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TEMA 9

LA EUROPA DE LOS ESTADOS MONÁRQUICOS (SS. XIV-XV)

I.- LA AFIRMACIÓN DE LAS SOBERANÍAS MONÁRQUICAS.


a) Elaboraciones Teóricas
b) El Desarrollo Institucional
c) El Diálogo entre el Estado y la Sociedad
II. GUERRAS Y NACIONALISMOS: La Guerra de los Cien Años.
a) Las grandes victorias inglesas.
b) El protagonismo ibérico y la reconquista francesa.
c) Occidente bajo las grandes treguas (1380-1415).
d) La 2ª fase del conflicto: la doble monarquía y su fracaso.
e) El espíritu de Arrás.
f) Sentido y secuelas de la Guerra de los Cien Años.
III.- FORMACIÓN DEL MAPA POLÍTICO DE EUROPA
a) Expansión hacia el Oeste, retroceso en el Este.
b) Los Grandes Estados Occidentales a finales de la Edad Media.
c) La Europa Central.
d) La Europa Nórdica.

Aunque el término «Estado», en su acepción actual de una corporación política no existe hasta
el final de la Edad Media, sin embargo, lo que conocemos como «una población agrupada en
un territorio y obediente a un gobernante, sin depender más que de sí misma», existe
claramente, y el Estado monárquico soberano se ha impuesto como la estructura política
preponderante en la Europa occidental.

I. LA AFIRMACIÓN DE LAS SOBERANÍAS MONÁRQUICAS

Los hombres de esta época consideran que la monarquía es la mejor forma posible de
gobierno, justificada por la teoría orgánica del Estado («un cuerpo, luego una sola cabeza»),
aunque las oligarquías hayan llegado a otras soluciones, como en el caso de las ciudades-
Estado italianas. Pero hay dos poderes con vocación supranacional que han amenazado
durante largo tiempo el ejercicio de la soberanía real, el del Emperador y el del Papa.

El primero, esgrimiendo el derecho romano, opone a la potestas de los reyes (poder), la


auctoritas imperial (autoridad de origen divino); el segundo lleva hasta el extremo las
consecuencias de la teocracia pontificia, por medio de la cual ambiciona elevarse por encima
de todos los poderes terrenales. Esta teoría del poder, elaborada por la Iglesia en los tiempos
feudales, defendía que la «plenitud del poder» sobre la Tierra pertenecía al papa, cabeza de
una Iglesia a la que se asimila todo el conjunto de la sociedad, heredero de Pedro a quien
Cristo había entregado el poder espiritual y el poder temporal, del cual debe tener el control.
El papa, cuya vocación principal no es ejercer el poder temporal, delega su ejercicio en los
príncipes, concebidos como ministros suyos, y respecto a los que tiene, como es lógico, el
poder de investir, de controlar e incluso de deponer si fuera preciso. Lo esencial de la teoría
teocrática se encuentra en la bula Unam sanctam, dirigida por Bonifacio VIII a Felipe el
Hermoso en 1302.

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El peligro no es igual en todas partes. Allí donde la historia permitió que los soberanos
impusieran la idea de una autoridad superior, donde la atomización feudal ha influido en
menor medida en la sociedad (Península Ibérica, Inglaterra), la disolución del Estado ha sido
parcial y su rey ha conservado algunas prerrogativas públicas (impuestos y movilización en
armas). El territorio está entonces menos dispuesto a aceptar una autoridad supranacional.

Es algo que no sucede en el reino de Francia, cuyo rey ha debido luchar duramente para
imponerse a las concepciones feudales, hasta lograr, a principios del siglo XIV, que las
ordenanzas reales afirmaran claramente que el rey de Francia ni puede ni debe prestar
homenaje a ninguno de sus súbditos. Tras esta victoria en la soberanía interna ¿Puede ser
admisible el inclinarse ante un poder exterior? El asunto es la base del debate político de los
inicios del siglo XIV. Al emperador, el rey le responde desde el siglo XIII que él es el
«emperador en su reino» y que «no depende sino de Dios y de sí mismo». La lucha aún no se
ha ganado completamente, pero la decadencia del poder imperial, que, al mismo tiempo, está
enredado en su conflicto de soberanía con Roma, hace inútiles sus pretensiones de
universalidad. Con respecto al papa, fue precisa toda la beligerancia y la sagacidad de Felipe IV
el Hermoso (1285-1314) y sus consejeros para demostrar que ya había pasado la época en la
que el miedo a la Iglesia o a las sanciones espirituales podía hacer que los poderes laicos se
sometieran.

a) Elaboraciones Teóricas.

La época principal de la lucha de poderes, el reinado de Felipe IV el Hermoso, confirma la


importancia de unos pensadores políticos al servicio del príncipe laico (juristas, filósofos). Su
pensamiento se alimenta de fuentes muy diferentes, utilizando, si era necesario, los textos
sagrados o a los pensadores de la Iglesia, para demostrar de una forma racional las debilidades
de su pensamiento o sus interpretaciones abusivas y también recurriendo a los filósofos de la
Antigüedad, sea o no cristiana, así como a las obras de los tiempos feudales. Aristóteles se
convierte en una referencia esencial: redescubierto en el siglo XIII, aporta principalmente al
pensamiento occidental un método de razonamiento (silogismo) y una filosofía política que
hace del Estado la forma natural de organización de los hombres en sociedad. Pero también
san Agustín, san Alberto Magno o santo Tomás de Aquino fueron útiles para la reflexión sobre
la dualidad de poderes. La Biblia, los historiadores, oradores y filósofos romanos, permiten el
redescubrimiento de las instituciones antiguas y se va conociendo cada vez mejor el derecho
romano por la intermediación de las codificaciones justinianeas, vasta compilación del derecho
romano, iniciado en época del emperador Justiniano (527-565), que comprende además del
Código (selección de constituciones imperiales), el Digesto (decisiones y opiniones de los
jurisconsultos), las Instituciones (manual de derecho), y las Novelas (en griego, obra legislativa
del propio reino del Emperador). Se utiliza igualmente el Policraticus de Juan de Salisbury
(1159), que reflexiona sobre la imagen del cuerpo social y del papel del príncipe, aunque
reservando el poder superior al papa. Un buen número de estos autores son traducidos en el
siglo XIV por orden de los soberanos.

No faltan temas de reflexión. Se trata de definir la naturaleza y los orígenes del poder público,
los campos de intervención y los deberes del Estado. La idea de una separación de la Iglesia y
del Estado aparece como necesaria tanto para Juan de París (1260-1306), abogado de las tesis
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monárquicas francesas, como a Dante (1265-1321), campeón del Imperio. En el gran debate de
las relaciones entre los dos poderes, el espiritual y el temporal, ocupa un lugar privilegiado el
Defensor pacis (1324), obra de Marsilio de Padua y Juan de Jandún, que intenta demostrar el
derecho del príncipe para ejercer el supremo poder en los dos dominios, en virtud de su misión
de «defensor de la paz» y de representante de Dios en la tierra. Más moderado es el Songe du
Verger (1378), escrito por un consejero del rey Carlos V, que sitúa al rey en la posición de
árbitro, lo que conlleva el reconocimiento de su capacidad para intervenir en todos los
asuntos.

La misión del Estado, tal y como se va concibiendo cada vez más en el siglo XIV, es el hacer
reinar la paz, cosa a la que no se puede llegar de otra forma que por medio de la justicia. La
reflexión sobre la ley conduce a privilegiar una forma de gobierno monárquico respetuoso con
Dios y con el orden del mundo (ley divina) y con los imperativos de la conciencia (ley natural) y
el bien común (ley humana).

