intenté todo lo que se me
ocurrió para que él me quisiera. Sacaba las mejores notas en el colegio, aprendí a
cocinar sus comidas favoritas, a plancharle las camisas y a doblárselas como a él le
gustaba…
—¿No teníais asistenta del hogar?
—Tuvimos varias, pero ninguna duraba mucho; Mi padre era demasiado
exigente y difícil de tratar. Para cuando cumplí catorce años, llevaba la casa yo sola.
—¿Y cuándo decidiste que ya tenías suficiente?
—No lo hice. Fue él quien lo decidió. El verano de mi graduación, vendió
nuestra y se trasladó a un ático de lujo. Dijo que lo hacía por mí, que yo estaría mejor
en mi propia casa, que ninguna adolescente de dieciocho años quería que su padre
estuviera cerca cuando llevaba a sus novios a casa.
—Y tú tenías muchos novios —comenté Carlo; con una media sonrisa—. Una
muchacha tan bonita como tú debía de tener cientos haciendo pegamento.
Ella arrugó la frente, perpleja, se sujetó el costado con una mano y rompió a
reír.
—¡Querrás decir haciendo cola, esperando a que les llegara el turno!
Él tomó su otra mano entre las suyas.
—Cuando los ojos te brillan como estrellas y ríes como si cantaras, te confieso
que no sé ni lo que digo.
Danielle dejó de reír, abrumada por la ola ardiente que el tacto de él le
provocaba. Tom nunca había logrado nada parecido, y ella no estaba acostumbrada a
aquella reacción de su cuerpo.
Intentó retirar la mano, pero Carlo no la soltó. En lugar de eso, le acarició la
barbilla y la boca con el pulgar. Danielle sintió que se le secaba la garganta y que, allá
por donde él la tocaba, le invadía el calor. Creyó que el corazón se le salía del pecho.
—Nos conocemos desde hace muy pocos días, pero, ¿sabes cuántas veces he
tenido ganas de besarte? —murmuró él.
Ella tragó saliva.
—¿Por qué?
Él se llevó la mano de ella al pecho.
—Por esto. Haces que mi corazón se acelere, y me resulta muy agradable.
Él hacía que ella se sintiera mareada de placer, como hechizada. Ella nunca
había tenido mucho éxito a la hora de cautivar al sexo contrario. Apartó la vista de
Carlo mientras murmuraba:
—Bueno, seguramente no es una buena idea… lo de besarme, me refiero.
—¿Por qué no? ¿Te ofendería?
—Yo no he dicho eso.
Él acercó su rostro al de ella tanto que casi se rozaban.
—¿Entonces qué has dicho?
Sus labios prometían una pasión más allá de lo que ella nunca había imaginado.
Deseó que él dejara de hablar y la besara, y que terminara así con su sufrimiento.
Porque le ardía el vientre y la pelvis de excitación, y ella sabía que no era más que
una ilusión, que necesitaría un milagro para que su cuerpo respondiera al impulso
sexual. Cuanto antes comprendiera él que ella era incapaz de responder, mejor para
ambos. Él volvería a tratarla como el profesional médico que era, y ella podría
desembarazarse de la idea de que aquella vez, con aquel hombre, todo sería
diferente.
—Hasta hace seis meses, estaba prometida —comenzó ella, decidida a ser
completamente franca—. Pero mi novio terminó la relación porque yo no lograba
cumplir con sus… expectativas. Me temo que tampoco cumpliré las tuyas.
Carlo acortó la poca distancia que quedaba entre ellos y le sujetó el rostro entre
las manos.
—¿Por qué no me dejas que sea yo quien juzgue eso?
—Porque mi experiencia…
No pudo terminar la frase porque él cubrió su boca con la suya, pero sobre
todo, porque al sentir aquel contacto, dejó de pensar con claridad. De repente, todos
sus temores se suavizaron. Vio colores brillantes, abrumadores, con los párpados
cerrados. Sintió que todo su cuerpo bailaba por dentro. Una exquisita y extraña
sensación le recorrió el vientre y sintió que se le humedecía.
Y él lo único que había hecho era besarla. No brutalmente, como Tom,
obligándola a responderle. Ni apresuradamente, como si fuera un incómodo
preludio. La había besado con una delicadeza que la dejó sin aliento y derretida de
deseo.
Atónita ante aquellas inusuales reacciones de su cuerpo, Danielle dejó de
intentar comprender y simplemente se dejó llevar por el instinto. Sus manos
agarraron la camisa de él y se inclinó, haciendo que sus pechos se rozaran con el de él
y provocándole descargas eléctricas por todo el cuerpo.
Envalentonada por el suave murmullo de placer de Carlo, le tomó la mano y la
colocó sobre su cuello y el chal que llevaba sobre los hombros. Con un movimiento
rápido, él mandó el chal al suelo. Un momento después, sus dedos expertos se
deslizaban por dentro del escote de su blusa, inflamándola de deseo.
Él colocó la mano alrededor del seno desnudo de ella y apretó suavemente el
pezón. Danielle dejó escapar un gemido de placer. Entonces él acarició sus labios con
la punta de la lengua, y ella se entregó de lleno a él, entreabriendo la boca y
acogiéndolo.
—Es mi padre —respondió ella con sencillez—. Me gusta creer que he superado
la necesidad de ganarme su aprobación, pero lo cierto es que mantengo la esperanza
de que las cosas cambien entre nosotros.
—¿Y si él no recupera nunca la consciencia, o si muere? ¿Qué harás entonces?
—Seguiré como antes. No puedes echar de menos lo que nunca has tenido,
Carlo.
El dirigió una mirada al retrato que colgaba sobre la chimenea.
—Cómo me gustaría ver las cosas de una forma tan práctica.
—Creía que, como hombre de ciencia que eres, lo entenderías.
Él volvió a mirar el retrato.
—Ser médico no me hace incapaz de albergar ilusiones. Ni tampoco me hace
más fácil aceptar el fracaso.
Era como si su esposa hubiera salido del cuadro y estuviera frente a ellos.
—¿Te refieres a Karina?
—Sí —contestó él, enarcando las cejas sorprendido—. ¿Cómo sabes su nombre?
—Una de las enfermeras me contó por qué el hospital llevaba su nombre;
¿Cómo falleció?
—Fue en un accidente, una situación parecida a la de tu padre. Estaba
escalando una montaña y se cayó.
—Deduzco que su muerte fue lo que te motivó para construir el hospital.
—Sí.
Inquieto de pronto, Carlo se levantó y se acercó a uno de los ventanales que
daban al patio.
—Antes de que ella muriera, vivíamos en Roma, porque mi trabajo estaba allí
—explicó—. Pero Karina odiaba la ciudad. Ella había nacido aquí y echaba de menos
sus amados Alpes.
—Me sorprende. Por su aspecto, me parecía que sería más de estar en casa y de
moverse en la alta sociedad.
—No creas que, por que fuera de un pueblo y le gustara la vida al aire libre,
carecía de sofisticación —señaló él—. Karina era una mujer compleja. Como el propio
Galanio, personificaba una elegancia culta.
Por el tono distante de él, Danielle supo que había traspasado la línea. Tal vez él
la hubiera besado y revelado que la encontraba atractiva, pero eso no le capacitaba
para opinar sobre su esposa.
—No la estaba criticando, Carlo —replicó ella fríamente—. Sólo era un
comentario. Lo siento si te he ofendido.
Él no registró su disculpa, continuó como si ella no hubiera hablado.
Ella negó con la cabeza, deseando poder escapar de la habitación. Pero Zarah
Brunelli tenía otra idea. En cuanto Carlo se marchó a la cocina, ella se giró hacia
Danielle y le dirigió una sonrisa hostil.
—Qué bien tener unos momentos a solas con usted, signorina —comenzó,
sentándose al otro extremo sofá—. Esperaba esta oportunidad desde su
desafortunado accidente. Confío en que entienda lo que voy a decirle con la misma
intención con la que se lo cuento.
Capítulo 6
Danielle pasó la mayor parte del domingo tumbada a la sombra de un árbol.
Dormitó, leyó e intentó no pensar en la noche anterior.
Su sensación de vergüenza por su comportamiento con Carlo había aumentado
después de lo que le había dicho Zarah Brunelli:
—Si cree que va a ocupar el lugar dejado por la es posa del doctor Rossi,
signorina Blake, está perdiendo el tiempo y poniéndose en ridículo —había afirmado
la doctora—. El le presta atención sólo porque siente lástima de usted.
—Anita apareció después de la comida con los cuatro gatitos recién nacidos, y
Danielle gritó de alegría al verlos juguetear, mientras charlaba animadamente con la
niña.
Carlo pasó todo el día en el hospital pero regresó a tiempo para cenar. Después
de saludar a su hija, y de examinar su frente y comprobar que iba curando bien, le
dijo que subiera a cambiarse y se acercó a donde estaba Danielle. Le tendió una copa
de vino blanco y se sentó en el césped junto a ella con una copa de vino tinto.
—Tú también tienes mucho mejor aspecto hoy —señaló—. Me preocupaba que
Anita te agotara.
—No tienes por qué preocuparte —le aseguró Danielle—. Es adorable, me
encanta estar con ella.
Él se la quedó mirando pensativo.
—Sí, ya veo que sí. Ella saca esa parte cálida de ti que sueles tener oculta.
—Me resulta fácil conectar con ella. Sé lo que su pone no tener madre.
—Y nada puede reemplazar el cariño de una madre, ¿verdad?
—No era una crítica, Carlo se apresuró a aclarar ella—. Estás haciendo un
trabaja estupendo con esa niña. Tiene unos modales exquisitos, y creo que tu
insistencia en que se ponga elegante para la cena es un buen ejemplo. Deberías estar
orgulloso.
—Me comprometí a asumir el papel de padre y madre. Es lo que mi mujer
hubiera deseado, y no pienso decepcionarla.
Karina volvía a estar presente.
—Que usted haya logrado engatusado para alojarse en su casa no significa que
pueda ocupar el lugar de su esposa —le había advertido la doctora Brunelli—. Se lo
digo por su propio bien. Él sigue tan casado con ella hoy como el día de su boda.
No necesitaba que la doctora se interpusiera. Karina, aunque ya no estaba
físicamente entre ellos, seguía teniendo una importante presencia.
Carlo apuró su copa y se puso en pie.
—Yo también debo ducharme y cambiarme de ropa. ¿Quieres entrar en la casa?
A la mañana siguiente, él salió pronto de casa camino del hospital, pero estuvo
de regreso a las once y media. Danielle estaba leyendo en el patio.
