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La enfermera nocturna

Era su primera noche en el hospital. El bebé dormía en la cuna junto a


ella. Había sido un parto difícil, aunque al final todo salió bien. La
trasladaron a la sala de maternidad y allí le enseñaron a dar el pecho.
Términos que eran totalmente nuevos para ella, como “meconio” o
“calostro”, se le hicieron habituales en cuestión de minutos. Y a eso de
las diez de la noche, luego de llorar durante casi todo el día, el bebé se
durmió. “Ahora descanse, porque mañana será peor”, le sonrió la
enfermera. Apagó la luz y se fue. Luisa quedó pensando en la oscuridad,
meciendo de vez en cuando la cuna. Pensaba en el padre ausente, y en
cómo diablos haría para arreglárselas sola con el bebé. Porque el padre,
apenas un chico que acababa de terminar la secundaria, al igual que
ella, no tenía intenciones de volver. “Mañana será otro día”, pensó la
joven madre, cerrando los ojos. 
    Se despertó en mitad de la noche, sobresaltada. Había un ruido del
otro lado de la puerta. Un ruido como si alguien en el pasillo caminara y
jadeara como un perro. Las pisadas iban y venían, iban y venían. Y ese
jadeo. ¿Realmente era un jadeo? Era como una respiración agitada y
superficial. El niño a su lado se removió inquieto, y la madre lo meció
hasta calmarlo. Tomó el teléfono y discó el número de enfermería. 
   -¿Sí?- respondió una voz adormilada del otro lado. 
  -Hola, soy Luisa Machado, de la sala 122- susurró la chica, para no
despertar al bebé-. Hay un ruido del otro lado de la puerta… no me deja
dormir. 
    -¿Un ruido?- pareció despabilarse la enfermera-. ¿Un ruido como
qué? 
   -Parece que alguien camina. Va y viene por el pasillo. Y respira de una
forma rara. Como un… jadeo. 
   -Oh, Dios- dijo la enfermera a través del teléfono. Se escuchó un clic y
al cabo de unos segundos una nueva voz, esta vez más autoritaria,
habló con evidente urgencia:
    - ¿Señora Machado? 
    -Sí, estoy aquí. ¿Qué… 
   -Soy la jefa de enfermería. No salga de la habitación. Por lo que más
quiera, no salga. 
   -¿Me quiere decir qué es lo que está pasando?- alzó un poco la voz
Luisa, ahora asustada. 
    -¿Tiene a su bebé ahí? 
    -Está aquí conmigo, claro. 
    -Abrácelo. Abrácelo con todas sus fuerzas. 
    -Es una broma, ¿no? 
   -No es una broma. Hay algo peligroso ahí afuera. Pensamos que no
volvería, pero nos equivocamos. 
    -¿Algo peligroso?- Luisa se incorporó de la cama y miró hacia la
puerta cerrada-. Entonces llame a la policía. Y vengan. Ayúdenme… 
    -No podemos- dijo la enfermera-. Nosotras también corremos
peligro. 
   -¿Quién es, por Dios? 
   -Es… 
   La puerta de repente comenzó a sacudirse. Parecía que alguien, con
una fuerza sobrehumana, la golpeaba sin cesar. La respiración se había
transformado en una especie de pavoroso grito de hiena, que resonó y
se hizo eco en las profundidades del corredor. El bebé de inmediato se
despertó y comenzó a llorar, sacudiendo los bracitos con violencia. 
    -¡Está golpeando la puerta!- gritó Luisa. 
   -¡No abra!- le dijo la aterrorizada enfermera a través del teléfono- ¡No
abra y abrace a su bebé! ¡Abrácelo ANTES DE QUE LO LLEVE! 
   Luisa no dudó un instante. Ni siquiera pensó en las escalofriantes
palabras de la enfermera. Se puso el bebé en el pecho y enseguida la
puerta se abrió con un golpazo. Una mujer, vestida de enfermera, entró
arrastrándose como una serpiente. El uniforme estaba por completo
manchado de rojo, la sangre goteaba y manchaba los mosaicos
encerados. Tenía el cuerpo doblado y caminaba apoyada en sus brazos,
porque no tenía piernas. Miró hacia uno y otro lado y luego comenzó a
trepar por la cuna del bebé. Sus ojos eran ciegos y una lengua bífida
asomaba entre sus labios. Luisa se paró sobre la cama, con el niño en
brazos, y saltó por encima de la cosa. La enfermera de inmediato se dio
vuelta y trató de agarrarla en el aire, pero falló por muy poco. Luisa
salió corriendo de la habitación. Miró hacia atrás. La aparición iba tras
ella, arrastrando el cuerpo por el pasillo. Sus brazos eran esqueléticos y
largos y parecían las patas de una araña. Luisa llegó al final del pasillo
y, aún abrazando al bebé, abandonó el hospital. Caminó unas cuadras y
luego se sentó en una parada de colectivo, meciendo al niño. No sabía
dónde ir. La noche era fría y la chica envolvió al bebé con una manta
para protegerlo. Al rato, su celular comenzó a llamar. 
   -¿Luisa?- era la voz de la enfermera, que parecía muy preocupada-.
¿Dónde rayo se metió, Luisa? ¿El bebé está bien? 
    -Abandoné el hospital. No me van a obligar a volver con esa cosa
dando vueltas por ahí- sollozó la chica- ¿Me quiere decir qué diablos era
eso? 
     -No lo sabemos- explicó la enfermera, luego de una pausa-. El
hospital es antiguo, y cuando nosotras llegamos, ella ya estaba aquí.
Pensábamos que era una leyenda, hasta que un día, hace diez años, la
vimos. Cinco niños murieron esa noche, y uno desapareció. 
    -¿Es un fantasma? 
  -Es algo peor. Los fantasmas son sólo visiones. Esto es algo…
demoníaco. Escuche, Luisa… 
 