Durante toda la Baja Edad Media se multiplican los tratados didácticos (Espejos de príncipes),
el más célebre de los cuales, es el De regimine principorum (Acerca del gobierno de los
príncipes) de Gil de Roma (1285).

Se investiga también acerca de la función de aquel que encarna el Estado, el príncipe: el


término debe ser tomado en el sentido etimológico de princeps, título del emperador romano
referencia de las monarquías medievales. El príncipe es, en consecuencia, el que tiene los
poderes soberanos, sea un rey o un simple príncipe «territorial».

El primer componente del poder monárquico es su dimensión mística: el príncipe es, ante
todo, el elegido por Dios, y este origen divino del poder se manifiesta en la organización de una
verdadera religión real, especialmente en los grandes reinos centralizadores. Su manifestación
más espectacular es la consagración, que no practican todos los países, y que dota al rey de un
lugar único en la sociedad, como único laico consagrado. Justifica la veneración casi religiosa
del soberano por parte de su pueblo, circunstancia que contribuyen a desarrollar otras
ceremonias espectaculares, como la entrada en las ciudades o los obsequios reales. Esta
religión real facilita la aceptación de conceptos monárquicos, dándoles una dimensión
concreta por la repetición de gestos y de actitudes.

Sucede así con la noción de continuidad dinástica, y con las reglas de sucesión, que se imponen
por todas partes a partir del desarrollo de la teoría política de la Inalienabilidad de la corona,
que dispone que el rey no puede designar como sucesor a quien quiera, sino que debe
respetar todas las reglas sucesorias establecidas por la costumbre, que conceden una prioridad
cada vez mayor a la «sangre real», lo que explica que incluso en las revoluciones de palacio
que conducen a la eliminación de un monarca (Inglaterra, Castilla), se desemboca en escoger a
un sucesor de la familia del soberano rechazado, y que en las monarquías electivas la elección
recaiga sobre el heredero legítimo. De ahí se deriva la idea de una corona inmaterial, como
símbolo del Estado, distinto al príncipe, pero ceñida por él durante el tiempo de su reinado,
con el consentimiento de Dios, eterna y transmisible, siguiendo unas reglas que escapan al
control individual de los hombres.

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Esta corona tiene sus derechos, que manifiestan la soberanía del Estado. Los dominios de
intervención privilegiada del soberano son la justicia, las finanzas, la defensa y, finalmente, la
acción económica y social. En definitiva, lo que se conoce como la majestad real, cuya
concepción laxa autoriza a que los derechos del rey no conozcan límites dentro del territorio
del Estado. Falta el hacer que la población admita su ejercicio y que el respeto a estas reglas
sea impuesto a todos.

b) El desarrollo Institucional.

Esta compleja tarea recae en la administración. Los obstáculos a vencer son, al mismo tiempo
psicológicos —la noción de Estado se ha perdido prácticamente desde el fin de la
Antigüedad—, políticos y sociales —la autoridad ha sido asumida por hombres bien
implantados localmente y poco dispuestos a renunciar a ella—, y materiales, pues la extensión
y las distancias acrecientan la dificultad de las comunicaciones, complicadas aún más por la
multiplicidad de los particularismos (lenguas, derechos, tradiciones). Es un largo camino que
recorrer y sus etapas se han ido salvando de forma progresiva, aprendiendo de los muchos
intentos. Destaquemos algunas manifestaciones notables.

Se comprende fácilmente la necesidad de una división en zonas del territorio, por la red de
caminos que facilita el desplazamiento de correos y de ejércitos, pero igualmente a través de
una red administrativa que es testimonio de la continua presencia del príncipe.

El rey de Inglaterra tiene ventaja en esto por la relativa debilidad de los particularismos locales
y de los dominios feudales. En el cuadro tradicional de los condados, subdivididos en centenas,
serán los miembros de la gentry (pequeña aristocracia local) los que, sin recibir salario,
desempeñen las funciones administrativas: el Sheriff: jefe de la administración local, hace
ejecutar las sentencias de la corte del condado y recibe y transmite todas las órdenes reales
que conciernen a su jurisdicción; el coroner: investigador en caso de la muerte de un hombre;
el escheator: gestor local del dominio de la corona. Las visitas regulares de los jueces reales de
la corte central (eyres) y, sobre todo, la institución de los jueces de paz (1360), contribuyen a
hacer del rey la referencia por excelencia en materia de justicia.

La administración local es más torpe en Francia, pero el número de las personas y la dimensión
del país no pueden compararse. Obligada a tener en cuenta los dominios feudales extendidos
por todas partes, se apoya desde el siglo XIII en los bailes y los senescales, convertidos poco a
poco en sedentarios y cuya competencia sobrepasa el marco del Dominio real, ya que actúan
como jueces de apelación de las jurisdicciones feudales, en las cuales son los encargados de
movilizar a los hombres en caso de guerra. Aunque su número aumenta de forma regular, la
acumulación de tareas que les competen, y el hecho de que sean sobre todo agentes políticos
encargados de enlazar la periferia y el centro, conducen a adjuntarles recaudadores ordinarios,
oficiales de las finanzas señoriales, y lugartenientes de justicia. Desde mediados del siglo XIV
aparecen nuevas circunscripciones bajo la fiscalidad real: las elections, en cuyo interior el
impuesto directo se reparte entre las parroquias. Son un calco de las circunscripciones de las
diócesis y se agruparán en el siglo XV en cuatro y después cinco generalités.

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Por lo que se refiere a la administración central, desde el siglo XIII se especializan los servicios.
Se produce la separación de las tareas entre el servicio del príncipe y el del Estado salvo en un
caso particular, el de los principados alemanes. Hay una institución que se constituye en el lazo
entre todos los cuerpos del Estado, el consejo, sea restringido a los hombres de confianza o
ampliado con los miembros de los «partidos» cuya dirección se disputan. La lucha por su
control ha estado en el centro de muchas de las crisis del fin de la Edad Media. El consejo se
hace «omnicompetente», el príncipe puede convocarlo para cualquier asunto. A veces se
convierte en corte de justicia para juzgar los grandes asuntos políticos o, incluso, en Francia,
desempeñar las funciones de una corte de casación. El jefe del consejo, el canciller, que lo
preside en ausencia del príncipe, es una especie de primer ministro. Guarda el gran sello y
puede presidir la corte soberana en la que terminan las apelaciones del reino, que en Francia
es el Parlamento de París, organismo estable a partir de 1360, ayudado por parlamentos
provinciales desde mediados del siglo XV.

Desde esa misma fecha al canciller le disputa la primacía un alto responsable financiero, signo
de la ascensión de la administración financiera. Esta, es relativamente simple en Inglaterra,
donde todo converge en el Échiquier, alta corte financiera que se divide en un Échiquier bajo,
que centraliza los ingresos y un Échiquier alto, que examina las cuentas y funciona como
tribunal administrativo.

En Francia la administración financiera resulta más complicada, distinguiéndose claramente


entre las finanzas ordinarias, que designan al Dominio, es decir, las rentas tradicionales del
rey, y las finanzas extraordinarias, que englobarían todo lo que se refiere a los impuestos no
consagrados por la costumbre y percibidos, en principio, en circunstancias excepcionales. Cada
sector tiene entonces su jerarquía y sus propias instancias de control (cámara de cuentas,
Tribunal de los impuestos indirectos —«Cour des Aides»—, Corte del Tesoro...)

Fuera del reino de Francia es posible que un oficial superior único centralice toda la
recaudación (tesorero y receptor general). La aportación de la época final de la Edad Media al
apartado de las finanzas públicas es el surgimiento de la voluntad de clarificación y de
previsión burocrática («estado de las Cuentas»), la separación de las operaciones de gestión,
de control y de manejo de fondos, la multiplicación fabulosa de los medios de que disponen los
príncipes por el cambio de la fiscalidad, que conoce ahora verdaderamente su mayor
desarrollo.

