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III

Misterios del Estado.


Un concepto absolutista
y sus orígenes medievales
(baja Edad Media)*

*
«Mysteries of State. An Absolutist Concept and its Late Mediaeval
Origins», artículo aparecido en The Harvard Theological Review, 48
(1955), p. 65-91. Retomado en Selected Studies, p. 381-398. (Copyright
1955) by the President and Fellows of Harvard College. Reprinted by
permission.)
El texto es introducido por la siguiente nota: «Esta conferencia fue
pronunciada ante la asamblea que convocaron la American Catholic
Historical Association y la American Historical Association, el 28 de
diciembre de 1953 en Chicago. El título ha sido ligeramente modificado; el
contenido permanece prácticamente igual.»

1
La noción de Misterios del Estado, como concepto absolutista,
es de origen medieval. Es el retoño tardío de esta mezcla espiritual-
secular que, en razón de las infinitas interrelaciones entre Iglesia y
Estado, se encuentra en todos los siglos de la Edad Media y que
desde hace muchos años merece con justa razón la atención de los
historiadores. Tras los fundamentales estudios de A. Alföldi sobre el
ceremonial y los emblemas de los emperadores romanos 1, más
recientemente, Theodor Klauser habló del origen de los emblemas y
de los derechos honoríficos de los obispos, y mostró de manera
muy clara como, en la época de Constantino el Grande y después,
numerosos privilegios de vestidura y protocolarios de los más altos
funcionarios del Bajo Imperio fueron otorgados a los obispos de la
Iglesia victoriosa 2. Aproximadamente en la misma época, Percy
Ernst Schramm publicó su compendio sobre el intercambio mutuo
de derechos honoríficos entre sacerdotium y regnum, artículo en el
que mostró como la imitatio imperii por el poder espiritual fue
contrapesada por una imitatio sacerdotii por parte del poder secular
3
. Schramm hizo llegar su estudio sólo hasta el umbral del período
de los Hohenstaufen, y es con este motivo que él se detuvo donde
lo hizo. Pues las imitaciones recíprocas de las que habla –
emblemas, títulos, símbolos, privilegios y prerrogativas –
concernían, al comienzo de la Edad Media, sobre todo a los
gobernantes, fueran ellos espirituales o seculares, el pontífice
coronado y el emperador mitrado, hasta que por fin tuviera el
sacerdotium una apariencia imperial y el regnum un estilo clerical. A
más tardar al comienzo del siglo XIII, se alcanzó un cierto nivel de
saturación cuando los dignatarios espirituales y seculares se dieron
todos los atributos esenciales de sus funciones.
Sin embargo, las imitaciones entre los dos sistemas pasaron
de allí. Los objetivos cambiaron solos, cuando el centro de
gravedad se desplazó, por así decir, de los gobernantes de la Edad
Media a los grupos gobernados del inicio de los Tiempos Modernos,
a continuación a los nuevos Estados nacionales y a otras
comunidades políticas. En otros términos, el campo de los
intercambios y de las influencias recíprocas entre Iglesia y Estado
fue ampliado de los dignatarios individuales a las comunidades
reagrupadas. Desde entonces, los problemas sociológicos
comenzaron a modelar los problemas eclesiológicos y, viceversa, la
eclesiología a la sociología. Bajo el papa, princeps y verus
imperator, el aparato jerárquico de la Iglesia romana – non-obstant
los importantes aspectos del Constitucionalismo 4 – manifestó una
tendencia a convertirse en el prototipo perfecto de una monarquía
absoluta y racional fundada sobre una base mística, cuando al

2
mismo tiempo el Estado tuvo propensión a convertirse más y más
en una cuasi-Iglesia y, en otros aspectos, en una monarquía mística
fundada sobre una base racional. Es en estas aguas – aguas
salmonadas, hay que decir – que el nuevo misticismo estatal
encuentra sus fundamentos y su esfera de residencia.
El problema fundamental se abordará más facilmente
planteando una simple pregunta: ¿cómo, por qué vías y por qué
técnicas fueron transferidos al Estado los arcana ecclesiae, de
manera de producir los nuevos arcana imperii seculares del
absolutismo? La respuesta a esta pregunta está dada por las
fuentes en las cuales debemos fundarnos; porque sin despreciar las
fuentes narrativas o artísticas, el ceremonial o la liturgia, se puede
decir que la fuente principal es de orden jurídico. Es esencialmente
por el recurso a nuestras fuentes jurídicas que uno puede poner en
evidencia los nuevos procedimientos de intercambios entre lo
espiritual y lo secular. Después de todo, los canonistas utilizaron y
aplicaron el derecho romano; los civilistas utilizaron y aplicaron el
derecho canónico; y estos dos derechos también fueron utilizados
por los juristas del Common Law 5. Por añadidura, estos dos
derechos resultaron influidos por el método y el pensamiento
escolásticos, lo mismo que por la filosofía aristotélica; por último,
para desarrollar sus puntos de vista en las glosas y en los
comentarios jurídicos, los juristas de todas las opiniones recurrieron
libremente, sin escrúpulos o inhibiciones, a las metáforas y a las
comparaciones teológicas. Bajo el impacto de estos intercambios
entre glosadores y comentadores canonistas y civilistas – casi
inexistentes a comienzos de la Edad Media – apareció algo que
será llamado entonces «Misterios del Estado», y que, en nuestros
días, queda designado a menudo con el término más general de
«Teología política 6». Con su habitual sentido para la fórmula feliz,
Maitland hizo notar antaño que finalmente «la nación llegó a calzar
las botas del príncipe 7». Mientras que apruebo completamente este
punto de vista, me parece, sin embargo, que hay que añadir: «No
antes que el Príncipe mismo se haya calzado los escarpines
pontificales del Papa y del Obispo.»
En realidad, el «Pontificalismo» fue probablemente el rasgo
más saliente de las nuevas monarquías y pocos príncipes – ni
siquiera Luis XIV – fueron tan realmente pontificales como Jacobo
I de Inglaterra. En un pequeño diccionario jurídico, publicado en
1607 bajo el título The Interpreter, un competente civilista, el Dr.
John Cowell, propuso algunas teorías políticas que normalmente
Jacobo I no habría desautorizado; a saber, que el rey siempre es
mayor de edad; que él no está expuesto a la muerte, sino que es