—¿Has olvidado que habíamos quedado hoy para ir a la comisaría? —preguntó
él, quitándole el libro de las manos.
Ella Io miró sorprendida.
—No, pero creí que tú sí.
—¿Por qué lo haces? —inquirió él con curiosidad.
—¿Hacer qué?
—Vivir siempre en la decepción. Te dije, que hoy iríamos a recoger tus cosas, y
yo cumplo mi palabra.
Ella se encogió de hombros, un gesto de menosprecio a sí misma, como
diciendo «¿Porqué iba ningún hombre a molestarse por mí?» Al principio, él había
creído que se trataba de falsa modestia, y eso lo había molestado. Una belleza como
ella debía de saber la impresión que causaba en los demás.
Pero al conocerla mejor, se había dado cuenta de que era una actitud causada
porque le habían fallado las personas que deberían haberla apoyado. La molestia de
Carlo se había tornado entonces hacia el padre de ella y el hombre con el que había
estada comprometida. Entre los dos, y por razones que él aún no lograba vislumbrar,
habían dejado su confianza en sí misma por los suelos.
—Ponerte siempre en lo peor es una mala costumbre, Danielle —le advirtió,
ayudándola a levantarse—. Muchos estudios demuestran que los problemas buscan
a la gente que los está esperando.
—¿Además de neurocirujano también eres psicólogo? —replicó ella, mirándolo
de reojo mientras se metía en el coche.
Levantó el brazo para ponerse el cinturón y él vio un instante su sujetador, lo
que le recordó lo sucedido el sábado por la noche. Si Zarah no hubiera aparecido
cuando lo hizo, la noche hubiera terminado de una forma bien distinta.
Para superar la ola de deseo que esa posibilidad le inspiraba, Carlo se dirigió a
ella con el tono que empleaba con sus médicos residentes el primer día.
—Las disciplinas médicas muchas veces se superponen signorina.
—En ese caso, deberías ver la diferencia entre esperar lo peor y ser capaz de
valerse por uno mismo —replicó ella con descaro—. Yo me he cuidado a mí misma
desde que tenía once años, no lo olvides. No estoy acostumbrada a confiar en otras
personas.
—¿Por eso rechazaste la ayuda de Zarah el sábado por la noche, cuando se
ofreció a acompañarte a tu habitación?
Danielle adoptó una expresión de disgusto.
—No creí que su ofrecimiento fuera en serio.
—Estaba preocupada por ti. Fue lo que me dijo cuando regresé al salón con el
chocolate caliente.
—Seguro que estaba muy preocupada —dijo ella.
—¿No te cae bien?
—No la conozco —dijo ella cautelosa.
—Es una cirujana excelente y una colega leal.
—Dejó muy claro eso último en nuestra breve charla.
Carlo sospechaba que ambas mujeres se habían dicho mucho más de lo que
ninguna quería admitir ante él.
—Me entristeció que no me esperaras para despedirte antes de irte a dormir.
—Estaba exhausta de la conversación —excusó ella, y al ver que él no la creía,
añadió—: Es muy cansado mantener una conversación con alguien que no habla bien
el idioma…
De nuevo se encogió de hombros, guardándose más de lo que había dicho.
Aquella mañana ella llevaba una camisa sin mangas y una falda hasta los
tobillos de un tejido vaporoso.
—¿Cómo se llama este tejido? —preguntó él, tomándolo entre los dedos.
—Algodón plisado en forma de acordeón. Esconde multitud de defectos y no
ocupa nada en la maleta.
Carlo no entendía qué defectos tenía ella que esconder.
—Te tapa demasiado —se quejó, incapaz de apartar la vista de la forma de sus
piernas, sugerida por el tejido—. Pero volvamos al tema de Zarah…
—No tengo nada más que añadir —afirmó ella.
Aquella mañana, cuando él le había preguntado a Zarah qué tal con Danielle,
ella le había dicho que no tenían nada en común.
—Es una pena —contestó a Danielle—. Esperaba que pudierais llevaros bien.
—Ven —dijo Carlo, ayudándola a salir del coche—. Durante el próximo rato no
voy a ser el médico de tu padre, ni tú la hija de mi paciente. Vamos a ser
simplemente un hombre y una mujer que disfrutan de la compañía del otro mientras
comparten una agradable comida.
Después de decir aquello, apartó parte de la parra, descubrió una puerta en la
pared y tiró de la campanilla que servía como timbre.
—Al otro lado se encuentra uno de los secretos mejor guardados de esta ciudad
—le anuncio a Danielle—. Es un lugar donde no van los turistas, y sólo algunos
lugareños lo frecuentan.
La puerta se abrió y apareció Lorenzo, el maître, que reconoció enseguida a
Carlo y los animó a entrar con una gran sonrisa.
—Buon giorno, signor e signorina. Come estate?
—Danielle, te presento a Lorenzo. El restaurante es suyo y de su hermano,
Lamberto, que es quien cocina y al que seguramente conocerás antes de que nos
marchemos.
Al advertir que Danielle cojeaba, el maître la agarró del otro brazo y los
acompaño a una mesa que se hallaba en una esquina soleada.
A Danielle le había supuesto un gran esfuerzo caminar aquella distancia tan
corta, y se dejó caer extenuada en la silla que Lorenzo sujetaba para ella. Una sonrisa
le iluminó el rostro.
—Es un placer conocerlo, Lorenzo. Es un sitio en cantador.
—Grazi el placer es mío, bienvenida. ¿Está aquí de vacaciones?
—No. He venido para acompañar a mi padre, que está en el hospital.
—Y la signorina ha terminado como paciente mía también —añadió Carlo—.
Una coincidencia poco afortunada, como diría usted, ¿verdad, amigo mío?
—Desde luego.
En un gesto galante, Lorenzo besó la mano de Danielle, algo natural para él
pero que a ella le hizo enrojecer.
—Te sonrojas como una niña —le dijo Carlo cuando se quedaron solos —. Eso
me resulta poco habitual en una mujer de tu edad, y es muy seductor.
—¿Una mujer de mi edad? —repitió ella sonriendo—. No sé si tomármelo como
un halago o como un insulto. ¿A qué te refieres exactamente?
—A que estás en la flor de la vida, cara —respondió él con seriedad—, justo en
esa época en la que haces que un hombre olvide lo que iba a decir y gire la cabeza
para seguirte con la mirada cuando pasas a su lado.
—Pero si no sabes la edad que tengo…
—Claro que sí. Como paciente mía que eres, he examinado tu ficha médica.
Tendrás treinta en agosto.
—Entonces sabrás también cuánto peso. ¡No es justo! La edad y el peso son
secretos de cada mujer.
—Los tuyos están a salvo conmigo —aseguró él, mientras observaba las
diferentes expresiones del rostro de ella, sus manos tan expresivas, la línea de su
cuello, las ondas de su pelo rubio…—. ¿Puedo decirte algo más? —inquirió,
preguntándose si ella percibiría su deseo en sus palabras.
—Adelante. Sobreviviré.
—A los cuarenta, serás irresistible A los cincuenta, seguirás en tu apogeo, pero
estarás más calmada. A los sesenta, los hombres de treinta desearán haberte conocido
con veinte. A los setenta, tu pelo rubio se habrá tornado plateado, pero tus ojos
continuarán cautivando a quien se sumerja en sus profundidades. A los ochenta,
serás la más bella, una dama madura, con la sabiduría escrita en el rostro.
—¡Qué forma tan delicada de decir que estaré toda arrugada!
De pronto él se inclinó sobre la mesa, tomó las manos de ella y las sacudió.
—¡Ya está bien, Danielle! Aprende a aceptar los cumplidos sinceros que te
mereces. Sólo las mujeres realmente elegantes saben hacerlo.
Avergonzada, Danielle retiró las manos y las escondió en su regazo.
—Vas a tener que perdonarme. No soy muy buena en eso.
—Quizás se debe a que no has podido practicar mucho, lo cual dice muy poco
del hombre con el que ibas a casarte.
—No era muy dado a la poesía.
—Yo tampoco lo soy —afirmó Carlo—. Pero creo en la verdad.
Lorenzo reapareció con un plato de aceitunas, pan recién hecho y un cuenco
con aceite y vinagre de la mejor calidad.
—¿Qué van a beber? ¿Les apetece un vino blanco para acompañar la sopa de
cozze que tenemos hoy?
—Yo no tomaré vino —contestó Danielle.
—Ni yo, Lorenzo, grazie —se disculpó Carlo—. Tengo que estar disponible si
me llaman del hospital. Tomaremos agua mineral.
—¿Qué es cozze? —preguntó Danielle cuando les sir vieron la bebida.
—Mejillones, sopa de mejillones —respondió Carlo—. ¿Supone un problema
para ti?
—En absoluto, me encanta el marisco. Pero me ha sorprendido que no nos
trajeran la carta.
—En este restaurante no hay carta. Cada día, al amanecer, Lorenzo se acerca a
los mercados de Milán y compra lo más fresco y apetitoso. A veces es pescado, otras
carne, y siempre queso, ingredientes para ensaladas y fruta.
—Creí que su hermano era el chef.
—No fue porque nosotros quisiéramos. El destino nos llevó por caminos
diferentes, no tuvimos elección. Lo que aprendí entonces fue que debemos
aprovechar al máximo cada momento, y divertirnos todo lo que podamos. Así nos
quedarán buenos recuerdos.
—¿Es ésa su receta de vida, doctor?
—También le añado integridad. Espero que, cuando me llegue la hora de morir;
pueda contemplar mi vida sin avergonzarme. Por lo poco que sé de ti, estoy seguro
de que tú lo lograrás, aunque lo dudo mucho en el caso de tu ex novio y tu ex amiga.
Perdida en sus pensamientos, Danielle agarró el último bollo de pan, lo mojó en
el aceite y se lo metió en la boca. Carlo la observó, embelesado con la forma de su
boca, el brillo de su pelo, la expresión grave de sus ojos… Una sonrisa iluminó el
rostro de Danielle cuando se dio cuenta de que la observaba.
—¿Qué sucede? —preguntó, manteniendo el pan lejos de él—. ¿Lo querías?
—No —contestó él con gravedad—. Te quiero a ti.
Entonces, olvidándose de que estaban en un lugar público, se inclinó sobre la
mesa y la besó en los labios.
Tenía pensado que fuera un beso breve, sólo para calmarse hasta que estuvieran
a solas. Pero la boca de ella era demasiado deliciosa, y se entreabrió a él de forma
demasiado seductora. Así que se recreó en el momento. Lo hizo durar hasta que
ambos se quedaron sin aliento.
