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El personaje de Yago… pertenece a una clase de personajes común a

Shakespeare y al mismo tiempo peculiar de él: concretamente, la de una gran


actividad intelectual acompañada de una falta total de principios morales, y que
por consiguiente se despliega constantemente a expensas de los demás y busca
oscurecer las distinciones prácticas de lo bueno y lo malo refiriéndolas a algún
patrón hipertenso de refinamiento especulativo. Algunas personas, más amables
que sabias, han encontrado que todo en el personaje de Yago es poco natural.
Shakespeare, que era en general tan buen filósofo como poeta, pensaba de otra
manera. Sabía que el amor al poder, que es otro nombre del amor a la maldad, era
natural al hombre. Esto lo sabría igual o mejor que si le hubiera sido demostrado
mediante un diagrama lógico, simplemente observando a los niños revolcarse en
la basura o matar moscas por gusto. Podríamos preguntar a los que encuentran
que el personaje de Yago no es natural por qué van a verlo al teatro, si no es por
el interés que excita, por el mayor filo que pone en su curiosidad y su
imaginación. ¿Por qué vamos a ver tragedias en general? ¿Por qué leemos
siempre los relatos periodísticos de espantosos incendios y escandalosos
asesinatos, si no es por la misma razón? ¿Por qué tantas personas asisten a las
ejecuciones y procesos jurídicos, o por qué las clases bajas se deleitan casi
universalmente en juegos bárbaros y en la crueldad con los animales, si no es
porque hay una tendencia natural del espíritu a las emociones fuertes, un deseo
de extrema excitación y estímulo de sus facultades? Siempre que este principio
no esté bajo la restricción de la humanidad o del sentido de la obligación moral,
no hay excesos a los que no dé pie por sí mismo, sin ayuda de ningún otro
motivo, ya sea de pasión o de interés propio. Yago no es más que un ejemplo
extremo de esta clase; es decir, de una actividad intelectual enferma, con casi
perfecta indiferencia ante el bien o el mal moral, o más bien con una preferencia
por este último, porque casa mejor con su propensión favorita, da más brío a sus
pensamientos y alcance a sus acciones. Obsérvese también (teniendo en cuenta a
los partidarios de cuadrar todas las acciones humanas según las máximas de La
Rochefoucault) que es tan indiferente, o casi, a su propio sino como al de los
demás; que corre todos los riesgos por una nimiedad y una dudosa ventaja; y él
mismo es engañado y víctima de su pasión dominante: un incorregible amor a la
maldad; un insaciable anhelo de acciones de la clase más difícil y peligrosa.
Nuestro «Alférez» es un filósofo, que imagina que una mentira que mata tiene
más que ver con ello que una aliteración o una antítesis; que juzga un fatal
experimento con la paz de una familia mejor cosa que la observación de las
palpitaciones del corazón de una mosca en una pompa de jabón; que trama la
ruina de sus amigos como un ejercicio para su entendimiento y apuñala hombres
en la sombra para evitar el ennui.

William Hazlitt

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