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Filmografías esenciales GÉNEROS

50 maneras de morir
Cine negro y poética de la fatalidad

Violeta KoVacsics
Violeta Kovacsics

50 maneras de morir
Cine negro y poética
de la fatalidad
Director de la colección: Jordi Sánchez-Navarro

Diseño de la colección: Fundació per a la Universitat Oberta de Catalunya

Primera edición en lengua castellana: abril 2022


Primera edición en formato digital (PDF): abril 2022

© Violeta Kovacsics, del texto


© Warner Brothers / Album, de la imagen de cubierta: El sueño eterno, Howard Hawks, 1946
© Fundació per a la Universitat Oberta de Catalunya, de esta edición, 2022
Av. Tibidabo, 39-43, 08035 Barcelona
Marca comercial: Editorial UOC
www.editorialuoc.com

Realización editorial: FUOC

ISBN: 978-84-9180-942-5

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reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea este eléctri-
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Índice

Agradecimientos 7

El abrazo de la muerte: los funestos designios


del cine negro 9

LAS PELÍCULAS 29
El halcón maltés (1941) 31
Obsesión (1943) 34
Laura (1944) 37
Perdición (1944) 40
Detour (1945) 43
El sueño eterno (1946) 46
Forajidos (1946) 49
Retorno al pasado (1947) 52
Voces de muerte (1948) 55
El ejecutor (1948) 58
La fuerza del destino (1948) 61
Moonrise (1948) 64
El tercer hombre (1949) 67
Al rojo vivo (1949) 70
El demonio de las armas (1949) 73
En un lugar solitario (1950) 76
El autoestopista (1953) 79
Los sobornados (1953) 82
Manos peligrosas (1953) 85
El beso mortal (1955) 88
Las diabólicas (1955) 91
Rififí (1955) 94

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Chantaje en Broadway (1957) 97


Sed de mal (1959) 100
A tiro limpio (1964) 103
Círculo rojo (1970) 106
Contra el imperio de la droga (1971) 109
La conversación (1974) 112
Chinatown (1974) 115
Érase una vez en América (1984) 119
Terciopelo azul (1986) 122
A Better Tomorrow (1986) 125
El precio del poder (1983) 128
Uno de los nuestros (1990) 131
Bad Lieutenant (1992) 134
Instinto básico (1992) 138
Sonatine (1993) 141
Pulp Fiction (1994) 144
Seven (1995) 147
Fargo (1996) 150
Lazos ardientes (1996) 153
Ghost Dog, el camino del samurái (1999) 156
Collateral (2004) 159
Brick (2005) 162
Una historia de violencia (2005) 165
La noche es nuestra (2007) 168
Antes que el diablo sepa que has muerto (2007) 171
Vengeance (2009) 174
Puro vicio (2014) 177
Lo que esconde Silver Lake (2018) 180

Bibliografía 183

La autora 187

6
Agradecimientos

Este libro no habría sido posible sin Jordi Sánchez-Navarro, impul-


sor de mi colaboración en esta colección y enormemente paciente.
Tampoco sería lo que es sin las correspondencias y conversaciones
en torno al noir con compañeros como Quim Casas y Carlos Losilla.
Y no habría visto la luz sin la ayuda incondicional (así como, de
nuevo, la paciencia) de Adan, Cristina y Francina.
En memoria de Xavi.

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El abrazo de la muerte:
los funestos designios del cine negro

A lo largo de Código del hampa (The Killers, 1964), de Don Siegel, el


asesino a sueldo interpretado por Lee Marvin se mueve a partir
de dos impulsos: el primero tiene que ver con el dinero y el segundo
con la curiosidad. Quiere saber, a toda costa, por qué el hombre ciego
al que ha matado a sangre fría se ha enfrentado a su funesto destino
con sencilla resignación. La muerte de Johnny North al inicio de Código
del hampa se revela calma, extrañamente mansa. Él la abraza, la acepta,
sin oponer ninguna resistencia ni expresar ningún mohín. Y esto es
precisamente lo que no comprende el sicario, que indagará con pericia
hasta entender qué hace que un hombre no tenga miedo a morir y
acepte su final con sumisa mansedumbre.
Código del hampa no se anda con chiquilladas. De entrada, nada más
comenzar la película se escuchan las risas de unos niños. Además,
el lugar en el que transcurre el asesinato de North es el «hogar del
ciego», en el que los sicarios irrumpen para pasearse por sus pasillos
sin importarles qué se llevan por delante, como la directora del centro,
a quien agarran del pelo y obligan a decirles dónde diantres se encuen-
tra North. Hay que tener muy mala baba para matar a alguien en un
lugar como ese. Código del hampa no solo revela la propensión del noir
a retratar el mundo del crimen, sino también el tono vehemente de la

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

llamada generación de la violencia, aquella formada por cineastas como el


propio Siegel.
La dureza de los asesinos contrasta con la suavidad de North, encar-
nado por John Cassavetes, que desoye las advertencias de un compa-
ñero y asiente con la cabeza cuando el personaje de Marvin pregunta
por él antes de dispararle a bocajarro. North se desploma sin más. La
película de Siegel manifiesta el poso existencial que deja la conciencia
de lo finito de la vida, uno de los temas centrales del cine negro. La fata-
lidad no solo se ciñe sobre el personaje de North, sino también sobre
el sicario. En el noir no es fácil escapar de un sino infausto.
Unos años antes, Robert Siodmak había adaptado el mismo texto
de Ernest Hemingway en el que se basa Código del hampa. En Forajidos
(The Killers, 1946), unos esbirros se plantan en un pequeño pueblo
donde comienzan a preguntar por el Sueco, que lleva una vida anodina
y apacible y pasa desapercibido como encargado de una gasolinera.
Cuando se entera de que su pasado le ha dado caza, el Sueco lo acepta
con conformidad. De nuevo, la finitud se presenta con una extraña y
placentera naturalidad.
Tanto Código del hampa como Forajidos retratan una fatalidad que se
conoce desde un inicio, que se presenta como ineludible. Es a partir
de este hecho funesto, el de la muerte de un personaje central, que
las películas se despliegan hacia el pasado, para contar qué llevó a los
protagonistas hasta ese lugar y hasta ese estado de ánimo sosegado. La
fatalidad es uno de los signos del noir, pero el viaje al pasado, que va
desentrañando misterios y secretos, también.
Al inicio de Callejón sin salida (Dead Reckoning, 1947), el capitán Rip
Murdock, interpretado por Humphrey Bogart, aparece como un hom-
bre marcado. En su rostro se observa una herida, aunque la iluminación
se encarga de esconderlo, de dejar la figura de Bogart completamente
en la penumbra mientras le cuenta a un párroco qué le ha llevado hasta
allí, hasta el anodino rincón de una pequeña iglesia y a confesarse; él,
que no es creyente. Comienza a desplegarse así un catálogo del noir:
el relato de Murdock en off; el flashback que evoca los hechos que lo
precipitaron todo; la muerte de un amigo; un tupido entramado de
personajes y pistas; y, evidentemente, también está ella, Coral Chandler.
Las facciones duras, la belleza gélida de Lizabeth Scott, definen a Coral,

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El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

a quien él llama Mike. El destino funesto es el de ella, que termina con


la cabeza vendada, en la cama de un hospital, mientras Rip le invita a
soltarse, a abrazar la muerte con dignidad, como lo hacen los héroes
de guerra, como el paracaidista que salta desde el avión. «Sostén el
aliento y simplemente déjate ir, Mike. No lo pelees. Recuerda a todos
los hombres que lo han hecho antes que tú. Tendrás mucha compañía,
Mike. Compañía con clase. Gerónimo, Mike». Coral escucha todo esto,
y el rostro de Scott se muestra plácido, bello, beatífico. Ni siquiera luce
su cabellera rubia, que está envuelta en vendas. Sus ojos se cierran.
La fatalidad se ha ceñido sobre ella, que sigue las directrices de Rip y
abraza plácidamente la muerte, como más adelante hará Johnny North
en el filme de Siegel.

Más oscuro que el alma

–Pero ¿qué tal te va con el problema de los huidizos diamantes?


–Ni fu ni fa –le respondí, y le conté lo que hasta la fecha había averiguado y hecho.
–Pues no cabe duda –me felicitó, cuando hubo terminado– de que te has arreglado
para liarlo y oscurecerlo todo inmejorablemente.
–Más oscuro se tiene que poner antes de aclararse –profeticé.

Dashiell Hammett

El cine negro se escurre entre los dedos como mantequilla. Cuanto más
lo estrujas, mejor se escapa. Se escabulle de nuestra mano bajo la forma
del fundacional cine de gánsteres, se diluye tras la crisis del clasicismo y
se derrite transformado en otra etiqueta, la de thriller. Se dispersa como
el humo de un cigarrillo. ¿Qué es el cine negro? Acaso un crimen, quizá
un claroscuro, tal vez el gesto desconfiado de un detective con gabar-
dina y sombrero. O puede que el cine negro sea un estado de ánimo,
un pesar.
Los géneros siempre se resisten a una categorización rotunda. Son
maleables, evolucionan y tienden a la hibridación. El wéstern, por
ejemplo, se aferra a elementos visibles como el saloon, el paisaje del
oeste americano, las pistolas, las diligencias, los sheriffs o los bandidos,
que concretizan un imaginario mucho más abstracto (el de la mitología

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

fundacional americana). El costado luminoso del wéstern encontró su


reverso tenebroso en el noir, y entre los dos devolverían el reflejo de
Estados Unidos (Heredero; Santamarina, 1996, pág. 198).
En el noir predomina el desánimo, fruto también del momento
histórico en el que eclosiona, justo cuando lo hace la Segunda Guerra
Mundial. La herida que supuso primero la guerra y más adelante el
conocimiento de los horrores del Holocausto definen el tránsito del
cine clásico al cine moderno; así que no es extraño que fuera un género
como el noir el que avisara de que el orden y el equilibrio estéticos y
narrativos ya no eran posibles. A su vez, el género se volcaba hacia tra-
mas violentas y entornos criminales, hacia pasiones viles y personajes
torturados.
El gusto del noir por la fatalidad se gesta sobre las grietas de su
propia época, y no solo se tradujo en tramas desesperanzadas y en
personajes instalados en una moral ambivalente, sino también en una
plasticidad que convertía ese estado de ánimo en claroscuros o en
angulaciones imposibles.
El cine negro es, así, una atmósfera, pero también una estética,
una evocación de las contrastadas formas expresionistas. En los años
cuarenta, fue una de las muestras más palpables de la crisis del modelo
estético y narrativo del llamado clasicismo cinematográfico. La fatalidad
encontró así, en el marco del noir, su correspondencia en unas formas
inquietantes, quebradizas, disruptivas, tanto en el plano narrativo como
en el puramente plástico. Donde había héroes de una sola pieza, aquí
hay detectives de moral laxa, galanes de pasado oscuro, asesinos despia-
dados, mafiosos peligrosamente imbricados en el sistema... y, evidente-
mente, también hay femmes fatales, mujeres activas tanto en el arte de la
seducción como en la destrucción. Donde antes había orden y claridad
expositiva, comenzó a haber marañas, tramas opacas, diseminadas de
mentiras y secretos. Abundan entonces los flashbacks, el tiempo ya no es
unitario, sino que la narración se quiebra y viaja hacia el pasado.
David Bordwell, de hecho, señalaba que en 1944, por ejemplo, hubo
tantas películas de Hollywood que incluían flashbacks como en toda la
década de los treinta. Está claro que no se trata de un recurso exclusivo
del noir, pero sí que es una de las herramientas predilectas del género.
Y, evidentemente, donde antes había la promesa de un reconfortante

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El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

final feliz, se atisbaba un desenlace aciago. El cine negro eclosiona en


unos años cuarenta en los que el orden clásico ya no podía tener lugar,
pues el mismo mundo estaba colapsando bajo el signo de una guerra
cruenta y de un exterminio que se convertiría en el gran agujero negro
del siglo XX. El cine reflejó ese estado de ánimo, el mismo que impreg-
nó la filosofía existencial, en auge en aquella época.

El acecho de un final

Frank también lo aceptó, igual que todo lo que vino después.

Georges Simenon

En el existencialismo desempeña un importante papel el concepto


de «situación límite», que acuñó Karl Jaspers. En las experiencias de
angustia, de culpa, de enfermedad, de peligro, de fracaso o de muerte,
el ser humano se halla en situaciones que le obligan a abandonar los
cauces seguros y habituales de una vida y a llegar a ser uno mismo,
conocer la realidad propia, alcanzar la existencia propia. Jaspers
dice: «Experimentar situaciones límite y existir es lo mismo» (1956,
pág. 204). La mirada ya no está puesta ni en el ser ni en la esencia, sino
en la existencia del hombre, cuyo único horizonte es la muerte. El ser
humano se revela así como libre y a su vez como finito. Para Sartre, el
hombre cobra conciencia de sí mismo (es decir, de su libertad) en la
angustia (angoisse, angst).
Todas estas ideas propias del existencialismo tuvieron mucho eco
antes, durante y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial,
en un mundo que ya no estaba sostenido por Dios, en que la sociedad
había dejado de ser un orden fijo y el ser humano se hallaba expuesto
y solo ante sí mismo.
El cine, cómo no, dará cuenta de todo esto, imbuido además por la
perspectivas de directores europeos emigrados a Estados Unidos. En
este sentido, el noir se explica tanto a partir de nombres de novelistas
y cineastas estadounidenses, por ejemplo Hammett, Cain, Chandler,
Huston o Walsh, como de directores profundamente centroeuropeos,
como Preminger, Siodmak, Lang o Wilder. Aunque el cine negro,

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

con sus gánsteres y sus detectives propensos a dirigirse a las mujeres


con una expresión tan estadounidense como dame, tiene sus raíces en
Norteamérica y en un género literario como el hard boiled, su propensión
a la fatalidad se alimenta de una mirada y un sentir europeos. Es más, el
término film noir se formula en Francia a mediados de los cuarenta por
parte de Nino Frank y Jean-Pierre Chariter, que intentan dar un nombre
a aquellas películas que bajo el lema de una trama criminal se estaban
dando en Estados Unidos, y termina popularizándose en este país.
El período canónico del cine negro comienza a principios de los
años cuarenta con un colapso moral intrínsecamente vinculado con
una Europa que terminará de desintegrarse con la Segunda Guerra
Mundial, y concluye a finales de los cincuenta con otra debacle, la de
un Hollywood clásico que a lo largo de esas dos décadas de esplendor
noir no hace más que tambalearse. Es decir, es un género a caballo entre
dos momentos históricos y entre dos continentes. Y es un género que
resplandece en un momento claramente de crisis. Solo de esta profunda
transformación podían salir estas formas tan cambiantes. El tránsito
entre Europa y Estados Unidos determina así la maleabilidad del género.
¿Qué es entonces el cine negro? ¿Acaso las formas estéticas maleables
que envuelven una serie de relatos criminales? Pero, si fuera así, cómo
convive un ejercicio de estilo tan exagerado como La dama del lago (Lady
in the Lake, 1947), de Robert Montgomery, con la puesta en escena lím-
pida de Howard Hawks, responsable entre otras de una película tan rele-
vante dentro del género como El sueño eterno (The Big Sleep, 1946). Quizá
el cine negro sea un estado de ánimo, la angst que prefigura el cine tras la
Segunda Guerra Mundial. De ahí que su signo sea el de la fatalidad y que
su período más canónico sea el de los años cuarenta y cincuenta, cuando
el castillo de naipes del clasicismo comienza a desmoronarse.
Esta selección recoge las modulaciones de un género que no vol-
vería a ser el mismo después de las décadas de los cuarenta y cincuen-
ta, recoge algunos de los principales ejemplos del polar (el cine de
Melville) y algunas de las primeras pistas del thriller (French Connection);
sin embargo, no se asoma a los antecedentes que ofrecieron los años
treinta, como Scarface (1932), dirigido por Howard Hawks en los albores
del sonoro, o The Roaring Twenties (1939), el furioso retrato de Raoul
Walsh de los convulsos años que desembocaron en el crac del 29. No

