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+ Textos para el Final +

1) Freud, S., (1920). “Más allá del Principio de Placer”. Obras Completas. Volumen XVIII. Amorrortu
editores. Buenos Aires.
2) Malestar en la Cultura
3) Freud, S. (1913-1914). “Tótem y Tabú”. Obras Completas. Volumen XIII. Amorrortu ediciones.
Buenos Aires. Capítulo IV: El retorno del totemismo en la infancia
4) Freud, S., (1994 [1913-14]). “Dinámica de la transferencia”. Obras Completas. Volumen XII.
Amorrortu editores. Buenos Aires.
5) Freud, S., (1994 [1913-14]). “Recordar, repetir, reelaborar. (Nuevos consejos sobre la técnica
psicoanalítica II)”. Obras Completas. Volumen XII. Amorrortu editores. Buenos Aires.
6) Freud, S., (1994 [1913-14]). “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia. (Nuevos

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consejos sobre la técnica psicoanalítica III)”. Obras Completas. Volumen XII. Amorrortu editores.
7) Freud, S., (1919) “Lo Ominoso”. Obras Completas. Volumen XVII. Amorrortu editores. Bs Aires.
8) Freud, S., (1996 [1923-25]). “El Yo y el Ello”. Obras Completas. Volumen XIX. Amorrortu editores.
Buenos Aires. Capítulo II: El yo y el ello. Capítulo III: El yo y el Superyó. Capítulo IV: Las dos
clases de pulsiones. Capítulo V: Los vasallajes del yo.
9) Inhibición, Síntoma y Angustia.

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10) Freud, S., (2007 [1937-39]). “Análisis terminable e interminable”. Obras Completas. Volumen
XXIII. Amorrortu editores. Buenos Aires.
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Más allá del Principio de Placer (1920) ¿Cómo explicar la repetición de lo penoso?

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El primer capítulo comienza con una exposición de lo que la teoría psicoanalítica afirmaba hasta esos
momentos: el curso de los procesos anímicos inconscientes (el «proceso primario») se encontraba regulado
de modo automático por el llamado «principio del placer». Dicha teoría relaciona el placer y el displacer —
como sensaciones conscientes ligadas al yo— con la cantidad de excitación que se hallaba presente en la
vida anímica, correspondiendo el displacer a una elevación y el placer a una disminución de esa excitación.

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Esta concepción, apoyada en las teorías del psicofisiólogo G. Theodor Fechner, estimaba que el aparato
anímico tendía a conservar lo más baja posible, o por lo menos constante, la cantidad de excitación existente
en él. Se trataba del principio de constancia (Freud) o la tendencia a la estabilidad (Fechner).

Como declaración de intenciones de lo que pretende exponer y que, por así decirlo, va a contradecir toda su
elaboración anterior anuncia: «Más fuérzalos ahora que es inexacto hablar de un dominio del principio del
placer sobre el curso de los procesos psíquicos. Si tal dominio existiese —razona Freud— la mayor parte de
nuestros procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada de placer o conducir a él, lo cual queda
enérgicamente contradicho por la experiencia general».

II

En el segundo capítulo se ocupa del «oscuro y sombrío tema de las neurosis traumáticas» —los «trastornos
de estrés postraumático» actuales— tanto en tiempos de guerra como de paz, resaltando el importante dato

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clínico de que el factor principal en la formación de dichas neurosis reside en la sorpresa del hecho, es decir
en el sobresalto o susto experimentado por el sujeto. Otro dato relevante es que si en el encuentro traumático
el sujeto recibe contusiones y heridas, éstas actúan, por así decirlo, en contra de la formación de la neurosis.
O sea, que cuanto más ileso salga el sujeto del hecho traumático (accidente, terremoto, combate, etc) más
propensión tendrá a desarrollar la neurosis, llegando incluso a aparecer en ocasiones sin que medie violencia
mecánica alguna.

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El factor principal es el susto. El susto —nos dice— es el estado que nos invade bruscamente cuando se nos
presenta un peligro que no esperábamos y para el que no estábamos preparados. El susto se diferencia de
la angustia (que es un estado de expectación del peligro y preparación para el mismo, aunque nos sea
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desconocido) y también se diferencia del miedo, el cual reclama un objeto determinado que nos lo inspire.

En la vida onírica, en sus sueños, el sujeto afectado de neurosis traumática vuelve una y otra vez a rememorar
la situación penosa sufrida. El enfermo se halla, pues, fijado psíquicamente al trauma. Añade que esta fijación
al suceso traumático es similar al que se produce en el desencadenamiento de la histeria y nos recuerda que
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ya Breuer y él, en 1893, habían postulado en un texto conjunto (se refiere a la «comunicación preliminar»
de los "Estudios sobre la histeria") que «los histéricos sufren de reminiscencias».

Por otro lado, observa Freud, esta repetición de los sueños penosos en los enfermos afectados de neurosis
traumática entra en contradicción, pero solo aparente, con su reiterada afirmación de que los sueños son
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realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos. Esta contradicción queda salvada recordándonos «las
misteriosas tendencias masoquistas del yo». O sea, que, finalmente, los deseos reprimidos se realizan en el
sueño puesto que éstos son deseos de carácter masoquista.

A continuación, nos relata el famoso juego de su nieto mayor (Ernst Wolfgang Halberstadt, el hijo mayor de


su hija Sophie, nacido en 1914 y que sería el único de los varones de la extensa familia Freud que fue
psicoanalista, sobre todo infantil). Este niño, que tenía por entonces año y medio de edad, no lloraba cuando
su madre le abandonaba por algún tiempo sino que se afanaba en jugar a tirar lejos de sí, a un rincón del
cuarto, bajo la cama o en otros sitios parecidos todos aquellos pequeños objetos de los que podía apoderarse.
Mientras los tiraba exclamaba un agudo y largo sonido: o-o-o-o, que a juicio de su madre y de Freud mismo
no correspondía a una interjección sino que significaba «fuera» (fort).

Más adelante presenció ese mismo juego más elaborado: el niño tenía un carrete de madera atado a una
cuerdecita y no se le ocurría arrastrarlo por el suelo, jugando al coche, sino que, teniéndolo sujeto por el
extremo de la cuerda, lo arrojaba con gran habilidad por encima de la barandilla de su cuna, forrada de tela,
haciéndolo desaparecer detrás de la misma. Lanzaba entonces su significativo o-o-o-o y tiraba luego de la
cuerda hasta sacar el carrete de la cuna, saludando su reaparición con un alegre «aquí» (da).

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Freud constata que el niño logró convertir en juego repetitivo un suceso desagradable (la ausencia de su
madre) y se pregunta: «¿Cómo, pues, está de acuerdo con el principio del placer el hecho de que el niño
repita como un juego el suceso penoso para él?».

III

El capítulo tercero trata sobre la llamada «compulsión de repetición» (Wiederholungszwang) que ya vimos
en el capítulo anterior que estaba omnipresente tanto en los sueños de los sujetos afectados de neurosis
traumáticas como en los juegos infantiles. Nos dice —cuestión que ya había abordado en su texto de 1914
"Recuerdo, repetición y elaboración"— que esta obsesión de repetición también se manifiesta de modo
ostensible durante el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos comunes y constituye una resistencia al
adecuado avance del mismo.

El sujeto repite lo reprimido infantil, en vez de recordarlo, dentro de la transferencia con el psicoanalista, lo

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que hace que ésta se pueda tornar en una resistencia. Esta resistencia del analizado hacia el conocimiento
de su inconsciente no es debida a lo inconsciente mismo sino a su yo coherente o consciente, que opone en
este texto al yo inconsciente o reprimido (un adelanto de la división de la instancia del yo en consciente e
inconsciente que haría posteriormente, en 1923, en "El yo y el ello").

Afirma Freud que esta compulsión de repetición debe atribuirse a lo reprimido inconsciente. Nos cuenta que

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hay personas, neuróticas o no, que tiene la impresión de que un destino las persigue, de que una «influencia
demoníaca» rige su vida. Para el psicoanálisis —dice— este destino está preparado, en su mayor parte, por
la persona misma y se encuentra determinado por las tempranas influencias infantiles. Pone como ejemplos
a «los filántropos a los que abandonan todos sus protegidos con enfado al cabo de cierto tiempo de relación,
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a los hombres en los que toda amistad termina por la traición del amigo, a aquellas otras personas que
repiten varias veces en su vida el hecho de elevar como autoridad sobre sí mismas, o públicamente, a otra
persona, a la que tras un tiempo derrocan para elegir otra nueva y a amantes cuya relación con las mujeres
pasa siempre por las mismas fases y llega al mismo desenlace». «Es el perpetuo retorno de lo mismo»
apostilla parafraseando a Nietzsche.
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Todos los datos expuestos anteriormente —colige Freud— nos hacen suponer que en la vida anímica existe
realmente una obsesión de repetición que va más allá del principio del placer. Y finaliza este capítulo así:
«Mas si en la vida anímica existe tal obsesión de repetición, quisiéramos saber algo de ella, a qué función
corresponde, bajo qué condiciones puede surgir y en qué relación se halla con el principio del placer, al que
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hasta ahora habíamos atribuido el dominio sobre el curso de los procesos de excitación en la vida psíquica».

IV

Comienza el capítulo cuarto con esta afirmación rotunda: «Lo que sigue es pura especulación y a veces harto


extremada que el lector aceptará o rechazará según su posición particular en estas materias. Constituye,
además, un intento de perseguir y agotar una idea, por curiosidad de ver hasta dónde nos llevará».

Freud nos invita a continuación a representarnos el organismo viviente en su máxima simplificación: una
vesícula indiferenciada de sustancia excitable. Este trocito de sustancia viva flota en medio de un mundo
exterior cargado de las más fuertes energías y sería destruido con seguridad si no estuviese provisto de un
dispositivo protector contra esas excitaciones (Reizschutz) que se encuentra situado en su capa externa,
haciendo de envoltura del mismo. De modo que esa vesícula viviente —metáfora biológica freudiana del
órgano anímico— está protegida contra las excitaciones que proceden de su exterior pero, por desgracia, no
tiene ninguna defensa contra las excitaciones provenientes de su interior que son portadoras de displacer.

El origen y fundamento del mecanismo psíquico conocido como «proyección» —poseedor de un importante
papel en la causación de los procesos patológicos— es debido precisamente a que estas excitaciones
interiores que traen consigo un aumento demasiado grande de displacer son tratadas como si actuasen

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desde fuera y no desde dentro, empleándose los mismos medios de protección contra ellas. Aquellas
excitaciones procedentes del exterior que poseen una suficiente energía atraviesan el dispositivo protector y
por ello se convierten en traumáticas. «A mi juicio —escribe Freud— puede intentarse considerar la neurosis
traumática común como el resultado de una extensa rotura de la protección que defiende al órgano anímico
contra las excitaciones».

En este capítulo también somete a discusión el principio kantiano de que el tiempo y el espacio son dos
formas necesarias de nuestro pensamiento ya que el psicoanálisis ha descubierto que los procesos anímicos
inconscientes se hayan en sí «fuera del tiempo». «Esto quiere decir —asevera Freud— que no pueden ser
ordenados temporalmente, que el tiempo no cambia nada en ellos y que no se les puede aplicar la idea del
tiempo. Nuestra abstracta idea del tiempo parece más bien basada en el funcionamiento del sistema
percepción-consciencia y correspondiente a una autopercepción del mismo».

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En el quinto capítulo (que, por cierto, es citado por Lacan al menos un par de veces durante su seminario
sobre Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis —páginas 57 y 69— que ya hemos estudiado en
el ICF) vuelve a insistir sobre esa carencia que tiene el órgano anímico de un dispositivo que lo proteja contra
las excitaciones procedentes de su interior y que identifica esta vez con las pulsiones, de las cuales nos dice
que «son las representantes de todas las actuaciones de energía procedentes del interior del cuerpo

psicológica».
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transferidas al aparato psíquico y constituyen el elemento más importante y oscuro de la investigación

Dado que los impulsos pulsionales parten del sistema inconsciente, correspondería entonces a las capas
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superiores del aparato anímico, que hacen a su vez de barrera protectora y se localizan en el sistema
percepción-conciencia (P-Cc), el trabajo de ligar esta excitación interna de origen pulsional. Afirma Freud
que el fracaso en esta ligadura de las excitaciones internas haría surgir una perturbación análoga a la que
se produce en las neurosis traumáticas, donde la excitación procede del exterior.
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Tras volver a tratar las manifestaciones que produce la compulsión a la repetición en la vida psíquica (neurosis
traumáticas, juegos infantiles, repetición en la transferencia durante el tratamiento psicoanalítico de sucesos
reprimidos de la infancia), Freud se pregunta: «¿De qué modo se halla en conexión lo pulsional con la
obsesión de repetición?». Y contesta: «Se nos impone la idea de que hemos descubierto la pista de un
carácter general no reconocido claramente hasta ahora [...] de las pulsiones y quizá de toda la vida orgánica».
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El nuevo concepto de pulsión freudiana sería el de una tendencia propia de lo orgánico vivo a la
reconstrucción de un estado anterior que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores.
«Esta concepción de la pulsión nos parece extraña —advierte Freud— por habernos acostumbrado a ver en


ella el factor que impulsa a la modificación y evolución y tener que reconocer ahora en ella todo lo contrario:
la manifestación de la Naturaleza, conservadora de lo animado». Y más adelante: «Nos atrae la idea de
perseguir hasta sus últimas consecuencias la hipótesis de que las pulsiones quieren reconstruir algo anterior
[...] El fin de la vida tiene que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo animado abandonó alguna
vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la evolución [...] La meta de toda vida es la muerte [...] Lo
inanimado era antes que lo animado».

También sostiene en este capítulo que es tan sólo un juicio personal el declarar que un grado evolutivo de
las especies vivas es superior a otro y que la Biología nos demuestra que la superevolución en un punto se
consigue con frecuencia por regresión de otro y declara que no cree en absoluto, aunque la considera una
«benéfica ilusión», que los hombres tengan una pulsión interior de perfeccionamiento que les llevaría algún
día hasta el desarrollo del superhombre.

VI

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El sexto capítulo es el más largo y el que más dificultoso me ha resultado, desde siempre, de leer y me
parece, aunque no puedo en estos momentos confirmarlo, que fue sobre el que Freud realizó las
modificaciones y ampliaciones en el invierno y verano de 1920, tras la muerte de Anton von Freund y de su
hija Sophie. Voy a resumirlo y no trataré de la cópula rejuvenecedora ("amphimixis") que practican los
protozoarios porque superaría el tiempo que tengo estipulado para mi exposición.

Comienza dicho capítulo constatando la falta de acuerdo que reinaba entre los biólogos sobre la cuestión de
la muerte natural y cita la «magna concepción» de su antiguo amigo Wilhem Fliess, según la cual todos los
fenómenos vitales de los organismos, y por tanto también la muerte, se hallan en relación con determinados
plazos. Tras rechazarla por considerarla una «fórmula rígida», se adentra en las teorías del biólogo y zoólogo
alemán August Weismann (muy conocido entonces por enfrentarse a la teoría evolucionista de J.-B. Lamarck
que postulaba que los hijos heredaban los caracteres adquiridos de los padres) por creerlas más acordes con
lo que él pretende exponer.

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A. Weismann consideraba que morfológicamente se reconocían en la sustancia viva dos componentes: uno
destinado a la muerte (el somatoplasma) y otro componente inmortal constituido por el plasma germinativo
(el germinoplasma), el cual servía a la conservación de la especie, a la procreación. Este plasma germinativo
sólo muere cuando la especie se extingue. Pero esto sólo sucede en los organismos pluricelulares —es decir,
a partir de los metazoarios— porque en los organismos unicelulares son el individuo y la célula procreativa,

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a la vez, una sola y misma cosa. Estos organismos son, pues, potencialmente inmortales.

También cita Freud la observación por parte de un americano llamado Woodruff (creo que se refiere al
biólogo Lorandes Loss Woodruff) de un infusorio que se reproducía por escisiparidad (que es un modo de
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reproducción asexuada en la cual se lleva a cabo una escisión o fragmentación del individuo progenitor en
dos o más partes). Cada vez que el infusorio se reproducía, el americano cogía uno de los organismos
resultantes y lo sumergía en agua nueva; así llegó hasta la generación 3.029 comprobando que el último
descendiente del primer infusorio poseía igual vitalidad que éste y no mostraba ninguna señal de vejez o
degeneración. Así es que, señala Freud, sólo fue con la aparición de los organismos multicelulares,
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compuestos de soma y plasma germinativo, o sea, sexuados, cuando se hizo posible y adecuada la muerte.

Las células germinativas mismas se conducen de modo «narcisista», o, en otros términos, precisan toda su
libido para sí y no revisten ningún objeto. Y añade:«Quizá se deba considerar también como narcisista, en
el mismo sentido, a las células de las neoformaciones malignas que destruyen el organismo. La Patología se
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inclina a aceptar el innatismo de los gérmenes de tales formaciones y a conceder a las mismas cualidades
embrionales» (el último párrafo agregado en 1921). Ésta me parece que es una genial intuición freudiana en
el campo de la Biología, pues, efectivamente, según estudios científicos recientes las células cancerosas no
poseen lo que se ha denominado «muerte programada» o apoptosis; son células jóvenes («embrionales»


dice Freud) y potencialmente inmortales que sólo mueren cuando matan al conjunto de las otras células del
organismo dentro del cual se reproducen.

Por otro lado y sin que quiera relacionarlo, sólo apuntarlo, en 1921 Freud ya tenía consigo una «neoformación
maligna» bucal que finalmente le conduciría a la muerte. Aunque fue intervenido quirúrgicamente por primera
vez de ella en abril de 1923, se sabe que ya a fines de 1917 había advertido que tenía una tumefacción
dolorosa en el paladar que le fue creciendo, con ciertas remisiones, hasta que decidió consultar con su
médico personal de entonces, Felix Deutsch, porque su crecimiento era ya demasiado grande y persistente.

Tras citar a Schopenhauer —«pensador para el cual la muerte es el verdadero resultado y, por tanto, el
objeto de la vida y, en cambio, la pulsión sexual la encarnación de la voluntad de vivir»—, nos revela que él
ha llegado a distinguir dos especies de pulsiones: unas que quieren llevar la vida a la muerte (pulsiones de
muerte) y otras que aspiran de continuo a la renovación de la vida (las pulsiones sexuales). «De este modo

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—afirma Freud— la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el “eros” de los poetas y filósofos,
que mantienen unido todo lo animado».

Prosigue repasando sus desarrollos teóricos anteriores acerca de las pulsiones (con la distinción que realizó
entre las pulsiones del yo y las pulsiones sexuales y, más adelante, entre las pulsiones del yo y las pulsiones
de objeto) y se reafirma en su dualismo libidinal en contra del monismo junguiano. Escribe: «Nuestra
concepción era dualista desde un principio y lo es ahora más desde que denominamos las antítesis, no ya
pulsiones del yo y pulsiones sexuales, sino pulsiones de vida y pulsiones de muerte. La teoría de la libido, de
Jung, es, en cambio, monista».

Más adelante rinde homenaje, citándolas, a dos mujeres psicoanalistas. De Sabina Spielrein, muy de
actualidad —también Freud y Jung— gracias a la película «Un método peligroso», del cineasta canadiense
David Cronemberg, dice: «En un trabajo muy rico en ideas, aunque para mí no del todo transparente,

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emprende Sabina Spielrein una parte de esta investigación y califica de 'destructores' a los componentes
sádicos de la pulsión sexual».

La otra cita hace referencia a la psicoanalista inglesa Bárbara Low: «El haber reconocido la tendencia
dominante de la vida psíquica, y quizá también de la vida nerviosa —nótese aquí la diferenciación que hace
Freud entre la “vida psíquica” y la “vida nerviosa”—, la aspiración a aminorar, mantener constante o hacer
cesar la tensión de las excitaciones internas (el principio de nirvana, según expresión de Bárbara Low), tal y

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como dicha aspiración se manifiesta en el principio del placer, es uno de los más importantes motivos para
creer en la existencia de pulsiones de muerte».
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Es cuando menos curioso que no aluda directamente a Schopenhauer como autor del concepto del «principio
del nirvana» que, a su vez, tomó del budismo y en su lugar cite a Bárbara Low, quien, por así decirlo, lo
copió de él. Imagino que debió pensar que con una sola cita, la que anteriormente comenté, Arthur
Schopenhauer (recuérdese la carta a Lou Andreas-Salomé) ya tenía un suficiente espacio en el texto que
estaba alumbrando.
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Finalizó el comentario de este capítulo con algunas palabras de reflexión crítica que hace el mismo Freud
sobre lo que está escribiendo: «Se me pudiera preguntar si yo mismo estoy, y hasta qué punto, convencido
de la viabilidad de estas hipótesis. Mi respuesta sería que ni abrigo una entera convicción de su certeza ni
trato de inspirar a nadie. O mejor dicho: no sé hasta qué punto creo en ellas. Me parece que el factor afectivo
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de la convicción no debe ser aquí tenido en cuenta. Podemos muy bien entregarnos a una reflexión y seguirla
para ver hasta dónde nos conduce exclusivamente por una curiosidad científica [...] No niego que el tercer
paso que aquí doy en la teoría de las pulsiones no puede aspirar a la misma seguridad que los dos que le
precedieron: la extensión del concepto de sexualidad y el establecimiento del narcisismo».


VII

El séptimo y último capítulo es el más breve y comienza de este modo: «Si realmente es un carácter general
de las pulsiones el querer reconstituir un estado anterior, no tenemos por qué maravillarnos de que en la
vida anímica tengan lugar tantos procesos independientemente del principio del placer [...] Pero todo esto
que escapa aún al principio del placer no tendrá que ser necesariamente contrario a él».

Más adelante, separando lo que es una función de lo que es una tendencia, dirá que «el principio del placer
será entonces una tendencia que estará al servicio de una función encargada de despojar de excitaciones el
aparato anímico, mantener en él constante el montante de la excitación o conservarlo lo más bajo posible
[...] observamos que la función así determinada tomaría parte en la aspiración más general de todo lo
animado, la de retornar a la quietud del mundo inorgánico».

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También nos indica que las pulsiones de vida son las que con mayor facilidad registramos porque se nos
aparecen como perturbadoras y traen consigo tensiones cuya descarga es sentida como placer; sin embargo,
las pulsiones de muerte parecen efectuar de modo silencioso su labor. Y se despide así: «Debemos ser
pacientes y esperar la aparición de nuevos medios y motivos de investigación, pero permaneciendo siempre
dispuestos a abandonar, en el momento que veamos que no conduce a nada útil, el camino seguido durante
algún tiempo. Tan sólo aquellos crédulos que piden a la ciencia un sustitutivo del abandonado catecismo (los
que en la actualidad llamamos 'cientificistas') podrán reprochar al investigador el desarrollo o modificación
de sus opiniones. Por lo demás, dejemos que un poeta nos consuele de los lentos progresos de nuestro
conocimiento científico: Si no se puede avanzar volando, bueno es progresar cojeando, pues está escrito que
no es pecado el cojear».

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El Malestar en la Cultura
Aparecido en 1930, en este artículo Sigmund Freud plantea que la insatisfacción del hombre por la
cultura se debe a que esta controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos,
ya que el hombre tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura
controlará esta agresividad internalizándola bajo la forma de Superyó y dirigiéndola contra el
yo, el que entonces puede tornarse masoquista o autodestructivo.

1 (Conformación del Yo/ Yo y el Mundo)

Freud había escuchado decir de cierta persona que en todo ser humano existe un sentimiento oceánico
de eternidad, infinitud y unión con el universo, y por ese solo hecho es el hombre un ser religioso,
más allá de si cree o no en tal o cual credo. Tal sentimiento está en la base de toda religión. Freud no

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admite ese sentimiento en sí mismo pero intenta una explicación psicoanalítica -genética- del mismo.

Captamos nuestro yo como algo definido y demarcado, especialmente del exterior, porque su límite interno
se continúa con el ello. El lactante no tiene tal demarcación. Empieza a demarcarse del exterior como yo-
placiente, diferenciándose del objeto displacentero que quedará 'fuera' de él. Originalmente el yo lo incluía
todo, pero cuando se separa o distingue del mundo exterior, el yo termina siendo un residuo atrofiado del

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sentimiento de ser uno con el universo antes indicado. Es lícito pensar que en la esfera de lo psíquico aquel
sentimiento pretérito pueda conservarse en la adultez.

Sin embargo dicho sentimiento oceánico está más vinculado con el narcisismo ilimitado que con el sentimiento
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religioso. Este último deriva en realidad del desamparo infantil y la nostalgia por el padre que dicho desamparo
suscitaba. Puede estar relacionado con el trauma del nacimiento que habla en el texto “Inhibición, síntoma
y angustia” que queda como un arquetipo o modelo de las angustias próximas, la que suscita como previo
a partir del peligro o en este caso el desamparo infantil.
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Cuestiona lo que cuestionaba en Introducción del Narcisismo, la constitución del yo (el proceso de
identificación), es atravesado por un velo simbólico implicando que ya hay un precio de en la conformación
del yo para acceder al mundo, al otro, al lenguaje, los significantes, ya el yo hay una pérdida que tiene que
ver con salirse del sentimiento oceánico, al unidad del yo con el universo, hay un precio para la constitución
del yo y es la pérdida
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El peso de la vida (el malestar) nos obliga a tres posibles soluciones para encontrar la felicidad: distraernos


en alguna actividad, buscar satisfacciones sustitutivas/sublimadas (como el arte), o bien


narcotizarnos/ sustancias embriagadoras.

La religión busca responder al sentido/objeto de la vida, y por otro lado el hombre busca el placer y la
evitación del displacer, cosas irrealizables en su plenitud. Es así que el hombre rebaja sus pretensiones de
felicidad, aunque busca otras posibilidades como el hedonismo, el estoicismo, etc. (Ppio de Realidad).

Otra técnica para evitar los sufrimientos es reorientar los fines instintivos de forma tal de poder eludir las
frustraciones del mundo exterior. Esto se llama sublimación, es decir poder canalizar lo instintivo hacia
satisfacciones artísticas o científicas (elementos de la cultura) que alejan al sujeto cada vez más del mundo
exterior.

En una palabra, son muchos los procedimientos para conquistar la felicidad o alejar el sufrimiento, pero
ninguno 100% efectivo. <La felicidad sólo es posible como un fenómeno episódico>
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La religión impone un camino único para ser feliz y evitar el sufrimiento. Para ello reduce el valor de la vida y
delira deformando el mundo real intimidando a la inteligencia, infantilizando al sujeto y produciendo delirios
colectivos. No obstante, tampoco puede eliminar totalmente el sufrimiento.

Tres son las fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, la caducidad de nuestro
cuerpo, y nuestra insuficiencia para regular nuestras relaciones sociales. Las dos primeras son
inevitables, pero no entendemos la tercera: no entendemos porqué la sociedad no nos procura satisfacción o
bienestar, lo cual genera una hostilidad hacia lo cultural.

Cultura es la suma de producciones que nos diferencian de los animales, y que sirve a dos fines: proteger
al hombre de la naturaleza, y regular sus mutuas relaciones sociales. Para esto último el hombre

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debió pasar del poderío de una sola voluntad tirana al poder de todos, al poder de la comunidad, es decir que
todos debieron sacrificar algo de sus instintos: la cultura los restringió.

Freud advierte una analogía entre el proceso cultural y la normal evolución libidinal del individuo: en ambos
casos los instintos pueden seguir tres caminos: se subliman (arte, etc), se consuman para procurar placer
(por ejemplo el orden y la limpieza derivados del erotismo anal), o se frustran. De este último caso deriva

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la hostilidad hacia la cultura.

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Examina aquí Freud qué factores hacen al origen de la cultura, y cuáles determinaron su posterior derrotero.

Desde el principio, el hombre primitivo comprendió que para sobrevivir debía organizarse con otros seres
humanos. En 'Totem y Tabú' ya se había visto cómo de la familia primitiva se pasó a la alianza fraternal,
donde las restricciones mutuas (tabú) permitieron la instauración del nuevo orden social, más poderoso que
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el individuo aislado. Esa restricción llevó a desviar el impulso sexual hacia otro fin (impulso coartado en su
meta) generándose una especie de amor hacia toda la humanidad, pero que tampoco anuló totalmente la
satisfacción sexual directa. Ambas variantes buscan unir a la comunidad con lazos más fuertes que los
derivados de la necesidad de organizarse para sobrevivir.
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Pero pronto surge un conflicto entre el amor y la cultura: el amor se opone a los intereses de la cultura,
y ésta lo amenaza con restricciones. La familia defiende el amor, y la comunidad más amplia la cultura.
La mujer entra en conflicto con el hombre: éste, por exigencias culturales, se aleja cada vez más de sus
funciones de esposo y padre. La cultura restringe la sexualidad anulando su manifestación, ya que la cultura
necesita energía para su propio consumo.


La cultura busca sustraer la energía del amor entre dos, para derivarla a lazos libidinales que unan a los
miembros de la sociedad entre sí para fortalecerla ('amarás a tu prójimo como a ti mismo'). Pero sin
embargo, también existen tendencias agresivas hacia los otros, y además no se entiende porqué amar a
otros cuando quizá no lo merecen. Así, la cultura también restringirá la agresividad, y no sólo el amor sexual,
lo cual permite entender porqué el hombre no encuentra su felicidad en las relaciones sociales.

En 'Más allá del principio del placer' habían quedado postulados dos instintos: de vida (Eros), y de
agresión o muerte (Tanathos). Ambos no se encuentran aislados y pueden complementarse, como por
ejemplo cuando la agresión dirigida hacia afuera salva al sujeto de la autoagresión, o sea preserva su vida
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(pulsión de vida que contiene lo yoico y de autoconservación). La libido es la energía del Eros, pero más
que esta, es la tendencia agresiva el mayor obstáculo que se opone a la cultura. Las agresiones mutuas
entre los seres humanos hacen peligrar la misma sociedad, y ésta no se mantiene unida solamente por
necesidades de sobrevivencia, de aquí la necesidad de generar lazos libidinales entre los miembros.

Pero la sociedad/cultura canaliza la agresividad dirigiéndola contra el propio sujeto y generando


en él un superyó, una conciencia moral, que a su vez será la fuente del sentimiento de culpabilidad y la
consiguiente necesidad de castigo. La autoridad es internalizada, y el superyó tortura al yo 'pecaminoso'
generándole angustia. La conciencia moral actúa especialmente en forma severa cuando algo salió mal (y
entonces hacemos un examen de conciencia).

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Llegamos así a conocer dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad, y
otro, más reciente, el miedo al superyó. Ambas instancias obligan a renunciar a los instintos, con la
diferencia que al segundo no es posible eludirlo. Se crea así la conciencia moral, la cual a su vez exige nuevas
renuncias instituales.

Pero entonces, ¿de dónde viene el remordimiento por haber matado al protopadre de la horda primitiva, ya

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que por entonces no había conciencia moral como la hay hoy? Según Freud deriva de los sentimientos
ambivalentes hacia el mismo.

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DD
El precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento
de culpabilidad. Sentimiento de culpabilidad significa aquí severidad del superyó, percepción de esta severidad
por parte del yo, y vigilancia. La necesidad de castigo es una vuelta del masoquismo sobre el yo bajo la
influencia del superyo sádico.
LA

Freud concluye que la génesis de los sentimientos de culpabilidad están en las tendencias agresivas. Al impedir
la satisfacción erótica, volvemos la agresión hacia esa persona que prohíbe, y esta agresión es canalizada
hacia el superyó, de donde emanan los sentimientos de culpabilidad. También hay un superyó cultural que
establece rígidos ideales.
FI

El destino de la especie humana depende de hasta qué punto la cultura podrá hacer frente a la agresividad
humana, y aquí debería jugar un papel decisivo el Eros, la tendencia opuesta.


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Tótem y Tabú - Cap. IV El regreso del totemismo en la infancia
"Tótem y Tabú" es una obra que se orienta a la Antropología. Sin embargo, al final, la idea de la obra es
clara: muestra que las creencias, la superstición, las religiones y las neurosis comparten relaciones íntimas
entre sí, en un pasado lejano.

La idea de este trabajo es que se podría pensar un parecido entre el desarrollo de las sociedades primitivas
y el desarrollo individual de la “mente” humana. El punto fundamental de esta obra es que la ambivalencia
(es decir, dos modos o maneras distintas al mismo tiempo) que caracteriza la relación con el padre en el
complejo de Edipo (rivalidad e identificación del niño con él) sería igual al conflicto mítico que daría origen a
la cultura: el asesinato de un padre originario llevado a cabo por el clan de hermanos.

¿QUÉ ES UN TÓTEM? Un tótem es una figura simbólica que representa la unión de un grupo, no por lazos

OM
de sangre, sino por pertenecer a la misma imagen totémica, que puede ser un animal, una planta o una
fuerza natural (rayo, fuego). Esta figura totémica representaba los lazos familiares de un grupo. El tótem
representa en primer lugar un antepasado común a un clan (grupo), y en segundo lugar, su espíritu los
protege y debe ser respetado.

¿QUÉ ES UN TABÚ? El segundo concepto importante es el "Tabú". El Tabú es algo presente en pueblos
llamados "primitivos" y es lo prohibido por partida doble: se trata de aquello que es lo más sagrado, tanto

.C
que no se puede ni debe tocar, pero al mismo tiempo puede representar a lo más impuro, aquello "sucio" y
desagradable que tampoco se debe tocar, o de lo que no se debe hablar.
DD
EL BANQUETE TOTÉMICO Los banquetes totémicos son las fiestas que se celebran en honor al tótem, en
las cuales los miembros de la tribu o el clan se disfrazan pareciéndose al animal totémico, imitan sus gritos
y movimientos, matando y devorando cruelmente al animal. La acción es prohibida a la persona, pero se
puede hacer con la participación de todos, en conjunto.

En ese acto de comerse al animal, los miembros consumen una parte y se identifican con él. Una vez muerto,
LA

el animal es llorado y lamentado por miedo a una “venganza” y para sacarse de encima la responsabilidad
de una muerte. Se reparten las culpas entre todos.

A este duelo y lamento le sigue una fiesta, que es un exceso permitido. La fiesta podría explicarse,
justamente, por el hecho de que los miembros del clan recibieron la vida sagrada (al comerse una parte del
FI

tótem). Cada persona se quedó con una parte de la fuerza de ese tótem.

Freud considera a ese animal totémico como un sustituto del padre y caracteriza esa actitud ambivalente de
amor y hostilidad hacia el tótem como una manifestación típica de la ambivalencia (identificación y rivalidad


al mismo tiempo) que los niños muestran por sus padres.

Entonces: recuerda periódicamente este acontecimiento, existe una adoración al tótem y comienza con una
repetición del acto donde buscan asemejarse al tótem, se identifican con él. Al comérselo lo incorporan por
la vía del canibalismo (incorporan fragmentos del tótem = identificación).

HIPÓTESIS DE DARWIN SOBRE EL ESTADO PRIMORDIAL (INICIAL) DE LA SOCIEDAD HUMANA


Freud toma de Darwin una hipótesis basada en la observación de los monos, según la cual podría pensarse
que el hombre primitivo vivió en pequeñas hordas o grupos que estaban dominados por el macho más fuerte.
Este macho impedía a los demás machos el acceso a las hembras, reservándolas todas para sí mismo.

Esta hipótesis permite entender mejor el banquete totémico.

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Entonces, si tenemos en cuenta el banquete totémico para explicar esta hipótesis, puede pensarse de la
siguiente manera: En la horda primordial (inicial), hay un padre violento, celoso, que se “guarda” todas las
mujeres para sí mismo y expulsa a los hijos varones cuando crecen por ser una competencia.

Un día, los hombres que habían sido expulsados formaron una alianza y mataron y devoraron al padre,
poniendo fin a la horda paterna.

Los hermanos odiaban a este padre porque era un obstáculo para sus necesidades de poder y exigencias
sexuales, pero al mismo tiempo, los hermanos amaban y admiraban al padre (esta es la actitud ambivalente
de la que habla Freud).

Tras matarlo y satisfacer su odio y deseo de identificarse con ese padre (comiendo su cadáver para
identificarse con él y que cada uno tuviese un poco de la fuerza del padre) aparecieron los sentimientos
tiernos en forma de arrepentimiento y así nació una conciencia de culpa.

OM
De esta manera, el muerto se volvió más fuerte que en vida, porque lo que antes ese padre había impedido
con su existencia (el acceso a las mujeres), ahora los hermanos que lo mataron se lo prohibían ellos mismos
a causa de una “obediencia retrospectiva o de efecto retardado1”.

Desde la conciencia de culpa, los hijos crearon los dos tabúes (prohibiciones) fundamentales del totemismo:

.C
A. No matarás al animal totémico: no repetirás el asesinato del padre, porque si otro macho ocupa el
lugar del padre entonces hay que matarlo por ser el macho dominante;
DD
B. Prohibición del incesto: no gozarás o disfrutarás de las mujeres del clan (ya que era lo que el padre
originalmente prohibía).

Como conclusión, se puede decir que la hazaña de matar al padre no dejó conforme a ninguno de los
hermanos; ninguno pudo satisfacer su deseo originario de ocupar el lugar del padre.
LA

RELACIONES CON EL COMPLEJO DE EDIPO Los dos tabúes del totemismo, que se establecieron con el
asesinato del padre primordial (simbólico) coinciden con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo:

● Mantener una relación sexual (incesto) con el progenitor del sexo opuesto [madre o padre];
● Eliminar al padre del mismo sexo (parricidio).
FI

Esos dos tabúes hicieron posible el comienzo de la eticidad de los hombres, es decir, su ética, su moral, la
educación de los valores humanos.

Para terminar, hay que aclarar que el padre es una función simbólica, relacionada con una ley. El rol de padre


funciona, cuando hay ausencia, por obediencia retrospectiva (cuando estaba vivo se lo desafiaba. Una vez

1
no es lo mismo el padre muerto al padre vivo, su deseo “pesa” más una vez muerto y sigue operando hasta
convertir a su deseo en ley. Los hermanos del banquete totémico estaban gobernados por la ambivalencia ante
el padre de la horda primitiva, es decir, un rival para sus deseos sexuales, pero también una admiración. Por
tanto, al matarlo, satisfacían su odio pero sobrevenían también las mociones tiernas, en este sentido vino un
arrepentimiento que generó la conciencia de culpa y el establecimiento de la ley, es decir, “el muerto se volvió
aun más fuerte de lo que fuera en vida” en tanto que lo que el padre de la horda primitiva no permitía en vida
fue lo que ellos mismos se prohibieron, a esto Freud “obediencia con efecto retardado”, es decir, desde la culpa
se originó la prohibición de los dos deseos reprimidos en el Complejo de Edipo (no matar y no tener relaciones
incestuosas) Estableciendo una diferencia entre estas dos prohibiciones, puesto que una tiene su base en
motivos de sentimiento “ que el padre había sido eliminado, y en la realidad ello no tenía remedio” a diferencia
de la prohibición del incesto que tenia un fundamento práctico, “si los hermanos se habían unido para avasallar
al padre, ellos eran rivales entre si respecto de las mujeres”.
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muerto, la sensación de culpa hace que se lo obedezca y para esto se crean nuevas leyes –origen de la
sociedad-.).

¿Cómo se relaciona esto con la represión primaria?

Hay algo que queda reprimido y no es observable dinámicamente. En lugar del asesinato del padre aparecen
el enaltecimiento del padre: religión (Corán, catolicismo, judaísmo)

Las religiones son transformaciones de este mito: asesinato del padre que se enaltece como padre muerto y
su deseo deviene en ley: padre idealizado (sentimiento ambivalente)

Represión primaria : existe algo desconocido que se trata del asesinato del padre, que se identifica con lo
humano:

OM
a) Obediencia retrospectiva

b) El padre como nombre

c) Ambivalencia de sentimientos

d) Pasos del banquete totémico

.C ________________________

“Se enlaza esta tentativa a una hipótesis de Darwin sobre el estado social primitivo de la humanidad. De las
DD
costumbres de los monos superiores, deduce este autor que el hombre vivió también, primitivamente, en
pequeñas hordas, dentro de las cuales quedaba impedida la promiscuidad sexual, por los celos del macho más
viejo y robusto: “Por lo que sabemos de los celos de todos los mamíferos, muchos de los cuales se nos muestran
armados de órganos especiales, destinados a la lucha contra sus competidores, podemos concluir, en efecto, que
LA

la promiscuidad general de los sexos en el estado de naturaleza, es un hecho muy poco probable…Pero si
remontándonos suficientemente en el tiempo, juzgamos las costumbres sociales humanas, conforme a la esencia
del hombre actual, la conclusión que se nos aparece como más probable, es la de que los hombres vivieron
FI

primitivamente en pequeñas sociedades, teniendo generalmente cada uno, una sola mujer, y a veces, si poseía
un alto grado de poderío, varias, que defendía celosamente contra todos los demás hombres…En los grupos de
estos animales se ha comprobado siempre, efectivamente, la presencia de un único macho adulto. Cuando el
gorila joven llega a un cierto estado de su crecimiento, lucha con los demás, por el dominio absoluto del grupo y


después de matarlos o expulsarlos, se constituye en jefe supremo (doctor Savage, en el Boston Journal of Natur.
Hist., V, 1845-1847) …

Atkinson parece haber sido el primero en reconocer que las condiciones que Darwin asigna a la horda primitiva
implican la exogamia de los varones jóvenes. Cada uno de estos desterrados podía fundar una horda análoga, en
el interior de la cual quedaba garantizada y mantenida, por sus celos, la prohibición de las relaciones sexuales.
De este modo, acabaron tales condiciones por engendrar la regla que hoy en día se nos muestra como ley
consciente, o sea, la prohibición de las relaciones sexuales entre miembros de la misma horda. “ “La psicoanálisis
nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del padre…

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La teoría darwiniana no concede, desde luego, atención ninguna a los orígenes del totemismo. Todo lo que supone
es la existencia de un padre violento y celoso, que se reserva para sí todas las hembras y expulsa a sus hijos
conforme van creciendo…

Basándonos en la fiesta de la comida totémica, podemos dar a estas interrogaciones, la respuesta siguiente: los
hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así un fin a la
existencia de la horda paterna. Unidos, emprendieron y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido
imposible…Tratándose de salvajes caníbales, era natural que devoran el cadáver. Además, el violento y tiránico
padre constituía seguramente el modelo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación
fraternal, y al devorarlo, se identificaban con él y se apropian una parte de su fuerza. La comida totémica, quizá
la primera fiesta de la humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable, que

OM
constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones morales y de la religión.

…Odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a sus exigencias sexuales, pero
al mismo tiempo, le amaban y admiraban. Después de haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo
de identificación con él, tenían que imponerse, en ellos, los sentimientos cariñosos, antes violentamente

.C
dominados por los hostiles. A consecuencia de este proceso afectivo, surgió el remordimiento y nació la conciencia
de la culpabilidad, confundida aquí con él , y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que había
DD
poseído en vida, circunstancias todas que comprobamos aún, hoy en día, en los destinos humanos. Lo que el
padre había impedido anteriormente…se lo prohibieron luego los hijos a sí mismos, en virtud de aquella
“obediencia retrospectiva”…rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo,
es como la conciencia de la culpabilidad del hijo, engendró los dos tabú fundamentales del totemismo, los cuales
tenían que coincidir, así, con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo…
LA

Los dos tabúes del totemismo, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen igual valor psicológico. Sólo
uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre móviles afectivos; el padre ha muerto y no hay ya nada
que pueda remediarlo prácticamente. En cambio, el otro tabú, la prohibición del incesto, presenta también una
FI

gran importancia…La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados para
suprimir al padre, tenían que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de las mujeres. Cada uno hubiera
querido tenerlas todas para sí, a ejemplo del padre, y la lucha general que de ello hubiese resultado habría traído


consigo el naufragio de la nueva organización…Así pues, si los hermanos querían vivir juntos, no tenían otra
solución que instituir…la prohibición del incesto…De este modo, salvaban la organización que les había hecho
fuertes y que reposaba, quizá, sobre sentimientos y prácticas homosexuales, adquiridos durante la época de su
destierro.”

