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Vidas ajenas

«¿Cómo viven los otros? No hay espectáculo natural o artificial que nos entretenga
más»

Fernando Savater 15 de enero de 2023

Me declaro culpable: yo también he seguido con inconfesable interés lo que se cuenta


en los medios de la ruptura entre Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler. Podría
excusarme alegando mi ya antigua amistad con el gran escritor y mi admiración por él o
mi interés personal por el erotismo en la tercera (¡casi cuarta!) edad. Siempre he creído
ser impermeable a las seducciones de la crónica rosa porque desconozco de manera casi
risible a sus reiterados y notorios protagonistas.

Chesterton retrató las noticias de sociedad diciendo que consistían en informar que Lord
Kerrigan ha muerto a quienes ignoraban que existía. Pues bien, para mí las páginas del
«corazón», las más impenetrables del periódico después de las de economía y las de
deportes (¡ah, y las de «motor», que no se me olvide!) se basan en contar con regodeo
que la bella Macarenita y el distinguido Anicetón han dejado de mirarse a los ojos, y me
lo cuentan a mí, que ignoro quién es ella, quién es él e incluso que ambos usaban para
mirarse los ojos que Dios les dio. A partir de este dato pueden ustedes suponer cuanto
me interesa esa sección informativa, pese a tener cada vez  más relevancia en los
medios. Y sin embargo, ya ven, sin embargo…

La curiosidad científica, el gusto artístico, la emoción poética, el interés por la política o


la devoción religiosa son aficiones desigualmente distribuidas en la humanidad. Pero el
afán de enterarse por cotilleos de la vida de los otros, sobre todo si son de índole
amorosa o chanchullos financieros, es prácticamente universal. Incluso quienes menos
predispuestos parecemos a ello vemos cómo ese morbo se despierta en nosotros con
cualquier pretexto. ¿Cómo viven los otros? No hay espectáculo natural o artificial
que nos entretenga más. Es evidente que el registro de rutinas, vicios o virtudes al
alcance de nuestros semejantes es tan deplorablemente limitado como el que cada uno
conoce de sí mismo. Y sin embargo nos deleitamos mirando por el ojo de la cerradura
como si al otro lado pudiera esperarnos lo Nuevo, eso que tanto anhelaban Baudelaire y
todos los bien llamados modernistas.

Esa pasión cotilla, de cuyo escrutinio no se libraron ni los dioses del Olimpo, prefiere
desde hace siglos los personajes de alta alcurnia, nobles, héroes, príncipes y sus
atribuladas féminas. Hay un placer especial en comprobar que quienes tienen a su
alcance por origen, poder o riqueza la gama de posibilidades vitales de las que carecen
la mayoría optan a fin de cuentas por chapotear en el mismo barro que todo el mundo.
«Son muy humanos», dicen casi con gratitud y desde luego con elogio sus admiradores,
como si alguno de nosotros tuviera opción de ser otra cosa… Incluso los monstruos
llamados «inhumanos» que  no producen más que pavor.

Después de todo, como nos recordó Montaigne, hasta el emperador más poderoso tiene
que sentarse sobre su culo. Y ese culo es lo que fascina los cotillas de todas las épocas y
latitudes. El teatro trágico nos dio la primera oportunidad de contemplar la vida íntima
de los otros, aunque se tratase de personajes muy distinguidos de la aristocracia griega o
héroes casi mitológicos: el coro que les amonestaba o se lamentaba con ellos
representaba al pueblo llano, deseoso de intervenir en las peripecias ajenas con sus
recomendaciones. La comedia presentaba ya tipos más corrientes o personajes de
alcurnia pero ridiculizados, degradados de su pedestal por sus caprichos o pasiones: las
redes sociales están hoy llenas de aprendices de Aristófanes sin talento. Los autores de
mayor valía, como Lope de Vega o Shakespeare, supieron combinar en sus obras las
intimidades de los personajes principescos y de los plebeyos que les acompañan y
remedan. Los espectáculos de masas posteriores, como el cine, la televisión, las series,
etc., han seguido y diversificado este camino, sin que la sociedad parezca cansarse lo
mas mínimo de seguir curioseando los hábitos de los demás, sean afortunados o
miserables. No sólo en forma escenificada sino también escrita, desde los diarios
eróticos de Anais Nin hasta los ínfimos cotilleos del príncipe Harry. Hay para todos los
apetitos…

Dice el inefable Papa Bergoglio que «el demonio es el gran chismoso». Cierto y de ahí
su éxito. Por lo que cuentan, en el cielo ya no hay enredos, ni engaños, ni triviales
concupiscencias. ¡Vaya aburrimiento! ¿Quién va a soportar ininterrumpidamente el
éxtasis sin que lo alivie de vez en cuando un cuchicheo que nos descubra alguna de esas
picardías que saben a gloria bendita?

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