3
una corporación en sí mismo, destinada a vivir por siempre; que el
rey está por encima de las leyes; y que él admite la legislación de
los estados en razón de su benevolencia o con motivo del
juramento de su coronación 8. Como The Interpreter había
provocado la indignación de la Cámara de los Comunes, el rey,
quien dependía de esta Cámara para un subsidio que ella le
asignaba, se vio forzado a desautorizar él mismo las opiniones del
Dr. Cowell. La cólera de un rey se abatió así sobre un pobre erudito
que no había buscado sino placer a su señor soberano. En una
proclama de 1610, Jacobo I se queja de que más nada «queda
ahora a salvo de la investigación», ni los «más grandes misterios de
la Divinidad», ni «los misterios más profundos que están
íntimamente relacionados con la persona o con la condición de rey
y de Príncipes que son los Dioses sobre la tierra», y que hombres
incompetentes «puedan chapotear libremente con sus escritos en
los más profundos misterios de la monarquía y del gobierno
político» 9. En otras ocasiones, Jacobo I habla de «mis
Prerrogativas o misterios del Estado», del «misterio del poder del
Rey», y de «la reverencia mística que son propios de los que
residen en el Trono de Dios» 10. Él además da la orden al presidente
de la Cámara de los Comunes «de informar para nuestro
beneplácito a la Cámara que ninguno de sus miembros se permita
inmiscuirse – «inmiscuirse» era una expresión favorita del
absolutismo – en lo que fuese concerniente a nuestro gobierno o a
los misterios del Estado 11».
Sería difícil determinar rápidamente y con precisión de dónde
proviene esta noción de Misterios del Estado. Es posible, por cierto,
que aquella no fuera sino una traducción de la expresión arcana
imperii temptari de Tácito, «experimentar los arcanos del imperio» –
y Tácito debía ser muy conocido para el erudito Jacobo I. Sin
embargo, la expresión Misterios del Estado probablemente tiene
una coloración más cristiana que tacitiana, ya que el término arcana
sirvió para designar los mysteria tanto paganos como cristianos 12. A
pesar de eso, no resulta insensato pensar no en la historia romana,
sino más bien en el derecho romano, más precisamente en una
Constitución de los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio
que, en 395, se dirigieron al praefectus Urbi, Simaco, diciendo que
era un sacrilegio impugnar al Príncipe su juzgamiento y su elección
de los funcionarios 13. «Sacrilegio» por supuesto es una palabra
muy fuerte que linda con la «zona de silencio» reservada a los
mysteria y arcana lo mismo que a las acciones en el seno de la
Iglesia o de la justicia 14. No obstante, esta antigua Constitución,
insertada en el código por Justiniano, tuvo una importancia de

