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La ética protestante y el espíritu del capitalismo

Escrita entre 1904 y 1905, La ética protestante y el espíritu del capitalismo es la obra
fundamental y más conocida de Max Weber, filósofo y sociólogo alemán que fue
también un hombre político; en sus investigaciones históricas halló siempre un punto
de apoyo para las cuestiones más urgentes y actuales de la vida política alemana
anterior y posterior a la guerra.

Es característica del pensamiento de Max Weber su crítica de la concepción


materialista de la historia; para el sociólogo alemán, no sólo los intereses económicos
determinan el devenir histórico, el movimiento de las clases y las grandes corrientes
sociales, sino que también influyen, y de forma principal, los factores de carácter
psicológico y religioso. Desde esta posición general, Weber pasó a buscar en la historia
de las religiones las concepciones que favorecieron o frenaron el desarrollo del
capitalismo, llegando a la conclusión de que el capitalismo es heredero del calvinismo y
del puritanismo, es decir, de aquellas corrientes originadas en la Reforma protestante
en que la salvación nunca puede venir de la renuncia al mundo, sino de una incesante
actividad moral y material.

Aunque el reformador Juan Calvino había hecho suyas en su juventud las ideas
esenciales de Lutero (negación de la autoridad papal, libre interpretación de la Biblia y
salvación a través de la fe), pronto hubo discrepancias doctrinales, particularmente en
lo que respecta a la predestinación. En la teología calvinista (que se impondría con
algunas variaciones en diversos países del centro y del norte de Europa y entre los
puritanos ingleses, de cuya emigración procede el puritanismo estadounidense), la
omnisciencia divina conoce el destino de cada hombre; el hombre se salva no por sus
buenas obras, sino porque ha sido elegido por Dios para ese destino. Por otra parte, las
buenas obras son también una conducta prevista por Dios, de modo que los hombres
destinados a la salvación están también destinados a llevar una vida recta.

Paradójicamente, en lugar de conducir a la inacción, esta doctrina tuvo un efecto


profundamente moralizador entre los creyentes, que, por decirlo de algún modo, se
afanaron en alcanzar una absoluta integridad moral que les permitiese suponer que
figuraban en el grupo de los elegidos para la salvación. El propio Calvino prescribió el
rigor moral y, frente a cualquier tipo de ociosidad o apartamiento del mundo, la
esforzada dedicación al trabajo; otro aspecto doctrinal de gran relevancia para el
desarrollo económico fue aceptar, en contraste con el catolicismo, la legitimidad de los
préstamos con interés.

Para los calvinistas y los puritanos, impulsados especialmente por su rigidez a dar a
todas las cosas humanas un significado sagrado y a obtener de este significado la
confirmación de su fe en ser elegidos para la salvación, el trabajo y su organización
racional se convierten en un orden que ha de instaurarse en la realidad y en la vida,
orden que, para el calvinista, es una fe y una misión, es la ejecución de la voluntad
divina. Dedicado al trabajo y a los negocios, el hombre organiza y racionaliza el trabajo
y la producción, enriquece la vida humana e interpreta su victoria comercial del mismo
modo que sus logros en el autoperfeccionamiento moral: como indicios de la elección
de Dios, de que Dios ha decidido su salvación y la de su familia y estirpe.

La meta no es la acumulación del capital, ni la satisfacción y alegría que pueda


producir; pero, sin ser un fin en sí misma, esa meta orienta la organización de la vida.
La obra del moderno hombre de negocios tiene así un fundamento religioso; la
organización y la lucha comercial están estrechamente ligadas a una visión del mundo
según la cual los más activos, los mejores (en suma, los elegidos) organizan, producen
y enriquecen, en tanto que los otros, los no elegidos, pierden fatalmente sus batallas,
declinan y decaen.

Con estas conclusiones, la vida social y económica se revela, en la filosofía de Weber,


como determinada por elementos irracionales e imprevisibles, y la historia se
manifiesta como un proceso mucho más complejo que el descrito por el marxismo, no
reductible al esquema de la lucha de clases como motor de la historia. En el seno
mismo de los hechos económicos más típicos, tales como el capitalismo, tienen una
importancia predominante la visión de la vida y los factores psicológicos. Hasta el
mismo capitalismo puede entenderse como una religión, la religión de la actividad y de
la victoria, típicamente ligada a la concepción occidental de la vida; su opuesto no es
tanto el espíritu proletario y comunista como el espíritu aristocrático de la renuncia y
de la contemplación.
Weber constata que la religión protestante es la predominante entre las clases
capitalistas alemanas. Siendo la diferencia entre capitalistas protestantes y capitalistas
católicos enorme. Weber llega a la conclusión de que la ideología protestante
promueve de un modo u otro la construcción del capitalismo.