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Malestar en la Cultura
Aparecido en 1930, en este artículo Sigmund Freud plantea que la insatisfacción del hombre por la
cultura se debe a que esta controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos,
ya que el hombre tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura
controlará esta agresividad internalizándola bajo la forma de Superyó y dirigiéndola contra el
yo, el que entonces puede tornarse masoquista o autodestructivo.

1 (Conformación del Yo/ Yo y el Mundo)

Freud había escuchado decir de cierta persona que en todo ser humano existe un sentimiento oceánico
de eternidad, infinitud y unión con el universo, y por ese solo hecho es el hombre un ser religioso,

OM
más allá de si cree o no en tal o cual credo. Tal sentimiento está en la base de toda religión. Freud no
admite ese sentimiento en sí mismo pero intenta una explicación psicoanalítica -genética- del mismo.

Captamos nuestro yo como algo definido y demarcado, especialmente del exterior, porque su límite interno
se continúa con el ello. El lactante no tiene tal demarcación. Empieza a demarcarse del exterior como yo-
placiente, diferenciándose del objeto displacentero que quedará 'fuera' de él. Originalmente el yo lo incluía

.C
todo, pero cuando se separa o distingue del mundo exterior, el yo termina siendo un residuo atrofiado del
sentimiento de ser uno con el universo antes indicado. Es lícito pensar que en la esfera de lo psíquico aquel
sentimiento pretérito pueda conservarse en la adultez.
DD
Sin embargo dicho sentimiento oceánico está más vinculado con el narcisismo ilimitado que con el sentimiento
religioso. Este último deriva en realidad del desamparo infantil y la nostalgia por el padre que dicho desamparo
suscitaba. Puede estar relacionado con el trauma del nacimiento que habla en el texto “Inhibición, síntoma
y angustia” que queda como un arquetipo o modelo de las angustias próximas, la que suscita como previo
a partir del peligro o en este caso el desamparo infantil.
LA

Cuestiona lo que cuestionaba en Introducción del Narcisismo, la constitución del yo (el proceso de
identificación), es atravesado por un velo simbólico implicando que ya hay un precio de en la conformación
del yo para acceder al mundo, al otro, al lenguaje, los significantes, ya el yo hay una pérdida que tiene que
ver con salirse del sentimiento oceánico, al unidad del yo con el universo, hay un precio para la constitución
FI

del yo y es la pérdida

2


El peso de la vida (el malestar) nos obliga a tres posibles soluciones para encontrar la felicidad: distraernos
en alguna actividad, buscar satisfacciones sustitutivas/sublimadas (como el arte), o bien
narcotizarnos/ sustancias embriagadoras.

La religión busca responder al sentido/objeto de la vida, y por otro lado el hombre busca el placer y la
evitación del displacer, cosas irrealizables en su plenitud. Es así que el hombre rebaja sus pretensiones de
felicidad, aunque busca otras posibilidades como el hedonismo, el estoicismo, etc. (Ppio de Realidad).

Otra técnica para evitar los sufrimientos es reorientar los fines instintivos de forma tal de poder eludir las
frustraciones del mundo exterior. Esto se llama sublimación, es decir poder canalizar lo instintivo hacia
satisfacciones artísticas o científicas (elementos de la cultura) que alejan al sujeto cada vez más del mundo
exterior.

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En una palabra, son muchos los procedimientos para conquistar la felicidad o alejar el sufrimiento, pero
ninguno 100% efectivo. <La felicidad sólo es posible como un fenómeno episódico>

La religión impone un camino único para ser feliz y evitar el sufrimiento. Para ello reduce el valor de la vida y
delira deformando el mundo real intimidando a la inteligencia, infantilizando al sujeto y produciendo delirios
colectivos. No obstante, tampoco puede eliminar totalmente el sufrimiento.

Tres son las fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, la caducidad de nuestro
cuerpo, y nuestra insuficiencia para regular nuestras relaciones sociales. Las dos primeras son
inevitables, pero no entendemos la tercera: no entendemos porqué la sociedad no nos procura satisfacción o
bienestar, lo cual genera una hostilidad hacia lo cultural.

OM
Cultura es la suma de producciones que nos diferencian de los animales, y que sirve a dos fines: proteger
al hombre de la naturaleza, y regular sus mutuas relaciones sociales. Para esto último el hombre
debió pasar del poderío de una sola voluntad tirana al poder de todos, al poder de la comunidad, es decir que
todos debieron sacrificar algo de sus instintos: la cultura los restringió.

Freud advierte una analogía entre el proceso cultural y la normal evolución libidinal del individuo: en ambos

.C
casos los instintos pueden seguir tres caminos: se subliman (arte, etc), se consuman para procurar placer
(por ejemplo el orden y la limpieza derivados del erotismo anal), o se frustran. De este último caso deriva
la hostilidad hacia la cultura.
DD
4

Examina aquí Freud qué factores hacen al origen de la cultura, y cuáles determinaron su posterior derrotero.

Desde el principio, el hombre primitivo comprendió que para sobrevivir debía organizarse con otros seres
LA

humanos. En 'Totem y Tabú' ya se había visto cómo de la familia primitiva se pasó a la alianza fraternal,
donde las restricciones mutuas (tabú) permitieron la instauración del nuevo orden social, más poderoso que
el individuo aislado. Esa restricción llevó a desviar el impulso sexual hacia otro fin (impulso coartado en su
meta) generándose una especie de amor hacia toda la humanidad, pero que tampoco anuló totalmente la
FI

satisfacción sexual directa. Ambas variantes buscan unir a la comunidad con lazos más fuertes que los
derivados de la necesidad de organizarse para sobrevivir.

Pero pronto surge un conflicto entre el amor y la cultura: el amor se opone a los intereses de la cultura,
y ésta lo amenaza con restricciones. La familia defiende el amor, y la comunidad más amplia la cultura.


La mujer entra en conflicto con el hombre: éste, por exigencias culturales, se aleja cada vez más de sus
funciones de esposo y padre. La cultura restringe la sexualidad anulando su manifestación, ya que la cultura
necesita energía para su propio consumo.

La cultura busca sustraer la energía del amor entre dos, para derivarla a lazos libidinales que unan a los
miembros de la sociedad entre sí para fortalecerla ('amarás a tu prójimo como a ti mismo'). Pero sin
embargo, también existen tendencias agresivas hacia los otros, y además no se entiende porqué amar a
otros cuando quizá no lo merecen. Así, la cultura también restringirá la agresividad, y no sólo el amor sexual,
lo cual permite entender porqué el hombre no encuentra su felicidad en las relaciones sociales.

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En 'Más allá del principio del placer' habían quedado postulados dos instintos: de vida (Eros), y de
agresión o muerte (Tanathos). Ambos no se encuentran aislados y pueden complementarse, como por
ejemplo cuando la agresión dirigida hacia afuera salva al sujeto de la autoagresión, o sea preserva su vida
(pulsión de vida que contiene lo yoico y de autoconservación). La libido es la energía del Eros, pero más
que esta, es la tendencia agresiva el mayor obstáculo que se opone a la cultura. Las agresiones mutuas
entre los seres humanos hacen peligrar la misma sociedad, y ésta no se mantiene unida solamente por
necesidades de sobrevivencia, de aquí la necesidad de generar lazos libidinales entre los miembros.

Pero la sociedad/cultura canaliza la agresividad dirigiéndola contra el propio sujeto y generando


en él un superyó, una conciencia moral, que a su vez será la fuente del sentimiento de culpabilidad y la
consiguiente necesidad de castigo. La autoridad es internalizada, y el superyó tortura al yo 'pecaminoso'

OM
generándole angustia. La conciencia moral actúa especialmente en forma severa cuando algo salió mal (y
entonces hacemos un examen de conciencia).

Llegamos así a conocer dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad, y
otro, más reciente, el miedo al superyó. Ambas instancias obligan a renunciar a los instintos, con la
diferencia que al segundo no es posible eludirlo. Se crea así la conciencia moral, la cual a su vez exige nuevas
renuncias instituales.

.C
Pero entonces, ¿de dónde viene el remordimiento por haber matado al protopadre de la horda primitiva, ya
que por entonces no había conciencia moral como la hay hoy? Según Freud deriva de los sentimientos
DD
ambivalentes hacia el mismo.

El precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento
LA

de culpabilidad. Sentimiento de culpabilidad significa aquí severidad del superyó, percepción de esta severidad
por parte del yo, y vigilancia. La necesidad de castigo es una vuelta del masoquismo sobre el yo bajo la
influencia del superyo sádico.

Freud concluye que la génesis de los sentimientos de culpabilidad están en las tendencias agresivas. Al impedir
FI

la satisfacción erótica, volvemos la agresión hacia esa persona que prohíbe, y esta agresión es canalizada
hacia el superyó, de donde emanan los sentimientos de culpabilidad. También hay un superyó cultural que
establece rígidos ideales.

El destino de la especie humana depende de hasta qué punto la cultura podrá hacer frente a la agresividad


humana, y aquí debería jugar un papel decisivo el Eros, la tendencia opuesta.

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Dinámica de la transferencia
La acción conjunta de la disposición congénita y las influencias experimentadas durante los años infantiles
determina, en cada individuo, la modalidad especial de su vida erótica, fijando los fines de la misma, las
condiciones que el sujeto habrá de exigir en ella y los instintos que en ella habrá de satisfacer.

Resulta, así, un cliché (o una serie de ellos), repetido, o reproducido luego regularmente, a través de toda
la vida, en cuanto lo permitan las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos eróticos asequibles,
pero susceptible también de alguna modificación bajo la acción de las impresiones recientes.

Ahora bien: sólo una parte de estas tendencias que determinan la vida erótica han realizado una evolución
psíquica completa. Esta parte, se halla a disposición de la personalidad consciente. En cambio, otra parte ha
quedado detenida en su desarrollo y sólo ha podido desplegarse en la fantasía o ha permanecido confinada

OM
en lo inconsciente. El individuo cuyas necesidades eróticas no son satisfechas por la realidad, orientará
representaciones libidinosas hacia toda nueva persona que surja en su horizonte, siendo muy probable que
las dos porciones de su libido, la capaz de conciencia y la inconsciente, participen en este proceso.

Es, por tanto, perfectamente normal y comprensible que la carga de libido que el individuo parcialmente
insatisfecho mantiene esperanzadamente pronta se oriente también hacia la persona del médico. Esta carga
se atendrá a ciertos modelos, se enlazará a uno de los clisés dados en el sujeto de que se trate.

.C
Conforme a la naturaleza de las relaciones del paciente con el médico, el modelo de esta inclusión habría de
ser el correspondiente a la imagen del padre, la madre o del hermano, etc. Aquellas peculiaridades cuya
DD
naturaleza e intensidad no pueden ya justificarse racionalmente, dan la pauta de que dicha transferencia no
ha sido establecida únicamente por las representaciones libidinosas conscientes, sino también por las
inconscientes.

Dos planteos: En primer lugar, no comprendemos por qué la transferencia de los sujetos neuróticos
sometidos al análisis se muestra mucho más intensa que la de otras personas no analizadas, y en segundo,
LA

nos resulta enigmático por que al análisis se nos opone la transferencia como la resistencia más fuerte contra
el tratamiento, mientras que fuera del análisis hemos de reconocerla como substrato del efecto terapéutico
y condición del éxito. Podemos comprobar, cuantas veces queramos, que cuando cesan las asociaciones
libres de un paciente, siempre puede vencerse tal agotamiento asegurándole que se halla bajo el dominio de
FI

una ocurrencia referente a la persona del médico. En cuanto damos esta explicación cesa el agotamiento o
queda transformada la falta de asociaciones en una silenciación consciente de las mismas.

A primera vista parece un grave inconveniente del psicoanálisis el hecho de que la transferencia, se
transforme en ella en el arma más fuerte de la resistencia. Pero no es cierto que la transferencia surja más


intensa y desentrenada en el psicoanálisis que fuera de él, no debemos atribuir al psicoanálisis, sino a la
neurosis misma, estos caracteres de la transferencia. En cambio, el segundo problema permanece aún en
pie.

Allí donde la investigación analítica tropieza con la libido, encastillada en sus escondites, tiene que surgir un
combate. Todas las fuerzas que han motivado la regresión de la libido se alzarán, en calidad de resistencias,
contra la labor analítica, para conservar la nueva situación, pues si la introversión o regresión de la libido no
hubiese estado justificada por una determinada relación con el mundo exterior (generalmente por la ausencia
de satisfacción), no hubiese podido tener efecto. Pero las resistencias que aquí tienen su origen no son las
únicas. La libido puesta a disposición de la personalidad se hallaba siempre bajo los elementos inconscientes
de ciertos complejos y emprendió la regresión al debilitarse la atracción de la realidad. Para libertarla tiene
que ser vencida esta atracción de lo inconsciente, lo cual equivale a levantar la represión de los instintos
inconscientes y de sus productos. De aquí es de donde nace la parte más importante de la resistencia, que
mantiene tantas veces la enfermedad, aun cuando el apartamiento de la realidad haya perdido ya su razón
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de ser. El análisis tiene que luchar con las resistencias emanadas de estas dos fuentes. Cada una de las
ocurrencias del sujeto y cada uno de sus actos tiene que contar con la resistencia y se presenta como una
transacción entre las fuerzas favorables a la curación y las opuestas a ella.

Si perseguimos un complejo patógeno desde su representación en lo consciente (síntoma) hasta sus raíces
en lo inconsciente, no tardamos en llegar a una región en la cual se impone la resistencia, que las ocurrencias
inmediatas han de contar con ella y presentarse como una transacción entre sus exigencias y las de la labor
investigadora. Cuando en la materia del complejo hay algo que se presta a ser transferido a la persona del
médico, se establece en el acto esta transferencia, produciendo la asociación inmediata y anunciándose con
los signos de una resistencia; por ejemplo, con una detención de las asociaciones. Si dicha idea ha llegado
hasta la conciencia con preferencia a todas las demás posibles, es porque satisface también a la resistencia.
Este proceso se repite innumerables veces en el curso de un análisis. Siempre que nos aproximamos a un
complejo patógeno, es impulsado, en primer lugar, hacia la conciencia y tenazmente defendido aquel

OM
elemento del complejo que resulta adecuado para la transferencia.

Una vez vencido éste, los demás elementos del complejo no crean grandes dificultades. Cuando más se
prolonga una cura analítica y más claramente va viendo el enfermo que las deformaciones del material
patógeno no constituyen por sí solas una protección contra el descubrimiento del mismo, más
consecuentemente se servirá de la deformación por medio de la transferencia.

.C
De este modo, la intensidad y la duración de la transferencia son efecto y manifestación de la resistencia. El
mecanismo de la transferencia queda explicado con su referencia a la disposición de la libido, que ha
permanecido fijada a imágenes infantiles. Pero la explicación de su actuación en la cura no la conseguimos
DD
hasta examinar sus relaciones con la resistencia.

Tenemos que decidirnos a distinguir una transferencia «positiva» y una «negativa», una transferencia de
sentimientos cariñosos y otra de sentimientos hostiles. La transferencia positiva se descompone a su vez, en
la de aquellos sentimientos amistosos o tiernos que son capaces de conciencia y en la de sus prolongaciones
LA

en lo inconsciente. Estas últimas proceden de fuentes eróticas, y así todos los sentimientos de simpatía,
amistad, confianza, etc., se hallan genéticamente enlazados con la sexualidad, habiendo surgido de ellos por
debilitación del fin sexual.

La transferencia sobre el médico sólo resulta apropiada para constituirse en resistencia en la cura, en cuanto
FI

es transferencia negativa o positiva de impulsos eróticos reprimidos. Cuando suprimimos la transferencia,


orientando la conciencia sobre ella, nos desligamos de la persona del médico más que estos dos componentes
del sentimiento. El otro componente, capaz de conciencia y aceptable, subsiste y constituye también, uno de
los substratos del éxito.


La explosión de la transferencia negativa es incluso muy frecuente en los sanatorios, y el enfermo abandona
el establecimiento, sin haber conseguido alivio alguno o habiendo empeorado, en cuanto surge en él esta
transferencia negativa. La transferencia erótica no llega a presenciar tan grave inconveniente en los
sanatorios, pues en lugar de ser descubierta y revelada es silenciada y disminuida; pero se manifiesta
claramente como una resistencia a la curación, no ya impulsando al enfermo a abandonar el establecimiento,
sino manteniéndole apartado de la vida real.

La transferencia negativa merecería una atención más detenida de la que podemos concederle dentro de los
límites del presente trabajo. En las formas curables de psiconeurosis coexiste con la transferencia cariñosa,
apareciendo ambas dirigidas simultáneamente, en muchos casos, sobre la misma persona. Tal ambivalencia
sentimental parece ser normal hasta cierto grado, pero a partir de él constituye una característica especial
de las personas neuróticas. Allí donde la facultad de transferencia se ha hecho esencialmente negativa, como
en los paranoides, cesa toda posibilidad de influjo y de curación.

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Quienes han apreciado exactamente cómo el analizado es apartado violentamente de sus relaciones reales
con el médico en cuanto cae bajo el dominio de una intensa resistencia por transferencia, sentirán la
necesidad de explicárselo por la acción de otros factores.

En la persecución de la libido sustraída a la conciencia hemos penetrado en los dominios de lo inconsciente.


Las reacciones que provocamos entonces muestran que los impulsos inconscientes no quieren ser
recordados, como la cura lo desea, sino que tienden a reproducir conforme a las condiciones características
de lo inconsciente. El enfermo atribuye, del mismo modo que en el sueño, a los resultados del estímulo de
sus impulsos inconscientes, actualidad y realidad; quiere dar alimento a sus pasiones sin tener en cuenta la
situación real. El médico quiere obligarle a incluir tales impulsos afectivos en la marcha del tratamiento,
subordinados a la observación reflexiva y estimarlos según su valor psíquico. Esta lucha entre el médico y el
paciente, entre el intelecto y el instinto, entre el conocimiento y la acción, se desarrolla casi por entero en el
terreno de los fenómenos de la transferencia. En este terreno ha de ser conseguida la victoria, cuya

OM
manifestación será la curación de la neurosis. Es innegable que el vencimiento de los fenómenos de la
transferencia ofrece al psicoanalista máxima dificultad; pero no debe olvidarse que precisamente estos
fenómenos nos prestan el inestimable servicio de hacer actuales y manifiestos los impulsos eróticos ocultos
y olvidados de los enfermos, pues, en fin de cuentas nadie puede ser vencido in absentia o in effigie.

.C
DD
LA
FI


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Recordar, repetir, reelaborar
Modificaciones de la técnica

3 momentos

1) Hipnosis, Catarsis: su meta es recordar y abreccionar.

2) Asociación libre: colegir desde las ocurrencias libres del analizado aquello que denegaba recordar.

3) el médico renuncia a enfocar un momento o un problema determinado, se conforma con estudiar la


superficie psíquica que el analizado presenta cada vez, interpreta las resistencias para hacerlas conscientes.
Meta: llenar las lagunas del recuerdo, en términos dinámicos: vencer las resistencias de la represión. En
términos económicos: las pulsiones.

OM
-El analizado no recuerda nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. En el actuar aparece algo de la
repetición.

-El paciente actúa sus pasiones, sin atender a la situación analítica.

-El análisis se trata de construir un saber que hasta ahora era inconsciente.

-“Compulsión de repetición” (manera de recordar) (Aparece lo reprimido, lo ligado)

.C
Relación con la transferencia y la resistencia, la transferencia misma es una pieza de repetición, y la repetición
es la transferencia del pasado olvidado.
DD
O solo en la relación personal con el médico, sino en todas las otras actividades y vínculos simultáneos de la
vida.

-Cuanto mayor es la resistencia, más va a repetir el paciente y menos va a recordar.

-Repetición: transferencia del pasado olvidado sobre el médico


LA

-Lo que se repite es lo reprimido, a medida que se levanta, el paciente va a empezar a recordar.

-¿Qué repite? Todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser
manifiesto: sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y durante
el tratamiento repite todos sus síntomas.
FI

-El principal recurso para domeñar la Compulsión de repetición es el manejo de la transferencia. Sustituir su
neurosis por neurosis de transferencia. De las reacciones de repetición que se muestran en la transferencia,
los caminos consabidos llevan luego al despertar de los recuerdos, que vencidas las resistencias, sobrevienen
con facilidad.


-Reelaboración de las resistencias: descubrir las mociones pulsionales reprimidas que alientan la
resistencia.

-Forma de tratarla: levantar la represión, hacer consciente lo inconsciente. Para que eso no se repita.

Introducción

A través de la realización de un recorrido bibliográfico por algunas concepciones freudianas, en el trabajo


expuesto a continuación se intentará realizar un pequeño abordaje respecto al modo en que la repetición
juega un papel fundamental en el concepto de la transferencia.

Asimismo, se articularán los desarrollos bibliográficos trabajados con un caso clínico y se intentará realizar
un recorrido, en base a desarrollos freudianos, del despliegue de la siguiente una pregunta que marcará el
eje del presente trabajo, a saber: ¿Cómo pensar el mecanismo de la repetición en el fenómeno transferencial?

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La transferencia

El fenómeno de la transferencia es considerado como un fenómeno necesario para dar la posibilidad a un


análisis. En ella, imagos infantiles se reactualizan sobre la persona del médico.

El termino clisé descripto por Freud refleja el hecho de que el ser humano, por disposiciones innatas y los
influjos recibidos en la infancia, adquiere una especificidad determinada para las condiciones de amor y para
la satisfacción de las pulsiones.

Un sector de las mociones libidinales se vuelca hacia la realidad objetiva y otras son demoradas en el
desarrollo, desplegándose en la fantasía o prevaleciendo en el inconsciente. La transferencia implica la
repetición y actualización de las mociones de amor reprimidas. En el lazo transferencial se reproducen
fragmentos de la vida sexual infantil.

OM
El sujeto repite en la relación con el analista tanto sus modalidades de satisfacción pulsional como las
reminiscencias de las identificaciones primordiales.

Regla fundamental

Desde las concepciones freudianas se sostiene a la regla fundamental como necesaria para instalar el

.C
dispositivo del análisis, la cual consiste en la asociación libre. El dispositivo del análisis se sostiene por dicha
regla fundamental de la asociación libre y allí es donde el inconsciente se introduce, a través de las palabras
y de las representaciones.
DD
Cuando las asociaciones faltan, al paciente no se le ocurre nada y la cadena asociativa presenta un intervalo.
Cuando la resistencia se refleja en la regla fundamental, manifiesta un modo de intentar que el material del
paciente escape de la comunicación.

Por la vía de la asociación libre, el sujeto se manifiesta en lo que dice a partir de que se le propone la regla
LA

fundamental. Podría pensarse que este es un nivel de trabajo con un sujeto a nivel simbólico.

Si bien puede entenderse a la transferencia como la puesta en acto de las mociones inconscientes dando
lugar a la interpretación de las mismas, asimismo, la transferencia misma podría presentarse desde un lugar
resistencial. “En la cura analítica la transferencia se nos aparece siempre, en un primer momento, sólo como
FI

el arma más poderosa de la resistencia y tenemos derecho a concluir que la intensidad y tenacidad de
aquella son un efecto y una expresión de esta. El mecanismo de la transferencia se averigua, sin duda,
reduciéndolo al apronte de la libido que ha permanecido en posesión de las imagos infantiles” .


En el texto “Recordar, repetir y reelaborar”, Freud dice que el analizado repite en vez de recordar, así la
repetición se opone al recordar. También plantea que el analizante no recuerda lo reprimido, lo actúa. Aquí
la rememoración encontraría un límite al desplazamiento asociativo y, de esta manera, la repetición se
convertiría en un obstáculo, momento en que emerge la resistencia.

Es decir, que por un lado se podría entender a la repetición como un mecanismo inherente al fenómeno
transferencial, en el sentido de que en esta última se actualizan mociones de amor reprimidas. Pero también
la repetición puede volverse un obstáculo, lo cual está íntimamente relacionado al momento en que prevalece
el actuar. Este actuar puede visualizarse en el concepto de “Agieren” freudiano al cual se lo podría entender
como la repetición en acto, un modo de retornar el pasado en el presente.

Estas cuestiones me llevan a pensar en el caso de un paciente quien, luego de unos meses iniciado el
tratamiento, comienza a ausentarse a las entrevistas, de forma reiterada. Al tiempo que esto sucede, el

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paciente deja la carrera, que recientemente había comenzado y manifiesta un deseo de dejar su trabajo,
también recién comenzado.

Una forma de intentar trabajar estas cuestiones fue poner al trabajo “las ausencias” e introducirlas al
dispositivo. Esto permitió abrir el despliegue del paciente en relación a su queja por dejar cada cosa que
comenzaba. El mismo manifestaba: “no puedo mantener lo que empiezo”. Además, comenzó a hablar de “su
desgano”, de sentirse inestable y de no saber que quiere. Ahora bien, me pregunto si esto tiene que ver con
un actuar en la transferencia misma o de una pura satisfacción en el dispositivo del análisis.

Se podría pensar a estas ausencias del paciente como un actuar que conlleva una satisfacción inconsciente.
Este actuar con carácter repetitivo no sólo se despliega con el analista sino también en sus actividades de su
vida presente, por ejemplo, en relación con su carrera y su trabajo. A partir de la operación analítica de
poner al trabajo este acto e introducirlo en el dispositivo, considero que se da la posibilidad de la entrada

OM
como material de transferencia y se da la posibilidad de que se abra un camino asociativo respecto a este
mismo y, de esta manera, poder maniobrar con la transferencia.

Reelaboración

El concepto de reelaboración requiere de un trabajo terapéutico que consiste en una reconducción al pasado.

.C
A partir del tratamiento se intenta como meta la posibilidad de que el paciente recuerde el pasado olvidado.
A través del lazo transferencial, se le podría otorgar un espacio a las mociones pulsionales y las vivencias
infantiles, las cuales podrían hacerse presentes en esta misma.
DD
Asimismo, Freud introduce el concepto del manejo de la transferencia como un recurso para trabajar la
compulsión de repetición. Este se trataría de que la compulsión tenga un lugar y sea tolerada en la
transferencia misma, permitiéndole que se despliegue en ella todos los síntomas.

De esta manera, se intentaría darle a estos últimos un nuevo significado, el cual Freud denomina significado
LA

transferencial para que el paciente pueda retener en un ámbito psíquico lo actuado y pueda, de esta manera,
tramitar mediante el recuerdo. De esta manera se crea una Neurosis de Transferencia que sustituye a la
neurosis primitiva. .

En relación a esto último, se podría tomar en consideración el caso clínico mencionado en el presente trabajo,
FI

a modo de ejemplificación. La operación de hacer entrar en el dispositivo el actuar del paciente, el cual se
relacionaría con el acto de ausentarse a las entrevistas, tuvo intención de dar la posibilidad de que dicha
repetición sea tolerada en la transferencia y sea puesta a trabajar en esta misma, dando lugar a un despliegue
asociativo y permitiendo que el paciente pueda introducirlo en un ámbito psíquico


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Puntualizaciones sobre el amor de transferencia
Los fundamentos de la teoría psicoanalítica entrañan importantes enseñanzas para el médico como para el
enfermo. Para el analista supone una indicación y una prevención contra una posible transferencia recíproca,
pronta a surgir en él. Se demuestra que el enamoramiento del analizante depende exclusivamente de la
situación psicoanalítica y no puede ser atribuido en modo alguno a sus propios atractivos personales, por lo
cual no tiene el menor derecho a atribuirse esa “conquista”. Para el paciente surge una alternativa o renuncia
al tratamiento analítico o ha de aceptar, como algo inevitable, un amor pasajero por el médico que la trate.

La cura debe desarrollarse en la abstinencia debemos dejar subsistir en los enfermos la necesidad y el deseo
como fuerzas que han de impulsarse hacia la labor analítica y hacia la modificación de su estado. Mientras
no queden vencidas sus represiones su estado la incapacita para toda satisfacción real.

Debemos conservar la transferencia amorosa, pero la tratamos como algo irreal, como una situación por la
que se ha de atravesar en la cura que ha de ser referida a sus orígenes Inc. y que ha de ayudarnos a llevar

OM
a la cc del paciente los elementos más ocultos de su vida erótica, sometiéndose a su dominio cc.

Este amor no se compone ni de un solo rasgo nuevo nacido de la situación actual, sino que se compone en
su totalidad de repeticiones y ecos de reacciones anteriores e incluso infantiles y nos comprometemos a
demostrarlo al paciente.

La resistencia misma no crea este amor, sino que lo encuentra y se sirve de él. Este enamoramiento se
compone de nuevas ediciones de rasgos antiguos y repite reacciones infantiles, pero tal es el carácter esencial

.C
de todo enamoramiento. No hay ninguno que no repita modelos infantiles.

El enamoramiento que surge en el tratamiento analítico:


DD
•Es provocado por la situación analítica.
•Queda intensificado por la resistencia dominante en tal situación.
•Es menos prudente, más indiferente a sus consecuencias y más ciego en la estimación de la persona amada
que otro cualquier enamoramiento normal.

Sabiendo que el enamoramiento del paciente ha sido provocado por la iniciación del tratamiento analítico de
LA

la neurosis, tiene que considerarlo (el analista), como el resultado inevitable de una situación médica, análogo
a la desnudez del enfermo durante un reconocimiento médico o a su confesión de un secreto importante.

Le estará vedado extraer de él provecho personal alguno. Los motivos éticos y técnicos coinciden para apartar
al médico de corresponder al amor del paciente. El enfermo debe aprender del analista, a dominar el principio
del placer, y a renunciar a una satisfacción próxima pero socialmente ilícita, a favor de otra más lejana e
FI

incluso incierta pero irreprochable tanto desde el punto de vista psicológico como desde el social.


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Lo Ominoso
1.- E.T.A HOFFMANN "El hombre de arena". Resumen del cuento:

Nataniel es un joven atormentado que vive entre su ciudad natal y la ciudad de G., donde cursa sus estudios.
Empieza su historia relatándonos, mediante una angustiada carta que dirige a su gran amigo Lotario, un
espantoso encuentro que ha tenido en dicha ciudad y que tras sumirle en un estado de espantosa angustia
le remite a un terrible episodio de su infancia. Se le presenta en su apartamento un vendedor ambulante de
barómetros que él echa violentamente amenazándole de echarlo escaleras abajo. Ya en este punto, ve
necesario introducir algunos detalles de su primera infancia para facilitar la comprensión del suceso. Cada
noche Nataniel y su familia se reunían tras la cena en el despacho de su padre. Éste encendía su pipa y
mientras bebía su cerveza, contaba maravillosas historias a sus dos hijos y a su mujer. Algunas noches, sin
embargo, Nataniel lo veía triste, sombrío y se limitaba a darles libros con bonitas estampas y él quedaba

OM
silencioso fumando hasta desaparecer tras una espesa niebla de humo. Esas noches también su madre
parecía triste, y llegada la hora de acostarse les decía a sus hijos: "Niños, a la cama, a la cama, que viene el
hombre de arena". Él siempre oía los que suponía eran los pasos del hombre de la arena en la escalera. Así
pues, empieza sus investigaciones para saber quién es ese misterioso personaje, y comienza por preguntar
a su madre. Ésta le responde que no existe tal hombre, y que al nombrarlo se refiere a que es hora de
acostarse y que tienen sueño como si les hubieran echado arena en los ojos. Nataniel no quedando

.C
satisfecho, pregunta de nuevo a la anciana que cuidaba de su hermanita. "!Ah, Thanelchen!" le contesta
ésta. "Es un hombre muy malo, que viene en busca de los niños cuando se niegan a acostarse y les arroja
puñados de arena en los ojos, los encierra en un saco y los lleva a la luna para que sirvan de alimento a sus
DD
hijitos; éstos tienen picos ganchudos y con ellos devoran los ojos de los niños que no son obedientes".

Desde que oye esta historia, la imagen de dicho personaje queda gravada en su mente, atormentándole
cada noche que escucha sus pasos en la escalera. Aunque de mayor entiende que no se trata más que de
un cuento, este personaje sigue siendo un fantasma terrible. No será hasta la edad de 10 años cuando ocurre
el terrible episodio de su infancia que marcará el resto de su vida. Nataniel ya no duerme en el cuarto de
LA

niños, y está instalado en una habitación más cercana al gabinete de su padre. Una noche en que se espera
la visita del hombre de la arena, corre a esconderse en un armario dentro de dicho gabinete. Para su sorpresa,
el Hombre de la arena es el abogado Coppelius, un ser horrible y repugnante que tiene atemorizados a
Nataniel y a su hermanita. Ante este personaje su madre pierde su alegría habitual y su padre se comporta
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como ante un superior. Volviendo a la escena que nos ocupa, Nataniel ve como su padre y Coppelius se
enfrascan en una misteriosa actividad sobre un hornillo con extraños instrumentos. Bajo la influencia del
azulado reflejo de la luz del hornillo, Nataniel ve los rostros de los dos hombres con una extraña expresión
que no hace sino asustarle aún más. Le parece ver cabezas humanas sin ojos a cada momento, y de pronto
Coppelius grita "Ojos, ojos!"1. Es en ese preciso momento cuando Nataniel sufre una emoción tan fuerte que


pierde el conocimiento, y cae al suelo. Coppelius lo agarra, lo suspende sobre el hornillo mientras grita "He
aquí los ojos, y ojos de un niño!", y mientras se dispone a ponerlo carbones encendidos sobre los párpados,
Nataniel aún oye los gritos de su padre suplicando: "Maestro, maestro!, dejadle a mi Nataniel los ojos!".
Coppelius cede a ese pedido, pero quiere por lo menos ver los mecanismos de sus manos y sus pies, que
examina haciendo crujir todo su cuerpo.

De este suceso se desprenden dos consecuencias para el pobre niño. Tras sufrir unas fuertes fiebres que lo
mantiene enfermo varias semanas, le queda para siempre un velo de tristeza que cubre su vida amenazada
por un destino fatal. Hasta dentro de un año no vuelven a saber de Coppelius, pero esa última visita será
definitivamente trágica. Una vez más su madre se queja y su padre le pide que acueste a los niños,
argumentando que esta será la última vez. En este momento Nataniel tiene "la sensación de que una piedra
pesada y fría me oprimía el pecho dificultando mi respiración". A media noche, se oye un estrepitoso
estruendo como de arma de fuego y al acudir al gabinete del padre, lo encuentran tendido en el suelo,

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ennegrecido y mutilado de una manera espantosa. Él sólo podía gritar que Coppelius había matado a su
padre. Es justo este punto el que nos remite al encuentro con el vendedor de barómetros porque éste no
era otro que Coppelius, que ha cambiado su nombre por el de Giuseppe Coppola. Tras este encuentro,
Nataniel vuelve a quedar sumido en un carácter ensombrecido y taciturno.

Todo este relato, tal como introducía al principio, lo hace Nataniel escribiendo una carta dirigida a Lotario,
pero en una distracción la envía a nombre de su amada, y hermana de Lotario, Clara. Ésta, preocupada al
leer la exaltación que subyace en la carta de su amado, le responde con otra llena de serenidad, en la cual
le dice que todo lo que cuenta no es más que imaginación suya, todo esta en su pensamiento, en su mundo
interior. "El Hombre de la arena" no es más que un cuento, y Coppelius - hombre aborrecible sin duda - y su
padre en dichos encuentros sólo practicaban operaciones de alquimia, que al ocasionar grandes gastos
económicos, disgustaban a su madre. Son esos experimentos de alquimia los que provocan en un lamentable
incidente, sólo causado por su propia imprudencia, la muerte de su padre. Finalmente Clara le aconseja que

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reconozca que Coppelius y Coppola sólo están en su interior para que así desaparezcan en el acto, y se
propone una vez más como su ángel de la guardia, proporcionándole su alegre carcajada como remedio
infalible para desechar los monstruos.

Esta segunda carta tiene sus efectos, y Nataniel se calma y se dedica de nuevo a sus estudios de física en
casa de su profesor Spalanzani, que contribuye también a apaciguarlo diciéndole que conoce a Coppola
desde hace tiempo.

.C
Aparece sin embargo, un nuevo motivo de inquietud para Nataniel. Spalanzani tiene una misteriosa y
silenciosa hija, Olimpia, que va a ocupar en breve todo su pensamiento. En sus visitas a casa del profesor,
DD
la ve a través de unos cortinajes, y siempre la encuentra sentada en la misma posición ante una mesita y
con las manos juntas. Un día cuando puede mirarla a los ojos, descubre poseído por el asombro y el temor,
que Olimpia carece de mirada.

Por otra parte, Clara queda siempre dividida entre dos posiciones a los ojos de Nataniel. Por un lado le
LA

mantiene a salvo de las trampas que le pone su pensamiento, pero por otro, la acusa de alma simple y vulgar
incapaz de penetrar en los misterios de la naturaleza invisible. Esto último de hecho provoca cierto
distanciamiento entre los jóvenes. Nataniel empieza a ser víctima de una fantasía que escribirá en forma de
poema, en la que Coppelius acaba con su amor de modo monstruoso. Se imagina ante el altar con Clara y
de pronto aparece Coppelius que toca los bellos ojos de Clara y éstos saltan al pecho de Nataniel "como
FI

chispas sangrientas, encendidas y ardientes". A él, lo lanza a un horno en llamas para que arda, pero en ese
momento oye la voz de Clara que le dice: "No puedes mirarme, Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos
los que encendían tu pecho, eran gotas ardientes de tu propio corazón... mira, yo tengo mis ojos...!mírame!".
En ese preciso momento, su pensamiento dominaba el fuego del horno en el que ardía y todo se calmaba.


Efectivamente, Nataniel miraba a Clara, pero entonces la muerte le contemplaba desde el fondo de los ojos
de ésta. Cuando termina de escribir dicho poema y lo lee, no puede dejar de preguntarse asombrado: ¿de
quién es esa horrible voz?. Un día se lo lee a Clara que le responde asustada de nuevo y invitándole a arrojar
al fuego esa maldita y absurda obra. Nataniel ofendido se aparta de ella gritándole "Eres un autómata,
inanimado y maldito!". Toda esta discusión acaba con la paciencia de Lotario que ante su desconsolada
hermana pide batirse en duelo. Clara evitará que eso suceda provocando una emotiva reconciliación entre
los tres jóvenes que juran no separarse jamás. A partir de ese día, Nataniel se siente aliviado, como si se
hubiera librado del poder que amenazaba con aniquilarle.

A su vuelta a G, se encuentra sin su casa que ha sido pasto de las llamas, y trasladado a un nuevo
apartamento enfrente de la casa del profesor Spalanzani. Así, desde su ventana puede observar a la muda
e inmóvil hermosa estatua, a Olimpia. Coppola le visita de nuevo para ofrecerle "Ojos, bellos ojos" mientras
cubre su mesa de gafas que miran al joven directamente. Nataniel lo detiene presa de un gran malestar, y
el óptico procede a ofrecerle anteojos, que Nataniel acaba comprando y con los que podrá mirar a Olimpia.
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Justo en el momento de mirarla, le parece ver como si por vez primera surgiera la capacidad de ver en los
ojos de la hija del profesor. Nataniel paga los anteojos y despide al vendedor que mientras desciende las
escaleras ríe sonoramente. Esta risa lleva al estudiante a pensar que se ríe de él por haber pagado los
anteojos demasiado caros, y eso le inquieta sin saber muy bien porqué.

A partir de este momento, Nataniel olvida a Clara y sólo se dedica a Olimpia, cayendo preso de un apasionado
amor por ella, que le lleva a declararse tras un baile en casa del profesor. Sin embargo, sigue habiendo algo
extraño en Olimpia. Hay como una rigidez, cierto encurbamiento en su talle, una frialdad en el tacto de su
piel, que resulta sumamente inquietante a todos, aunque nuestro protagonista insiste en explicarlo todo por
la timidez y sensibilidad de la chica. Si bien ella sólo le responde con suspiros, y él no puede evitar pensar
en la leyenda de la novia muerta, siempre acaba notando como si al contacto con su cuerpo, ella fuera
tomando vida; al sacarla a bailar siente como si su pulso empezara a latir en su muñeca y la sangre empezara
a correr por sus venas, o al besarla siente como si su beso vivificara sus labios. Sólo su amigo Segismundo

OM
le intenta hacer ver que se está enamorando de una muñeca, provocando su más airada ira aludiendo a
encantos que nadie más que él puede captar en ella. "Las escasas palabras que dice son para mí como
verdaderos jeroglíficos del mundo del amor y me abren el camino del conocimiento de la vida del espíritu".

Sin embargo un nuevo final trágico acecha al pobre Nataniel. Un día que acude a una de sus visitas de
enamorado ya con el anillo de su familia para pedir la mano a Olimpia, escucha gritos y ruidos muy violentos

.C
contra puertas y paredes en la habitación de Spalanzani. Las voces parecen las del profesor y Coppola que
se gritan "¿Quieres soltar, miserable infame?, mientras el otro responde "Yo hice los ojos". Al entrar de un
puntapié en la habitación, descubre a los dos hombres disputándose con furia a una mujer, a Olimpia, hasta
que Coppola huye con ella a cuestas tras agredir al profesor con violencia y romper una mesita llena de
DD
frascos e instrumentos. La cabeza de Olimpia está en el suelo y Nataniel reconoce al instante una figura de
cera. El profesor sigue gritando malherido "Coppelius, Coppelius, me has robado a mi mejor autómata! Vete
en busca de él, tráeme a Olimpia, aquí tienes tus ojos!". Efectivamente, los ojos que eran de esmalte estaban
rotos a sus pies. Spalanzani los coge y los arroja al pecho del estudiante que sólo sentir su contacto, cae
víctima de un ataque de locura e intenta estrangular al profesor chillando "Vuélvete muñeca de madera!".
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Después de un periodo de recuperación en un manicomio, Nataniel vuelve a casa con su madre, Lotario y
Clara que se vuelcan en sus cuidados. Toda huella de locura parecía haber desaparecido, cuando un día
durante un paseo, Clara le propone subir a la torre del campanario para contemplar los bosques. Estando
los dos absortos en dicha actividad, Clara exclama "¿Ves aquel arbusto que se agita allá abajo? Diríase que
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viene hacia nosotros". Nataniel se dispone a mirar por su anteojo, cuando de repente es Clara la que está
ante el cristal y ve una siniestra expresión en sus ojos. Todo vuelve a empezar con gritos de "Muñeca de
madera, vuélvete, muñeca de madera, vuélvete! mientras la coge intentando arrojarla al vacío. Lotario que
presencia la escena logra salvarla y mientras descienden asustados y a toda prisa del campanario, oyen los


gritos de Nataniel "Horno de fuego, revuélvete, horno de fuego, revuélvete!" ante una multitud que observa
la escena desde abajo. Dentro de dicha multitud, Nataniel reconoce a Coppelius y gritando "Ah, bellos ojos,
bellos ojos!", saltó al vacío.

