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CUERPOS CANSADOS

LORENA DÍAZ MEZA


Hogar de ancianos
Tiene hambre. Por fin, después de días, logra comer. Sosteniendo la presa con ambas
manos estrena su placa nueva mordiendo, triturando, saboreando el alimento. Le habría gustado
acompañar la cena con vino o un trozo de pan, pero de haberlo pedido, habrían vuelto a
castigarlo, a encerrarlo en su habitación o a tirarlo al patio húmedo y frío hasta la mañana
siguiente.
Como ya sabía las reglas, no dijo nada. Estuvo quieto y silencioso cerca de una semana,
hasta hace un momento, cuando la enfermera entró a su habitación con la bandeja de sedantes y
medicinas. “Tengo hambre”, le dijo, pero ella pareció no oírlo. La rabia y la desesperación actuaron
por él. Cuando ella quiso hablar ya era demasiado tarde. Ahora las ropas rasgadas de la mujer
dejan ver su pecho, su vientre. Sobre las sábanas sucias de su cama, el anciano se preparó para
cenar, iniciando por las pantorrillas que parecían blandas y contundentes. Las manos y el rostro no
los tocaría; estaban llenos de odio y él no quería enfermar. Tenía hambre.

El remedio
La anciana libraba un sonido agónico que brotaba de su pecho y se escurría por la cama,
por el cuarto, por la casa, hasta llegar a ella… a esa hija única que la miraba desde el umbral. Hija
que cargaba en sus manos el medicamento que la madre necesita para descansar, para que
acabara la pesadilla. Dos pastillas que bastarían para que terminasen los lamentos y ella, hija
condenada, pudiera librarse de esa casa maldita que se mantuvo gracias a su cuerpo, a ella niña
recibiendo en el cuarto a hombres que la mujer le llevaba.
La anciana, agónica, aún tenía fuerzas para buscar la mirada de la hija, con ojos
desafiantes que parecían darle la orden de asistirla, de medicarla, de limpiarle la mierda que había
comenzado a aparecer entre su cuerpo escarado y el colchón. Lo logró. La hija avanzó hasta ella,
con las pastillas que no estaban en el recetario, le acercó el vaso de agua y antes de que los labios
resecos de su madre hubiesen sentido el frío del vidrio, puso las pastillas en su propia boca y,
como haciendo un brindis, tragó. No hubo despedidas, pero una leve sonrisa dibujada en su rostro
antes de desplomarse, alcanzó a anunciarle a la anciana que la verdadera agonía recién
comenzaba.

Vienen por el Jonny


Afuera gritan el nombre de mi nieto. Los veo desde el comedor. ¡Jonny culiao, ven a dar la
cara!, se escucha. El chiquillo está encerrado en la pieza de al fondo. Como tantas otras veces
prepara una mochila con ropa para irse un tiempo lejos de la mala vida. ¡Jonny, esta vez no te
librai! ¡Si no abrís la puerta te vamoh a reventar la casa, chuchetumare! Otra vez tendrá que andar
escondiéndose hasta que a mí me den la pensión y pague esas deudas. Me angustia pensar que
huirá nuevamente, que quedaremos solos con el viejo, que el día de mañana no habrá quien nos
tire un vaso de agua. ¡Ya te dijimos ya! ¡Si no salís ahora mismo, entramos por voh! Los que gritan
afuera, arma en mano, intentan abrir la reja. Desesperada, miro a mi viejo que sordo y
ensimismado ve televisión. Me acerco a él y le beso la frente. Viejito, anda a ver quién busca
afuera, le digo con un nudo en la garganta. Mi viejo se levanta del sillón y camina hacia la puerta.
El Jonny grita “no" desde la pieza del fondo, viene corriendo pero ya es tarde. Apenas su tata abrió
se escucharon los disparos. Tranquilo, mijito, le digo al Jonny que llora mientras los asesinos
escapan, tranquilo, ya no les debe nada, ya no tiene que irse otra vez.