Este desarrollo de los servicios del Estado en todos los niveles trajo como consecuencia la
aparición de un grupo socio-profesional original, los oficiales, que no son todavía funcionarios,
pero cuya estabilidad en el empleo va creciendo con los años, lo mismo que se desarrolla la
venalidad y la herencia de cargos. Procedentes de cualquier medio social, especialmente
pequeña y media nobleza, se ocupan de sus intereses particulares y de su promoción social,
pero, en conjunto, consiguen conciliar sus preocupaciones privadas con los deberes de sus
cargos.

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c) El Diálogo entre el Estado y la Sociedad.

Ahora es también la época privilegiada de las asambleas representativas, aparecidas en la


Península Ibérica a fines del siglo XII (Aragón, Castilla). Su difusión por todo el continente entre
mediados del siglo XIII y mediados del XIV —cortes o corts ibéricas, parlamento inglés, estados
franceses, Estados germánicos— indica el progreso de la idea de representación y, sobre todo,
las necesidades crecientes que los Estados tienen de dinero. Es preciso pedir la conformidad de
los súbditos antes de imponer medidas fiscales nuevas, en virtud de un principio del derecho
romano: «Lo que a todos atañe debe ser consentido por todos». De hecho, «todos» no
participan en la reunión, sino que son representados por personas interpuestas, y la asamblea
de los tres órdenes, que es la forma más frecuente, no es representativa sino en la concepción
de este tiempo, que ve lógico que el señor hable en nombre de todos los habitantes del
señorío, o el obispo, el canónigo o el abad por los clérigos, y el burgués rico por el conjunto de
la ciudad.

El tiempo principal del diálogo con el Estado se da entre mediados del siglo XIV y mediados del
XV. Las asambleas, que entonces se reúnen con frecuencia, tienen a veces la tentación de
aprovechar las dificultades para obtener el reparto del poder, y conquistar prerrogativas
judiciales y legislativas. Pero adolecen de cohesión y de representatividad, además de que el
fortalecimiento y después la estabilización del Estado son algo fatal para ellas. En el caso de
que sigan existiendo después de 1451, sólo conservan el derecho de dar su consentimiento al
impuesto.

Por lo que se refiere a las ciudades, no estaba tan alejado el tiempo en que estas podían
confiar en ser interlocutores privilegiados de los monarcas. En la Península Italiana, donde no
se ha conseguido la centralización, las más poderosas han formado estados que tienen que
sofocar el deseo de igualdad de derechos en el ámbito correspondiente a su señorío (contado).
En Germania, las ciudades se agrupan para hacer frente a los príncipes en ligas destinadas al
fracaso por la falta de cohesión. Hay por todas partes una tentación a la protesta violenta, que
se lleva a veces hasta la secesión, sobre todo en Flandes. Pero el destino reservado a las
ciudades rebeldes en los grandes Estados monárquicos demuestra que la revuelta no tiene
futuro: la historia de las ciudades se enmarca desde entonces en el marco del Estado.

En cuanto a la nobleza, en toda Europa ha escogido por las buenas o por las malas la
colaboración, que permite su participación a la hora de la redistribución de los ingresos y el
conservar su prestigio social. También les tienta, en momentos de debilidad del poder, la
aventura de la rebelión, por medio de ligas y coaliciones armadas: entonces cae en la
acusación de lesa majestad, incluso de traición, y los castigos son despiadados.

El verdadero peligro proviene aún de los príncipes territoriales. Sus ambiciones han ahogado
en Germania todos los intentos de centralización imperial y los principados se convierten en
verdaderos Estados soberanos. Inglaterra no los ha conocido, pero el fenómeno se desarrolló
de forma completa en Francia. Fuera su origen étnico (Bretaña), o surgidas de un «apanage»,
dotación otorgada por un rey a uno de sus hijos (Anjou, Berry, Borbón), o de un proceso de
concentración sistemático (Borgoña), siempre han tendido a la emancipación política. Desde
mediados del siglo XIV hasta finales del siglo XV, la Bretaña de los Monfort y la Borgoña de los
Valois, conocen un impresionante desarrollo administrativo que proporciona al príncipe, que
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ejerce las regalías en todas sus posesiones, el control de la moneda y de la Hacienda. En
Bretaña, además, se intenta el desarrollo de un sentimiento nacional, con la apariencia de un
Estado independiente, que lleva a cabo su propia política exterior. El peligro para la monarquía
es real, por lo que la primera preocupación, una vez terminada la guerra inglesa, será
aprovechar las debilidades y las contradicciones internas de los principados, el desequilibrio de
los medios financieros y militares, para someterlos de forma definitiva.

II. GUERRAS Y NACIONALISMOS: La Guerra de los Cien Años.

La conflictividad bélica es la característica más llamativa de la crisis política del Bajo Medievo.
Un autor francés de fines del siglo XIV, Honoré Bovet, escribió en su Árbol de las Batallas que
no había en aquellos tiempos ningún país, por muy remoto que fuera, que no hubiera conocido
el flagelo de la guerra. De todos los grandes enfrentamientos internacionales, uno destaca
especialmente: el largo conflicto —o cadena de conflictos— que enfrentó a las casas reales de
Francia e Inglaterra y que en el lenguaje académico llamamos Guerra de los Cien Años.

El tratado de París de 1259 cerró en falso las viejas heridas abiertas por la enemistad entre los
Capeto y los Plantagenet. El territorio de Guyena, que permaneció en manos inglesas, siguió
siendo una fuente de conflictos. Las intromisiones del gobierno de París en la administración
del territorio eran muy mal aceptadas por los soberanos británicos, que, aun en 1294,
padecieron un intento de confiscación por parte de Felipe IV de Francia.

En 1328 murió Carlos IV, último descendiente de la rama mayor de los Capeto. Una asamblea
de barones franceses eligió para sucederle a Felipe de Valois, emparentado colateralmente con
la dinastía. Se dejaban de lado los derechos al trono de Felipe de Evreux (futuro rey de
Navarra) y, sobre todo, los de Eduardo III de Inglaterra, cuyos lazos de parentesco —por vía
femenina— con los Capeto eran mucho más sólidos.

Al problema de Guyena y el dinástico se unieron otros, motivos también de fricción entre las
dos cortes, como las rivalidades económicas en la zona de Burdeos (vino) y en Flandes (lana y
tejidos). En Flandes, tradicional consumidor de lanas del otro lado del Canal, tuvo lugar el
primer gran choque anglo francés: la batalla naval de l’Ecluse (1340), victoria británica sin
mayores consecuencias políticas.

Todos estos factores se han aducido para el estallido del largo conflicto bélico. Y todo ello en el
contexto de una crisis general que convierte a la guerra en algo providencial para algunos, lo
que contribuye a enquistarla. Pero sobre todo es preciso señalar la posición «imposible» del
rey de Inglaterra soberano en su reino insular y obligado por el derecho feudal a arrodillarse
ante el rey de Francia y prestarle juramento de fidelidad por sus posesiones continentales. Tan
sólo aquéllos que fingen creer que el derecho feudal puede regular todavía en el siglo XIV las
relaciones entre los Estados pueden pretender que la responsabilidad sea unilateral. De hecho,
los ingleses no pueden hacer otra cosa sino saltarse las reglas feudales, es decir, comportarse
como un vasallo «felón» al que se puede decomisar el feudo, o reivindicar la corona de Francia
para ser también rey en Guyena. En cualquiera de los dos casos, la consecuencia es la guerra. Y
así, en 1346, por fin Eduardo III se decidió a hacer valer plenamente sus derechos al trono
francés y llevó la guerra al terreno de su rival.