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El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

obstante, aunque estos títulos no figuren entre las cincuenta películas


seleccionadas, sí que están presentes en el fuera de campo: sugeridas,
apuntadas en algunos de los textos. El cine de gánsteres precedió al
cine negro. Eran las mismas figuras, los mismos antihéroes, heridos,
habitantes de los bajos fondos; sin embargo, las formas eran otras, más
inestables, todavía más oscuras.
He partido entonces de la conciencia de dos dificultades. Por un lado,
la de un género cuyos límites se difuminan (al fin y al cabo, como casi
todos los géneros cinematográficos). Así, no es extraño que, una vez
terminan los años cincuenta, la lista de películas seleccionadas se abra
hacia otros lugares, hasta el punto de diluirse en los mares del thriller o
del revisionismo del cine de gánsteres. Por otro lado, la crítica y el ensayo
cinematográficos españoles cuentan felizmente con excelentes volúme-
nes en torno al género, como el minucioso monográfico de Antonio
Santamarina y Carlos F. Heredero, que aborda con precisión historiográ-
fica los contornos mutantes del noir. Así, este libro le debe mucho tanto a
la obra de Heredero y Santamarina como al volumen de James Naremore
sobre el género: la tenacidad en el estudio y la precisión académica de
todos ellos a la hora de definirlo son espléndidas. De ahí mi empeño en
adentrarme en propuestas más contemporáneas, que permitan pensar qué
está siendo del noir en el siglo XXI, siempre bajo el signo de la fatalidad.
El noir será el género que mejor capture el poso del existencialismo.
No solo puso en escena el pesar, mediante claroscuros y narraciones
opacas, sino también esa noción de la «situación límite», de lo finito. La
muerte es un elemento central del cine negro, que, a diferencia de los
juguetones relatos detectivescos, revelará un costado más trágico. A su
vez, la fatalidad se transfigurará también en la tragedia.
El destino, la fatalidad, lo inevitable, desempeñan un papel funda-
mental en la concepción del mundo y de la vida en la antigua Grecia.
Ananké, diosa del destino, es superior a los hombres y respetada por
los propios dioses. Las Moiras, sus hijas, son las que reparten lo que
toca, lo que le corresponde a cada ser humano en la vida. También en
la tragedia griega, el destino ocupa un lugar central. Es inexorable. La
fatalidad pesa sobre los personajes trágicos. Estos llevan su sello sobre
la frente, están abocados a la desgracia. El caso paradigmático es Edipo
rey, de Sófocles, la tragedia que Aristóteles, en su Poética, consideraba

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

ejemplar. Layo, rey de Tebas, y Yocasta, su esposa, consultan al oráculo,


que les dice que su primogénito asesinará al padre. Para evitarlo, cuan-
do nace su primer hijo, Layo ordena a uno de sus criados que lo mate.
Este, sin embargo, se compadece del pequeño y lo deja a la intemperie,
no sin antes horadarle un pie. Allí es recogido por un pastor, que lo
lleva a su amo, quien lo adopta como un hijo y lo llama Edipo (‘pie hin-
chado’). Algunos le hacen dudar de su ascendencia, por lo que Edipo
consulta al oráculo, que le dice que matará a su padre y se casará con su
madre. Para no matar a quienes cree que son sus progenitores, huye del
país donde se encuentra, y en el camino se enfrenta a un hombre y lo
mata. No sabe que ese hombre es Layo, su verdadero padre. A partir de
allí, la fatalidad se abate sobre él. Ha matado a su padre y se casará con
Yocasta, su madre. Él acaba descubriendo la verdad. Yocasta se suicida,
y Edipo se saca los ojos. Además, la culpa es hereditaria. La maldición
que recaía sobre Layo (lo maldijo el rey Pélope) es heredada por Edipo
y luego por los hijos de este, Polinices y Eteocles, así como por su hija,
Antígona. Nadie puede escapar a la fatalidad. Edipo es el hombre, un
ser soberbio, desafiante, obstinado, pero al mismo tiempo alguien digno
de compasión, alguien que quiere saber, que quiere llegar a la conciencia
de quién es. Es importante, por otra parte, la soledad del héroe trágico.
Aunque quienes lo rodean, el coro, Yocasta, tratan de convencerlo de
que abandone su búsqueda («no medites demasiado», «no indagues»,
«ojalá nunca sepas quién eres»), él continúa las indagaciones, él quiere
saber. Comete el pecado de la hybris, de la soberbia, de la desmesura, el
pecado de todo aquel que va más allá del límite marcado por los dioses.
Sin embargo, es por esta falta, precisamente, que Edipo descubre quién
es y llega a ser un hombre pleno.
En el noir reaparece, con las democráticas formas propias del
siglo XX, el motivo intemporal de lo trágico, y por tanto también de lo
fatal. Aun así, aquí no son los miembros de familias regias de la Grecia
clásica (Edipo, Antígona) quienes encarnan la tragedia, tampoco son
semidioses (Prometeo), sino personajes turbios, marginales, criminales,
situados en el límite, o simplemente hombres de a pie, como los her-
manos y el padre de Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the Devil
Knows You’re Dead, 2007) o los de las películas policiales de James Gray.
Se produce una democratización del elemento trágico, y la fatalidad

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El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

tiñe, ahora sí, todos los estratos. Son personajes cuyo destino resulta
funesto, quizá porque se revelan como víctimas de un sistema y de una
sociedad que no les da alternativa.

El cuerpo y la fatalidad

Entonces dejó de gritar y la cabeza se le desplomó sobre el pecho. Oyó algo, muy
vagamente; el tiempo pasó, y luego las balas le alcanzaron en la cadera; su cuerpo se
distendió y cayó lentamente. Un hilo de baba unía su boca al áspero suelo de la granja.

Boris Vian

En el noir, lo funesto se expresa en claroscuros, en flashbacks, en planos


subjetivos, en relatos en off, pero también en la fisicidad tan concreta de
un cuerpo que cae; es la figura todavía juvenil de Bowie en Los amantes
de la noche (They Live by Night, 1948), que se desploma en medio de la
oscuridad, acribillado por los agentes ocultos entre unos matorrales y
abrazado por su amada Kitchie, con la que ha huido, como años más
tarde lo harán otros dos jóvenes, los protagonistas de Bonnie y Clyde
(Bonnie and Clyde, 1967), cuyos cuerpos terminan agujereados por las
balas, como el coche en el que viajan.
El cuerpo que cae inerte, inevitablemente perecedero, es uno de los
motivos del noir. Y pocos cuerpos han pesado tanto al morir como
los de los protagonistas de A tiro limpio (1963), la obra maestra de
Francisco Pérez-Dolz. Eran los años sesenta, y el auge del cine negro
español daba pie a una ambivalencia, la de retratar el mundo criminal en
pleno franquismo. Aquel era un cine en el que la cámara salía a la calle
como en las películas del neorrealismo y de la Nouvelle Vague, y que
a su vez emulaba las formas del film noir de Hollywood. Además, con-
tenía un componente claramente político: en un principio, A tiro limpio
se iba a titular La senda roja, y los protagonistas debían ser anarquistas.
Aunque el miedo a la censura terminó desechando esta idea, la película
sigue teniendo un cierto calado político: es el retrato ensombrecido de
la España del momento, revela un tiempo de desencanto, encarnado en
un cuerpo, el del ladrón que se desploma sobre las escaleras mecánicas
del metro de Lesseps.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Este también es un volumen sobre los cuerpos, sobre su peso,


sobre la forma en que se desploman cuando la vida los abandona. Es
la histeria de James Cagney al final de Al rojo vivo (White Heat, 1949),
cuando está a punto de estallar por los aires. En los textos que vienen
a continuación, no solo se definen los contornos del cine negro, sino
que se ahonda en la puesta en escena de la fatalidad, en cómo se pone
en imágenes, en cómo se expresa ese final funesto. El cine negro tuvo
siempre un reto: adentrarse en los rincones más tenebrosos y violentos,
y revelarlos en el fuera de campo o de forma frontal. La plasticidad
con la que el noir ha plasmado la muerte participa de una contradicción
entre la belleza y la violencia. Su poética se enfrenta entonces a un reto
de índole estética y por tanto también moral.
En un momento de Harry el Sucio (Dirty Harry, 1971), Don Siegel
filma al policía en su coche, junto a su compañero. La cámara se sitúa
frontal, mirando hacia el asfalto, fijándose en los gestos. En la puesta en
escena de Siegel, el plano detalle tiene un valor especial, pues sirve para
desarrollar un discurso en torno al trabajo. La fisicidad ya no es única-
mente la del cuerpo que se desploma, sino la de la acción, la del thriller,
que por momentos desplaza al noir más canónico en películas como El
silencio de un hombre (Le Samuraï, 1967) o French Connection. Contra el imperio
de la droga (The French Connection, 1971). Esta fijación por el cuerpo en
acción se prefigura años antes, por ejemplo, en Pickpocket (1959), en la
que Robert Bresson filmaba a un ladrón: su proceso de aprendizaje, su
método de trabajo, sus acciones. El cineasta francés no firmaba un noir,
aunque su retrato del carterista se adentraba en la misma angst, se fijaba
en un entorno criminal similar y se precipitaba hacia una fatalidad que
compartía el regusto amargo del cine negro.

Héroes melancólicos y mujeres fatales

Cherchez la femme, Bucky. Recuérdalo.

James Ellroy

En Callejón sin salida, Rip interrumpe su confesión cuando al fin recuer-


da que, justo antes de recibir el golpe que le ha dejado una ostensible

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El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

herida en la cara, olió a jazmín, la misma fragancia que usa Coral. ¿Y


si fue ella quien le golpeó? El oficial deja al párroco con la palabra en
la boca y se dirige al apartamento de ella. Claro, todos los caminos
conducen a ella. La muerte del amigo de Rip, la del marido de Coral, el
golpe recibido por el protagonista. La fatalidad tiene el rostro, la voz y
el aroma de ella.
Cuando, hacia el final, Rip y ella van en coche, él se salva por los
pelos, pues el automóvil se estampa contra un árbol. Peor suerte corre
seguramente Frank, el protagonista de Cara de ángel (Angel Face, 1952).
El final de la película, en el que la aparente frágil Diane da abrupta-
mente marcha atrás en el coche en el que están ella y su amado Frank,
precipitando a ambos hacia un precipicio, es una muestra de la pulsión
destructora de la femme fatale, tan ambivalente como el propio género.
En Cara de ángel, ella atrae a Frank con la melodía del piano. Lo
primero que percibe él de la mujer que lo arrastrará hasta la muerte es
una tonada musical. En Obsesión (Ossessione, 1943), la malintencionada
Giovanna atrapa a Gino con su canto de sirena, que se escucha desde
el exterior del restaurante de carretera que ella regenta junto con su
marido. En Callejón sin salida, es también una canción lo que sirve de
anzuelo. ¿Y qué hay de Gilda, a quien Johnny Farrell escucha cantar,
desde lo alto de su despacho y ante una audiencia eminentemente mas-
culina, la ya célebre Put the Blame on Me?
La melodía se lanza como un anzuelo, en el que los hombres pican.
Ahora bien, la figura de Gilda escenifica también una tensión, entre
el poder seductor y la fragilidad. El gesto con el que culmina aquella
célebre escena musical resulta de lo más elocuente: la bofetada que
le propina Johnny y el llanto de ella. En una misma secuencia, Gilda
transita por una puesta en escena que privilegia la espectacularidad de
su cuerpo al quiebro emocional; y Rita Hayworth desfila perfectamente
por esta estrecha cornisa. Primero se muestra seductora, segura, pro-
tagónica, activa, como si ella controlara tanto al público del local de
Johnny como al espectador de la película de Vidor. Y luego se deshace,
su cuerpo se vuelve blando, ebrio, frágil. Es la ambivalencia de la femme
fatale, poderosa a la vez que quebradiza. No en vano, a menudo se la
presentó alcoholizada, una forma más de revelar su necesidad de esca-
par de un entorno machista.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Como hemos señalado, Rip llama Mike a Coral Chandler. Y se des-


pide de ella invitándola a que haga como todos sus compañeros del
ejército. Coral, o Mike, dice adiós a la vida «con los honores» de un
hombre. Rip, por su parte, le dice en un momento que él quiso más a
su amigo Johnny que ella, que era su amante. Callejón sin salida desafía
así la construcción monolítica tanto de la feminidad como de la mascu-
linidad; esos son los contornos del noir, tan ambivalente en su retrato de
la moral como en sus formas narrativas y sus arquetipos.
La fatalidad se presenta entonces bajo diversas formas. Es un cuer-
po que cae, pero también el retrato de un sistema corrupto o del deter-
minismo social. Es asimismo las capacidades destructoras y seductoras
de un arquetipo, que no en vano tomó el nombre de femme fatale.
En El caso de la viuda negra (Black Widow, 1987), una mujer se casa con
hombres adinerados, que al poco tiempo de contraer matrimonio, van
cayendo como moscas. El patrón de la femme fatale no pasa desaperci-
bido a los ojos del FBI, solo que aquí Alex, el detective que se dispo-
ne a darle caza, es en realidad Alexandra. En una de las escenas más
interesantes de la película, la agente proyecta una serie de diapositivas
de la viuda negra. La imagen, agrandada por los lentes, ocupa toda la
pared, y Alex se sitúa frente a ella, fundiéndose casi con los contornos
de la asesina. El vínculo entre detective y femme fatale no podría ser más
íntimo. En este singular neo-noir dirigido por Bob Rafelson, los arqueti-
pos se quiebran: la femme fatale aparece más acentuada que nunca, pero
el héroe no obedece a la masculinidad sentimental del noir más clásico,
sino que se presenta como una mujer. Entre ambas, eso sí, se dibuja
un vínculo íntimo; a Alex se la retrata como uno más entre un grupús-
culo de hombres, rodeada de compañeros jugando, por ejemplo, una
partida de póker. Así, en los ochenta, la ambivalencia de la femme fatale,
también en el plano de la sexualidad, se explicitaba, dando la vuelta a
las construcciones más convencionales en torno a la masculinidad y la
feminidad.
El cine negro de los años cuarenta y cincuenta evidencia también el
doble rasero moral al que la censura sometió al cine estadounidense. La
violencia a menudo se explicita; sin embargo, la sexualidad se reprime.
En Cara de ángel, May, la dulce exnovia de Frank, se dispone a cambiarse
de ropa. «No es la primera vez que estoy aquí, ¿recuerdas?», le dice él,

20
El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

insinuando que no hace falta que ella se esconda para vestirse, pues
seguramente ambos han protagonizado una escena así en diversas oca-
siones. El encuentro sexual queda entonces implícito. El noir se atrevió,
aunque fuese desde la sugerencia, a revelar una carga sexual a menudo
reprimida por la censura.
En los años setenta, E. Ann Kaplan editó Women in Film Noir. El
libro de Kaplan desplazaba el foco de un género aparentemente mas-
culino, poblado de hombres y de símbolos fálicos, como el revólver. Lo
hacía en una época, mediados de los años setenta, en que la teoría fíl-
mica feminista emergía con fuerza, bajo la batuta del texto fundacional
de Laura Mulvey. La ambigüedad de un arquetipo como la femme fatale,
desengranado en el libro de Kaplan, aunaba aquello que una parte de
la crítica feminista denunciaba (la predominancia de la mirada mascu-
lina, la objetualización del cuerpo de las mujeres) con una desinhibi-
ción subversiva. «La iconografía es explícitamente sexual, y a menudo
explícitamente violenta también», se puede leer en Women in Film Noir,
«cabello largo (rubio o negro), maquillaje y joyería. Los cigarrillos con
su rastro de humo pueden convertirse en curas de sensualidad oscura e
inmoral, y la iconografía de la violencia (principalmente pistolas) es un
símbolo específico (como lo es quizá el cigarrillo) de su poder fálico
“antinatural”» (Kaplan, pág. 54).
Por su parte, Richard Dyer apuntaba a personajes como los de
Agente especial (The Big Combo, 1955) o Gilda (1946), y relataba cómo
la figura del homosexual, que en estas películas solía ser el socio o la
mano derecha del protagonista, era habitual en el cine negro. Dyer
escribe: «Los queers a veces pueden perturbar a los personajes masculi-
nos centrales de formas indirectas, al igual que lo queer puede perturbar
nuestra percepción de personajes, como Johnny en Gilda o Neff y Keys
en Perdición (Doble Idemnity, 1944). De manera más general, constituyen
parte de un mundo cuya incertidumbre los héroes noir no logran domi-
nar, y debido a que a menudo son más vívidos y divertidos, desvían la
atención del héroe y lo descentran. Sin embargo, también ocurre que a
menudo, en cualquier caso, los protagonistas no actúan como si estu-
vieran perturbados» (Dyer, 112).
Para Núria Bou y Xavier Pérez, la figura del héroe está intrínseca-
mente vinculada a la lucha contra el tiempo. Es también una figura