¿Pero qué es el espíritu del capitalismo? cabe preguntarse. La ética del capitalismo
plantea que el fin supremo de nuestra vida es la adquisición de riquezas por ellas
mismas, la búsqueda del enriquecimiento no es visto como un medio para un fin; el
empresario capitalista no busca enriquecerse para retirarse sino que busca el
enriquecimiento por sí mismo. El goce, el descanso o el retiro no son los objetivos de la
mentalidad capitalista aunque sí puede ser el fin de los miembros de las economías
capitalistas poco integrados en el sistema.

“[…] el summum bonum de esta “ética” estriba en la persecución continua de más y


más dinero, procurando evitar cualquier goce inmoderado, carece de toda mira
utilitaria o eudemonista, tan puramente ideado como fin en sí, que se manifiesta
siempre como algo de absoluta trascendencia e inclusive irracional ante la “dicha” o el
rendimiento del hombre en particular. El beneficio no es un medio del cual deba
valerse el hombre para satisfacer materialmente aquello que le es de suma necesidad,
sino aquello que él debe conseguir, pues esta es la meta de su vida.”

El capitalismo actúa como un orden extraordinario en el que el individuo queda


atrapado inexorablemente, el empresario que no se amolde a la ética capitalista está
abocado a desaparecer.

El capitalismo ha estado muchas veces a punto de instaurarse, en la Antigüedad


mediterránea o en Oriente, pero siempre chocó con la mentalidad “tradicionalista”
según la cual un hombre trabaja con el propósito de vivir o, como mucho, de vivir bien.
Muchos mercaderes hacían un capital que usaban para acceder a la nobleza o para
vivir de las rentas, esto rompía la dinámica capitalista de buscar más y más riquezas e
invertir los beneficios en obtener más beneficios. En pugna con la mentalidad natural
según la cual la riqueza es un medio y no un fin en sí misma para el capitalismo fué
difícil imponerse como mentalidad predominante. Entonces ¿cómo llegó a surgir el
capitalismo si se oponía al secular tradicionalismo?

El catolicismo que consideraba este mundo manchado por el pecado original se


amoldaba perfectamente a la mentalidad tradicionalista, los retiros monásticos son un
ejemplo de esto: la verdadera vida es la vida contemplativa, alejada del trasiego del
mundo. Con Lutero la visión del trabajo cambió en el cristianismo y se transformó en
una manifestación palpable del amor al prójimo, ante Dios toda profesión tiene el
mismo valor. Lo propio de la Reforma fue acentuar el valor ético del trabajo como
profesión. Pero en Lutero aún sigue vivo el espíritu del tradicionalismo ya que la
asunción de la profesión era algo que el hombre debía realizar como una misión
impuesta por Dios; lo único novedoso fue la desaparición de los llamados “deberes
ascéticos” (superiores a los “deberes con el mundo”) y el fin de la conformidad con la
situación asignada a cada cual en la vida social o profesional. El verdadero punto de
inflexión que permitió la instauración del capitalismo fue el nacimiento del calvinismo.

El calvinismo cree en la predestinación de la salvación. El hombre no puede hacer nada


para salvarse, no es nada comparado con Dios; es el mismo Dios el que otorga la gracia
a los elegidos. Mientras el católico puede obtener el perdón de sus pecados en la
confesión y el luterano podía reparar con buenas obras los actos de debilidad, el
calvinista no podía hacer nada para obtener la gracia de Dios ya que provenía de Dios
mismo y nada podía hacer el hombre. Sin embargo había un signo que delataba a los
elegidos por Dios: su pureza moral que se extiende a todos los actos de su vida, hasta
el más nimio. Este puritanismo moral llevado al ámbito profesional hizo que el
cumplimiento del deber del trabajo por sí mismo, rehuyendo el descanso en la riqueza
y la ostentación, fueran signos de la gracia divina. El afanoso puritano calvinista llevaba
una vida éticamente planificada y metodizada en todos los ámbitos de su existencia
para buscar en este cumplimiento de la norma la seguridad de haber obtenido la
gracia. Este afán puritano en el trabajo, tan alejado de la natural mentalidad
tradicionalista, fue la que permitió el surgimiento del capitalismo en los Países Bajos y
Centro de Europa donde predominaba la población puritana.

Al final, como era de esperar, las riquezas acumuladas pervirtieron el espíritu puritano
y lo fueron debilitando hasta incluso el secularismo laico no obstante, como dice
Weber “el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que
descansa en fundamentos mecánicos”. En otras palabras, una vez que se asentó el
capitalismo tomó vida propia creando necesidades y construyendo los medios para su
perpetuación sin necesidad de que la ideología puritana lo siguiese sustentando.

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