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Esta conversación tiene traducción actual, pues lo que el joven plantea no es más que esto: ¿Puede
enseñarse el Bien, y en qué consiste este? ¿Podemos aprender a ser 'buenas personas'? ¿Somos
'buenos' por naturaleza? Y podemos seguir preguntando maliciosamente: ¿Tiene Sócrates derecho alguno
a enseñar cuestiones morales a este joven? ¿Se irritarán y denunciarán los padres de Menón a este
charlatán por imbuirle ideas que solo competen a ellos? ¿A quién está permitido enseñar valores morales?
Porque verán: el bueno e ingenuo Sócrates estaba convencido de la bondad del ser humano, y quien
'hacía el mal' no era más que un ignorante que podía salir de su error enseñándole el Bien.
No parece que este errante maestro que fue Sócrates tuviera éxito en su 'experimento' pedagógico
conociendo su trágico final: los gobernantes le 'invitaron' a morir saboreando una generosa copa de cicuta.
¿Su delito?; tal vez corromper a la juventud haciéndoles pensar (¿El eterno divorcio entre poder, política y
educación!).
Volvamos al mundo real, porque desde entonces hasta nosotros raro ha sido el sistema educativo cuya
finalidad no haya sido transmitir valores. (Exceptuando quizás el paréntesis medieval en que todo se hacía
y enseñaba «a mayor gloria de Dios»). Pero la cuestión que más ampollas ha levantado ha sido la de si el
Estado debe jugar algún papel en todo esto. Y este sin duda ha sido el arranque de tanta salida de tono,
tanto alarmismo inventado y tanta no verdad en torno a la nada nueva asignatura 'Educación para la
ciudadanía'. Otro viaje en la historia -a riesgo de ser pedantes- nos recuerda lo poco novedoso de estos
planteamientos: pensadores y juristas como Tomás de Aquino y Francisco de Vitoria -que a buen seguro
defenderían nuestros actuales detractores- se preguntaron literalmente «si el efecto de la ley es hacer
buenos a los hombres o más bien ricos y sanos», y concluyen que «el rey deberá hacerlos amantes de la
virtud».