No era propio de él ser tan impulsivo, ni demostrar afecta en público.
Conmocionado por el efecto que ella le causaba se sentó de nuevo en su silla.
—¿Te he sorprendido tanto como acabo de sorprenderme a mí mismo?
—No sólo a mí —murmuró ella, avergonzada—, sino a todo el mundo de
alrededor. ¡Hay un hombre detrás de ti que no nos quita la vista de encima!
Carlo no se molestó en girarse para mirar quién era. No le importaba que los
hubieran visto, ni lo que pudiesen pensar los demás.
—Eso es porque está celoso —aseguró—. Desearía estar en mi lugar.
Lorenzo apareció con la comida en aquel momento, y aquello dio un giro a la
conversación. Como para mantener cierta distancia, Danielle se dedicó a hablar del
clima, cuando lo que Carlo deseaba era hablar de ella.
—¿Cómo puede hacer tanto calor aquí, cuando hay nieve a media hora en
coche? —preguntó ella, examinando la ensalada.
—En esta zona tenemos un microclima. El invierno es menos frío que en otros
lugares de Italia, y en el verano es menos caluroso. Ahora en mayo es el momento
perfecto, con tiempo cálido y despejado. Dentro de unos días, cuando estés mejor, te
llevaré a dar un paseo.
—Ya veremos cómo se desarrollan las cosas —dijo ella, intentando evadirse.
Capítulo 7
Cuando llegaron al hospital había bastante personal medico en la habitación de
Alan Blake, por lo que Danielle tuvo que quedarse en la sala de espera. Unos
hombres conversaban en el pasillo fuera de la sala, y al principio Danielle no les
presté atención, porque hablaban en italiano y en voz baja. Pero la repetición del
nombre de Carlo llamó su atención, sobre todo porque lo mencionaban unido a la
donna americana, y al Restaurante Lorenzo y Lamberto.
Confusa, atravesó la habitación a la pata coja y miró hacia el pasillo. Junto a una
fuente de agua había tres médicos residentes, y a uno de ellos lo reconoció como el
hombre que se los había quedado mirando en el restaurante.
Iba vestido con el traje verde del hospital, y sus palabras provocaban la sorna
en los otros. Danielle no necesitaba un traductor para saber por qué. Lo que Carlo y
ella habían creído que era una cita discreta, había sido observada hasta el más
mínimo detalle, y su relato ya empezaba a circular por el hospital.
Al pensar cómo se extendería el rumor, sintió un escalofrío. Ella ya estaba
acostumbrada a parecer una idiota, lo que le preocupaba era que también se rieran
de Carlo.
Y sucedería eso, sin duda. Zarah Brunelli había hecho una mención especial al
tema durante la charla del sábado por la noche.
—Usted no tiene ningún derecho a aprovecharse de la sensibilidad del doctor
Rossi. Él no puede permitirse la complicación que supone usted para él. Quedándose
aquí en su casa compromete su integridad. Nuestro hospital observa la regla de que,
bajo ninguna circunstancia, el personal debe involucrarse a nivel personal con los
pacientes.
Ofendida por la presunción de la mujer, Danielle se había defendido:
—Carlo ya es mayorcito. No creo que necesite que usted ni nadie interceda por
él.
—Usted no sabe nada de él —le había espetado Zarah—. Si fuera así, sería
consciente de que, al final, él siempre mira por sí mismo. Usted se está aprovechando
de su generosidad sin preocuparse por el precio que le va a suponer a él.
La verdad de aquellas palabras la golpeó en aquel momento casi con venganza.
Mortificada, su primera reacción fue regresar a la sala de espera e ignorar la
desagradable escena del pasillo. Pero de ella se olvidarían al poco de haberse
marchado, y sin embargo Carlo seria quien pagara el precio.
Tal vez no pudiera deshacer el daño causado, pero debía intentar contenerlo,
pensó. Envalentonada por la indignación, salió al pasillo, agité el bastón hacia los
hombres y los fulminé con una mirada que hizo desaparecer sus risitas.
—¿Hablan ustedes inglés? —preguntó gélidamente.
—Sí, signorina, un poco —dijo uno de ellos.
—Ya hemos tenido esta discusión una vez, Zarah, y sigo pensando que no
tengo por qué justificar mis acciones —contestó él bruscamente —. Por salvar la vida
de mi hija, Danielle Blake puso la suya en peligro, Le debo toda mi gratitud.
—En eso estoy de acuerdo, pero hay otras formas de demostrárselo distintas de
la que tú has elegido.
Danielle había recuperado la compostura y estaba dirigiéndose hacia la sala de
espera con dificultad.
—Mírala de nuevo, doctora, cojeando y agarrándose las costillas. ¿Crees que
debería dejarla abandonad a su suerte, sabiendo que aquí no tiene ni familia ni
amigos para que la ayuden a recuperarse de unas heridas que, contra lo que tú crees,
han revisado otras personas de mi equipo? ¡Yo creo que no!
Sin ocultar su disgusto, Zarah cerró el gráfico que tenía en las manos.
—Está claro que estoy gastando saliva inútilmente.
—Por no decir tu tiempo, doctora —le espetó él—. Te sugiero que lo dediques a
los pacientes que más lo necesitan, en lugar de perderlo en asuntos que note
conciernen.
Ella lo miró profundamente dolida.
—En todos los años que llevamos trabajando juntos nunca me habías hablado
así. En apenas unos días, has permitido que una mujer que apenas conoces te ponga
en mi contra. ¡Ella te ha hechizado, Carlo!
Quizás lo había hecho. Si era así, lo encontraba una experiencia muy
estimulante, que no tenía intención de interrumpir en mucho tiempo.
—Ya he terminado por hoy —le dijo a la enfermera jefe de la UCI, y se dirigió
en busca de Danielle.
La encontró mirando pensativa a través de una ventana de la sala de espera. Al
oírlo entrar, ella se giró hacia él. De nuevo se había refugiado tras la máscara de
reserva del primer día.
—Me alegro de que estés aquí —comentó ella—. Tengo que decirte algo.
—¿No puede esperar hasta después de que te examine?
—No, es algo que tienes que saber ahora.
—Muy bien —accedió él, cerrando la puerta para tener más privacidad y
acercándose a ella—. Te escucho.
La miraba tan fijamente que Danielle apartó la vista, turbada. Por fin, dijo con
tristeza:
—Creo que debería buscar otro lugar donde alojarme. Las cosas se están…
complicando demasiado estando yo en tu casa.
—No habrás oído ninguna queja de mí, Danielle.
—Pero otros podrían quejarse. De hecho, ya ha sucedido.
—No entiendo por qué tienes ese aire de suficiencia —le dijo a Carlo, en el
coche, camino de su casa—. El que me hayas transferido al doctor Ferrari no cambia
el resto de cosas de las que hemos hablado.
—Claro que sí —replicó él—. Ahora sólo somos amigos, lo que convierte en
aceptable que estés viviendo en mi casa.
—¡No es así! La gente seguirá hablando.
—No me importa.
—¡Pues a mí sí! Voy a trasladarme a un hotel, y no hay más que hablar. Tiene
que haber uno por el paseo marítimo, donde no tenga peligro de resbalarme y acabar
colina abajo en el lago.
Él levantó los ojos al cielo como pidiendo paciencia.
—Sé sensata, Danielle. Aún no estás en condiciones de cuidar de ti misma.
—¿Según quién, Carlo? ¿Según tú?
—No, según Gino Ferrari. Ya has escuchado su consejo. Estás recuperándote,
pero no tanto como crees. Si te precipitas, puedes agravar tus heridas. Y no voy a
dejar que hagas eso.
—Tú no tienes nada que decir, no es asunto tuyo.
Carlo detuvo el coche en el arcén y apagó el motor.
—¿Qué hay detrás de todo esto, Danielle? ¿Por qué eres tan obstinada, cuando
sabes que sólo pienso en lo mejor para ti?
Danielle se dio cuenta de que debía contarle lo sucedido en el pasillo.
—Para que lo sepas, hoy nos han visto en el restaurante.
Él se encogió de hombros, indiferente.
— ¿Dónde está el crimen?
—Me besaste.
Carlo dejó bailar su mirada sobre la boca de ella.
—Eso hice. Y fue una experiencia increíblemente placentera.
—Uno de tus residentes estaba en el restaurante. Era el hombre que te dije que
no nos quitaba la vista de encima. Le resultó muy divertido ver que me besabas.
Cuando llegó al hospital le sorprendí contándoselo a unos colegas.
—Dime quién es y hablaré con él.
—No —es necesario, ya lo he hecho yo. Pero, ¿no te das cuenta? Esto entre
nosotros…
—¿Qué «esto», cara? —murmuró Carlo travieso, comiéndosela con los ojos.
—¡Deja de reírte de mí, Carlo! Dentro de poco, todo el hospital va a saber lo que
hay entre nosotros, y ni si quiera tú serás capaz de pararlo.
—Si eso sucede, seremos el centro de atención durante unos días, pero
sobreviviremos a ello. Después, otros sucesos, otras personas reclamarán, la atención
y se olvidarán de nosotros —aseguró él, entrelazando sus dedos con los de ella—.
Danielle, hasta el maravilloso Carlo Rossi tiene derecho a una vida fuera de su
hospital.
—No lo entiendes, ¿verdad? —gritó ella—. ¡No sólo tiene que ver contigo! ¿Y
qué pasa conmigo? ¿Cómo crees que me siento, sabiendo que tus colegas me ven
corno una especie de… sanguijuela aprovechada que está mancillando la impecable
reputación de su jefe?
Carlo se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
—Tesoro —murmuró él, sujetando dulcemente su rostro entre sus manos—.
Eres lo menos parecido a una sanguijuela que existe.
Y una vez dicho eso, la atrajo hacia sí y la besó.
—¡Para! —le rogó ella débilmente, aunque sus manos se agarraban a su cuello.
—No —dijo él—. Esto tampoco tiene que ver sólo contigo. Tiene que ver con
nosotros, y ya es hora de que dejemos de luchar contra ese hecho y lo afrontemos.
Capítulo 8
—¿Y cómo quieres que lo afrontemos? —logró articular ella, temblando.
—Así, para empezar —dijo él, y la besó dé nuevo, hasta que ni siquiera el dolor
de sus costillas pudo evitar que Danielle se retorciera de deseo.
—No veo cómo va a ayudarnos esto —dijo ella, cuando recuperó el aliento—.
Justamente es lo que nos metió en problemas a la hora de comer.