El autor nos deja con una estampa campestre de Clara con un marido de fisonomía dulce, unos niños, y una
casita de campo. En definitiva, con una felicidad doméstica que correspondía a su alegre y dulce carácter y
que jamás hubiera podido tener con el trastornado Nataniel.

3.- "Lo Ominoso". S.Freud (1919)

Freud empieza su artículo proponiendo una primera aproximación al término ominoso (siniestro), y dos pasos
a seguir para su estudio.

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Lo ominoso pertenece al orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror, aunque cabe matizar y
dentro de lo angustiante hay que diferenciar lo ominoso.

Plantea dos caminos a seguir, el primero de los cuales es destacado por Lacan en el seminario sobre La
Angustia. Freud empieza su investigación con un profundo estudio del término lingüístico, con la intención
de pesquisar el significado que el desarrollo de la lengua ha ido sedimentando en la palabra ominoso. En
segundo lugar, propone agrupar todo aquello que en personas, cosas, impresiones sensoriales, vivencias,
situaciones, etc., despierta en nosotros el sentimiento de lo ominoso, dilucidando lo común en todos los
casos para ver el carácter oculto de lo ominoso. En este punto, ya nos adelanta que ambos caminos llevan
a ver en lo ominoso aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar
desde hace tiempo. De ahí surge la pregunta punto de partida del que arranca el texto: ¿Cómo lo familiar
deviene siniestro?.

OM
Entramos pues en el primer punto del texto. Lo unheimlich es lo opuesto a heimlich (íntimo), heimisch
(doméstico) y vertraut (familiar). Así pues, lo unheimlich no es ni consabido ni familiar. Ahora bien, lo
novedoso y lo no familiar, no siempre es terrorífico. Sólo se puede decir que lo nuevo se vuelve fácilmente
terrorífico. Algo de lo novedoso es ominoso pero no todo. A lo no familiar, hay que agregarle algo que lo
vuelva ominoso. Este es el punto en el que se detiene Jentsch, que para hablar de lo ominoso remite a la
incertidumbre intelectual. Freud irá más allá de esta relación entre lo nuevo y lo ominoso. En alemán, ya

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aparece que heimlich no es unívoca, sino que tiene dos significados distintos, y uno de ellos coincide con
unheimlich. Heimlich remite por un lado a casa, y por otro a lo clandestino, oculto. Éste último es un
significado compartido también por unheimlich, así que sólo se opone a heimlich en un significado: casa.
DD
Freud introduce aquí la definición que da Schelling de lo ominoso: unheimlich es todo lo que estando
destinado a permanecer oculto, secreto, ha salido a la luz.

Heimlich ha desarrollado su significado siguiendo la ambivalencia hasta coincidir con su opuesto unheimlich,
y convirtiéndose éste último en una variedad del primero. Así pues, sólo con el estudio de la palabra ya se
LA

puede entrever el contenido de ominoso, a saber, algo relacionado con lo familiar y lo oculto.

En el punto dos, Freud hace un recorrido por personas, cosas, impresiones, procesos y situaciones, capaces
de despertarnos con particular intensidad el sentimiento de lo ominoso. Aquí aparece como ejemplo el cuento
de E.T.A Hoffmann "El hombre de la arena". Jentsch lo cita como ejemplo del sentimiento que provoca "la
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duda sobre si en verdad es animado un ser en apariencia vivo, y a la inversa, si no puede tener alma cierta
cosa inerte"6, haciendo clara alusión a la figura de Olimpia. Freud sin embargo, destaca más el personaje
del Hombre de la arena que arranca los ojos a los niños. Nataniel queda dominado por la angustia ante esa
figura, y identifica a Coppelius como el Hombre de la arena. Aquí el autor ya nos introduce cierto malestar
ante la primera duda: ¿está refiriéndose al delirio de un niño angustiado o algo real dentro del universo


figurativo del relato? Sea como sea, como desenlace de esa primera escena del padre y Coppelius, el niño
acaba desmayado y sufriendo una larga enfermedad7.

Así pues, Freud sitúa como primer motivo de sentimiento ominoso el miedo a ser despojado de los ojos y en
segundo lugar la figura de Olimpia. El autor juega con nosotros manteniéndonos entre lo real y la fantasía,
e "intentando hacernos mirar por las gafas o prismáticos del óptico demoníaco". El cuento deja claro que
Coppola es Coppelius y por tanto el Hombre de la arena.

Freud se desmarca de la aproximación más racionalista a la que hacía alusión anteriormente y que alega la
incertidumbre intelectual como base de lo ominoso, para entrar en la aproximación más psicoanalítica. El
miedo a perder los ojos es una angustia infantil que a menudo pervive en algunos adultos. En la misma línea
habla de expresiones como "la niña de mis ojos" tan comunes en lo cotidiano, y que confirman también que
este miedo no es más que un sustitutivo de la angustia de castración. En este punto, nos pone como ejemplo
a Edipo con su particular forma de castración, a saber, arrancándose los ojos. En este sentido alude a que
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el ojo se encuentra asociado al miembro masculino en algunos contenidos oníricos, en fantasías o en mitos,
y a que la amenaza de pérdida del miembro masculino introduce un sentimiento intenso y oscuro que presta
su eco a la representación de perder otros órganos. No hay que olvidar la importancia del complejo de
castración en la vida del neurótico, que tan evidenciado queda en el trabajo de análisis. Además en el caso
que nos ocupa, el de Nataniel, la angustia entorno a los ojos entra en relación directa con la muerte del
padre. El Hombre de la arena, se presenta como un perturbador del amor, como el padre temido de quien
se espera la castración. Freud nos explica la fragmentación del imago-padre en este caso, a causa de la
ambivalencia, entre el padre y Coppelius8. Por un lado éste último amenaza con dejarlo ciego, con la
castración, y por el otro el padre bueno lo salva. El deseo de muerte del padre malo haya su figuración en
la muerte del padre bueno, que es imputada a Coppelius. Más adelante se dará la misma ambivalencia entre
el óptico Coppola y Spalanzani, el padre de Olimpia. Añade también una equivalencia entre Olimpia y Nataniel,
ya que en la primera escena, siente como si Coppelius descoyuntara sus miembros como si de un muñeco

OM
se tratara. Este rasgo que se sale del relato del hombre de la arena, introduce otro equivalente de la
castración, identifica a Coppelius con Spalanzani y prepara para la interpretación de Olimpia. Ésta pasará a
representar la actitud femenina de Nataniel hacia su padre durante la primera infancia, quedando como un
complejo desprendido del protagonista, que le sale al paso como persona. El sometimiento a ese complejo
se ve en el amor que siente por ella, que no deja de ser un amor narcisista que le permite enajenarse del
objeto real de amor.

.C
Como conclusión podemos decir que lo ominoso en el cuento del "Hombre de la arena", reconduce a la
angustia del complejo infantil de castración. Por otro lado, la fuente del sentimiento de angustia que despierta
el caso de la muñeca viva, no sería tanto por esta angustia infantil, sino por un deseo o creencia infantil que
DD
suele repetirse y que es precisamente este, el de desear o creer que algunas muñecas o juguetes tienen vida
propia.

A continuación, Freud entra a analizar el tema de los dobles como causa del sentimiento de lo siniestro, y
pone como ejemplo otro cuento de Hoffmann "Los elixires del diablo". La presencia de los dobles puede
darse bajo muchas formas. Por presentar un idéntico aspecto, por sensación de telepatía, por identificación
LA

total a otra persona llegando a confundir el propio yo. Se trata de una duplicación, división, permutación del
yo, que remite a otro sentimiento causante de lo siniestro que sería el permanente retorno de lo igual, o
dicho de otro modo, a la repetición. En este punto, cita los estudios de O.Rank, que hablan de un primer
doble que se hallaría en la creencia en una alma inmortal, que no deja de ser la búsqueda de una seguridad
FI

contra el sepultamiento del yo, un intento de desmentida de la muerte. Así mismo, vemos en el lenguaje
onírico la representación de la castración mediante la duplicación o multiplicación del símbolo genital, y en
el arte primitivo se representa al muerto en materiales imperecedero. Hasta aquí hemos tratado
representaciones que se sustentan sobre un narcisismo primario (niño-primitivo). Una vez superado, el doble


cambia y, de ser un seguro de supervivencia, pasa a devenir lo ominoso anunciador de la muerte. En otros
estadios del desarrollo del yo, el doble puede devenir parte escindida del mismo y contraponerse como
conciencia moral, como una instancia crítica del propio yo, que trata como objeto al resto del yo9. Así se
introduce un nuevo contenido al doble, a saber, "todo aquello que aparece ante la autocrítica como
perteneciente al viejo narcisismo superado de la época primordial". Incluye también todo lo incumplido,
aspiraciones, decisiones voluntarias sofocadas que dan ilusión de libre albedrío, etc. Por todo ello, el doble
tiene un alto grado de ominoso adherido a él, aunque nada de sus contenidos puede explicar el empeño
defensivo que lo expulsa fuera del yo como algo ajeno, y por eso sólo queda decir que el doble es una
formación oriunda de las épocas primordiales del alma ya superadas que deviene terrorífico. A partir de este
estudio del doble, Freud apunta otras perturbaciones del yo utilizadas por Hoffmann, que retrocede hasta
momentos del desarrollo del yo en las que éste no se distingue claramente ni del exterior ni del otro.

Por ejemplo, el ya citado movimiento de repetición de lo igual. Freud se pone como ejemplo en un episodio
en que perdido por una pequeña ciudad italiana pasa tres veces por la misma calle, por cierto parece ser

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que sede de muchas prostitutas. Estas repeticiones no deliberadas, vuelven ominosas experiencias de algo
que en sí no lo es, convirtiéndolo en fatal cuando de ordinario hubiéramos creído que se trataba de una
simple casualidad. Freud remite a la compulsión de repetición inconsciente para explicar este fenómeno.
Dicha compulsión remite a su vez al funcionamiento de las pulsiones y tiene suficiente fuerza para doblegar
al Principio del placer. Así, se siente como ominoso aquello que recuerda a esa compulsión de repetición.

Otro ejemplo de algo que provoca el sentimiento de lo ominoso, lo pone citando el caso del Hombre de las
ratas, y de hecho lo nombra con una expresión del mismo paciente. Se trata de la omnipotencia de
pensamiento. En su historia, el hombre de las ratas acude a un balneario, y como no puede alojarse en su
habitación preferida por estar ésta ocupada por un anciano, le desea mentalmente la muerte, que acontece
al cabo de 14 días, estableciendo una conexión entre su pensamiento y lo hecho sucedido en la realidad.

Un caso más, sería el del tan conocido "mal de ojo", que hace referencia a que quien tiene algo valioso y

OM
frágil, tiene miedo a la envidia de otros, pues les proyecta lo que él habría sentido en caso contrario, y esto
se manifiesta por la mirada aunque trate de ocultarse de palabra. Se teme el propósito de hacer daño y se
supone que éste tiene la fuerza de realizarse.

El animismo ancestral también puede aparecer bajo algunos de los casos que nos producen sentimiento de
siniestro. El llenar el universo de espíritus humanos por una sobrestimación narcisista, tiene su equivalente
en el desarrollo individual que deja huellas en nosotros, y que suscita la experiencia de lo ominoso cuando

.C
algo toca una de esas huellas o restos: "Lo ominoso cumple la condición de tocar estos restos de actividad
animista e incitar su externalización"10.
DD
A continuación llegamos a dos importantes señalamientos a modo de conclusión de este segundo punto. En
primer lugar Freud nos aclara que partimos de la base de que la represión produce angustia, es decir, nos
encontramos en la primera teoría sobre la angustia en Freud. En algunos casos, lo angustioso es algo
reprimido que retorna, y esta variedad de lo angustioso, es lo ominoso. No importa si en su origen el
contenido de esto reprimido era angustioso o no, sino que angustia precisamente por retornar de lo
LA

reprimido. En segundo lugar, añade que esto explica el paso de Heimlich a Unheimlich, algo familiar
antiguamente, que se vuelve ajeno por el proceso de represión. Viene aquí de nuevo como anillo al dedo, la
definición de Schelling de lo ominoso como aquello que debiendo permanecer oculto, sale a la luz. Algunos
ejemplos de estos dos puntos los encontramos sobretodo alrededor de la muerte, los muertos, cadáveres,
etc. Tras todos ellos suele haber al angustia primitiva de ver al muerto como un enemigo del superviviente
FI

que quiere llevárselo al otro lado con él. Por efecto de la represión, todo esto ha mutado en la pérdida de
esta creencia y en una actitud de piedad ante el muerto. De entre los otros ejemplos, malas intenciones que
se llevan a cabo con fuerzas particulares, miembros seccionados con vida propia, hay algunos que me
gustaría destacar. En primer lugar el sentimiento ominoso despertado por la epilepsia o la locura en el lego,


que ve aparecer fuerzas que no sospechaba para nada en el otro, pero que siente como escondidas en sí
mismo en algún lugar. Según Freud, esto explicaría de algún modo que ante algunos ojos, el psicoanálisis
pueda aparecer ominoso, ya que se ocupa de poner al descubierto tales fuerza secretas. El miedo a ser
enterrado vivo, remite según Freud a la fantasía de vivir en el seno materno, la falta de límites entre realidad
y fantasía nos lleva de nuevo al mundo infantil, etc. Finalmente Freud nos habla de la angustia que sienten
algunos hombres neuróticos ante la visión de los genitales femeninos, y aquí encuentra el colofón perfecto
a todo su desarrollo sobre el término unheimlich, ya que el sentimiento ominoso en este caso, remite a que
representan la puerta al lugar en que cada cual ha morado al comienzo. Es por tanto, lo ominoso que otrora
fue doméstico, lo familiar de antiguo. Queda pues claro para Freud, que el un de unheimlich, es la marca de
la represión.

En el punto tercero de su artículo, Freud desmonta uno por uno los ejemplos puestos hasta ahora, aludiendo
a que, si bien partimos de la definición de lo ominoso como lo familiar que ha experimentado el efecto de la
represión y retorna desde ella, no se puede invertir la afirmación y decir que todo lo que vuelve de lo
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reprimido causa el efecto de lo ominoso. Hace falta que se den más condiciones, y empieza por apuntar a
algo del orden del peligro, haciendo referencia a las angustias infantiles que persisten en muchos casos, ante
la oscuridad, la calma, la soledad. Para desarrollar este tercer punto analiza las particularidades de lo ominoso
en el vivenciar y en la ficción.

Lo ominoso del vivenciar es reconducible a lo reprimido familiar. En primer lugar, por lo que hace referencia
a la omnipotencia de pensamiento, al cumplimiento de deseos, y otros, vuelve a mirar hacia los ancestros y
sus creencias. Según él, hemos superado ya esas creencias pero no estando del todo seguros cuando algo
ocurre que puede leerse desde ese prisma, nos despierta ese sentimiento de lo ominoso. Se trata
simplemente de un examen de la realidad material. Como ejemplo de esto, vuelve a citar una experiencia
propia ante su imagen en el espejo11. En segundo lugar, encontraríamos complejos infantiles reprimidos
como explicación a algunos fenómenos que cubren el complejo de castración, las fantasías de vivir en el
seno materno, etc., aunque sean menos frecuentes las vivencias objetivas que despierten este segunda

OM
clasificación.

Así pues, lo ominoso en el vivenciar se produce cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por
una impresión, o cuando parece reafirmarse convicciones primitivas superadas. A los dos tipos les uniría que
las convicciones primitivas tienen su raíz en los complejos infantiles.

Lo ominoso de la ficción. Hace falta que el autor se ubique en apariencia en el plano de la realidad cotidiana,

.C
y así aceptar las condiciones para el génesis del sentimiento ominoso. Cosas que en la vida real provocarían
ese sentimiento, y que además el autor puede acrecentar. Hay pues un engaño. El autor se sale de la
realidad. Ahora bien, esto nos dejaría con una sensación de insatisfacción si no usara otros recursos como
DD
el posponer un final, etc. Si el autor logra el éxito en su empresa puede ir más allá del sentimiento de lo
siniestro en el vivenciar.

A modo de conclusión, Freud nos indica que es más resistente lo ominoso producido por la represión que el
producido por lo superado, ya que éste puede perder efecto en las realidades ficticias. Además cabe destacar
LA

que mientras en el vivenciar somos pasivos ante lo que nos ocurre, en la ficción, el autor nos dirige y puede
provocar los más diversos efectos con un mismo material. En realidad, todo dependerá del lugar en el que
nos coloque como lectores.
FI


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El Yo y el Ello”. Obras Completas. Volumen XIX. Amorrortu editores. Buenos Aires.
Capítulo II: El yo y el ello. Capítulo III: El yo y el Superyó. Capítulo IV: Las dos
clases de pulsiones. Capítulo V: Los vasallajes del yo.
Cap.II. El yo y el ello

Este segundo capítulo se inicia con una frase, «La investigación patológica ha dirigido nuestro interés
demasiado exclusivamente a lo reprimido» (ibid., p.21) abre el camino a poder teorizar con mayor precisión
lo psicopatológico, en la medida en la que no todo lo que opera psicopatológicamente (como por ej. lo
compulsivo no sintomático y los llamados “trastornos”) funciona bajo el gobierno de la represión. Pero
Freud no sigue esa línea de fuerza, para él propiamente impensable, dado que sólo concibe al sujeto en
cuanto que está constituido necesariamente por la represión. Su derrotero le lleva por otro lado, ya
enunciado en el final del cap.I, y que es el de la separación entre lo reprimido y lo inconsciente, que

OM
le dará paso y pie a concebir un inconsciente por fuera de la represión.

De hecho, su separación entre lo patológico y lo reprimido conduce a conectar lo


patológico (al no estar reducido “exclusivamente a lo reprimido”) con el inconsciente, dentro
de cuyo ámbito es colocado “también el yo” y sobre esa articulación entre yo e inconsciente es
sobre lo que pretende ahora dirigir su investigación: «Desde que sabemos que también el yo puede ser
inconciente en el sentido genuino, querríamos averiguar más acerca de él» (ibid., p.21, primer párrafo).

.C
En su artículo de 1915 Lo inconciente había afirmado «que no sólo lo reprimido psíquicamente
permanece ajeno a la conciencia; también una parte de las mociones que gobiernan nuestro yo,
vale decir, del más fuerte opuesto funcional a lo reprimido» (v.XIV, p.189). Lo que puede
entenderse en el sentido de que hay aspectos inconscientes que no necesariamente tienen que ser
DD
homologados con el proceso primario. Ciertamente, por su relación con lo reprimido han caído bajo el
imperio de lo inconsciente, pero no necesariamente bajo los modos de circulación del proceso primario
(véase, por ej., la fantasía ics y ¿por qué no la contrainvestidura del autoerotismo, es decir la defensa frente
a lo pulsional).

Ahora bien, como resulta que «todo nuestro saber está ligado siempre a la conciencia», pues «aún
LA

de lo Icc sólo podemos tomar noticia haciéndolo consciente», se va a plantear una interrogación bien
conocida a lo largo de su obra: «¿Qué quiere decir “hacer consciente algo”? ¿Cómo puede ocurrir?» (v.XIX,
p.21, segundo párrafo para las tres citas).

Se trata, en efecto, de una interrogación bien clásica de la obra freudiana, que no se prestó a
FI

confusión alguna hasta que por parte de cierta corriente lacaniana, se ha hecho equivalente “conocer”
con “hacer advenir”, es decir, hasta que se ha homologado el conocimiento del inconsciente con su
existencia, diciendo que el ics es algo que se produce entre el diván y el sillón, esto es, en el acto
psicoanalítico, o también afirmando que Freud crea el inconsciente.


¿qué ocurre cuando el ics no se ha constituido como tal?, ¿qué ocurre y cómo hay que trabajar cuando nos
encontramos ante los fracasos de su constitución?

Frente a cierto lacanismo, entonces, hay que defender que el inconsciente no se reduce, ni
mucho menos, a su conocimiento. El hecho de que sólo podamos conocerlo mediante una “traducción”
implica que no es posible subsumir conocimiento y existente, pues eso conduce a subordinar el existente al
conocimiento con la consiguiente ilusión racionalista que eso conlleva respecto de lo que se mueve por/desde
otra legalidad que la que nos propone el pensamiento consciente o el conocimiento. Y –por otro lado- implica
que debe ser “traspuesto” o “trascripto” a otra lengua (véase transcripto en lenguaje) para que su
conocimiento se haga posible. Pues no hay conocimiento legítimo que pueda regirse por otras leyes que las
del proceso secundario o de la lógica racional. Y, en ese sentido, el ics es o actúa operando, mientras que
quien sabe o no sabe es la consciencia o, mejor dicho, el sujeto capaz de estructurar y de articular
significaciones.

Pero, además, aquí está en juego otra problemática que Freud abordó en el cap.II de su escrito
metapsicológico de 1915 Lo inconciente (v.XIV, p.155-201) y que es la de cómo se lleva a cabo ese

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conocimiento, lo que dicho en términos más clínicos (puesto que aquí nos enfrentamos con una cuestión que
está en el meollo mismo del trabajo de la cura psicoanalítica) se puede formular del siguiente modo: ¿cómo
se hace consciente una representación inconsciente, cómo se realiza ese pasar del sistema ics
al sistema cc?

Se trata de una cuestión verdaderamente fundamental que Freud encaró allí, no sin cierto
embarazo o dificultad, oscilando entre dos hipótesis posibles: la hipótesis tópica o de la doble
inscripción y la hipótesis funcional, según la cual hay una sola inscripción o un mismo contenido
representativo que sin embargo cambia de estado o de cualidad.

Aquí en este texto de 1923 no parece haber ya oscilación alguna, puesto que Freud nos habla de
manera clara de la diferencia entre una representación ics y una representación pcc-cc. Lo que
indica que no es una simple cuestión tópica, ya que la representación ics no puede pasar a la
consciencia sin la intermediación del preconsciente, pues sólo la legalidad de éste o del proceso
secundario permite el pasaje a la consciencia. Lo que Freud plantea del modo siguiente: «Por tanto,

OM
la pregunta “¿Cómo algo deviene consciente?” se formularía más adecuadamente así: “¿Cómo algo deviene
preconciente?”. Y la respuesta sería: “Por conexión con las correspondientes representaciones-
palabra”» (v.XIX, p.22).

Es decir, la condición de consciente no se constituye sin el pasaje de la llamada “representación-cosa”


a la “representación-palabra”. Deben ser referidas no a la procedencia sino al modo de funcionamiento), lo
que se necesita, para que algo se haga consciente es pasar de un funcionar u operar como objetos cerrados

.C
a toda circulación significante (que es propio del sistema inconsciente) a un tipo de funcionamiento abierto
a la comunicación o a las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas (que es lo que caracteriza por excelencia
al sistema consciente-preconsciente).
DD
Ciertamente este último sentido es el que parece que Freud otorga aquí a su fórmula de la
“conexión con las correspondientes representaciones-palabra”.

«Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez fueron percepciones y, como todos los
restos mnémicos, pueden devenir de nuevo consciente». Puede verse ahí el supuesto implícito de que toda
representación es una reproducción de la percepción. Supuesto empirista, sin duda presente (pues
LA

se enlaza directamente con la idea de la contigüidad entre lo psicobiológico, véase aquí el sistema Pcc-Cc, y
lo intrapsíquico pulsional, idea que aparece claramente expresada al comienzo del tercer párrafo de esta
página 22 a través de esta afirmación: «Concebimos los restos mnémicos como contenidos en sistemas
inmediatamente contiguos al sistema P-Cc»), que le lleva a Freud a pensar la realidad psíquica o la
materialidad de la representación siempre en relación con la percepción, la conciencia y la memoria, dejando
de lado o, mejor, no pudiendo conceptualizar de manera precisa esas marcas o huellas que se producen en
FI

el psiquismo, pero que no pueden ser capturadas por el significante.

Es cierto, no obstante, que aquí Freud vuelve a su concepto de huella mnémica, concepto que había
ido perdiendo fuerza y casi desapareciendo en su obra a medida que fue siendo reemplazado por el concepto
de representante representativo de la pulsión. Y el concepto de huella mnémica está o va ligado a la


idea de un aparato psíquico que recibe del exterior. De hecho, Freud aquí parece dar mucha relevancia a ese
exterior de manera particular al insistir a continuación en lo acústico, en lo oído: «Los restos de palabra
provienen, en lo esencial, de percepciones acústicas… La palabra es entonces, propiamente, el resto mnémico
de la palabra oída» (ibid., p.22 y 23).

«En el acto nos vienen a la memoria aquí la alucinación y el hecho de que el recuerdo… Sólo que con
igual rapidez caemos en la cuenta … que la alucinación (que no es diferenciable de la percepción) quizá nace
cuando la investidura no sólo desborda desde la huella mnémica sobre el elemento P, sino que se traspasa
enteramente a este» (ibid., p.22, tercer párrafo). Esa idea del desbordamiento y del traspaso por entero
hablan de una investidura, que lleva una carga tan excesiva que no se deja contener y que la expresión del
“traspaso entero” al elemento Percepción no da idea exacta de lo que ahí está en juego. Es decir, Freud se
plantea cuestiones que desbordan sus formulaciones cargadas o atravesadas por un pensamiento empirista,
que lo acogota.

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Freud denomina “bajo el título de procesos de pensamiento” y que había formulado «Ahora bien,
¿qué ocurre con aquellos otros procesos que acaso podemos reunir -de modo tosco e inexacto- bajo el
título de “procesos de pensamiento”? ¿Son ellos los que, consumándose en algún lugar del interior del
aparato como desplazamiento de energía anímica… advienen a la superficie que hace nacer la conciencia, o
es la conciencia la que va hacia ellos? ».

“un pensamiento sin sujeto” como lo más característico de la realidad psíquica en cuanto establecida
en sus inicios con anterioridad a la instalación del sujeto. Idea fundamental en el sentido de que permite
librar al inconsciente de su re-subjetivación, una re-subjetivación explícita en tantas formulaciones de la cura
psicoanalítica e implícita en diversas conceptualizaciones del movimiento psicoanalítico post freudiano.

Freud habla en la p.23 de que “los procesos de pensamiento devienen concientes por retroceso a los
restos visuales”, es decir, a través de una trabajo que hemos solido llamar de re-significación o por “après-
coup”. Dicho de otro modo, hay procesos de pensamiento en el psiquismo a los que el sujeto sólo
tiene acceso por medio de un trabajo de capturación significante de los mismos, que Freud piensa

OM
y formula de modo meramente diacrónico, empíricamente hablando, al colocar lo visual, también llamado
por él “los restos mnémicos ópticos de las cosas del mundo”, como lo primero o más primitivo. Una
diacronía que también plantea y establece (ibid., p.23, segundo párrafo) entre “el pensar en imágenes”
y “el pensar en palabras”, colocando el pensar en imágenes como “más próximo a los procesos
inconcientes” y como “más antiguo, tanto ontogenética cuanto filogenéticamente”, reduciendo
así su pertinente y profunda investigación a un mero acontecer psíquico que va de lo menos evolucionado a
lo más evolucionado o de lo más antiguo a lo más nuevo.

.C
tipo de relación entre el yo y lo Freud llama la percepción interna: «Mientras que el vínculo de la
percepción externa con el yo es totalmente evidente, el de la percepción interna con el yo reclama una
indagación especial. Hace emerger, otra vez, la duda: ¿Estamos justificados en referir toda conciencia a un
DD
único sistema superficial, el sistema P-Cc?» (ibid., p.23, cuarto párrafo). La indagación es más que
pertinente, porque remite a cómo hay que concebir las relaciones del yo con lo intrapsíquico pulsional, que
Freud reduce a la percepción, la cual por más que se la adjetive de interna no deja de estar en ese nivel o
plano de lo meramente psicológico o subjetivo, que no es equivalente a la realidad psíquica.

El lastre teórico sobre el que Freud se asienta y que considera al yo como el lugar del conocimiento
LA

de la realidad y al inconsciente como infiltrando de fantasía a un yo percepción-conciencia, que


supuestamente se relacionaría de modo directo con el objeto o con la realidad si no mediara la presencia
contaminante de esa fantasía inconsciente, le impide sacar partido de lo que a continuación Freud indaga y
profundiza a través de las sensaciones de la serie placer-displacer.

En efecto, no puede sacar partido a esas sensaciones porque las contrapone al “afuera” o a lo
FI

procedente del exterior, véase del otro adulto («Son más originarios, más elementales, que los provenientes
de afuera», ibid. p.24 al inicio), cuando parecería que podía establecer una articulación entre lo interno y lo
externo procedente del otro humano, que es su afuera por excelencia o su entorno específico, ya que habla
de «sensaciones de procesos que vienen de los estratos más diversos, y por cierto también de los más


profundos, del aparato anímico» (ibid., p.23 al final). Sin embargo Freud se queda en un plano meramente
endogenista, plano que se deja de tomar en consideración y hasta se niega por parte del pensamiento
postfreudiano en general sirviéndose del aspecto cuantitativo, que Freud va a tomar en cuenta a
continuación, poniendo su acento –como no podía ser de otro modo- en las sensaciones de displacer: «En
otro lugar [ese otro lugar es su texto Más allá del principio de placer] me he pronunciado acerca de su
[se refiere a la serie placer-displacer] mayor valencia económica, y del fundamento metapsicológico de esto
último… Las sensaciones de carácter placentero no tienen en sí nada esforzante, a diferencia de las
sensaciones de displacer, que son esforzantes en alto grado» (ibid., p.24, primero y segundo párrafos).

Ahora bien, ¿de dónde procede ese exceso cuantitativo que “esfuerza a la alteración, a la descarga”
(p.24, segundo párrafo)?. Está en el sujeto, sí en efecto, pero ¿cómo se ha gestado ese exceso, cómo y por
qué ha surgido? Sin duda sólo puede proceder de las vivencias traumáticas con el otro externo, que es ante
todo y sobre todo el otro adulto que cuida y se excita-se excede sobremanera ante y con el cuerpo infantil.
Pero Freud sólo contempla el hecho en sí innegable, porque se lo impone la psicopatología (de la que
ciertamente él se ocupa con denuedo e implicación compasiva y de identificación con el sufrimiento humano),
un hecho en sí, que Freud entroniza aquí conceptualmente denominándolo “otro cuantitativo-cualitativo”:
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«Si a lo que deviene conciente como placer y displacer lo llamamos otro cuantitativo-cualitativo en el decurso
anímico» (ibid., p.24, segundo párrafo).

“Otro cuantitativo-cualitativo” que Freud pasa seguidamente a describir, comenzando por confundirlo
con lo reprimido: «La experiencia clínica… muestra que ese otro se comporta como una moción reprimida»
(ibid., p.24, tercer párrafo). Pero la compulsión, que es como Freud llama a continuación a ese “otro
cuantitativo-cualitativo” («Puede desplegar fuerzas pulsionantes sin que el yo note la compulsión», ibid.,
p.24, tercer párrafo), no opera como “una moción reprimida”, ya que precisamente está determinada por la
imposibilidad del ejercicio de la represión respecto de aquello que tendría que contener. Dicho con otros
términos, las compulsiones no son sintomáticas, como lo son las mociones reprimidas, porque no implican
soluciones de compromiso, sino que son formas de pasaje al acto en la resolución de la economía libidinal,
donde no hay ligazón ni represión de aquello “cuantitativo-cualitativo”, que produce unos efectos que dejan
inerme a sujeto, porque eso arrasa al yo6.

Freud, sin embargo, reduce esas formas arrasadoras del yo o ese “otro cuantitativo-cualitativo” a

OM
unas “reacciones de descarga”, para nada articuladas con lo que insiste (porque no se lo ha podido
metabolizar-simbolizar), sino sólo en relación con el orden de la necesidad biológica, de la que va a hacer
mención al momento, indicando así en plano en el que se mueve. Una “reacción de descarga” que, además,
según Freud «hace conciente enseguida a ese otro» (ibid., p.24, tercer párrafo), confundiendo de ese modo
lo consciente con lo manifiesto o lo que irrumpe de manera compulsiva en el pensar del sujeto consciente y,
por tanto, olvidándose por entero de sus precisas discriminaciones en los escritos metapsicológicos de 1915.

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Es cierto, no obstante, que, al poner Freud como “paradigma” a las sensaciones de placer y displacer,
está hablando de algún modo de un psiquismo que, en lugar de guiarse por la satisfacción de las necesidades,
se ve conducido por los indicios del placer-displacer y, en ese sentido, es un psiquismo que se mueve contra
el apremio de la vida (véase: “la urgencia de la necesidad”, p.24) o por fuera de la satisfacción de las
DD
necesidades. Pero esa idea tan valiosa clínicamente y presente ya en el Proyecto de psicología no es la
que aquí está conduciendo su discurso, pues éste se desliza una y otra vez hacia unas descripciones no muy
precisas, que tratan de situarse y apresar las diferencias entre lo Pcc-Cc y lo Icc, así como los vínculos entre
lo externo y lo interno, lo que le va a llevar a intentar dar cuenta de “la representación del yo”: «Tras esta
aclaración [se refiere a la aclaración sobre el papel de las representaciones-palabra, por cuya mediación
«los procesos internos de pensamiento son convertidos en percepciones», haciendo así de la percepción el
LA

origen de toda representación, así como de todo conocimiento: «Todo saber proviene de la percepción
externa» (p.25, segundo párrafo), que si bien hace proceder todo del exterior, se trata de un exterior no
cualificado ni en discontinuidad con lo adaptativo o psicobiológico] de los vínculos entre percepción externa
e interna, por un lado, y el sistema superficie P-Cc, podemos pasar a edificar nuestra representación del yo»
(ibid.,p.25, tercer párrafo).
FI

Ahora bien, ¿qué edificio de la instancia yoica se nos brinda en este momento crucial, en el que la
segunda tópica se está conceptualizando del modo metapsicológico más preciso y con el llamado mayor
avance en el discurrir de la obra freudiana?, ¿qué representación del yo nos ofrece el Freud más maduro
conceptualmente hablando y con mayor experiencia clínica?. Sus propias palabras claras y reincidentes lo


expresan sin dar lugar a posibles interpretaciones desfigurantes de su texto: «Lo vemos partir del sistema P,
como de su núcleo, y abrazar primero al Prcc… » (ibid., p.25). Lo que se corrobora con el siguiente párrafo,
en el que hace una referencia explícita a la intelección de G.Groddeck7 señalando: «Propongo dar razón de
ella [se refiere a la intelección de ese autor] llamando “yo” a la esencia que parte del sistema P y que es
primero prcc…».

Pero, por si no había quedado bien claro de dónde arranca y a partir de dónde se constituye para
Freud la representación del yo, en el párrafo que sigue a continuación y que cabalga entre la p.25 y la p.26
tenemos esta formulación: «Un in-dividuo [no el aparato psíquico, sino el propio ser psicobiológico en su
conjunto, una diferenciación y discriminación capital que rescata y resalta la TSG] es ahora para nosotros un
ello psíquico, no conocido e inconciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo, desarrollado
desde el sistema P como si fuera su núcleo».

Dejando de lado el aspecto sustancialista, que los vocablos “núcleo” y “esencia” connotan y que ni
siquiera hoy se admiten en la Psicología científica para el concepto y la representación de la “personalidad”,
¿dónde colocamos al Freud de la carta 52 (112 de la edición completa de las Cartas a Wilhelm Fliess
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1887-1904), para quien su primer esquema del aparato psíquico situaba los “signos de percepción” como
“la primera escritura de las percepciones”?.

Se puede argumentar con toda razón que estamos a más de veinte y cinco años de distancia y sobre
todo de maduración conceptual y clínica. Pero, entonces, el argumento tan traído y llevado por los
historiadores y pensadores de la obra de Freud se vuelve en su contra, porque precisamente esa maduración
conceptual, atravesada por la larga experiencia clínica, exige dar cuenta (lo que sin duda constituye el
supuesto y el imperativo procedente del objeto de estudio, que está obligando a Freud a conceptualizar su
segunda tópica) de aquello que se ha convertido en traumático para el psiquismo y no deja de repetirse,
porque ni funciona como representación-cosa, reprimida en el inconsciente, ni se ha podido traducir a/en
representación-palabra.

Esa idea, que corresponde a un cierto funcionamiento del aparato psíquico y que aparecía a través
de la noción inicial8 de “signo de percepción”, para nada es recogida aquí a pesar de la larga experiencia
clínica que ha obligado a Freud tener que afrontar ese “más allá del principio de placer”, que los traumatismos

OM
imponen. Sin embargo, hay que decir y defender que esa idea debería aparecer ahora más que nunca,
porque el signo de percepción (que se desgaja o desprende de lo que el exterior, véase el otro pulsional,
propone-impone y el psiquismo no ha podido tramitar pasando a ser algo traumático insistente en el
funcionamiento psíquico) es lo que está presente en los traumatismos y lo que requiere tramitación, dado
que no es ni representación-cosa ni representación-palabra, porque no ha logrado una retranscripción en
ninguno de los dos sistema psíquicos, quedando así librado a la repetición y a buscar-requerir reiteradamente,
desarbolando o descolocando al sujeto, una tramitación. Lo que nos habla o abre la vía a pensar en

.C
percepciones-vivencias que no se retranscriben, que no se hacen preconscientes, puesto que no logran un
ensamblaje o retranscripción y van a quedar sueltas en/desde el momento del traumatismo.

A esa cuestión clínica acuciante nos tendría que estar abriendo la edificación freudiana, sin embargo
DD
nos está brindando un planteamiento que favorece la idea de un ello origen del individuo con lo que eso
conlleva de un sustancialismo preexistente y de un sujeto constituido de antemano (es decir, antes de
establecerse en el vínculo con el otro significativo y a partir de la implantación pulsional por parte de ese
otro), que se hace presente a través del ello y así lo inconsciente quedará subjetivado y como centro del
psiquismo. Idea que contraviene de manera radical el descentramiento del yo y de la razón que Freud opera
con su planteamiento del inconsciente, planteamiento conducido por dos cuestiones centrales: 1) la de su
LA

legalidad específica y 2) la de su posicionamiento respecto del preconsciente y de la represión, Y digo que lo


contraviene, porque un ello subjetivado comporta simplemente hacer pasar el centralismo de la razón al ello
inconsciente e irracional: «Un in-dividuo es ahora para nosotros un ello psíquico, no conocido [no discernido]
e inconciente» (ibid., p.25, última línea).
FI

Y a continuación Freud nos ofrece lo que él denomina (p.26) “una figuración gráfica”, es decir, un
modelo del aparato psíquico o “anímico”. Modelo que debe ser comparado tanto con los modelos anteriores,
presentes en la obra de Freud, como los de la carta 52 y del cap.VII de La interpretación de los sueños,
como los posteriores, que en este caso es solamente el que aparece en las Nuevas conferencias de
introducción al psicoanálisis y más en concreto en la 31ª Conferencia, titulada “La descomposición de


la personalidad psíquica”.

Según lo apuntado en la nota 13 de la recientemente citada p.26, en relación con este último modelo
el diagrama de El yo y el ello es ”levemente distinto”, mientras que respecto de los modelos anteriores es
“por entero diverso”, unos modelos anteriores que “están referidos tanto a la función como a la estructura”,
se dice finalmente en esa nota 13.

Comencemos por señalar en qué sentido son “por entero diversos” los dos modelos anteriores.
Efectivamente tanto el diagrama de la carta 52, como el del cap.VII, son unos esquemas que nos muestran
un aparato abierto al impacto de la realidad exterior, que ingresa por el polo perceptivo. Ahora bien, el
modelo que Freud utiliza allí es el modelo del arco reflejo, donde por un lado están las percepciones y por
otro la motricidad, un modelo en el cual lo que interesa indicar es que -de acuerdo con la neurofisiología de
la época- lo que entra no sale igual, porque adentro se procesa, es decir, lo que viene de afuera son
cantidades que forman un continuo que se convierte en elementos discretos al entrar en el aparato. Con ello
Freud rompía con el modelo sensorial, para el cual lo único que se hace es registrar sensaciones y eso está
definido por el sistema nervioso. Mientras que, al utilizar el concepto de percepción, se plantea que la
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percepción es el impacto que sufre el aparato. En definitiva, son unos modelos abiertos, en los que no
predomina el endogenismo, puesto que el aparato se concibe en cuanto directamente relacionado con el
exterior.

Por el contrario, el modelo de El yo y el ello y, de manera particular, el de la 31ª Conferencia son


unos modelos cerrados, en donde la relación con la realidad exterior no es directa sino a través del yo que
«lleva un casquete auditivo y, según el testimonio de la anatomía del cerebro, lo lleva sólo de un lado»
(ibid., p.26). Pero, además, si bien el modelo de El yo y el ello tiene o muestra todavía una apertura, que
establece una separación entre el yo y el ello y que remite a lo somático, descrito por Freud en estos términos:
«otro factor parece ejercer una acción eficaz sobre la génesis del yo y su separación del ello. El cuerpo propio
y sobre todo su superficie es un sitio del que pueden partir simultáneamente percepciones internas y
externas» (ibid., p.27, tercer párrafo); en el modelo de la 31ª Conferencia esa apertura a lo somático ya
no existe y aparece un diagrama totalmente cerrado como un huevito (cf. p.73 del v.XXIII) en el que sólo
son tomadas en cuenta “las constelaciones estructurales de la personalidad anímica”, sin tomar en
consideración lo funcional, que sí es contemplado por Freud en su descripción del modelo de El yo y el ello.

OM
Ahora bien, en esa descripción -sostenida por una epistemología de la contigüidad entre el yo y el
organismo y en la que predomina la teoría según la cual la relación con el exterior se construye de adentro
hacia afuera (véase un ello, como punto de arranque “alterado por la influencia directa del mundo exterior,
con mediación de la P-Cc”, p.27, primera y segunda línea del primer párrafo)- el yo está concebido como
órgano de percepción-consciencia que «se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior…
se afana por reemplazar el principio de placer, que rige irrestrictamente en el ello, por el principio de realidad»

.C
(ibid., p.27, primer párrafo).

Se trata ciertamente de una descripción del yo sin articulación alguna con el yo del narcisismo o con
el yo libidinal constituido por identificación, porque es un yo en mera “continuación” con la superficie exterior
DD
del organismo psicobiológico. De ahí su entero desgajamiento de la pulsión, colocada sólo en relación con el
ello: «Para el yo, la percepción cumple el papel que en ello corresponde a la pulsión» y el que sea situado
exclusivamente del lado de la razón: «El yo es el representante de lo que puede llamarse razón y prudencia,
por oposición al ello, que contiene las pasiones» (ibid., p.27, primer párrafo para las dos últimas citas).

Pero de esa manera Freud una vez más está dando pie a pensar los orígenes y las funciones del yo
LA

bajo dos modelos contradictorios y separados, el uno es el de la continuidad con el organismo


estableciéndose por mera diferenciación metonímica de la superficie corporal y el otro en cuanto masa
libidinal ligadora o amorosa procedente y residuo de los enunciados identificatorios proporcionados por el
otro adulto.

Los párrafos siguientes y últimos de este cap.II se alinean decidida y casi (digo “casi”, porque al final
FI

aparece el yo articulado con lo inconsciente) plenamente del lado de un yo percepción-conciencia, que en


definitiva remite al yo como órgano y lugar o sujeto del conocimiento y no como el lugar por donde la libido
pasa y se organiza o se unifica, se conjunta. En efecto, Freud va a poner su acento en plantear al yo en
continuidad directa con el cuerpo o con las sensaciones corporales hasta el punto de describirle como una


esencia-cuerpo y como una mera proyección de la superficie corporal: «El yo es sobre todo una esencia-
cuerpo; no es sólo una esencia-superficie, sino, él mismo, la proyección de una superficie» (ibid., p.27, al
final).

