Está en la página 1de 2

Desvivir.

Fabiana
Vos tan otoño y yo tan renaciendo, le dijo ella mirándolo burlona a los ojos.
Él la observó angustiado, mientras le acariciaba la frente febril. Ella, tan joven, se moría en
la cama de aquel hospital abandonado en la frontera de ese pueblucho flaco y debilitado de
tanta corrupción. Eso le habían dicho los pueblerinos y él les creyó.
— Vos de acá no te vas flaca. Te lo prohíbo.
El viaje que habían pensado y organizado durante más de dos años, soñando con la
mayoría de edad y planeando la ruta de recorrido se desmoronó una tarde de abril, cuando
ella sintió que en el pecho le caminaban hormigas. Ese viaje que ya habían emprendido con
los pies ansiosos y las mochilas repletas de entusiasmo, de golpe quedó suspendido en el
tiempo, pendiente de un hilo invisible que estaba atado a las palpitaciones del corazón de la
joven.
— Vos sabés que me voy a morir— decía ella con voz suave.
Él, que la conocía desde su nacimiento, sabía que la chica no mentía. Corrió nuevamente
hasta la sala donde estaba la enfermera. El lugar parecía una cocina de cualquier casa de
cualquier lugar del mundo. Pero no era una casa, era un hospital.
— Señorita—dijo con voz urgente— llega el doctor.
No preguntó. Daba por hecho que el doctor llegaría. Pero los tiempos de ambos, el de ellos
y el del médico parecían no coincidir.
— No lo sé m´hijito
La enfermera tenía la cara y las manos curtidas. Tal vez de tanta desesperanza o de decir
tantas veces cosas que los demás querían escuchar y ella no podía confirmar. Lo miró con
ojos de piedad y caminó con parsimonia hasta el lugar que oficiaba como habitación de
hospital comunitario. Allí se encontraban todos los pacientes, sin importar el grado de
dolencia que padecieran. Miró a los ojos a la muchacha pálida que yacía en la cama. Con
delicadeza posó la mano morena sobre la frente. Luego miró al joven con ojos de
misericordia y moviendo la cabeza lo llamó aparte. Lo llevó al frente del hospital, que tenía
un jardín, lugar de tierra árida y plantas agrestes donde solo se asomaba una rosa que de
manera impune pretendía gobernar el paisaje bravío.
— No hay mucho por hacer, m´hijito
Él la miró con ojos incrédulos.
— Pero usted no es médica, doña.
— Pero soy vieja. Y he visto la cara de la muerte muchas más veces que los doctores de la
ciencia. Lo siento joven. La niña pende de un milagro. Y en este lugar, alejado de la vida de
todos, los milagros solo le pertenecen a Dios. Y ahí yo no tengo nada que hacer.
Terminó de hablar y suspiró profundo. Levantó los ojos al cielo y balbuceó algo
inentendible. Luego se fue despacio caminando para la sala que oficiaba de oficina, de
enfermería y de cocina.
El muchacho se acercó nuevamente a la cama. Puso su oído en los labios febriles de la
joven que dormitaba y sintió su respiración. Tomó el pulso de su muñeca. Lo dejó tranquilo
advertir que no había cambiado el ritmo de los latidos. La decisión estaba en sus manos.
Caminó hasta el pasillo y se apoyó en el marco de la puerta inexistente.
— Cuide de ella, doñita. Yo ya vuelvo.
Tomó su mochila y entendió que el mundo era salvaje. Él, inocente e iluso, pensó que la
humanidad se componía de gente que solo sufría porque quería. Él, que cándidamente había
pretendido salvar al mundo con sus donaciones esporádicas, sus respiraciones de yoga y sus
dibujos de mandala pretenciosamente redentores. Él, que solo quiso ser distinto, porque el
mundo lo exigía, se lo exigía, sintió por primera vez la maldad del poder. Cuando llegó al
único lugar que tenía teléfono, cuando llegó al único bar del pueblucho, sacó una agenda de
piel de vicuña, regalo de su padre, y buscó un número. Los pueblerinos miraban con atención
al joven. Tenía la cara pálida y sus ropas revelaban opulencia.
Discó el aparato apurado y se equivocó dos veces. En ambas oportunidades levantó la
vista llorosa y le informó al dueño del lugar que le pagaría el error.
— Tu hija se muere.
Del otro lado del teléfono, parecían no entender. Repitió una vez más la frase y la última
salió con fuerza, un grito desgarrador. Todos los presentes lo miraron.
— Tu hija, mi hermana, se muere, y estamos en un lugar donde ni siquiera hay un remedio
para atender las urgencias. ¡Y todo es tu culpa! ¡Todo es tu culpa!.
El muchacho dio indicaciones, colgó el teléfono y pidió algo fuerte para tomar. Los
parroquianos, en un diálogo sin palabras se fueron parando de a uno y pasaban palmeando la
espalda del joven que lloraba. Allí, abandonado del mundo, esos hombres habían hecho más
por él, que su propio padre.
Al atardecer, un helicóptero de la gobernación nacional bajaba en medio del rudo
ambiente natural y trasladaban con premura a la joven. Nadie escuchó que ella musitaba
palabras de agradecimiento a la mujer que le sostenía la mano, mientras la llevaban en una
camilla desvencijada. Nadie la escuchó, cuando la mudaron a una cama estrecha y portátil.
Nadie la escuchó, cuando murmuraba expresiones sin sentido. Nadie la escuchó, cuando la
subieron a un helicóptero presidencial.
La enfermera de piel morena, le cantaba, a la muchacha pálida y etérea, una canción de
cuna y le acariciaba la frente, mientras la luna iba saliendo por el borde del horizonte y como
si fuera una sombra sutil, el último suspiro se colgaba de los labios blancos de la joven.

También podría gustarte