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a) Las grandes victorias inglesas.

El encuentro de Crecy-en-Ponthieu en 1346 fue un brillante triunfo de las disciplinadas masas


de arqueros y de la caballería desmontada británica frente a la turbamulta de la caballería
feudal francesa. Se inicia con esta batalla una etapa de éxitos militares ingleses logrados por un
eficaz estado mayor: el príncipe heredero Eduardo de Gales (el Príncipe Negro) y sus
ayudantes, verdaderos maestros del golpe de mano y la penetración profunda en territorio
enemigo: la cabalgada. Francia conoció en toda su intensidad el azote de la guerra junto a la
terrible epidemia de peste bubónica. En 1347, los ingleses tomaron Calais —excelente cabeza
de puente para futuras operaciones— y en 1355 arrasaron todo el Sur, desde Burdeos hasta el
Mediterráneo. Al año siguiente, el Príncipe Negro repitió en Poitiers el lance de Crecy, pero,
además, hizo prisionero al heredero de Felipe VI, el inepto Juan II El Bueno (1350-1364).

Francia se vio sumida en el caos. A las derrotas militares se unieron graves agitaciones sociales:
la de los burgueses de París, dirigidos por el preboste de mercaderes Étienne Marcel y
azuzados por el rey de Navarra, Carlos II, y la de los campesinos del noreste, que
protagonizaron un breve pero violento levantamiento: la jacquerie.

La situación fue salvada por el delfín Carlos, que actuó con gran habilidad en ausencia de su
padre, prisionero en Londres. La jacquerie fue aplastada y la rebelión comunal parisina entró
en crisis tras el asesinato de Marcel. El delfín se presentaba como el pacificador. Suscribió
acuerdos con Carlos de Navarra y, sobre todo, con los ingleses.

En 1360 se firma la paz de Bretigny, que pone fin a la primera etapa del conflicto. El tratado fue
una dolorosa pero necesaria decisión para la casa de Valois. Por ella, se cedió a Eduardo III el
control de un amplio territorio en Francia —los enclaves de Calais, Guines y Ponthieu y, sobre
todo, una gran Aquitania entre el Loira, el Macizo Central y los Pirineos— y se le otorgó una
crecida suma a cambio de su renuncia al trono francés y de la liberación de Juan II.

Juan II murió en 1364 y el delfín fue proclamado rey como Carlos V de Francia. Mucho más
hábil que el difunto, el nuevo monarca —un hombre de despacho, más que de guerra— se
rodeó de un eficaz equipo de colaboradores, sobre todo, el gran artífice del renacimiento
militar francés: el bretón Beltrán Du Guesclin. Gracias a ellos fue reconstruyendo el prestigio
político y militar de su dinastía.

b) El protagonismo ibérico y la reconquista francesa.

En los reinos ibéricos buscó Carlos V el necesario contrapeso a la hegemonía alcanzada por
Eduardo III. En Castilla se mantenía el enfrentamiento entre Pedro I y su hermano bastardo,
Enrique de Trastámara, apoyado por un importante sector de la nobleza. Carlos V puso al
servicio del segundo sus mercenarios, en paro tras Bretigny, dirigidas por Du Guesclin. Pedro I
optó por solicitar ayuda al Príncipe Negro, erigido por entonces en señor de Aquitania. La
rivalidad anglofrancesa se trasladó así a tierras hispánicas. En 1369, los trastamaristas y sus
auxiliares franceses derrotaron y dieron muerte a Pedro I en Montiel. El nuevo monarca
castellano —Enrique II de Trastámara— iba a presentarse en los años siguientes como un fiel
colaborador de la política de su valedor, Carlos V de Francia.

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Los efectos de la alianza franco-castellana no tardaron en dejarse sentir, acrecentados por la
enfermedad del Príncipe Negro. Comienza la etapa de la recuperación territorial francesa,
jalonada de diversas victorias militares. En 1372, la escuadra castellana destruyó una flota
inglesa a la altura de La Rochela. Ello facilitó las operaciones —iniciadas meses atrás— de los
capitanes de Carlos V. A lo largo de varios años, Du Guesclin fue recuperando las tierras
entregadas en el tratado de Bretigny y reduciendo la presencia inglesa en Francia a una franja
costera en el Atlántico y a la base de Calais.

En 1377, Eduardo III, acosado el litoral inglés por los marinos franceses y castellanos, hubo de
solicitar una tregua. Poco después muere el rey inglés, dejando un menor en el trono, su nieto
Ricardo II, tutelado de hecho por su tío el duque Juan de Lancaster, por lo que la posición de
Inglaterra es de clara inferioridad frente a la reciente hegemonía adquirida por el eje franco-
castellano.

c) Occidente bajo las grandes treguas (1380-1415).

Pero el cansancio generalizado impuso la firma de una tregua que duró más de tres décadas.
La resolución de los problemas entre las casas reales de Francia e Inglaterra se pospuso para
mejor oportunidad, cesando las operaciones militares.

Más que las fricciones internacionales, fue la evolución interna de los principales países lo que
condujo a una nueva ruptura de hostilidades. Así, en Inglaterra, el francófilo Ricardo II fue
desplazado del trono y muerto por su primo Enrique IV, que entronizó en el país a una rama
menor de los Plantagenet: los Lancaster. En principio, el nuevo monarca contaba con el apoyo
de importantes clanes nobiliarios y con el soterrado sentimiento de odio hacia los franceses
que no dejaba de crecer en las islas. Sin embargo, las rebeliones a las que hubo de hacer frente
y las campañas contra los galeses aplazaron una nueva intervención británica en el continente.
Esta misión correspondió a su heredero, Enrique V.

Desde su acceso al trono (1413) contó con un factor de primer orden: el desgobierno que
padecía Francia por la locura de Carlos VI y las rivalidades entre dos grandes familias allegadas
al rey: la del duque de Orleans (Armagnacs) y la del duque de Borgoña (Borgoñones). La
primera trató de ganarse las simpatías de los sectores más aristocráticos. El duque Felipe de
Borgoña y, luego su hijo Juan, constituían la primera potencia territorial del reino al ser dueños
de la Borgoña condal y ducal, del condado de Nevers y de buena parte de los Países Bajos del
Sur. Descaradamente, trataron de buscar su apoyo en sectores burgueses y reformistas,
especialmente los de la capital. Sobre estas bases, se formaron dos partidos —borgoñones y
armagnacs— enfrentados a muerte, especialmente tras el asesinato en 1407 del duque Luís de
Orleans. Ante la inoperancia de la corte y a fin de cortar la sangría, los dos partidos recurrieron
a Enrique V de Inglaterra. Era la ocasión esperada por éste para tratar de realizar sus
fantásticos proyectos.

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d) La segunda fase del conflicto: la doble monarquía y su fracaso.

Las operaciones militares iniciadas por Enrique V en Normandía, concluyeron en octubre de


1415 con la batalla de Azincourt, aplastante victoria a campo abierto cerca de Calais, en la que
el contingente militar Armagnac fue batido en toda regla.

En los años siguientes, Enrique V volvió con aspiraciones muy superiores a las de obtener otro
brillante éxito militar: retornó, pura y simplemente, en plan de conquista. Las plazas
normandas fueron cayendo sistemáticamente en sus manos. En septiembre de 1419, el delfín
Carlos y los Armagnac trataron de llegar a un acuerdo con los borgoñones para, por fin,
presentar un frente común contra las ambiciones expansionistas del de Lancaster. El resultado
fue dramático: en el encuentro tenido en Montereau, y como lejana venganza por la muerte
del duque de Orleans, Juan sin Miedo fue asesinado. Su hijo Felipe, como nuevo duque de
Borgoña, se echó en brazos de los ingleses. Enrique V tenía todas las bazas en su mano.