4
primer orden tanto en la legislación de Roger II de Sicilia como en la
de Federico II 15; ella fue igualmente recuperada, bajo una forma
más atenuada, por Bracton 16. Por último, no podía dejar de influir
sobre Jacobo I, quien muy oportunamente, en 1616, durante un
discurso pronunciado ante la Cámara Estrellada, hizo claramente
referencia a ella en estos términos: «Lo que concierne al misterio
del poder del Rey no puede legítimamente ser impugnado.» Él pone
en guardia a sus oyentes «de no rebasar los límites de sus
competencias, porque no era legítimo impugnar la Prerrogativa
absoluta de la Corona… Discutir lo que puede hacer Dios es una
blasfemia y una prueba de ateísmo… Asimismo, poner en duda lo
que puede hacer el Rey es presuntuoso y muy ofensivo de parte de
un súbdito… 17» Las referencias a la Constitución de tres
emperadores romanos son evidentes. Ni que decir que, desde ya
hacía mucho tiempo, este texto fue introducido también en el
derecho canónico, en el que había sido aplicado al papa 18.
Así, los Misterios del Estado son, con toda evidencia, una
noción que proviene de ese mundo que los juristas del siglo XII y
XIII – Placentino, Azon y los otros – llamaron religio iuris, «Religión
del Derecho 19», a veces llamada mysterium Iustitiae en los medios
allegados a Federico II 20. Es verdad que el mismo emperador, en
sus Constituciones sicilianas, no mencionaba más que el
ministerium Iustitiae o más bien el sacratissimum ministerium
Iustitiae que él confiaba a sus funcionarios 21. Pero estos dos
términos – ministerium y mysterium –fueron casi intercambiables
desde los primeros tiempos del cristianismo y en la época medieval
se los confundió siempre. En una glosa a la Constitución de
Federico II, Matthaeus de Afflictis, un glosador tardío de las
Constituciones sicilianas, halla todavía más necesario especificar
largo y tendido la diferencia entre ministerium y mysterium 22.
Parece poco dudoso entonces que el concepto de Misterios del
Estado formulado por Jacobo I provenga del substrato de los
«Misterios de la Justicia» – siendo en esta época tomado el término
de «Justicia» en el sentido de «Gobierno» o «Estado». El
Pontificalismo de los monarcas absolutos sacó sus orígenes del
mismo substrato.
El «Pontificalismo» parece así apoyarse sobre esta creencia
legalmente fundada de que el gobierno es un mysterium ejercido
por el rey-sacerdote-mayor único y por sus irrecusables
funcionarios, y las acciones realizadas en nombre de estos
Misterios del Estado son válidas ipso facto o ex opere operato,
independientemente de la valía del rey y de sus lacayos.

5
¿De dónde se deriva esta actitud pontifical desconocida a
comienzos de la Edad Media? Sin duda alguna, a comienzos de la
Edad Media, el «rey-sacerdote», el rex y sacerdos, fue un ideal de
múltiples facetas 23, aunque inseparable siempre de la realeza de
esta época – realeza centrada en Cristo; o, si usted prefiere, un
ideal inseparable de la realeza litúrgica, ligada al altar, que abre en
definitiva el camino a una realeza legalista y de derecho divino. Este
legalismo hizo su aparición en el siglo XII, cuando el carácter cuasi
sacerdotal del rey no fue más legitimado sencillamente como simple
emanación de la unción y del altar, sino como emanación de la
fuerza del derecho romano para el cual jueces y abogados eran los
sacerdotes iustitiae, «Sacerdotes de la Justicia» 24. La antigua
solemnidad del lenguaje litúrgico se confundió bizarramente con la
nueva solemnidad de la jerga de los legistas, cuando Roger II, en el
prefacio a sus Audiencias sicilianas que datan (probablemente) de
1140, calificó de ofrenda a Dios su colección de nuevas leyes.
Dignum et necessarium est, «Es decente y necesario» – es en
estos términos que se abre el prefacio destinado a explicar la razón
de ser de esta colección; él prosigue así:

«In qua oblatione. – Con esta ofrenda de leyes nuevas, la función real
reivindica para ella misma un privilegio de sacerdocio, en consecuencia el
sabio y el experto en autoridad nombran a los intérpretes del derecho
“Sacerdotes del derecho” 25.»

Con estas últimas palabras, el rey Roger se refería al primer


parágrafo del Digesto de Justiniano, parágrafo que naturalmente
había merecido la atención de los juristas medievales. En su Glossa
ordinaria al Digesto 1.1.1, Accursio (muerto alrededor de 1258)
estableció un nítido paralelo entre los sacerdotes de la Iglesia y los
de la ley:

«Lo mismo que los sacerdotes atienden y hacen las cosas santas, lo
mismo hacemos nosotros, puesto que las leyes son muy sagradas… Y lo
mismo que el sacerdote, cuando él impone penitencia, da a cada uno su
justicia, lo mismo hacemos nosotros, cuando nosotros juzgamos 26.»

Juan de Viterbo, juez imperial en Florencia alrededor del año


1238, dedujo del Codex que «el juez se santifica por la presencia de
Dios» y que «en toda causa legal, el juez es empleado, más aún, es
llevado por Dios ante los hombres», de tal modo que el hecho de
que para juzgar el juez tenga un juramento (sacramentum), y que él
tenga una copia de las Escrituras sobre su mesa, sirvió – o debió
servir – para un enaltecimiento para-religioso del jurista-sacerdote

