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Reseña: Montaigne, “La fisonomía”, en Ensayos, 2007,

Barcelona, Acantilado.
Martín Gómez
Montaigne realiza una crítica al mundo de su época: es un “siglo débil”,
que no advierte más que las “gracias agudas, huecas e hinchadas de artificio”
debido a que esta habituado a la pompa. Todas nuestras opiniones las
adoptamos por autoridad o por creencia (por suerte, dirá Montaigne). En ese
sentido es que la figura de Sócrates carga con el prestigio que le es conocido
debido a la “aprobación pública” y no a que se aprecie justamente el valor con
que el ateniense “movía su alma de manera natural y común”. Esto se ve
reflejado en el modo en que habla Sócrates y en los ejemplos que pone : Sócrates
siempre “tiene en la boca” cocheros, carpinteros, zapateros y albañiles (…) Se
trata de inducciones y similitudes extraídas de las más vulgares y conocidas
acciones humanas. Debido a las características superficiales de su siglo
Montaigne sostiene que la nobleza y el esplendor de la practica socrática, de sus
“concepciones” hubiera pasado desapercibida. Su fin fue brindarnos preceptos
que de manera real y más cercana sirvan a la vida: [observar la mesura,
contenerse en el límite, seguir la naturaleza]. Fue además siempre uno y el
mismo, y ascendió, no por arrebatos sino por temperamento, al punto supremo
del vigor. O, para decirlo mejor, no ascendió a ningún sitio, sino que más bien
descendió y regresó (aquí está la idea de epistrophe) a su punto original y
natural, y le sometió el vigor, las asperezas y las dificultades.
Montaigne se maravilla de que Sócrates haya “logrado fraguar las más
altas y vigorosas creencias, acciones y costumbres que jamás hayan existido”
(…)a partir de elementos y fantasías tan comunes, típicas de un niño y sin
embargo capaces de producir “los efectos más hermosos en nuestra alma”. El
efecto más importante parece ser para Montaigne el de “mostrarle a la
naturaleza humana hasta qué punto llegan sus fuerzas”. Sócrates “hizo volver
del cielo a la sabiduría humana, donde perdía el tiempo, para restituirla al
hombre, en el cual radica su tarea más justa y más laboriosa”. Somos más ricos
de lo que pensamos dice Montaigne, pero se nos educa para mendigar lo que no
esta en nosotros y que, en realidad, no nos hace falta.
Para Montaigne puede aprenderse de Sócrates a no ser intemperante en
la “curiosidad por saber”. Además del conocido llamado a la moderación de las
pasiones, al deseo de fortuna y poder, etc. Habría que prestar especial atención
a la avidez por adquirir conocimientos. La adquisición de ciencias, es mas
costosa para nuestra vida que la de cualquier otro bien dado que el lugar de
almacenamiento es nuestra propia alma, por lo cual hay que ser mucho más
moderado ya que algunas en vez de nutrirnos nos estorban o incluso nos
envenenan: “Recógete encontrarás en ti mismo los argumentos de la naturaleza
contra la muerte, verdaderos y los más apropiados para utilizarlos en caso de
necesidad. Son los que hacen morir al campesino, y a pueblos enteros, con la
entereza de un filósofo” Montaigne sospecha que las sutilezas argumentativas de
los autores de su época terminan enmascarando el verdadero problema y se
hace una pregunta muy interesante: ¿y si fuera que la ciencia, intentando
armarnos con nuevas defensas contra las adversidades naturales, nos ha
impreso en la fantasía más su magnitud y gravedad que sus razones y sutilezas
para protegernos de ellas? Tal vez las razones de estos autores no sean fuertes
sólidas y buenas sino más bien elegantes, agudas y bellas. En este caso el
ejemplo que pone es el de Séneca como un escritor agudo pero impetuoso a
quién contrapone la manera más distendida de Plutarco, quien logra un efecto
sobre el entendimiento mientras que Séneca lograría un efecto sobre el espíritu.