—La diferencia, mi encantadora Danielle, es que durante la comida estábamos
intentando ser cautos. Una vez que el joven residente lo descubrió, era un
comportamiento demasiado tentador para ignorarlo. Pero en cuanto no ocultemos
que estamos comprometidos, dejaremos de ser interesantes.
—¿Comprometidos? —repitió ella, segura de que no había escuchado bien.
—En una relación de intercambio de placer entre los dos —le explicó él.
O lo que era lo mismo, pensó Danielle, un romance, algo que ella habría
rechazado de plano una semana antes. Pero eso era antes de que aprendiera que no
estaba del todo muerta del cuello para abajo, que tal vez aquellos libros de
sexualidad femenina que había leído mientras estaba con Tom decían la verdad. Que
quizás con Carlo se convertiría en la mujer que llevaba dentro.
Si accedía a su propuesta, se beneficiaría a largo plazo. Si lo veía sólo como su
profesor, no como su amante, en un futuro podría comprometerse plena mente con
otro hombre y no fastidiar la relación esa vez.
Se sintió turbada por lo deseosa que estaba de abandonar los principios morales
por los que se había regido hasta entonces.
—No funcionaría. Sigues siendo el médico de mi padre.
— Eso no me impide asociarme con su hija. En el contexto del hospital, mi
relación contigo se mantendrá a un nivel enteramente profesional. Pero fuera de él,
somos libres de hacer lo que nos plazca, sin temores ni inhibiciones.
Apartándole el pelo, Carlo sopló sobre su oreja, y la cálida ráfaga recorrió el
cuerpo de Danielle y anidó entre sus piernas. ¡En los libros no ponía nada de aquello!
—Hay algo más —dijo ella, entre jadeos—. No podemos tener sexo con Anita
durmiendo en la habitación contigua. No sería correcto.
Vaya, no tenía intención de expresarlo, tan crudamente, pero estaba tan fuera
de sí que apenas sabía lo que estaba diciendo.
—Claro que no —dijo él con calma—. ¿Qué clase de padre te crees que soy?
—¿Qué propones entonces?
—Que confíes en que voy a protegeros tanto a mi hija como a ti.
Si hubiera sido otra persona, Danielle se hubiera reído en su cara… ¿Cómo iba a
confiar en un hombre en el que apenas conocía, simplemente porque él lo decía? En
algunos hombres, como había aprendido con dolor, ni siquiera se podía confiar
aunque una los conociera durante años. Pero él era Carlo Rossi, y el instinto le dijo
que merecía la pena arriesgarse.
—¿Y bien, Danielle? ¿Qué te parece?
—De acuerdo.
—De acuerdo —repitió él, y en su voz pareció una promesa romántica—.
Entonces, ¿no me abofetearás si te beso de nuevo?
—¡Creo que me moriré si no lo haces!
Él se rió sobre su boca, y Danielle cerró los ojos y se concentró en el momento.
Llegaran hasta donde llegaran, y durara lo que durara, decidió que saborearía cada
segundo.
Justo entonces, un coche pasó a su lado, interrumpiendo el momento con el
sonido del claxon. Carlo levantó la cabeza y sonrió.
—Eso me recuerda que estoy mal aparcado. Me temo que vamos a tener que
posponer esta diversión tan agradable hasta después.
—Deberíamos pasar por la comisaría —recordó ella, desconcertada porque,
mientras ella se sentía flotando en una nube, él parecía mantenerse en la realidad.
—Ciertamente. Y si no nos lleva mucho tiempo, nos acercaremos a la salida del
colegio de Anita y la llevaremos a casa —anunció él, dirigiéndole, una mirada fugaz
mientras encendía el motor—. ¿Te importa que lo hagamos?
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella—. Me encanta estar con Anita.
—A ella también le gustas tú, cara. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le
llamaba la atención.
—¿Y Calandria?
—Bueno, pero tú te acercas más en edad a una madre.
«Y podría quererla como una madre, si tuviera la oportunidad», pensó Danielle
de pronto. Pero no lo expresó en voz alta, ni le dio importancia, porque eso sólo le
llevaría a terminar con el corazón roto.
—¿Ella no tiene amigas cuyos padres estén divorciados?
—El divorcio no es común entre las familias que llevan a sus hijos a colegios
católicos.
—Oh. No me había dado cuenta de… —balbuceó ella, lamentando su torpeza.
—¿Y por qué ibas a hacerlo? Nunca hemos hablado del tema —comenté él.
Después de un rato de conducir en silencio, Carlo le explicó:
—Otra de las razones por las que me decidí a abrir la clínica en este pueblo fue
porque Karina lo habría querido así. Hablamos muchas veces de dónde viviríamos
cuando Anita fuera al colegio, y mi esposa no quería que nuestra hija creciera en una
gran ciudad, con los peligros que contiene. Ella estudió en un pequeño colegio de
monjas y recordaba aquella etapa con mucho cariño. Seguro que está contenta de que
su hija disfrute de una educación similar.
De nuevo, Carlo hablaba de Karina como si siguiera viva, y Danielle se dio
cuenta de alguna forma siempre lo estaría para él. Cada vez que tuviera que decidir
algo acerca de su hija, tendría en cuenta los deseos de su mujer. Cada vez que la
mirara, recordaría a la esposa que había perdido.
—Te has quedado callada, Danielle —señaló él, en tono de broma—. ¿Qué ha
pasado?
Ella no podía decirle que la invadía una envidia irracional. Cada vez que él
hablaba de Karina, ella era más y más consciente de que ningún hombre había
sentido por ella una devoción así.
Tampoco podía decirle que deseaba ser madre de un hijo suyo. Y, mientras que
la idea era ridícula, la sensación primitiva en su vientre era tremendamente real.
—Sólo pensaba en lo buen padre que eres, y en la suerte que tiene Anita de
tenerte —improvisó ella.
—Oh, pero si cometo errores continuamente… —le refutó él aparcando el coche
frente a la comisaría—. Me falta mucho para ser perfecto.
—Nadie llega a ser perfecto nunca, Carlo, pero por lo menos tú lo intentas más
que cualquiera que haya conocido.
—Recordaré tus palabras cuando necesite referencias —afirmó él riendo y,
abriéndole la puerta del coche—. Vayamos a por tus cosas. Me hubiera ofrecido a
hacerlo por ti, pero tendrás que identificar los objetos y firmar para que te los den.
No creo que suponga más de unos minutos.
Pero resultó que el proceso no era tan rápido, por que también tuvo que
denunciar un robo. El bolso había sido recuperado, pero estaba vacío.
—No sé si recordaré todo lo que llevaba —murmuró para sí misma,
comprobando la lista que había escrito—: Dinero, tarjetas de crédito, la bolsa de los
cosméticos, unos pañuelos de papel, un peine…
—¿Documentos, recuerdos? —le preguntó el policía que le tomaba declaración.
—¡Dios mío, sí! Mi billete de avión y mi pasaporte… —exclamó, y se giró hacia
Carlo—. ¡Y mi retrato favorito de mi madre, Carlo! Suelo tenerlo en la mesilla, pero lo
saqué del marco y lo traje conmigo porque pensé… que quizás el verla ayudara a mi
padre.
Carlo la abrazó para consolarla.
—Míralo de esta manera, cara. Al menos tienes el reproductor de CD y los
discos para tu padre.
—Eso es lo que no entiendo —dijo ella, dando un golpe a los discos—. Creí que
esto les interesaría más, ya que yo no llevaba mucho dinero.
—Danielle Lo que iba a decir era que te daré lo que necesitas de momento y ya
me lo devolverás cuando tus asuntos vuelvan a estar en orden. ¿Acaso tú no harías lo
mismo por mi.
—Pues… sí.
—¿Claro que lo harías Para eso están los amigos, ¿no? Y nosotros somos muy
buenos amigos, ¿verdad?
—Sí —dijo ella —de nuevo, apartando aun lado su tristeza porque nunca serían
más que eso. El había dejado muy claro que no quería una relación a largo plazo, y
ella lo había aceptado. Pero otra cosa diferente era aprender a vivir con ello.
—Entonces, no perdamos más tiempo discutiendo —dijo, comprobando la
hora—. Si salimos ya, llegaremos a tiempo para recoger a Anita del colegio.
Llegaron justo cuando se abrían las puertas.
—¡Allí está Anita! —exclamó Carlo.
Con una sonrisa que le iluminaba la cara, salió del coche y la esperó con los
brazos abiertos.
De nuevo, la envidia se apoderé de Danielle. La niña se puso muy contenta al
ver a su padre. Recibía tanto cariño de él que había olvidado la muerte de su madre
sin que su espíritu sufriera. Nunca se preguntaría si su padre la quería, si le
molestaba que ella siguiera viviendo, una vez fallecida su esposa.
—¡Danielle!
Gritando de alegría, Anita se soltó de Carlo y se acercó corriendo al asiento del
copiloto.
—¡Ven a ver mi clase y a mi profesora, por favor! Le he hablado mucho de ti.
—Otro día, tesoro —le dijo Carlo jugueteando con una de sus trenzas—.
Recuerda que Danielle no se ha recuperado aún tanto como tú. Bajar y subir del
coche le supone un doloroso esfuerzo.
—Bueno, pero cuando te recuperes, ¿vendrás? ¿Cómo iba a decirle que no a una
niña tan adorable?
—Me encantará, cariño.
—Tienes que ser paciente, Anita. —intervino Carlo—. Tienes que esperar sin
quejarte, aunque desearías que el tiempo pasara más deprisa.
Ella reflexionó unos instantes y preguntó:
—¿Y si Danielle vuelve a su casa antes de ese momento?
Él fijó la mirada en Danielle, sin poder ocultar su deseo.
—Se quedará por aquí un tiempo —aseguró—. A su padre aún le queda mucho
camino antes de recuperarse.
El deseo se apoderó de ella y de nuevo sintió la humedad entre sus piernas.
—¿Y si ella se cansa de esperar, papá? ¿Y si se aburre? —insistió Anita.
Hasta entonces, Danielle sólo había visto una parte de la casa. Guiada por
Carlo, descubrió que había un ala mucho más antigua que el resto del edificio. El
suelo era de baldosas pintadas con colores vivos. Cuadros antiguos, con aspecto de
originales, decoraban las paredes. Del techo colgaban lámparas de hierro.
—Mira bien dónde pisas —le avisó Carlo, sujetándola firmemente del brazo—.
Hay algunas baldosas sueltas.
—Son preciosas —dijo ella—. ¿Están pintadas a mano?