6
27
. Un jurista tan grande como Guillermo Durando, apodado el
Especulador, que escribió a finales del siglo XIII, cita a los
glosadores para hacer notar «que el emperador tiene rango de
sacerdote según el pasaje en el que se dice (D. 1.1.1): “Nosotros
los jueces somos llamados con justa razón sacerdotes” 28.» Y
refiriéndose a la vez al derecho romano y al Decreto de Graciano,
agrega: «El emperador también es llamado pontífice 29.» Resulta
por completo significativo que haya sido hecho aquí un esfuerzo
para probar el carácter no laico y hasta pontifical del rey en el seno
de la Iglesia, y esto, no como consecuencia de su unción con la
crisma santa, sino en razón de la comparación de los jueces con los
sacerdotes formulada por Ulpiano. Sea lo que fuere, la realeza
estuvo a punto de quedar separada del altar, y el antiguo ideal del
rey-sacerdote, según el modelo de Melquisedek y de Cristo, fue
progresivamente reemplazado por un nuevo pontificalismo real
según el modelo de Ulpiano, incluso del mismo Justiniano.
Que los Misterios del Estado fuesen inseparables de la esfera
del derecho y de la jurisdicción es un hecho sobre el cual no es
necesario volver. La pretensión a una jurisdicción universal, fundada
por Barbarroja (bajo el parecer, se dice, de cuatro doctores
boloñeses) en el derecho feudal y el derecho romano, resultó un
fracaso. En cambio, esta misma pretensión no desembocó en un
fracaso, cuando fue erigida por el pontífice romano sobre la base de
la epístola a los Corintios 1.2.15: «El hombre espiritual juzga a
todos los otros, pero no es juzgado por nadie.» La historia de esta
máxima nos resulta bien conocida y sabemos cómo «el Hombre
dotado del Espíritu Santo», el pneumatikos del Apóstol, fue
finalmente reemplazado por el titular de una función, el obispo, y fue
asimilado en particular al obispo de Roma; asimismo nosotros
sabemos cómo la máxima pontifical que reivindicaba, en ciertas
circunstancias, la jurisdicción universal, luego de haber pasado a los
Dictatus papae de Gregorio VII y a la bula Unam Sanctam de
Bonifacio VIII, se estableció para todos los tiempos por venir:
Sancta sedes omnes iudicat, se a nemine iudicatur 30. [La Santa
Sede juzga a todos los hombres, pero no es juzgada por nadie.]
En cambio, la historia secular de esta máxima, más tardía, es
mucho menos conocida. Baldo, la gran autoridad jurídica del siglo
XIV, hace notar que el emperador también es llamado Rex, quia
alios regit et a nemine regitur, «Gobernador porque él gobierna a los
otros y no es gobernado por nadie 31». Matthaeus de Afflictis, el
glosador siciliano de principios del siglo XVI, añade: «El emperador
manda a los otros, pero él no es mandado por nadie 32.» Desde

7
luego, de Afflictis no cita ni deforma la máxima de san Pablo; él cita
a Baldo que pensaba él mismo no tanto en la epístola a los
Corintios, sino más bien en la fórmula canónica: Santa Sedes
omnes iudicat. Es verdad también probablemente para Jacobo I,
cuando declara que Dios tiene el poder «de juzgar a todos los otros,
pero de no ser juzgado por nadie», no sin agregar que «los Reyes
son llamados con justa razón Dioses 33, pues ellos ejercen en la
tierra un poder semejante al Poder Divino 34». Y Salmasio, un
absolutista bien curtido, no pensaba tampoco en la epístola del
Apóstol, cuando, en su «Defensa real de Carlos Iº de Inglaterra»,
impresa por vez primera en 1649, decía pura y simplemente: «Él es
rey en el sentido propio del término, aquél que juzga a todos los
otros y no es juzgado por nadie 35.» Sin duda, al transferir su
esencia al Estado secular Salmasio no se desvió nada a otra que no
fuese la teoría pontifical. En verdad el príncipe absoluto había
calzado los escarpines del pontífice romano: el príncipe se convirtió,
desde entonces, en el superhombre (the superman), ese homo
spiritualis que Bonifacio VIII había intentado monopolizar tan
violentamente para el Pontífice romano con exclusión de cualquier
otro 36.
Los Misterios del Estado estuvieron casi siempre ligados a la
esfera jurídica. Con la llegada al trono de Enrique II de Francia, en
1547, fue incluida en la Ordenación francesa de Coronación una
sección, antes y luego de la entrega del anillo; se decía en ella que
por medio de este anillo, «el rey desposó solemnemente al reino 37»
Ésta no era más que una metáfora introducida por su belleza, como
quizás fue el caso a veces en los discursos de Jacobo I 38; la
metáfora se utilizaba también por su conformidad con las leyes
fundamentales del reino, así como con los conceptos jurídicos de la
época. En 1538, un jurista francés, Charles de Grassaille, en su
libro sobre Los derechos regalistas en Francia, enuncia la teoría de
un matrimonio moral y político que une al rey y su respublica 39.
Grassaille, exactamente lo mismo que otros abogados del siglo
XVI – René Choppinen 1572 40, o François Hotman en 1586 41 –
declara que el poder del rey sobre el dominio y sobre el fisco no es
otro que aquél del cual goza el marido sobre la viudidad de su
esposa: «El dominio es la viudidad inseparable del estado público
42
.» René Choppin llegó en realidad hasta decir que el rey «es el
esposo místico de la respublica» (Rex reipublicae mysticus coniunx)
43
. Esto fue visto a veces como una «novedosa teoría 44». En
realidad, estos abogados franceses, y sobre todo Grasseille, citaban
palabra por palabra los comentarios de los tres últimos libros del