Es cierto, no obstante, que esa idea del yo como proyección de una superficie corporal -que sin duda
se presta a confusión o “nos despista” (según la expresión empleada por Freud, al hablar, p.28 al final, del
“sentimiento inconciente de culpa”), porque hace derivar al yo directamente de las sensaciones corporales
que parten de la superficie del cuerpo, tal y como se afirma en la nota 16 de las pp.27-28, y por tanto su
origen estaría en el cuerpo o en lo somático y no en las identificaciones con el otro significativo- puede
entenderse también (si bien para ello hay que puntualizar, frente al Freud que se mueve con una concepción
dualista entre la subjetividad y los objetos del mundo, que las sensaciones corporales no son algo que
produce sentido psíquico directamente, sino que siempre para el ser humano están atravesadas por ciertas
valencias, dada la relación no dual sino triádica del sujeto con los objetos del mundo al estar esa relación
siempre mediada por el lenguaje, que ya es una forma de recorte del mundo) como la representación de la
totalidad del organismo (en la nota 16 de la p.28 se dice : «Cabe considerarlo, entonces, como la proyección
psíquica de la superficie del cuerpo [atención al pasaje o a la derivación directa de lo somático a lo psíquico,
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que habla de la continuidad-contigüidad para Freud entre cuerpo y aparato psíquico], además de representar,
como se ha visto antes, la superficie del aparato psíquico»). De esa forma, o en esa línea, se está tomando
en consideración la función del yo que toma a su cargo la autoconservación preservando la vida en cuanto
representación del organismo.

Pero aún cuando la podamos entender así, en esa descripción sólo se contempla una parte, puesto
que además está el yo en cuanto residuo de enunciados identificatorios, de propuestas ideales, que toma en
cuenta la función de la autopreservación narcisista y amorosa, que es la que puede otorgar el sentido de
existencia respecto de la propia vida y respecto del objeto o del otro.

Este aspecto o esta otra función del yo aquí o en este momento no está contemplada, por más que
Freud no deje de introducir a continuación lo que el llama (p.28, segundo párrafo) “el punto de vista de una
valoración social o ética”. Punto de vista que aparece enmarcado dentro de lo que es considerado como “el
nexo del yo con la conciencia”, consideración bajo la cual se cierra este capítulo segundo y a través de la
cual Freud va a resaltar aquellos elementos yoicos de alta valoración ética o social que no están en relación

OM
con la conciencia, puesto que son inconscientes en determinados sujetos: «hay personas en quienes la
autocrítica y la conciencia moral, vale decir, operaciones anímicas situadas en lo más alto de aquella escala
de valoración, son inconcientes» (ibid., p.28, tercer párrafo).

En conexión directa con esa autocrítica y bajo la cualidad de “permanecer-inconcientes” Freud coloca
a “las resistencias en el análisis”, poniendo el acento seguidamente en el “sentimiento inconciente de culpa”
que «desempeña un papel económico decisivo en gran número de neurosis y levanta los más poderosos

.C
obstáculos en el camino de la curación» (ibid., p.29), sobre cuyo asunto Freud va a volver detenidamente
en el cap.V de este mismo texto.

Todo esto le lleva a Freud a afirmar que «No sólo lo más profundo, también lo más alto en el yo
DD
puede ser inconciente» y a concluir con esta reflexión: «Es como si de este modo nos fuera de-mostrado lo
que antes dijimos del yo conciente, a saber, que es sobre todo un yo-cuerpo» (ibid., p.29 para ambas citas).

Ahora bien, ¿qué nos plantean esta afirmación y esta consideración final? Por lo pronto nos hablan
de un yo inconsciente y de un yo consciente, siendo este último definido como “yo-cuerpo”, es decir, se trata
del yo que toma a su cargo la supervivencia o la autoconservación; mientras que en el yo llamado
LA

inconsciente es colocado lo que corresponde a “lo más alto de nuestra escala de valores” o “la autocrítica o
la conciencia moral”, véase lo que nosotros venimos contemplando y definiendo como la función de
autopreservación narcisista, que al ser “lo más alto de la valoración” puede comportar en algunos casos el
que la función autoconservativa quede enteramente doblegada por la función valorativa narcisista9.

Estamos, pues, frente a las dos funciones del yo que en Freud no aparecen suficientemente
FI

articuladas ni precisadas, sino sólo adjetivadas en cuanto consciente una e inconsciente la otra, con el riesgo
de aplicar seguidamente las características del inconsciente a este yo inconsciente o a esta función yoica
encargada de la autopreservación narcisista. Pero, ¿es qué acaso a esta función, que tiene a su cargo “lo
más alto de nuestra escala de valores”, se le puede aplicar la característica del funcionamiento inconsciente
cerrado a la dimensión intencional o a la apertura a un referente que no es él mismo?, ¿es que acaso a esa


función de la autopreservación se la puede asignar la característica de un proceso psíquico no inhibido, no


refrenado, en el que los pensamientos no tendrían un fin o un objetivo paradigmático o, por último, la
característica de ser una especie de discurso que no estaría dirigido a nadie, un discurso cerrado y, por tanto,
sin interlocutor?.

Parece claro que esas características, así como tampoco las de la atemporalidad y de ausencia de la
contradicción, del funcionamiento del inconsciente propiamente dicho no son aplicables a este yo que se
ocupa o atiende a lo más alto de nuestra valoración moral. Se trata ciertamente de algo inconsciente que
funciona atravesado por la mediación del proceso y de la represión secundarios, al estilo de la prohibición
edípica que hay que situar en relación con la elaboración secundaria, correspondiente al proceso yoico de
simbolización, de totalización y de integración de lo fragmentado. De lo contrario, se corre el riesgo por el
que Freud se va a deslizar en este texto de colocar una parte o un cierto yo, el yo inconsciente, del lado del
ello, puesto que (para cuadrar bien con esta idea de que “no sólo lo más profundo, también lo más alto en
el yo puede ser inconciente”, p.29) el yo va a ser concebido surgiendo del ello en su vinculación con la
realidad exterior. Con lo cual lo que comenzó (en el Proyecto de psicología) siendo pensado como
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inhibición, que organiza defendiéndose, terminó siendo planteado como aquello que toma la composición del
propio enemigo, desapareciendo así la idea de un yo como efecto de identificación y como objeto de amor
totalizado.

Cap. III. El yo y el superyó (ideal del yo)

El comienzo de este capítulo corrobora sin ofrecer duda alguna ese riesgo, hace un momento
señalado, de colocar al yo del lado del ello: «Si el yo fuera sólo la parte del ello modificada por el influjo del
sistema percepción» (ibid., p.30, primer párrafo). Luego si el yo es pensado como una parte del ello, esa
parte que tiene que ver y que resulta modificada por la influencia de la realidad exterior percibida, ¿qué no
será la parte en la que no interviene el sistema percepción?

OM
Vemos o podemos ver que Freud está partiendo de un planteamiento, según el cual el yo se constituye
por diferenciación progresiva y madurativa de un organismo que se confronta con la realidad exterior que
percibe, y no por inscripciones deseantes o pulsionales procedentes del otro humano que cuida, tal y como
la TSG viene a precisar y recolocar.

Sin embargo los párrafos siguientes están edificados y/o sostenidos sobre la base de un
planteamiento, según el cual “un grado en el interior del yo, una diferenciación dentro de él” o, también, una

.C
“pieza del yo”, llamada “ideal-yo o superyó” (ibid., p.30, segundo párrafo) se constituye o se establece no
por diferenciación progresiva, sino por identificación, lo que cambia enteramente la perspectiva respecto del
modo de originarse el yo o, al menos, una parte del yo.
DD
Ahora bien, Freud una vez más no explicita la distinción, no la discrimina, porque para él no hay
contradicción alguna en este doble y distinto origen del yo. Él hace sumatorias: a un tipo de origen hay que
añadir sin más otro tipo de origen, el uno al lado del otro sin contraponerse, porque para él no se
contraponen. Esto funciona como un punto ciego en Freud, que corresponde a la contaminación producida
por el objeto de estudio en el propio trabajo de conceptualización del mismo, esto es, como en la realidad
psíquica inconsciente (objeto de estudio del psicoanálisis freudiano) coexisten los contrarios el uno al lado
LA

del otro, ese hecho o característica del objeto de estudio va a contaminar a la conceptualización que se hace
acerca de esa realidad psíquica.

La expresión que Freud utiliza para pasar de un párrafo (en el que nos plantea un yo surgiendo de la
influencia de la percepción exterior en el ello) a otro párrafo en el que es situado un yo con “un vínculo
FI

menos firme con la conciencia”, párrafo que le sirve de trampolín para lanzarse en los párrafos siguientes a
“la conformación del yo” y “su carácter” (ibid., p.30, final y p.31 inicio, respectivamente), es bien significativa
a ese respecto: «Pero se agrega algo más» (ibid., p.30, final del primer párrafo). Luego estamos ante una
sumatoria, o sea, junto al yo-cuerpo o yo consciente establecido por modificación del ello a causa de la
percepción, hay que poner al lado o añadir una cierta parte del yo más inconsciente, pero sin explicitar ni


esclarecer que esta “pieza del yo” va a ser planteada originándose de un modo bien diverso. Ahora bien,
dado que Freud no lo hace notar, tenemos que plantear que o bien se lo salta para que no se vean esos
orígenes tan diversos que llevan a una contraposición, o bien es algo que Freud mismo no percibe, dada la
mezcla y confusión que el endogenismo y el exogenismo tienen en su obra.

Aclarado ese punto, que funciona a modo de un punto ciego de orden epistemológico, pasemos ahora
a recoger lo aportado por Freud acerca de la constitución de “esa pieza del yo”, que va a ser ampliada («Aquí
tenemos que abarcar un terreno más amplio», inicio del tercer párrafo de la p.30) a la propia “conformación
del yo” o a lo que produce su carácter.

Pues bien, la constitución o conformación del yo y su carácter es pensado por Freud en concordancia
con el mecanismo expuesto en Duelo y melancolía sobre la identificación o, mejor, con el modelo
psicopatológico allí señalado para «esclarecer el sufrimiento doloroso de la melancolía» (ibid.,p.30, tercer
párrafo), como dice ahora, por más que por otro lado esté tratando de dar cuenta de «algo frecuente y más
típico» (ibid., p.30, tercer párrafo) que esa modalidad psicopatológica y de ahí que aluda a «toda la
significatividad de este proceso» (ibid., p.30), que en su texto metapsicológico de 1917 no había
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contemplado y que ahora puede ver, considerando que el proceso de constitución de la melancolía es
semejante al proceso de la conformación del yo.

Pero resulta que esa semejanza o analogía conlleva necesariamente el establecer una continuidad
entre un proceso estructurante y un proceso psicopatológico, con lo que eso comporta de colocar en la propia
conformación o constitución del yo aquello que lo mina o desestabiliza por dentro, o sea, aquello que lo
contradice radicalmente. De ese modo, el yo es una cosa y su contraria, algo que no admite la lógica
aristotélica y, por tanto, la epistemología científica a la hora de describir o predicar algo de un sujeto o de
un objeto.

¿Cómo puede, entonces, entenderse este planteamiento, que sin duda atraviesa toda la llamada
“segunda tópica” freudiana, pues esta se sustenta sobre la base de «un ello sobre el que se asienta mi yo…
este yo se ha desarrollado desde el ello, forma una unidad biológica con él, es sólo una parte periférica de
él… está sometido a sus influjos. Para cualquier fin vital, sería un infecundo comienzo separar al yo del ello»
(cf. el texto de 1925 Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto,

OM
v.XIX, p.135)?

¿Acaso hay que entenderlo desde esa genial articulación, establecida por Freud a raíz de su
investigación sobre el sueño, entre lo normal y lo patológico?, ¿o se trata más bien de algo que tiene que
ver con su modo de edificación y de planteamiento de la realidad psíquica pulsional por fuera de su
implantación exógena?

.C
En el caso de la genial articulación entre lo patológico y lo normal, hay que decir que una cosa es la
continuidad (véase “el continuum”, que remite a una mera diferencia de grados o cuantitativa y no cualitativa
entre la normalidad y la patología psíquicas) y la relación dialéctica entre los sistemas psíquicos, así como
entre distintos modos de funcionamiento psíquico; y otra cosa muy distinta es que no se establezca una clara
DD
y neta distinción o discriminación entre el modo de constitución, que permite y da acceso a la estructuración
del aparato psíquico, y el modo de constitución que obstaculiza o cortocircuita y aborta la estructuración de
ese aparato o de la tópica psíquica. Claro que esta discriminación no se necesita hacer ni se conceptualiza
cuando se parte del supuesto de que el aparato o la tópica psíquica está establecida de entrada o de modo
natural progresivo en todo sujeto. Como se parte de ese supuesto, no es necesario o se ahorra uno el tener
que dar cuenta de la emergencia u origen del aparato, de la tópica psíquica.
LA

En este sentido, hay que pensar que, al dejar de lado (conceptualmente hablando o en la construcción
del edificio teórico) la implantación exógena de lo pulsional, Freud se ve empujado o está obligado a hacer
arrancar al yo de la base pulsional, que él ha planteado como condición de partida o de arranque de la
psicopatología y del orden pulsional, que a sus ojos es la del ello, que ciertamente es de una sola cualidad,
esto es, la de lo pulsional desligado.
FI

Es decir, al no tomar en consideración la primacía absoluta del otro en el establecimiento de los


procesos psíquicos o, dicho de otro modo, al no tener en cuenta que lo pulsional se origina a partir de ese
otro adulto que es quien proporciona los cuidados autoconservativos, Freud no puede contemplar la
complejidad o, mejor, la distinta realidad de lo pulsional que es procedente de ese otro, pues esa dimensión


pulsional se ofrece y se implanta en el sujeto infantil en tanto que parcial o desligada y, a la vez, en tanto
que totalizada o ligada.

Pero volvamos a nuestro texto y a la cuestión central de este debate que se iniciaba con el segundo
párrafo de este cap.III, en el que Freud nos señala que lo que le obliga a volver sobre el origen o
“conformación del yo” es que una diferenciación dentro del mismo, llamada hasta ahora indistintamente
“ideal del yo” o “superyo” y expuesta en Introducción del narcisismo y Psicología de las masas y
análisis del yo, tiene una relación menos estrecha de lo previsto con lo consciente. Una cuestión central
que da cuenta de que es la puesta en relación de la nueva tópica con la antigua lo que le va a exigir mayores
aclaraciones.

Y justo a continuación, esto es, en el párrafo tercero, se establece lo que será el contexto de su
desarrollo sobre la identificación, en cuanto proceso de “la conformación del yo”. Un contexto que va a estar
marcado por una contraposición dialéctica, no sólo por lo expuesto y conocido hasta ahora frente a las
exigencias de la nueva tópica, tal y como se deducía del párrafo anterior, sino sobre todo por la diferenciación

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entre “un terreno algo más amplio”, que tiene que ver con “la significatividad de este proceso” (se refiere
explícitamente a la identificación), y un terreno más restringido (que es lo que se contrapone a lo más amplio)
como es el psicopatológico, referido aquí al “sufrimiento doloroso de la melancolía”.

Contraposición dialéctica que en Freud, según nos tiene acostumbrados a lo largo de toda su obra,
se va a saldar con una solución de compromiso o de síntesis, en la cual lo nuevo no conlleva la pérdida o la
distinción-separación respecto de lo anterior, sino que se van a sumar o adjuntar, lo cual le conduce a Freud
en este caso a introducir y mezclar un funcionamiento psicopatológico al tratar de dar cuenta de un proceso
fundador de la conformación del yo y, por consiguiente, de la tópica psíquica.

Es decir, aunque Freud -por un lado- sabe diferenciar entre lo que él mismo denomina “un terreno
algo más amplio”, que remite a un “proceso frecuente y típico” (véase: normal y estructurante, como es la
identificación) y lo que es menos amplio o restringido, como es “el sufrimiento doloroso de la melancolía”,
sin embargo y por otro lado, a la hora de describirlo y de dar cuenta de cómo se va a establecer la
conformación del yo y su carácter, basados en el proceso de la identificación, ya no diferencia y separa

OM
claramente el terreno más amplio o típico y estructurante del terreno más restringido o psicopatológico,
puesto que el “supuesto” de que «una investidura de objeto es relevada por una identificación» (ibid., p.30,
tercer párrafo) sirve como mecanismo o paso necesario tanto para la melancolía, como para ese terreno más
amplio que es la conformación del yo: «tal sustitución participa en considerable medida en la conformación
del yo, y contribuye esencialmente a producir lo que se denomina su carácter» (ibid., p.30-31).

Ahora bien, ¿cómo es que ese supuesto de la sustitución de una investidura de objeto por una

.C
identificación puede ser planteado como el camino correspondiente, tanto para la conformación del yo como
para la melancolía? Pues porque Freud establece una continuidad-contigüidad entre investidura de objeto e
identificación (véase las siguientes formulaciones correspondientes a los párrafos cuarto y quinto de este
cap.III: «Al comienzo de todo, en la fase oral [una fase, para Freud, de indistinción entre objeto de la
DD
necesidad y objeto de la pulsión] del in-dividuo [véase el organismo psicobiológico y no el sujeto psíquico,
porque no es estrictamente un sujeto escindido en los sistemas psíquicos] es por completo imposible
distinguir entre investidura de objeto e identificación» en la p.31 al inicio; así como en esa misma p.31 más
adelante «cabe considerar una simultaneidad de investidura de objeto e identificación, vale decir, una
alteración del carácter antes que el objeto haya sido resignado»), dado que está partiendo del supuesto de
un origen endogenista-madurativo para el aparato psíquico, que le impone el pensar la conformación y el
LA

origen del yo por medio una diferenciación progresiva del organismo o también por medio de una delegación
de lo somático en lo psíquico por vía del ello.

Precisamente ese supuesto, que conlleva el no contemplar la instauración de la tópica psíquica desde
el otro adulto (quien, a la vez que erotiza y despedaza, va a conjuntar esa variable pulsional despedazante-
FI

erotizante que implanta al proporcionar los cuidados autoconservativos), es el que obliga a Freud a tener
que pensar el establecimiento de esa tópica por vía de la regresión a algo anterior o más primitivo («Quizás
el yo, mediante esta introyección [se refiere a introyectar las investiduras de objeto] que es una suerte de
regresión al mecanismo de la fase oral, facilite o posibilite la resignación del objeto», p.31 al centro), en
connivencia con la idea de que ya de entrada en el propio sujeto está el inconsciente o el ello.


Y es que conviene tener presente que esas investiduras de objeto, para Freud presentes desde un
inicio, proceden o «parten del ello que siente las aspiraciones eróticas como necesidades10» (ibid., p.31,
sexta línea). Un ello ante el cual al yo no le cabe otra cosa, puesto que no puede o no es capaz de renunciar
a la satisfacción pulsional de la investidura de objeto impuesta por el ello, que ofrecerse en sustitución del
objeto dando origen a lo que Freud llama una «alteración del yo, que es preciso describir como erección del
objeto en el yo, lo mismo que en la melancolía» (ibid., p.31, tercer párrafo). Así también lo vuelve a precisar
poco después: «Otro punto de vista enuncia que esta transposición de una elección erótica de objeto en una
alteración del yo es, además, un camino que permite al yo dominar al ello y profundizar sus vínculos con el
ello, aunque, por cierto, a costa de una gran docilidad hacia sus vivencias. Cuando el yo cobra los rasgos del
objeto, por así decir se impone al ello, como objeto de amor busca repararle su11 pérdida diciéndole: “Mira,
puedes amarme [conviene estar atentos a la permanente superposición en la obra de Freud entre erotismo
y amor, por más que –por otro lado- una aporte fenomenal de su obra haya sido el de plantear las bases
pulsionales del amor] también a mí; soy tan parecido al objeto…”» (ibid., p.32, primer párrafo).

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Se trata claramente de todo un modelo del funcionamiento psíquico, que piensa al yo originándose
en y desde el ello, lo que establece una modalidad de constitución para la tópica psíquica de una forma no
sólo de tipo endogenista, sino también guiada y basada en un funcionamiento patologizante. De ahí que se
haya insistido una y otra vez por parte del discurrir psicoanalítico, siguiendo sin mayor cuestionamiento ese
marco o modelo freudiano, en que la sombra del objeto12 que cae sobre el yo sea tan profundamente
alienante. Cuando en realidad el yo sin duda va a erigirse sobre el modelo del objeto o sobre el
reconocimiento del otro adulto, pero es una forma que delimita un adentro y un afuera, una forma que hay
que concebir como límite, una forma de totalización. En ningún caso se va a edificar o erigir sobre la figura
del objeto en cuanto erótico-autoerótico y funcionando fundamentalmente al modo de la pulsión parcial,
pues de lo contrario no puede establecerse un yo en cuanto instancia intrapsíquica y límite frente al ataque
pulsional.

Pues bien, Freud parece percatarse de alguna manera de que su planteamiento le lleva por unos
derroteros que le conducen a dar cuenta solamente de lo patológico, porque va a introducir seguidamente
lo que él llama una “digresión”, a la que a continuación califica de “inevitable”. Se trata de uno de esos

OM
párrafos que J.Laplanche ha categorizado como de ciertas llamadas al orden, que el discurrir freudiano se
impone de tanto en tanto. Es cierto que ese párrafo que -según Freud- “constituye una digresión”, no es
desplegado justo después de ese desarrollo sobre las relaciones del yo con el ello, que estábamos
comentando, sino tras otro párrafo que sirve de intermediario. Pero precisamente este párrafo intermediario
por la temática que presenta es el que parece imponerle la digresión, esto es, un cierto alto de ordenamiento
o, mejor, una llamada al orden.

.C
En efecto, en ese párrafo intermediario va a introducir una cuña, la del narcisismo, planteando que
ese funcionamiento que acaba de describir comporta “la trasposición de libido de objeto en libido
narcisista”13, lo cual conlleva a sus ojos «una resignación de las metas sexuales, una desexualización y, por
tanto, una suerte de sublimación» (ibid., p.32, segundo párrafo).
DD
Pero, ¿cómo hay que entender esa trasposición? Teniendo en cuenta que Freud la precisa con la idea
de una “desexualización”, parece que hay que entenderla como un pasaje de lo pulsional desligado a lo
pulsional ligado, pues en ese sentido lo narcisístico es ciertamente del orden de lo sexual-desexualizado o
ligado. Pero, entonces, ¿por qué llamar “libido de objeto” a lo que Freud viene llamando y considerando
como «unas investiduras de objeto que parten del ello, que siente [una vez más Freud coloca en el ello la
LA

capacidad de sentir, así como -en otras ocasiones- de querer y de tener intención] las aspiraciones eróticas
como necesidades» (ibid., p.31, primer párrafo).

En otras palabras, ¿por qué llamar libido de objeto, que comporta “stricto sensu” un reconocimiento
del objeto en cuanto totalizado y por consiguiente el establecimiento del objeto en cuanto distinguido y
FI

separado del yo, a lo que está referido a una investidura de los objetos primarios, en la cual el objeto en
cuanto tal no está establecido ni reconocido? Hay en juego una constante confusión al respecto al llamar con
el mismo nombre al objeto de la necesidad o de la autoconservación y al objeto o el otro al cual se dirige la
libido, porque este objeto está ya establecido como objeto de amor y/o de odio. Y es que no hay objeto en
el sentido estricto antes de constituirse un yo o antes de constituirse el narcisismo.


Para que el yo pueda mudar –tal y como afirma Freud (p.32, segundo párrafo al centro)- “la libido
de objeto en libido narcisista” tiene que estar operando la instancia yoica, es decir, tiene que haberse
establecido la renuncia a los objetos primarios o al autoerotismo, que es lo que permite el establecimiento
de un yo y de los ideales y que por ese motivo pueda emerger en el psiquismo el funcionamiento de lo
sexual-desexualizado. Pero antes de eso no hay libido objetal propiamente dicha, porque ese llamado objeto
es sólo objeto de la necesidad, pues la libido o lo pulsional no está funcionando en cuanto dirigido o
conjuntado hacia un objeto, sino sólo de modo desligado o anárquico.

Dicho de otra manera, la confusión proviene o se establece a consecuencia de llamar “libido de objeto”
a lo que es real y meramente sexualidad “pregenital” (o, mejor, “paragenital”, de acuerdo con lo planteado
por J.Laplanche quien precisa que lo pregenital no se integra, sino que sigue allí paragenitalizado y va a ser
la base de las distintas fuentes de placer, véase placer de órgano, genitalidad y posibilidades sublimatorias),
sexualidad que necesita ser traspuesta y no liquidada para que haya posibilidad de sublimación, la cual
implica siempre que haya operado la represión originaria, porque no hay sublimación (que comporta que hay
trasmutación de meta y de objeto) sin represión, pues no se produce por ejemplo trasmutación de lo anal
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en el jugar con plastilina o en deseo pictórico si no hay represión de lo anal, del mismo modo que no puede
haber pasaje a la escritura sin disminuir el placer de órgano y que así emerga un placer de representación
(en ese sentido placer de órgano y placer de representación van juntos, este último placer no tiene que
liquidar o reemplazar por entero al otro, porque el placer de órgano es la condición de base sobre la que se
asienta toda trasmutación o trasposición) que posibilite una transcripción con menos componentes
excitatorios o eróticos14.

De lo contrario, si se tratara realmente de un pasaje de la libido objetalizada a la libido narcisista


estaríamos hablando de una regresión al estilo de la que caracteriza al psicótico, según el planteamiento
desplegado por Freud en los primeros párrafos de Introducción del narcisismo, en los que en su discusión
con C.G.Jung va a apoyarse enteramente en las consideraciones de K.Abraham, para quien el narcisismo se
contrapone radicalmente a lo objetal (y así ha sido recogido teóricamente y de modo generalizado en el
kleinismo) y de ahí la megalomanía y la huida del mundo o de la realidad que caracterizan al psicótico. Sobre
esta última situación no se puede decir que ahí se produce una verdadera sublimación, porque entonces no
hablaríamos de psicosis.

OM
Ciertamente aquí Freud con el término ”objeto” se está refiriendo más bien a los objetos primarios
pulsionales o eróticos a los que hay que renunciar y que se contraponen al establecimiento del yo. Lo que
pasa es que, como su planteamiento está sostenido sobre bases extraviadas, los términos se prestan a
confusión, porque son utilizados los mismos vocablos para decir una cosa y su contraria. Y eso, es decir, la
coexistencia de los contrarios sólo puede estar estrictamente en lo inconsciente, pero de ningún modo en la
teoría o en el discurso, que debe estar siempre regulado por la lógica racional.

.C
Y cuando hablo de “bases extraviadas” me refiero concretamente ahora a las que en esta p.32
aparecen vertidas al menos indirectamente en el propio discurso de Freud cuando plantea en la nota 7 lo de
«luego de la separación entre el yo y el ello», lo cual comporta que antes o con anterioridad a esa separación
DD
el yo y el ello estaban unidos, lo que queda corroborado con la afirmación siguiente: «debemos reconocer al
ello como el gran reservorio de la libido en el sentido de “Introducción del narcisismo”». Y ¿cuál es ese
sentido?, pues el de que el yo era descrito como ese gran reservorio libidinal. Con lo cual, si lo que se predica
o se atribuye es la misma característica, tenemos que esas instancias son equivalentes, al menos antes de
su separación. Al igual que son equivalentes y homogéneas esas “diferentes pulsiones fusionadas entre sí”
(p.32, final del segundo párrafo), que da cuenta de que Freud parte de la base de una mezcla de pulsiones
LA

de entrada, base que le permite pensar la constitución del psiquismo de un modo claramente mecanicista
por fuera de las vicisitudes múltiples y variadas, que comporta la presencia y el encuentro asimétrico con el
otro adulto.

Y, al moverse sobre esas bases, no nos puede extrañar que Freud eche mano, precisa y
FI

paradójicamente en ese párrafo de su llamada al orden, de un término que lo menos que se puede decir es
que es bien confuso, porque mezcla el yo con el objeto y al proceso identificatorio (por medio del cual se es
y a la vez no se es el objeto) con el erigir o instituir al objeto dentro del yo15. Me refiero a su expresión «las
identificaciones-objeto del yo» (ibid., p,32, tercer párrafo), que habla de un yo-ello o ello-yo, anterior a la
“separación entre el yo y el ello”, sobre cuya base Freud establece lo patológico. De ahí que esas


“identificaciones-objeto del yo” le lleven a Freud a hablar o a relacionarlas con «los casos de la llamada
personalidad múltiple», en la que «las identificaciones singulares atraen hacia sí, alternativamente, la
conciencia», es decir, que lo que tenía que residir en lo inconsciente (véase el ser u ocupar el lugar de otro)
aflora en la consciencia o se instituye en lo prcs-cs, en donde sólo debe estar la lógica binaria o la exclusión
y no la conjunción o el añadido que conlleva la simultaneidad de los contrarios (que es la que opera en el
inconsciente) en lugar de la disyunción.

Ahí nos estamos moviendo o Freud nos describe una situación patológica, sustentada sobre la
yuxtaposición ello-yo o yo-ello, aunque Freud pone la causa de esa patología en el hecho de que esas
identificaciones-objeto sean “demasiado numerosas e hiperintensas”, es decir, en lo cuantitativo, pues «si
no se llega tan lejos, se plantea el tema de los conflictos entre las diferentes identificaciones… que, después
de todo, no pueden calificarse enteramente de patológicos» (ibid., p.32, tercer párrafo).

Sin embargo, en el párrafo siguiente, en el que va a describir la situación normal o no patológica,


Freud se sale o deja de lado ese planteamiento de lo meramente cuantitativo (al que se veía abocado por
partir de la base de la mezcla o de la no ”separación entre el yo y el ello”) para colocar y establecer
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claramente la constitución de la tópica del yo (él lo plantea en la p.33 bajo los términos de “carácter” y de
“génesis del ideal del yo”) en tanto en cuanto contraposición (y nada de yuxtaposición o continuidad) a las
investiduras de objeto, también llamadas por Freud «elecciones de objeto que corresponden a los primeros
períodos sexuales y atañen a padre y madre» (ibid., p.33, primer párrafo). Su texto en este caso no ofrece
duda alguna sobre el posicionamiento contrapuesto entre el yo y/o el proceso identificatorio frente a las
investiduras de objeto que deben ser resignadas: «Ahora bien, como quiera que se plasme después [este
“después” nos está indicando que anteriormente para Freud siempre está la mezcla y/o la no separación
entre el yo y el ello] la resistencia del carácter frente a los influjos de investidura de objeto resignadas, los
efectos de las primeras identificaciones… serán universales y duraderos» (ibid., p.33, al inicio).

Así, pues, tenemos ahí una clara contraposición entre el carácter del yo (efecto universal y duradero
de las identificaciones primarias) y las investiduras de objeto a resignar. Contraposición que coloca -de un
lado- al yo y a la identificación y -de otro- a las investiduras de objeto o a las exigencias pulsionales del
ello, tal y como aparece perfilado en otro texto de la obra freudiana.

OM
En efecto, en la 31ª Conferencia de Introducción al Psicoanálisis (escrita en 1932) Freud va
a situar abiertamente a la identificación del lado del yo, mientras que a las investiduras de objeto las va a
vincular con las exigencias pulsionales del ello: «Sin duda que [está hablando de los métodos o caminos por
los cuales el yo sustrae al ello montos de energía] una de las vías es, por ejemplo, la identificación con
objetos conservados o resignados. Las investiduras de objeto parten de las exigencias pulsionales del ello»
(cf. v.XXII, p71-72).

.C
Se trata de una diferenciación cuyo fundamento puede rastrearse en unos párrafos anteriores de esa
misma Conferencia, que lleva por título “La descomposición de la personalidad psíquica” y cuyo contenido –
como precisa la nota 1 de la p.53 del v.XXII– está tomado en su gran mayoría de los capítulos I, II, III y
V de El yo y el ello, de modo especial cuando Freud se plantea cómo se lleva a cabo “la trasposición del
DD
vínculo parental en superyó” y señala que esa trasmudación o trasposición se realiza por medio de un proceso
cuya base es la identificación (definida como «una asimilación de un yo a un yo ajeno», p.58 del v.XXII),
estableciendo así que el pasaje del vínculo parental (véase la tópica intersubjetiva) al superyó (véase la
tópica intrapsíquica) se realiza por medio de la identificación que corresponde al yo y, por tanto, se necesita
que éste esté establecido.
LA

Identificación que poco más adelante, dentro de esa misma 31ª Conferencia y aún en el marco del
último párrafo citado, va a ser articulada con la pérdida de objeto : «Si uno ha perdido un objeto o se ve
precisado a resignarlo, es muy común que uno se resarza identificándose» (v.XXII, p.59), sugiriéndose así
que el proceso identificatorio se establece sobre la base de la pérdida del objeto y no por vía de una mera
sustitución, que intenta negar precisamente esa pérdida o no reconocerla.
FI

Y es que se trata ciertamente de un momento constitutivo o estructurante de la tópica psíquica en el


que, tal y como S.Bleichmar ha subrayado a la vez que definido como “el segundo tiempo de la sexualidad”
(cf. En los orígenes del sujeto psíquico, p.68), se tiene que llevar a cabo la separación de la madre o el
desgajamiento de la tópica intersubjetiva, pues «el aparato psíquico no puede constituirse si no es por la


pérdida de los objetos originarios» (ibid., p.194). En cierto modo lo mismo parece vislumbrar Freud cuando,
en su texto de 1925 sobre La negación, afirma «discernimos una condición para que se instituya el examen
de la realidad: tienen que haberse perdido objetos que antaño procuraron una satisfacción objetiva [real]»
(v.XIX, p.256).

En ese sentido, no basta con sustituir a un objeto por otro, pues este otro objeto puede estar en
continuidad o contigüidad con el objeto anterior. Lo que se requiere es separarse, es desprenderse del
objeto vinculado al autoerotismo o al ejercicio pulsional directo. De lo contrario no cabe la posibilidad para
una identificación, que debe ser articulada claramente con la pérdida o la represión de los objetos originarios.
Es decir, la identificación en cuanto proceso mismo sólo se puede instaurar sobre la base de la represión
originaria que tiene a su cargo el sepultamiento del autoerotismo, y nunca sobre la base de mantener al
objeto a cualquier precio, en cuyo caso no hay pérdida alguna.

Ahora bien, también es cierto o hay que reconocer que, junto a esa clara contraposición entre el
carácter del yo y las investiduras del objeto a resignar, el texto de Freud -cuando se continúa la lectura de
ese mismo párrafo (el primero de la p.33 de El yo y el ello)- presenta unas formulaciones que no favorecen
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precisamente esa claridad que resaltábamos antes. Y es que -de un lado- nos presenta a la identificación
primaria como anterior a toda “investidura de objeto” y -de otro lado- como resultado o “desenlace” de lo
que a continuación (pero al lado mismo) llama “elección de objeto”, que es ahí una expresión equivalente a
“investidura de objeto”. Y, por si todo eso no fuera bastante lioso, aquí aparece también la famosa fórmula
de “la identificación con el padre de la prehistoria personal” en tanto que equivalente a identificación primaria.
Pero vayamos por partes, empezando por esta última cuestión, que es la más compleja o enredosa, mientras
que la otra es más de orden terminológico, aunque ciertamente se trata de unos términos muy significativos
que sin discriminación suficiente se prestan a toda clase de confusiones.

Respecto de la célebre expresión “identificación con el padre de la prehistoria personal”, hay que
comenzar señalando que está acompañada por una nota a pié de página, altamente desconcertante según
el parecer de varios autores. La nota dice lo siguiente: «Quizá sería más prudente decir “con los
progenitores”, pues padre y madre no se valoran como diferentes antes de tener noticia cierta sobre la
diferencia de los sexos, la falta de pene… En aras de una mayor simplicidad expositiva, sólo trataré la
identificación con el padre» (v.XIX, p.33, nota 9).

OM
A este respecto, conviene recordar que el tema de la “prehistoria personal” fue un tema recurrente
al que Freud alude en sus Cartas a W.Fliess (cf. por ejemplo, la carta del 24 de enero de 1897, en la que
se expresa así: «La prehistoria anterior a un 1½ adquiere cada vez mayor
significación. Tanto que ya me inclinaría a distinguir en ella varios períodos», p. 240 de la edición completa
en Amorrortu); como en La interpretación de los sueños, en donde el período prehistórico es equivalente
a la primera infancia, esa “infancia desprovista de vergüenza”, descrita también “como un paraíso”, si bien

.C
Freud no deja de puntualizar ahí (véase el cap.V en su apartado D, que es el dedicado a los «Sueños típicos»,
y cuando comenta «El sueño de turbación por desnudez», v,IV, p.255) que ese paraíso es a posteriori o por
reconstrucción alcanzada en el sueño gracias al deseo, que repite sobre lo que se le niega o que reproduce
lo que antes no existía.
DD
Por otra parte, la expresión misma “padre de la prehistoria personal” parece evocar a primera vista
al Urvater o “padre de la horda primitiva”, introducido en Tótem y tabú y más tarde considerado como el
prototipo del Dios-padre de la ley mosaica. Se trata, en este caso, del padre mítico al que Freud en El
malestar en la cultura le asigna «una arbitrariedad ilimitada» (v.XXI, p.98) y describe, tratando de dar
cuenta de los orígenes del superyó y de su gran severidad, con estos términos: «el padre de la prehistoria
LA

era por cierto terrible y era lícito atribuirle la medida más extrema de la agresión» (ibid., p.126). Línea o
postura que marca el camino estructuralista seguido “avant la lettre” por Freud, de acuerdo con el cual lo
originario está ya en la estructura misma de orden supra-individual y a-histórico.

En esa misma línea, aunque en connivencia con el endogenismo sostenido por Freud de modo
FI

predominante a la hora de concebir el origen y la constitución del aparato psíquico, la identificación con el
padre de la prehistoria personal ha sido considerada por algunos autores como «un concepto que escapa al
pensamiento tanto si lo referimos al padre filogenético como al bloque de los padres progenitores. En
definitiva, es una referencia mítica que puede permitir dar cuenta de la represión originaria, la cual opera
desde la aparición de la vida y por la supervivencia de ésta», siendo explicitado el mito en cuestión como


aquél «en el que el sujeto se identifica fusionalmente con el otro, en el que el ser se realiza en el no-ser»
(cf. J.L.Donet y J.Pinel, “Le problèment de l’identification chez Freud”, L’inconscient, nº7, 1968, p.17 y
p.19).

Otros autores, como A. de Mijolla, han subrayado (siguiendo de cerca la trayectoria marcada por
C.Stein en sus múltiples comentarios a La interpretación de los sueños, dedicados a rastrear de modo
especial el autoanálisis de Freud) la relación estrecha entre el padre de la prehistoria personal y el padre de
Freud, de tal modo que la elaboración teórica del mito de la horda primitiva tendría sus bases en la
identificación imposible de Freud con un padre precozmente sexual y de una gran superactividad sexual,
cuyo fantasma sufrió por parte de Freud una intensísima represión (cf. “Fantasmes d’ identification”, Études
Freudiennes, nº 9-10, 1975, p.194-196).

Ahora bien, con todo ello -a mi juicio- se deja por excelencia de lado tanto el proceso mismo de
identificación, como el movimiento conceptual del propio pensamiento de Freud o la lógica interna de su
conceptualización, desde la cual es planteado ese proceso y desde cuyo marco vale preguntarse: ¿por qué
Freud tiene que echar mano del padre prehistórico cuando está todo el tiempo refiriéndose a la fase oral
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primitiva o cuando no deja de acudir al modelo de la incorporación oral, cuyo prototipo es la figura de la
madre? Alguna idea de ello parece dar la mencionada y desconcertante nota a pie de página, en la cual
puede constatarse una clara oscilación de/en Freud, que le hace pasar del padre de la prehistoria a los padres
progenitores, de los padres a la madre y, finalmente, de la madre al padre. Nota que habla o da cuenta de
un discurso sintomático que requiere ser interpretado.

Y una hipótesis interpretativa posible es que Freud tiene que recurrir a la figura del padre prehistórico
como lo originario, esto es, tiene que echar mano de lo establecido por él como de orden filogenético, porque
al insistir en el modelo de la incorporación oral cuyo prototipo es la figura de la madre y en “los influjos de
investidura de objeto” (v.XIX, p.33), se le entrometía de alguna manera lo exógeno o, mejor, el origen de
lo pulsional a través de la intromisión o el “influjo” sexualizante por parte del otro adulto. Pero, como esa
“exogeneidad” deshacía todo su edificio teórico, no cabía otro camino que acudir a la teoría filogenética, que
constituía además un punto de vista teórico digno de atención, fuertemente anclado en la formación de
Freud, quien podía entonces ser tomado en cuenta de modo científico.

OM
De todos modos, hay que decir que –por más que en sí mismo el término “prehistoria pulsional”
evoque fácilmente lo pre-individual, que en Freud remite directamente a lo supra o trans-individual y lo
filogenético- en el contexto en el que aparece la célebre expresión (un contexto marcado por la coexistencia,
que no contraposición, en la obra de Freud entre un planteamiento sobre el origen del yo de tipo endogenista
o en continuidad con las funciones vitales del organismo psicobiológico y un planteamiento de ese origen a
partir del otro adulto o de modo exógeno) el establecer esa identificación con el padre de la prehistoria
personal como una «identificación directa o inmediata {no mediada}, y más temprana que cualquier

.C
investidura de objeto» (ibid., p.33) es una manera de plantear que “la conformación del yo” no se hace en
continuidad con o mediante el sistema percepción-conciencia, sino de modo más directo (si bien –conviene
precisarlo- siempre contando con que el otro adulto ha abierto ese camino o le ha posibilitado y dado cauce
a través de la conjunción narcisista, en cuyo caso se puede hablar ciertamente de una apropiación directa
DD
por parte del sujeto infantil de algo que el otro le ha dado), como puede ser pensado un proceso metafórico
de totalización o de reconocimiento de la forma del otro humano. Proceso de totalización, que debe ser
siempre situado en oposición a la vez que en relación dialéctica con la fragmentación pulsional, y que está
estrechamente vinculado con la represión y con el abandono del autoerotismo, que mantiene al sujeto
psíquico en contigüidad metonímica con el objeto externo.
LA

Perspectiva que obliga o, al menos, permite plantear la identificación primaria como constitutiva (en
el sentido estructurante del término) de la instancia yoica y no –tal y como ha sido únicamente pensado en
múltiples ocasiones por diferentes autores psicoanalíticos, entre los cuales puede citarse a P.Aulaguier, para
quienes la identificación primaria es confundida con la relación primaria con la madre y con el pecho que es
precisamente lo que Freud desmiente en ese pasaje comentado- como algo mera y profundamente
FI

alienante, si bien para ello es necesario desconnotar el término “primario” de su equivalencia con “prioridad
temporal”. Algo que también no deja de apuntar Freud con su referencia a lo prehistórico a través de lo cual
-como señala J:Laplanche en su comentario a todo este pasaje de El yo y el ello (Problemáticas I, p.343)-
se relativiza y, de ese modo, se cuestiona el punto de vista genético.


Lo cual parece corroborarse cuando se toma en consideración ese otro gran momento de
conceptualización por parte de Freud en torno a la cuestión de la identificación. Me refiero a su texto de
1921 Psicología de las masas y análisis del yo y en concreto a su cap.VII, en donde curiosamente
cuando parecía estar procediendo a reagrupar los modos de identificación diferenciados hasta entonces y a
realizar una unificación del concepto de identificación, justo en ese momento nos va a sorprender
introduciendo una nueva modalidad de identificación y dándose una fórmula que le faltaba para dar cuenta
de la emergencia del yo.

