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Cisnes

FERNANDO SAVATER
03 JUL 2021 - 05:00 CEST

En la plaza Guipúzcoa donostiarra, lugar sagrado de mi infancia, vi pasar los


cisnes unánimes de Rubén Darío y aprendí que un adjetivo insólito puede parecer
extravagante y ser el más exacto. Ahora, a la hembra de esos cisnes el Ayuntamiento le
ha cambiado subrepticiamente los huevos que empezaba a incubar y los ha sustituido
por imitaciones de yeso. El propósito de este fraude es evitar una segunda puesta que
multiplicaría en exceso la población de las aves. La madre estafada, que no usa
calendario, lleva ya mucho más tiempo del debido empollando esos huevos baldíos y
esperando las crías que nunca vendrán. Está adelgazando y da signos de agotamiento,
por lo que han protestado asociaciones ecologistas. Pero su destino no es tan distinto del
nuestro, que también solemos dar nuestro calor (qué país este donde a las esperanzas
hay que “abrigarlas”, decía Ortega) a promesas institucionales que parecen fecundas y
sin embargo son simples simulacros estériles. Suelo ya ponerme melancólico al pasar
por la placita de mi niñez pero ahora al estanque ni me atrevo a acercarme...

En cuestión de huevos falsos, no son los peores aquellos que no guardan crías de cisne
en su interior sino los que albergan monstruos imprevistos. Los ciudadanos empollan
indultos y diálogo para obtener concordia y sólo les aguarda una estruendosa nidada de
enfrentamiento civil; dan cálido cobijo a supuestos derechos nacientes que aumentarán
las libertades y obtienen chillonas estupideces que contradicen la biología y el
humanismo; velan con paciencia porque nazca una educación sin obligación ni sanción
y obtienen un remedo que de poco sirve a quienes la necesitan para promoverse
socialmente... La sociedad obtiene castigo por lo erróneo de su maternal desvelo. Los
huevos de yeso son frustrantes, pero los de dinamita serán aniquiladores.

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