21
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

tremendamente ligada a la masculinidad, a la representación de los


cánones de lo que debe ser o se entiende que es lo masculino. En este
sentido, no es casual el hincapié que los autores hacen en la idea de ana-
lizar el imaginario de las civilizaciones patriarcales. Esta masculinidad
primigenia, definida desde las primeras formas del cine narrativo, con-
lleva, de entrada, una carencia: la emoción o la sensibilidad desaparecen
en beneficio de la acción. En El tiempo del héroe, el libro de Bou y Pérez,
el cambio de paradigma se ubica precisamente en el noir, un género que,
ya desde su propuesta estética, se situaría, siguiendo con los postulados
de Gilbert Durand que proponen los autores, en el régimen nocturno.
«No es, ciertamente, en el campo de batalla, sino en las geografías
sinuosas de la ciudad nocturna, donde el cine americano sabe acoger
la más clara protesta desplegada por un actor masculino, a la hora de
dotar al imaginario colectivo de un modelo de heroicidad que acople la
exigencia exacerbada de la dureza viril a un grado elevadísimo de senti-
mentalidad. Como el lector sabe perfectamente, esta figura paradójica,
cruce sublime entre dureza y emotividad, responde al mítico nombre
de Humphrey Bogart» (Bou; Pérez, pág. 145). El rostro de Bogart, un
rostro que, ya de por sí, siempre pareció encerrar en sus rasgos el paso
del tiempo, define precisamente la ruptura con el héroe más clásico. De
hecho, Bogart nunca pareció joven. Como la femme fatale, el héroe del
noir se desplaza también en arenas movedizas.
En La mujer del cuadro (The Woman on the Window, 1944), la fatalidad la
encarna una mujer, aunque esta sea apenas una idea, una imagen estam-
pada en un lienzo. Una noche, mientras su esposa y sus hijos pasan
unos días de asueto, el profesor Richard Wanley se reúne con unos
amigos. Antes, en la calle, se ha mostrado fascinado por el retrato de
una joven mujer expuesto en un escaparate; cuando la velada termina,
se detiene de nuevo embelesado ante el cuadro. Sin embargo, algo se
mueve, como si el cuadro cobrara vida: es la misma mujer que aparece
en el retrato, solo que ahora está en pie, detrás de Richard. La película
de Lang evidencia cómo, en el cine negro, la fatalidad va ligada a la
feminidad. Es ella quien lo arrastra hacia una espiral de muertes y men-
tiras... aunque, en verdad, todo lo que sucede es un sueño, propiciado
por la visión, al inicio de la película, del dichoso cuadro. Quizá así los
poderes de la femme fatale sean todavía más poderosos: basta con una

22
El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

imagen, con la idea de la belleza, para arrastrar al más anodino de los


hombres a lo pesadillesco, a la posibilidad del crimen.
Otro cuadro de uno de los grandes noirs de la historia del cine cobra
vida, el de Laura (1944). En ambos casos, en la película de Lang y en la de
Preminger, todo aparece envuelto en una ensoñación: en Laura, la mujer
que da título a la película y cuyo retrato cuelga en medio de un salón,
entra por la puerta en el momento en que el policía que la creía muerta
está dormido. ¿Es un sueño o está ella realmente viva? En La mujer del
cuadro, ella surge de repente, justo delante del retrato, pero al final de la
película sabremos que esa aparición no ha sido más que un sueño. La
poética se halla también en la frontera entre el sueño y la vigilia.

Poética de la fatalidad

Muy al nordeste, comenzó a caer una lluvia intensa y cálida sobre la nieve compacta
y el persistente hielo. A medida que el agua hacía su trabajo, los mares blancos se
agrietaban para revelar los verdes y marrones que había debajo. La tierra endurecida
fue ablandándose lentamente y el sonido de la lluvia convocaba al brote y la rama, a la
semilla y la raíz. Convocaba a cuanto hubiera allí enterrado.

John Connolly

En una salvaje escena de La reina Kelly (Queen Kelly, 1931), Erich Von
Stroheim filmaba, de manera frontal, a la reina atizando con un látigo a
otra mujer, mientras, en los pasillos de palacio, el servicio observaba la
pelea entre risitas. Samuel Fuller, uno de los cineastas que mejor supo
canalizar el espíritu subversivo de Stroheim, filmó una escena similar
en Una luz en el hampa (Naked Kiss, 1964). La película comienza con un
contraplano frontal, con la cámara balanceándose con violencia emu-
lando el punto de vista subjetivo de los dos personajes y con una pieza
de jazz desgañitándose en la banda sonora: una mujer (que curiosamen-
te se llama Kelly) atiza a un hombre con un pequeño bolso, con tanta
rabia que a ella se le acaba cayendo la peluca. Aquí, como en La reina
Kelly, el gesto violento quiebra los cánones de la llamada feminidad.
Con el chulo tendido sobre el suelo, ella (interpretada por Constance
Towers) se cobra los setenta dólares que él le debe y, acto seguido, se

23
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

planta delante de un espejo para cubrirse la cabeza calva; Fuller la filma


de nuevo de manera frontal y, sobre el rostro de ella, mientras se calza
la peluca, se imprime el título de la película. Si no es el mejor arranque
de la historia del cine, al menos es el más furioso.
Fuller rodó dos películas con Towers. La primera, Corredor sin retorno
(Shock Corridor, 1963), fue un proyecto que a mediados de los cuarenta
estuvo a punto de realizar Fritz Lang. Al final, el director vienés lo des-
cartó, y casi dos décadas después Fuller recuperó aquella historia, sobre
un reportero que consigue que lo ingresen en un psiquiátrico para
investigar un asesinato (y así ganar el premio Pulitzer). Curiosamente,
en los cincuenta Lang rodaría una película cuyo argumento se asemeja
al de Fuller: en Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956), un
periodista planea con su editor que lo condenen a muerte para denun-
ciar así la pena capital. Lang, sin embargo, se reservó un desfile de
giros: el editor muere y el reportero pierde al único que puede probar
su inocencia; no obstante, su novia consigue defenderle, aunque final-
mente descubre que el periodista sí cometió el asesinato del que se le
acusaba. Como en Efectos secundarios (Side Effects, 2013), la película de
Steven Soderbergh sobre la industria farmacéutica, la crítica al siste-
ma desemboca en un retrato de las miserias humanas. En Corredor sin
retorno, el protagonista cae en los brazos de la locura por codicia, algo
de lo que le advierte su novia, Cathy, que en su discurso cita a Dickens
y a Twain, como la Kelly de Una luz en el hampa, que se refiere a Byron.
Towers inyecta energía a la película desde el principio. En este sentido,
no es extraño que tras Corredor sin retorno Fuller le brindase a la actriz el
inicio más vigoroso de su obra.
Kelly (interpretada por Constance Towers) es una prostituta que,
huyendo de la mafia, se instala en un anodino pueblo, donde trabaja
asistiendo a niños con discapacidades y parece reconstruir al fin su
vida. Una luz en el hampa participa del mismo carácter melodramático
que las películas sociales que Ida Lupino realizó en los años cincuenta
(en torno a temas truculentos para la época, como el aborto, la viola-
ción o la bigamia). La película no solo ahonda en el prejuicio social,
sino que durante la mayor parte de su metraje se instala en un bienestar
de la protagonista que termina quebrándose. No hay escena que defina
mejor las bondades de Kelly que aquella en la que los niños cantan a su

24
El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

alrededor: Fuller posa la cámara sobre cada uno de los rostros de los
chicos y chicas, pasa a un plano general cuando Kelly comienza a cantar
y vuelve a mostrar los rostros de los niños y de los enfermeros, encan-
dilados con la preciosa voz de la mujer, una suerte de ángel caído del
cielo. La escena, bellísima, desemboca en el plano de Grant, el magnate
con quien Kelly está a punto de casarse y a quien ella descubrirá apro-
vechándose de una niña. Así, la placidez en la que parece instalada Kelly
y los cuidados que prodiga a la gente del pueblo están constantemente
empañados por algo sombrío, que atañe precisamente a los niños,
presencias dulces alrededor de Kelly y víctimas del magnate Grant. Se
trata, entonces, de revelar el prejuicio social. Ella matará a Grant, pero
será acusada, pues entre la palabra de una exprostituta y la imagen de
un hombre rico, ella es quien tiene las de perder. Se trata también de
plantear una puesta en escena de la violencia, ya sea mediante la fron-
talidad del furioso inicio o a través de un fuera de campo que esconde
el hecho atroz. Sus formas arrebatadas se traducen o en una sugerencia
o en la contundencia de un ademán furibundo. Quizá por todo esto sus
formas, amantes del claroscuro, se apoderan del lirismo
«El cine negro es tanto un importante legado cinematográfico como
una idea que hemos proyectado en el pasado», escribió Naremore
(2008, pág. 11). En L. A. Confidential (1997), el elegante ejercicio de
nostalgia de Curtis Hanson, Kim Basinger interpreta a una prostituta
vestida y acicalada para parecerse a Veronica Lake. A esto quedó resu-
mido el cine negro: a una copia. Es un peinado, un traje, una imitación.
Del edificio del género apenas quedan algunos pilares, un esqueleto
completamente a la vista. En películas más cercanas en el tiempo, como
Brick (2005), el noir ya no es una evocación, sino un objeto pop, un edi-
ficio del que sobrevive la fachada, pero cuyo interior, ya vacío, parece
deshabitado incluso por sus fantasmas.
Esta misma pulsión por la copia se deja ver en El lago del ganso salvaje
(Nan Fang Che Zhan De Ju Hui, 2019). Sobre una mampara se dibujan
las siluetas de un hombre y de una mujer. Los dos diseñan un plan:
ella, una prostituta, lo entregará a la policía para poder cobrar el dinero
de la recompensa y dárselo a la esposa de él. Esta confabulación es el
eje en torno al que gira la película, la cual sigue en dos tiempos a un
mafioso fugitivo que cuenta con la ayuda de una reflexiva femme fatale.

25
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

La plasticidad de la escena, no obstante, revela otra cosa: el plano de


las sombras de los personajes sobre la tela estampada, con el sonido
de agua cayendo incesante, manifiesta una tendencia hacia el artificio,
hacia la evidenciación constante de la representación. «El lago es una
zona sin ley», dice en un momento uno de los policías que persigue a
Zhou, el protagonista. Entre las actividades ilícitas, las de las mujeres
que se prostituyen entre los turistas, ataviadas con pamelas blancas. Así
se da uno de los planos de la femme fatale, con el rostro cubierto con uno
de estos sombreros y un velo, mientras compra un paquete de tabaco.
Ningún espacio revela con tanto aplomo el gusto por el artificio y el
retrato social de la película como el lago, ese lugar «que nadie controla».
En un momento, la mujer camina por las calles del lugar, con su pamela
atada a la cabeza, y la cámara avanza con ella. De fondo, de repente,
se observan unos rascacielos, pero pronto descubrimos que esto no es
más que una valla publicitaria, un trampantojo que la película se encar-
ga de disponer para luego remarcar su trampa.
Son copias, pero a veces son imágenes que se presentan como si
fueran fantasmas de un pasado fatal. Naremore, de hecho, escribe que
el cine negro es también su evocación, e insistirá en vincular el género
con lo onírico, algo que se refleja perfectamente en Terciopelo azul (Blue
Velvet, 1986), en la que el noir es precisamente esto: un fantasma, un
recuerdo, un sueño en el que se aparecen los fantasmas del cine negro.
Al final de La última noche (The 25th Hour, 2002), una película de Spike
Lee que juega con los códigos del noir y los desplaza hacia el drama,
asistimos a las últimas horas de Monty antes de entrar en prisión. Al
final de la película, James, su padre, lo acompaña en coche hasta el
recinto penitenciario. En el trayecto, el padre fantasea con la posibi-
lidad de seguir carretera adelante y que su hijo tenga un sino distinto.

«Conduciremos [...] hasta en medio de la nada, tomaremos esta carretera hasta lo


más lejos que nos lleve [...]. Esos pueblos en el desierto, ¿por qué crees que se esta-
blecieron? Por gente que huía de otros sitios [...]. No me escribas [...]. Conseguirás
un trabajo en algún lado, un trabajo que pague en efectivo y con un jefe que no
haga muchas preguntas [...]. Tendrás un nuevo hogar ahí. Eres un neoyorquino,
y esto no cambiará [...]. Nunca mires atrás [...]. Quizá un día, después de años, le
mandes una carta a Naturelle [...]. Y tendrás un hijo [...]. Quizá un día le cuentes la
verdad, de dónde vienes, toda la historia».

26
El abrazo de la muerte: los funestos designios del cine negro

Todo esto dice el padre a su hijo. Y sí, vamos viendo las imágenes
de todo lo que podría ser, pero sabemos que todo esto es solo una
fantasía, pues en realidad James está conduciendo a Monty a la cárcel,
y ese destino es inamovible.
Cada vez que la película de Spike Lee está a punto de abrazar los
códigos del noir, se resiste: el género apenas es una posibilidad, algo que
estuvo ahí. Eso sí, hay un estado de ánimo muy propio del noir: desde
el apartamento de un amigo del protagonista, dos hombres observan
la zona cero, el hueco enorme que quedó tras el 11 de Septiembre. Es
de noche, las luces están encendidas y los operarios trabajan. La herida
se evidencia. Ha pasado medio siglo y las fracturas se dejan ver bajo el
signo de la fatalidad.
La última noche se maneja precisamente en este lo-que-podría-ser, pues
el destino de Monty podría ser el del antihéroe del noir, y sin embargo,
su fatalidad es más prosaica. Mientras James va inventando para su
hijo una vida que no será, se insinúan los fantasmas de personajes del
cine negro que huyeron y se escondieron en un pueblo recóndito de
Estados Unidos, como Jeff, el antihéroe de Retorno al pasado (Out of the
Past, 1947), o el Sueco, el protagonista de Forajidos. El pasado, al final,
alcanzó a ambos. Así, del cine negro se observan las huellas que dejó,
pero encima se ha escrito algo nuevo, marcado todavía por el signo de
la fatalidad.
Sobre el relato de la vida que Monty jamás tendrá se van proyectan-
do todas estas figuras, que van desfilando una a una en mi recuerdo. El
cine negro es para mí también esta evocación. La capacidad de bucear
por los recovecos del tiempo es algo intrínseco al noir. De hecho, el
género siempre ha mostrado una enorme capacidad para ir desplegan-
do el pasado, ya sea en flashbacks o en las heridas que sus personajes
parecían cargar consigo. Quizá en el gusto por la rememoración ya
existe un poso nostálgico que ha impregnado a este cine negro, a sus
detectives con la mirada recortada por un sombrero, a sus mujeres
fatales envueltas en el humo de un cigarrillo, a la digresión rompedora
del flashback, al misterio de una sombra o al gesto sublime de un cuerpo
que cae. El lirismo está en cada una de estas formas tremendamente
seductoras. Quizá por esto se aferran a nosotros y quedan para siempre
en el recuerdo.

27
Las películas
El halcón maltés

El halcón maltés (1941)


Título original: The Maltese Falcon
Producción: Warner Bros.
Productor: Hal B. Wallis
Dirección: John Huston
Guion: John Huston
Fotografía: Arthur Edeson
Música: Adolph Deutsch
Montaje: Thomas Richards
Intérpretes: Humphrey Bogart, Mary Astor, Sidney Greenstreet, Peter Lorre
País: Estados Unidos
Año: 1941
Duración: 101 minutos. Blanco y negro

A principios de los años cuarenta, parecía que Estados Unidos salía


al fin de la profunda crisis financiera iniciada con el crac del 29.
No hubo tiempo para festejos: la Segunda Guerra Mundial iba a infligir
una herida tan profunda en la humanidad que dejaría secuelas tanto
físicas como metafísicas. En el cine, el daño se reflejaría en personajes,
relatos y formas estéticas. Los gánsteres y los maleantes de los años
treinta dieron pie a otras figuras, menos enérgicas y más ambivalentes
y retraídas; con el tiempo, los bajos fondos mutarían en otros escena-
rios, a veces más opulentos, pero también más despiadados. Y, sobre
todo, las formas se revelarían cada vez más inestables. El cine dibujaría
la desesperanza mediante formas opacas. La claridad del clasicismo se
resquebrajaba.
A diferencia del wéstern o del musical, el noir fue una etiqueta que
apelaba, antes que nada, al estado de ánimo, y El halcón maltés supuso
—quizá de manera más oficial que otra cosa, y con el tiempo— la
primera película en darle forma. Adaptación de una obra de Dashiell
Hammett, El halcón maltés es una enredadera. De entrada, comienza
con una mentira, la de Brigid O’Shaugnessy, quien se presenta en la