Unos meses después (mayo de 1420), la burguesía y la Universidad de París, firmemente


borgoñonas, impusieron una solución para acabar de una vez con todos los contenciosos. Fue
el tratado de Troyes, por el cual se establecía que el demente Carlos VI seguiría en el trono
francés, pero se despojaba de los derechos sucesorios a su hijo Carlos, culpándole del crimen
de Montereau. Enrique V casaba con una hija del rey francés, Catalina, y se proclamaba
«heredero de Francia». Cara al futuro, Francia e Inglaterra quedaban unidas por la misma
dinastía, aunque conservando sus leyes particulares. Era la tesis de la «doble monarquía».

Muertos en 1422 Carlos VI y Enrique V, el fruto de esta maniobra fue recogido por un niño de
pocos meses —Enrique VI— cuya posición en Inglaterra nadie discutía. En Francia, por el
contrario, sólo mantenía su título gracias al apoyo del duque Felipe de Borgoña y a la
ocupación militar de Guyena, Normandía, París y algunos territorios al norte de Loira.

Frente al titular de la «doble monarquía» se levantó de inmediato un partido heredero del


viejo conglomerado Armagnac. Buena parte de la nobleza del sur de Francia se inclinó por
reconocer la legitimidad del desheredado de Troyes: el delfín Carlos, reconocido por sus
partidarios como Carlos VII. Frente al gobierno anglo-borgoñón de París, se estableció otro en
Bourges. Se configuraron así «dos Francias» perfectamente convencidas de la legitimidad de
sus posiciones.

Los choques militares de uno y otro bando se fueron sucediendo con un balance favorable a
los angloborgoñones. Sin embargo, el cansancio generalizado y, sobre todo, la frustración que
se fue abriendo paso entre las poblaciones, fortalecieron unos sentimientos vagamente
nacionalistas que se traducían en la fórmula echar a los ingleses de Francia a fin de acabar con
todas las calamidades.

De todos los iluminados que acudieron a la corte de Carlos VII para brindar soluciones a los
fracasos militares, una joven de la frontera de Lorena había de alcanzar particular fortuna:
Juana de Arco. Su efímera carrera militar estuvo marcada por dos éxitos singulares. El primero,
el levantamiento del cerco que los ingleses tenían puesto a Orleans. El segundo, la
consagración de Carlos VII en Reims, de acuerdo con el viejo ceremonial de los reyes de

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Francia. El impacto psicológico de estos dos logros fue notorio. El bando anglo-borgoñón no
pudo compensarlo en los meses siguientes, pese a la prisión y posterior proceso inquisitorial y
ejecución de Juana, en Ruán (1431). Se había demostrado que los ingleses no eran invencibles
en el campo de batalla.

e) El espíritu de Arrás.

La situación militar tendió a estabilizarse hacia 1435, año en el que se celebró en Arrás una
gran conferencia internacional para resolver un conflicto ya demasiado dilatado. Los delegados
de Enrique VI deseaban mantener el principio de la «doble monarquía», accediendo a que
Carlos VII reinase en el sur. Éste, —rehecho militarmente— sólo aceptaría el ser el único rey de
Francia, aunque al de Lancaster se le permitiría retener como feudos Normandía y Guyena.

Ante posiciones tan encontradas, el duque de Borgoña acabó por constituirse en árbitro de la
situación. Aceptó una reconciliación con Carlos VII a cambio de una autonomía total en sus
territorios. A pesar de ser una dolorosa cesión de soberanía, Carlos VII aceptó para romper la
vieja alianza angloborgoñona. Los efectos de la reversión de alianzas de Arrás no se hicieron
esperar: en abril de 1436 las fuerzas de Carlos VII desalojaron a los ingleses de París. Pero las
operaciones bélicas prosiguieron durante casi veinte años más, con un ritmo muy irregular. En
1449, la formidable maquinaria bélica de Carlos VII se puso en marcha contra las cada vez más
debilitadas posiciones inglesas de Normandía y Guyena. En dos fases, Normandía (1449-1450)
y después Guyena (1451-1453) son liberadas y los ingleses sólo conservan Calais, un siglo más.
Ningún tratado pone fin al conflicto; la normalización de las relaciones franco-inglesas no se
produce hasta 1475, con el tratado de Picquigny.

f) Sentido y secuelas de la Guerra de los Cien Años.

La guerra demostró la imposibilidad de compartir la soberanía en un mismo territorio. Los


reyes de Inglaterra son rechazados definitivamente a su isla, al igual que los emperadores
alemanes debieron retirarse del reino de Italia a partir del siglo XIV. Pagan también las
consecuencias los príncipes territoriales franceses, «liquidados» con dificultades, pero de
manera definitiva, en los decenios siguientes por un ejército real superior en número y
material.

La Guerra de los Cien Años fue el último gran conflicto bélico medieval, pero anunció lo que
serían los conflictos modernos. Favoreció el desarrollo del sentimiento nacional, algo esencial
en la historia política europea. Es la ocasión de explotar la xenofobia, porque la toma de
conciencia de sí mismo es paralela a la toma de conciencia de los otros, el descubrimiento del
«extranjero» acompañada de la del «natural» y, contra el enemigo, es fácil el empleo del odio
y la caricatura, así la llamada pseudopsicología de los pueblos, comienza a ser utilizada. La
expresión designa la tendencia frecuente en la literatura histórica medieval, de atribuir a
distintos pueblos vicios específicos —traición a los ingleses, orgullo a los franceses, lujuria a los
musulmanes— para ensalzar, por oposición las «virtudes» nacionales. En Inglaterra, donde
había sido la lengua de cultura, el francés se convirtió en la lengua del enemigo y su uso se fue
abandonando. El término «inglés» llegó a emplearse en Francia para designar no sólo a los
nativos del otro lado del Canal, sino también a los colaboracionistas del continente.

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Pero este aspecto negativo no basta para unir la nación y se utilizan temas cohesionador más
estimuladores: la historia, ya sea mítica (como los orígenes troyanos) o real, para dotar de
raíces comunes a la población. (El mito troyano, tomado de Virgilio, pretende enlazar a los
principales pueblos europeos y a sus héroes fundadores a la famosa raza de Troya: Franción,
«epónimo» de los franceses, Bruto, de los bretones, pertenecen a este esclarecido linaje).

A la comunidad de procedencia originaria se añade la idea de la patria, el «país común»,


superpuesto al país «de nacimiento», dotado de todas las cualidades, protegida por Dios y por
los santos, algunos de los cuales toman ya la cualidad de santos nacionales (Santiago en
Castilla, Miguel o Dionisio en Francia, Andrés en Borgoña, Jorge en Inglaterra), cuya bandera se
ondea en casos de necesidad. Pero por delante de ellos están los colores del príncipe,
protector de la nación y símbolo de su unidad, porque la legalidad monárquica y dinástica
supone una parte muy importante de la composición del sentimiento nacional. No cabe duda
de que hay que matizar, hacer distinciones según qué lugares, tener en cuenta las dificultades,
pero la propaganda oficial, cuyas virtudes se redescubren ahora, los festejos y los espectáculos
de afirmación de la identidad colectiva demuestran que los gobernantes se han dado cuenta
de la necesidad de basar el Estado en la nación.

La guerra —aunque no en forma exclusiva— contribuyó a perfilar algunos de los instrumentos


utilizados por las monarquías de la modernidad: una fiscalidad cada vez más perfecta, unas
fuerzas armadas estables y una diplomacia con visos de permanencia. Por lo que se refiere a
las segundas, las viejas fuerzas feudales, que demostraron su falta de operatividad, fueron
sustituidas por levas más selectivas, pagadas directamente por el monarca y con mandos
también dependientes de la realeza.