La pandilla
Cada viernes a las cinco de la tarde, los ancianos de esa población se re únen en la casa del
viudo González y van depositando sobre el comedor lo que lograron conseguir en la semana, para
luego hacer un inventario del botín: nueve pañales, doce latas de conservas, una crema de manos,
tres kilos de arroz, dos bolsas de leche en polvo, un trozo de queso, un shampoo de litro. Es poco y
hay que dividirlo. Faltó algo de carne. Cuesta conseguirla en los negocios del sector. Proponen
ideas y llegan a acuerdos. Desde el lunes siguiente ya no más almacenes. Los supermercados serán
la solución. El grupo de adultos mayores repasa la estrategia, revisa que las vestimentas sean
acordes a la tarea, ensayan sorderas y algunos signos de enfermedades mentales propias de la
edad y vuelven a sus casas con lo que se repartieron. No todas las esposas saben de la existencia
de la pandilla, pero las que saben, los esperan ansiosas, con la mirada baja, escondiendo la
vergüenza en el delantal de cocina y estirando la mano para ver qué traen sus viejos ese día, para
sobrevivir.

Proyecto de ciencias
En la escuela les dijeron que el sol dañaba la piel y que no podrían salir a jugar afuera si no,
se secarían como pasas. También les hablaron de los rayos UV, de la epidermis, de las
enfermedades y otras tantas cosas que ellos no recuerdan. Solo les quedó en la mente la imagen
de las pasas arrugadas, dulces, suaves, que a veces robaban del frasco de la cocina. Entonces
quisieron probar qué tan cierto era eso de convertirse en una pasa. Probaron con los abuelos. Al
día siguiente, temprano, los sentaron al sol y ahí los dejaron hasta el anochecer, cuando llegaron
los padres. Nadie quiso escuchar los apuntes que los niños anotaron en sus cuadernos de ciencias,
nadie les puso atención cuando pedían verlos, cuando pedían alcanzar a observar las caras
doradas e inexpresivas de los abuelos, mientras se los llevaba la ambulancia. De seguro la abuela,
tan linda como era, sería una pasa rubia.

Testigo mudo
Desde el suelo, donde está sentado, el hombre ve cómo el conductor que baja de un
Nissan V16, toma a la mujer que a esas horas cruza el puente Mapocho e intenta subirla a su auto.
Ella se rehúsa, el del auto insiste. Forcejean. Una monedita por favor, y el sonido del metal
chocando con su tarro conservero lo distrae un segundo. Mira nuevamente y alcanza a ver a la
mujer cayendo por el puente, herida, golpeada, mientras el hombre sube al auto cargando un
bolso que le ha arrebatado a su víctima. A las pocas horas alguien da aviso de ese cuerpo sin vida
que yace a un costado del río. Intenta acercarse, pero los peritos lo corren del sitio del suceso,
prueba hablar con los policías, con la gente que mira, con los de la prensa. Nadie quiere
escucharlo. Lento y más viejo, vuelve a su puesto, toma el tarro y se acomoda para seguir
pidiendo. Una monedita, por favor, repite, mientras se guarda la imagen vista hace unas horas en
el bolsillo de pantalón orinado y sucio que contiene otras escenas, otros crímenes, otras historias
que nadie quiso oír.

Libertad vigilada
Nosotros lo acompañamos donde vaya. Estuvimos con él por años en Punta Peuco,
encerrados en la cárcel de su memoria, que no nos libera, que se niega a dejarnos salir, que nos
retiene cuando le preguntan por nosotros. Por eso nos acostumbramos a estar junto a él, a
seguirlo, a visitarlo por las noches, a acompañarlo por los pasillos de su prisión VIP, a meternos en
el televisor de su dormitorio y hablarle desde ahí, hasta que llora, hasta que grita que nos
vayamos, hasta que llegan los gendarmes y lo calman.
Ahora ha sido indultado y vuelve a su casa, con los suyos. Anciano de mirada triste. Ojos
de niño asustado. Nosotros vamos con él. Somos sus escoltas, somos los que mandó al mar atados
a bloques de rieles, los que calló con el cuchillo corvo acariciándonos el cuello. Somos los
inocentes que enterró vivos en la Cuesta Barriga. Somos los que se sientan a los pies de su cama y
sombras negras en la oscuridad, vamos trepando por su cuerpo hasta su garganta, donde
apretamos para que salga la verdad. Somos quienes lo acompañaremos hasta la muerte.