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

oficina del detective Sam Spade bajo el nombre de Ruth Wonderly y


con el relato de un caso que no es nada más que una tapadera. «¿Qué
me ha dado usted más allá de dinero? ¿Me ha dado alguna verdad?», le
espeta en un momento Spade, que merodea alrededor de un puñado de
personajes sin escrúpulos y con equívocas intenciones. Si todos mien-
ten, ¿qué nos queda? Quizá tan solo una figura en forma de halcón,
un anhelado objeto con piedras preciosas que persiguen, por turnos,
la femme fatale Brigid, un hombrecito interpretado por Peter Lorre y el
misterioso señor Gutman. Todo comienza con un embuste y termina
con otro: el codiciado aguilucho se revela como una mera falsificación.
Cuesta imaginar a nadie mejor que John Huston para relatar el des-
encanto. El halcón maltés fue su primera película como director —venía
de firmar el libreto de un filme de gánsteres como El último refugio
(High Sierra, 1941). En su última obra, Dublineses (Los muertos) (The
Death, 1987), adaptación esta vez de un relato de James Joyce, Huston
construía uno de los más bellos retratos de la desesperanza en el cine:
al final de la película, tras una larga velada el día de reyes, uno de los
personajes mira por la ventana y en off se refiere a la vida, al amor y
a la muerte, mientras el encuadre se posa sobre los campos helados al
anochecer y la nieve flota hacia la cámara.
En El halcón maltés, este estado de ánimo se refleja en las dos pri-
meras escenas: tras la visita de Brigid/Ruth, la cámara bascula hacia
el suelo, donde se proyecta la sombra del cartel de una compañía de
detectives: «Spade & Archer». El primero, Sam Spade, es uno de los
antihéroes por antonomasia de los relatos detectivescos; el segundo,
Archer, muere asesinado en la segunda escena de la película. En térmi-
nos de dirección, el arranque es lo mejor de El halcón maltés. Después
de contemplar el letrero, Archer muere en el fuera de campo, y es tam-
bién en off que Spade se entera del fallecimiento de su compañero. Los
gestos —la mirada angustiosa de Archer o la mano en el teléfono de
Spade— se envuelven de nocturnidad. La película transcurre esencial-
mente en interiores con claroscuros o en las calles de noche. Esta sería,
entre otras, la estética del noir. Sin embargo, hay algo más: la muerte del
compañero servirá de pistoletazo de salida. Spade se empeña en saber
quién lo mató, pero su trayecto no está impulsado por la causa noble
de la amistad, sino por el dinero. La ambivalencia moral del héroe del

32
El halcón maltés

noir se manifiesta cuando, al poco de morir Archer, la esposa de este se


encuentra con Spade y ambos se besan. Solo al final, cuando el moni-
gote con forma de ave se revela como falso, Spade hará gala de una
rectitud moral, entregando a Brigid por el asesinato de Archer. Estos
son los personajes de aquel mundo que se estaba gestando en medio de
los horrores de la guerra: el héroe encarnado por Bogart y la femme fatale
interpretada por Mary Astor. En este abanico de tonalidades ambiguas,
no desentonaba un actor como Peter Lorre.
Nueve años más tarde, el mismo Huston volvería a abocarse al noir
con otra película fundamental para el género, La jungla de asfalto (The
Asphalt Jungle, 1950). Como en El halcón maltés, el cineasta dejaría los
techos a la vista y haría un uso continuado de la profundidad de campo
para relacionar a los personajes entre sí. De nuevo, el entramado de
personalidades es diverso; aquí, sin embargo, no solo existe la bajeza
moral y el hilo conductor del dinero, sino una mayor profundidad en
los personajes. Del variopinto grupo que planea el robo sobre el que
gira La jungla de asfalto, dos hombres resultan especialmente interesan-
tes: el vándalo encarnado por Sterling Hayden y el cerebro de todo,
Doc. En un entorno ciertamente resbaladizo, ambos entablan una
amistad basada en la lealtad.
El halcón maltés comienza con un engaño y termina con otro; de la
misma manera, el género negro que inauguraba la película de Huston
en los albores de los años cuarenta se gestaría en un momento empare-
dado entre dos depresiones: la económica y social del crac y la huma-
nística de la guerra. La jungla de asfalto daría cuenta de ese tono, el de una
fragilidad moral revelada a partir de personajes ambiguos y de espacios
envueltos en claroscuros.

33
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Obsesión (1943)
Título original: Ossessione
Producción: Industrie Cinematografiche Italiane
Productor: Libero Solaroli
Dirección: Luchino Visconti
Guion: Luchino Visconti
Fotografía: Domenico Scala, Aldo Tonti
Música: Giuseppe Rosati
Montaje: Mario Serandrei
Intérpretes: Clara Calamai, Massimo Girotti, Juan de Landa, Elio Marcuzzo,
Dhia Cristiani
País: Italia
Año: 1943
Duración: 140 minutos. Blanco y negro

«E ntonces la vi. Ella estaba en la parte de atrás, en la cocina,


pero entró para recoger mis platos. Excepto por su forma,
en realidad no era una belleza alucinante, pero tenía una mirada mal-
humorada y sus labios sobresalían de una manera que me dieron ganas
de aplastarlos». Así describe James M. Cain la primera vez que Frank
Chambers ve a Cora Papadakis. Apenas han transcurrido dos páginas
de novela, y la belleza de ella ni siquiera es «alucinante», pero Frank ya
está atrapado. Cuando, a principios de los cuarenta, Visconti traslada El
cartero llama dos veces de Cain a la Italia de la época, el encuentro entre un
mecánico y la esposa del dueño de un restaurante de carretera resulta
de nuevo excepcional. En Obsesión, Visconti sigue los pasos de Gino,
que entra en el local y deambula, hasta que escucha la voz de Giovanna,
que canturrea desde la cocina. Ni él ni la cámara pueden mantenerse
lejos de ese canto de sirena, así que ambos se dirigen hacia ella. Él per-
manece parado bajo el dintel de la puerta, de manera que su posición
y el encuadre apenas dejan entrever las piernas de Giovanna, que cesa
de cantar. El movimiento de cámara hacia el rostro de Gino mientras

34
Obsesión

este mira a la mujer es una traslación a imágenes de la descripción que


hace Cain en su novela.
Más adelante, Visconti irá un paso más allá. Cuando el marido se
va, Gino está en la calle, pero escucha de nuevo la voz de Giovanna,
que procede del interior del local, desde el hueco oscuro de la puerta.
De nuevo, Gino no puede desoír esa llamada, tentadora y seductora.
«L’amore è bello vicino a te, mi fa sognare, mi fa tremare...», se escucha,
y Gino entra en el restaurante, cierra las puertas, observa el lugar y se
dirige de nuevo a la cocina. En este punto, ya no es ella quien canta,
sino los instrumentos de la banda sonora: la música es propia de la tra-
gedia que se cierne sobre los personajes. La cámara ha acompañado en
todo momento a Gino, y cuando este se para de nuevo ante Giovanna,
Visconti corta y da lugar a una elipsis: la próxima vez que veamos a los
protagonistas, ella estará tumbada en la cama y él se estará peinando.
El encuentro sexual se revela implícitamente, oculto tras la elipsis. Ya
es demasiado tarde, él ha sucumbido a los encantos de la sirena; quizá
solo lo habría podido evitar atándose a un mástil.
Mientras su marido se sube al escenario de un concurso de talentos,
Giovanna se sienta frente a Gino y ríe. Se trata de una mueca terrible,
fría. La escena, que precede al asesinato del esposo, se desarrolla bajo
las miradas de los amantes, tan insistentes que, por momentos, pare-
cería que el marido ni siquiera está presente. Giovanna, como Cora
Papadakis en la novela de Cain, lleva al extremo la figura de la femme
fatale: su poder de seducción es aniquilador, su moralidad es abso-
lutamente cuestionable, y todo esto junto solo puede terminar en la
autodestrucción. La femme fatale se lleva todo por delante. Primero, a
su marido, al que matan; y luego, a Gino, a quien ha manipulado para
quedarse con el dinero de la póliza del esposo y al que poco a poco car-
come la conciencia. Ella, sin embargo, se muestra impasible, desolada
tan solo cuando su amante hace un amago de escapar de su telaraña. El
destino, no obstante, le aguarda el desenlace propio de la femme fatale:
Giovanna perece como lo hizo su marido. Entre tanto, emergen diver-
sos contrapuntos al carácter egocéntrico de Giovanna. Por un lado,
Anita, la mujer dulce de la que Gino se enamora; y por el otro, el propio
protagonista. Si Giovanna aparenta carecer de escrúpulos, a Gino le
asaltan los demonios de la culpa. Obsesión también trata de esto, de las

35
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

huellas morales que el crimen deja debajo de la piel. El noir, en general,


también versa en torno a eso.
Quizá este es el motivo por el que, aunque un director como
Hitchcock realizara pocas películas que se adecuan a las características
del cine negro, una película como Extraños en un tren (Strangers on a Train,
1951) se mueve en los contornos del noir. Se trata, antes que nada, de
una exploración de las consecuencias morales del crimen, algo que
Hitchcock evidencia en el momento en que decide cambiar algunos de
los detalles de la novela de Patricia Highsmith en la que se basa. Si en
el texto dos desconocidos intercambian las víctimas para así tener la
coartada perfecta, en la película uno de ellos no lleva a cabo el crimen,
abriendo así la puerta a uno de los temas predilectos de Hitchcock: la
culpa no siempre la acarrea aquel que aprieta el gatillo.
La primera película de Luchino Visconti no solo explora las posibili-
dades de arquetipos del noir como la femme fatale o las profundidades de
la culpa, sino las formas expresivas del realismo. Es una película bañada
por la luz del día: es un noir diurno y rural. Obsesión es también el polvo
de los escenarios reales en los que transcurre la película o la gestualidad
embrutecida del mecánico cuando se limpia las manos en la camiseta.
Son los planos largos, a menudo sin corte, como en la escena en la
que la policía inquiere a la pareja a pie de carretera justo después de la
muerte del esposo, con un sinfín de curiosos alrededor. En un único
plano, Visconti incluso se permite dilatar el tiempo para mostrar cómo,
cuando el interrogatorio ha terminado, llega la camilla para llevarse el
cadáver. Se suele señalar que Visconti inauguraba así el neorrealismo.
También marcaba las pautas de un cine negro que se abocaría al realis-
mo para retratar una sociedad desencantada.

36
Laura

Laura (1944)
Título original: Laura
Producción: Twentieth Century Fox
Productor: Otto Preminger
Dirección: Otto Preminger
Guion: Jay Dratler, Samuel Hoffenstein, Betty Reinhardt
(sin acreditar: Jerome Cady, Ring Lardner Jr.)
Fotografía: Joseph LaShelle
Música: David Raksin
Montaje: Louis Loeffer
Intérpretes: Gene Tierney, Dana Andrews, Clifton Webb, Vincent Price
País: Estados Unidos
Año: 1944
Duración: 83 minutos. Blanco y negro

«L o que Otto Preminger añadió a la película —y que ningu-


no de nosotros supo ver en un primer momento— fue la
habilidad de dar a cada uno de los personajes un sentido subyacente
de maldad». En su magnífico libro sobre el director austríaco, Chris
Fujiwara recoge estas declaraciones del actor Vincent Price para arrojar
luz sobre el cambio de dirección de Laura. Con el rodaje comenzado,
Darryl F. Zanuck sustituyó a Rouben Mamoulian por Preminger, bajo
la mirada suspicaz de buena parte del equipo. Preminger añadió una
capa de perversidad a los distintos personajes, que se manifiesta por
ejemplo en la escena, muy al estilo de una novela de Agatha Christie,
en la que el detective Mark McPherson reúne a todos para detener a
Laura: ahí está Waldo, el amigo de la protagonista que luego se revelará
como el asesino; el amante Shelby, que cree que ella es la culpable; y
una amiga, que acaba de confesar que se le pasó por la cabeza matarla.
La única que expresa su desgarro ante lo que está pasando es Bessie, la
doncella de Laura, que tras cada disgusto se presta solícita a preparar el
desayuno o los enseres.

37
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Laura resume el fin de un cine criminal situado en los bajos fondos


y el inicio de un noir de clase alta. Si atendemos a las palabras de Price,
Preminger insistió precisamente en esto: en retratar a estos individuos
ricos —el heredero Shelby o el plumilla Waldo— con sus inseguridades
y vilezas. De hecho, Preminger deseaba que Laura fuese, entre otras
cosas, un retrato de la sofisticada Nueva York. La película comienza
con la voz en off de Waldo, mientras la cámara recorre una de las barro-
cas estancias de su apartamento, con cuadros y máscaras colgando de
las paredes y vitrinas atiborradas de cristalería, hasta encontrar la figura
del agente McPherson, fumando, de pie, que revisa algunos de los rim-
bombantes objetos que decoran el apartamento, como el reloj, que al
final de la película será crucial para resolver el crimen. Este plano de
apertura define el tono de la película, de largos movimientos de cámara.
Por un lado, Preminger se muestra sumamente pragmático en cuanto
a la narración introduciendo el reloj ya de entrada; por el otro, plantea
una puesta en escena que hace de Laura una película entre el sueño y
la realidad, entre el mundo de los fantasmas y el de los vivos. Es en
este lugar intermedio donde se sitúa precisamente la voz del personaje
interpretado por Clifton Webb: Laura comienza con el off de Waldo y
termina con su relato radiado. Entre medio, su narración de los hechos
al detective McPherson da pie a un flashback en el que se cuenta cómo
conoció a Laura. La voz de Waldo está presente al principio, en el
ecuador y al final de la película; y sin embargo, el filme transcurre sobre
todo a través del punto de vista de McPherson y cede el protagonismo
a Laura, a quien se presumía muerta al principio de la película y que
regresa «de entre los muertos» a mitad del metraje.
Se trata de un territorio habitado desde el inicio, cuando el policía
pone una canción y Waldo y Shelby le reprenden informándole de que
ese era uno de los temas favoritos de Laura. La melodía evoca así a
quien creen muerta, pero además se trata de la misma canción con la
que Preminger abre la película, con los créditos impresos sobre la ima-
gen, precisamente, del cuadro de Laura. Si la voz de Waldo es primero
en off y luego diegética, con la música sucede lo mismo, pero Preminger
no trabaja sobre la confusión, sino sobre la sugerencia.
La cámara de Preminger otorga a la película esta faceta fantasmal.
Cuando McPherson se queda dormido en el sillón del apartamento de

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Laura

Laura, el cuadro de la mujer, a la que el detective cree muerta, perma-


nece ahí, detrás de él. La cámara se acerca al hombre, el plano se difu-
mina en lo que podría ser un sueño y, finalmente, el encuadre se vuelve
a abrir; entonces hay un corte y vemos a Laura entrar por la puerta de
su mismo apartamento. ¿Será este el sueño de McPherson, enamorado
como le dice Waldo «de un cadáver»? ¿Habrá cobrado vida el cuadro?
¿Acaso el cuadro no juega un rol similar al de El fantasma y la señora
Muir, y es el retrato de un muerto que se aparece como un fantasma?
No, sencillamente se trata de Laura, que en verdad no estaba muerta,
sino de retiro, y regresa a su casa sin saber qué ha pasado. El cadáver,
como McPherson y los espectadores descubriremos acto seguido, es
el de una modelo asesinada por error, pues llevaba puesta la bata de
Laura. No importa, porque mientras con esta escena la trama criminal
sufre un vuelco, la capa subterránea de la película sigue transitando por
la cornisa entre el mundo de los vivos y el de los espectros, entre lo real
y lo onírico.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Perdición (1944)
Título original: Double Indemnity
Producción: Paramount
Productor: Joseph Sistrom
Dirección: Billy Wilder
Guion: Billy Wilder, Raymond Chandler
Fotografía: John F. Seitz
Música: Miklos Rozsa
Montaje: Doane Harrison
Intérpretes: Fred MacMurray, Barbara Stanwyck, Edward G. Robinson,
Tom Powers
País: Estados Unidos
Año: 1944
Duración: 107 minutos. Blanco y negro

E n El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), Billy Wilder llevó


hasta el final su empeño de hacer volar por los aires la dichosa
transparencia del cine clásico. Se trata, seguramente, de uno de los usos
más radicales del flashback y de la voz en off, dos herramientas clave en
la concepción del noir. Quien nos habla al principio de la película es un
muerto, cuyo cuerpo flota boca abajo en una piscina de una mansión de
Los Ángeles. El escenario, la propia fábrica de sueños hollywoodiense,
resalta la subversión: la película de Wilder no puede ser otra cosa que
una obra sobre el artificio y la ficción.
Perdición, otro noir dirigido y escrito por Wilder, comienza de manera
similar. Si El crepúsculo de los dioses arranca con la narración de un muer-
to, Perdición lo hace con el off de un moribundo. Sin embargo, el inicio
de Perdición es más oscuro, más sucio... en definitiva, más noir.
Walter (Fred MacMurray), un agente de seguros que ha traicionado
su oficio bajo el influjo de una femme fatale, se adentra en la oscuridad
de la sede de la compañía para la que trabaja. Herido, llega al edificio en
automóvil. Es de noche y la ciudad aparece salpicada por luces de neón.

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Perdición

Por el asfalto húmedo, Walter entra en el inmueble y sube en ascensor.