Como es sabido, en ese cap.VII y en su primer párrafo Freud conceptualiza la identificación como «la
más temprana exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona», contraponiéndola -en el segundo
párrafo- a la «investidura de objeto de la madre», a la que sitúa tanto «contemporáneamente» como «quizá
antes», y estableciendo entre ellas -en el párrafo cuarto- una distinción, que primeramente será sólo de
tipo fenomenológico (como la que existe entre el ser para la identificación y el tener para la investidura de
objeto), para finalmente subrayar que «en lo metapsicológico… se discierne que la identificación aspira a
configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como modelo» (v.XVIII, p.100).

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Estaba, pues, apuntado ya ahí que la configuración de un yo propio, esto es, de una instancia
intrapsíquica, se realiza apropiándose de la figura del otro tomado como modelo (Vorbild) o como imagen
de totalidad. Y, a ese propósito, conviene no olvidar que en ese texto Freud lleva a cabo una reflexión sobre
los orígenes o la configuración de las instancias psíquicas a través de un análisis de las estrechas relaciones
entre lo social y lo individual, entre el otro y el yo, en definitiva entre lo intersubjetivo y lo intrapsíquico.

En ese sentido y a mi entender, el establecimiento del yo como instancia no se hace tanto sobre la
base de una sustitución de las investiduras de objeto cuanto sobre la base de una pérdida de los objetos
pulsionales primarios o de una “contrainvestidura de objeto de la pulsión”, que es al mismo tiempo
construcción de un nuevo objeto libidinal, ya no de tipo intersubjetivo sino de orden intrapsíquico, ya no de
tipo parcial sino total, lo que se obtiene por un proceso de metabolización de la figura del otro, de quien ha
procedido esa totalización frente a su propia intromisión sexualizante.

Construcción de un nuevo objeto, que es a relacionar con esa «nueva acción psíquica que se tiene
que agregar al autoerotismo» (postulada por Freud en Introducción del narcisismo) y que ejerce de

OM
contrainvestidura del autoerotismo y de cierta unificación de las pulsiones parciales. Una acción psíquica que
no es a concebir como un momento único o puntual, sino como un tiempo renovado de cristalización o a
repetirse un sinnúmero de veces, que sólo quedará garantizado o que sólo encontrará una posición
intrapsíquica estable, si bien nunca definitiva, con la instalación de las instancias ideales a través de las
identificaciones secundarias edípicas. De lo contrario, esa configuración del yo puede resultar altamente
alienante, pues, al hacerse sobre la imagen del otro, si la identificación primaria no está sostenida por las
identificaciones secundarias dará pie a que ese yo no sea tal, no sea una instancia intrapsíquica estructurante

.C
de la tópica, sino un otro extraño.

Así puede entenderse mejor esa especie de galimatías que Freud presenta al final del mencionado
párrafo noveno del cap.III de El yo y el ello, cuando afirma que «la identificación con el padre de la
DD
prehistoria personal» no es «el resultado ni el desenlace de una investidura de objeto», pero que «las
elecciones de objeto parecen tener su desenlace, si el ciclo es normal, en una identificación de ese orden
reforzando así la identificación primaria». Y es que aquí sucede lo mismo que en la cuestión de la represión
originaria, es decir, que a la vez que permite el establecimiento de las represiones secundarias o propiamente
dichas sólo gracias a éstas puede ella quedar garantizada.
LA

Luego, entonces, los objetos primarios en sí mismos o en cuanto intromisores del exceso pulsional
parcial no son aquellos con los cuales puede y tiene que llevarse a cabo una identificación, sino aquellos de
los cuales hay que desgajarse y, de ese modo, disolver o desanudar el vínculo establecido con ellos a raíz
del parasitismo impuesto por su sexualidad inconsciente. Y sólo así es posible un proceso de identificación,
que tiene que hacerse siempre o sólo puede hacerse desde el otro o sobre la base de que el otro haya
FI

facilitado al sujeto infantil una posibilidad de conjuntarse y establecerse como sujeto, distinto y separado; y
en relación con el otro en cuanto objeto totalizado o como forma conjuntada.

Dicho de otro modo, sólo si el otro ha abierto el acceso a su pérdida o a un desgajamiento-separación


de él, hay posibilidad de un proceso identificatorio, de lo contrario sólo está en juego un sujetamiento a la


identidad impuesta desde el otro.

Y, por consiguiente, el proceso identificatorio no puede erigirse con/desde el otro en cuanto contigüo
o del que uno no se puede separar y para no perderlo se identifica uno con él, ya que esa operación psíquica
está en continuidad con la pasividad originaria o con el sujetamiento a la tópica intersubjetiva, en/desde la
cual no se produce ni pasaje a otro lugar (el intrapsíquico), ni pasaje a otra forma (la ligada o conjuntada
frente a lo pulsional desligado implantado por el otro), que es lo que se requiere para la configuración del yo
como instancia de la tópica o del aparato psíquico.

Planteadas así las cosas y volviendo a los párrafos de este tercer capítulo de El yo y el ello que
estábamos analizando, se puede, entonces, entender mejor tanto los términos empleados por Freud sin la
suficiente precisión requerida, como las diferentes cuestiones que se suscitan al respecto. En relación con
los términos, puede constatarse que ya en ese párrafo noveno del cap.III Freud no establece una clara
discriminación entre “investidura de objeto” y “elecciones de objeto”, pues de estas últimas dice «que
corresponden a los primeros períodos sexuales y atañen a padre y madre» y poco más adelante (en el párrafo
undécimo) precisa que «En época tempranísima [el niño varón] desarrolla una investidura de objeto hacia la
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madre, que tiene su punto de arranque en el pecho materno y muestra el ejemplo arquetípico de una elección
de objeto según el tipo del apuntalamiento» (ibid., p.33).

En esa línea de no discriminación entre “investidura de objeto” y “elección de objeto”, ¿cómo hay que
entender, entonces, lo de “identificación directa e inmediata y más temprana que cualquier investidura de
objeto?, ¿en qué consiste eso más temprano? Dicho con otros términos, ¿estamos aquí confrontados ante
una cierta investidura pulsional de objeto o ante una investidura de objeto de amor?, ¿es que acaso es la
misma cosa el objeto de la pulsión que el objeto de amor? Parece que es fundamental el distinguir la cualidad
del objeto que está en juego, pues ni son ni pueden ser equivalentes el objeto exterior (padre o madre) que
satisface la necesidad, el objeto de la pulsión y el objeto de amor16.

De los objetos externos padre y madre -por otra parte- poco hay que decir a no ser que de entrada
o al inicio no pueden existir sino desde sí mismos y por fuera del sujeto infantil, pues éste no tiene capacidad
alguna de intersubjetividad propiamente dicha y, por tanto, no es del lado del niño de los orígenes donde
hay que buscar o hablar de “relación de objeto”. Esa relación sólo es posible desde el lado del adulto

OM
sexualizado-sexualizante y, desde el lado del infante, sólo es posible cuando el sujeto en constitución haya
atravesado el camino que va del autoerotismo al narcisismo (un camino que por cierto sólo se puede llevar
a cabo o sólo se establece auténticamente si el otro adulto a la vez que erotiza también ama, abriendo así
el pasaje del erotismo a la ternura amorosa) por medio de la instauración de las identificaciones primarias y
del acceso a las identificaciones secundarias. Sólo entonces se puede hablar de una verdadera
intersubjetividad con sus modalidades de amor/odio al objeto.

.C
De este modo queda bien deslindado que la identificación es un proceso de constitución del sujeto y
no corresponde para nada a la constitución del inconsciente (originario), es decir, el concepto de
identificación siempre debe estar relacionado con los modos constitutivos de las instancias del yo y del
superyó, por más que en la obra y en la propia teorización freudiana esté fuertemente connotado ese
DD
concepto de identificación por el modelo de tipo erotizante de la oralidad, que remite al funcionamiento de
la pulsión parcial, mantenido y siempre presente en el inconsciente. Y el que ciertos aspectos de la
identificación puedan y deban ser reprimidos secundariamente en razón de aspectos inconscientes del yo,
esa es otra cuestión que no tiene que llevar a confundir los espacios diferenciados de la tópica psíquica17.

Por otra parte, se puede pensar que la “complicación” de todo esto, a la que alude Freud en el breve
LA

párrafo segundo de la p.33, y que él mismo asigna ahí a “dos factores” formulados del siguiente modo: «la
disposición triangular de la constelación del Edipo y la bisexualidad constitucional del individuo», es realmente
debida a que Freud hace coexistir sin delimitación alguna y, por consiguiente, dando pie a toda clase de
confusiones, dos órdenes de realidades distintas, como son el orden o el plano de la estructura sexual edípica
y el orden psicobiológico del individuo. Lo que le lleva también a oscilar o, mejor, a mantener a la vez dos
FI

modos o dos teorías respecto de la elección de objeto. La una es procedente de la bisexualidad pulsional,
que es la que hace que se tenga al mismo tiempo un Edipo positivo y un Edipo negativo, pero que por otro
lado obtura la posibilidad de búsqueda de causalidad, puesto que se trata de algo que viene ya dado por la
constitución misma del “individuo”, o por lo que Freud también denomina más adelante (cf. tercer y cuarto
párrafo de la p.34) “las disposiciones” masculinas y femeninas que se traen de antemano.


Mientras que el otro modo o la otra teoría alude al hecho de que madre y padre están atravesados
por la diferencia (de ahí que haga referencia al triangularidad, aunque ésta aparece también adjetivando a
la “disposición”, si bien en este caso parece deberse más a la formulación literal que a la idea a la que remite)
y en ese marco se constituye la bisexualidad, es decir, ésta es un efecto de esa diferencia y no la causa.

Estos dos órdenes distintos y estas dos teorías sobre la elección de objeto aparecen entrecruzándose
constantemente en el desarrollo que Freud lleva a cabo a continuación sobre el Edipo simple o positivo y el
Edipo completo, pues no deja de hacer referencia a “las dos disposiciones sexuales” (cuarto párrafo de la
p.34) o a lo que también llama “la bisexualidad originaria del niño” (primer párrafo de la p.35), de la que
hace depender «el complejo de Edipo más completo, que es uno duplicado, positivo y negativo» (ibid., p.34
al final y p.35 al inicio), cuando este Edipo completo se origina no a partir de “la bisexualidad originaria del
niño”, sino del deseo del adulto por o hacia el niño, ya que el Edipo –según la discriminación fundamental
aportada por J.Lacan, quien reinscribe el Edipo ya no como estadío evolutivo sino como estructura, en la
cual se definen los modos con los que se va a articular la subjetividad- no es el efecto de un movimiento de
investidura que va del niño al adulto o que se genera en el niño, sino que es el efecto invertido del deseo
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del adulto desde el niño, quien está capturado en el interior de una estructura que lo constituye como sujeto
deseante.

Pero Freud se deja arrastrar aquí por lo que él mismo denomina (primer párrafo de la p.35) la
“injerencia de la bisexualidad”, que es la que le lleva a embrollar o enredar las cosas, ya que hace depender
de ella “la ambivalencia” («la ambivalencia comprobada en la relación con los padres, debiera
referirse por entero a la bisexualidad y no, como antes lo expuse, que se desarrollase por la actitud de
rivalidad a partir de la identificación», p.35 al final del primer párrafo, una formulación que lleva a J.Strachey
a colocar una nota a pie de página, la nº 15, justificando esa posición de Freud bajo la idea de que la
importancia atribuida a la bisexualidad viene de lejos en la obra freudiana), cuando esa ambivalencia del
sujeto infantil o del “varoncito” tanto hacia el padre como hacia la madre, que da pie a “las cuatro
aspiraciones” (segundo párrafo de la p.35) del Edipo completo, es un efecto del propio deseo ambivalente,
a la vez erótico y tierno- amoroso, del adulto hacia o por el niño. Mientras que Freud lo plantea como un
dato de la realidad constitutiva del propio sujeto o del niño, dato o hecho constitutivo que, a sus ojos, «es
lo que vuelve tan difícil penetrar con la mirada las constelaciones {proporciones} de las elecciones de objeto

OM
e identificaciones primitivas» (ibid., primer párrafo de la p.35).

Así, pues, la bisexualidad constitucional originaria no es tal, porque no se parte con ella desde un
principio, sino que siempre es efecto de, o sea, es realmente un efecto de lo que pone el otro adulto, quien
al relacionarse con el sujeto infantil de modo erótico y tierno-amoroso a la vez (algo que hay que –como
formula Freud en el segundo párrafo de la p. 35- «suponer en general, y muy particularmente en el caso de
los neuróticos») otorga y proporciona al niño la posibilidad de una conjunción entre erotismo y ternura

.C
amorosa, que es lo que caracteriza y define el momento del ordenamiento edípico, en el cual se subliman de
alguna manera los aspectos eróticos de los objetos parciales.

Pero con anterioridad a este desarrollo freudiano, desplegado sobre todo en la p.35, hay unas
DD
consideraciones de Freud sobre las analogías y las diferencias entre el varoncito y la niña, que podían ser
interesantes a desmenuzar y trabajar, en la medida en que por ejemplo la masculinidad en el varón pasa por
ahondar y hacerse cargo de su feminización18 ante la figura del padre, pero como Freud no deja ahí de
hacer depender todo de las mencionadas “disposiciones” constitutivas -pues hablando de la niña al final del
tercer párrafo de la p.34 dice: «Ello depende, manifiestamente, de que sus disposiciones masculinas (no
importa en qué consistan éstas) posean la intensidad suficiente» y en relación con los dos sexos al inicio del
LA

cuarto párrafo de la p.34 indica: «La salida y el desenlace de la situación del Edipo en identificación- padre
o identificación-madre parece depender entonces, en ambos sexos, de la intensidad relativa de las dos
disposiciones sexuales»- no merece la pena entrar en una discusión específica, dado que el texto aquí no
se presta a ello.
FI

Y a continuación (véase el final de la p.35 y el inicio de la p.36) Freud aborda detenidamente la


cuestión del “ideal del yo o superyó”, cuya constitución es planteada a través de ciertas formulaciones que,
si no entran abiertamente en contradicción, sí entran desde luego en conflicto (de hecho una de las
formulaciones, la de «la génesis del superyó… es el resultado de dos factores biológicos de suma
importancia» en el tercer párrafo de la p.36, va a requerir el añadido de una nota a pie de página, en la que


J.Strachey señala lo siguiente: «Por expresa indicación de Freud, en la traducción inglesa de 1927 este
párrafo sufrió leves modificaciones quedando así: …es el resultado de dos factores de suma importancia,
uno biológico y el otro histórico… Por algún motivo que se ignora [sin duda es ignorado por J.Strachey por
no tener en cuenta el modo de producción teórica de Freud, que es un modo que repite formulaciones, que
hace coexistir los contrarios, que no vuelve sobre su texto para precisarlo mejor, sino que añade sin corregir,
olvida lo dicho, etc.] las enmiendas no fueron introducidas en las ediciones alemanas posteriores») y se
prestan a toda clase de matizaciones e interpretaciones diversas.

La primera de esa formulaciones, la de que «el superyó no es simplemente un residuo de las primeras
elecciones de objeto del ello19, sino que tiene también la significatividad de una enérgica formación reactiva
frente a ellas» (al inicio del segundo párrafo de la p.36), hace coexistir de algún modo al ello con el superyó,
pues por más que los confronte, no deja de ponerlos el uno junto al otro, ya que hace proceder al superyó
en parte al menos del ello. Tesis, por lo demás, que Freud hará claramente explícita unos años después en
sus 31ª Conferencia de Introducción al Psicoanálisis, ya citada, al afirmar que «el superyó se sumerge
en el ello; en efecto, como heredero del complejo de Edipo mantiene íntimos nexos con él» (v.XXII, p.73).

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Ahora bien, aquí la formulación de Freud de la p.36 está sustentada en el párrafo anterior (iniciado
al final de la p.35), que aparece en letra cursiva y en el que Freud plantea el yo en cuanto que constituido
por dos contenidos, el uno es «resultado… de la fase sexual gobernada por el complejo de Edipo» y el otro
es el que se “enfrenta” a ese resultado y que recibe la denominación de “ideal del yo o superyó”. Pero eso
¿cómo hay que entenderlo?, ¿es que acaso el yo no debe estar colocado siempre, tópicamente hablando,
como lo que se enfrenta a lo pulsional desligado o al ello?.

Ciertamente para Freud no es así y, entonces, unas veces «el yo es esencialmente representante del
mundo exterior, de la realidad» (p.37 al final), mientras el superyó es planteado como «abogado del mundo
interior, del ello» (p.37 al final) y otras veces el yo es planteado como «un sector del ello diferenciado
particularmente» (p.39). Como puede constarse, la confusión está servida en bandeja, pero sigamos.

Tras la primera formulación mencionada, la del inicio del segundo párrafo de la p.36, aparece
seguidamente esta otra precisión «Su vínculo con el yo no se agota en la advertencia: “Así (como el padre)
debes ser”, sino que comprende también la prohibición: “Así (como el padre) no te es lícito ser, esto es, no

OM
puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas. Esta doble faz del ideal del yo deriva
del hecho de que estuvo empeñado en la represión del complejo de Edipo; más aún: debe su génesis,
únicamente, a este ímpetu subvirtiente».

Estamos aquí ante la identificación constitutiva del superyó en su doble vertiente: la del ideal del yo
y la de la conciencia moral. Se trata de una identificación secundaria respecto de la primaria, que es la
constitutiva del yo e instauradora del narcisismo y mediante la cual el sujeto entra en la diferenciación tópica

.C
correspondiente al abandono del autoerotismo. Y esa identificación secundaria es efectuada por medio de la
incorporación de la llamada “función paterna” en tanto función de prohibición del incesto («Discerniendo en
los progenitores, en particular en el padre, el obstáculo para la realización de los deseos del Edipo, el yo
infantil se fortaleció para esa operación represiva erigiendo dentro de sí ese mismo obstáculo» (p.36 en el
DD
centro).

Ahora, ¿en qué consiste esta “función paterna”, cómo opera, quién la ejerce y qué es? Ante todo hay
que decir que es una función que remite o que tiene que ver con los modos de regular o de legislar lo que,
desde J.Lacan, se llama “la circulación deseante”. Según lo planteado por este autor, tiene que ver con el
corte que el padre realiza en relación con la apropiación fálica de la madre respecto del hijo. Esta función se
LA

caracteriza por el hecho de que el padre trasmite una legislación o se hace cargo de la trasmisión de la ley,
aunque no la produce. Y eso ha sido objeto de una simplificación al homologar sin más ley (impersonal) y
autoridad (personal) del padre (real), perdiendo de vista que el padre está atravesado por sus propios deseos
inconscientes, que él mismo ha tenido que reprimir su propio Edipo y, por tanto, los fantasmas de rivalidad
mortífera se agitan tanto del lado del padre como del lado del hijo.
FI

Dicho con otras palabras, el padre es sujeto clivado y, en consecuencia, es absurdo pensar y defender
que es la ley o que todo lo que hace está definido por su función legislativa, cuando en realidad en muchos
casos no sólo no cumple esa función legislativa, sino que por el contrario cumple una función de atrapamiento
del deseo del niño o bien entra en rivalidad con éste apropiándose enteramente de la madre. Frente a lo cual


es justamente el amor al hijo y el reconocimiento de sus propios deseos edípicos lo que puede ayudarle a
legislar sobre el deseo de la madre y del hijo, teniendo siempre que ofrecer, para poder cumplir con esa
función de corte, algún tipo de drenaje a la libido materna, la cual al quedar profundamente dirigida hacia el
hijo requiere que se la ofrezca algún cauce por donde discurrir y así no obstaculizar la separación de la madre
y el hijo.

En esta línea de planteamiento parece más pertinente el hablar de una función de normativación
edípica que hablar de una función paterna, porque esa función no pasa por el que la ejerza un hombre, sino
por el que se instauren legalidades, en las que haya un reconocimiento del otro, en las que se instalen los
ideales del yo y opere la conciencia moral bajo el imperativo categórico kantiano, es decir, bajo lo impersonal
del superyó que se trasmite con enunciados20 del tipo “eso no se hace”, “ahí no se toca”, “no hay que
mentir”, etc. Así, pues, esa función tiene que ver con lo impersonal de la ley, que abre el camino a que la
ley circule más allá de los deseos inconscientes pulsionales que tratan de imponerse o ejercitarse.

Freud, no obstante, a la vez que abre la vía a este planteamiento a través de esa consideraciones
superyoicas del tipo “no te es lícito ser (como el padre)” y, sobre todo, a través de esa referencia al final del
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segundo párrafo de la p.36 al “imperativo categórico”, al que por cierto le da una consideración de “carácter
compulsivo”, indicando que más adelante lo va a precisar; también, por otro lado, va a moverse en un plano
menos impersonal, al insistir en que “el superyó conservará el carácter del padre” (real), con lo cual se acerca
a esa dicotomización del estructuralismo que coloca, de un lado, a la madre como representante de la
naturaleza y, de otro lado, al padre como representante de la ley.

Y a continuación el texto freudiano nos muestra de manera clarividente la fuerza y el poder de


atracción que ejerce sobre él el anclaje en/sobre lo biológico de todo el campo psíquico (que es objeto de
delimitación y de investigación por su parte): «Si consideramos una vez más la génesis del superyó… vemos
que este último es el resultado de dos factores biológicos» (p.36, tercer y último párrafo); «Así, la separación
del superyó respecto del yo no es algo contingente… eterniza la existencia de los factores a que debe su
origen» (p.37, primer párrafo); «Lo que la biología y los destinos de la especie humana han obrado en el ello
y le han dejado como secuela: he ahí lo que el yo toma sobre sí mediante la formación del ideal… El ideal
del yo tiene… el más vasto enlace con la adquisición filogenética, esa herencia arcaica, del individuo» (p.38,
segundo párrafo).

OM
Ahora bien, ¿por qué lo biológico ejerce esa gran atracción sobre Freud, cuando está descubriendo y
dando el máximo contenido a un nuevo y específico campo de estudio, como es el psíquico, concebido con
anterioridad a Freud al modo de un mero epifenómeno de lo orgánico o de lo somático? La respuesta más
habitual reduce la cuestión al hecho de la formación predominantemente biomédica de Freud, pero entonces
no se puede entender ni explicar con rigor el hecho de su constante desbordamiento de ese plano biomédico
a través de una interrogaciones, que cuestionan radicalmente ese mismo plano o al menos se preguntan por

.C
su validez en cuanto fundamento de lo psíquico, como cuando en este capítulo Freud, tras afirmar que la
mención de la filogénesis conlleva nuevos problemas, se interroga del siguiente modo: «¿No debe uno
confesar honradamente que toda la concepción de los procesos yoicos no sirve de nada para entender la
filogénesis, y le es inaplicable?» (p.39 al final del segundo párrafo).
DD
A mi juicio, esa posición paradójica del texto freudiano sólo se puede entender en relación con el
hecho de que Freud ha perdido por el camino de la edificación de su campo la fundamentación más precisa
y certera del mismo a través de lo que el propio Freud denominará, en su texto de 1938 Moisés y la religión
monoteísta, “lo histórico-vivencial”, sobre cuyo origen se fundamenta real y efectivamente “el empeño
psíquico”, según la consideración que él mismo presenta y desarrolla en la Parte I del tercer ensayo de esa
LA

obra cuando afirma que «los efectos del trauma… son unos empeños por devolver al trauma su vigencia…
Pueden ser acogidos en el yo llamado normal y, como tendencias de él, prestarle unos rasgos de carácter
inmutables, aunque su fundamento real y efectivo, su origen histórico-vivencial {historisch} esté olvidado, o
más bien justamente por ello. Así, un hombre que pasó su infancia dentro de una ligazón-madre
hiperpotente… Una muchacha que en su temprana infancia fue objeto de una seducción sexual…» (v.XXIII,
FI

p.72-73). Y, como ha perdido esa fundamentación “real y efectiva” en lo histórico-vivencial, tiene que echar
mano de unos factores que –a sus ojos- se enraízan en lo biológico (“dos factores biológicos de suma
importancia”), dado que él ha perdido el asidero para poder enraizarlos profundamente en lo histórico.

De alguna manera esa idea es sugerida por la nota 16 de la p.36-37, ya citada, que nos es ofrecida


por J.Strachey cuando afirma en ella: «Por expresa indicación de Freud… este párrafo sufrió leves
modificaciones, quedando así: es el resultado de dos factores… uno biológico y el otro histórico».

Digo que esa idea es sugerida, porque la nota indica que –de un lado- Freud reconoce y acepta la
modificación de al menos una factor biológico por lo histórico, pero –de otro- al no modificarlo en su propia
versión original parece indicarse que Freud no está suficientemente convencido para llevar a cabo esa
modificación. Pero es que, además, lo que hay que afirmar claramente aquí o a este propósito es que no
solamente uno de esos dos factores es o debe ser planteado como histórico, sino también los dos, porque
“el desvalimiento”, al que hace referencia el primer factor del que es resultado el superyó, es ante todo y
sobre todo efecto de la ruptura histórica de lo autoconservativo por la intromisión sexualizante o pulsional
del otro, frente a la cual el desvalimiento es absoluto por no disponer de un aparato psíquico que desde y
por sí mismo la encauce y ligue, mientras que el desvalimiento para o en relación con lo meramente
autoconservativo puede ser proporcionado en último término por la ayuda de un animal. Y con respecto al
otro factor, el del complejo de Edipo «reconducido a la interrupción del desarrollo libidinal por el período
de latencia y, por tanto, al arranque en dos tiempos de la vida sexual» (p.36 al final), creo que lo se requiere
es desenraizarlo radicalmente de su posible engarzamiento con lo biológico, algo que no sólo no lleva a cabo
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Freud realmente en su versión original, sino que además es una idea para Freud muy articulada con la
herencia filogenética o con el desarrollo de la especie humana, tal y como queda subrayado por el añadido
que el texto de Freud nos aporta a continuación y por la precisión que corrobora la nota a pie de página.

El añadido aquí es el siguiente: «Esta última propiedad… fue caracterizada en una hipótesis
psicoanalítica como herencia del desarrollo hacia la cultura impuesto por las era de las glaciaciones» (p.36-
37). Y la corroboración aportada por la nota 17, que remite al texto de 1925 Inhibición, síntoma y
angustia, viene dada por lo que en este posterior texto Freud señala y mantiene al respecto de esta idea:
«El segundo factor [en ese texto Freud está indicando que en la causación de las neurosis han participado
tres factores, uno biológico que es el prolongado desvalimiento de la criatura humana, otro filogenético (al
que me estoy refiriendo aquí y voy a citar enseguida) y un tercero, psicológico y que es la imperfección de
nuestro aparato anímico, estrechamente relacionada con su diferenciación en un yo y un ello], el filogenético,
ha sido dilucidado sólo por nosotros… Hallamos que la vida sexual del ser humano no experimenta un
desarrollo continuo desde su comienzo hasta su maduración… sino que tras un primer florecimiento temprano
sufre una interrupción enérgica, luego de la cual recomienza con la pubertad anudándose a los esbozos

OM
infantiles. Creemos que en las peripecias de la especie humana tiene que haber ocurrido algo importante [y
aquí introduce una nota J.Strachey indicando lo siguiente: “De lo afirmado por Freud sobre esto mismo en
El yo y el ello se desprende que tiene en mente la era de las glaciaciones. La idea le había sido sugerida
por Ferenczi”] que dejó como secuela, en calidad de precipitado histórico, esta interrupción del desarrollo
sexual» (v.XX, p.145-146).

Ahora bien, se impone aquí o a este respecto es necesario y fundamental señalar que esta idea de

.C
los dos tiempos de la sexualidad, tan repetida por Freud, oculta y oscurece por entero lo que constituye un
descubrimiento capital de su obra, que es la existencia de dos sexualidades diferentes, la una que remite a
la sexualidad instintivo-genital y la otra que remite a la sexualidad erótico-pulsional. No se trata, pues, de
dos tiempos de una misma sexualidad, aunque eso sea lo que aparece a primera vista o en lo manifiesto,
DD
desde lo cual nunca puede conducirse el campo y el pensamiento psicoanalíticos, según una de las reglas
fundamentales de “la investigación psicoanalítica”, a la que por cierto Freud va a aludir (en el párrafo
siguiente al que estaba comentando), para señalar que esa investigación «no podía emerger como un sistema
filosófico con un edificio doctrinal completo y acabado, sino que debía abrirse el camino… paso a paso,
mediante la descomposición analítica de los fenómenos» (p.37, segundo párrafo). En ese sentido o según
LA

esa matización no se requiere echar mano de ciertas hipótesis, como la filogenética, ya que ésta nunca se
establece “paso a paso, mediante la descomposición analítica de los fenómenos”, sino que por el contrario
funciona como un supuesto de partida o como un “a priori”.

Y seguidamente, pero dentro aún de ese segundo párrafo de la p.37, Freud no sólo plantea como
diferenciados a “lo reprimido” -de un lado- y al “yo” –del otro-, sino que también describe el proceso de
FI

constitución de la instancia del “ideal del yo o superyó” a través de dos momentos distintos: «Cuando niños
pequeños, esas entidades superiores nos eran notorias y familiares, las admirábamos y temíamos; más tarde,
las acogimos en el interior de nosotros mismos». Pues bien, este proceso diferenciado o discriminado a través
de dos momentos temporales puede ser entendido más claramente por medio de esa explicitación, llevada
a cabo por S.Bleichmar en su obra Clínica psicoanalítica y neogénesis (p.155), cuando habla de que «es


necesario diferenciar eso que se ha llamado superyó precoz, relacionado con el yo ideal y que corresponde
a un atrapamiento narcisista en ese amo absoluto que es la madre, de la instauración del ideal del yo como
residuo identificatorio de una renuncia», en la medida en que la interiorización del ideal del yo para poder
configurarse como tal, es decir, de modo intrapsíquico, pasa por un primer momento, que requiere una cierta
imposición “tiranizante” por parte de la madre o del otro que cuida al modo de “para ser bueno, para ser
varón, etc., tienes que hacer esto u aquello, es decir, tienes que renunciar a ciertas cosas”, una imposición
procedente del otro y, por tanto, de orden intersubjetivo, que obliga o impone una renuncia.

Pero eso no lleva o no tiene que ser pensado al modo como lo hace Freud a continuación, en el
párrafo siguiente, cuando afirma: «El ideal del yo es, por lo tanto, la herencia del complejo de Edipo y, así,
expresión de las más potentes mociones y los más importantes destinos libidinales del ello». Formulación
corroborada por la que sigue después en estos términos: «Mediante su institución, el yo se apodera del
complejo de Edipo y simultáneamente se somete, él mismo, al ello» (p.37, tercer párrafo).

Digo que no tiene por qué ser pensado del modo en el que lo hace Freud, porque una cosa es que
podamos y debamos considerar que las instancias ideales (por cierto, efecto del sepultamiento del complejo
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de Edipo y no mera “herencia” del mismo, al igual que la instancia del yo es efecto del sepultamiento del
autoerotismo) coexistan o convivan con restos no reprimidos21 del ejercicio pulsional directo (véase de la
satisfacción autoerótica) y otra cosa muy distinta es que mantengamos conceptualmente una no separación
o una no clara distinción entre el complejo de Edipo y las mociones del ello o entre el yo y el sometimiento
al ello.

Pero parece que al texto de Freud y a su obra de edificación del campo psicoanalítico (obra a
considerar siempre como punto de partida o de arranque y no de llegada conclusiva) no le podemos pedir
esas matizadas precisiones, tanto más cuanto que ciertos supuestos empiristas, obstaculizadores del
despliegue específico del campo psicoanalítico, no dejan de presentarse o de ser convocados una y otra vez.
En esta ocasión son la vieja dicotomía “entre lo real y lo psíquico” (p.38 al inicio), como si lo psíquico no
tuviera una realidad o una materialidad real; y también la contraposición entre “el mundo exterior”, asignado
simplemente al yo sin más matización (cuando el yo es ante todo una instancia intrapsíquica, por más que
represente y vicaríe al orden adaptativo) y “el mundo interior”, asignado directamente al ello con lo que eso
conlleva de negar todo ese mundo interior psicológico o subjetivo, procedente de las trasmisiones socio-

OM
culturales o histórico-sociales que componen todo el espacio de la subjetividad ideológica o de “la producción
de la subjetividad” a diferenciar de “la constitución del psiquismo”, según la esclarecida diferenciación
aportada por S. Bleichmar. La formulación empleada por Freud para esta contraposición es: «Mientras que
el yo es esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se le enfrenta como
abogado del mundo interior, del ello» (p.37 al final).

Y en esa insistente descripción poco matizada por parte de Freud tenemos a continuación esta otra

.C
afirmación: «Lo que la biología y los destinos de la especie humana han obrado en el ello y le han dejado
como secuela: he ahí lo que el yo toma sobre sí mediante la formación de ideal, y lo que es revivenciado en
él individualmente» (p.38, inicio del segundo párrafo). Así que, de un lado, el ello es conectado directamente
con la biología, con lo que eso comporta de enraizar lo psíquico en lo somato-biológico, pero es que además
DD
la conexión entre la biología y la especie humana es lo que produce la formación del ideal producto o
“secuela” que el yo toma sobre sí vivenciándolo individualmente o de forma singuralizada en cada sujeto.

Estamos aquí bien claramente ante el Freud entregado a la hipótesis apriorística, nada psicoanalítica,
de la filogénesis, lo que se ve bien confirmado por medio de diversas afirmaciones que aparecen en el texto
a continuación: «El ideal del yo tiene, a consecuencia de su historia de formación {de cultura}, el más
LA

vasto enlace con la adquisición filogenética, esa herencia arcaica del individuo» (p.38, segundo párrafo); o
«Religión, moral y sentir social… han sido, en el origen, uno solo. Según las hipótesis de Tótem y tabú, se
adquirieron, filogenéticamente, en el complejo paterno» (p.38, último párrafo); o «En cuanto al superyó, lo
hacemos generarse, precisamente, de aquellas vivencias que llevaron al totemismo» (p.39, tercer párrafo);
o bien y por último: «Aquí se abre el abismo entre el individuo real y el concepto de la especie» (p.39, casi
FI

al final).

Es cierto que -como afirma S.Bleichmar en su texto “Circulación del significante enigmático en la
tópica intersubjetiva” (cf. Trabajo del psicoanálisis, v.3, nº9, 1988, p.351)- se puede «reubicar la
propuesta de Freud acerca de la transmisión filogenética recuperando el carácter histórico de esta


transmisión y despojándolo de su mitología biológica», pero entonces es necesario salir al paso a cada
instante de la connotación y de la contaminación por el innatismo, en cuyo marco se mueve
predominantemente Freud, estableciendo siempre la articulación con el exterior (y no lo innato o lo adquirido
filogenéticamente), mundo exterior al que ciertamente también alude Freud («la diferenciación entre yo y
ello… es la expresión necesaria del influjo del mundo exterior», p.39, tercer párrafo), pero sin vincularlo o
sin hacerlo proceder del discurso o, mejor, de los enunciados del otro significativo.

En ese sentido, hay que decir o conviene tener bien presente -y así se puede precisar más
concretamente el último párrafo de este cap.III, párrafo que se inicia así: «La historia genética del superyó
permite comprender que conflictos anteriores del yo…» y que termina aludiendo a que “la lucha” psíquica se
prosigue entre las instancias superiores- que, si bien el superyó es instituido intrapsíquicamente a partir de
una realidad exterior al sujeto, realidad sin duda discursiva y presente a través de enunciados, constituidos
por imperativos categóricos emitidos por el otro significativo, no obstante y a la vez es una instancia bien
ajena al influjo de la realidad exterior, de ahí que trasmita «una legalidad que se anacroniza
permanentemente a través de las generaciones operando al modo de un enclave desadaptado pero

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paradójicamente regulador» (cf. el texto de 2003 de S.Bleichmar: “Simbolizaciones de transición: Una clínica
abierta a lo real”, p.11).

Y como Freud, en ese conflicto o lucha entre el yo y el superyó, apunta a que, si el yo no se estableció
bien, lo que se instituye es más bien un ideal del yo en cuanto formación reactiva («Si el yo no logró dominar
bien el complejo de Edipo, la investidura energética de este, proveniente del ello, retomará su acción eficaz
en la formación reactiva del ideal del yo», p.40, segundo párrafo), se puede pensar y relacionar esa situación
con el debate sobre el derecho o no derecho del sujeto a transgredir los mandatos del superyó, pues allí o
en aquellas situaciones en las que el otro ha devenido cruel y atacante contra la propia vida y la de los seres
queridos ¿cuál es el límite del “no matarás”?, porque ¿qué pretende significar Freud con esa afirmación de
que “el yo no logró dominar bien el complejo de Edipo”?, ¿no cabe entenderlo también, por ejemplo, como
que eso sucede precisamente cuando el otro adulto que cuida no ha sepultado bien su propio complejo de
Edipo y, por tanto, va a trasmitir tanto el mandato superyoico como la contraorden a ese mandato, es decir,
trasmite necesariamente un doble mensaje de tipo contradictorio cortocircuitando así el trabajo de
metabolización, al que está convocado y concernido todo sujeto humano?

OM
Cap. IV. Las dos clases de pulsiones

El comienzo de este capítulo no puede ser más descorazonador para el empeño metapsicológico o
para la especificidad del campo psicoanalítico, pues en una misma página se pasa de hablar de “la esencia
del alma” al “ser vivo orgánico” para terminar dando cuenta de “la génesis de la vida”, como si esos diferentes
términos fueran la misma cosa y, por tanto, el mismo objeto de estudio, del que el psicoanálisis tendría todo

.C
el derecho de dar cuenta a pesar de que su investigación está ceñida a “los vínculos dinámicos presentes en
la vida anímica”, sobre los cuales no sólo pretende una “intelección”, sino una “comprensión más honda y la
mejor descripción”, según la precisión bien matizada que Freud aporta aquí mismo nada más iniciar este
nuevo capítulo.
DD
Pero, a ver cómo cuadra ese objeto de estudio bien específico, que es “la vida anímica” y “los vínculos
dinámicos” que la constituyen, con el “ser vivo orgánico” y con “la génesis de la vida” en su conjunto22. El
salto de lo anímico o de lo psíquico humano a la vida, de la que participan todos los seres vivos, no puede
ser más generalizador y abarcativo. Sin duda es espectacular y hasta sugerente, pero inadmisible rigurosa y
científicamente hablando.
LA

Ante lo cual parece conveniente preguntarse ¿cómo es posible dar un semejante salto, sobre qué se
sustenta o qué le sirve a Freud de apoyo para poder saltar tanto? Pues bien, de un lado está el plantear al
yo (que es una parte “de la esencia del alma”) en conexión con la percepción o el mundo exterior, por más
que seguidamente se le conecte con lo radicalmente contrario al indicar que «no es más que un sector
particularmente modificado del ello» (v.XIX, p.41 al final del primer párrafo); y de otro lado está el que las
FI

pulsiones, que son la base y la razón de ser de esos “vínculos dinámicos presentes en la vida anímica”,
resulta que o bien «persiguen la meta de complicar la vida… para conservarla», como hace “el Eros”; o bien
se encargan «de reconducir al ser vivo orgánico al estado inerte», como corresponde a la «pulsión de
muerte que suponemos sobre la base de consideraciones teóricas, apoyadas por la biología» (p.41 casi al


final del segundo párrafo para las tres citas). Un apoyo que es ratificado a través de la siguiente
consideración: «Con cada una de estas dos clases de pulsiones se coordinaría un proceso fisiológico
particular (anabolismo y catabolismo); en cada fragmento de sustancia viva estarían activas las dos clases
de pulsiones» (p.42, segundo párrafo).

Con ese planteamiento bio-cosmológico («Se diría, pues, que la pregunta por el origen de la vida
sigue siendo cosmológica», p.42, primer párrafo, y poco antes, en la p.41, había afirmado que «sobre la
base de consideraciones teóricas apoyadas por la biología, suponemos una pulsión de muerte») no es de
extrañar que -a esta altura de su edificación, trascurridos ya más de veinte y cinco años de su descubrimiento
de la realidad psíquica inconsciente- siga siendo «totalmente irrepresentable aún el modo en que las
pulsiones de estas dos clases se conectan entre sí, se entremezclan, se ligan» (p.42 al inicio del tercer
párrafo). Y eso que se trata nada más y nada menos que de «un supuesto indispensable dentro de nuestra
trabazón argumental» (p.42, tercer párrafo).

En otras palabras, en la medida en que Freud no ha sabido fundamentar con rigor el orden pulsional
(cuya materialidad representativa es la base sobre la que se asienta la naturaleza y el modo de
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funcionamiento de los sistemas psíquicos) está en obligación de partir de unos “a priori” o de unos supuestos
apriorísticos, que intervienen a modo de un “deus ex machina” y que, por tanto, no requieren una
explicitación más acorde con el campo específico con el que tratan de dar cuenta (en este caso “los vínculos
dinámicos presentes en la vida anímica”), si bien tampoco proporcionan “una comprensión más honda” del
mismo, puesto que -hablar de que «la unión de los organismos elementales unicelulares en seres vivos
pluricelulares… [neutraliza] la pulsión de muerte de las células singulares [desviando] hacia el mundo exterior
[“y a otros seres vivos”], por la mediación de un órgano particular, las mociones destructivas. Este órgano
sería la musculatura» (p.42, tercer párrafo); así como hablar de que «una vez que hemos adoptado la
representación {la imagen} de una mezcla de las dos clases de pulsiones, se nos impone también la
posibilidad de una desmezcla, más o menos completa, de ellas» (p.42 al inicio del cuarto párrafo)- no parece
que nos aporte mucha aclaración sobre la constitución y el funcionamiento de la realidad psíquica
inconsciente, por más que -según Freud- desde estos supuestos «se nos abre un panorama sobre un vasto
ámbito de hechos, que aún no había sido considerado bajo esta luz» (p.42, cuarto párrafo).

La prueba de ello es que, al considerarlo “bajo esta luz”, ni el “ámbito” de los hechos es más “vasto”,

OM
por más que Freud recurra a lo que él llama generalizaciones súbitas («En una generalización súbita, nos
gustaría conjeturar que la esencia de una regresión libidinal, por ej., de la fase genital a la sádico-anal,
estriba en una desmezcla de pulsiones, así como, a la inversa…», p.43 casi al inicio) que, en definitiva, tratan
de los mismos hechos de los que se ocupó el psicoanálisis desde sus comienzos; ni esos hechos reciben una
“comprensión más honda”, puesto que lo que se nos ofrece aquí por parte de Freud es «sustituir la oposición
entre las dos clases de pulsiones por la polaridad entre amor y odio» (p.43, tercer párrafo), algo que le

.C
conduce a caer en una flagrante contradicción. Veamos.