—Sí. Los monjes que vivieron aquí decoraron todo esto. El monasterio ardió a
finales del siglo XVIII, pero esta ala se salvó. Después, se dedicó a usos muy
distintos, desde una escuela, hasta un museo, e incluso durante un breve tiempo, fue
una prisión. Durante la Segunda Guerra Mundial, los miembros de la resistencia
local se escondieron aquí Cuando terminó la guerra, el lugar estuvo deshabitado
durante casi veinte años, y se deterioró tanto que las autoridades de la ciudad
concluyeron que restaurarlo era demasiado caro.
Habían llegado al final de un pasillo y Carlo abrió una puerta.
—Esto parece que era el comedor de los monjes, según recogen las crónicas —le
informó Carlo—. Ahora es mi refugio del mundo y el lugar donde pongo al día mis
papeles. Nunca me da tiempo a hacerlo durante el día.
Señaló una pila de carpetas que se hallaban sobre un enorme escritorio.
—Necesitas un auxiliar administrativo.
—Ya tengo una. Es Beatrice, la conociste el día que acudiste a mi despacho por
primera vez para preguntar por tu padre. Ella transcribe a ordenador la copia final
de mis casos, pero aquí es donde organizo los datos.
—¿Y cuándo tienes tiempo de disfrutar de éstos? —preguntó ella, hundiéndose
en uno de los cómodos sofás que estaban dispuestos frente a la chimenea.’
—Cuando encuentro un hueco para ponerme al día con los aya s en
investigación médica —respondió él sirviendo grappa en dos copas de cristal y
sentándose cerca de Danielle—. O cuando atraigo a una mujer hermosa a mis
dominios privados.
—¿Y eso sucede a menudo? —preguntó ella, que a pesar de sus dudas respecto
a tener una aventura con él, cada vez estaba más animada.
—Nada de a menudo —contestó él, brindando con ella—. Tú eres la primera.
«Y seguramente no la última», pensó Danielle.
—Cuéntame más acerca de este refugio —se apresuró a decir, antes de que su
inseguridad arruinara el momento—. Si la ciudad no fue quien lo restauró, ¿quién lo
hizo?
—Los abuelos de Karina lo compraron, pero fue por los dos acres de tierra de la
propiedad. Cuando ella era pequeña, jugaba con sus amigos entre las ruinas —
explicó él, y saboreé un sorbo de grappa—. Ella amaba este lugar.
¡Karina de nuevo! Su fantasma estaba por todas partes, incluso en un edificio de
más de trescientos silos. ¿Nada escapaba a su recuerdo?
Danielle se avergonzó por pensar aquello de una mujer que había fallecido tan
joven.
—¿Así fue como vinisteis a vivir aquí?
—De forma indirecta, sí. Su abuelo vendió un día la tierra. El edificio estaba en
tan mal estado que resultaba peligroso, así que el dueño demolió lo que estaba peor y
dejó la estructura restante, pero sellada. Ofrecía una estampa curiosa, con su
campanario emergiendo entre paredes antiguas cubiertas de hiedra. Los turistas
acudían a hacerle fotos, salía en postales…
Se detuvo y Danielle esperé pacientemente a que él regresara de la senda del
recuerdo.
—Cuando decidí que quería que Anita creciera en Galanio —continué él al
fin—, la propiedad estaba en venta de nuevo. Me pareció una señal, como si Karina
aprobara la mudanza. Compré la tierra y, mientras el hospital se construía a quince
minutos de aquí, la casa iba tomando forma aquí. Cuando ambos estuvieron
terminados, traje a expertos que restauraron esta ala y la agregué al resto de la casa.
—Hiciste un trabajo impresionante —comentó Danielle sincera, y de nuevo
sintió envidia—. Karina estaría orgullosa.
Carlo se quedo unos momentos en silencio, y luego sacudió la cabeza y sonrió
ampliamente.
—¿Por qué estamos perdiendo el tiempo hablando del pasado, cuando el aquí y
ahora es tan prometedor?
La forma en que la estaba mirando y el susurro de su voz hicieron estremecer a
Danielle.
—¿Lo es, Carlo?
Él se apartó ligeramente hacia atrás y la miró incrédulo.
—¿No te has dado cuenta de que no he dejado de hablar para poder resistir la
tentación que representas?
—Pero yo creí… —comenzó ella, hundiéndose más en la esquina del sofá,
nerviosa—. Dijiste que no debíamos… que no sería correcto…
—¿No entiendes que te he traído a este rincón aisladó de mi hogar sabiendo
perfectamente cuál podía ser el desenlace?
—La verdad, no creí que estuvieras interesado en, Danielle se detuvo, sin saber
muy bien cómo expresarse. «Hacerlo» le sonaba poco elegante, pero «hacer el amor»
no se adecuaba a la ocasión, ya que él había dejado muy claro que no estaba
enamorado de ella.
—¿Y bien? —insistió él, mirándola burlón—. ¿Que es tuviera interesado en qué?
Ella tosió para ocultar su apuro.
—En «eso».
Él dejó las copas en la mesita baja.
—Déjame que te demuestre lo equivocada que estás, la mía innamorata. Porque
«eso» es justamente lo que tengo en mente.
Capítulo 9
En aquel momento, Danielle se quedó paralizada de tenor. El corazón le latía
acelerado, pero de miedo, no de expectación. La mirada de él es taba teñida de deseo,
pero cambiaría de opinión cuando la viera desnuda y descubriera que no era capaz
de responder a su seducción.
—No estoy… preparada —murmuró ella, recordando demasiados malos
momentos con Tom.
—Yo sí estoy preparado, Danielle —le susurró dulcemente Carlo al oído—. Y no
voy a echar a perder tu futuro ni el mío dejándote embarazada. Ya hay demasiados
niños no deseados en el mundo.
«¡Si yo me quedara embarazada de ti desearía tenerlo!»,pensó ella. No era la
primera vez que se permitía ese pensamiento, y se quedó sin habla, horrorizada ante
aquella reacción instintiva.
—¿No estás de acuerdo, Danielle? —añadió él.
—Claro que sí —logró articular ella—. Pero deberías haberme avisado de tus
intenciones.
—Ya he puesto a prueba suficientemente mi paciencia, Danielle. Te deseo desde
el primer momento en que te vi, y creo que tú también me deseas. Pero si realmente
no estás preparada, no tienes más que decirlo. No voy a hacer algo que tú no desees.
Hacer el amor es algo de dos, no sólo de uno.
—¡Carlo! —exclamó ella, con la voz rota—. Sabes muy bien que yo también te
deseo, pero tengo miedo de decepcionarte.
—¿Por qué dices eso?
Ella lo miró atormentada. Pero sería mejor advertirle antes de sentir que lo
engañaba.
—Soy… soy frígida. Creo que tienes derecho a saberlo.
Él enarcó las cejas perplejo.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? —preguntó, y añadió con
disgusto—: ¡Ah! Ya sé quién… Mírame, Danielle, soy Carlo, no Tom. Deja que te
demuestre lo diferentes que somos.
Danielle creía que sabía lo que la esperaba, no era la primera vez que Carlo la
besaba. Pero nunca lo había hecho con tanta calma, como si tuviera todo el tiempo
del mundo.
Él también la había tocado, pero había sido en actitud profesional, y no como
aquello, con una dulzura que despenaba fuego a su paso.
También le había hablado, pero no apasionada mente, en italiano,
entrecortadamente, transcendiendo el idioma con el lenguaje universal del amor.
Desconcertada, ella se dejó guiar más allá de las barreras que siempre la habían
contenido. Como hipnotizada no protestó cuando él le quitó el caftán y lo dejó sobre
la alfombra. No se encogió cuando él paseó su mirada sobre sus senos, su vientre, sus
muslos: se acercó a él, le quitó la camisa y lo besó.
El torso de él era perfecto, suave y escultural, y lo recorrió con las manos,
recreándose, hasta llegar a sus pezones.
—¿Ah sí, cara mia, sí! —susurró él jadeando de placer.
Ella se atrevió a dar un paso más y recorrió su ombligo, subió por sus costillas
hasta sus h bajó por su brazos y, tornando sus manos, las llevó hasta sus senos.
El fuego recorría su cuerpo, la hacía jadear, pero no la consumía. No lograba
hacerle olvidar que no podía llegar hasta el final. Pronto, le preguntaría dónde estaba
el problema.
Invadida por la inseguridad, apartó el rostro de él. Pero Carlo le hizo girar la
cabeza de nuevo.
—Mírame, Danielle. Di «Carlo» —le ordenó, metiendo un dedo entre sus
muslos—. Dilo ahora.
Ella dio un respingo, y hubiera gritado su nombre si no hubiera perdido el
juicio con aquella caricia. Gimió y se recreó en aquella vorágine de sensaciones
paradisíacas que él le provocaba.
—Eso es, tesoro —murmuré él, tumbándola sobre los cojines y apartándole el
pelo de la cara.
Ella se relajé, cerró los ojos y sonrió al sentir la boca de él sobre su seno. Aquel
terreno al menos sí que lo conocía ella. Pero en lugar de besar y morder su pezón
como un preludio, Carlo se recreó en él, rodeándolo con la lengua, mordisqueándolo
suavemente, y cubriéndolo al fin con su boca, al mismo tiempo que se hacía con un
trocito del alma de Danielle.
Ella se estiró como un gato todo le que las costillas magulladas le permitían y
entrelazó sus dedos en el pelo de él. Entonces él pasó de sus senos a su cintura, a su
vientre, y luego bajó entre sus muslos.
Danielle comenzó a retorcerse, nerviosa. Él no podía… no debía… no ahí.
Intentó juntar las rodillas, pero él, tranquilamente, las separé y colocó su lengua
donde había estado su dedo y, con mucho cuidado y experiencia, recorrió sus partes
más íntimas.
Danielle intentó mantener la cordura, pero no fue capaz. Era cómo si se
desintegrara por dentro, todo su cuerpo temblaba con la fuerza de aquella sensación.
Sintió una espiral en el vientre, dolorosa y placentera a la vez, y se agarró con fuerza
a Carlo.
Cuando creía que ya no podía soportarlo más, la tensión estalló. Sus muslos se
separaron aún más y todo lo que ella había sido se perdió en una ola de emociones
que hizo que se le saltaran las lágrimas.
Carlo la abrazó fuerte. Le dijo que era hermosa, magnífica. Le enjugó las
lágrimas con su camisa, una camisa que olía a sol y a él. Danielle deseó no separarse
nunca de él.