Adulto mayor
No solo ignora la fila del supermercado poniéndose delante de los otros, tampoco respeta
horarios, llamando a casas ajenas a la hora que se le antoja. No le importa si empuja a una
embarazada o a un minusválido para ganarle el último pan que queda en el almacén, y no duda en
inventar enfermedades para que sus hijos o nietos no salgan de casa. Disfruta ese placer que le da
quitarle el asiento a la gente cansada que va en el metro, para avanzar una o dos estaciones y
luego bajar y ver que otros le han arrebatado a esa víctima su minuto de descanso en medio del
gentío. Ahora, por ejemplo, camina a casa contenta por el triunfo que le da el haber ganado el
turno a un niño que intentaba subir a la micro antes que ella. No puede ocultar entre sus arrugas,
la sonrisita desdentada, al recordar a ese niño cayendo de la micro a medio andar, golpe ándose en
la solera, desvaneciéndose ante la mirada de los otros, que menos atrevidos que el escolar le
dieron la pasada a ella, a la señora, a la abuelita, a la tercera edad.

Intereses familiares
Untó sus joyas con veneno y las dejó orear al sol. Luego las guardó en la misma caja de
nácar donde habían estado siempre e hizo lo mismo con sus ahorros de debajo del colchón, con
sus porcelanas finas y con todo lo que creyó necesario. El efecto del veneno durar ía de cuatro a
seis semanas, dependiendo de la superficie donde sería puesto. Luego partió al asilo donde sus
hijos la habían enviado. Ahí, espera tener noticias de los suyos. Ojalá, piensa, alguno quede vivo
para que venga a visitarla.

Fruta podrida
Edelmira Rosas murió en la Vega Central hace una semana. Ante la vista de los
transeúntes, de los locatarios y de los perros que vagabundeaban por los pasillos. La mujer
comenzó a encogerse, a hacerse más pequeña de lo que ya era, a quejarse de un dolor que nadie
escuchó bien si era de cabeza, de estómago o del corazón. Edelmira tenía noventa años, un
biznieto, dos cuentas de luz impagas y un puñado de cachivaches que vendía en una esquinita de
ese comercio. Algunos creen haberla oído pedir ayuda, pero como no estaban seguros, prefirieron
no acercarse. Ahora el cuerpo de Edelmira yace acurrucado, frío, duro y descompuesto como la
fruta que nadie quiere, como las verduras maltratadas por el traslado que quedan ah í, por si
alguien las pide, por si alguien las recoge. Nadie moverá sus restos hasta que los visitantes se
aburran de sacarle fotos, hasta que los clientes dejen de llorar cuando le cuentan la historia, hasta
que bajen la cantidad de personas que llegan ahí solo para verla. Hasta que las ventas decaigan y
los cachivaches de la anciana terminen por desaparecer.

Pacto
El pacto consistía en que se quitarían la vida antes de que la miseria, la vejez y la soledad
se los devoraran. Por eso aquella noche el hombre anunció a su mujer que había llegado el
momento de terminar con sus desdichas. Ella partiría primero, luego él. Pero ella quería un último
brindis, una última cena romántica, una última noche mirando las estrellas por entre las tablas de
la casucha en la que vivían. Él aceptó. La mujer no tuvo que hacer muy larga la despedida, pues
bastó un par de cucharadas de sopa para que él se diera cuenta de todo. El resto fue cosa de
esperar, de ignorar las arcadas y las convulsiones de su esposo, de dejar que el Zanjón de la
Aguada se llevara los restos del veneno. Ella era una mujer paciente.

Biznieto
Ella lo había dicho una Navidad: “Yo no quiero tener biznietos, a la que llegue con uno a la
casa la mato”. Todos pensaron que era una de sus bromas y hasta sintieron ternura por la abuela.
Mujer regordeta, mimada y consentida de todos en casa. Tarde comprobaron que dec ía la verdad
cuando, en un almuerzo familiar, la nieta mayor anunció que estaba embarazada y antes que las
copas se alzaran en un brindis, un disparo desde el otro lado de la mesa, le llegara certero al
corazón.

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