Desde la balaustrada observa a los trabajadores de la limpieza recogien-
do algunas cosas de las oficinas, con múltiples escritorios, como en Y
el mundo marcha (The Crowd, 1928), de King Vidor, o en El apartamento
(The Apartment, 1960), del propio Wilder. En seguida, Walter se encie-
rra en su despacho y comienza a grabar la confesión que dará pie al
flashback que supone casi el grueso de la película. El cuerpo pesado del
moribundo, la nocturnidad de la ciudad y la penumbra de la oficina en
la madrugada confieren a la cinta un tono no solo oscuro, sino tremen-
damente apesadumbrado.
En Perdición emerge de nuevo la cuestión de la culpa y la figura
eruptiva de la femme fatale, interpretada aquí por una de las actrices más
fascinantemente ambiguas de aquel Hollywood, Barbara Stanwyck,
cuya belleza convive con una cierta dureza, y cuyo rostro se esculpe
bajo los signos del enigma. Como Obsesión, Perdición adapta, con guion
de Wilder y Raymond Chandler, una novela de James M. Cain. Aquí
también hay una suerte de canto de sirena, con el que una esposa con-
vence a otro hombre para que juntos asesinen al marido de ella con
fines económicos. Pero, en Perdición, Phyllis Dietrichson (Stanwyck) no
seduce a Walter con la voz, sino que es una cadena que ella luce en el
tobillo cuando desciende por las escaleras lo que llama la atención del
antihéroe. En un instante, el influjo ha surtido efecto de nuevo.
El discurso en off de Walter al principio de la película está dirigido a
su jefe en la aseguradora, Keyes —un magnífico Edward G. Robinson,
que apenas un año después protagonizaría dos noirs firmados por
Lang, Perversidad (Scarlet Street, 1945) y La mujer del cuadro (The Woman in
the Window, 1944)—, que a lo largo de la película intenta probar que la
muerte de Dietrichson no fue un accidente, sino un asesinato. Aunque
en Perdición no hay detective alguno, la figura del asegurador sigue la
misma línea del investigador. Lo curioso es que no es Walter, el prota-
gonista, quien investiga, sino Keyes.
Como sucedía apenas un año antes en Historia de un detective (Murder,
My Sweet, 1944), Perdición se estructura a partir del flashback para abrirse
a una historia detectivesca. Sin embargo, en el filme de Dmytryk la
narración en off da pie a una trama enmarañada; Perdición, en cambio, es
diáfana en su manera de presentar los acontecimientos. Walter planea

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

todo con exactitud, aplicando su experiencia durante años como agente


de seguros a lo que debería ser un crimen perfecto. La muerte del señor
Dietrichson, cojo y con muletas, tiene lugar en el coche. Luego, Walter
se hace pasar por él y se sube a un tren, desde el que se tira. Finalmente,
Walter y Phyllis dejan el cadáver del verdadero Dietrichson en las vías
del tren para aparentar un accidente. Todo parece haber salido bien, el
plan parece haberse cumplido según lo previsto, pero a Walter le persi-
gue un runrún, algo que le dice que en verdad todo va a terminar mal.
Mientras intenta librarse de la culpa con la que carga, va relatando los
hechos que le han llevado hasta ese punto, hasta su oficina, de noche.
El protagonista, al que vemos a lo largo de la película enamorarse,
conspirar, asesinar y encubrir el crimen, es un cadáver andante. Como
en El crepúsculo de los dioses, su destino está trazado desde el inicio.

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Detour

Detour (1945)
Título original: Detour
Producción: Producers Releasing Corporation
Productor: Leon Fromkess, Martin Mooney
Dirección: Edgar G. Ulmer
Guion: Martin Goldsmith
Fotografía: Benjamin H. Kline
Música: Leo Erdody
Montaje: George McGuire
Intérpretes: Tom Neal, Ann Savage, Claudia Drake, Edmund MacDonald
País: Estados Unidos
Año: 1945
Duración: 65 minutos. Blanco y negro

D icen que Edgar G. Ulmer no habría sido relegado a la serie B de


no haber sido por un ataque de celos. Parecería que el amor entre
Ulmer y la esposa de un jefe de estudio condenó al cineasta a la dirección
de películas de bajo presupuesto. Así, puede que Detour sea la expresión
más elocuente de la relación de este cineasta centroeuropeo emigrado
a los Estados Unidos con la precariedad. La historia de un pianista que
debe cruzar el país en autoestop desde Nueva York a Los Ángeles y que,
por necesidad, termina envuelto en un crimen sirve de espejo del propio
Ulmer. Colaborador del influyente Max Reinhardt y asistente en distin-
tas tareas cinematográficas en Alemania, llegó a Hollywood en los años
veinte, aunque volvería a Berlín para dirigir Hombres del domingo (Menschen
am Sonntag, 1930), una película que no solo anticipaba la espontaneidad y
la naturalidad de la Nouvelle Vague, sino que aglutinaba algunos de los
grandes talentos del cine alemán que luego se instalarían en Hollywood:
Ulmer y Robert Siodmak firmaron la dirección; Billy Wilder, el guion; y
Fred Zinnemann operaba la cámara.
De todos ellos, Ulmer es quien aparentemente corrió peor suerte,
relegado al corsé económico de la serie B. Sin embargo, la necesidad es

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

virtud, y las constricciones presupuestarias a menudo impulsan la ima-


ginación. Detour obedece a esta máxima. Cuando Al Roberts, un pianis-
ta que termina convirtiéndose en asesino por error (o más bien como
consecuencia de la pobreza), camina junto a su novia, Sue, por las calles
de la ciudad, Ulmer los filma rodeados de bruma, y evita así tener que
mostrar un decorado urbano que, sin duda, no se podía permitir.
En Detour, el director dispone uno de los flashbacks más audaces
del noir. Sentado en la barra de un diner de carretera, Al Roberts fija su
mirada perdida en unos pensamientos que se expresan en off. La melo-
día que escupe en esos momentos el tocadiscos del lugar le recuerda
sus días felices en Nueva York. Ulmer cambia radicalmente la ilumina-
ción del primer plano de un Roberts sumido en la angustia existencial
y oscurece el plano —como lo hará cinco años más tarde Nicholas
Ray en En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950), cuando el guionista
interpretado por Humphrey Bogart se dispone a narrar cómo conce-
biría él una escena de asesinato. La cámara, posada sobre el rostro de
Roberts, se desplaza primero a la taza que tiene delante de él y luego
se dirige hasta el jukebox que hay detrás, donde el vinilo da vueltas sin
parar, como los pensamientos del personaje. Un encadenado da paso
entonces a otro momento: Al es un pianista que toca feliz en un antro
de Nueva York. Las formas redondas del tazón primero y del disco
después han dado paso a otra figura circular: la del bombo de la batería.
El flashback sirve aquí para narrar cómo Al ha llegado hasta ahí,
hasta la barra de un diner donde espera que la policía le dé caza. Bajo las
formas imaginativas y precarias del cine B de la estratificada industria
norteamericana, Ulmer esconde un poso existencialista eminentemente
centroeuropeo. Las desventuras de Al Roberts avanzan al ritmo del
azar, que lleva al personaje a la fatalidad: Roberts se sube por casualidad
al coche de Haskell, un hombre que muere repentinamente; para evitar
que puedan inculparle de un crimen que no ha cometido, toma la iden-
tidad de este, con la mala fortuna de cruzarse con la exnovia del mismo
Haskell, que lo embauca con la intención de conseguir algo de dinero;
y, por último, cuando intenta impedir que la mujer haga una llamada,
termina estrangulándola accidentalmente con el cable del teléfono.
Ulmer filma esta última escena con osadía. Primero, mediante la
desmesura, la del gesto artificioso de la mujer, que, ebria y enojada, se

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Detour

encierra en la habitación y se enrosca el cable alrededor del cuello. No


se trata de una oda a la naturalidad, sino que la exageración forma parte
del atractivo de la escena. Ulmer filma luego las manos de Roberts al
otro lado de la puerta, que estiran del cable para evitar que la femme
fatale llame. Cuando el hombre logra entrar en la habitación donde está
la mujer, la encuentra tendida en la cama, muerta; y Ulmer la muestra
a través de su reflejo en un espejo. Lo que viene a continuación es un
alarde de puesta en escena: un largo movimiento de cámara recorre la
estancia, fijándose en los distintos elementos que conforman el lugar
del crimen, que se desenfocan por turnos, mientras el protagonista
maldice su mala suerte y conviene que cada pista dispuesta en la habita-
ción lo incrimina. Es la fatalidad en un único plano, y es quizá la piedra
angular de la filmografía abigarrada, extensa e infatigable de un cineasta
que supo sobreponerse con talento a los designios de la industria.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El sueño eterno (1946)


Título original: The Big Sleep
Producción: Warner Bros
Productor: Howard Hawks
Dirección: Howard Hawks
Guion: William Faulkner, Leigh Brackett, Jules Furthman
Fotografía: Sid Hickox
Música: Max Steiner
Montaje: Christian Nyby
Intérpretes: Humphrey Bogart, Lauren Bacall, John Ridgely, Martha Vickers,
Dorothy Malone
País: Estados Unidos
Año: 1946
Duración: 114 minutos. Blanco y negro

A daptación de una exitosa novela de Chandler, con guion de


Faulkner y Brackett, El sueño eterno ha dado pie a una leyenda: la
de que era una maraña difícil de desenredar. De una conversación entre
Hawks y Chandler surgió el comentario recurrente de que los propios
participantes en la realización de la película no entendían partes de una
trama que se va acelerando mediante un impulsivo juego de pistas. Pero,
quizá, la confusión no sea tal. El Hawks de El sueño eterno sigue siendo
el mismo, el de una cierta claridad expositiva. Rivette, por ejemplo, se
refería así a la obra de Hawks: «Este arte se impone a sí mismo por una
honestidad fundamental que atestigua el empleo del tiempo y espacio;
ningún flashback, ninguna elipsis, la continuidad en su regla; ningún
personaje se desplaza sin que lo sigamos, ninguna sorpresa que el pro-
tagonista no comparta con nosotros» (Rivette, 1953). Si el noir se gestó
sobre recursos como el flashback o la voz en off, en El sueño eterno, pese a
la complejidad de su trama, se impone una suerte de claridad expositiva.
En El sueño eterno, el encargo del anciano Sternwood llevará al des-
cubrimiento de una pieza tras otra, en un entramado habitado por una

46
El sueño eterno

retahíla de personajes de moral dudosa. Hawks se dedica a mostrar en


plano detalle cada una de las pistas que van impulsando el relato: los
talones de una deuda llevan al detective Marlowe a una librería de viejo,
donde descubre un caserón en el que se oyen unos disparos; y en él,
una cámara oculta... Pegada a los pasos que da el protagonista, El sueño
eterno bien podría ser la crónica de un oficio, el del detective privado.
Marlowe es también el protagonista de una cinta rodada entera-
mente en cámara subjetiva, La dama del lago (Lady in the Lake, 1947). La
película de Robert Montgomery resume la vocación agitadora del noir
respecto a las formas límpidas del cine clásico; sin embargo, no deja
de ser eso, un artilugio que impone la pirueta formal por encima de
cualquier otra cosa.
El Marlowe de El sueño eterno va de un sitio a otro: de la librería a
la casa de los Sternwood, de ahí a la cabaña donde se ha producido el
asesinato. También va de un mentiroso a otro, interrogándolos para
intentar descubrir la verdad. El verbo forma, pues, parte de la acción.
Antonio Santamarina decía de los diálogos de El sueño eterno que eran
brillantes. En el cine de Hawks, la palabra nunca fue pesada ni afectada,
y mucho menos artificiosa. El sonido pilló a muchos directores a con-
trapié, pero no tanto a Hawks, que supo como pocos inserir la palabra
hablada en la pantalla: veloz, desenvuelta, chispeante. Así eran las líneas
de diálogo de sus comedias y así son las de El sueño eterno, especialmente
las que intercambian los personajes interpretados por Bogart y Bacall;
sus frases se pisan los talones.
Hawks decía que la censura escribió una de las últimas escenas de
El sueño eterno y, seguramente, una de las más poderosas de toda la
película. En la escena final a la que se refería Hawks, Marlowe invita
a salir al gángster Eddie Mars por la puerta, sabiendo que fuera le
esperan sus propios sicarios, que no lo reconocerán y lo acribillarán a
balazos. Hawks aplicó a esta situación un recurso que había explorado
en Scarface (1932), paradigma del cine de gánsteres que precedió al noir.
Scarface se abre con un asesinato en el fuera de campo: tras una mampa-
ra, se intuye la silueta del hombre con sombrero y revólver que dispara.
Más adelante, vemos y escuchamos otra muerte mediante una original
alegoría: en una bolera se escuchan disparos y el cuerpo de uno de los
jugadores comienza a caer, pero la cámara sigue a la bola que corre por

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

la pista, hasta que topa con los bolos, que caen como las víctimas de los
disparos. Por todo esto, no es extraño que Hawks optase por el fuera de
campo a la hora de narrar la muerte de Eddie Mars. Cuando este sale,
una línea de agujeros se dibuja en la puerta: son los disparos que le han
propinado los suyos.
En Hawks según Hawks, el director le reconoce a Joseph McBride que
seguramente fue el director que mejor supo llevar a Humphrey Bogart.
En El sueño eterno, los nombres y el título de la película se inscriben sobre
las siluetas de Bogart y Bacall, reforzando así la premisa del proyecto:
volver a unir a las dos estrellas en la pantalla después de Tener y no tener (To
Have and Have Not, 1944). Los dos fuman, y los créditos se van sucedien-
do sobre el detalle del cenicero. Las letras se difuminan como si fuesen el
humo de un cigarrillo: el efecto evanescente se corresponde con el tono
de la película, y la pareja de pitillos parece resumir el carácter de los dos
protagonistas. El detalle del tabaco me hace pensar en uno de mis pasajes
favoritos de la literatura sobre cine. En uno de los mejores libros que he
leído sobre cine, El tiempo del héroe, Núria Bou y Xavier Pérez trazan un
recorrido por la figura del héroe, intrínsecamente vinculada a la lucha
contra el tiempo: la acción y el movimiento permanentes no hacen más
que evitar la introspección y la conciencia de que el tiempo pasa, dicen
Bou y Pérez. En una parte del libro, se señala un cambio de paradigma
que se da de la mano del noir, de Bogart y de un pequeño objeto: el
cigarrillo. El pitillo evidencia una tendencia hacia la introspección por
encima de la acción: «Los hombres duros del cine negro —con Bogart
al frente— hicieron del pitillo el recurso esencial para vehicular toda su
emotividad contenida. Pero fumar es constatar que hay poca acción para
realizar, poca extraversión para satisfacer», escriben, y añaden: «Ya no se
plantea luchar contra el tiempo, sino que se limita a coexistir con el tiempo»
(Bou; Pérez, 2000, pág. 147). Bogart encarnaría perfectamente otro tipo
de héroe. Es más, su rostro mellado siempre pareció encerrar el paso del
tiempo: Bogart nunca pareció joven.