Pero él se separé de ella para quitarse la ropa. Y cuando se quedó desnudo
frente a ella, Danielle contempló su erección sin sentirse avergonzada. Era el hombre
más bello que había visto nunca.
Extendió la mano tímidamente y lo tocó. El cerró su mano alrededor de la de
ella e hizo que lo agarrara. Danielle cerró los ojos y, por unos instantes, se imaginó
que él era suyo y que podría acariciarlo así el resto de sus días.
«Lo amo… lo amo», pensaba, al compás de los latidos de su corazón.
Él sonrió y la depositó con cuidado sobre la alfombra.
—Yo cumplo mis promesas —dijo, sacando un preservativo—: No voy a dejarte
embarazada.
«Ojalá lo hicieras», pensó Danielle. Pero sabía que no podía pedirle eso. Era su
turno de dar sin esperar recibir.
—Déjame —pidió ella, tendiendo la mano hacia el preservativo.
Él se lo entregó y esperé. Estaba increíblemente excitado. Danielle quería
demostrarle lo profundamente que la había conmovido. Pero no podía tomarlo en su
boca, como él había hecho con ella. No sabía cómo se hacía. Así que, en un impulso,
se arrodillé delante de él y recorrió con besos su sedosa longitud.
—Date prisa —murmuró él con voz ronca, urgiéndola a que le pusiera el
preservativo.
Ella lo hizo, con cierta torpeza.
—Avísame si hago daño —le dijo él, tumbándola de espaldas—. Tus costillas…
—Al diablo mis costillas —afirmó Danielle, colocando a Carlo sobre ella.
Él se apoyó sobre los codos, para sujetar su peso, y dejó que su pene jugueteara
sobre el vientre de ella. Danielle separó los muslos ansiosa y lo guió a su interior. Él
la penetró de un empujón La llenaba completamente. Danielle elevó las caderas,
deseosa de más.
—Me gustaría amarte despacio, cara mía —dijo él jadeante—, pero me pones a
cien. No te muevas, por favor. Aún no he terminado de darte placer.
¿Aún no había terminado, cuando había superado sus mayores expectativas?
¿Era que hubiera algo más?
Mientras Danielle se preguntaba eso, él comenzó a moverse en su interior,
avanzando y retirándose hasta que ella rodeé su cintura con las piernas y lo
aprisioné. Quería todo lo que él podía darle. Aunque fuera durante un rato, quería
creer que él era suyo para el resto de su vida. Y para eso, lo grabé en sus sentidos
todo lo posible. Así, aunque pasaran los años, el recuerdo de el nunca desaparecería.
Como él había prometido, hubo más. Más estremecimientos como preludio del
éxtasis, más tensión estallando en un crisol de colores maravillosos.
Capítulo 10
La tarde en Milán marcó una nueva fase en la relación entre Danielle y Carlo.
Una vez que resolvieron el asunto del consulado, pudieron disfrutar del resto de la
tarde a sus anchas.
—¿Qué te gustaría conocer, cara? —preguntó Carlo, después de una comida
ligera.
—¡Todo! —contestó ella rápidamente—. Y si no podemos, entonces lo más que
podamos.
—Pues tal y como tienes el tobillo, tendrás que con formarte con visitar los
lugares en coche —le anuncio Carlo, mientras se dirigían hacia el vehículo.
Danielle hubiera accedido a ir incluso en camello, con tal de pasar un tiempo
junto a Carlo siendo su centro de atención. Fuera del hospital era un hombre
diferente: relajado, encantador y muy atento. Cualquier tensión que quedara aún del
lunes por la noche se desvaneció ante su sonrisa y la forma en que entrelazaba sus
dedos con los suyos.
La llevó a ver la obra maestra de Leonardo Da Vinci, La última cena. También
visitaron la Basílica de San Ambrosio, el Duomo y la Galería Vittorio Emanuele, dos
calles perpendiculares repletas de tiendas y cafés, bajo una estructura de acero y
cristal.
Cuando pasaban por delante de La Scala, Carlo le preguntó a Danielle:
—¿Te gusta la ópera?
—No soy una gran aficionada como mi padre, Si te refieres a eso.
—Antes de que regreses a Estados Unidos, tenemos que ir a ver una
representación —afirmó él.
Ella no quería hablar de su regreso a casa, del futuro. Quería que aquel
momento durara para siempre.
Visitaron el parque público, y cuando Carlo sugirió que se sentaran un rato en
la hierba, Danielle accedió gustosa.
—No suelo hacer esto a menudo —comentó él perezosamente, observando a
unos niños que jugaban cerca de ellos.
—¿Alguna vez has traído a Anita aquí? —le preguntó Danielle.
Al mismo tiempo, él dijo:
—Debo traer a Anita aquí algún día.
Carlo se rió y se giró hacia Danielle.
—¿Estamos en la misma onda, eh, cara?
—Desde luego que sí, al menos en lo que respecta a Anita —contestó ella
sonriendo.
¡La próxima vez que hicieran el amor…! Era lo único que a ella le importaba de
lo que él había dicho. Tal vez habían sido inconscientes, pero había sido algo glorioso
en su urgencia, y ella no estaba arrepentida en absoluto.
Hicieron el camino a Galanió en silencio. Cuando él se despidió de Danielle en
la puerta de su habitación, le dijo:
—Házmelo saber cuando todo esté en orden, la mia bella.
—Lo haré —aseguró ella, sabiendo perfectamente a qué se refería.
Dos días después, cuando le bajó el periodo y con ello la certeza de que no
estaba embarazada de él, se sorprendió por la desilusión que la invadió; En algún
lugar de su interior, creía que, si hubiera llevado dentro un hijo suyo, él se habría
casado con ella. Incluso pensó que, si hubiera sido madre soltera, el bebé hubiera
sido un recuerdo de la unión entre Carlo y ella, y un vínculo que los hubiera
mantenido en contacto, aunque estuvieran separados por miles de kilómetros.
Pero ella sabía lo que era sentirse una hija no deseada, y ni siquiera por Carló se
arriesgaría a que su bebé pasara por las mismas inseguridades. No, era mejor para
todos que no estuviera encinta.
La semana siguiente Carlo tuvo jornadas de quince y dieciocho horas diarias en
el hospital, y agradeció que eso limitara su contacto con Danielle.
La fuerza de su atracción hacia ella lo inquietaba. Estaba horrorizado por la
fugaz decepción que había experimentado cuando ella le había anunciado que no
estaba embarazada. ¡Se sentía como un adolescente, obsesionado con el sexo como si
no existiera nada más!
Cuanto antes se marchara ella, mejor para ambos. Su vida, sus intereses, no
estaban Italia. Y, como Zarah le recordaba cada vez que tenía ocasión, desde que
Danielle estaba en su vida, él no estaba, centrado, algo preocupante para un hombre
cuya responsabilidad era el bienestar de otros.
Paradójicamente, no le hacía ninguna ilusión la prodigiosa recuperación de
Alan Blake. Los discos de ópera estaban funcionando: su actividad cerebral había
aumentado y estaba más receptivo. Una vez que le dieran el alta, Danielle ya no
tendría razones para quedarse en Galanio.
Por fin, el domingo, diez días después del viaje a Milán, la presión del hospital
cedió un poco y Carlo pudo pasar la tarde en casa con Anita. Danielle estaba en el
hospital con su padre, pero era como si estuviera a su lado, ya que Anita no dejaba
de hablar de ella.
—Va a recogerme todos los días al colegio, papá… Nadie me hace las trenzas
como ella… llegó su dinero de Estados Unidos y me llevó de compras…
El sabía que ella volvía a tener dinero. Le había dejado un sobre con la cantidad
que él le había prestado.
—Me cuenta historias de cuado era pequeña. ¿Sabías que su madre también
murió entonces?
—Sí, lo sabía —contestó él—. ¿Te gustaría salir a navegar al lago, Anita?
—Pero si los dos estamos ya vestidos para la cena, papá… Además, prefiero
esperar a que Danielle esté con nosotros —dijo, y se acercó a la ventana—. Hoy ha
estado fuera mucho tiempo. ¿Crees que volverá pronto a casa?
—No lo sé, cariño —contestó él, preguntándose si debería recordarle a la
pequeña que el hogar de Danielle no estaba con ellos, sino al otro lado del océano.
—¿Ahí llega! Danielle y yo solemos sentarnos en el jardín hasta que Calandria
nos llama para cenar. Ella dice que es su momento favorito del día. ¿Quieres unirte a
nosotras, papá?
«Más de lo que debería», pensó él, sintiéndose como un extraño en su propia
casa.
Danielle se acercó a la casa y subió las escaleras, con el tobillo completamente
recuperado. Llevaba un bonito vestido, que él no había visto antes, adornado con
flores rojas y azules.
Anita se abalanzó sobre Danielle y la abrazó por la cintura.
—Has estado fuera mucho tiempo! —se quejó—. ¡Papá y yo creíamos que no
ibas a regresar!
Danielle levantó la vista al escuchar la mención a Carlo.
—¡Oh hola! Creí que aún estarías trabajando —le dijo.
—Me he tomado unas horas de descanso ¿Cómo estaba tu padre?
—Sentado y consciente. Ahora que le han quitado el ventilador, ya puede
hablar; con dificultad, pero va mejorando día a día. Está haciendo unos progresos
espectaculares, y te lo debe todo a ti.
—No es un hombre que se rinda ante la adversidad. Ha luchado duramente
para sobrevivir.
—Bueno, es muy terco, eso desde luego —afirmó ella, y lo miró entornando los
ojos—. Tienes aspecto de estar agotado, Carlo.
« ¡Y tú tienes tan buen aspecto que te comería!», pensó él. Su piel tenía el tono
de la miel, y había ganado un par de kilos gracias a la excelente cocina de Calandria,
lo suficiente para redondearle las formas.
Carlo carraspeó y miró furtivamente por encima de su hombro. Anita estaba
lejos.
—Te he echado de menos, Danielle. ¿Y si, cuando Anita se haya ido a dormir…?
Furioso consigo mismo, se detuvo. ¿Qué demonios le poseían, que a los pocos
instantes de encontrarse con ella le estaba proponiendo sexo?
Pero ella no le reprendió. Se sonrojó y le brillaron los ojos.
—Me gustaría.—contestó ella con una sonrisa que encendió aún más el deseo
de él.
Anita regresó a donde estaban ellos.
Capítulo 11
E STARÉ en casa a tiempo para llevaros a Anita y a ti a navegar antes de la cena
—había prometido Carlo en el desayuno.