8
código de Justiniano redactados por un jurista del sur de Italia,
Lucas de Penna (nacido alrededor de 1320), cuya obra fue
ampliamente estudiada en Francia en el siglo XVI donde se reeditó
seis veces 45. El pasaje de Lucas de Penna citado por Grassaille
contiene toda una teoría política in nuce, basada en la epístola a los
Efesios 5, lección del Apóstol sobre la misa de matrimonio. Como
este pasaje da lugar a otros problemas importantes, los argumentos
de Lucas de Penna servirán de introducción a la continuación de
nuestro tema 46.
Lucas de Penna comentó el Codex en el pasaje 11.58.7,
sobre la ocupación de tierras abandonadas –con excepción, sin
embargo, de las tierras pertenecientes al fisco y al patrimonio del
príncipe. En realidad es del fisco que él quiere hablar y comienza
muy hábilmente por una cita de Lucano que hizo de Catón el urbi
pater urbique maritus, «padre para la ciudad y marido para la ciudad
47
». A partir de esta metáfora, llega al tema que, dos siglos más
tarde, interesará a los abogados franceses, con los siguientes
argumentos:

«Un matrimonio moral y político es contraído entre el Príncipe y la


respublica.
«Item, así como un matrimonio espiritual y divino se contrae entre una
iglesia y su prelado, un matrimonio temporal y terrestre se contrae entre el
Príncipe y el Estado.
«Item, exactamente lo mismo que la iglesia está en el prelado y el
prelado en la iglesia…el Príncipe está en la respublica, y la respublica en el
Príncipe 48.»

Varias de las raíces del «Pontificalismo» real quedan aquí


puestas al desnudo. Para interpretar las relaciones entre príncipe y
Estado, Lucas se vale de la antigua metáfora del matrimonio místico
que une al obispo con su sede, 49 – metáfora discutida amplia y
comúnmente dos generaciones antes, cuando el papa Celestino V,
con su abdicación en 1294, se había, «divorciado» de hecho de la
Iglesia universal con la que él estaba casado 50.
Por añadidura, Lucas de Penna citaba, palabra por palabra,
un pasaje del Decreto de Graciano: «El obispo está en la Iglesia y la
Iglesia en el obispo 51.» Estas palabras, extraídas de una célebre
carta de san Cipriano, fueron consideradas siempre como la piedra
angular de la doctrina de «el episcopado monárquico 52».
Transferidas a la esfera secular – ya por Andreas de Isernia,
glosador de las Constituciones sicilianas poco después del 1300,
después por Lucas de Penna y Matthaeus de Afflictis 53 –, las
palabras de san Cipriano proporcionaron lo mismo la piedra angular

9
de la «monarquía pontifical»: «El Príncipe está en la respublica y la
respublica está en el Príncipe.» En su versión secular, esta máxima
tomó un giro corporativista 54, y esto, como lo veremos, gracias a
Lucas de Penna. Durante el reinado de la reina Isabel, los juristas
de la Corona inglesa acentuaron este carácter al hacer notar que
«el rey en tanto que cuerpo político está incorporado en sus
súbditos y ellos en él». De ella, Sir Francis Bacon, produjo una
fórmula todavía más condensada; inventada por sus predecesores,
definía al rey como «un cuerpo corporativo dentro de un cuerpo
natural, y un cuerpo natural dentro de un cuerpo corporativo»
(corpus corporatum in corpore naturali, et corpus naturale in corpore
corporato) 55. Con toda evidencia, la fórmula de san Cipriano había
sido modificada, pero no era difícil todavía reconocer en ella su
sello. Este aspecto corporativo fue agregado, sin el mismo énfasis,
a más tardar por Lucas de Penna. Prosiguiendo su exégesis política
de la carta a los Efesios 5, éste último aplica al príncipe el versículo:
«El hombre es la cabeza de su esposa y la esposa el cuerpo del
hombre.» De ello concluye luego con toda lógica: «De la misma
manera, el príncipe es la cabeza del reino y el reino es el cuerpo del
príncipe 56.» Sin embargo, el principio corporativo fue formulado en
términos todavía más sucintos:

«Así como los hombres están espiritualmente reunidos en el cuerpo


espiritual cuya cabeza es Cristo…, asimismo los hombres están moralmente y
políticamente reunidos en la respublica que es un cuerpo cuya cabeza es el
Príncipe 57.»