Las miserias de la guerra habían golpeado con dureza a todas las fuerzas sociales: a los
campesinos, vejados y saqueados por las bandas de mercenarios, los routiers y ecorcheurs; a
las burguesías, que se desangraron en estériles luchas por controlar los aparatos de poder; y a
la nobleza, humillada en los campos de batalla por las flechas de arqueros y ballesteros y por el
terrible poder de unas armas de fuego que, con el transcurso del tiempo, dejaban de ser una
mera curiosidad. Un poder salía fortalecido: el de las monarquías. Como fuerza arbitral, o
como poder aglutinador, los monarcas llegan a ser finalmente la referencia obligada al hablar
de la génesis de un Estado moderno. En él, las distintas fuerzas sociales —unas de mejor, otras
de peor grado— ceden antiguas parcelas de poder y ayudan, así, a configurar lo que
conocemos con el nombre de monarquía absoluta.

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III. FORMACIÓN DEL MAPA POLÍTICO DE EUROPA

a) Expansión hacia el Oeste, retroceso en el Este.

La expansión es escasa desde un punto de vista territorial. Tras haberse detenido a fines del
siglo XIII, se reanuda la Reconquista en la Península Ibérica con el acceso al trono de los «reyes
católicos» (1479). La caída de Granada en 1492 señala el final de la presencia musulmana en
Europa occidental. Pero también se abren a los europeos inmensos horizontes hacia el oeste:
desde principios del siglo XV se exploran sistemáticamente las rutas atlánticas.

La cuestión del acceso directo al oro y a las riquezas de la India por occidente es un hecho
tanto más importante cuanto que el espacio europeo se reduce por el este. Tenemos en
primer lugar la detención de la expansión alemana por las costas bálticas: derrotada en 1410
en Tannenberg por los polacos, la orden teutónica se queda aislada desde entonces en Prusia,
separada de sus bases alemanas. A la entrada en la escena internacional de Polonia, donde
pronto se impone la dinastía de los Jagellón (1386), sigue la progresión de Hungría, que en
tiempos de Matías Corvino (1458-1490) consigue apoderarse de Viena. Pero el principal peligro
viene de los turcos otomanos, que avanzan imparablemente a partir de su salto a Europa en
1353 (Galípoli), destruyendo Serbia (Kosovo, 1389); rechazan después una contraofensiva
cristiana (Nicópolis 1396) y vencen la resistencia húngara (Varna, 1444; Kosovo, 1448). La toma
de Constantinopla en 1453 coloca a occidente durante largo tiempo frente al peligro turco.

b) Los Grandes Estados Occidentales a finales de la Edad Media.

Las grandes monarquías centralizadoras han encontrado, en general, su equilibrio. La Francia


de los Valois se nos presenta como el Estado europeo más poderoso tanto en lo referente a la
población como a las finanzas o lo militar. El rey no cuenta con una verdadera oposición en el
reino y comienza a mirar insistentemente fuera de éste. Sin embargo, no todo es perfecto: la
diversidad del territorio sigue siendo lo normal y las tierras integradas en los últimos tiempos
en el dominio real lo han sido por medio de concesiones que institucionalizan tal diversidad.

La Inglaterra de los Tudor cura aún las heridas de la guerra de las dos rosas, que de 1455 a
1485, enfrentó por la obtención del poder real inglés a los linajes descendientes de Eduardo III,
Lancaster (rosa roja) y York (rosa blanca). El agotamiento de ambos partidos permite el triunfo
de Enrique VII Tudor, pariente de los Lancaster, que después de su victoria en Bosworth
(1485), casa con Isabel, hija del rey Eduardo IV de York y sobrina de Ricardo III, muerto en la
batalla antedicha.

Pero el poder real ha sido afectado por ella menos que la aristocracia y el trance ha mostrado
la flexibilidad y resistencia de las instituciones inglesas. La recuperación económica acrecienta
la rentabilidad del Dominio y de las tasas aduaneras y ello facilita las relaciones con el
Parlamento. Aunque los problemas políticos no se han resuelto totalmente y el reino está
todavía lejos de dominar el conjunto de las islas británicas, el rey puede seguir vigilando de
cerca los acontecimientos del continente, donde conserva Calais... y pretensiones, como
demuestra su título, algo ridículo sin duda, de rey de Francia y de Inglaterra.

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Por último, en la Península Ibérica, los Reyes Católicos consiguen la asociación de los reinos de
Castilla y Aragón, por medio del matrimonio, hábilmente negociado en 1469 por el rey de
Aragón Juan II, entre su hijo y heredero Fernando, e Isabel, hermana del rey Enrique IV de
Castilla, cuya hija Juana, difamada como ilegítima, y su aliado, el rey de Portugal Alfonso V, son
vencidos en la batalla de Toro (1476) y obligados a renunciar a sus pretensiones por el tratado
de Alcaçobas (1479).También aquí la monarquía puede estar orgullosa del trabajo realizado,
que hace del rey el supremo regulador de la vida política y tiene a su disposición los recursos
de una fiscalidad moderna, basada en el impuesto sobre el consumo (alcabala), las tasas
aduaneras (diezmos de la mar), los impuestos directos (servicios). Los problemas se deben a la
fuerza de los particularismos locales, en un país que conserva muchos reinos distintos, nacidos
de la conquista o de la unión, al malestar social que conduce a la expulsión de los judíos en
1492, signo del rápido progreso de la intolerancia (introducción de la Inquisición), y a los
apetitos políticos y territoriales de la alta nobleza. Pero la expansión económica, precoz y
duradera, desvía por ahora la atención y las miradas hacia horizontes lejanos.

En cuanto a los territorios no unificados, el Estado toma formas originales. Aunque el Imperio
sigue siendo prestigioso y la idea del Imperio universal continúa viva en la mentalidad de las
gentes, el emperador apenas tiene autoridad sobre su propio territorio. Su elección
corresponde, tras la firma de la Bula de Oro de 1356, a siete príncipes electores alemanes, y el
papa ya no tendrá posibilidad de intervención en su elección. El debilitamiento del poder
central no sólo ha sido aprovechado por Suiza, cuya confederación de Cantones accede a la
independencia de forma progresiva entre 1318 y 1499, sino que también beneficia a casi 350
principados, cuyos señores se van convirtiendo poco a poco en príncipes soberanos durante el
siglo XV, organizando su Estado alrededor de una «capital» y de un consejo, procurando
suscitar la idea de una legalidad monárquica, una especie de patriotismo local por medio de la
reunión de una asamblea territorial (landtag). Pero tales principados tienen escasa fuerza en el
concierto de los países europeos.

En el Este, en las antiguas «marcas» del Imperio, comienzan a aparecer las que serán las
potencias del futuro, Brandeburgo, con los Hohenzollern desde 1411, y la Austria de los
Habsburgo, cuyo patrimonio es reunificado por Maximiliano en 1493.