Pero eran más de las cinco cuando regresó a la casa, con una expresión tan
iracunda que Danielle supo que no cumpliría su promesa.
—¿Donde está Anita? —preguntó él.
—En la sala de música, haciendo los ejercicios de piano ¿Por qué?
Él se giró hacia ella.
—Hoy me ha mandado una carta la directora del colegio citándome para que
fuera a visitarla. Todos los días; las niñas hacen una especie de noticiario en el que
comparten las cosas interesantes que les pasan en sus vidas comenzó, y sacó un
papel de un bolsillo—. Te traduciré lo que dice la carta: «Querido doctor Rossi, esta
mañana, su hija ha anunciado a toda la clase que tiene una nueva madre que va a
buscarla cada día a la salida del colegio».
Levantó la vista:
—Se refiere a ti, claro.
«¡Ojalá!» Danielle hubiera dado lo que fuera por que aquello fuera cierto, pero
era evidente que Carlo no compartía sus sentimientos. Estaba escandalizado…
—Aún hay más —dijo él, siguiendo con la carta—: «La profesora ha regañado a
Anita y le ha recordado que no se debe mentir, pero la niña ha insistido en que decía
la verdad. Afirma que le ha visto a usted abrazar a esa madre que, aunque no es su
esposa, duerme en su cama»
Él dobló la hoja de papel.
—No es exactamente el tipo de historias que las monjas quieren que escuchen
sus impresionables alumnas de ocho años.
Danielle fue asimilando la situación, horrorizada.
—Pero eso no es cierto, Carlo… al menos, la parte de que duermo en tu cama.
—Técnicamente sí es cierto —dijo él en un tono neutro—. Ésa es mi cama,
aunque sólo la use de vez en cuando y nunca la haya compartido contigo. Lo que me
importa es que parece que anoche, cuando te besé en el vestíbulo, no estábamos tan
solos como creíamos. No he podido negar la historia de Anita Además, nunca
sospeché que una niña de su edad captaría esta relación.
Carlo tenía tal expresión de indignación, que Danielle se encogió por dentro. Él
la culpaba a ella por aquella desafortunada situación y, en cierta forma, tenía derecho
a hacerlo Ella había sobrepasado los límites, había adquirido demasiada importancia
en la vida de Anita Y sabia demasiado bien que cualquier niño ansiaba tener una
madre que lo quisiera.
—No tienes que hacerlo. Puede que mi cuerpo estuviera impedido una
temporada, pero mi cerebro no lo estaba. Tu acto de caridad ha salido al revés, y ha
hecho daño a la persona a la que más quieres en el mundo. Saldré de vuestra vida a
primera hora de la mañana.
Él elevó la vista al cielo, impaciente.
—No seas tan melodramática, eso no resuelve nada.
Danielle se quedó perpleja.
—No me dé órdenes, doctor Rossi. No soy una de sus subordinadas.
—Y yo no tengo tiempo ahora para seguir discutiendo. Seguiremos después,
cuando haya hablado con mi hija.
«Y un cuerno», pensó ella. «Ya no tenemos nada más de que hablar. Ni siquiera
estoy segura de que lo tuviéramos alguna vez».
Con las pocas cosas que tenía en veinte minutos Danielle había hecho la maleta
y estaba lista para marcharse, sin dejar rastro de que alguna vez había estado en la
casa.
Telefoneó a un taxi y bajo rápidamente hasta la cocina. En un principio pensaba
marcharse sin despedirse de nadie, pero Calandria la había tratado con mucha
amabilidad y se había convertido en su amiga.
—Té has portado maravillosamente bien conmigo —le dijo Danielle,
abrazándola, después de anunciarle que se iba—. Muchas gracias, Calandria.
Calandria le devolvió el abrazo.
—Sigues siendo un gorrión —murmuró.
—Los gorriones son unos supervivientes, igual que yo —replicó ella, asiendo su
maleta—. Será mejor que me vaya, el taxi llegará en cualquier momento. Arrivederci,
Calandria. Dale un beso a Anita de mi parte, por favor.
—Eso es lo que estamos haciendo. No hay razón para que no podamos ser
civilizados el uno con el otro —respondió ella, deteniéndose un momento para
recobrar la compostura, que estaba a punto de hacerse añicos—. Cómo está Anita? —
—No pienso hablar de mi hija o de nosotros por teléfono. Estaré en el hotel en
un minuto.
—No. No estoy vestida para recibir a nadie —rechazó ella, comenzando a sentir
dolor de cabeza.
—Yo no soy «nadie», soy tu amante —afirmó él, y colgó.
Cuando le abrió la puerta, un rato después, Carlo tenía un aspecto tan
espantoso que no pudo negarle la entrada. Le tomó de las manos y lo atrajo hacia sí.
—¿Tan mal han ido las cosas con Anita?
Él se agarró a ella como si fuera su salvación.
—Sí —dijo con desesperación—. Está destrozada. La fantasía que se había
inventado para su clase era muy real para ella. Me ha costado muchísimo destruirla.
—Deberías haberte quedado con ella, Carlo. Te necesita más que yo.
Él se soltó y se dejó caer sobre una silla.
—No Ella te quiere a ti, y cuando le he dicho que te habías marchado, la
persona en la que se ha refugiado ha sido Calandria. A mí no quiere ni verme,
Danielle. No he podido ayudarla, no he podido hacer que no sufra.
Danielle nunca había visto a Carlo así, inseguro, incapaz de comprender qué
había ido mal.
—Cuando están dolidos, la gente, y sobre todo los niños, suelen hacer daño a
los que más quieren —le consoló ella, sentándose junto a él y acariciándole el pelo.
—Yo soy su padre. Debería haberse refugiado en mí. Yo soy quien siempre está
ahí para ella, nunca la he abandonado.
—Y nunca lo harás. En su, corazón, Anita lo sabe.
—No estoy tan seguro. Sus profesoras han advertido un cambio en ella en los
últimos tiempos, y estoy preocupado. La directora cree que está actuando para cubrir
alguna necesidad de su interior que yo no puedo satisfacer.
—¡Eso es una tontería, Carlo! Ocho años de amor y seguridad incondicionales
tienen mucho peso. Ahora que me he marchado de la casa, volverá a ser ella dentro
de poco y todo volverá a la normalidad, ya verás.
—¿De verdad lo crees, Danielle?
Ahí estaban de nuevo la inseguridad y el temor. Danielle creyó que se le partía
el corazón.
—¡Oh, Carlo, cariño pues claro que sí! —dijo, abrazándolo maternalmente—.
Esa niña te adora.
—¿Hablaras con ella, cara? ¿Se lo harás comprender?
Capitulo 12
DESPUÉS de su desastroso encuentro con Anita, abandonar la casa de Carlo
Rossi no era suficiente, pensó Danielle. Había demasiada gente sufriendo. Su única
opción era abandonar el país.
Pero no quería dejar a su padre. Después de todo, ella era su única familia. Pero
él, después de haber estado tan cerca de la muerte, había aprendido a apreciar la
vida, tanto la suya como la de los demás.
—Vete a casa, Danielle —le había dicho por la mañana, con más cariño del que
nunca le había demostrado—. Ya has cumplido tu labor aquí, y te doy las gracias…
Pero ahora que viene Nora, quedas libre. Ella se quedará conmigo hasta que yo
pueda regresar a casa… y después también, si ella quiere… A lo mejor accede a hacer
un hombre honesto de mí.
—¿Estás pensando en casarte con ella?
—Sí. Veremos cómo avanza la rehabilitación. No quiero que sea mi enfermera,
se merece algo mejor.
Le costaba hablar, pero sus ojos seguían brillando con la misma inteligencia de
siempre. Sabía que ante él se extendía un camino lento y difícil.
—Bueno, padre, si estás seguro…
—Estoy seguro de que pareces exhausta. Anda, márchate o acabarán
colocándote una cama junto a la mía.
Ella le besó en la mejilla.
—Me pasaré a verte antes de marcharme.
—Más te vale —dijo él con cierto humor.
Lo único que le quedaba por hacer a Danielle era informar a Carlo de su
partida. Y sabía que no iba a ser fácil.
Intentó fijar una cita para verlo en su consulta aquella tarde, pero una
emergencia lo tenía ocupado hasta no se sabía cuándo. Así que le dejo un mensaje
para que la llamara al hotel.
A las diez y media de la noche aún no tenía noticias de él, y casi se sintió
aliviada de posponer el momento basta el día siguiente. A las once, llamaron a su
puerta. Medio dormida, Danielle abrió.
—¿Cómo sabías que te necesitaba? —murmuró él, lanzándose en sus brazos.
—Pues… —comenzó ella, impactada por la fatiga que lo poseía—. En
realidad…
Él estaba en otro mundo, no la oía. En sus ojos había un enorme dolor.
—Hemos perdido a tres personas, una madre y sus dos hijos. Eran bebés,
Danielle, tenían uno y cuatro años. Un camión empujó su coche y cayeron ladera
abajo.
—¡Lo siento mucho, Carlo! ¿No ha habido supervivientes? —dijo ella,
consternada.
—Sólo él padre —respondió él, y sacudió la cabeza ¿Qué voy decirle cuando
pregunte por su familia?
Ella no pudo responder. No había palabras para amortiguar el impacto de una
tragedia así. Carlo lo sabía. Aún tenía cicatrices por la pérdida de su esposa.
Lo único que se le ocurrió para consolarlo fue tomarlo de la mano y sentarlo en
una silla. Le sirvió un brandy y pidió un sándwich y un café al servicio de
habitaciones.
—No necesito comer —protestó él cuando llegó la comida.
—Ya lo creo que sí —dijo ella con firmeza, poniéndole la bandeja sobre las
rodillas—. No vas a irte a casa en coche en estas condiciones.
Él se pasó la mano por los ojos.
—Estoy acostumbrado a las jornadas largas, Danielle. Es algo inherente a mi
profesión.
—Estás agotado —replicó ella—. Has estado tirando de tu cuerpo y de tu mente
durante horas.
Carlo devoró el sándwich y, con la segunda taza de café, se sintió lo
suficientemente repuesto para preguntar:
—¿Había alguna razón especial por la que quisieras verme hoy, cara?
Danielle evitó su mirada mientras dejaba la bandeja sobre la mesa.
—Puede esperar a mañana. Ahora necesitas regresar junto a tu familia.
—No necesariamente —dijo él, asiendo su mano y llevándosela al regazo—.
Esta tarde telefoneé a Calandria para decirle que llegaría muy tarde, y que tal vez
incluso no pasara la noche en casa.
—Necesitas dormir, Carlo.