Henos aquí confrontados con esta ecuación de mal presagio,


que se hizo normal alrededor de mediados del siglo XIII: el corpus
reipublicae mysticum, gobernado por el Príncipe, comparado con el
corpus ecclesiae mysticum, gobernado por Cristo 58. Dejando aquí
de lado el paralelismo muy evidente entre estos dos cuerpos
místicos, el eclesiástico y el secular, que fue discutido en otro
contexto, es esencial hacer hincapié en la importancia de la doctrina
aristotélica de la sociedad humana (o del Estado) como entidad que
tiene a la vez un fin político y un fin moral. A fin de cuentas, los
juristas no hicieron sino utilizar un concepto fundado en Aristóteles,
cuando hacían hincapié sin descanso que el Estado no era otra
cosa que un corpus morale et politicum que de verdad podía estar
fundado sobre el corpus mysticum et spirituale de la Iglesia, con la
misma facilidad de la que Dante había dado prueba para reunir bajo
un común denominador, paraíso terrestre y paraíso celeste como
las dos finalidades de la humanidad 59.

10
Con su método del quid pro quo, Lucas de Penna llega así a
establecer una equivalencia, no sólo entre el príncipe y el obispo,
sino también entre el príncipe y Cristo. Esta comparación con Cristo
queda expresada, por lo demás más claro no se puede, cuando él
agrega:

«Exactamente igual que Cristo ha tomado a una ajena, la Iglesia de los


Gentiles, por esposa …, así el Príncipe ha tomado por sponsa al Estado que no
es suyo… 60»

Así, la venerable imagen del sponsus y de la sponsa, de


Cristo y de su Iglesia, fue transpuesta de lo espiritual a lo secular y
adaptada a la necesidad del jurista para definir las relaciones entre
el príncipe y el Estado. Comprendemos ahora cómo de ello los
juristas franceses llegaron a definir al rey como el mysticus coniunx
de Francia. No sólo calzó el príncipe las sandalias episcopales,
sino, exactamente igual que el prototipo celeste del obispo, él
también se transformó en la cabeza de un cuerpo místico y en su
esposo.
A este misticismo canónico fue adjuntado el institucionalismo
del derecho romano. El verdadero objetivo de Lucas de Penna, al
argumentar a partir de estas metáforas matrimoniales, era ilustrar
las particularidades del fisco. El interpreta el fisco como la viudidad
de la respublica y sostiene que el esposo tiene solamente el
derecho de usar los bienes propios de su esposa, pero no tiene
derecho alguno de enajenarlos. El va todavía más lejos en el
paralelo entre los votos intercambiados por el futuro marido y su
prometida y los juramentos respectivamente prestados por los reyes
en su coronación y los obispos en su ordenación, juramentos por
los que ellos prometían no enajenar los bienes pertenecientes para
los unos al fisco, para los otros a la Iglesia 61.
Sería tentador demostrar cómo la promesa de no enajenación
hecha por el rey al tiempo de su coronación derivó efectivamente
del juramento episcopal y en qué le estaba sujeta (pensemos, en
primer lugar, en el juramento de no enajenación prestado por los
reyes ingleses en el siglo XIII) 62. Sin embargo, dejaremos de lado
esta controvertida cuestión, para dirigirnos, si se puede decir, hacia
los mysteria fisci que Lucas de Penna, de una manera absurda
parece, había vinculado con el matrimonio místico de Cristo y de la
Iglesia. Christus y fiscus no estaban, sin embargo, tan alejados el
uno del otro para los juristas medievales como podrían estarlo para
nosotros 63.

11
En 1441, en ocasión de un proceso ante la corte del
Exchéquer, John Paston, entonces juez en la corte de Pleitos
Comunes y compilador muy conocido de las Paston Letters, deja
escapar, casi al pasar, una extraña observación: «Lo que no es
captado por Cristus, lo es por el Fiscus» (Quod no capit Christus,
capit Fiscus) 64. El Prof. Plucknett, sabio intérprete de este proceso,
aparentemente tomó esta fórmula por un bon mot 65 de Paston; él lo
cita, porque lo considera, con justa razón, como «demasiado bueno
para perderse». Pero, de todas formas, la observación de Paston no
se habría perdido. En su colección de emblemas, publicada por
primera vez en 1522, el gran jurista y humanista italiano Andrés
Alciat presenta uno de ellos, acompañado de la fórmula Quod non
capit Christus, rapit fiscus 66. Por este libro de Alciat, que se hace
autoridad y goza de un increíble influencia, la fórmula se abrió
camino entre varias colecciones respetables de emblemas, lemas y
proverbios, de los que el Renacimiento se mostró tan gustoso 67.
Este bon mot 68 no fue entonces inventado por Paston. Un siglo
antes que él, el civilista flamenco Felipe de Leiden había señalado
que: «Nosotros comparamos las posesiones patrimoniales de Cristo
con las del Fisco» (Bona patrimonalia Christi et fisci comparantur) 69.
Similares observaciones pueden encontrarse en la obra de Baldo; y
a partir del siglo XIII, Bracton había aislado la res nullius, «la cosa
que no pertenece a ningún individuo», como siendo la propiedad
«de Dios y del Fisco solos 70».
La fuente de todos estos juristas fue el Decreto de Graciano,
más precisamente el capítulo sobre los diezmos: Hoc tollit fiscus,
quod non accipit Christus, «Lo que no es recibido por Cristo es
exigido por el Fisco 71.» Graciano había sacado este pasaje de un
sermón pseudoagustiniano. Sin embargo, san Agustín, el auténtico,
también habla del fiscus de Cristo 72 – metáforas cuya importancia
no hay que subestimar pues, en el curso de la Querella de la
Pobreza, durante el pontificado del papa Juan XXII, sirvieron, con
otros pasajes similares, para probar que Cristo poseyó un
patrimonio puesto que él tenía un fiscus 73.
La yuxtaposición antitética puede aparecer como blasfema a
los ojos de los modernos, puesto que los órdenes de magnitud no
parecen comparables. Con toda evidencia, los juristas pensaron y
representaron de otro modo las cosas. Para ellos, Christus
significaba simplemente la Iglesia, y la comparación se refería a la
inalienabilidad de los patrimonios fiscales y eclesiásticos,
patrimonios pertenecientes a una u otra de dos «manosmuertas», la
Iglesia o el fisco. Lo que la ecclesia y el fiscus tenían en común no
era otra cosa que la perpetuidad: en términos jurídicos, «el fisco no