Freud pretende explicar y entender ese “a priori” de la mezcla y desmezcla de las pulsiones23
recurriendo a la “polaridad entre amor y odio” y planteando que en diferentes casos clínicos (evocados por
él en el segundo párrafo de la p.44) se da una “mudanza” del amor en odio y del odio en amor, pero que
DD
nunca se trata de «una trasposición directa de odio en amor» (al final del segundo párrafo de la p.44 y al
comienzo del primero de la p.45), porque eso «sería inconciliable con la diversidad cualitativa de las dos
clases de pulsiones» (p.45, primer párrafo), sobre las cuales acababa de señalar en ese mismo párrafo que
«un distingo tan radical como el que media entre pulsiones eróticas y de muerte presupone procesos
fisiológicos que corren en sentidos contrapuestos».
LA

Ahora bien, si la diversidad de las pulsiones es de orden cualitativo, ¿cómo se articula o cómo cuadra
eso con el supuesto de «una energía desplazable, en sí indiferente» (p.45, segundo párrafo), que Freud
mismo enuncia ahí y del que afirma a continuación lo siguiente: «Sin el supuesto de una energía desplazable
de esa índole no salimos adelante»? Si se trata efectivamente de una única y misma energía “en sí
indiferente” no es diversa cualitativamente y mucho menos aún puede proceder de “procesos fisiológicos
FI

contrapuestos” ya que no es una energía de orden fisiológico, sino de orden pulsional, el cual sí se establece
y se implanta bajo dos modos de funcionamiento cualitativamente distintos.

La contradicción y el embrollo de Freud proceden del hecho de que, a estas alturas de su trabajo,
sigue sin haber aclarado de dónde proviene esa energía, porque él mismo se encargó de hurtarse esa


procedencia al desbaratar y reprimir tanto su teoría de la seducción traumática, como las múltiples
intervenciones de algunos de sus discípulos en el marco de las discusiones del círculo psicoanalítico de
Viena sobre la patogénesis histórica de esa energía.

Toda esa compleja circunstancia, para nada tomada en consideración, es lo que sustenta que Freud
tenga que reconocer en dos veces seguidas su desorientación al respecto, una desorientación que se
presenta tanto más acentuada cuanto que además pretende averiguar la “intencionalidad” de esa energía,
con lo que eso remite a subjetivar lo inconsciente. Su desorientación es reconocida del siguiente modo: «El
único problema es averiguar de dónde viene, a quién pertenece y cuál es su intencionalidad» (p.45 al final
del segundo párrafo). Y a continuación añade: «El problema de la cualidad de las mociones pulsionales, y de
la conservación de esa cualidad en los diferentes destinos de pulsión, es todavía muy oscuro y, por ahora,
apenas se lo ha acometido» (al inicio del tercer párrafo de la p.45).

Y ante esta situación de oscurecimiento, a pesar de que la edificación de la teoría freudiana está en
su cénit o punto de culminación, Freud nos va a ofrecer ahora lo que él llama “sólo un supuesto y no una
prueba”: «Y en verdad, en la presente elucidación tengo para ofrecer sólo un supuesto, no una prueba» (al
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inicio del cuarto párrafo de la p.45). Supuesto que inicia, además, no de manera categórica o muy firme,
como lo hizo con el que explicitó dos párrafos más arriba de esta misma página 45 (el supuesto de “una
energía desplazable, en sí indiferente”) hablando del siguiente modo: «Notamos, empero, que… hemos
adoptado tácitamente otro supuesto que merece enunciarse», mientras que ahora habla en estos términos
muchos más circunspectos: «Parece verosímil que…» (p.45, cuarto párrafo). Y lo que le parece verosímil a
Freud es que «esta energía indiferente y desplazable, activa tanto en el yo como en el ello, provenga del
acopio libidinal narcisista» (p.45, último párrafo). Con lo cual la proveniencia o el origen está en el propio
sujeto, es decir, lo pulsional tiene un origen endogenista y como muy subjetivado e intencionalizado, puesto
que Freud emplea el término “acopio”, aplicado a la libido narcisista, y cuando ponga un poco más adelante
(p.47, segundo párrafo al inicio) ese origen de la libido en el ello (origen también endogenista) nos habla de
un “acumular” por parte del ello, quien se encarga de enviar «una parte de esta libido a investiduras eróticas
de objeto» (p.47, segundo párrafo).

Unos términos o expresiones que nos hablan de una acción del ello claramente dirigida hacia el objeto
exterior, lo que para nada corresponde a lo que conjeturamos como un circuito acéfalo sin referente exterior,

OM
puesto que es un “en sí”, que Freud mismo sostiene con un parecer verosímil cuando habla de la
«indiferencia en cuanto al camino por el cual acontezca la descarga, con tal que acontezca» (p.45, casi al
final). Indiferencia que asigna claramente como un «rasgo… característico de los procesos de investidura en
el ello» (p.45 al final) y que es matizada en estos términos bien precisos: «se desarrolla una particular
indiferencia en relación con el objeto» (p.45-46)24, términos que van a ser explicitados por Freud a través
de una referencia a la transferencia en la situación psicoanalítica y a la aportación de O.Rank sobre las

.C
“reacciones neuróticas de venganza dirigidas contra terceros” (p.46, primer párrafo), que da cuenta de una
“conducta del inconciente” (p.46, primer párrafo) para el que «castigo tiene que haber, aunque no recaiga
sobre el culpable» (p.46, primer párrafo).

Todo lo cual muestra un funcionamiento de lo inconsciente y del ello claramente ciego o cerrado a la
DD
intención y, por tanto, a algo exterior a sí mismo, que se contrapone abiertamente al funcionamiento del yo,
para quien es «más afín el persistir con mayor exactitud en la selección del objeto así como de la vía de
descarga» (p.46, final del primer párrafo). Y acerca del yo Freud nos ofrece aquí algunas consideraciones
dignas de relieve, como la de “distinguirse por la producción de unicidad”, «perseverando [de ese modo] en
el propósito principal del Eros, el de unir y ligar» (p.46, segundo párrafo); y la de “sufragar” (o sea, “ayudar
LA

o favorecer”, según el Diccionario de la RAE) «por una sublimación de fuerza pulsional erótica» (p.46,
segundo párrafo), lo que le permite a Freud afirmar que «la sublimación se produce regularmente por la
mediación del yo» (p.46, tercer párrafo). Pero frente a esas consideraciones, que hablan o dan cuenta de un
yo en clara contraposición al ello por su labor de ligazón, de sublimación y de desexualización, dada la
«trasposición de libido erótica en libido yoica» (p.46, tercer párrafo), Freud nos presenta al mismo tiempo o
en yuxtaposición a un yo fuertemente sometido al ello, puesto que le “tiene que dar su consentimiento”
FI

(p.46, penúltima línea) y «en contra de los propósitos del Eros se pone al servicio de las mociones pulsionales
enemigas» (p.46, tercer párrafo), al ofrecerse al ello bajo «la condición de único objeto de amor» (p.46),
idea que es reafirmada en la p.47 del siguiente modo: «El ello envía una parte de esta libido a investiduras
eróticas de objeto, luego de lo cual el yo fortalecido procura apoderarse de esta libido de objeto e imponerse
al ello como objeto de amor»).


Unas descripciones que requieren ciertas matizaciones críticas, tanto por lo que conllevan de
antropomorfismo de las instancias, en las que se colocan unos rasgos y cualidades propias de un sujeto
intencional, como sobre todo por lo que entran en abierta contradicción con ese funcionamiento ciego e
indiferente que Freud asignaba al ello pocos párrafos antes, pues ahora el ello no sólo lleva a cabo “las
primeras (y por cierto también las posteriores) investiduras de objeto” (p.46), sino que además el ello [al
que, por cierto, Freud le asigna toda la libido de entrada: «Al principio, toda libido está acumulada en el
ello», (p.47, segundo párrafo), y al mismo tiempo le sitúa en contra de la libido. «Es imposible rechazar la
intuición de que el principio de placer sirve al ello como una brújula en la lucha contra la libido, que introduce
perturbaciones en el decurso vital», (p.47, cuarto párrafo) o en contra de las exigencias pulsionales del Eros:
«son las exigencias del Eros, de las pulsiones sexuales, las que, como necesidades pulsionales, detienen la
caída del nivel e introducen nuevas tensiones. El ello… se defiende de esas necesidades por diversos
caminos» (p.47, cuarto párrafo)] parece operar o intervenir de modo muy intencionalizado, puesto que
“envía”, “se defiende” “cediendo”, “pugnando” y librando «las sustancias sexuales, que son, por así decir,
portadores saturados de las tensiones eróticas» (p.48 al inicio), y todo eso “guiado por el principio de placer”,
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que en el texto de 1919-20, el de Más allá del principio de placer, aparecía claramente colocado del lado
de la ligazón del yo.

Ante tales contradicciones, en las que incurre Freud, no es de extrañar que J.Strachey (véase:
“Apéndice B. El gran reservorio de la libido”, p.63-66 en este v.XIX) se haya visto obligado a presentar un
apéndice, saliendo al paso de ellas, si bien todo su acento es puesto en las contradicciones en las que incurre
Freud al asignar –en unos textos de su obra, como son la 3ª edición de los Tres ensayos de teoría sexual,
Introducción del narcisismo, Una dificultad del psicoanálisis (artículo escrito a finales de 1916), Más
allá del principio de placer, la Presentación autobiográfica de 1925 y el Esquema del psicoanálisis
de 1938- el gran reservorio de la libido al yo, tal y como J.Strachey saca a relucir sirviéndose de diversas
formulaciones freudianas presentes en esas obras y bien explícitas al respecto (cf. las pp.63-65 de ese
Apéndice), mientras que ahora en El yo y el ello, tanto en la nota 7 de la p.32 como en el segundo párrafo
de la p.47, coloca o asigna ese reservorio acumulativo al ello. Un planteamiento claramente contrapuesto
que J.Strachey solventa posicionándose con Freud en el supuesto de un ello-yo indiferenciado presente de
entrada: «La cláusula… apunta al primitivo estado de indiferenciación del yo y el ello, presupuesto de Freud

OM
muy conocido sin duda… Si vemos en esto la verdadera esencia de la teoría de Freud, se reduce la aparente
contradicción en la expresión que él le diera. Este «ello-yo» era originalmente el «gran reservorio de libido»,
en el sentido de un tanque de almacenamiento» (cf. tercer y último párrafo de la p.65 del Apéndice).

Pero (a ese propósito de un ello-yo indiferenciado en el inicio) hay que decir que se trata de un
supuesto de orden o de tipo mecanicista, al que Freud recurre como consecuencia de no reconocer y hasta
de reprimir la implantación de lo pulsional por parte del otro adulto ya desde un inicio de sus cuidados para
la supervivencia.

.C
Cap. V. Los vasallajes del yo
DD
Este capítulo es iniciado por Freud pidiendo una disculpa por el hecho de que «ninguno de los
capítulos coincide enteramente con el contenido del capítulo y cada vez… volvemos de continuo a lo ya
tratado» (p.49, primer párrafo), lo que achaca al «carácter enmarañado de nuestro asunto» (p.49 al inicio).
Ahora bien, tanto la disculpa como la justificación de la misma dan cuenta de un Freud que tiene que volver
una y otra vez sobre lo mismo, porque no se siente conforme con el despliegue conceptual que está llevando
a cabo. Y es que, si se tiene que “volver de continuo a lo ya tratado”, es porque el asunto sigue
LA

“enmarañado”, o sea, sigue sin estar bien esclarecido.

Consideración que parece pertinente cuando, en lugar de acatar sin más la descripción que Freud
hace acerca del superyó en los dos párrafos que van a continuación del párrafo introductorio, se trabaja
atentamente la estructura paradójica de esa instancia intrapsíquica, que Freud nos despliega en esos dos
párrafos pero sin que así sea percibida por él, ya que a su juicio se trata simplemente de dos aspectos o
FI

“lados” a yuxtaponer o que están juntos-unidos en un solo factor: «El superyó debe su posición particular
dentro del yo o respecto de él a un factor que se ha de apreciar desde dos lados. El primero: es la
identificación inicial, ocurrida cuando el yo era todavía endeble; y el segundo: es el heredero del complejo
de Edipo, y por tanto introdujo en el yo los objetos más grandiosos» (p.49 al centro del segundo párrafo).


Efectivamente lo paradójico y contradictorio de la instancia superyoica es reducido ahí por Freud a


un mero factor único con dos lados, al estilo de una moneda con sus dos caras, del mismo modo que
seguidamente en su descripción lo reduce a dos momentos o fases de una misma realidad: «En cierta medida
es a las posteriores alteraciones del yo lo que la fase sexual primaria de la infancia es a la posterior25 vida
sexual tras la pubertad. Es accesible, sin duda, a todos los influjos que puedan sobrevenir más tarde; no
obstante, conserva a lo largo de toda la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno…»
(p.49), concluyendo ese párrafo con una comparación más que simplista al establecer una equivalencia entre
el yo y el niño, así como entre el superyó y los progenitores: «Así como el niño estaba compelido a obedecer
a sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al imperativo categórico de su superyó».

Y todo ese segundo párrafo con esa descripción un tanto reduccionista, que acabamos de recoger,
se iniciaba precisamente con unas frases que se prestan al enmarañamiento más que a un verdadero
esclarecimiento, puesto que si –por un lado- Freud nos plantea un yo configurándose estructuralmente por
identificaciones: «ya dijimos repetidamente que el yo se forma en buena parte desde identificaciones que
toman el relevo de investiduras del ello, resignadas», sin embargo –por otro lado- se le entromete la
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perspectiva cronológica-evolutiva, que piensa al yo configurándose de modo progresivo-madurativo: «el yo
fortalecido, más tarde, acaso ofrezca mayor resistencia». Es más, si el yo se establece o se constituye
intrapsíquicamente identificándose, ¿cómo se puede entender eso de que «las primeras de estas
identificaciones se comportan regularmente como una instancia particular dentro del yo, se contraponen al
yo…» o bien eso de que «el yo… acaso ofrezca mayor resistencia a tales influjos de identificación»? (p.49 al
inicio del segundo párrafo). Estamos ciertamente ante uno de los mayores enmarañamientos de la obra de
Freud, en torno al cual sigue suscitándose en la actualidad el mismo debate polémico que ya surgió en
tiempos de Freud a raíz de las aportaciones de M.Klein26.

Pues bien -a mi entender- es un debate del que no se sale nunca porque está conceptualmente mal
planteado y, en ese sentido, reaparece una y otra vez en el discurrir psicoanalítico, empeñado más –al estilo
de un cierto Freud y quizá de una tendencia espontánea del propio psiquismo- en añadir o yuxtaponer que
en afrontar las posiciones encontradas y en dialectizarlas, cuando eso sea posible y resulte exigido por los
datos clínicos correspondientes.

OM
Precisamente es esa misma exigencia clínica la que nos suele jugar malas pasadas ya que, urgidos
por ella o por lo que deposita apresurada e intensamente en nuestro quehacer diario, dedicamos poco tiempo
a la ardua y pesada labor de discriminar los conceptos. El propio Freud, quien sin embargo no dejó de llevar
a cabo un trabajo conceptual más que considerable, no pudo menos de reconocerlo en la última década de
su andadura al afirmar lo siguiente: «En el psicoanálisis hemos prestado poca atención a este problema del
deslinde conceptual» (v.XXII, p.61).

.C
Esta afirmación freudiana procede, por cierto, de la ya citada otras veces 31ª Conferencia de
introducción al psicoanálisis y llamativamente el contexto en el que aparece es el de la descripción de
«la formación del superyó, o sea, sobre la génesis de la conciencia moral» (ibid., p.57), sobre cuyo proceso
va a decir ahí que «es tan enmarañado que… nosotros mismos no creemos haberlo penetrado por completo»
DD
(ibid., p.58), pidiendo a continuación que nos conformemos con algunas “indicaciones”, que inicia del
siguiente modo: «La base de este proceso de lo que se llama una identificación, o sea una asimilación
de un yo a un yo ajeno» (p.58) y concluye poco después así: «Ni yo mismo estoy satisfecho con estas
puntualizaciones acerca de la identificación, pero basta con que les parezca posible concederme que la
institución del superyó se describa como un caso logrado de identificación con la instancia parental» (p.59),
matizando seguidamente las cosas de esta manera: «Ahora bien, el hecho decisivo a favor de esta concepción
LA

de una instancia superior dentro del yo se enlaza de la manera más íntima con el destino del complejo de
Edipo, de modo que el superyó aparece como el heredero de esta ligazón de sentimientos tan sustantiva
para la infancia. Lo comprendemos: con la liquidación del complejo de Edipo…» (ibid., p.59).

Conviene prestar atención a ciertos términos bien significativos que proporcionan un toque muy sutil
FI

al recién citado planteamiento de Freud, porque abren una vía para el entendimiento de la cuestión un tanto
contrapuesta a la presentada en El yo y el ello. Esos términos son los de “destino” y “liquidación” del
complejo de Edipo y no meramente el complejo de Edipo sin más, así como el de “ligazón”, calificada ésta
además con el adjetivo de “tan sustantiva”. Unos términos que se mueven en una línea de fuerza muy
concordante con la descripción que poco más adelante en ese texto de 1933 termina presentando Freud al


respecto: «El superyó es para nosotros la subrogación de todas las limitaciones morales, el abogado del afán
de perfección, en suma, lo que se nos ha vuelto psicológicamente palpable de lo que se llama lo superior en
la vida humana» (ibid., p.62).

Pues bien, toda esa descripción acerca del superyó de la 31ª Conferencia contrasta fuertemente
con la que nos ofrece Freud en este quinto y último capítulo de El yo y el ello, en donde lo que se afirma
clara y rotundamente es esto: «descender de las primeras investiduras de objeto del ello, y por tanto del
complejo de Edipo [esta equivalencia entre “investiduras de objeto del ello” y “complejo de Edipo” es
insostenible metapsicológicamente hablando] …lo pone en relación con las adquisiciones filogenéticas del
ello y lo convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas [pero se trata de unas formaciones
yoicas no sólo por fuera de la vivencia histórica, sino además en continuidad-contigüidad con el ello]… Por
eso el superyó mantiene duradera afinidad con el ello… Se sumerge profundamente en el ello, en razón de
lo cual está más distanciado de la conciencia que el yo» (v.XIX, p.49-50).

No obstante, se puede precisar aquí que esta idea de que el superyó hunde sus raíces en el ello tiene
que ver con la problemática del deseo y de la estrecha relación de éste con la ley, la cual tiene un carácter
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no hipotético sino categórico o imperativo y por fuera de toda explicación, pues la ley no está definida
pragmáticamente sino por imperativos legales, que no tienen una racionalidad práctica.

Además ese es un aspecto que se podría rescatar, de algún modo, de esa trasmisión de tipo
filogenético en la que Freud no deja de insistir. Sin embargo, no es rescatable desde la perspectiva del
enraizamiento más profundo en el ello, porque en el funcionamiento ciego de esta instancia no rige ética
alguna basada en el reconocimiento del otro, mientras que en la instancia del superyó está inscripta la idea
de que la acción puede producir daño a un tercero, con lo que eso conlleva de reconocimiento del otro.

En esa misma línea, la afirmación freudiana de que el superyó «está más distanciado de la conciencia
que el yo» (p.50 al inicio) sería a entender en el sentido de que el superyó está constituido fundamentalmente
desde una realidad discursiva, no desde una realidad perceptiva, pues es anterior a toda percepción. Realidad
discursiva y no perceptiva, que es exterior al sujeto, de ahí su heteronomía o su provenir de un otro y que,
a la hora de definir al superyó, hace que esta instancia psíquica resulte paradójica, ya que si bien es
procedente del exterior, por otro lado no tiene relación con la realidad exterior al aparato psíquico, pues no

OM
se constituye en relación con las formas que va tomando la vida contemporánea, sino que las personas son
educadas por el superyó de los padres y, en ese sentido, su modo de funcionar es arcaico.

Precisamente sobre el modo de funcionar o sobre el modo de comportarse de determinadas personas


en la situación psicoanalítica va a incidir a continuación el texto de Freud, entrando así en el terreno de los
«hechos clínicos que desde hace mucho tiempo han dejado de ser una novedad, pero todavía aguardan su
procesamiento en la teoría» (p.50, segundo párrafo). Lo que da cuenta del procedimiento inductivo de Freud

.C
con lo que eso conlleva generalmente de pensar los hechos como un dato en sí mismo por fuera del marco
y, por consiguiente, por fuera del contexto en y desde el cual aparecen. De hecho, Freud nos lo muestra
cuando expone lo siguiente sin plantearse, además, para nada si ese modo de proceder metodológico es el
correspondiente al trabajo psicoanalítico: «Si uno les da esperanza y les muestra contento por la marcha del
DD
tratamiento, parecen insatisfechos y por regla general su estado empeora» (p.50, tercer párrafo).

Pero, ¿qué es eso de dar cuenta de un hecho o de un fenómeno psíquico por fuera de un contexto o
de un marco que puede ser la causa que lo está produciendo? Desde luego no es muy riguroso exponer un
hecho en sí sacado de su contexto (que en este caso remite al modo de vinculación entre el psicoanalista y
su paciente y, a su vez, al vínculo interiorizado del paciente con sus objetos primarios) y explicarlo luego
LA

desde unos supuestos o principios desconectados por entero de la estructura psíquica de esa persona. Es
ciertamente un planteamiento muy mecanicista, que conduce a hablar –como hace Freud en el último párrafo
de la p.50- de un “sentimiento de culpa”, que se explica en abstracto sin articulación o conexión precisa con
el modo de vincularse con el otro, lo que a su vez es consecuencia del modo de vincularse impuesto en el
inicio desde el otro adulto.
FI

Planteamiento mecanicista que Freud va a repetir o en el que se va a mantener cuando habla (p.51,
segundo párrafo) de “la conducta del ideal del yo”, como si el ideal del yo pudiera ser agente de conducta o
pudiera expresarse directamente en el comportamiento, cuando quien se comporta o tiene una conducta es
siempre un sujeto como tal y sólo a éste se le puede atribuir una determinada conducta.


Es un tipo de descripción de los fenómenos psíquicos que le va a conducir a Freud a conceptualizar


el sentimiento de culpa -que denomina (p.51, tercer párrafo) “normal” y “conciente”- por fuera del vínculo y
por tanto del modo de vinculación del sujeto con el otro, ya que lo plantea (p.51, tercer párrafo) como mero
efecto de «la tensión entre el yo y el ideal del yo»27. Lo cual va a conllevar que hable y de cuenta de un
sentimiento de culpa consciente también presente en la melancolía, y no meramente en la neurosis obsesiva,
cuando para que exista o esté presente un sentimiento consciente de culpa (en el sentido estricto) se requiere
el establecimiento y la permanencia o vigencia en el funcionamiento psíquico del sujeto de un reconocimiento
del otro, en relación con el cual precisamente –por haberle procurado un daño- el sujeto se siente culpable,
de tal modo que no puede haber sentimiento consciente de culpa sin reconocimiento del daño hecho a un
otro, con el que se tiene un “vínculo amoroso”.

Precisión que, de algún modo, es sugerida en la larga nota al pie de la p.51, siempre y cuando se
hagan algunas discriminaciones, que Freud no lleva a cabo cuando por ejemplo hace equivalentes las
expresiones “investidura erótica”, “vínculo amoroso” e “investidura de objeto” y se ve conducido a relacionar
o articular “asunción del sentimiento de culpa” con “el proceso de melancolía”.
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Cuando, si se articula lo uno con lo otro, no estamos ante un auténtico “proceso de melancolía”, pues
–si se puede producir eso que describe Freud, dentro de esa larga nota, en estos términos: «Si se logra
descubrir tras el sentimiento icc28 de culpa esa antigua investidura de objeto, la tarea terapéutica suele
solucionarse brillantemente»-, estamos más bien ante la permanencia o vigencia en el sujeto de un cierto
“vínculo amoroso” con el objeto, que ciertamente puede estar acompañado de una “investidura erótica” del
objeto, pero siempre y cuando esos dos aspectos o modos de vinculación estén suficientemente conjuntados
y no escindidos abiertamente. Pero eso no conlleva que hagamos equivalentes o llamemos por igual a esos
dos modos de vinculación con el objeto (y es que “lo erótico”, igual a desligado, y “lo amoroso”, igual a
ligado, deben ser diferenciados), pues las consecuencias psíquicas son bien diferentes. Del mismo modo que
no se entiende bien el que Freud, al dar cuenta de “la asunción del sentimiento de culpa”, hable ahí de un
“vínculo amoroso resignado”, porque si está resignado no está vigente ni es predominante en el sujeto. Lo
que (me refiero a esa expresión) delata que Freud no está dando cuenta de un auténtico vínculo amoroso
con el objeto, sino de un vínculo erótico o “incestuoso”, que sí podría estar resignado y, en ese sentido,
reprimido, lo que lógicamente permite una “asunción del sentimiento de culpa”, pero eso ya no corresponde

OM
a un auténtico “proceso de la melancolía”.

Por lo demás, en esa larga nota 2 de la p.51, también está planteada una diferenciación entre un
luchar “de manera directa” contra “el obstáculo del sentimiento inconciente de culpa” y un luchar
“indirectamente”, poniendo de relieve que sólo se puede luchar dentro de la situación psicoanalítica
indirectamente, es decir, poniendo al descubierto lo reprimido, allí o en aquellos casos –habría que añadir,
ya que Freud no lo contempla- en los que se cuente con la tópica psíquica establecida. Pero en la medida en

.C
que Freud habla de una “manera directa” de luchar contra el obstáculo del sentimiento de culpa y que de
ese modo “no se puede hacer nada”, parece que está aludiendo a un modo no específicamente psicoanalítico
de trabajar, que no resulta muy claro de entrada, aunque al final de la nota parece relacionarse con ese
modo el que «la persona del analista se presta a que el enfermo le ponga en el lugar de su ideal del yo, lo
DD
que trae consigo la tentación de desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas,
redentor» (p.51), añadiendo al momento que «las reglas del análisis desechan de manera terminante
semejante uso de la personalidad médica», si bien a la vez no deja de considerar que ese uso a desechar es
«una nueva barrera para el efecto del análisis». Lo que da cuenta de que Freud se mueve o, al menos oscila
en cierta medida, dentro de una doble actitud ética o de posicionamiento ante la cura psicoanalítica.
LA

A continuación Freud se adentra en esas “dos afecciones”, en las que «el sentimiento de culpa es
conciente {notorio} de manera hiperintensa» (p.51, tercer párrafo), pasando en su descripción de utilizar el
término de “ideal del yo” («el ideal del yo muestra en ellos una particular severidad, y se abate sobre el yo
con una furia cruel», p.51, lo que plantea la cuestión acerca de qué tipo de “ideal del yo” está ahí siendo
descripto o cómo conceptualiza Freud al ideal del yo, cuando lo describe en esos términos que parecen poco
pertinentes29 a la hora dar cuenta de esa instancia) a emplear el término de “superyó” (cf. los dos párrafos
FI

siguientes ya pertenecientes a la p.52), sin hacer la más mínima distinción entre los dos términos, como si
fueran totalmente equivalentes y no una cierta doble cara de la instancia ideal, en tanto en cuanto ésta –de
un lado- da cuenta de aquello que constituye las razones idealizadas que preservan y sustentan el amor del
yo hacia sí mismo y hacia el objeto o el otro, así como el sentido que desde y con ese amor narcisista el yo
otorga al orden o plano óntico-autoconservativo; y –de otro lado- se recogen la exigencias impositivas que,


a modo de mandatos o imperativos categóricos, el sujeto en constitución y el yo constituido tienen que hacer
suyas para ejecutar y mantener el proceso de represión (originaria y secundaria) que dura toda la vida. En
ese sentido, la instancia del superyó daría cuenta, por excelencia, de esos enunciados imperativos que el yo
requiere tener a disposición para poder hacer frente a las mociones pulsionales eróticas y así amarse y amar
al otro.

Enunciados imperativos que al ser de orden meramente discursivo y al proceder directamente del
exterior pueden no30 articularse con el ideal amoroso y operar, entonces, como enclaves desarticulados. En
cuyo caso sí cabe hablar de un trato despiadado o “cruel”, en definitiva sádico, que impide el reconocimiento
amoroso necesario para la permanencia del yo y para su ejercicio ideal-represor, esto es, para su dique de
contención frente a lo pulsional o para su trabajo de renuncia a lo autoerótico y lo pulsional desligado.

Desde ese marco la diferenciación que Freud, establece entre el caso de la neurosis obsesiva –en
donde el yo del enfermo se revuelve contra la imputación «de culpabilidad» (p.52, segundo párrafo)- y el
caso de la melancolía –en donde «el superyó ha arrastrado hacia sí a la conciencia. Pero aquí el yo no

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interpone ningún veto, se confiesa culpable y se somete al castigo» (p.52, tercer párrafo)- hay que entenderla
en el sentido de que en el primer caso hay un yo en juego, es decir, el yo está operando activamente, dado
que la representación de la investidura erótica permanece ajena al sujeto o está fijada en el inconsciente, de
ahí que se hable de un yo que se rebela, que lucha, que se opone; mientras que en el segundo caso el yo
no está operando activamente, sino sólo en cuanto sometido a los mandatos llamados “superyoicos”,
mandatos que están ahí desarticulados o no conjuntados con el amor del otro y, por tanto, sin capacidad de
que haya oblación o renuncia por parte del sujeto cuya caída está allí interviniendo, de ahí el funcionamiento
sádico dentro o por parte del propio sujeto, que Freud va a describir de modo tal que él mismo tiene que
reconocer al instante «que no resulta evidente sin más que en estas dos afecciones el sentimiento de culpa31
haya de alcanzar una intensidad tan extraordinaria» (p.52, cuarto párrafo).

Esa descripción es la siguiente: «en la melancolía, en cambio, el objeto, a quien se dirige la cólera
del superyó, ha sido acogido en el yo por identificación» (p.52, tercer párrafo). Se trata de una descripción
que, por cierto, se asemeja a la ya presentada en su texto, escrito en 1915 y publicado en 1917, Duelo y
melancolía, en donde hablaba de «la sombra del objeto cayó sobre el yo» (v.XIV, p.246) y también allí

OM
relacionaba el proceso con la identificación: «La investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada,
pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso
cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado» (ibid., p.246).

Ahora bien, ¿cómo puede entenderse esto de que, interviniendo un proceso identificatorio, el objeto
y el yo no estén separados, sino amalgamados (tal y como sugiere la propia expresión de “la sombra del
objeto cayó sobre el yo”)? ¿Cómo hablar de identificación o de un proceso yoico identificatorio (regido

.C
siempre por la represión propiamente dicha o secundaria) en los casos de melancolía, en donde no sólo no
opera la represión secundaria, sino que además ha fallado o se ha venido abajo la represión originaria?
Parece claro que ese objeto que Freud describe como “acogido en el yo por identificación” no opera como
un objeto de amor, no es otro reconocido en su alteridad y, por tanto, no es un objeto interiorizado en cuanto
DD
distinto y separado del sujeto, por lo cual el concepto de identificación no corresponde ahí y hay que hablar
más bien de una no-separación o de una fusión entre el sujeto y el objeto, que ha impedido el establecimiento
de una tópica intrapsíquica con sus instancias bien discriminadas y delimitadas. Por todo lo cual, aunque
Freud emplee aquí los términos de las instancias intrapsíquicas, eso no comporta el que en la situación
melancólica estén establecidas o interviniendo como tales instancias en el sentido estricto.
LA

De todos modos, como ya he apuntado antes, Freud mismo se va a objetar su planteamiento,


señalando además que «el principal problema que plantea esta situación reside en otro lugar» (p.52, casi al
final del cuarto párrafo). Y bajo esa consideración va a posponer ese esclarecimiento o “elucidación”,
presentando antes «otros casos, aquellos en que el sentimiento de culpa permanece inconciente» (p.52, final
del cuarto párrafo). Esos otros casos son la “histeria y estados de tipo histérico”, en cuya situación está bien
FI

establecida la tópica psíquica con su doble modo de funcionamiento. Por eso Freud lo describe del siguiente
modo: «El yo histérico [véase el yo del o en el sujeto histérico] se defiende de la percepción [véase más bien
representación y no percepción] penosa… mediante un acto de represión. Se debe al yo, entonces, que el
sentimiento de culpa permanezca inconciente» (p.52, quinto párrafo). Una descripción que le lleva a avanzar
esta hipótesis: «gran parte del sentimiento de culpa tiene que ser normalmente inconciente, porque la


génesis de la conciencia moral se enlaza de manera íntima con el complejo de Edipo, que pertenece32 al
inconciente» (p.52-53).

Pues bien, el que el sentimiento de culpa tenga que ser –según Freud- “normalmente inconciente”no
conlleva el que pertenezca al núcleo de lo inconsciente o al inconsciente pulsional desubjetivado, sino que
bien al contrario pertenece a aspectos inconscientes del yo (que por ejemplo tienen que ve con las
identificaciones), que son aspectos subjetivados y atravesados por la estructura edípica. Lo que concuerda
con lo que Freud explicita seguidamente, al conectar “la génesis de la conciencia moral” con el complejo de
Edipo, en el sentido de que lo moral o lo inmoral se define por el reconocimiento de la alteridad, por el
hacerse cargo del tercero que el acceso a la prohibición edípica impone.

Pero, tras ello, Freud se va a deslizar hacia la conexión entre el Edipo y el inconsciente en el sentido
de la realización de los deseos edípicos y del castigo a consecuencia de ello, puesto que el párrafo siguiente
nos habla de la culpa que lleva al ser humano a delinquir para, de ese modo, «poder enlazar ese sentimiento
inconciente de culpa con algo real y actual» (p.53, al final del segundo párrafo). Un sentimiento inconsciente
de culpa que Freud conecta directamente con la punición por la realización de «los dos grandes delitos de
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los hombres, los únicos que en sociedades primitivas son perseguidos y abominados como tales», es decir,
el “parricidio e incesto con la madre”, tal y como se expresaba en su artículo de 1916 Algunos tipos de
carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico (cf. v.XIV, p.339), al que se hace mención en la
nota 4 perteneciente al segundo párrafo de la p.53 de nuestro texto.

Según esta conexión freudiana en determinados momentos históricos, como “los años de la
prepubertad”, en ciertas situaciones infantiles («En ciertos niños puede observarse, sin más, que se vuelven
“díscolos” para provocar un castigo y, cumplido éste, quedan calmos y satisfechos», ibid., p.339) y en
muchos delincuentes «una motivación así de sus delitos muy bien podría entrar en cuenta, iluminar muchos
puntos oscuros de la psicología del delincuente y proporcionar a la punición un nuevo fundamente
psicológico» (ibid.,p.339). Por lo cual –y esto es lo que Freud resalta, tanto en ese trabajo suyo de 1916
como ahora aquí en este texto de 1923- el sentimiento de culpa no es en consecuencia del delito sino su
motivo. Ya en 1916 se expresaba con unos términos que ahora no sólo no desmiente sino que persiste en la
misma idea33: «Por paradójico que pueda sonar, debo sostener que ahí la conciencia de culpa preexistía a
la falta, que no procedía de ésta, sino que, a la inversa, la falta provenía de la conciencia de culpa» (ibid.,

OM
p.338).

Es decir, Freud no nos está dando cuenta de un sentimiento de culpa por haber hecho daño a alguien
en relación con el reconocimiento de la alteridad, sino de una culpa que lleva a delinquir y que está alimentada
por los deseos más prohibidos, de ahí la conexión que va a establecer a continuación en nuestro texto entre
el superyó «que se exterioriza esencialmente como sentimiento de culpa» (p.53, cuarto párrafo, que se
continúa en la p.54) y la pulsión de muerte, y entre el superyó y el ello pues, por más que en el párrafo

.C
tercero de esta p.53 Freud conecte el superyó con “los restos preconcientes de palabra” y con “lo oído”, sin
embargo también al final de ese párrafo nos señala esto: «pero la energía de investidura no les es aportada
a estos contenidos del superyó por la percepción auditiva, la instrucción, la lectura, sino que la aportan las
fuentes del ello».
DD
A este respecto, resulta pertinente señalar que la articulación entre el superyó y el ello puede
entenderse, tanto en el sentido de que el superyó no está en contacto con la realidad exterior al aparato
psíquico, porque aunque es obra o efecto de una realidad exterior que lo constituye, esa realidad es discursiva
(por eso la conexión que hace Freud entre el superyó y “lo oído”), no perceptiva, pues es anterior a la
percepción por parte del propio sujeto; como en el sentido de que la amenaza de castigo por parte del
LA

superyó está dada por el desconocimiento del sujeto respecto de su propio deseo (inconsciente) y por el
carácter no hipotético, sino categórico de la ley. Es más, también puede entenderse esa articulación entre el
superyó y el ello, porque el modo de funcionar del superyó es arcaico respecto de las formas que va tomando
la vida contemporánea, dado que sus mandatos no están definidos por la pragmática de su época, sino por
las formas con las cuales fueron acuñadas los modos de la moral. Y es que la ley no está definida
FI

pragmáticamente, sino que está definida por imperativos morales, unos imperativos que no tienen una
racionalidad práctica.

Ahora bien, ¿cómo puede seguirse hablando de superyó –que es una instancia a la que van a parar
los enunciados que tienen que ver con la ética universal, con lo que se espera que el sujeto sea en la vida,


con lo que se debería ser y en donde está inscripta la idea de la categoría del tercero, es decir, de que la
acción del sujeto puede hacer daño al otro- allí donde opera un «superyó hiperintenso, que ha arrastrado
hacia sí a la conciencia, se abate con furia inmisericorde sobre el yo, como si se hubiera apoderado de todo
el sadismo disponible en el individuo… Lo que ahora gobierna en el superyó es un cultivo puro de la pulsión
de muerte, que a menudo logra efectivamente empujar al yo a la muerte, cuando el yo consiguió defenderse
antes de su tirano mediante el vuelco a la manía» (p.53 al final y primer párrafo de la p.54)? Parece que ahí
estamos en una situación en la que el superyó ha capturado (“el superyó hiperintenso ha arrastrado hacia sí
a la conciencia”) enteramente al yo, cuando precisamente lo que requiere el establecimiento y el
mantenimiento de la tópica intrapsíquica es que una instancia no se fusione con la otra ni la liquide, de tal
modo que el “deber ser” no aniquile al derecho de “ser”, como por ejemplo cuando alguien se enuncia “yo
soy malo y caprichoso” está afirmando simultáneamente que puede existir siendo malo, con lo cual hay yo,
es decir, la instancia yoica se mantiene y al mismo tiempo se está diciendo que su superyó lo está cualificando
de una manera crítica que puede permitir que el yo se sienta culpable.

Y cuando el superyó captura por entero al yo, bien sea bajo la forma del ideal, en cuyo caso habría
una “regresión” del ideal del yo al yo ideal, que es lo que ocurre en algunos cuadros de la manía o de la
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megalomanía; o bien sea bajo la forma o la estructura de la conciencia moral, en cuyo caso el yo está
capturado totalmente por los mandatos y no puede disfrutar para nada, hasta el punto de que no hay esa
distancia que permite un cierto juego y que incluso posibilita la transgresión. En esas situaciones, en las que
no hay un mínimo de distancia que permita el carácter lúdico de la relación con el superyó, estamos ante un
puro sometimiento a la relación intersubjetiva, desde la que nunca se facilitó la distancia necesaria para el
establecimiento de una tópica intrapsíquica. Con lo cual el mandato, llamado “superyoico” o el “deber ser”
arrasa al “ser”, arrasa a la existencia yoica y, entonces, no puede hablarse con propiedad o “stricto sensu”
de un superyó como instancia intrapsíquica que se relaciona de determinada manera con el yo, ya que si la
relación es de captura total de la una por la otra no hay relación propiamente dicha, en definitiva no hay
tópica como tal, porque no hay “topos”, o sea, no hay lugares diferentes y distantes que permitan seguir
hablando de esa tópica intrapsíquica, que en realidad nunca se constituyó como tal, aunque es cierto que
puede pensarse (al menos como hipótesis) en un cierto establecimiento de la tópica y posteriormente en un
derrumbamiento de la misma en circunstancias de catástrofes psíquicas, al igual que hablamos del posible
derrumbe de la represión originaria.

OM
Lo que ciertamente no es el caso de la situación psicopatológica, que Freud pasa a describir a
continuación, la de la neurosis obsesiva, a cuya situación dedica ahora todo el extenso segundo párrafo de
la p.54 y el tercer párrafo de la p.55. Esa descripción, que es iniciada en «oposición a lo que ocurre en la
melancolía» (casi al comienzo del segundo párrafo de la p.54) es concluida estableciendo una semejanza
con ella: «Pero, en los dos casos [neurosis obsesiva y melancolía], el yo, que ha dominado a la libido mediante
identificación, sufriría a cambio, de parte del superyó, el castigo por medio de la agresión entreverada con

.C
la libido» (al final del tercer párrafo de la p.55).

Por lo que respecta a la oposición con la melancolía es precisada del siguiente modo: «el neurótico
obsesivo nunca llega a darse muerte; es como inmune al peligro de suicidio, está mucho mejor protegido
contra él que el histérico. Lo comprendemos: es la conservación del objeto lo que garantiza la seguridad del
DD
yo» (p.54, segundo párrafo). Se trata de una precisión en la que Freud no indica bien lo fundamental, porque
el fundamento o la razón capital por la cual no hay peligro de autodestrucción suicida consiste en que se
mantiene el vínculo amoroso con el objeto y, por tanto, la separación y el reconocimiento del otro, lo que
conlleva el reconocimiento y el amor por/hacia uno mismo. Y como Freud no precisa bien la razón de la
diferencia entre neurosis obsesiva y melancolía, entonces pasa a continuar su descripción en unos términos,
LA

que le conducen a terminar por establecer una semejanza entre ellas.

Esos términos son los siguientes: «En la neurosis obsesiva, una regresión a la organización pregenital
hace posible que los impulsos de amor se traspongan en impulsos de agresión hacia el objeto. A raíz de ello,
la pulsión de destrucción queda liberada y quiere aniquilar al objeto… El yo no acoge esas tendencias, se
revuelve contra ellas con formaciones reactivas y medidas precautorias; permanecen, entonces, en el ello.
FI

Pero el superyó se comporta como si el yo fuera responsable de ellas… el yo se defiende en vano de las
insinuaciones del ello asesino y de los reproches de la conciencia moral castigadora… el resultado es,
primero, un automartirio interminable y, en el ulterior desarrollo, una martirización sistemática del objeto
toda vez que se encuentre a tiro» (p.54 desde el centro hasta el final del segundo párrafo).


Pues bien, considero que Freud establece una semejanza entre la neurosis obsesiva y la melancolía,
porque pone la base de su argumentación en la trasposición del “amor” a una “agresión hacia el objeto”,
que conduce al superyó a tratar al yo bajo el mismo modo que éste trata al objeto, esto es, a través de esa
agresión o “pulsión de destrucción” que “queda” o ha sido “liberada” por la “desmezcla de pulsiones”, tal y
como indicará más adelante, pero con anterioridad al párrafo en el que expresa la semejanza entre neurosis
obsesiva y melancolía.

Pero, ¿es que acaso en la neurosis obsesiva se produce tal agresión o, mejor, esa “martirización
sistemática del objeto toda vez que se encuentre a tiro”?, ¿no está confundiendo Freud –de un lado- el objeto
y el yo y –de otro lado- el hecho de “un automartirio interminable” con una constante contrainvestidura a
relacionar con ese revolverse el yo “con formaciones reactivas y medidas precautorias”?, ¿acaso esa llamada
por Freud agresión hacia el objeto no es la otra cara del vínculo erótico con el objeto, que no se abandona
o no se resigna precisamente por falta de conjunción amorosa?.