—Aquí hay una cama —señaló él—. Necesito dormir contigo, amor mío. Tu
cálido cuerpo junto al mío me ayudará a desterrar las pesadillas.
El sentido común le decía que debía echarlo en aquel momento. Pero Carlo
estaba realmente agotado; Podía tener un accidente con el coche… Y además, estaba
demasiado exhausto como para hacer el amor. ¿Qué daño podía hacer que se
quedara?
—Hay toallas y un cepillo de dientes de sobra en el baño —comentó ella—.
Sírvete tú mismo.
El tardó muy poco en ducharse y regresar, sólo con una toalla anudada a la
cintura. Luego le tocó el turno a Danielle, que se demoró lo más que pudo en el
cuarto de baño para que él se durmiera. Por si tenía alguna otra idea que no fuera
descansar…
Pero no tenía que haberse preocupado. Cuando ella salió del baño, Carlo estaba
profundamente dormido. De todas formas, Danielle decidió guardar las distancias
quedándose en su lado de la cama.
Durante la noche, ambos se movieron sin darse cuenta Cuando Danielle se
despertó al alba, él estaba abrazado a ella, con una mano en uno de sus senos, una
erección fabulosa apretada contra su espalda y unos labios hambrientos saboreando
su cuello.
—Buon giorno, innamorata —le susurró él.
Aún medio adormilada, su mente le advirtió que, si no detenía las cosas en
aquel momento, se arrepentiría toda su vida. Pero su corazón le recordó que era su
última oportunidad de saborear el cielo y que, si no lo hacía, se arrepentiría mucho
más toda su vida. Su cuerpo fue quien decidió.
—Buon giorno —dijo con un suspiro, y se volvió hacia él.
Fue como si él supiera que era la última vez que estaban juntos. Le hizo el amor
lenta y dulcemente. Cuando terminaron, se quedaron tumbados mirando al techo,
jadeantes y sudorosos. Danielle supo que no podía prolongar aquello.
—Carlo —comenzó—. Regreso a casa mañana.
Él se giró hacia ella.
—¿Cómo?
—Me voy a casa. Ya es hora. Mi padre está casi recuperado, ya no me necesita.
«¡Y tú desde luego tampoco!», pensó, pero no lo dijo.
El se incorporó sobre un codo y se la quedó mirando durante un largo rato.
—No quiero que te vayas —le dijo al fin.
Intentando que no le temblara la voz, Danielle respondió:
—Bueno, sabíamos que esto terminaría antes o después.
—¿Pero tan de repente, cara, sin avisar?
—Ha sido una decisión repentina. La futura esposa de mi padre va a venir a
cuidarlo, así que ya no tengo razones para quedarme aquí.
Él abrió la boca para contestar y le interrumpió el sonido del teléfono móvil.
—No te muevas —le advirtió a Danielle, levantándose para contestar—. Será
sólo un segundo.
Después de unas pocas palabras, él colgó y se giró hacia ella.
—El paciente del que te hablé ayer, el que ha perdido a su mujer e hijos en el
accidente se ha despertado y está preguntando por ellos. Tengo que estar allí para
decírselo, Danielle, necesita que se lo diga yo. Yo soy el que no pudo salvarlos.
—Lo entiendo —respondió ella.
Con los ojos hinchados de llorar, Danielle miró por la ventana de la sala de
embarque del aeropuerto de Malpensa en Milán. Pero en lugar de ver los aviones,
sólo veía la última escena con Carlo, aquella mañana.
Él la había encontrado justo cuando ella salía del hospital después de
despedirse de su padre, y la había llevado a su despacho.
—Tengo una proposición que hacerte, Danielle. Creo que sería bueno que me
casara contigo.
—¿Por qué conmigo? —se le había escapado a ella.
—Porque eres la persona más adecuada. Somos compatibles… y mi hija te
necesita —él se había detenido y había cerrado los ojos, como para mitigar su dolor—
. Anoche le dije a Anita que ibas a regresar a tu país. Intenté por todos los medios que
lo comprendiera, y le recordé que seguía teniéndome a mí a su lado, y que yo nunca
la dejaría.
—¿Y…?
Él se había girado hacia ella con lágrimas en los ojos.
—Me he dedicado en cuerpo y alma a mi hija, Danielle. Creí que yo era la
persona más importante en su vida. Pero descubrir que ella siente la ausencia de una
madre con tanta fuerza que se ha fabricado una, me destrozó el ego. No quería
aceptar que no puedo ocupar el lugar dejado por Karina, que ése sólo puede
ocuparlo otra mujer. Y tú eres esa mujer, Danielle.
Ella no quería pararse a considerar su proposición. Ella siempre había querido
casarse, había deseado en contra a su otra mitad. Y, desde luego, había deseado que
Carlo fuera esa mitad.
Pero, ¿casarse con él porque era «la más adecuada»? ¿Dónde estaba la pasión, el
compromiso de amarla y protegerla?
—No te estás dando el valor que mereces —le había dicho ella.
—¿Crees que exagero? —le había replicado él, acercando su rostro al de ella—.
Cuando Anita ha bajado a, desayunar esta mañana, se había cortado las trenzas. Dice
que no quiere nada que le recuerde a ti. Dice que su vida ahora es horrible, así que
ella también lo va a ser.
Conmocionada, Danielle se había tapado la boca con las manos.
—¡Dios mío, Carlo; pobre pequeña!
—No sé por dónde empezar para mitigar su dolor. Primero, esa mujer y sus
hijos, luego el hombre que los amaba, y ahora esto.
—Pero casarte conmigo no es la solución —le había dicho ella—. Es una acción
desesperada de la que te arrepentirías. Eres un hombre inteligente, Carlo, sabes que
estoy en lo cierto.
Carlo la había contemplado durante un largo rato en silencio.
—Esperaba que lo verías de forma diferente. Esperaba… —se había
estremecido—. Bueno, no importa lo que yo esperara.
—Mi vuelo sale de Milán dentro de cuatro horas —le había reprochado ella—.
Lanzarme algo así en este momento es injusto. Sabes que un matrimonio necesita
más que la pura conveniencia para que funcione. Piensa en Karina, en como te
sentías al ser su marido. Luego piensa en lo que nos estás pidiendo a ti y a mí.
¿Se había equivocado al rechazarlo?, se preguntó Danielle, entre el sonido de
los despegues y aterrizajes de los aviones. Había dedicado toda su vida a encontrar al
hombre adecuado pero, ¿y si no había ningún «hombre adecuado»? O lo que era
peor, ¿y si sí que lo había, y ella era demasiado orgullosa como para aceptarlo como
era, o demasiado cobarde?
Apartarse de Carlo la había destrozado. ¿Cómo iba a poder vivir sin él? ¿Cómo
iba a conformarse con menos, después de haber probado lo mejor?
Y ahí estaba la cuestión principal. ¿Por qué huía de Carlo, si él era todo lo que
siempre había deseado? ¿Porque él no le decía que la amaba? Pero eso no importaba,
ella tenía suficiente amor para los dos.
Un profundo vacío se apoderó de su corazón, un vacío que sólo él podía llenar.
Al escuchar a su orgullo, ella había apartado de sí lo que más quería en el mundo.
Pero no iba a permitir que aquello continuara.
Por primera vez, ella, Danielle Blake, iba a luchar por lo que quería. Y si la única
forma de estar con Carlo era siguiendo sus reglas, lo haría.
Agarró su bolso de mano y se encaminó alterada hacia la puerta de salida.
—¿Signorina, va todo bien? —le preguntó una azafata.
—No —respondió ella—. Tengo que regresar.
—Pero, si se marcha ahora, perderá el vuelo. Su equipaje ya está en el avión.
—No me importa —dijo, y echó a correr.
Los agentes de aduanas la hicieron detenerse y, después de verificar su
pasaporte, la dejaron salir.
Estaba bajando las escaleras hacia el vestíbulo principal cuando oyó una voz
que reconocería entre miles.
—¡Danielle!
Miró a su lado y vio que Carlo iba en la escalera contraria. Aún llevaba la bata
de médico y el estetoscopio colgado del cuello.
—No pienso dejar que te vayas —le gritó él, llegando arriba y tomando la
escalera de bajada.
—No tienes que hacerlo —le contestó ella, también a gritos por encima del
ruido de los demás—. No voy a irme.
Por fin se encontraron y él hizo ademán de hablar, pero ella le tapó la boca.
—Yo primero —le dijo, agarrando su mano con fuerza—. Seré breve. Si la oferta
aún sigue en pie, la acepto.
Carlo se quedó mirándola con la boca abierta, incapaz de hablar.
—Comprendo por qué me lo has propuesto —continuó ella—. Y sé que no me
amas. Y también sé que nunca podré ocupar el lugar de Karina. Entiendo…
Él la sujetó por los hombros.
—¡No, no lo entiendes!
Ella levantó la vista hacia él, repentinamente insegura.
—¿Estás diciendo que no quieres casarte conmigo?
—¡Eso nunca!
—Entonces, ¿dónde está el problema? Podemos vivir juntos con total respeto,
compartir la misma cama, hacer el amor… eso lo hacernos bastante bien, ¿no crees?
—¡Mejor que bien! —exclamó él—. Pero hay más.
—Claro que hay más. Tenías razón: los dos amamos a Anita y queremos lo
mejor para ella. Necesita un padre y una madre. Conozco tus reglas y estoy deseando
acatarlas.
—Danielle, deja de decir sinsentidos y escúchame —le dijo él severamente—.
Las reglas han cambiado. No quiero casarme contigo por el bien de Anita, sino por el
mío propio. Hasta que no te has ido no me he dado cuenta de que me habías robado
el corazón. Sin ti, estoy vacío, Danielle, Quiero que seas mi esposa porque sin ti mi
vida no es nada. Te amo, mujer.
Y sin reparar en la gente que los rodeaba, se arrodilló delante de ella.
—Danielle Blake, desde lo más profundo de mi corazón te pido que seas mi
esposa. Te pido que me dejes amarte el resto de mi vida, y darte hijos, hermanos y
hermanas para Anita. Te pido que me perdones por no haber recuperado el juicio
hasta ahora.
—Bueno —comenzó ella con voz trémula—. Si me lo pides así, ¿cómo voy a
resistirme?
El se puso en pie y dijo algo en italiano a la multitud que se había congregado a
su alrededor. Ellos rompieron a aplaudir.
—¿Qué les has dicho? —le susurró ella, sonrojándose.
Él la abrazó.
—Que has aceptado mi proposición y que son mis testigos por si decides
echarte atrás.
Fin