Después de alabar las virtudes y la entereza para afrontar el sufrmiento
de las personas humildes, carentes de ciencia, Montaigne emprende un largo
relato en el cual que lo ubica como protagonista de una serie de desgracias,
guerras, enfermedades, problemas financieros, etc. Ese contexto era el de
Francia desde hacía 30 años. La situación es tal que a pesar de que Montaigne
era un hombre de cierta fortuna debe evaluar la posibilidad de pedir ayuda a sus
amigos: “En cualquier asunto los hombres se abalanzan en busca de apoyos
ajenos para ahorrarse los propios, los únicos seguros y los únicos poderosos
para quien sabe armarse con ellos. Todo el mundo corre hacia otra parte, y hacia
el futuro, porque nadie ha llegado hasta sí mismo.” Montaigne sostiene que
aquellos fueron “desgracias útiles” ya que le permitieron comprender la
importancia de atenerse a uno mismo. El consejo que Montaigne parece dejar a
sus lectores es el contrario de la practica estoica conocida como premeditatio
malorum, o incluso el memento mori:
“Jamás vi a ningún campesino de mi vecindad ponerse a reflexionar
sobre la disposición y la firmeza con que pasará esta última hora. La naturaleza
le enseña a no pensar en la muerte hasta que se muere. Y, llegado el momento,
se desenvuelve mejor que Aristóteles, al que la muerte aflige doblemente, por
ella y por una larguísima premeditación.” Montaigne cita el discurso que
Sócrates pronuncia ante sus jueces, discurso en el cual acepta la condena , como
un ejemplo de una aceptación simple y natural de la muerte que debido a su
nobleza y vehemencia constituye un ejemplo para la humanidad. Lo que destaca
Montaigne es sobre todo que este discurso de Sócrates está “por detrás y por
debajo de la opinión común”, es decir más cerca de la naturaleza: “Es, en efecto,
creíble que por naturaleza tengamos miedo al dolor, pero no a la muerte por sí
misma.”
Es en las páginas finales donde el tema que da titulo al ensayo cobra
sentido: “Sócrates fue un ejemplar perfecto en todas las grandes cualidades. Me
irrita que encontrara un cuerpo tan desgraciado, según dicen, y tan discordante
con la belleza de su alma —él, que estaba tan enamorado de la belleza y tan
enloquecido por ella. La naturaleza fue injusta con él—. Nada es más verosímil
que la conformidad y correlación del cuerpo con el espíritu” Esto a tal punto es
así para Montaigne que más adelante dirá: “si tuviera que azotar a los malvados,
lo haría con más dureza cuando desmienten y traicionan las promesas que la
naturaleza les había plantado en la frente. Castigaría con más acritud la malicia
en una apariencia bondadosa”
El propio Montaigne sería el caso contrario al de Sócrates: “Me ha
sucedido con frecuencia que, por el simple crédito de mi presencia y mi aspecto,
personas que no me conocían en absoluto han confiado muchísimo en mí, bien
para sus propios asuntos, bien para los míos.” (…) Si mi semblante no me
avalara, si no se leyera en mis ojos y en mi voz la simplicidad de mi intención,
no me habría mantenido durante tanto tiempo sin querella ni ofensa, habida
cuenta mi indiscreta libertad de decir, con razón o sin ella, lo que se me pasa por
la cabeza, y de enjuiciar temerariamente las cosas. Esta costumbre puede
parecer con razón insociable y disconforme con nuestro uso; pero no he visto a
nadie que la haya juzgado ultrajante ni maliciosa, ni que se haya ofendido por
mi libertad si la ha soportado de mi boca”
Es interesante preguntarse si desde el punto de vista de Montaigne, la
suerte de Sócrates hubiera sido otra con una fisonomía más favorable y por otra
parte si el ateniense hubiese contado con el prestigio (falso) de los
contemporáneos de Montaigne cuando estos tuvieran que escuchar de propia
boca los discursos provenientes de una “fisonomía tan discordante con su
alma”.

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