En la Península Italiana, el emperador interviene aún a fines de la Edad Media en la vida


política, pero las disensiones políticas ya no enfrentan a güelfos y gibelinos. El mapa del país se
ha simplificado, las grandes ciudades comerciales han adquirido la categoría de Estados tras
aplastar las veleidades de independencia de los centros de menor importancia y, al sur de los
Estados de la Iglesia, el dominio aragonés se extiende desde Nápoles a Palermo (1443). La
tradición de la intervención extranjera es una característica de la vida política local, y las
ciudades han recurrido a ella para obtener un título o un cargo imperial, o, en sentido
contrario, para solicitar protección a una autoridad extranjera para acceder a la soberanía. El
Emperador, después de 1452, no se vuelve a coronar rey de Italia. La paz de Lodi (1454),
firmada entre Milán y Venecia ante el temor de una intervención francesa, a la que se añaden
en 1455 Florencia, Roma y Nápoles y que desemboca en una alianza de 25 años «por la paz de
Italia», que estabiliza la geografía política de la península, no consigue que las ciudades,
debilitadas por sus rivalidades y divisiones internas, tengan influencia política, a pesar de su
importancia económica, con respecto a las grandes naciones, que más allá de los Alpes o al sur
de los Pirineos sólo buscan extender su espacio de soberanía.
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En estas condiciones, el equilibrio político europeo a fines de la Edad Media es precario. Las
guerras, que desde los últimos años del reinado de Luís XI (1423-1483) vuelven a poner en
conflicto a Francia, Inglaterra, a los reinos unidos de Castilla y Aragón, a los Habsburgo,
herederos de Borgoña, aparecen como los antecedentes de los enfrentamientos de la Europa
moderna. Las alianzas dinásticas y los tratados de paz de 1492-1493, que señalan la
pacificación temporal de las relaciones de Francia con sus tres grandes oponentes europeos
(Inglaterra, los reinos de Castilla y Aragón, y el Imperio de Maximiliano I), anuncian el nuevo
orden europeo. La consolidación del Estado y el desarrollo de los nacionalismos otorgan a los
asuntos internacionales una dimensión antes desconocida, porque los problemas comienzan
ya a plantearse a escala mundial. Dos años después del descubrimiento de América, por el
tratado de Tordesillas (1494), dos Estados de Europa, Castilla y Portugal, se reparten el mundo.

c) La Europa Central.

La Europa central formaba un amplísimo espacio con rasgos comunes, a pesar de las
diversidades étnicas y culturales, centrado en torno a Polonia, Bohemia y Hungría como
núcleos políticos principales pero al que pertenecían también, o estaban influidos y
relacionados con él, Lituania, partes occidentales de la Rusia medieval, desde Novgorod hacia
el S, los nacientes principados rumanos, al NW, la Prusia y la Livonia conquistadas y
organizadas por las Órdenes Teutónica y de los Caballeros de la Espada, y al SW, los dominios
de los Habsburgo.

Aun conociendo fenómenos sociales y económicos semejantes, los ritmos históricos de aquella
Europa eran bastante diferentes a los de la occidental. Posiblemente eran tierras menos
pobladas, con un desarrollo urbano y mercantil menor o más tardío, pero aptas para las
grandes explotaciones cerealistas y, en algunos casos, con notables recursos ganaderos,
mineros y forestales. Castigadas por diversas incursiones mongolas desde 1241 hasta 1287,
especialmente en tierras actualmente rusas, parece que no padecieron las grandes epidemias
en el siglo XIV ni otros elementos de depresión económica, al menos con intensidad
apreciable. Su suerte varió, en muchos casos, a lo largo del XV, ante la expansión turca y
debido a la crisis o fracaso de sus estructuras políticas tendentes al Estado moderno, tal y
como se perfilaba en las monarquías occidentales.

Polonia ocupada por los eslavos, fue uno de los territorios sobre los que se expandió la
Germania de los Otones. Antes de ellos las noticias son muy escasas. Con el apoyo de estos, y
tras la conversión al cristianismo del duque polaco Mieszko (960-992) se comienza a consolidar
un Estado, reforzado al convertirse en provincia eclesiástica autónoma en torno al año 1000.
Durante el siglo XI se mantiene la dinastía de los Boleslao, pero perdiendo numerosos
territorios, en medio de luchas intestinas. En 1138 el territorio se divide en cuatro ducados
hereditarios en beneficio de los hijos de Boleslao III. La corona, electiva, será meramente
decorativa hasta finales del siglo XIV, ejerciendo sobre estos territorios una fuerte influencia la
Orden de los Caballeros Teutones, que se asienta en las costas Bálticas, y el reino de Bohemia
al Oeste, mientras aumenta también la influencia del Gran Ducado de Lituania.

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Ladislao II Jagellon (1386-1434) príncipe heredero de Lituania, se casa con Eduvigis, hija del rey
de Hungría, y se convierte en rey de Polonia, recibiendo el homenaje de Moldavia, Valaquia y
Besarabia y derrotando a los caballeros de la Orden Teutónica, a los que arrebata Pomerania y
Gdansk, formando un imperio desde el mar Báltico al mar Negro. Sus sucesores extendieron la
dinastía a los reinos de Bohemia (1471-1526) y Hungría (1490-1526).

Hungría (antigua Panonia romana) adquiere su nombre en el siglo X, al asentarse allí los
húngaros tras ser derrotados por Otón I en Lech (955). Bajo la dinastía de los arpades las
diversas tribus que forman el conglomerado húngaro se sedentarizan y fusionan, tras
convertirse al catolicismo a finales del siglo X; Otón III reconoce a Esteban I como rey, el cual
consolidó sus fronteras abarcando, junto al territorio comprendido entre el Danubio y el Tisza,
Eslovaquia, Croacia, Eslavonia, Transilvania y una parte de Dalmacia. Durante los siglos XI y XII
se produce una fuerte feudalización, con gran influencia germana y en ciertos aspectos del
Imperio Bizantino, que merma el poder de la realeza. A principios del siglo XIV, tras la extinción
de los arpades, se apodera del trono una rama de los Anjou (1308-1382). Se abre a
continuación una larga etapa, en la que cada sucesión es una guerra que instala una nueva
“dinastía”, en la que se enfrentan los Luxemburgo y luego los Habsburgo, con los Jagellones y
la gran familia local de los Hunyadi, que obtienen el trono con Matías Corvino (1458-1490),
tras el cual, se impone una rama de los Jagellones, que unieron Hungría a Bohemia. La historia
del reino es una sucesión de luchas intestinas feudales, que sólo esporádicamente se detienen
para prestar atención al cada vez más amenazante avance turco. El imperio formado por los
Jagellones no alcanzó gran solidez, y sería destruido tras la victoria de los turcos en la batalla
de Mohács, donde murió Ladislao II, dividiéndose los reinos. Una parte de Hungría quedó bajo
protectorado turco, mientras la otra, junto con el reino de Bohemia, pasaba a los Habsburgo.

d) La Europa Nórdica.

La evolución política de los reinos escandinavos ha de entenderse en un contexto social y


económico relativamente distinto al de los países de Europa occidental, pues sobrevivieron
durante más tiempo las antiguas formas de organización germánica que integraban libertad
jurídica de los campesinos con capacidad militar y propiedad alodial de tierras. El proceso de
constitución de una nobleza feudal, con la paralela aparición de cargas personales y serviles
para muchos campesinos y con las transformaciones que implicaba en el ejercicio del poder
regio, no se desencadenó hasta entrado el siglo XIII, cuando el servicio militar o ledning es
sustituido por prestaciones económicas, las asambleas judiciales o things pierden atribuciones,
y decaen o se erosionan antiguos usos y aprovechamientos comunales de caza y bosque. Todo
ello hace surgir una nobleza monopolizadora del oficio de las armas, dueña de mansiones y
castillos rurales, extendiéndose las prácticas y formas de vida de la caballería, ya introducidas a
finales del siglo XII y comenzando fenómenos de colonato rural, al disponer los grandes
propietarios de capacidad legal para obligar a los campesinos sin o con poca tierra propia a
efectuar prestaciones laborales y someterse a diversas formas de dependencia.