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Forajidos

Forajidos (1946)
Título original: The Killers
Producción: Mark Hellinger
Productor: Mark Hellinger
Dirección: Robert Siodmak
Guion: Anthony Veiller
Fotografía: Woody Bredell
Música: Miklós Rózsa
Montaje: Arthur Hilton
Intérpretes: Burt Lancaster, Ava Gardner, Edmond O’Brien, Albert Dekker,
Sam Levene
País: Estados Unidos
Año: 1946
Duración: 98 minutos. Blanco y negro

A principios de los años cuarenta, se estrenaba una película dis-


puesta a dinamitar buena parte del relato clásico. La firmaba un
joven cineasta que por entonces apenas había llamado la atención de
la población estadounidense con una obra radiada que pretendía aler-
tar de una invasión alienígena. El episodio le valió un contrato con la
RKO, bajo la cual rodó su ópera prima: Ciudadano Kane (Citizen Kane,
1941). De aquel primer filme de Orson Welles se suele destacar su cua-
lidad de extemporánea. Como buena parte del cine de Stanley Kubrick,
Ciudadano Kane no se parece al cine de su época. Aquella narración
fragmentada —el personaje principal muere en la primera escena y el
relato se estructura sobre la base de una serie de flashbacks que desa-
fiaban la lógica unitaria del clasicismo—, la estética de claroscuros, la
profundidad de campo acentuada y los techos a la vista que exhibía
fueron permeando a lo largo de unos años cuarenta en la estética de
Hollywood. Lo que Welles intuyó fue que la narración ya no podía ser
clara, como en los años treinta, sino que el relato se tenía que disolver
como un azucarillo, en un enrevesado entramado de puntos de vista.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Ninguna de las películas que surgieron a rebufo de Ciudadano Kane fue


tan atrevida como esta, pero si hubo un género que abrazó con pasión
la inventiva de Welles, este fue el noir; y si hubo una película que acertó
al hacer suyos algunos de los postulados de Ciudadano Kane, esta fue
Forajidos.
La película del sajón emigrado a Hollywood Robert Siodmak se
va desplegando como un caleidoscopio. Como en el filme de Welles,
todo comienza con la muerte del protagonista, Peter el Sueco Lunn. El
inicio resulta impecable. Dos matones llegan a un pequeño pueblo de
la América profunda, entran en un diner y preguntan por el Sueco. Los
claroscuros y la composición del plano hacen del espacio anodino del
local un lugar misterioso: el techo con molduras queda a la vista (como
en Kane) y detrás de la barra se observa un espejo. Tras el paso de los
mafiosos por el diner, un hombre intenta advertir a Lunn, que aparece
en su cama, tumbado, bajo la oscuridad de la noche; resignado, el pro-
tagonista permanece en su lecho y espera la llegada de sus asesinos, que
efectivamente comparecen. Siodmak filma la muerte de Lunn en fuera
de campo: los disparos iluminan los rostros de los sicarios, y del Sueco
apenas vemos su mano, que cae inerte. Siodmak es un maestro de los
claroscuros y de la sugerencia; también del movimiento de una cámara
que presenta con precisión la casa donde vive Lunn.
A partir de aquí, un agente de una compañía de seguros intentará
juntar las piezas del puzle: ¿quién era Lunn? ¿Por qué ha muerto? De
la víctima apenas queda un pañuelo estampado y la herencia que dejó
a una desconocida. El agente se entrevista con distintas personas que
conocieron al fallecido, que poco a poco van llenando los agujeros del
relato. Sin plantear las rupturas de Ciudadano Kane, en la que no hay un
personaje claro —uno es un muerto y del otro nunca se ve el rostro—,
Forajidos plantea una estructura similar, se realiza a partir de cada uno
de los flashbacks que propician las distintas declaraciones. El rompeca-
bezas poco a poco va tomando forma y la película se aboca de manera
inexorable a los confines del noir: según se va revelando poco a poco,
Lunn no solo participó en un golpe, del cual salió enemistado con el
jefe de la banda, sino que sucumbió a los encantos de una femme fatale,
interpretada por Ava Gardner. El influjo de esta última se ve reforzado
por una puesta en escena que insiste en situarla entre Lunn y una mujer

50
Forajidos

que lo ama, rubia, dulce, buena (todo lo que no es la femme fatale que
encarna Gardner), y que poco a poco va quedando arrinconada no solo
en el plano, sino también en el corazón del Sueco.
Siodmak va definiendo así una trama criminal marcada por la pasión
y por un pasado que aparece por sorpresa en el presente para modi-
ficarlo drástica y trágicamente. En este sentido, Forajidos se asemeja a
una película que se estrena un año después, Retorno al pasado, otro relato
en torno a un hombre de vida anodina y cuya plácida existencia se ve
sacudida por la irrupción de un pasado convulso y el influjo fatal de
una mujer.
Basada en un relato de Ernst Hemingway titulado precisamente The
Killers, que dos décadas más tarde servirá de base de El código del hampa
(The Killers, 1964), de Don Siegel, Forajidos va dibujando el auge y la
caída de Lunn, marcada por la presencia agazapada pero implacable de
la femme fatale. En la versión de Siegel, no solo la femme fatale persistirá,
sino también el destino trágico del héroe, encarnado aquí por John
Cassavetes, que al inicio de la película acepta la muerte con perturba-
dora serenidad. Siegel llevará la modernidad de Forajidos todavía más al
extremo: la película comienza sin piedad con el asalto a una residencia
para invidentes y los flashbacks se adentran en el mundo de las carreras
de coches, que el cineasta filma con una plasticidad casi experimental.
Forajidos es un relato fatalista. Lunn muere al inicio, pero su trayecto
resulta siempre trágico, pues su figura encarna perfectamente la des-
esperanza del héroe noir. Boxeador abocado al mundo del hampa, el
Sueco está destinado a caer en las redes de la criminalidad del mafioso
convertido en hombre de negocios Colfax y en las de una mujer que no
solo le engaña, sino que lo arrastra a la muerte. En el camino, un hecho
central: el robo a una fábrica de sombreros filmado en un único plano
desde una grúa, que muestra a los bandidos entrar y salir del hangar y
que Siodmak despacha con la precisión de los maestros.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Retorno al pasado (1947)


Título original: Out of the Past
Producción: RKO
Productor: Warren Duff
Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Daniel Mainwaring
Fotografía: Nicholas Musuraca
Música: Roy Webb
Montaje: Samuel E. Beetley
Intérpretes: Robert Mitchum, Jane Greer, Kirk Douglas, Rhonda Fleming,
Richard Webb
País: Estados Unidos
Año: 1947
Duración: 97 minutos. Blanco y negro

S e había cruzado el ecuador de los años cuarenta cuando uno de


los directores más importantes del cine fantástico hizo una de las
películas que mejor resume el espíritu del noir. Jacques Tourneur no
llegó a Retorno al pasado por accidente, pero su elección tampoco se dio
de forma inmediata, en un proyecto que fue cambiando de nombres. El
guion pasó de mano en mano, de James M. Cain a Daniel Mainwaring,
que lo terminaría firmando bajo el seudónimo de Geoffrey Homes.
Y aunque el personaje del mecánico atormentado por el pasado Jeff
Bailey estaba pensado para un icono como Bogart, el papel recayó
finalmente en un Robert Mitchum que le otorgó al protagonista un
signo de dulce resignación ante el tormento.
Como en Forajidos o en Una historia de violencia (A History of Violence,
2005), el pasado llama a la puerta del protagonista. Jeff, entonces,
rememora. Tourneur realiza un leve movimiento de cámara hacia el
rostro de Jeff, que comienza a contarle a su amada Ann quién es y de
dónde viene, y se inicia entonces un flashback que ocupará buena parte
del metraje: era un detective, de gabardina y sombrero, contratado por

52
Retorno al pasado

el turbio y manipulador Whit (Burt Lancaster, en uno de sus primeros


papeles), que con su sonrisa sádica le pide que encuentre a su amante,
Kathie (Jane Greer), de la que, evidentemente, Jeff se enamorará.
Si el noir es la ruptura de la unidad narrativa a través del flashback o de
la transparencia con la voz en off, o la puesta en duda de la construcción
de los roles de género mediante la irrupción de figuras tan ambiguas
como la femme fatale, Retorno al pasado abraza sin duda los códigos del
cine negro. Sin embargo, el noir puede ser algo más: una poética de la
fatalidad, un estado del alma. De ser así, Retorno al pasado no es una
película cualquiera. El cine negro está en el gesto de Jeff cuando mira
la cuenta de Kathie y descubre que lo ha abandonado por dinero. En
el ademán de un amigo, que asiente cuando Ann le pregunta si Jeff se
estaba fugando con su antigua amante. También en la tremenda frase
que Jeff y Kathie se dicen, ese «nos merecemos el uno al otro», que no
es otra cosa que la confirmación de que los dos están marcados por la
tragedia, por el engaño, por un amor insano. Nada bueno puede aflorar
aquí, porque el cine negro es ese regusto a fatalidad, un desgarro en el
corazón; y eso que Jeff insiste en transitar por paisajes limpios y bellos,
los de Tahoe, la ciudad donde se ha instalado, un paraje natural, idílico,
por donde pasea con la dulce Ann. Tanto ella como el lugar son la posi-
bilidad de otra cosa: de una nueva vida, de un presente, de un futuro;
de un amor sano, de un trabajo honrado. Sin embargo, esto, como el
reflejo sobre el agua de un lago, no es más que una quimera.
El noir revela con lirismo la fatalidad, y no hay mejor trovador que
Tourneur, maestro de la sugerencia, orfebre de luces y sombras. Cuando
Kathie y Jeff llegan a la casa de ella en Acapulco, empapados por la llu-
via, Tourneur culmina la escena dedicando una panorámica a la puerta
de la cabaña (abierta) bajo los claroscuros de una tormenta nocturna, y
donde se entrevé el aguacero que cae fuera: es la pasión sugerida, o la
insinuación de una pulsión trágica que se avisa en este plano y se mate-
rializará en el desenlace. La poética de Tourneur asoma también en el
rostro de Kathie teñido por las sombras cuando observa cómo Jeff y
uno de los esbirros de Whit se pelean; o en los paseos de los dos aman-
tes frente a una playa que tiene el mismo halo misterioso que las aguas
que bañan las orillas de Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie,
1943). Todo en Retorno al pasado se alinea para determinar el tono.

53
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El flashback no es el único viaje que propone Retorno al pasado, que


se mueve de un lado a otro, primero a Acapulco, donde Jeff encuentra
a Kathie; luego, a California, adonde los dos han escapado juntos; de
nuevo, a Tahoe, donde despertamos del flashback; y por momentos, a
San Francisco. Los decorados no solo son interiores, sino algunos exte-
riores naturales, por donde se mueven los personajes que cargan con
el peso del rencor. A la manera de un Nicholas Ray, Tourneur resalta
mediante el encuadre las geometrías del triángulo de pasión y despe-
cho: por ejemplo, cuando Whit descubre al fin que fue Kathie quien
disparó a su esbirro; el plano muestra a la mujer de espaldas a la cámara,
y a los lados, los dos hombres que han marcado su vida.
Cuando, tras el flashback, Jeff visita a Whit en su mansión, aparece
de nuevo Kathie. Whit observa las reacciones de los antiguos amantes,
que apenas se miran. Ninguno queda libre de sufrimiento: ni Jeff ni
Kathie, que se reencuentran tras su romance truncado; tampoco Whit,
que solo controla las emociones gracias a su músculo económico. No
hace falta más. La tensión se apodera de la imagen mientras el lago luce
esplendoroso de fondo y la fatalidad revolotea callada.

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Voces de muerte

Voces de muerte (1948)


Título original: Sorry, Wrong Number
Producción: Paramount Pictures
Productor: Hal B. Wallis
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Lucille Fletcher
Fotografía: Sol Polito
Música: Franz Waxman
Montaje: Warren Low
Intérpretes: Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Ann Richards, Wendell Corey,
Harold Vermilya
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 89 minutos. Blanco y negro

U n error en la línea telefónica hace que Leona, una mujer adi-


nerada postrada en la cama por una enfermedad, escuche una
extraña conversación. Al otro lado del teléfono, dos hombres planean
un asesinato que debería producirse esa misma noche. Lo que Leona
no sabe, y lo que la película irá desvelando poco a poco, es que el
objetivo de tan macabro plan es la propia Leona. La incapacidad de la
protagonista de levantarse de un lecho que terminará siendo de muerte
condiciona esta película, firmada por Anatole Litvak, uno de los direc-
tores más subestimados de Hollywood.
Litvak hace uso de uno de los elementos más sólidos del suspense:
el tiempo. Sabemos desde el principio de la película que el asesinato se
cometerá a las once y cuarto de la noche. Así, cuando el reloj que Leona
tiene en su casa anuncia que es casi la hora, el círculo ya se ha estrecha-
do: la cámara sale por el balcón hasta encontrar la sombra de alguien
que se dispone a entrar en la casa. La movilidad de una cámara desen-
cadenada y el uso del fuera de campo y de unas sombras expresionistas
que impiden que veamos al asesino convierten la escena en un prodigio

55
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

de la puesta en escena. Al final, Leona grita justo en el momento en que


pasa el tren que circula frente a su ventana, tal y como estaba anunciado
desde el principio, cuando la mujer escuchó a sus asesinos hablar por
teléfono.
Voces de muerte juega con la circularidad del relato. Hay algo, en este
sentido, que recuerda a Continuidad de los parques, el magnífico cuento de
Julio Cortázar: alguien lee o escucha que se va a cometer un asesinato,
pero ignora que quien va a ser asesinado es él mismo.
La película de Litvak destaca, por un lado, por la estructura de un
relato que se ramifica desde las distintas llamadas que van haciendo los
personajes. Por el otro, por la puesta en escena que plantea el director,
trufada de movimientos de cámara que no están al servicio de una
exuberancia gratuita, sino de las necesidades de la narración. Así, es la
cámara la que se mueve para mostrarnos, mientras Leona habla, una
foto sobre la mesita de noche de ella con su marido y el imponente
cuadro del padre de ella que hay en el dormitorio. Condicionado por la
presencia grandilocuente del padre, el matrimonio entre Leona y Henry
queda perfectamente dibujado sobre la base de estos detalles, a partir
de lo que la cámara señala.
En declaraciones recogidas por Axel Madsen en su libro sobre
Barbara Stanwyck, la propia actriz corroboraba la dificultad técnica de
la propuesta de Litvak. Stanwyck encarna a Leona, una mujer que, antes
de permanecer en cama, desvalida y quejumbrosa, era una auténtica
femme fatale. Con el canto de sirena de la riqueza familiar, le «robó» el
novio a una de sus amigas. Y, ante la desesperación de perder a Henry,
su marido, se aferró a la enfermedad como coartada, a una fragilidad
que obligase al esposo a permanecer a su lado. En este sentido, la
película ahonda en el carácter despótico de Leona —algo que en la
radionovela de Lucille Fletcher en la que se basa el guion apenas se
apunta— partiendo del desdén con el que la protagonista despacha a
las operadoras de teléfono con las que va hablando.
La pieza radiofónica de Fletcher se construía únicamente sobre las
conversaciones de Leona. Voces de muerte hereda esta premisa, según la
cual el relato tan solo puede salir de la casa de la impedida protagonista
a través de flashbacks o de las llamadas que hace Leona. Así, Voces de
muerte se convierte en uno de los ejemplos más interesantes del gusto

56
Voces de muerte

del cine negro por eludir el relato unitario. Aquí todo aparece desin-
tegrado, como un río que va encontrando un sinfín de bifurcaciones.
El espacio también se descompone: pese a que el escenario principal
donde acontece la acción es la casa de Leona, las ramificaciones del
relato se abren hacia lugares diversos. Todo esto gracias al teléfono, que
sirve para transportar a los personajes de un sitio a otro, pero también
al espectador.
Cuando un médico revela a Henry que su mujer no sufre ninguna
enfermedad, este se enfada. La ira del marido se manifiesta en un gesto,
el de tirar el teléfono que hay en la clínica. El objeto no es baladí, sino un
elemento que, en cierta medida, simboliza a la propia Leona y representa
la piedra angular sobre la que se construye el grueso del filme.
En el fondo, podríamos convenir que esta es también una película
sobre el teléfono, ese aparato que, como reza el texto introductorio
del filme, supone «la unión invisible entre millones de vidas en la gran
ciudad». Litvak imprime estas frases sobre el plano de un grupo de
mujeres, operadoras telefónicas, que responden a las llamadas y que
conectan a los usuarios mediante un entramado de cables. La imagen
resulta, por lo menos, chocante, incluso podríamos decir que revolucio-
naria, como si anticipara la era de la conectividad exacerbada y lo etéreo
y disperso de las nuevas formas de comunicación que condicionan
nuestro presente.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El ejecutor (1948)
Título original: Raw Deal
Producción: Reliance Pictures
Productor: Edward Small
Dirección: Anthony Mann
Guion: Leopold Atlas, John C. Higgins
Fotografía: John Alton
Música: Paul Sawtell
Montaje: Alfred DeGaetano
Intérpretes: Dennis O’Keefe, Claire Trevor, Marsha Hunt, John Ireland,
Raymond Burr
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 79 minutos. Blanco y negro

«N o sé qué resuena más, si mis tacones o mi corazón». En off,


Pat se muestra dichosa: es el último día que visita a su que-
rido Joe en prisión. No es que a él se le termine la condena, sino que
los dos han tramado su fuga. Aunque el plan parece salir según lo espe-
rado, fuera les espera una incómoda huida. Por un lado, les persigue la
policía y, por el otro, el mafioso Rick, quien prometió 50.000 dólares
a Joe a cambio de declararse culpable de un crimen. Sin embargo, el
principal problema de Pat no es ni la pasma ni el antiguo cómplice, sino
Ann, la asistenta legal de Joe, que los acompaña en la fuga.
Escondidos en la casa de un amigo, Ann y Joe se refugian en una habi-
tación para evitar que la policía los descubra. Los dos están muy cerca el
uno del otro, y él apaga la luz que tienen sobre sus cabezas para que el bri-
llo no llame la atención de los agentes. Ambos se miran. Quizá entonces
ya saben que están enamorados. El romance se evidencia bajo una lám-
para; no podía ser de otra manera, porque El ejecutor es una película sobre
la luz, sobre los claroscuros, como lo es también La brigada suicida (T-Men,
1947), otro noir que Anthony Mann dirigió a finales de los cuarenta.