 -No pienso regresar ahí, si es lo que se propone- dijo la chica,
titiritando de frío. En ese momento pasó un autobús, casi vacío, aunque
Luisa no hizo esfuerzo alguno en detenerlo. ¿Para qué? El viaje tarde o
temprano terminaría. 
    -Escuche, Luisa, porque esto es muy importante- insistió la
enfermera-. Debe cuidar de su bebé las veinticuatro horas del día,
porque en cuanto se descuide esa cosa regresará y se lo llevará. Cuando
elige un bebé, no descansa hasta obtenerlo. Así ha ocurrido siempre. De
nada servirá huir, ella la seguirá a donde quiera que vaya. ¿Tiene
alguien que cuide del bebé, además de usted? 
   -Yo…- dijo Luisa, recordando al padre lejano, y a sus propios padres
muertos hacía tiempo. Sabía que estaba sola en el mundo. Tampoco
tenía dinero para pagar una niñera-. Lo cuidaré yo misma. No dormiré
nunca. 
  -Eso es imposible, Luisa. Tarde o temprano tendrá que hacerlo. Y
entonces… 
   -No dormiré nunca- repitió la mujer, con decisión. 
   -Luisa… que Dios la bendiga, Luisa. A usted y al bebé. Ojalá
pudiéramos ayudarla… 
   La chica cortó. Miró a su bebé, dormido bajo la mantita de lana, y
acarició su mejilla sonrosada y tibia. 
   -No dormiré nunca, Santi- le prometió al chico, y unas lágrimas
calientes triplicaron su visión y le corrieron mejilla abajo- Nunca. Te
protegeré. Lo juro por Dios. 
    Dice la leyenda que Luisa jamás volvió a dormir. Día tras día, noche
tras noche, la chica heroicamente cuidó de su bebé, hasta que éste se
hizo mayor y la enfermera nocturna lo dejó en paz. Recién ahí Luisa,
convertida en una anciana decrépita pese a que contaba con treinta y
dos años, pudo cerrar los ojos y dormir un poco, abrazada fuertemente
al niño, y con una lágrima de cansancio, o quizás de alegría, resbalando
por sus arrugadas mejillas.

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