Estos procesos fueron más tempranos, en general, en Dinamarca, donde la influencia de la


sociedad feudal alemana era muy próxima, y más tardíos en Noruega, donde la legislación
nobiliaria de Magnus V en 1277 fue parcialmente anulada en 1308, y en Suecia. Apenas
llegaron a producirse en Islandia. Pero, en los demás casos, el auge de la nueva nobleza feudal

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fue rasgo dominante en la vida política bajomedieval y mediatizó las posibilidades de acción de
las realezas, del mismo modo que las revueltas campesinas, siempre localizadas, se
comprenden mejor en este ambiente social, aunque estallaron especialmente en años de crisis
política, entre 1434 y 1441.

El control del poder regio por la nobleza se consolidó en el tránsito del siglo XIII al XIV,
mediante la maduración del Consejo Real y la promulgación de diversas leyes que aseguraban
su colaboración y, de hecho, el monopolio nobiliario del poder. Después de la Unión de
Kalmar, en el siglo XV, hubo reyes suecos que renunciaron incluso a la capacidad de legislar. En
general, los aspectos romanistas de apoyo a la soberanía regia tuvieron poco desarrollo,
aunque se introdujera en fecha temprana —1276 en Dinamarca— la noción de delito lesae
maiestatis. Además, el predominio nobiliario tampoco tuvo el limitado contrapeso de las
asambleas estamentales, al contrario de lo que ocurrió en otros países, sin duda debido a la
exigüidad del fenómeno urbano y al dominio extranjero —sobre todo alemán— en actividades
económicas «burguesas» de tipo artesanal y mercantil. Así, a pesar de la fijación de capitales
políticas en Bergen y Oslo, ya en el XIII, Estocolmo en el XIV y Copenhague en el XV, las
ciudades no tuvieron peso político.

Otro elemento clave en la ordenación institucional de las sociedades feudales, que era el alto
clero, supo aprovechar su experiencia anterior en otros países y la tardía organización de las
escandinavas para delimitar bien su ámbito de poder y acción y obtener el respeto adecuado:
el diezmo eclesiástico comienza a percibirse en el siglo XII, la dependencia de Roma es
estrecha desde entonces y, sobre todo, en los siglos XIV y XV, los prelados nombrados por
Roma son a menudo sacerdotes de origen extranjero, que mantienen mejor fuera del alcance
de la nobleza laica, la fiscalidad, los privilegios, inmunidades y dominios eclesiásticos. Su apoyo
era, además, necesario para los reyes y los daneses, sobre todo, apelaron a él en ocasiones:
Valdemar IV viajaría a Avignon en 1363, Cristián I en 1474 y la reina Dorotea en 1475. Las
corrientes artísticas y culturales de mayor importancia reconocen este origen eclesiástico y la
influencia de Roma: la universidad de Copenhague, primera de las escandinavas, nació a raíz
del viaje de Dorotea. Pero la realeza danesa no comenzó a conseguir partes de la fiscalidad
eclesiástica (por ejemplo, ingresos por predicación de indulgencias), ni a intervenir en los
nombramientos de prelados hasta las vísperas de la Reforma, lo que indica, también, las
limitaciones que el poder regio encontraba en este terreno.

En la historia del ámbito báltico y nordatlántico es fundamental por aquellos siglos la presencia
de la Hansa Teutónica puesto que su poderío económico se tradujo en otro político igualmente
fuerte en la vida de los reinos escandinavos: en Noruega hasta bien entrado el siglo XVI, en
Dinamarca y Suecia hasta la segunda mitad del XV, época en que cuentan ya con la
competencia que los marinos de los países Bajos hacen a los hanseáticos y con la retirada de la
Hansa en el Báltico ante el avance de Polonia-Lituania y de la Rusia de Moscú, que incorporó
Novgorod en 1478. Los intentos para conseguir uniones de los reinos, a cargo casi siempre de
la nobleza, y la consolidación en su transcurso del carácter hereditario de las realezas, tuvieron
por motivo a menudo el deseo de limitar la potencia política hanseática.

* Suecia parece convertirse en reino a partir de la Unión de dos de sus regiones consideradas
históricas, Götaland (al sur) y Svealand (al norte), antes de 836. Convertidos al cristianismo a
principios del siglo IX, hay una larga etapa de conflictos entre godos y suecos no bien
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comprendidos por falta de fuentes escritas. Finalizan hacia mediados del siglo XII, con la fusión
de ambos pueblos y el establecimiento de una monarquía alternante entre ambos, sistema que
duraría un siglo. En 1250 se entroniza la dinastía Folkung (1250-1319), la cual llevaría adelante
numerosas reformas feudalizadoras, al tiempo que cada sucesión suponía guerras dinásticas,
con unos reyes muy débiles y un absoluto predominio de la nobleza, que finalmente entregó la
corona a Margarita, en esos momentos regente de Dinamarca (1387).

* Dinamarca. Tras la muerte de Canuto el Grande (1014-1034), su imperio se deshace.


Dinamarca quedó limitada al ámbito escandinavo, e incluso durante algún tiempo bajo
dominación noruega. Su proyección se produce cuando Waldemar El Grande (1157-1182)
funda la dinastía waldemarca, que llevará a cabo una nueva expansión, pero esta vez hacia el
Este, hasta controlar completamente el golfo de Finlandia, convirtiendo el mar Báltico en un
lago danés a principios del siglo XIII, pero hundiéndose a partir de 1223, momento a partir del
cual se desatan las luchas feudales entre la aristocracia, y estallando, a partir de mediados de
siglo, un largo conflicto con la Iglesia por el tema de los impuestos, que no se cerraría hasta el
reinado de Erik (VI) Menved (1286-1319).

Tras su muerte, se produjo finalmente la consolidación de la nobleza, al tiempo que avanzaba


la influencia alemana, especialmente de la liga hanseática, que consiguieron el monopolio
comercial, y dirigirán durante el siglo siguiente la política danesa, pese a la reacción de
Waldemar IV (1340-1375), que si bien en principio consiguió controlar a la nobleza y al clero y
reducir los privilegios de la Hansa, sería finalmente derrotado, aceptando el tratado de
Stralsund (1370) que señaló el máximo poder de la Hansa en el Báltico. La reina Margarita I
(1387-1412), que actuó primero como regente de su hijo, consiguió unir bajo su mando toda
Escandinavia, al ser elegida reina también de Noruega y Suecia.

* En Noruega, si inicialmente conoció un periodo expansivo, controlando las islas del norte e
intentando la conquista de Inglaterra (Harald III) en 1066, después se abre un largo periodo de
confusión, y luchas continuas, tanto dinásticas como contra el creciente poder e injerencia del
clero (1130-1240). A pesar de ello se produce una expansión comercial que trajo consigo una
creciente prosperidad. A principios del siglo XIII se impone una monarquía autoritaria, apoyada
por los pequeños comerciantes agrícolas, que procura controlar a la aristocracia y al clero. A
finales de siglo Erik Magnusson (1280-1299) tuvo que enfrentarse a la expansión de la Hansa,
siendo derrotado, teniendo que ceder grandes privilegios a las ciudades y viéndose obligado a
unirse a la liga hanseática, iniciándose una fuerte caída del poder real. No obstante Magnus II
(1319-1365) obtuvo por mediación de su madre el trono noruego (gobernó como Magnus VII)
iniciando el proceso de unión de los reyes escandinavos, que llevaría a la unión de las tres
coronas con la reina Margarita.

* La Unión de Kalmar (a partir de 1397), fue el proyecto mediante el que Margarita intentó
conseguir la unidad definitiva de los tres reinos; conjunto de propuestas que no fueron
ratificadas por los consejos de los reinos, y que se mantuvo de forma discontinua e inestable
durante la primera mitad del siglo XV, con intentos esporádicos de resucitarla hasta su fin
definitivo a principios del siglo XVI. En cualquier caso, el poder estuvo en realidad en manos de
las aristocracias de cada reino, y de la Hansa.

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BIBLIOGRAFÍA:

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