Por otra parte, Freud habla (segundo párrafo de la p.54) de una “regresión”, que “hace posible que
los impulsos de amor se traspongan en impulsos de agresión hacia el objeto” o que lleva a “una efectiva
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sustitución de amor por odio”, pero ¿es que la clínica nos muestra eso?, ¿es que el amor puede ser sustituido
por odio? Parece más bien que Freud está confundiendo una vez más lo que es un vínculo erótico con el
objeto (o sea, un vínculo en el que el objeto no es contemplado desde la intersubjetividad, sino que está
desubjetivado y, por tanto, sin reconocimiento de la alteridad) con el vínculo amoroso. Es decir, emplea el
término “amor” de manera claramente inadecuada o no pertinente, puesto que ahí lo que está en juego es
un vínculo con el objeto, en el que lo que predomina es el trato desubjetivado sin respeto ni reconocimiento
del objeto o del otro, lo cual sí permite el pasaje directo o sustitución de lo erótico (en donde el objeto es
meramente “objeto de la pulsión”, un en sí sin referente exterior u objetal, en el sentido estricto del término)
en odio, que conlleva siempre un trato hiriente y sin respeto alguno por la integridad del objeto. Situación
que sí se produce en la melancolía, en la cual Freud ve o encuentra «una suerte de cultivo puro de las
pulsiones de muerte» (p.54, final del tercer párrafo), a las cuales acude ahora (en ese mismo tercer párrafo)
o hace intervenir a modo de un “deus ex machina”, que explique todo esto, convertido por Freud en un
embrollo como consecuencia de estar confundiendo: a) el amor con el vínculo erótico desubjetivado; b) “el
ideal del yo” con una “agresión” dirigida hacia el yo (p.55, primer párrafo); c) “la moral normal” con “la

OM
prohibición cruel” (mismo párrafo de la p.55).

Ahora, si se prefiere no calificar todo eso de confusión, sí al menos hay que subrayar que Freud toma
lo que es una parte o un componente de la estructura superyoica -parte que remite o tiene que ver con el
imperativo categórico de la ley, es decir, con su aspecto de imposición impersonal y atemporal sin miramiento
por las explicaciones o razones de tipo práctico utilitario- con el superyó en su conjunto o en cuanto instancia
intrapsíquica con su doble cara, articulada o conjuntada, de ideal del yo y de conciencia moral.

.C
Y es que Freud se desliza aquí por una pendiente (que hará muy suya en Malestar en la cultura),
en la que resalta el lado o «el carácter de dura restricción» (p.55, casi final del primer párrafo) o lo que llama
también «el sesgo duro y cruel del imperioso deber-ser» (final del segundo párrafo de la p.55), un lado que
contrapone al ejercicio de lo pulsional, ante cuyo campo, dado que él ha sido su gran descubridor, se ve
DD
empujado a idealizarlo o a identificarse con él, perdiendo de vista la estrecha conexión y la dialectización
entre el mantenimiento de modo predominante del vínculo erótico con el objeto y ese superyó “hipermoral”,
“cruel”, etc., en el que no deja de insistir, sin preguntarse si a esa caricatura del superyó la podemos o
debemos seguir llamándola superyó, cuando resulta que apenas se distingue del ello («el superyó puede ser
hipermoral y, entonces, volverse tan cruel como únicamente puede serlo el ello», p.54-55).
LA

Es cierto, no obstante, que al deslizarse Freud por esa pendiente no deja de ser fiel a sus esquemas
teóricos, si bien se trata de un deslizamiento que no le permite precisar las cosas con la delimitación
pertinente. Así, por ejemplo, en el párrafo primero de la p.55 va a seguir el esquema desplegado ya en
Introducción del narcisismo, según el cual el yo y el objeto se contraponen o lo yoico se opone a lo
objetal («Vemos a grandes rasgos una oposición entre la libido yoica y la libido de objeto», v.XIV, p.73),
FI

pues «el ser humano, mientras más limita su agresión hacia fuera… tanto más aumentará la inclinación de
su ideal a agredir a su yo. Es como… una vuelta hacia el yo propio». E igualmente sucede con el párrafo
segundo de esa misma p.55, por más que Freud comience hablando de que no puede «seguir elucidando
estas constelaciones sin introducir un supuesto nuevo», cuando ese supuesto, consistente en que: «El
superyó se ha engendrado, sin duda, por una identificación con el arquetipo paterno»36, está presente en


su obra desde Tótem y tabú.

Claro que quizá Freud con su expresión de “supuesto nuevo” se esté refiriendo más a la conexión
que establece aquí entre esa “identificación con el arquetipo paterno”, la “desexualización” o la “sublimación”
y la “desmezcla de pulsiones”, que le conduce a terminar ese párrafo diciendo lo siguiente: «Sería de esta
desmezcla, justamente, de donde el ideal extrae todo el sesgo duro y cruel del imperioso deber ser»37. Pero
hay que puntualizar aquí que la amenaza de castigo del superyó está más bien dada por el desconocimiento
del sujeto de su propio deseo y por el carácter no hipotético, sino categórico, de la ley. Es decir, el imperativo
de la ley tiene que ver con que el sujeto acepta leyes cuya racionalidad desconoce, pero las acepta, por más
que sea impositivamente, en razón de que provienen de otro que también se somete a ella, otro que trasmite
una legalidad, la cual no está definida pragmáticamente sino por imperativos morales que no tienen una
racionalidad práctica. Una legalidad que –como ya se ha señalado en otros momentos- se anacroniza
permanentemente a través de las generaciones y que opera a modo de un enclave desadaptado, pero que
paradójicamente es regulador. No es, pues,de la “desmezcla de pulsiones” de donde el ideal saca todo el
sesgo duro y cruel. Freud echa mano de esa explicación, porque él pone todo su acento en la supuesta

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“crueldad” del superyó o, mejor dicho, en el superyó planteado como instancia puramente punitiva, cuando
ese carácter procede de lo intemporal e impersonal del imperativo categórico, que tiene que ser así para ser
eficaz o regulador.

Y a continuación Freud pasa a dar cuenta de las funciones del yo, ya que a su juicio «Nuestras
representaciones sobre el yo comienzan a esclarecerse, y a ganar nitidez sus diferentes nexos» (p.55, último
párrafo). Pero las funciones del yo que Freud seguidamente expone pertenecen más bien al preconsciente,
al que hay que diferenciar del yo, pues por más que el preconsciente aporte la lógica y el código (véase
también y específicamente la temporalidad, la exclusión y la negación), el yo es el que articula los discursos
significantes, el que establece las valoraciones que da el sujeto sobre las categorías (alto-bajo, blanco-negro,
etc.), y es que hay sujeto psíquico a partir de que hay yo, que es quien en definitiva da sentido a la lógica,
al código y a la vida como tal. En esa línea, sus funciones fundamentales son las de representar o vicariar la
autoconservación (a relacionar con el derecho a la existencia) y la autopreservación narcisista (a relacionar
con el derecho a ser amado), mientras que Freud nos presenta unas funciones que obedecen a su plantear
el yo, en cuanto que emerge del sistema percepción-consciencia y en cuanto sujeto de conocimiento. De ahí

OM
que nos exponga esto: «Se le han confiado importantes funciones, en virtud de su nexo con el sistema
percepción establece el ordenamiento temporal de los procesos anímicos y los somete al examen de la
realidad. Mediante la interpolación de los procesos de pensamiento consigue aplicar las descargas motrices
y gobierna los accesos a la motilidad» (p.55-56).

Efectivamente, esa funciones que Freud asigna al yo (“ordenamiento temporal”, “examen de la


realidad” y “procesos de pensamiento”) pertenecen en realidad al individuo humano o al sujeto en su

.C
conjunto, en cuanto efecto de un orden cultural, en cuanto efecto del orden de la subjetividad o del proceso
de subjetivación socio-histórica (a diferenciar del orden de la materialidad psíquica, que no implica
necesariamente un sujeto psíquico emplazado en ella).
DD
Freud confunde esos dos planos o, mejor, no contempla la diferenciación entre esos dos planos, tal
y como aparece en la continuidad que establece entre las experiencias de la vida en general o experiencias
procedentes del exterior y el otro, también “exterior” para el sujeto, que es el ello: «El yo se enriquece a raíz
de todas las experiencias de vida que le vienen de afuera; pero el ello es su otro mundo exterior que él
procura someter» (p.56 al centro del primer párrafo). Y en el marco de esa continuidad entre el afuera
exterior y el afuera interior38 Freud plantea al yo en continuidad con el ello o, en sus palabras, «sustrae
LA

libido al ello, trasforma las investiduras de objeto del ello en conformaciones del yo» (p.56, primer párrafo).
Una descripción claramente incorrecta, porque la libido del yo o la libido yoica es libido ligada, mientras que
la libido del ello es libido desligada. Y de lo desligado no puede proceder lo ligado, no puede haber continuidad
entre lo uno y lo otro. Es cierto que Freud utiliza los verbos “sustraer” y “trasformar” (si bien esa acción es
endogenista o procedente del propio sujeto). Pero todo el contexto, que también aparece a través de la frase
FI

siguiente, avala esa continuidad para Freud: «Con la ayuda del superyó, se nutre, de una manera todavía
oscura para nosotros [lo que habla de un Freud que no lo tiene bien conceptualizado, a pesar de encontrarse
en el llamado “último trabajo metapsicológico”], de las experiencias de la prehistoria almacenadas en el ello»
(final del primer párrafo de la p.56).


Es más, Freud persiste en ese planteamiento suyo de continuidad y de contigüidad entre el ello y el
yo: «Hay dos caminos por los cuales el contenido39 del ello puede penetrar en el yo. Uno es el directo, el
otro pasa a través del ideal del yo; y acaso para muchas actividades anímicas sea decisivo que se produzcan
por uno u otro de estos caminos» (p.56, inicio del segundo párrafo). Se diría que Freud está hablando de un
ideal del yo como mero residuo o como equivalente al yo ideal, en cuanto efecto de ese narcisismo
exacerbado de los padres, que Freud describe en su texto de 1914, en el sentido de ser objeto de una
idealización desmesurada por parte de los progenitores, que hay que relacionar con la sensación de
completud sin límite o sin castración que produce. Sin embargo, Freud añade algo seguidamente que coloca
las cosas en otro plano, que si bien no es el plano de la sublimación propiamente dicha, sí es el que abre el
camino a la transformación sublimatoria. La frase a la que me estoy refiriendo es la siguiente: «El yo se
desarrolla desde la percepción de las pulsiones hacia su gobierno sobre estas, desde la obediencia a las
pulsiones hacia su inhibición. En esta operación participa intensamente el ideal del yo, siendo, como lo es en
parte, una formación reactiva contra los procesos pulsionales del ello» (p.56, segundo párrafo).

De todos modos, Freud va a seguir poniendo su acento en la relación siempre próxima y estrecha
entre el ello y el yo, tal y como lo confirma el párrafo siguiente de esa p.56: «vemos a ese mismo yo como
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una pobre cosa [algo desubjetivado, por tanto] sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre
las amenazas de tres clases de peligro: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad
del superyó». Y Freud continúa su discurso haciendo referencia a las clases de angustia relacionadas con
esos tres peligros, asunto sobre el que incidirá de manera detenida más adelante y ahí habrá que precisar
algo al respecto. Mientras tanto sigamos la línea de fuerza predominante en el desarrollo del discurso
freudiano en este texto, una línea que acentúa de manera persistente –de un lado- el poderío del ello sobre
el yo o el sometimiento de éste al dominio del ello: «se recomienda al ello como objeto libidinal… No sólo es
el auxiliador del ello; es también su siervo sumiso, que corteja el amor de su amo» (p.56 al final). En lo cual
o en esa formulaciones no deja de trasmitirse ciertas falacias, porque el ello nunca es sujeto de amor o de
odio (eso es un resubjetivar al ello, con las consecuencias desastrosas que tal operación comporta para la
clínica), así como tampoco el ello es el amo del yo, porque si así fuera éste no sería tal yo y no podría ejercer
ninguna acción yoica, tanto inhibidora como sublimatoria.

De otro lado, también en ese tercer párrafo de la p.56 Freud hace referencia al “miramiento del yo
por el mundo real” o al “mediar (del yo) entre el mundo y el ello”, en donde ciertamente asoma uno de los

OM
puntos más débiles de los enunciados freudianos, en la medida en que Freud se deja atrapar por la teoría
clásica del conocimiento, según la cual el sujeto se confronta con la realidad directamente estableciéndose
de entrada un dualismo sujeto-objeto40 y el yo se desarrollaría como sujeto de conocimiento de la realidad,
cuando precisamente la aportación freudiana capital tiene que ver o ha venido a dar cuenta de que la realidad
con la que el sujeto se confronta es con esa realidad particular que constituyen los objetos libidinales, es
decir, se trata de una realidad que no se reduce nunca al orden de la autoconservación biológica, puesto que

.C
ésta es trascendida de entrada por la palabra del otro y por su dinámica pulsional41. Con lo cual la relación
del yo con la realidad externa pasa tanto por el preconsciente (que se define por la presencia de la lógica y
del lenguaje articulado por el código), como por las representaciones de autoconservación y de
autopreservación narcisista, que articulan en sentido estricto toda la relación social con el mundo.
DD
En definitiva, estas descripciones del yo, un tanto variopintas y poco precisas, como las que Freud
nos añade al comienzo de la p.57 («simula la obediencia del ello a las admoniciones de la realidad… disimula
los conflictos del ello con la realidad… sucumbe con harta frecuencia de hacerse adulador, oportunista y
mentiroso, como un estadista que… quiere seguir contando empero con el favor de la opinión pública»), dan
cuenta en último término de que Freud nunca –puesto que estamos aquí en el cénit conceptual de su obra-
LA

llegó a dar al yo una legalidad propia, como consecuencia de ser concebido como un derivado del ello o del
inconsciente, sin espesor específico, cuando sin embargo corresponden a legalidades bien distintas.

Por otro lado y en conexión con esta idea de una ausencia de legalidad propia para el yo, Freud va a
continuar su descripción del yo en unos términos un tanto contradictorios, ya que si bien –por un lado- habla
del trabajo yoico de identificación y de sublimación, por otro lado es planteado (en consecuencia con el modo
FI

de concebir Freud ese ejercicio identificatorio y sublimatorio) como que «presta auxilio a las pulsiones de
muerte para dominar a la libido, pero así cae en el peligro de devenir objeto de las pulsiones de muerte y de
sucumbir él mismo. A fin de prestar ese auxilio, él mismo tuvo que llenarse con libido» (p.57, segundo
párrafo). Expresiones estas últimas que parecen indicar –por una parte- que el yo se da a sí mismo la libido
y -por otra- que no se originaría ni procedería de lo libidinal. Con lo cual no se sabe bien qué tipo de yo Freud


trata de describirnos, ya que se contrapone por entero al yo en cuanto masa libidinal, en la cual se juegan
unas posiciones y unos modos de articulación de la identidad y de la defensa.

Y con respecto a las otras expresiones, en las que se hace referencia a que el yo deviene objeto de
las pulsiones de muerte como consecuencia de su trabajo sublimatorio, hay que decir que se trata de una
tesis repetida por Freud, que está sostenida en ciertos supuestos que atraviesan toda su obra, como es el
supuesto de tipo mecanicista, que plantea el inicio del individuo en el marco de una “mezcla de pulsiones”,
es decir, todo sujeto viene a este mundo con ese bagaje de una mezcla de pulsiones, mientras que
determinadas operaciones (como por ejemplo “el trabajo de sublimación”) desencadenarían “una desmezcla
de pulsiones”, cuando precisamente lo que comporta lo sublimatorio es que predomine el placer
representativo sobre el placer de órgano, pero sin que este último quede liquidado o desaparezca, ya que
sólo sobre su permanencia puede emerger el placer representativo. Pero para Freud lo que se produce es
una desmezcla de pulsiones con el consiguiente peligro que eso conlleva, puesto que está postulado como
situación de equilibrio y de arranque del psiquismo una hipotética, por no decir mitológica y metafísica,
mezcla de pulsiones.

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No es de extrañar, entonces, que dentro de ese marco Freud nos presente «la moral actuante en el
superyó… como uno de estos productos catabólicos» (p.57 al final del tercer párrafo), entendiendo lo
catabólico como algo autodestructivo, puesto que acababa de comparar al yo, que “padece o aún sucumbe
bajo la agresión del superyó”, con esos protozoos “que perecen por los productos catabólicos que ellos
mismos han creado”. Evidentemente no se trata de la moral en cuanto normativa universal o ley que regula
las relaciones humanas, normativa basada ciertamente en la ley de la prohibición del incesto en cuanto
renuncia, por amor, a la captura o a la apropiación del otro indefenso por parte de quien tiene la fuerza o el
poder. Aquí se trata más bien, porque a eso específico alude Freud, de “la moral actuante en el superyó”,
que parece dar cuenta de una situación como la que se produce cuando un yo es aplastado totalmente por
la conciencia moral y no puede disfrutar, porque se lo impiden unos mandatos rígidos que no permiten la
más mínima transgresión. Con lo cual estamos ante un superyó reducido unilateralmente (al estilo del
funcionamiento de la pulsión parcial) a un perfil atacante o amenazador, que para nada recoge su aspecto
amoroso y protector del yo, en tanto que ofrece premios y castigos, que no tienen que ver con el
aniquilamiento del yo.

OM
Justamente las distintas relaciones del yo con el superyó es lo que Freud encara más directamente
en las páginas finales de su texto, relaciones que Freud denomina (p.57, cuarto párrafo) “los vasallajes del
yo”, dando ya una pista por la que se va a mover en su descripción, puesto que además añade (en ese breve
párrafo cuarto de la p.57) que el más interesante de esos vasallajes «es el que lo somete al superyó», si
bien antes de pasar a analizar la reacción de angustia del yo frente a lo que llama seguidamente el peligro
del superyó, englobado en “las tres clases de peligro” por las que se ve “amenazado el yo”, se va a detener

.C
(en una parte del párrafo último de la p.57, que es continuado en la p.58) en la angustia del yo «a raíz del
peligro exterior o del peligro libidinal del ello» señalando (p.57-58) Freud que «no se puede indicar qué es
lo que da miedo al yo… sabemos que es su avasallamiento o aniquilación, pero analíticamente no podemos
aprehenderlo. El yo obedece, simplemente, a la puesta en guardia del principio de placer».
DD
Ahora, ¿cómo hay que entender eso de que “no se puede indicar qué es lo que da miedo al yo”? A
mi juicio, es precisamente porque Freud está conducido por esa línea de teorización ya señalada que se le
impone ese “no se puede indicar” qué le da miedo al yo respecto del “peligro libidinal del ello”, cuando parece
claro (al menos “analíticamente” hablando) que obedece al temor de ser aniquilado por lo pulsional desligado
que arrasa enteramente al yo, al impedirle cumplir con aquello que le constituye, esto es, con sus funciones
LA

inhibidoras de lo desligado, para lo cual necesita de “la puesta en guardia del principio de placer”.

Y, en ese sentido, el “peligro exterior”, al que también alude Freud y que en el segundo párrafo de
la p.58 vincula con lo que denomina “la angustia de objeto (realista)”, es una mera representación del
auténtico peligro para el yo, que es siempre de orden intrapsíquico y procedente de lo pulsional o lo libidinal
sin freno ni inhibición, que es a lo que impulsa el deseo inconsciente.
FI

De ahí que esa angustia del yo (que es el lugar genuino de toda angustia y que, en ese caso, hay
que calificar como angustia de muerte, si bien no en el sentido de la muerte real del individuo, porque lo que
está en juego es la propia existencia de la instancia yoica) sea el único medio de defenderse ante el peligro
pulsional, que se le impone al yo precisamente por no contar con la conciencia moral, que es siempre efecto


de la ley del otro y del amor a la ley por encima del vínculo pasional desligado.

En esas circunstancias lo que en realidad falla es la protección superyoica o del ideal del yo, que
Freud describe al comienzo de la p.59 con los términos de «función protectora y salvadora que al comienzo
recayó sobre el padre, y después sobre la providencia o el Destino». Y con motivo de faltar o fallar esa
instancia protectora entra en riesgo de aniquilamiento el yo, es decir, se produce una angustia de
aniquilamiento o de muerte a relacionar con la pérdida del amor del otro, cuyo temor (a esa pérdida) –si
bien Freud lo puso en la mujer como eje de su funcionamiento- está o interviene como base de toda la
problemática del narcisismo, porque es lo que lleva al cumplimiento de los ideales del yo, que se inscriben
como residuales al amor de objeto, de tal modo que no hay inscripción del superyó sin amor de objeto, ya
que es imposible que algo se inscriba sólo por temor o amenaza.

Así, pues, el amor ocupa un lugar central en la constitución del superyó, de tal modo que sin el amor
es imposible que se constituyan las premisas de la ética infantil (véase el reconocerse como fallido, como
malo, que uno sienta dolor por lo que hizo y pueda pedir perdón), es decir, toda una propuesta ética, que

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permite el pasaje del yo ideal al ideal del yo, y sobre la que se inscribe el imperativo categórico y se consolida
el superyó.

Y, en ese sentido, hay que diferenciar –al contrario de lo que Freud establece cuando plantea que
«la angustia de muerte puede ser concebida, lo mismo que la angustia de la conciencia moral, como un
procesamiento de la angustia de castración»(p.59, segundo párrafo)- la angustia de muerte, que es a
relacionar directamente con la pérdida o la ausencia del amor del otro, que al yo se le hace efectivo cuando
«se siente odiado y perseguido por el superyó, en vez de sentirse amado» (p.58, cuarto párrafo), según la
descripción que Freud emplea para dar cuenta de “la angustia de muerte de la melancolía”; de la angustia
de castración, que remite más bien a que el otro no nos puede dar todo, a que el otro nos falla o es falible,
lo cual conduce en definitiva al reconocimiento de la castración del otro, quien así deja de estar investido de
un poder ilimitado o, si se prefiere, de una representación fálica.

Sentir y vivenciar que el otro no nos puede dar todo y que, por tanto, no nos puede salvar del
accidente, de la tristeza de la muerte, etc., sin duda que es amenazante (a conectar con la famosa y aquí

OM
también traída “amenaza de castración”, p.58, primer párrafo), pero una cosa es angustia de castración en
el sentido de la pérdida de la completud total, del llamado “narcisismo” ilimitado o del “yo ideal” sin límites
(a relacionar con el de “His Majesty the baby” de Introducción del narcisismo) y otra cosa muy distinta
es angustia de muerte como consecuencia de la pérdida o de la falla del superyó protector, a su vez
consecuencia de una falla o de una pérdida del amor de objeto, en cuyo caso el riesgo de aniquilamiento o
muerte del yo es una realidad material para el sujeto, quien va a perder todo el sentido de mantenerse en
vida. Un sentido que sólo puede otorgar el yo en cuanto objeto de amor, lo que se mantiene y consolida

.C
gracias o por medio de contar con esa instancia del superyó, que tiene a su cargo el proporcionar al yo el
amor que en los tiempos de infancia otorgaba el otro. Y, si esa función del superyó no se realiza, la vivencia
es de un abandono total, que conduce a ese “dejarse morir” evocado por Freud (p.59).
DD
Ahora bien, esa situación no es la misma que la del nacimiento, en contra de lo afirmado por Freud
cuando, a continuación de esa frase en la que indica que “se ve abandonado por todos los poderes
protectores, y se deja morir”, señala: «Por lo demás, esta situación sigue siendo la misma que estuvo
en la base del primer gran estado de angustia del nacimiento y de la angustia infantil de añoranza: la
separación de la madre protectora» (p.59, final del primer párrafo). Y es que en esa llamada por Freud
“angustia de nacimiento” -pero que de ningún modo puede corresponder al nacimiento, porque no hay un
LA

yo presente ahí y, por tanto, no puede haber angustia- lo que realmente está en juego es una indefensión o
desvalimiento, es decir, un sentimiento de des-ayuda o des-auxilio (que es como Laplanche traduce el
“hilflosigkeit” freudiano), que remite al reconocimiento de un sentimiento de insuficiencia de presencia o de
compañía del otro. No es, pues, una carencia de ser (que es como tradujo Lacan el “hilflosigkeit”: “des-
être”), sino una carencia del otro, que comporta algo del orden de la ausencia de sentido en las cosas, en la
FI

medida en que el sentido no se puede obtener más que a partir de la relación con el otro y de la posibilidad,
gracias a ese vínculo con el otro, de trascender la miseria biológica.

Creo que en esa misma línea debería ser situada y puntualizada la formulación de Freud al final de la
p.58, cuando afirma «que también en esto [el superyó] se presenta como subrogado del ello». Es decir, el


superyó, en cuanto subrogado del ello, es más bien o por excelencia ausencia de instancia protectora y
ciertamente, en o bajo esas condiciones, el yo corre el riesgo de ser aniquilado, con el consiguiente peligro
de que el sujeto “se deje morir”.

Unas condiciones que sin duda son extremas y fruto o efecto de circunstancias y/o vínculos
catastróficos que no se han dejado metabolizar. Lo que no es equivalente a la situación común o
generalizada, que Freud describe en el último párrafo de la p.59, que es también el último párrafo de todo
el texto. Se trata en efecto de una descripción, en la que –de un lado- Freud señala, en contra de tantas
afirmaciones suyas en las que trata al ello como si fuera un sujeto, que «el ello… no tiene medio alguno para
testimoniar amor u odio al yo… no ha consumado ninguna voluntad unitaria». Luego, por consiguiente, sólo
el yo puede sentir amor u odio, así como sólo el yo puede guiar con/desde su conjunción unitaria la voluntad
del sujeto. Y –de otro lado- coloca en el interior del ello lo que sin embargo en otras formulaciones suyas es
situado en el plano del individuo en su conjunto. Me refiero a esa lucha de “Eros y pulsión de muerte”, esas
dos fuerzas psíquicas que Freud eleva a la categoría de entidades metabiológicas, en cuanto rigen para todo
ser vivo, tal y como describió en su Más allá del principio de placer. Ahora bien, si tanto Eros como

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pulsión de muerte están en el ello defendiéndose “cada una de la otra”, ¿de qué está hecho o compuesto el
yo? ¿cómo se defiende éste o se va a poder defender?

OM
.C
DD
LA
FI


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Inhibición, Síntoma y Angustia (1926)

Inhibición: Tiene un nexo particular con la función y no necesariamente designa algo


patológico: se puede dar ese nombre a una limitación normal de una función.

Síntoma: Equivale a indicio de un proceso patológico. También una inhibición puede ser un
síntoma.

Se habla de inhibición donde está presente una simple rebaja de la función, y de síntoma,
donde se trata de una desacostumbrada variación de ella o de una nueva operación.

OM
Freud elige estas funciones del yo con el fin de averiguar las formas en que se exterioriza
su perturbación:

a) La función sexual: sufre diversas perturbaciones, la mayoría tienen carácter de


inhibiciones simples. Son resumidas como impotencia psíquica. Existe un nexo entre
la inhibición y la angustia; muchas inhibiciones son una renuncia a cierta función

b)
.C
porque a raíz de su ejercicio se desarrollaría angustia.

La inhibición del trabajo: muestra un placer disminuido, torpeza en la ejecución o fatiga


DD
cuando se es compelido a proseguir el trabajo. La histeria fuerza a la interrupción del trabajo
produciendo parálisis de órgano y funcionales. La ns obsesiva lo perturba mediante una distracción
continua y la pérdida de tiempo que suponen las demoras y repeticiones interpoladas.

-La inhibición expresa una limitación funcional del yo, ya sea por precaución o a consecuencia de un
empobrecimiento de energía. El síntoma ya no puede describirse como un proceso que suceda dentro del
LA

yo o que le suceda al yo.

En el caso de las inhibiciones especializadas, esa tendencia es más fácil de discernir. La razon de ello es una
erotizacion hiperintensa de los organos requeridos para esas funciones. La función yoica de un órgano
FI

se deteriora cuando aumenta su erogeneidad, su significación sexual. Algunas acciones se omitirán por que
seria como si de hecho se ejecutase la acción sexual prohibida. El yo renuncia a estas funciones que le
competen a fin de no verse precisado a emprender una nueva represión, a fin de evitar un conflicto con el
ello.


Otras inhibiciones se producen manifiestamente al servicio de la autopunición. El yo no tiene permitido hacer


esas cosas porque le proporcionarían provecho y éxito, que el severo superyó le ha denegado. entonces el
yo renuncia a esas operaciones a fin de no entrar en conflicto con el superyó.

II

Síntoma: es indicio y sustituto de una satisfacción pulsional interceptada, es un resultado del proceso
represivo. La represión parte del yo, quien, eventualmente por encargo del superyó, no quiere acatar una
investidura pulsional incitada en el ello, Mediante la represión, el yo consigue coartar el devenir conciente
de la representación que era la portadora de la moción desagradable. Esta se ha conservado como formación
inconsciente. Freud se pregunta ¿Cómo una satisfacción pulsional tendría por resultado un displacer? A
consecuencia de la represión, el decurso excitatorio intentado en el ello no se produce; el yo consigue

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inhibirlo o desviarlo. Con esto se disipa el enigma de la “mudanza de afecto” a raíz de la represión. Surge
la interrogación por la vía que le permite alcanzar este poder del yo sobre el ello.

El yo adquiere este influjo a consecuencia de sus íntimos vínculos con el sistema percepción. La función de
este sistema PCc, se conecta con la conciencia; recibe excitaciones de afuera y de adentro, y, por medio de
sensaciones de placer y displacer, que le llegan desde ahí, intenta guiar todos los decursos del acontecer
anímico en el sentido del ppio de placer.

¿De dónde proviene la energía empleada para producir la señal de displacer? A raíz de un peligro externo,
se inicia un intento de huida. La represión equivale a un intento de huida. El yo quita la investidura (precc)
de la agencia representante de pulsión que es preciso reprimir (desalojar), y la emplea para el
desprendimiento de displacer (angustia).

OM
Freud sostiene que el yo es el verdadero almácigo de la angustia y rechaza la concepción anterior, según la
cual la energía de investidura de la moción reprimida se mudaba automáticamente en angustia.

La angustia es reproducida como estado afectivo siguiendo una imagen mnémica preexistente Los estados
afectivos están incorporados en la vida anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias
traumáticas y, en situaciones parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos.

.C
Las represiones que se trabajan en el análisis son los “esfuerzos de dar caza”, los cuales presuponen
represiones primordiales. Las ocasiones inmediatas que constituyen ésta son factores cuantitativos como la
intensidad hipertrófica de la excitación y la ruptura de la protección antiestímulo. Ésta última sólo existe
DD
frente a estímulos externos, no frente a exigencias pulsionales internas.

El síntoma se engendra a partir de la moción pulsional reprimida. Sólo nos anoticiamos de esto, en los casos
de represiones fracasadas.
LA

A pesar de la represión, la moción pulsional encontró un sustituto, uno desplazado, inhibido. Si ese
sustituto se consuma, no produce placer sino que cobra carácter compulsivo. El proceso sustitutivo es
mantenido lejos, en todo lo posible, de su descarga por la motilidad; y si esto no se logra, se ve forzado a
agotarse en la alteración del cuerpo propio y no se le permite desbordar sobre el mundo exterior; le está
FI

prohibido trasponerse en acción. En la represión el yo está bajo la influencia de la realidad externa, y por
eso aparta de ella al resultado del proceso sustitutivo. El yo gobierna el acceso a la ccia y el paso a la acción;
en la represión afirma su poder en ambas direcciones.

III


En el caso de la represión se vuelve decisivo el hecho de que el yo es una organización, pero el ello no lo
es; el yo es justamente un sector organizado del ello. Sería injustificado representarse al yo y al ello como
dos ejércitos diferentes, en que el yo procurara sofocan una parte del ello mediante la represión, y el resto
del ello acudiera en socorro de la parte atacada y midiera sus fuerzas con el yo.

El acto de la represión nos muestra la fortaleza del yo, al mismo tiempo atestigua su importancia y el
carácter no influible de la moción pulsional singular del ello. El proceso que por obra de la represión ha
devenido síntoma afirma ahora su existencia fuera de la organización yoica y con dependencia de ella.

El yo es una organización que se basa en el libre comercio y en la posibilidad de un influjo recíproco entre
todos sus componentes; su energía desexualizada revela todavía su origen en su aspiración a la ligazón y
la unificación, y esta compulsión a la síntesis aumenta a medida que el yo se desarrolla más vigoroso. Así

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se comprende que el yo intente cancelar la ajenidad y el aislamiento del síntoma, aprovechando toda
oportunidad para ligarlo de algún modo a sí e incorporarlo a su organización mediante tales lazos.

El síntoma es encargado poco a poco de subrogar importantes intereses, cobra un valor para la afirmación
de sí, se fusiona cada vez más con el yo, se vuelve cada vez más indispensable para este.

Lo que nos es familiar como ganancia secundaria de la enfermedad, viene en auxilio del afán del yo por
incorporarse el síntoma, y refuerza la fijación de este último. Cuando intentamos prestar asistencia analítica
al yo en su lucha contra el síntoma, nos encontramos con que estas ligazones de reconciliación entre el yo
y el síntoma actúan en el bando de las resistencias. No nos resulta fácil soltarlas.

IV

OM
Consideramos como primer caso el de la fobia del pequeño Hans a los caballos.

El pequeño Hans se rehúsa a andar por la calle porque tiene angustia al caballo. La incomprensible angustia
frente al caballo es el síntoma; la incapacidad para andar por la calle, un fenómeno de inhibición, una
limitación que el yo se pone para no provocar el síntoma-angustia.

Se trata, no de una angustia indeterminada frente al caballo, sino de una determinada expectativa

.C
angustiada: el caballo lo morderá. Este contenido procura sustraerse de la conciencia y sustituirse mediante
la fobia indeterminada.
DD
Hans se encuentra en un conflicto de ambivalencia de amor y odio, dirigidos hacia su padre. Su fobia tiene
que ser un intento de solucionar ese conflicto. La moción pulsional que sufre la represión es un impulso
hostil hacia su padre.

Hans ha visto rodar a un caballo, y caer y lastimarse a un compañerito de juegos con quien había jugado al
LA

“caballito”.

Así nos dio derecho a construir en Hans una moción de deseo, la de que ojalá el padre se cayese y se hiciera
daño de la misma forma. Un deseo así tiene el mismo valor que el propósito de eliminarlo él mismo: equivale
a la moción asesina del CDE.
FI

Si el pequeño mostrará angustia hacia su padre, no tendríamos derecho a atribuirle una neurosis, una fobia.
Lo que la convierte en neurosis es, única y exclusivamente, otro rasgo: la sustitución del padre por el
caballo. Es, pues, este desplazamiento lo que se hace acreedor al nombre de síntoma. Dicho mecanismo


permite tramitar el conflicto de ambivalencia sin la ayuda de la formación reactiva. Tal desplazamiento es
posibilitado porque a esa edad está pronto a la reanimación del pensamiento totemista.

El conflicto de ambivalencia no se tramita en la persona misma; se lo esquiva, por así decir,

deslizando una de sus mociones hacia otra persona como objeto sustitutivo.

La representación de ser devorado por el padre es un patrimonio infantil arcaico y típico. Dicha
representación es la expresión, degradada en sentido regresivo, de una moción tierna pasiva: es la que
apetece ser amado por el padre, como objeto, en el sentido del erotismo genital.

La moción reprimida en estas fobias (Hans y el hombre de los lobos) es una moción hostil hacia el padre.
Esta es reprimida por el proceso de mudanza hacia la parte contraria; en lugar de la agresión hacia el padre
se presenta la agresión (la venganza) hacia la persona propia.

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Las dos mociones pulsionales afectadas, la agresión sádica hacia el padre y la actitud pasiva tierna frente a
él, forman un par de opuestos; mediante la formación de su fobia se cancela también la investidura de
objeto-madre tierna. En Hans se trata de un proceso represivo que afecta a casi todos los componentes del
CDE, tanto a la moción hostil como a la tierna hacia el padre, y a la moción tierna respecto de la madre.

En lugar de una sola represión, nos encontramos con una acumulación de ellas, y además nos topamos con
la regresión.

En ambos casos, el motor de la represión es la angustia frente a la castración; los contenidos


angustiantes (ser mordido por el caballo y ser devorado por el lobo), son sustitutos desfigurados del
contenido “ser castrado por el padre”. Este último contenido es el que realmente experimentó la represión.

El efecto-angustia de la fobia, que constituye la esencia de ésta, no proviene del proceso represivo sino de

OM
lo represor mismo; la angustia de la zoofobia es la angustia de castración inmutada, una angustia realista,
angustia frente a un peligro que amenaza efectivamente o es considerado real. Aquí la angustia CREA a
la represión y no, como se creía antes, la represión a la angustia.

.C
Los síntomas de la neurosis obsesiva son en general de dos clases, y de contrapuesta tendencia. O bien
son prohibiciones, medidas precautorias, penitencias, de naturaleza negativa, o por el contrario son
satisfacciones sustitutivas, con disfraz simbólico.
DD
Constituye un triunfo de la formación de síntoma que se logre enlazar la prohibición con la satisfacción. De
estos dos, el negativo es el más antiguo; pero cuando se prolonga la enfermedad, prevalecen las
satisfacciones, que burlan toda defensa. Constituye un triunfo de la formación de síntoma que se logre
enlazar la prohibición con la satisfacción.
LA

La situación inicial de la neurosis obsesiva es la misma que la histeria, la necesaria defensa contra las
exigencias libidinosas del CDE. Toda neurosis obsesiva parece tener un estrato inferior de síntomas
histéricos, formados muy temprano. La configuración ulterior es alterada decisivamente por un factor
constitucional. Cuando el yo da comienzo a sus intentos defensivos, el primer éxito que se propone como
meta es rechazar la organización genital de la fase fálica hacia el estado anterior, sádico-anal. Este hecho
FI

de la regresión es determinante.

Freud busca la explicación metapsicológica de la regresión en una “desmezcla de pulsiones”, en la


segregación de los componentes eróticos que al comienzo de la fase genital se habían sumado a las


investiduras destructivas de la fase sádica.

El forzamiento de la regresión significa el primer éxito del yo en la lucha defensiva contra la exigencia de la
libido.

En la neurosis obsesiva se discierne con más claridad que el CDC es el motor de la defensa, y que la
defensa recae sobre las aspiraciones del CDE. En la neurosis obsesiva, los procesos del período de latencia
rebasan la medida normal; a la destrucción del CDE se agrega la degradación regresiva de la libido, el
superyó se vuelve particularmente severo y desamorado, el yo desarrolla, en obediencia al superyó,
elevadas formaciones reactivas de la ccia moral, la compasión, la limpieza. Se proscribe la tentación a
continuar con el onanismo de la primera infancia, que ahora se apuntala en representaciones agresivas
(sádico-anales), a pesar de lo cual sigue representando, la participación no sujetada de la organización

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fálica. El onanismo sofocado fuerza, en la forma de las acciones sucesivas, una aproximación cada vez
mayor a su satisfacción.

Puede aceptarse como un hecho que en la neurosis obsesiva se forme un superyó hipersevero o puede
pensarse que el rasgo fundamental de esta afección es la regresión libidinal e intentarse enlazar con ella
también el carácter del superyó.

En el curso del período de latencia, la defensa contra la tentación onanista es la tarea principal. Esta lucha
produce síntomas que se repiten de manera típica y presentan carácter de un ceremonial. Estos
desempeños, en caso de una enfermedad grave, se ejecutarán automáticamente. La sublimación de
componentes del erotismo anal desempeña un papel nítido.

La pubertad introduce un corte tajante en el desarrollo de la neurosis obsesiva. La organización genital,

OM
interrumpida en la infancia, se reinstala con gran fuerza. Por una parte, vuelven a despertar las mociones
agresivas iniciales, y por la otra, un sector más o menos grande de las nuevas mociones libidinosas se ve
precisado a marchar por las vías que prefiguró la regresión, y a emerger en condición de propósitos agresivos
y destructivos.

El yo se revuelve contra invitaciones crueles y violentas que le son enviadas desde el ello a la conciencia, y

.C
ni sospecha que en verdad está luchando contra unos deseos eróticos, algunos de los cuales se habrían
sustraído en otro caso de su veto. En la ns obsesiva el conflicto se refuerza en dos direcciones: lo que
defiende ha devenido más intolerante; y aquello de lo cual se defiende, más insoportable; y ambas
DD
cosas por influjo de la regresión libidinal.

La tendencia general de la formación de síntoma en la ns obsesiva consiste en procurar más espacio para
la satisfacción sustitutivas a expensas de la denegación (frustración). Los síntomas que significaban
limitaciones del yo, cobran más tarde, por síntesis yoica, el carácter de satisfacciones. El resultado es un yo
LA

extremadamente limitado que se ve obligado a buscar sus satisfacciones en los síntomas.

VI

En el curso de estas luchas pueden observarse dos actividades del yo en la formación del síntoma; son
claramente subrogados de la represión.
FI

Las dos técnicas a las que se refiere son el anular lo acontecido y el aislar:

▪ Anular lo acontecido: Es, por así decir, magia negativa; mediante un simbolismo motor quiere “hacer


desaparecer” no las consecuencias de un sujeto, sino a este mismo. En la neurosis obsesiva, nos
encontramos con la anulación de lo acontecido sobre todo en los síntomas de dos tiempos, donde el segundo
acto cancela el primero como si nada hubiera acontecido, cuando en la realidad efectiva ocurrieron ambos.
En la neurosis se cancela el pasado mismo, se procura reprimirlo por vía motriz.

Esta misma tendencia puede explicar también la compulsión de repetición, tan frecuente en la neurosis, en
cuya ejecución concurren luego muchas clases de propósitos que se contrarían unos a otros. Lo que no ha
acontecido de la manera en que habría debido de acuerdo con el deseo es anulado repitiéndolo de un
modo diverso de aquel en que aconteció.

▪ Aislamiento: Recae también sobre la esfera motriz, y consiste en que tras un suceso desagradable, así
como tras una actividad significativa realizada por el propio enfermo en el sentido de la neurosis, se interpola
una pausa en la que no está permitido que acontezca nada, no se hace ninguna percepción ni se ejecuta
acción alguna. En la ns obsesiva la vivencia no es olvidada, pero se la despoja de su afecto, y sus vínculos
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asociativos son sofocados o suspendidos, permanece como aislada. El efecto de ese aislamiento es el mismo
que sobreviene a raíz de la represión con amnesia. Lo que así se mantiene separado es algo que
asociativamente se copertenece; el aislamiento motriz está destinado a garantizar la suspensión de ese nexo
en el pensamiento. Así, el yo tiene que desplegar un enorme trabajo de aislamiento para guiar el decurso
del pensar.

El neurótico obsesivo halla particular dificultad en obedecer a la regla psicoanalítica fundamental. Su yo es


más vigilante y son más tajantes los aislamientos que emprende, probablemente a consecuencia de la
elevada tensión de conflicto entre su superyó y su ello. En tanto procura impedir asociaciones, conexiones
de pensamientos, ese yo obedece a uno de los más antiguos y fundamentales mandamientos de la neurosis
obsesiva, el tabú del contacto. El contacto físico es la meta inmediata tanto de la investidura de objeto
tierna como la agresiva. Esto es apto para convertirse en el centro de un sistema de prohibiciones debido a

OM
que la neurosis obsesiva persiguió al comienzo el contacto erótico y, tras la regresión, el contacto
enmascarado como agresión. El aislamiento es una cancelación de la posibilidad de contacto, un recurso
para sustraer una cosa del mundo de todo contacto.

VII

El yo debe proceder contra una investidura de objeto libidinosa del ello (ya sea del CDE positivo o negativo),

.C
porque ha comprendido que ceder a ella aparejaría el peligro de la castración.