12
muere jamás», fiscus numquam moritur 74. Como la Dignitas, la
dignidad del príncipe o del rey, del papa o del obispo, que no muere
nunca, aún si su titular llega a morir, el fisco es inmortal. El tiempo
no juega más contra el fisco, como tampoco juega contra el rey – el
rey en calidad de rey, el rey en su Dignitas 75.
Como último análisis, la equivalencia de la Iglesia y del fisco
se remonta a los tiempos de la antigua Roma, cuando las cosas
pertenecientes a los templa – reemplazadas progresivamente a
partir del siglo IV por las ecclesiae – fueron puestas jurídicamente
en pie de igualdad con las cosas pertenecientes al dominio sagrado
del emperador 76. Por esta razón también Bracton pudo llamar a
estas cosas fiscales res quasi sacrae 77, y Lucas de Penna habló
repetidas veces de fiscus sanctissimus «el Fisco lo más santo» 78 –
aunque, hoy en día, comprendamos más fácilmente a Baldo que, a
causa de su inmortalidad, llamó al fisco «el alma del Estado» (fiscus
reipublicae anima) 79.
Más aún, los juristas atribuyeron al fisco la ubicuidad y la
omnipresencia: Fiscus ubique praesens, declara Accursio
(alrededor de 1230) en una glosa 80 frecuentemente repetida, sobre
todo por los glosadores de las Constituciones sicilianas 81, ubicuidad
que hacía imposible la usucapión de una tierra cuyo propietario
estuviera ausente 82. Como en muchos casos, fue Baldo quien sacó
la conclusión directa de esta ubicuidad y de esta omnipresencia
misteriosas: Fiscus est ubique et sic in hoc Deo similis, «el Fisco es
omnipresente y en eso es semejante a Dios» 83.
En ello no hay que engañarse: este lenguaje no revela, o
mejor dicho, no revela todavía, un esfuerzo de «deificar» al fisco y
al Estado; pero revela, en cambio, un esfuerzo para explicar la
naturaleza del fisco en términos teológicos, su perpetuidad, o, para
citar a Baldo, el hecho de que sea quid eternum et perpetuum
quantum ad essentiam, «algo eterno y perpetuo con respecto a su
esencia» 84. La contrapartida de la aplicación del lenguaje teológico
a las instituciones seculares fue que, por una parte, el fisco y la
maquinaria estatal se hicieron efectivamente semejantes a Dios,
cuando, por otra parte, Dios y Cristo se encontraron rebajados al
rango de simples símbolos de una ficción jurídica con el objetivo de
explicar la ubicuidad y la eternidad de la persona ficticia llamada
fisco.
Siempre fue esta lingua mezzo-teologica acostumbrada entre
los juristas la que elevó al Estado secular a la esfera del «misterio».
Esto es verdad también para esta extraña personificación, la
«Dignidad que no muere». Volvemos a encontrar, en efecto, la
misma yuxtaposición en lo que concierne a esta dignidad inmortal:

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«El rey, [dice Baldo], no tiene obligación alguna para con el hombre,
aunque él esté obligado para con Dios y su Dignidad que es
perpetua 85.» Esto fue siempre un problema de tiempo, de
perpetuidad, que hizo a la Deidad comparable con el Fisco, con la
Dignidad o con el «Cuerpo político del Rey».
Las especulaciones sobre esta dignidad inmortal, así como la
aplicación de esta noción, han atravesado varias fases: de la abadía
al obispo y al papa, del papa al emperador y del emperador a los
«reyes que no admitían ningún superior 86». Se llega por último a
decir que la regia Dignitas «no muere jamás 87», o que la regia
Maiestas «no muere jamás 88». Se confrontó (como Baldo) la
persona personalis del dignatario mortal con su persona idealis, la
Dignidad que no muere jamás 89. De esta manera, el rey francés
pudo afirmar por fin que tenía dos ángeles guardianes, uno con
motivo de su misma persona, el otro con motivo de su Dignidad 90.
Luego, tenía que terminar obligatoriamente por llegar un día, no
antes del siglo XVI parece, a esta fórmula lapidaria: El rey no
muere jamás, aunque los juristas ingleses de esta época se
esforzaran en expresarlo así: «El rey, como rey, no muere jamás
91