58
El ejecutor

En un bosque de El ejecutor, los rayos de sol penetran en el paisaje


frondoso. Asimismo, en una sauna de La brigada suicida, las siluetas
de dos hombres se funden con el vaho. De manera similar, en El
ejecutor las farolas de la calle realzan el cuerpo de Joe cuando se dirige
a su duelo final con Rick entre la bruma de la noche. Y en La brigada
suicida, el parpadeo de un letrero de neón oculta y revela la figura de
un hombre. También en esta, y en menor medida en El ejecutor, las
lámparas están presentes en casi cada uno de los planos. Los focos de
luz se evidencian, quizá porque configuran el verdadero discurso que
propone Mann a lo largo de estas dos películas, realizadas una tras otra,
con el mismo guionista (John C. Higgins) y con el mismo director de
fotografía (John Alton).
Como Murnau en otro tiempo, Mann y su director de fotografía se
presentan como orfebres del blanco y negro. Y, como Murnau, consi-
guen que la paleta de tonos acromáticos cobre la expresividad del color.
No en vano, Alton será el responsable de una explosión de tonos roji-
zos, amarillentos, verdosos y azulados, la que se produce en la escena
del sueño final de Un americano en París (An American in Paris, 1951), de
Vincente Minnelli. Es prodigiosa por su plasticidad, pero también por
la modernidad de la propuesta: quince minutos de baile que rompen
completamente con la lógica y el dominio de lo narrativo. Minnelli lo
hizo a conciencia. Toda la película, toda la historia de amor entre los
protagonistas, es una mera excusa para poder filmar esa exuberante
pieza experimental de un cuarto de hora. La única explicación plausible
dentro del relato es que el sueño pertenece a un pintor, el interpretado
por Gene Kelly. Y así es: la escena es obra de un pintor, John Alton.
«No se trata de lo que iluminas, sino de lo que no iluminas», decía este.
En El ejecutor, la iluminación no depende de un panel invisible que
cuelga del techo del plató, sino de los puntos de luz, flexos o bombillas
que están en escena, tan protagonistas como los propios personajes.
Entre otras cosas, esto sucede porque los techos a menudo están a la
vista. Aquí Mann no emplea el scope, sino un formato más estrecho
(1,37:1), pero no importa, el plano se ensancha hacia el fondo a tra-
vés de un uso desatado de la profundidad de campo. En una escena
magnífica, se observa el rostro de Pat en primer término mientras de
fondo se ve un reloj cuyas agujas avanzan, avisando que se acerca el

59
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

momento en el que, según la amenaza de Rick, Ann morirá si Joe no va


a su encuentro. Mann va un paso más allá, y encuadra el rostro de Pat
dentro de la esfera del reloj.
La plasticidad tonal de El ejecutor no se encuentra únicamente en
el violento contraste entre el blanco y el negro. Se halla también en la
manera en que pinta a Joe y Ann, por ejemplo, en la playa, abrazados,
con el cielo de fondo, mientras ella lamenta haber matado a un hombre.
La tez de ambos parece tan suave como el algodón, y los dientes de ella
brillan como perlas cuando al fin le dice que lo ama. La expresividad de
las texturas emerge también cuando, al final, Pat observa, cubierta por
el velo del sombrero, cómo un Joe moribundo sonríe ante la presencia
de Ann, a quien verdaderamente ama. He aquí el espíritu de una des-
ventura que se intuye desde el inicio, cuando Pat se dirige dichosa a la
prisión, con el corazón resonándole más que sus tacones. Su narración
en off es una de las más hirientes del noir, porque su fatalidad tiene el
regusto agrio del amor no correspondido.

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La fuerza del destino

La fuerza del destino (1948)


Título original: Force of Evil
Producción: Enterprise Productions, Metro-Goldwyn-Mayer
Productor: Bob Roberts
Dirección: Abraham Polonsky
Guion: Abraham Polonsky, Ira Wolfert
Fotografía: George Barnes
Música: David Raksin
Montaje: Art Seid
Intérpretes: John Garfield, Thomas Gomez, Roy Roberts, Beatrice Pearson,
Howland Chamberlin, Marie Windsor
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 79 minutos. Blanco y negro

C uando Abraham Polonsky dirigió su primera película, a finales de


los cuarenta, ya había firmado algún guion, como el de Cuerpo y
alma (Body and Soul, 1947). Dirigido por Robert Rossen, aquel filme no
solo retrataba con un realismo programático los movimientos del púgil
sobre el ring, sino que se adentraba en el universo de la corrupción en
el boxeo para criticar el sistema capitalista.
Para su debut como director, una cinta titulada La fuerza del destino,
Polonsky contó de nuevo con el protagonista de Cuerpo y alma, John
Garfield, que encarna aquí a Joe Morse, un abogado que ha logrado
sus éxitos arrimándose al implacable mafioso Tucker. La fuerza del
destino se abre con un contrapicado desde lo alto de un rascacielos de
Wall Street: las personas parecen hormigas (como escribía Antonio
Santamarina), y los edificios y las calles dibujan expresivas diagonales.
La película termina con otra forma geométrica: la del puente George
Washington, bajo el cual Joe encuentra el cuerpo de su hermano,
Leo. Los dos hermanos han encarnado sendas maneras de vivir en el
mundo, éticas opuestas.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El paisaje de La fuerza del destino no es solo el del skyline de la ciu-


dad, sino el de los pequeños tugurios que esta esconde, como el local
clandestino que regenta Leo Morse. Este lugar choca con el despacho
diáfano de Wall Street del que presume Joe o la mansión con una esca-
linata circular donde vive Tucker. He aquí esa «fuerza del mal»: la que
impone el sistema regido por el capital, en la que el pequeño negocio
(y «honrado», según se define Leo) es aplastado por una corporación
mafiosa. Joe, el abogado que cree haber llegado a lo más alto, poco a
poco va descendiendo a la realidad, oprimido por los grandes rasca-
cielos de Wall Street. La crítica de Polonsky resulta no solo feroz, sino
terriblemente moderna.
Tucker se presenta como un gánster que se labró una carrera al mar-
gen de la ley durante el prohibicionismo. Años después, sigue siendo un
mafioso, solo que lleva el disfraz del empresario: su mejor empleado es su
abogado, habla de controlar a los políticos y su objetivo es hacerse con el
monopolio del negocio de las apuestas. Lejos quedan los tiempos en que
los maleantes habitaban los bajos fondos. Tucker encarna así al capital,
y su plan no puede tener un componente más patriótico: el 4 de julio es
tradición apostar al 776, un número que nunca sale, pero que ese día sí
que ganará para que todos los pequeños bancos caigan en bancarrota y
se vean obligados a ser rescatados por la empresa de Tucker. Cuando
Polonsky filma la película eran finales de los años cuarenta, y la volatili-
dad y la depravación de los especuladores estaba al orden del día.
La modernidad de La fuerza del destino no se encuentra solo en su
pesadumbre existencial o en su uso de la profundidad de campo, sino
también en su insistencia en situar el dinero en el centro del relato. Las
cifras no son abstractas, sino concretas. Y la consecuencia del poder del
dinero es una ruina moral, ejemplificada en la desesperación de uno de
los trabajadores de Leo Morse, que se arroja a los brazos de la policía
en una de las redadas y que termina siendo violentamente ejecutado.
El mundo de La fuerza del destino es una maraña de secretos, cons-
piraciones y suspicacias: Joe traiciona primero a su hermano; Bauer,
el contable de Leo, avisa a la policía y entrega al mayor de los Morse
a la banda de un tipo llamado Ficco; Joe descubre que su socio lo ha
delatado y que Tucker ha pactado a la vez con Ficco... Lo magistral es
cómo Polonsky se basta con poco más de una hora para revelar este

62
La fuerza del destino

entramado de traiciones y este retablo en torno a la fatalidad —cuando


Scorsese o Leone hagan lo propio, décadas después, será en el doble
de tiempo. Lo hace, a menudo, mediante el uso de planos largos y de la
profundidad de campo: cuando la esposa de Tucker entra en la habita-
ción donde está Joe y permanece al fondo hasta acercársele y ofrecerle
un cigarrillo; cuando uno de los esbirros de Ficco espía pacientemente
a Leo Morse; o cuando un detective observa desde el otro lado de la
calle cómo dos de los trabajadores del banco de apuestas que regenta
Leo están entrando en el local, donde lo único que les espera es una
redada. Polonsky prescinde a menudo del corte. Por ejemplo, presenta
al mafioso Tucker con un solo plano: Joe está entregando fajos de bille-
tes a su jefe, que permanece fuera de campo, oculto tras la puerta de
una caja fuerte en la que se puede leer «Tucker Enterprises».
La modernidad que transpira La fuerza del destino se revela de manera
sutil. Hay dos instantes en los que Joe mira ligeramente al frente: cuan-
do Tucker le impide que avise a su hermano y cuando descubre que
Leo ha muerto. Si no mira a cámara, le falta poco. De la misma manera,
Ficco, el mafioso old school que quiere entrar a la fuerza en la empresa de
Tucker, apenas aparece hasta el final de la película, pero ha extendido
sus tentáculos a lo largo del relato. Igual que el fiscal Hall, del que se
habla constantemente, pero del que nunca conoceremos el rostro.
El mismo año, Jules Dassin filmaba otra película en la que Nueva
York era, en cierto modo, protagonista: La ciudad desnuda (The Naked City,
1948). Dassin tuvo que abandonar Estados Unidos debido a una caza
de brujas que, entre otras, se cobró la carrera artística de Polonsky. En
la película de Dassin, todo parece perfectamente diseñado para mostrar
el paisaje y la vida urbana. En La fuerza del destino, el naturalismo está
en otro lado: se trata de un realismo existencial. Sus personajes son de
carne y hueso, las relaciones de poder entre unos y otros son profundas,
y los conflictos internos de Joe se dibujan perfectamente en su rostro.
La fuerza del destino resulta una película extrañamente paciente pese a su
breve duración; solo al final, cuando contempla el cuerpo de su hermano
(«como basura», según dice la narración en off del protagonista) en un
muelle abandonado, Joe comprende que su lugar no puede estar del lado
de tiburones como Tucker. Así, la relación de los hermanos Morse es una
de las más conmovedoras del cine negro de este período.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Moonrise (1948)
Título original: Moonrise
Producción: Marshall Grant
Productor: Charles Haas
Dirección: Frank Borzage
Guion: Charles Haas
Fotografía: John L. Russell
Música: William Lava
Montaje: Harry Keller
Intérpretes: Dane Clark, Gail Russell, Ethel Barrymore, Allyn Joslyn, Rex Ingram
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 90 minutos. Blanco y negro

D esde su primer plano, Moonrise exhibe su extrañeza. En una


noche lluviosa, las sombras de un pelotón de personas se pro-
yectan sobre un muro: están acompañando a un reo a la horca. La
trágica escena se desarrolla en un montaje en paralelo en el que vemos
otras sombras: la de un móvil de cuna que se proyecta sobre un bebé
que no deja de llorar; la de un niño imitando al muerto frente a otro
niño; la de unos chicos que se mofan de otro... El vínculo entre las
siluetas del preso en el cadalso y la que se imprime sobre el recién naci-
do resulta crucial para lo que el director Frank Borzage quiere retratar:
cómo la muerte del padre determina la vida de Danny, a quien desde
su más tierna infancia se le recuerda que su progenitor fue condenado
a muerte. La idea de los claroscuros está, pues, muy bien traída, porque
la figura paterna no es más que una sombra alargada que termina arras-
trando a un joven Danny al asesinato y a la culpa.
La iluminación contrastada no solo le sirve a Borzage para evi-
denciar la naturaleza trágica del relato, sino para definir la radicalidad
estética de una película que supuso, de alguna manera, la despedida de
un cineasta determinante en el melodrama —después de Moonrise, ape-

64
Moonrise

nas realizó algún trabajo para televisión y un par de largometrajes más.


Situada en el crepúsculo de su carrera, Moonrise no se puede explicar
sin recordar quién fue este director que, a finales de los años veinte,
compartía major, la Fox, con un director alemán que rodaba su primera
película en Hollywood. El nombre de aquel cineasta recién emigrado
es Friedrich Wilhelm Murnau, y el título de aquella obra, Amanecer. En
esa misma época, Borzage realizó, también en la Fox, El séptimo cielo
(7th Heaven, 1927), que no solo compartía con Murnau y con Amanecer
(Sunrise, 1927) su actriz principal, Janet Gaynor, sino algunos decora-
dos. De Murnau, Borzage absorbió su gusto desaforado por la movili-
dad de la cámara y por los decorados en falsa perspectiva. Esto fue en
1927; dos décadas después, en Moonrise, se pueden encontrar todavía las
huellas de la influencia de Murnau en el cine de Borzage. Podría decirse
que los claroscuros del arranque de Moonrise pertenecen al imaginario
propio del expresionismo —del que Murnau participó—, aunque por
momentos las sombras que se proyectan en los distintos planos retro-
traen, también, a Vampyr (1932), de Dreyer.
Hacia el principio de la película, cuando un Danny ya adulto asesi-
na a un hombre que no para de recordarle la ejecución de su padre, la
cámara sigue los pasos del protagonista por un bosque, pero el plano
pronto se desentiende de la figura a la que está siguiendo, da marcha
atrás para mostrar una fiesta de lejos y luego avanza entre los matorrales
hasta encontrar a Danny discutiendo con el hombre. Este deambular de
la cámara entre la maleza, bajo la luz tenue de la noche, invoca aquella
escena de Amanecer en la que la cámara de Murnau sigue a su protagonis-
ta para luego olvidarlo por momentos y recuperarlo de nuevo. La escena
de Moonrise determina el discurso de la película en torno al legado pater-
no, en torno a la necesidad de encontrar el propio camino y en torno a
la culpa, que Borzage desarrolla desde una perspectiva humanista, pues
Danny solo podrá salvarse de la mano del amor.
En el cine de Borzage, la emoción emana del encuadre, como el
plano de Danny frente al espejo, con una luz iluminándole con fuerza,
que define cómo el personaje se enfrenta a sus actos. Subido en una
noria junto a su novia Gilly, Danny ve cómo el sheriff también se monta
en la atracción. Borzage filma aquí una de las escenas más portentosas
de la película. La rueda se mueve, y Borzage usa primero la profun-

65
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

didad de campo, que permite ver a cada uno de los personajes en su


cabina. Luego, pasa a una serie de planos subjetivos, pues Danny y el
sheriff van intercambiando miradas. Entre estos encuadres, Borzage
filma a los dos por separado, con un fondo neutro, con el cuerpo de los
personajes que parecen estar desplazándose por el movimiento de la
noria. En ese momento, los pensamientos de cada uno afloran: Danny
se sabe culpable y perseguido, y el sheriff sospecha por primera vez de
él. El movimiento se revela en todo su esplendor —como le agradaba a
Murnau—, pero siempre con un fin expresivo, el de revelar los secretos
del alma de cada uno de los personajes.
Bajo la trama criminal propia del noir, la película ahonda en cuestio-
nes como la justicia y la bondad de las personas. Borzage se muestra
osado en la estética y también en la concepción de los personajes, pues
no era muy habitual en la época que uno de los personajes más nobles
fuera un hombre negro, Mose, que cuida y aconseja al protagonista.
Cuando Danny y su novia, Gilly, se reúnen en una casa abandona-
da, se asustan al escuchar los crujidos de la madera, porque incluso los
espectros hacen ruido al pisar. Esta no es una película de fantasmas,
pero sí un cuento moral sobre las reminiscencias del pasado. Quizá
por esto, una de las escenas más bellas es la de Danny de pie junto a
la tumba de su padre: el hijo le habla al padre muerto, y detrás de él el
cielo luce oscuro y con las nubes muy blancas. El plano parece sacado
de una película de John Ford, tan proclive a filmar este tipo de monólo-
gos íntimos a campo abierto, y tan deudor de Murnau como el propio
Borzage.