Casi nunca nos las habemos con mociones pulsionales puras, sino, todo el tiempo, con ligas de ambas
DD
pulsiones en diversas proporciones de mezcla. Por lo tanto, la investidura sádica de objeto se ha hecho
también acreedora a que la tratemos como libidinosa y la moción agresiva hacia el padre puede ser objeto
de la represión al igual que la moción tierna hacia la madre.

Tan pronto como discierne el peligro de castración, el yo da la señal de angustia e inhibe el proceso de
investidura amenazador en el ello, por medio de la instancia placer-displacer. Al mismo tiempo se consuma
LA

la formación de la fobia.

La angustia de castración recibe otro objeto y una expresión desfigurada: ser mordido por el caballo, en vez
de ser castrado por el padre. La formación sustitutiva tiene dos manifiestas ventajas; la primera, que esquiva
FI

un conflicto de ambivalencia, pues el padre es simultáneamente un objeto amado; y la segunda, que permite
al yo suspender el desarrollo de angustia. La angustia de la fobia es facultativa sólo emerge ante el objeto
fóbico, no ante el verdadero peligro (la castración). Si se sustituye el padre por el animal, no hace falta más
que evitar la presencia del caballo, para evitar la angustia.


La exigencia pulsional no es un peligro en sí misma; lo es sólo porque conlleva un auténtico peligro exterior,
el de la castración. Por lo tanto, en la fobia sólo se ha sustituído un peligro exterior (castración) por otro. El
hecho de que el yo pueda ahorrarse la angustia mediante la evitación significa que esa angustia es sólo una
señal-afecto, y que nada ha cambiado en la situación económica.

La angustia de las zoofobias es una reacción afectiva del yo frente al peligro; y el peligro frente al cual se
emite la señal es el de la castración.

La fobia se establece por regla general después de que en ciertas circunstancias se vivenció un primer
ataque de angustia. Así reaparece toda vez que no se puede observar la condición protectora.

Esto es también aplicable a la neurosis obsesiva. El motor de toda la posterior formación de síntoma es aquí
evidentemente la angustia del yo frente al superyó. La hostilidad del superyó es la situación de peligro de

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la cual el yo he ve precisado a sustraerse. Lo que el yo teme del superyó sería un eco del castigo de
castración.

Los síntomas son creados no para evitar el desarrollo de angustia, sino más bien, para evitar la situación de
peligro que es señalada mediante el desarrollo de angustia.

La angustia de muerte debe concebirse como un análogo a la angustia de castración. Además, a raíz de las
vivencias que llevan a la neurosis traumática es quebrada la protección contra los estímulos exteriores y
en el aparato anímico ingresan cantidades hipertróficas de excitación (exigencias libidinosas provenientes
del ello), de suerte que aquí estemos ante una segunda posibilidad: la de que la angustia no se limite a ser
una

señal-afecto, sino que sea también producida como algo nuevo a partir de las condiciones económicas de

OM
la situación.

Nueva concepción de la angustia: si hasta ahora se la consideraba una señal-afecto del peligro nos parece
que se trata tan a menudo del peligro de castración como de la reacción frente a una pérdida, una
separación.

VIII

.C
DD
La angustia es algo sentido, un estado afectivo. Tiene un carácter displacentero, pero no a todo displacer
podemos llamarlo angustia.

El carácter displacentero de la angustia parece tener una nota particular. Además de ese carácter particular,
percibimos en la angustia sensaciones corporales referidas a ciertos órganos. Esto es prueba de que en la
LA

angustia como totalidad participan inervaciones motrices, procesos de descarga. El análisis del estado de
angustia nos permite distinguir entonces: 1) un carácter displacentero específico, 2) acciones de descarga,
y 3) percepciones de estas.

La angustia es un estado displacentero particular con acciones de descarga que siguen determinadas vías.
FI

El estado de angustia es la reproducción de una vivencia que reunió las condiciones para un incremento del
estímulo como el señalado y para la descarga por determinadas vías, a raíz de lo cual, también el displacer
de la angustia recibió su carácter específico. El nacimiento nos ofrece una vivencia arquetípica de tal índole,


y por eso nos inclinamos a ver en el estado de la angustia una reproducción del trauma del nacimiento.

La angustia se generó como reacción frente a un estado de peligro; en lo sucesivo se la reproducirá


regularmente cuando un estado semejante vuelva a presentarse.

-Hay dos posibilidades de emergencia de la angustia: una, desacorde con el fin, en una situación
nueva de peligro; la otra, acorde con el fin, para señalarlo y prevenirlo.

El peligro del nacimiento carece aún de todo contenido psíquico. El feto no puede más que notar una enorme
perturbación en la economía de su libido narcisista.

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Con la experiencia de que un objeto exterior, aprehensible por vía de percepción, puede poner término
a la situación peligrosa que recuerda al nacimiento, el contenido del peligro se desplaza de la situación
económica a su condición, la pérdida del objeto. La ausencia de la madre deviene el peligro.

Esta mudanza significa un primer gran progreso en el logro de la autoconservación; simultáneamente


encierra el pasaje de la neoproducción involuntaria y automática de la angustia a su reproducción deliberada
como señal de peligro.

La función de la angustia es ser una señal para la evitación de la situación de peligro. La pérdida del objeto
como condición de la angustia persiste por todo un tramo. También la siguiente mudanza de la
angustia, la angustia de castración que sobreviene en la fase fálica, es una angustia de separación y está
ligada a idéntica condición. El peligro es aquí la separación de los genitales. La privación de estos equivale
a una nueva separación de la madre; implica quedar expuesto de nuevo a una tensión displacentera de la

OM
necesidad.

Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración, el peligro se vuelve más


indeterminado. La angustia de castración se desarrolla como angustia de conciencia moral, como angustia
social. Ahora a no es tan fácil indicar qué teme la angustia. Es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de
amor de parte de él, aquello que el yo valora como peligro y a lo cual responde con la señal de angustia.

.C
La última mudanza de esta angustia frente al superyó es la angustia de muerte.

Freud antes creía que la angustia se generaba de manera automática en todos los casos mediante un
DD
proceso económico, mientras que la concepción de angustia que ahora sustenta, como una señal deliberada
del yo con el propósito de influir sobre la instancia placer-displacer, nos dispensa de esta compulsión
económica.

El yo es el genuino almácigo de la angustia.


LA

La angustia es un estado afectivo que sólo puede ser registrado por el yo. El ello no puede tener angustia
como el yo: no es una organización, no puede apreciar situaciones de peligro.

El peligro del desvalimiento psíquico se adecua al periodo de la inmadurez del yo, el peligro de la pérdida
de objeto a la falta de autonomía de la primera infancia, el peligro de castración a la fase fálica, y la angustia
FI

frente al superyó al periodo de latencia. Pero todas estas situaciones de peligro y condiciones de angustia
pueden seguir generando angustia en épocas posteriores a aquellas en las que habría sido adecuada.

La angustia de castración es el único motor de los procesos defensivos que llevan a la neurosis. En el caso


de la mujer, más que la pérdida real del objeto, se trata de la pérdida de amor de parte del objeto. La
pérdida de amor como condición de angustia desempeña en la histeria un papel semejante a la amenaza
de castración en las fobias, y a la angustia frente al superyó en la neurosis obsesiva.

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Análisis terminable e interminable
La terapia psicoanalítica es un largo trabajo, por eso desde el comienzo se hicieron intentos de abreviar la
duración del análisis:
Otto Rank suponía que el acto de nacimiento era la genuina fuente de la neurosis y que mediante el
tratamiento analítico de ese trauma primordial eliminaría las neurosis integralmente en pocos meses.
Freud, inició el tratamiento de un joven ruso que alcanzó en el análisis ciertos logros, pero en un momento
dado se atascó el progreso. No avanzaba en el esclarecimiento de la neurosis infantil, se sentía cómodo en
el estado en el que se encontraba y no quería acercarse a la terminación del tratamiento (auto inhibición de
la cura).
Ante esto, Freud recurrió a la fijación de un plazo y comunicó al paciente que sería el último año de
tratamiento. Esto tuvo los resultados esperados por Freud, pero sin embargo hace algunas advertencias con

OM
respecto a la fijación de un plazo:
- Es eficaz sólo bajo la premisa de que se adopte en el momento justo
- No puede dar garantía de una tramitación completa de la tarea
- No se puede extender el plazo una vez que se lo fijó, de lo contrario el paciente no daría crédito a la

.C
continuación
Si existe un término natural para cada análisis? es posible llevar un análisis a un término?
El análisis se da por terminado cuando analista y paciente ya no se encuentran en la sesión de trabajo
DD
analítico. Y esto ocurrirá cuando estén aproximadamente cumplidas dos condiciones:
1. que el paciente ya no padezca a causa de sus síntomas y haya superado sus angustias así como sus
inhibiciones.
2. que el analista juzgue haber hecho CC en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo
incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior que ya no quepa temer que se repitan los
LA

procesos patológicos.

El otro significado que se le puede dar al “término” del análisis supone que la influencia sobre el paciente
haya sido tal que no sea esperable ninguna alteración ulterior, alcanzándose un nivel de normalidad psíquica
FI

absoluta y contar con la capacidad de mantenerse estable.


Para entender los alcances de este segundo significado, es necesario tener en cuenta que la etiología de
todas las perturbaciones es mixta: o se trata de mociones pulsionales hiperintensas que el Yo no puede
dominar, o del efecto de unos traumas tempranos. Solo en el caso con predominio traumático se puede


hablar de un análisis terminado definitivamente (se sustituye la decisión deficiente que viene de la edad
temprana por una tramitación correcta).
Existen 3 factores decisivos para las posibilidades de la terapia analítica:
1. Influjo de traumas
2. intensidad constitucional de las pulsiones
3. alteración del yo.

¿Cuáles son los factores desfavorables para el efecto del análisis?


La prolongación de la duración del análisis hasta lo inconcluible se debe a:
1) Intensidad constitucional de las pulsiones.
2) Alteración del Yo.
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1) Intensidad constitucional de las pulsiones. La primer cuestión que plantea Freud es si es posible
tramitar de manera duradera y definitiva, mediante la terapia analítica, un conflicto de pulsión con el yo o
una demanda pulsional patógena dirigida al yo. “Tramitación duradera de una exigencia pulsional” refiere
al “domeñamiento” de la pulsión: esto quiere decir que:
● la pulsión es admitida en su totalidad dentro de la armonía del yo
● es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones
● que hay en el interior del yo y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción.

La posibilidad de tramitar de manera duradera y definitiva un conflicto de la Pulsión con el Yo, o sea
“domeñar” dependerá de la intensidad pulsional. En el sano toda decisión de un conflicto pulsional vale solo
para una determinada intensidad de la pulsión, o sea, solo es valida dentro de una determinada relación

OM
entre robustez de la pulsión y la robustez del yo.
Si la robustez del yo se relaja, por enfermedad, agotamiento, etc., todas las pulsiones domeñadas con éxito
hasta entonces volverán a presentar de nuevo sus títulos y pueden aspirar a sus satisfacciones sustitutivas
por caminos anormales.
Dos veces en el curso de la vida emergen esfuerzos considerables de ciertas pulsiones: durante la pubertad

.C
y en la mujer en la menopausia. Por eso no sorprende que las personas que antes no eran neuróticas
devengan tales hacia esas épocas.
El domeñamiento de las pulsiones, que habían logrado cuando estas eran de menor intensidad, fracasa ahora
DD
con su refuerzo. Esto confirma el poder del factor cuantitativo en la etiología de la enfermedad.
Todas las represiones acontecen en la primera infancia, son unas medidas de defensa primitivas del yo
inmaduro. En años posteriores no se consumas represiones nuevas, pero son conservadas las antiguas y el
yo recurre a sus servicios para gobernar las pulsiones. Los conflictos nuevos son tramitados por una pos
LA

represión. Las represiones infantiles dependen de la proporción relativa entre las fuerzas y no son capaces
de sostenerse frente a un acrecentamiento de la intensidad de las pulsiones.
El análisis hace que el yo madurado y fortalecido emprenda una revisión de estas antiguas represiones,
algunas serán canceladas y otras reconocidas, pero a estas se las edificará de nuevo sobre un material mas
sólido. Estos nuevos diques tienen una consistencia diversa que los anteriores, no cederán tan fácilmente.
FI

La respuesta a la pregunta sobre como se explica la inconstancia de nuestra terapia analítica podría ser que
no se ha alcanzado siempre en toda su extensión, o sea, no lo bastante a fondo, el propósito de la terapia
es sustituir las represiones permeables por unos dominios confiables y acordes al yo. La transmudación se


consigue parcialmente, sectores del mecanismo antiguo permanecen intocados por el trabajo analítico.
El hecho de que el análisis asegure el gobierno sobre lo pulsional es posible solo en teoría. En la práctica,
el factor cuantitativo de la intensidad pulsional pone un límite a la tarea analítica.
Las cuestiones sobre si durante el tratamiento de un conflicto pulsional uno puede proteger al paciente de
conflictos futuros y si es realizable y acorde al fin despertar con fines profilácticos un conflicto pulsional no
manifiesto en el momento, deben tratarse juntas, pues es evidente que la primera tarea solo se puede
solucionar si se resuelve la segunda
Si un conflicto pulsional no es actual, si no se exterioriza, es imposible influir sobre él mediante el análisis.
Los medios que poseemos para volver actual un conflicto pulsional latente son dos:
1 producir situaciones donde devenga actual, esto puede alcanzarse por dos caminos, a) dentro de la realidad
objetiva y b) dentro de la TRF, exponiendo al paciente en ambos casos a cierta medida de padecer objetivo
mediante frustración.
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2 conformarse con hablar de él en el análisis, esto hace que aumente el saber del paciente sin alterar nada
en él.
El trabajo analítico se cumple de manera óptima cuando las vivencias patógenas pertenecen al pasado, de
suerte que el yo pudo ganar distancia de ellas. En estados de crisis aguda, el análisis es poco menos
inutilizable. En tal caso, todo interés del yo será reclamado por la dolorosa realidad objetiva y se rehusara
al análisis, que pretende penetrar tras esa superficie y poner en descubierto los influjos del pasado. Así,
crear un conflicto fresco no haría más que prolongar y dificultar el trabajo analítico.
En una profilaxis de los conflictos pulsionales solo entrarían en cuenta los otros dos métodos: la producción
artificial de conflictos nuevos dentro de la TRF a los que les faltara el carácter de la realidad objetiva y el
despertar tales conflictos en la representación del analizado hablando de ellos y familiarizándolo con su
posibilidad.

OM
Llegamos a discernir como decisivos para el éxito de nuestro tratamiento los influjos de la etiología
traumática, la intensidad relativa de las pulsiones que es preciso gobernar y la alteración del yo.
Solo consideramos en detalle al segundo de esos factores, y al hacerlo vimos la importancia del factor
cuantitativo.
2) Con respecto a la alteración del yo, la situación analítica consiste en aliarnos con el yo de la persona
objeto a fin de someter sectores no gobernados de su ello, o sea de integrarlos en a síntesis del yo. El hecho

.C
de que una cooperación así fracase con el psicótico ofrece un punto firme para nuestro juicio, el yo, para
que podamos concertar con é un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero ese yo normal, como la
normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, no es una ficción. Cada persona normal lo es
DD
solo en promedio, su yo se aproxima al del psicótico en alguna pieza, en distintos grados y el monto del
distanciamiento respecto de un extremo de la serie y de al aproximación al otro nos servirá como una medida
de aquello que se ha designado: “alteración del yo”.
¿de donde provienen las modalidades y los grados de la alteración del yo? Son originarios o adquiridos?
LA

Si se los ha adquirido fue en el curso de las primeras etapas de la vida: Desde el comienzo el Yo debe cumplir
con su tarea de mediar entre su Ello y el mundo exterior al servicio del Principio de Placer. Durante esta
lucha, , el Yo se vale de distintos procedimientos, que consisten en evitar el peligro, la angustia, el displacer
a éstos se los llama “Mecanismos de Defensa”.
FI

El aparato psíquico no tolera el displacer, tiene que defenderse de el y si la percepción de la realidad trae
displacer, ella o la percepción tiene que ser sacrificada.
Contra el peligro exterior uno puede encontrar socorro en la huida y la evitación de la situación, hasta adquirir
fortaleza para cancelar la amenaza mediante una alteración activa de la realidad objetivo. Pero de si mismo


uno no puede huir, contra el peligro interior no hay huida por eso los mecanismos de defensa del yo están
condenados a falsificar la percepción interna y a posibilitarnos solo una noticia deficiente y desfigurada de
nuestro ello. El yo queda en sus relaciones con el ello, paralizado por sus limitaciones.
Los Mecanismos de Defensa sirven al propósito de apartar peligros. Durante el desarrollo, el Yo no puede
renunciar completamente a ellos, además ellos mismos pueden convertirse en peligros. Cada persona
emplea cierta selección de ellos, pero estos se fijan en el interior del Yo, devienen unos modos regulares
de reacción de carácter, que durante toda la vida se repiten tan pronto como retorna una situación parecida
a la originaria.
Estos mecanismos de defensa retornan en la cura como resistencias, y la curación misma es tratada por el
yo como un peligro nuevo.
Al efecto que en el interior del Yo tiene el defender se lo llama Alteración del Yo.

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Sin embargo, no se puede rechazar la existencia de diversidades originarias, congénitas del Yo. Se han
hallado Resistencias que parecen depender de zonas fundamentales dentro del aparato psíquico.
- Personas que tienen una particular viscosidad de la libido, es decir, no pueden desasirse de investiduras
libidinales de un objeto y desplazarla a otro objeto nuevo
- Uno puede toparse también con el caso contrario. La libido aparece dotada de una especial movilidad.
Entra con rapidez en las investiduras nuevas, propuestas por el análisis, y resigna a cambio las anteriores.
Los resultados en este grupo son muy lábiles.
- Agotamiento de la plasticidad, de la capacidad para variar y para seguir desarrollándose.
- la conducta de las dos pulsiones primordiales, su distribución, mezcla y desmezcla, no se deben representar
limitadas a una sola provincia del aparato anímico (yo, ello, superyo). Durante el trabajo analítico, las
resistencias que la de una fuerza que se defiende por todos los medios contra la curación y a toda costa

OM
quiere aferrarse a la enfermedad y el padecimiento. A una parte de esa fuerza se la individualizo como CC
de culpa y necesidad de castigo, y se ha localizado en la relación del yo con el superyo. Pero se trata solo
de aquella parte que ha sido ligada por el superyo, de esa misma fuerza pueden estar operando otros montos,
no se sabe donde, en forma ligada o libre.
La Reacción Terapéutica Negativa (RTN) y la Conciencia de Culpa en los neuróticos ponen en evidencia la
presencia, que la vida anímica no esta gobernada exclusivamente por el ppio de placer, sino que hay pulsión

.C
de agresión, de destrucción, de muerte, que es una parte constitucional del aparato anímico.
Ferenzi consideraba que el análisis no es un proceso sin término, sino que puede ser llevado a un cierre
natural, si el analista tiene la paciencia y pericia debida. Sostenía que era decisivo para el éxito, que el
DD
analista haya aprendido bastante de sus propios errores y cobrado imperio sobre los puntos débiles de su
personalidad.
Para Freud, no sólo la complejidad yoica, sino también las peculiaridades del analista influyen sobre la cura
analítica y la dificultan tal como lo hacen las Resistencias.
LA

Para Freud, la terminación de un análisis es un asunto práctico: el análisis debe crear las condiciones
psíquicas más favorables para las funciones del Yo. Con ello quedaría tramitada la tarea.
En todo análisis hay dos temas que se destacan y dan guerra al analista. Los dos temas están ligados a la
diferencia entre los sexos:
FI

- La envidia del pene en la mujer


- La revuelta contra la actitud pasiva o femenina en el hombre.
En el varón, la masculinidad aparece desde el comienzo mismo y es acorde con el Yo; la actitud pasiva,


puesto que presupone la castración, es enérgicamente reprimida.


También en la mujer el querer alcanzar la masculinidad es acorde con el Yo en cierta época, a saber, en la
fase fálica (antes del desarrollo hacia la feminidad). Luego del insaciable deseo del pene, devendrán el deseo
del hijo varón, portador del pene. Hallaremos que el deseo de masculinidad se ha conservado en lo
Inconsciente y despliega desde la represión sus efectos perturbadores.
Ferenzi planteaba que sólo un análisis era exitoso si se lograba dominar esos dos complejos. Freud, en cambio,
sostenía que es difícil decir si se ha logrado dominar estos factores y cuando se lo ha logrado. El analista debe
consolarse con la seguridad de haber ofrecido al analizado toda la incitación posible para reexaminar y rever su actitud
frente al complejo. Deseo del pene y protesta masculina, llegada a la roca de base y término de la actividad analítica.

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“Análisis terminable e interminable” junto con “Construcciones en Psicoanálisis” son las últimas obras
estrictamente psicoanalíticas donde se retoma de forma explícita el estudio de la técnica psicoanalítica. A los
81 años, rodeado de colegas que comenzaban a deponer su posición de analista e intentando darle “formas
más adecuadas a la demanda”, se pregunta por la esencia del tratamiento psicoanalítico, si se puede
considerar un final para el psicoanálisis. Es conocida la metáfora del juego de ajedrez utilizada en “Sobre el
inicio del tratamiento”; hay un número infinito de caminos que una sesión puede tomar, dependiendo de las
asociaciones que se traen a la sesión y, solamente, una limitada cantidad de aperturas. Podemos aplicar al
cierre el mismo modelo; hay muchas maneras de terminar un análisis que dependen de múltiples factores,
pero Freud nos invita a reflexionar sobre algunos caminos posibles. Nos propone, además, una mirada
cuestionadora sobre la paradoja que encierra el “análisis didáctico” con sus límites y fronteras (número de
sesiones y duración), considerado como el “oro puro” en la formación del analista.
La experiencia nos ha enseñado que la terapia psicoanalítica, o sea, el librar a un ser humano de sus síntomas

OM
neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de carácter, es un trabajo largo. Por eso desde el comienzo
mismo se emprendieron intentos de abreviar la duración de los análisis. Tales empeños no necesitaban ser
justificados; podían invocar los móviles más razonables y acordes al fin. Pero es probable que obrara en ellos
todavía un resto de aquel impaciente menosprecio con que en un período anterior de la medicina se
abordaban las neurosis, como unos resultados ociosos de daños invisibles. Y si ahora uno estaba obligado a
considerarlas, trataba de acabar con ellas lo más pronto posible.

.C
Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección I, página 219.

Las elucidaciones sobre el problema técnico del modo en que se podría apresurar el lento decurso de un
DD
análisis nos llevan ahora a otra cuestión de más profundo interés, a saber: si existe un término natural para
cada análisis, si en general es posible llevar un análisis a un término tal. El uso lingüístico de los analistas
parece propiciar ese supuesto, pues a menudo se oye manifestar, a modo de lamento o de disculpa, sobre
una criatura humana cuya imperfección se discierne: «Su análisis no fue terminado», o «No fue analizado
hasta el final».
LA

Primero hay que ponerse de acuerdo sobre lo que se mienta con el multívoco giro «final o término de un
análisis». En la práctica es fácil decirlo. El análisis ha terminado cuando analista y paciente ya no se
encuentran en la sesión de trabajo analítico. Y esto ocurrirá cuando estén aproximadamente cumplidas dos
condiciones: la primera, que el paciente ya no padezca a causa de sus síntomas y haya superado sus
FI

angustias así como sus inhibiciones, y la segunda, que el analista juzgue haber hecho conciente en el enfermo
tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior, que
ya no quepa temer que se repitan los procesos patológicos en cuestión. Y si se está impedido de alcanzar
esta meta por dificultades externas, mejor se hablará de un análisis imperfecto {unvollständig} que de uno


no terminado {unvollendet}.

El otro significado de «término» de un análisis es mucho más ambicioso. En nombre de él se inquiere si se


ha promovido el influjo sobre el paciente hasta un punto en que la continuación del análisis no prometería
ninguna ulterior alteración. Vale decir, la pregunta es si mediante el análisis se podría alcanzar un nivel de
normalidad psíquica absoluta, al cual pudiera atribuirse además la capacidad para mantenerse estable -p.
ej., sí se hubiera logrado resolver todas las represiones sobrevenidas y llenar todas las lagunas del recuerdo-
. Primero examinaremos la experiencia para ver si tal cosa ocurre, y luego la teoría, para saber si ello es en
general posible.

Todo analista habrá tratado algunos casos con tan feliz desenlace. Se ha conseguido eliminar la perturbación
neurótica preexistente, y ella no ha retornado ni ha sido sustituida por ninguna otra. Por lo demás, no se
carece de una intelección sobre las condiciones de tales éxitos. El yo de los pacientes no estaba alterado de
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una manera notable, y la etiología de la perturbación era esencialmente traumática. Es que la etiología de
todas las perturbaciones neuróticas es mixta; o se trata de pulsiones hiperintensas, esto es, refractarias a su
domeñamiento [cf. AE, 23, pág. 227 y n. 8] por el yo, o del efecto de unos traumas tempranos, prematuros,
de los que un yo inmaduro no pudo enseñorearse. Por regla general, hay una acción conjugada de ambos
factores, el constitucional y el accidental. Mientras más intenso sea el primero, tanto más un trauma llevará
a la fijación y dejará como secuela una perturbación del desarrollo; y cuanto más intenso el trauma, tanto
más seguramente exteriorizará su perjuicio, aun bajo constelaciones pulsionales normales. No hay ninguna
duda de que la etiología traumática ofrece al análisis, con mucho, la oportunidad más favorable.

Sólo en el caso con predominio traumático conseguirá el análisis aquello de que es magistralmente capaz:
merced al fortalecimiento del yo, sustituir la decisión deficiente que viene de la edad temprana por una
tramitación correcta. Sólo en un caso así se puede hablar de un análisis terminado definitivamente. Aquí el

OM
análisis ha hecho su menester y no necesita ser continuado. Si el paciente así restablecido nunca vuelve a
producir una perturbación que le hiciere necesitar del análisis, uno en verdad no sabe cuánto de esta
inmunidad se debe al favor del destino, que quizá le ha ahorrado unas pruebas demasiado severas.

La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo, adquirida en la lucha defensiva,
en el sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables para el efecto del análisis y
capaces de prolongar su duración hasta lo inconcluible. Uno está tentado de responsabilizar a la primera -la

.C
intensidad pulsional- por la plasmación de la otra -la alteración del yo-, pero parece que esta última tiene su
propia etiología, y en verdad hay que confesar que con estas constelaciones no estamos lo bastante
familiarizados. Es que sólo ahora se han convertido en asunto del estudio analítico. Me parece que en este
DD
campo el interés de los analistas en modo alguno tiene el enfoque correcto. En vez de indagar cómo se
produce la curación por el análisis, cosa que yo considero suficientemente esclarecida, el planteo del
problema debería referirse a los impedimentos que obstan a la curación analítica.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección II, página 222.
LA

Comenzamos averiguando cómo se podría abreviar la duración fatigosamente larga de un tratamiento


analítico, y luego, guiados siempre por nuestro interés en las relaciones de tiempo, hemos pasado a
preguntarnos si se puede alcanzar una curación duradera y si mediante un tratamiento profiláctico es posible
prevenir enfermedades futuras. Así llegamos a discernir como decisivos para el éxito de nuestro empeño
FI

terapéutico los influjos de la etiología traumática, la intensidad relativa de las pulsiones que es preciso
gobernar, y algo que llamamos alteración del yo. [Cf. AE, 23, pág. 227.]. Sólo consideramos en detalle el
segundo de esos factores, y al hacerlo tuvimos ocasión de reconocer la sobresaliente importancia del factor
cuantitativo y de insistir en los títulos con que cuenta el abordaje metapsicológico para cualquier intento de


explicación.

Acerca del tercer factor, la alteración del yo, no hemos manifestado nada todavía. Si nos volvemos hacia él,
recibimos como primera impresión que hay aquí mucho por preguntar y por responder, y lo que tenemos
para decir demostrará ser asaz insuficiente. Esta primera impresión se sostiene aun luego de habernos
ocupado más del problema. Como es sabido, la situación analítica consiste en aliarnos nosotros con el yo de
la persona objeto a fin de someter sectores no gobernados de su ello, o sea, de integrarlos en la síntesis del
yo. El hecho de que una cooperación así fracase comúnmente con el psicótico ofrece un punto firme para
nuestro juicio. El yo, para que podamos concertar con él un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero ese
yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, inutilizable para nuestros
propósitos, no es por desdicha una ficción. Cada persona normal lo es sólo en promedio, su yo se aproxima
al del psicótico en esta o aquella pieza, en grado mayor o menor, y el monto del distanciamiento respecto

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de un extremo de la serie y de la aproximación al otro nos servirá provisionalmente como una medida de
aquello que se ha designado, de manera tan imprecisa, «alteración del yo».

Si preguntamos de dónde provienen las modalidades y los grados, tan diversos, de la alteración del yo, he
aquí la inevitable alternativa que se presenta: son originarios o adquiridos. El segundo caso será más fácil
de tratar. Si se los ha adquirido, fue sin duda en el curso del desarrollo desde las primeras épocas de la vida.
Desde el comienzo mismo, en efecto, el yo tiene que procurar el cumplimiento de su tarea, mediar entre su
ello y el mundo exterior al servicio del principio de placer, precaver al ello de los peligros del mundo exterior.
Si en el curso de este empeño aprende a adoptar una actitud defensiva también frente al ello propio, y a
tratar sus exigencias pulsionales como peligros externos, esto acontece, al menos en parte, porque
comprende que la satisfacción pulsional llevaría a conflictos con el mundo exterior. El yo se acostumbra
entonces, bajo el influjo de la educación, a trasladar el escenario de la lucha de afuera hacia adentro, a

OM
dominar el peligro interior antes que haya devenido un peligro exterior, y es probable que las más de las
veces obre bien haciéndolo. Durante esta lucha en dos frentes -más tarde se agregará un tercer frente (1)-
, el yo se vale de diversos procedimientos para cumplir su tarea, que, dicho en términos generales, consiste
en evitar el peligro, la angustia, el displacer. Llamamos «mecanismos de defensa» a estos procedimientos.
No nos resultan todavía consabidos de manera exhaustiva. Un trabajo publicado por Anna Freud (1936) nos
ha permitido echar una primera mirada a su diversidad y su multilateral intencionalidad {Bedeutung}.

.C
De uno de esos mecanismos, la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación}, ha partido el estudio de los
procesos neuróticos en general. Nunca se dudó de que la represión no es el único procedimiento de que
dispone el yo para sus propósitos. Empero, es algo particularísimo, separado de los otros mecanismos de
DD
manera más tajante que estos entre sí. Querría patentizar su relación con ellos por medio de una
comparación, pero bien sé que en estos campos las comparaciones no nos llevan muy lejos. Piénsese, pues,
en los posibles destinos de un libro en la época en que todavía no se hacían ediciones impresas, sino que se
los copiaba uno por uno; y que uno de estos libros contuviera referencias que en épocas posteriores se
consideraron indeseadas -tal como, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo debieron de
LA

contener pasajes sobre Jesucristo chocantes para la posterior cristiandad-. La censura oficial de nuestros
días no emplearía otro mecanismo de defensa que la confiscación y destrucción de cada ejemplar de la
edición entera. En aquella época se utilizaban métodos diversos para volver inocuo el libro. O bien los pasajes
chocantes se tachaban con un trazo grueso, de suerte que se volvían ilegibles, y, si después no se los
reescribía, el siguiente copista del libro brindaba un texto irreprochable, pero lagunoso en algunos pasajes y
FI

quizás ininteligible ahí. O bien, no conformes con ello, querían evitar también el indicio de la mutilación del
texto; procedíase entonces a desfigurar {dislocar} el texto. Se omitían algunas palabras o se las sustituía por
otras, se interpolaban frases nuevas; lo mejor era suprimir todo el pasaje e insertar en su lugar otro, que
quería decir exactamente lo contrario. El copista siguiente del libro podía producir entonces un texto


insospechable, pero que estaba falsificado; ya no contenía lo que el autor había querido comunicar, y muy
probablemente las correcciones introducidas no se orientaban en el sentido de la verdad.

Si no se establece la comparación en términos demasiado estrictos, se puede decir que la represión es a los
otros métodos de defensa como la omisión a la desfiguración de] texto, y en las diversas formas de esta
falsificación puede uno hallar analogías para las múltiples variedades de la alteración del yo. Alguien podría
objetar que esta comparación falla en un punto esencial, pues la desfiguración del texto es obra de una
censura tendenciosa, de la que el desarrollo yoico no muestra ningún correspondiente; pero no hay tal, pues
esa tendencia está subrogada en vasta medida por la compulsión del principio de placer. El aparato psíquico
no tolera el displacer, tiene que defenderse de él a cualquier precio, y si la percepción de la realidad objetiva
trae displacer, ella -o sea, la percepción- tiene que ser sacrificada. Contra el peligro exterior, uno puede
encontrar socorro durante un tiempo en la huida y la evitación de la situación peligrosa, hasta adquirir
fortaleza bastante para cancelar la amenaza mediante una alteración activa de la realidad objetiva. Pero de
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sí mismo uno no puede huir; contra el peligro interior no vale huida alguna, y por eso los mecanismos de
defensa del yo están condenados a falsificar la percepción interna y a posibilitarnos sólo una noticia deficiente
y desfigurada de nuestro ello. El yo queda entonces, en sus relaciones con el ello, paralizado por sus
limitaciones o enceguecido por sus errores, y el resultado en el acontecer psíquico será por fuerza el mismo
que si un peregrino no conociera la comarca por la que anda y no tuviera vigor para la marcha.

Los mecanismos de defensa sirven al propósito de apartar peligros. Es incuestionable que lo consiguen; es
dudoso que el yo, durante su desarrollo, pueda renunciar por completo a ellos, pero es también seguro que
ellos mismos pueden convertirse en peligros. Muchas veces el resultado es que el yo ha pagado un precio
demasiado alto por los servicios que ellos le prestan. El gasto dinámico que se requiere para solventarlos,
así como las limitaciones del yo que conllevan casi regularmente, demuestran ser unos pesados lastres para
la economía psíquica. Y, por otra parte, estos mecanismos no son resignados después que socorrieron al yo

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en los años difíciles de su desarrollo. Desde luego que cada persona no emplea todos los mecanismos de
defensa posibles, sino sólo cierta selección de ellos, pero estos se fijan en el interior del yo, devienen unos
modos regulares de reacción del carácter, que durante toda la vida se repiten tan pronto como retorna una
situación parecida a la originaria. Así pasan a ser infantilismos, comparten el destino de tantas instituciones
que se afanan en conservarse cuando ha pasado la época de su idoneidad. «La razón para en locura, la obra
de bien en azote», según la queja del poeta (2). El yo fortalecido del adulto sigue defendiéndose de unos
peligros que ya no existen en la realidad objetiva, y aun se ve esforzado a rebuscar aquellas situaciones de

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la realidad que puedan servir como sustitutos aproximados del peligro originario, a fin de justificar su
aferramiento a los modos habituales de reacción. Bien se entiende, pues, que los mecanismos de defensa,
mediante una enajenación respecto del mundo exterior, que gana más y más terreno, y mediante un
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debilitamiento permanente del yo, preparen y favorezcan el estallido de la neurosis.

Pero en este momento nuestro interés no se dirige al papel patógeno de los mecanismos de defensa;
queremos indagar cómo influye sobre nuestro empeño terapéutico la alteración del yo que les corresponde.
El ya citado libro de Anna Freud proporciona el material para responder esta pregunta. Lo esencial respecto
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de esto es que el analizado repite tales modos de reacción aun durante el trabajo analítico, los muestra a
nuestros ojos, por así decir; en verdad, sólo por esa vía tomamos noticia de ellos. No querernos decir con
esto que imposibiliten el análisis. Más bien, conforman una mitad de nuestra tarea analítica, La otra, la que
el análisis abordó primero en su historia temprana, es el descubrimiento de lo escondido en el ello. Durante
el tratamiento, nuestro empeño terapéutico oscila en continuo péndulo entre un pequeño fragmento de
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análisis del ello y otro de análisis del yo. En un caso queremos hacer conciente algo del ello; en el otro,
corregir algo en el yo. Y el hecho decisivo es que los mecanismos de defensa frente a antiguos peligros
retornan en la cura como resistencias al restablecimiento. Se desemboca en esto: que la curación misma es
tratada por el yo corno un peligro nuevo.


El efecto terapéutico se liga con el hacer conciente lo reprimido -en el sentido más lato- en el interior del
ello; preparamos el camino a este hacer conciente mediante interpretaciones y construcciones (3), pero
habremos interpretado sólo para nosotros, no para el analizado, mientras el yo se aferre al defender anterior,
mientras no resigne las resistencias. Ahora bien, estas resistencias, aunque pertenecientes al yo, son empero
inconcientes y en cierto sentido están segregadas dentro del yo. El analista las discierne más fácilmente que
a lo escondido en el ello; debería bastar que se las tratase como partes del ello y, haciéndolas concientes,
se las vinculase con el yo restante. Por este camino habría que tramitar una mitad de la tarea analítica; no
cabría contar con una resistencia al descubrimiento de resistencias. No obstante, sucede lo siguiente. Durante
el trabajo con las resistencias, el yo se sale -más o menos seriamente- del pacto en que reposa la situación
analítica. El yo deja de compartir nuestro empeño por poner en descubierto al ello, lo contraría, no observa
la regla analítica fundamental, no deja que afloren otros retoños de lo reprimido. No se puede esperar del
paciente una convicción sólida sobre el poder curativo del análisis; acaso ya traía alguna confianza en el
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analista, confianza que se refuerza y se torna productiva en virtud de los factores, que es preciso despertar,
de la trasferencia positiva. Bajo el Influjo de las mociones de displacer, que se registran ahora por la
reescenificación de los conflictos defensivos, pueden cobrar preeminencia unas trasferencias negativas y
cancelar por completo la situación analítica. El analista es ahora sólo un hombre extraño que le dirige al
paciente desagradables propuestas, y este se comporta frente a aquel en un todo como el niño a quien el
extraño no le gusta, y no le cree nada. Si el analista intenta demostrar al paciente una de las desfiguraciones
emprendidas en la defensa y corregírsela, lo halla irrazonable e inaccesible para los buenos argumentos. Así
pues, existe realmente una resistencia a la puesta en descubierto de las resistencias, y los mecanismos de
defensa merecen realmente el nombre con que se los designó al comienzo, antes de ser investigados con
precisión; son resistencias no sólo contra el hacer-concientes los contenidos-ello, sino también contra el
análisis en general y, por ende, contra la curación.

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Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos designarlo «alteración del yo», siempre que por
tal comprendamos la divergencia respecto de un yo normal ficticio que aseguraría al trabajo psicoanalítico
una alianza de fidelidad inconmovible. Ahora es fácil creer lo que la experiencia cotidiana enseña: tratándose
del desenlace de una cura analítica, este depende en lo esencial de la intensidad y la profundidad de arraigo
de estas resistencias de la alteración del yo. De nuevo nos sale al paso aquí la significatividad del factor
cuantitativo, de nuevo somos advertidos de que el análisis puede costear sólo unos volúmenes determinados
y limitados de energías, que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y es como si efectivamente el triunfo

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fuera, las más de las veces, para los batallones más fuertes.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección V, página 236.
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Detengámonos un momento para asegurar al analista nuestra simpatía sincera por tener que cumplir él con
tan difíciles requisitos en el ejercicio de su actividad. Y hasta pareciera que analizar sería la tercera de aquellas
profesiones «imposibles» en que se puede dar anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado. Las
otras dos, ya de antiguo consabidas, son el educar y el gobernar (4). No puede pedirse, es evidente, que el
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futuro analista sea un hombre perfecto antes de empeñarse en el análisis, esto es, que sólo abracen esa
profesión personas de tan alto y tan raro acabamiento. Entonces, ¿dónde y cómo adquiriría el pobre diablo
aquella aptitud ideal que le hace falta en su profesión? La respuesta rezará: en el análisis propio, con el que
comienza su preparación para su actividad futura. Por razones prácticas, aquel sólo puede ser breve e
incompleto; su fin principal es posibilitar que el didacta juzgue si se puede admitir al candidato para su
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ulterior formación. Cumple su cometido si instila en el aprendiz la firme convicción en la existencia de lo


inconciente, le proporciona las de otro modo increíbles percepciones de sí a raíz de la emergencia de lo
reprimido, y le enseña, en una primera muestra, la técnica únicamente acreditada en la actividad analítica.
Esto por sí solo no bastaría como instrucción, pero se cuenta con que las incitaciones recibidas en el análisis


propio no han de finalizar una vez cesado aquel, con que los procesos de la recomposición del yo continuarán
de manera espontánea en el analizado y todas las ulteriores experiencias serán aprovechadas en el sentido
que se acaba de adquirir. Ello en efecto acontece, y en la medida en que acontece otorga al analizado aptitud
de analista.

Es lamentable que además de ello acontezca otra cosa todavía. Cuando quiere describirlo, uno sólo puede
basarse en ciertas impresiones. Hostilidad por un lado, partidismo por el otro, crean una atmósfera que no
es favorable a la exploración objetiva. Parece, pues, que numerosos analistas han aprendido a aplicar unos
mecanismos de defensa que les permiten desviar de la persona propia ciertas consecuencias y exigencias
del análisis, probablemente dirigiéndolas a otros, de suerte que ellos mismos siguen siendo como son y
pueden sustraerse del influjo crítico y rectificador de aquel. Acaso este hecho da razón al poeta cuando nos
advierte que, si a un hombre se le confiere poder, difícil le resultará no abusar de ese poder (5). Entretanto,
a quien se empeña en entender esto se le impone la desagradable analogía con el efecto de los rayos X
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cuando se los maneja sin particulares precauciones. No sería asombroso que el hecho de ocuparse
constantemente de todo lo reprimido que en el alma humana pugna por libertarse conmoviera y despertara
también en el analista todas aquellas exigencias pulsionales que de ordinario él es capaz de mantener en la
sofocación. También estos son «peligros del análisis», que por cierto no amenazan al copartícipe pasivo, sino
al copartícipe activo de la situación analítica, y no se debería dejar de salirles al paso. En cuanto al modo, no
pueden caber dudas. Todo analista debería hacerse de nuevo objeto de análisis periódicamente, quizá cada
cinco años, sin avergonzarse por dar ese paso. Ello significaría, entonces, que el análisis propio también, y
no sólo el análisis terapéutico de enfermos, se convertiría de una tarea terminable {finita} en una
interminable {infinita}.

No obstante, es tiempo de aventar aquí un malentendido. No tengo el propósito de aseverar que el análisis
como tal sea un trabajo sin conclusión. Comoquiera que uno se formule esta cuestión en la teoría, la

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terminación de un análisis es, opino yo, un asunto práctico. Todo analista experimentado podrá recordar una
serie de casos en que se despidió del paciente para siempre «rebus bene gestis» (6). Mucho menos se
distancia la práctica de la teoría en casos del llamado «análisis del carácter». Aquí no se podrá prever
fácilmente un término natural, por más que uno evite expectativas exageradas y no pida del análisis unas
tareas extremas. Uno no se propondrá como meta limitar todas las peculiaridades humanas en favor de una
normalidad esquemática, ni demandará que los «analizados a fondo» no registren pasiones ni puedan
desarrollar conflictos internos de ninguna índole. El análisis debe crear las condiciones psicológicas más

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favorables para las funciones del yo; con ello quedaría tramitada su tarea.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección VII, página 249.
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