Otros juristas compararon la Dignitas con un símbolo de
inmortalidad y de resurrección mucho más clásico, el Fénix, este
ave legendaria 92. La comparación no estuvo mal elegida: no había
más que un solo Fénix vivo a la vez; cada nuevo Fénix era
«idéntico» al precedente y sería «idéntico» al siguiente. Además, en
el caso de este ave – de alguna manera semejante a los ángeles –,
coincidían la especie y el individuo. «Toda la especie está
preservada en el individuo», como lo subraya Baldo, así cada Fénix
era por sí sola toda «la especie Fénix» existente. Mortal como
individuo e inmortal como especie, el Fénix podía entonces sin duda
pretender, si tenía la pretensión de ello, que era un prototipo de la
«Corporación universal 93».
Las metáforas teológicas fueron muy efectivas también, a tal
punto que a menudo el substrato cristológico es del todo evidente.
Al conjugar las teorías aristotélicas de el organon o de el
instrumentum con la fórmula teológica de origen bizantino cuyo
conocimiento lo había tomado de Juan de Damas, santo Tomás de
Aquino había hecho explícita su doctrina según la cual la humanitas
Christi era el instrumentum divinitatis y así el instrumento de la
principalis causa efficiens que no era otra que Dios 94.
Esta doctrina se propaga también entre los juristas, que van a
insertarla en sus teorías políticas. Ellos establecen una equivalencia
entre la Dignitas «que no muere jamás» y la Divinitas, así como

14
entre el cuerpo natural del dignatario y la humanitas; sobre esta
base, Baldo puede entonces escribir:
«Reconocemos aquí la Dignidad como la principalis y la persona como
la instrumentalis. Por esto, el fundamento de la acción es esta Dignitas que es
perpetua 95.»

O también, a propósito de las dos personas reunidas en el


príncipe él escribe:

«Y la persona [individual] del rey es el organum y el instrumentum de


esta otra persona que es intelectual y pública. Y esta persona intelectualis et
publica es la que principaliter causa los acciones 96.»

Estamos en condiciones de comprender ahora el método y


también de dónde proviene este substrato eclesiológico, tan
frecuentemente perceptible en los discursos y en los alegatos de los
juristas de la Corona inglesa durante el reinado de los últimos
Tudor. Reconocemos de manera inmediata la doctrina eclesiológica
del corpus mysticum cuando, por ejemplo, uno de los jueces declara
que el suicidio no es solamente un crimen contra Dios y la
Naturaleza, sino también contra el rey «porque él es la Cabeza y
por esto pierde uno de sus Miembros místicos 97». Aunque menos
evidente, esto también resulta verdadero para la terminología
empleada por los juristas ingleses en sus argumentaciones sobre el
rey tomado como individuo y el rey tomado como rey. Ellos hablan
entonces habitualmente de «dos cuerpos» del rey, no dejándose
llevar sino muy raramente a decir las «dos personas» – después de
todo, no eran ellos nestorianos, y Sir Edward Coke se esforzó en
hacer notar, con otros, que aun si el rey tiene «dos cuerpos», él «no
tiene sino una sola persona» 98. Hay que remontarnos muy lejos,
hasta el siglo XII, cuando la Iglesia emerge como corpus mysticum
99
, hasta maestros como Étienne de Tournai o Gregorio de
Bérgamo, para encontrar las formulaciones teológicas –
frecuentemente repetidas más tarde – del siguiente tipo:

«Doble es el cuerpo de Cristo: el cuerpo humano material que él ha


heredado de la Virgen, y el cuerpo colegial espiritual, el colegio de la Iglesia
100

« Un cuerpo de Cristo que es él mismo y otro cuerpo cuya cabeza es él
101

Podemos comparar con estas definiciones de los cuerpos de


Cristo, el individual y el colectivo, y con otras definiciones similares,
las distinciones jurídicas subrayadas sin descanso por los jueces
del período de los Tudor:

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«El Rey tiene dos cuerpos, uno es un Cuerpo natural… él se encuentra
sometido a las Pasiones y a la Muerte como los otros hombres; el otro es un
cuerpo político cuyos miembros son los súbditos, con ellos él compone la
corporación, él está incorporado en ellos y ellos lo están en él, él es la Cabeza
y ellos son los Miembros; y este Cuerpo no está sujeto a las Pasiones y a la
Muerte, porque en este cuerpo el Rey no muere jamás 102.»

Creo que el concepto absolutista de Misterios del Estado


encontró su origen en estos estratos de pensamiento. Cuando la
Nación calzó al fin los escarpines pontificales del príncipe, el
ESTADO ABSOLUTO moderno, aun sin príncipe, estuvo entonces
en condiciones de asumir, como una Iglesia podía hacerlo.

Traducción: Claudio Tygier

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