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El tercer hombre

El tercer hombre (1949)


Título original: The Third Man
Producción: London Film Production
Productor: Carol Reed
Dirección: Carol Reed
Guion: Graham Greene
Fotografía: Robert Krasker
Música: Anton Karas
Montaje: Oswald Hafenrichter
Intérpretes: Joseph Cotten, Orson Welles, Alida Valli, Trevor Howard, Bernard Lee
País: Reino Unido
Año: 1949
Duración: 104 minutos. Blanco y negro

T odo comienza con un funeral, el de Harry Lime, un hombre de


negocios (turbios) en una Viena, la de la posguerra, que se pre-
senta todavía en ruinas. Todo termina, también, en un cementerio, tras
el entierro —esta vez sí— del mismo Lime.
A este lugar, en el que conviven todavía las fuerzas aliadas y por que
transitan todo tipo de personajes, de calañas y procedencias diversas,
llega Holly Martins, un escritor de segunda fila dispuesto a reencontrar-
se con su amigo Lime. Martins deambula por la ciudad, otrora imperial,
porque sospecha que hay algo raro en la muerte de su amigo, sobre
todo una discrepancia en los testimonios. Mientras los compinches
de Lime, Kurtz y Popescu, afirman que los dos trasladaron el cuerpo
después de que este fuera atropellado, el portero del inmueble de Lime
dice que vio a tres hombres transportar el cadáver.
Como si el espíritu expresionista se hubiese apoderado de él, Carol
Reed compone planos desde ángulos singulares: picados, contrapica-
dos, inclinados. Y la ciudad, esa Viena señorial que cohabita con los
escombros, se revela nocturna, repleta de callejones y de escalinatas.
Los claroscuros se apoderan del paisaje urbano; por ejemplo, cuando

67
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

el empedrado de la calle brilla de noche porque está mojado, delante


del número 15 de la céntrica Stiftgasse, donde se dice que Lime murió
(esta es la dirección oficial, pero la filmación no se realizó allí, sino en
el palacio Pallavicini, en Josefsplatz 5). El portal está presidido por
dos enormes estatuas, una pista más de la nobleza pasada de la ciudad.
Viena es tan importante en El tercer hombre como la melodía que la
acompañaba y como la presencia traviesa de Orson Welles. El director
de Ciudadano Kane encarna a Harry Lime, «el tercer hombre» y el pro-
tagonista de una de las escenas más ocurrentes de la película. Desde el
apartamento de Anna Schmidt, la novia de Harry, la cámara se precipita
hacia la ventana y, por corte, Reed va mostrando primero la calle, luego
al gatito que, según dice Anna, «solo quería a Harry» y, finalmente, los
zapatos de un hombre oculto en la sombra. El minino se refriega en
el calzado y juega con los cordones: sin duda, muestra su aprecio a ese
hombre del que no vemos el rostro, pero que intuimos que es Lime. La
escena no termina ahí: cuando Martins desciende a la calle increpa al
hombre oculto en la sombra; finalmente, la luz de una vecina ilumina
el rostro de Lime (Welles, que sonríe con picardía). Se inicia aquí una
persecución que lleva al protagonista a las cloacas, el último rincón de
la ciudad que quedaba por explorar. ¿El último? Quizá no. La enorme
noria del Prater, el parque de atracciones situado en medio de la ciudad,
entre el Danubio y su canal, es el escenario del reencuentro entre Harry
Lime y Holly Martins. Desde lo alto de la Riesenrad, los dos contem-
plan la ciudad y debaten en torno al bien y el mal y en torno al devenir
de ambos. Mientras, la rueda va girando.
En el fondo, Martins no solo se enfrenta a Lime, sino sobre todo al
recuerdo del que fue su amigo y que se ha revelado como un maleante
que trafica con la penicilina de los hospitales en una Europa herida.
Graham Greene adaptó su propia novela en esta película, que no solo
dibuja un curioso misterio —el de un tercer hombre que resulta ser
quien todos creían que era la víctima—, sino también un paisaje geopo-
lítico, el de la Europa Central de después de la guerra, donde rusos,
estadounidenses y autóctonos conviven con recelo, y en la que el dinero
se encuentra en el mercado negro. En este sentido, no es extraño que el
clímax se produzca, de nuevo, en las alcantarillas, auténtico submundo
de la ciudad. Reed insiste en las formas expresivas: por ejemplo, las de

68
El tercer hombre

la profundidad de campo, la de los puntos de fuga de los túneles húme-


dos por los que un Lime desesperado intenta huir sin éxito. Reed filma
el lugar como un laberinto en el que las voces se multiplican y resuenan
como si surgiesen de dentro de la cabeza de Lime.
Al final de El tercer hombre, Martins entierra por fin a su compañero.
Lo hace a la luz de un día de otoño, mientras las hojas caen, y ante la
presencia de Anna, a quien él espera, quizá, para que le dé un beso que
clausure la película. Sin embargo, Anna pasa de largo, y con ella, el final
feliz. No puede ser de otra manera, pues el tono desazonante tanto del
final como de la película entera entronca con una pesadumbre mayor,
la de la Europa lastimada y en ruinas tras la Segunda Guerra Mundial,
que se revela en el paisaje derruido vienés. El tercer hombre se debe a la
ciudad austríaca, y esta le corresponde desde hace décadas proyectando
religiosamente, cada semana, la película de Reed en el Burg Kino, ape-
nas a un cuarto de hora a pie del lugar donde decían que Harry Lime
había muerto.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Al rojo vivo (1949)


Título original: White Heat
Producción: Warner Bros.
Productor: Louis F. Edelman
Dirección: Raoul Walsh
Guion: Ivan Goff, Ben Roberts
Fotografía: Sid Hickox
Música: Max Steiner
Montaje: Owen Marks
Intérpretes: James Cagney, Edmond O’Brien, Virginia Mayo, Margaret Wycherly,
Steve Cochran
País: Estados Unidos
Año: 1949
Duración: 114 minutos. Blanco y negro

«L os violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) es La regla


del juego (La Règle du jeu, 1939) del cine americano», escribió
Carlos Losilla sobre la película de gánsteres que Raoul Walsh filmó a
finales de los años treinta, compartiendo fecha con el filme de Jean
Renoir. Aquel relato en torno al auge y la caída de un veterano de la
Primera Guerra Mundial supuso una reformulación elegíaca de la figu-
ra del gánster y anticipó el pesar que empaparía un cine negro deter-
minado —como el protagonista de Los violentos años veinte — por unos
tiempos convulsos. Dos años más tarde, en 1941, el año de, entre otras,
El halcón maltés (The Maltese Falcon), Walsh contribuiría a inaugurar el noir
con El último refugio (High Sierra), una curiosa muestra del género que
cambiaba el escenario urbano por el campestre.
En El último refugio, Walsh dibuja primero un triángulo amoroso,
entre Roy, el maleante encarnado por Humphrey Bogart, y las dos
mujeres que hay en su vida: una, dulce y cándida, de la que está ena-
morado —o quizá lo esté de la posibilidad de una vida lejos del mundo
criminal—; la otra, Marie, tan marginal como él, tremendamente heri-

70
Al rojo vivo

da. Esta terna desemboca en otra, en la más singular de las familias.


Roy encontrará su lugar al lado de Marie —que termina con él tal vez
por perseverancia, o porque los dos están marcados por igual— y un
perrito que le sigue a todas partes. En la convivencia entre estos tres
seres, que se han encontrado los unos a los otros contra todo pronós-
tico, surge lo más hermoso de El último refugio. De ahí que, aunque el
final trágico de Al rojo vivo sea más deslumbrante (y... pirotécnico), el
de El último refugio deje un regusto sumamente amargo. Roy no tiene
salvación posible, ni siquiera cuando halla el calor de la compañía. La
película termina en lo alto de las montañas rocosas, en un entorno rural
más propio del wéstern que del noir.
Al rojo vivo se abre también con una escena en la que resuenan los
ecos del cine del Oeste. Sin necesidad de diálogo, de forma casi silente,
Walsh filma el asalto y robo a un tren. El golpe, perpetrado de forma
implacable por la banda de Cody Jarrett, desembocará en un noir atípi-
co, lleno de pliegues inesperados, protagonizado por un gánster suma-
mente antipático. La modernidad de Al rojo vivo reside en la evidente
psicopatía de su personaje principal. Cody Jarrett se presenta mediante
la contundencia: primero dispara sin escrúpulos al inocente maquinista
del tren y, en la siguiente escena, deja atrás a uno de sus compañeros,
cuyo rostro ha sido chamuscado por el vapor de la locomotora. Así, la
redención se presenta como algo inasequible.
Al rojo vivo toma entonces un camino singular: no solo traslada la
trama a una prisión, en la que Cody se encierra voluntariamente para
poder librarse de la cámara de gas, sino que sitúa al psicópata en el
centro del relato. Cuando un agente del FBI se infiltra para convertirse
en su confidente, poco a poco va aflorando la empatía hacia el más
brutal de los gánsteres que dio el noir de aquella época, encarnado por
un James Cagney que dota de sentimiento trágico a su personaje. El
psicópata psicosomatiza sus males a través de jaquecas, y es entonces
cuando busca acurrucarse entre las faldas de su madre. «Lo único que
he tenido es a Ma», confiesa atribulado en un momento de la pelícu-
la. Ni Verna, la esposa, puede rascar algo de un afecto que solo está
destinado a la mamá. La figura materna cobra tal importancia que,
inevitablemente, una de las mejores escenas de la película es cuando,
en el comedor comunitario de la prisión, Cody se entera de que ella ha

71
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

muerto. Primero, manda preguntar a un recién llegado cómo está su


madre. La cámara se desplaza por la larga mesa, mientras uno a uno
los reos van pasando la pregunta hasta que esta llega a su destino. El
hombre responde y, aunque no escuchamos lo que dice, podemos leer
perfectamente sus labios: ha muerto. Comienza entonces un viaje de
vuelta: la cámara se desplaza de nuevo, llevando ahora la mala noticia
hasta un Cody que no puede más que desquiciarse.
La brutalidad de Cody recae sobre todos y todas, excepto sobre
su querida mamá. Walsh, que se maneja entre la curiosidad detallista
del documentalista al describir los métodos del FBI y la pasión del
poeta a la hora de componer su retrato de Cody, se fija con precisión
en los gestos. Por ejemplo, cuando Cody golpea una silla sobre la que
está trepada su mujer, que cae violentamente de espaldas. O cuando,
más adelante, él va a acariciarle la mejilla y ella aparta la cara asustada,
creyendo que le va a pegar. «No te haré daño», añade él, pero ya es
demasiado tarde: el gesto de ella es el de una víctima de la brutalidad.
Hay otro ademán: después de matar al amante de su esposa, Cody le
tiende el brazo a ella, que lo agarra para descender con él las escaleras,
donde descansa el cuerpo del novio fallecido. Cody no es solo un psi-
cópata, sino un sádico, amenazado también por una locura que, según
se dice, está en la familia, pues su padre fue internado en un sanatorio.
La enajenación no es más que una excusa, o la explicitación de algo que
planea sobre una película cuya pulsión histérica anticipa la rebeldía de
películas como las de Brian De Palma y la violencia sin ambages de los
personajes que pueblan el cine de mafiosos de los ochenta.

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El demonio de las armas

El demonio de las armas (1949)


Título original: Gun Crazy
Producción: United Artists
Productor: Franz King, Marice King
Dirección: Joseph H. Lewis
Guion: Dalton Trumbo, Millard Kauffman, McKinlay Kantor
Fotografía: Russell Harlan
Música: Victor Young
Montaje: Harry Gerstad
Intérpretes: John Dall, Peggy Cummins, Berry Kroeger, Morris Carnovsky,
Anabel Shaw
País: Estados Unidos
Año: 1949
Duración: 87 minutos. Blanco y negro

A l fondo de un estrecho diner se observa a una pareja. En primer


término, está la carne picada y el pan, que se achicharran sobre
la plancha. Si quieren cebolla en sus hamburguesas, les costará un
nickel extra, les dice el camarero. Responden que no. Sentados delan-
te de la barra de este local, Bart y Laurie devoran sus bocadillos de
carne picada y confirman que no tienen ni un centavo. Poco después,
llegan a la determinación de que quizá solo les quede una salida: con-
vertirse en atracadores de bancos. En verdad, es sobre todo Laurie
quien insiste en ganarse el sueldo como forajidos. En la habitación
del motel donde se alojan, el director Joseph H. Lewis filma a la
pareja en un largo plano, que deja a Bart en primer término mien-
tras Laurie le habla con la dulce y peculiar voz de Peggy Cummins;
lo seduce, lo induce al delito e incluso lo amenaza veladamente con
abandonarlo. La escena termina con Laurie tumbada en la cama y la
cámara que se precipita sobre su rostro, hasta que Bart entra en el
cuadro y le da un beso: ya está, él ha sucumbido a su hechizo, y los
deseos de ella se harán realidad.

73
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

«Eso fue cuando era un hombre honesto [en referencia al traje de la


armada que solía llevar]», dice él. «¿Quieres decir antes de conocerme?»,
le reprende ella. «Todo ha ido muy rápido [...] algunas veces pienso que
no soy el mismo», remata él, que ya se ha convertido en un atracador.
Y es entonces que ella suelta una frase tan sencilla como representativa
de la tensión entre la singularidad de la persona y la unión de la pareja:
«¿Cuándo piensas en eso?». Laurie no puede comprender que haya una
esfera —la de los pensamientos— que no sea compartida; sin embargo,
la película ahondará precisamente en esa distancia, la que hay entre los
remordimientos de él y la furia sin rodeos de ella.
En su retrato de las secuelas morales de la violencia, el filme de
Lewis dibuja a una femme fatale con todas las letras, pues, como Eva o
Pandora, es Laurie quien desata la tormenta: ella convence a Bart de
poner su destreza con las pistolas al servicio de su bolsillo y ella es la
que mata a dos personas en uno de los atracos.
El demonio de las armas entrelaza la pasión por las pistolas con la
amorosa. El romance se entreteje con la misma furia que los atracos, y
anticipa en cierto modo el furor de películas de parejas fugitivas como
Bonnie y Clyde (1967). Lo que comienza siendo un romance ilusionante
termina en una huida constante. Por el camino, el aspecto de los dos va
cambiando: de la indumentaria de cowboy que usan en la feria donde se
conocen al moderno look de abrigo y gafas de sol propio de una pelí-
cula de Godard, o a un disfraz de oficial o al traje y anteojos de pareja
apocada que visten para cruzar uno de los controles policiales.
En la película, hay dos encuentros que definen perfectamente la
naturaleza fatal del personaje de Laurie. Uno de ellos se da cuando,
hacia el final de la película, la pareja se refugia en la casa de la hermana
de Bart. Lewis, una vez más, se sirve de la profundidad de campo y
encuadra a la novia pistolera de fondo, mientras que la hermana, madre
de tres hijos, humilde y honesta, queda en primer término. Pronto, Bart
irrumpirá en el cuadro, quedando en medio de estas dos mujeres, tan
importantes para él como distintas entre sí. El otro encuentro se da al
inicio de la película, y es un maravilloso plano contraplano entre los dos
protagonistas. Es la primera vez que se ven. Sobre el escenario, Laurie
se presenta como una pistolera que participa en una exhibición; Bart la
contempla desde la platea. Resulta evidente que él se ha enamorado. Lo

74
El demonio de las armas

mejor de la escena, sin embargo, es cómo Lewis filma a Laurie: en un


plano contrapicado que está vacío y al que ella entra haciendo retumbar
sus revólveres para, acto seguido, apuntar hacia Bart. Así, la primera en
mirar es ella. Es la mujer quien dirige su mirada al hombre, es ella quien
define la puesta en escena, es ella quien posee el control.
Laurie modificará la vida de un hombre que siente por ella la
misma atracción que por las armas. El poder de seducción de la
protagonista queda patente en el furioso plano contraplano de pre-
sentación, pero la película se abre con otra fascinación, la de un Bart
todavía joven frente al escaparate de una armería en una noche de
lluvia. Lewis filma al chico y el revólver que se dispone a robar en
un plano contraplano, que culmina con el rostro de él fugazmente
desenfocado. Ese primer hurto culminará en una gran elipsis, la de
los años que Bart pasará en el reformatorio hasta encontrarse, ya
adulto, con Laurie. El trayecto de Bart parece dibujado con tiralíneas:
de joven escapa milagrosamente de su destino, porque todavía «es
bueno», como declaran sus allegados ante el juez que lo manda a un
reformatorio. La relación con Laurie pondrá contra las cuerdas esta
bondad. Es ella quien lo conduce inexorablemente a una fatalidad que
se expresa en el estilizado clímax de la película, cuando rodeados por
la bruma y los juncos —como sucederá años más tarde en el duelo
final de La noche es nuestra— Laurie y Bart sucumben al cerco de la
policía. Él, sin embargo, termina disparando a su amada en un último
acto de supuesta bondad.
Ninguna escena resume mejor el estilo de la película que la de uno
de los atracos de la pareja de pistoleros filmada en plano secuencia. La
cámara se sitúa en el asiento trasero del coche y acompaña a la pareja
hasta el banco que asaltarán. Primero desciende Bart, y mientras Laurie
lo espera, ve que un policía está pasando justo por ahí. Ella baja tam-
bién del automóvil y termina golpeando al agente justo cuando Bart
sale del banco, y vuelven a subir al coche. De nuevo se ponen en mar-
cha y se van. El tempo se pausa, el realismo se apodera de la escena y
la pareja da un paso más hacia su fatal destino.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

En un lugar solitario (1950)


Título original: In a Lonely Place
Producción: Santana Pictures
Productor: Robert Lord
Dirección: Nicholas Ray
Guion: Andrew Solt
Fotografía: Burnett Guffey
Música: George Anheil
Montaje: Viola Lawrence
Intérpretes: Humphrey Bogart, Gloria Grahame, Frank Lovejoy, Benton Reid,
Art Smith
País: Estados Unidos
Año: 1950
Duración: 94 minutos. Blanco y negro

E n la cocina, él corta un pomelo y ella le observa vestida toda-


vía con una bata. No hace falta que se digan lo mucho que se
quieren, porque ya lo vemos. Dixon Steele dice que una secuencia
romántica debería ser exactamente así. Él es un iracundo guionista de
Hollywood, y se lo dice a su novia, la vecina de enfrente, una actriz
de carrera truncada. Mientras él lo cuenta, Nicholas Ray filma exacta-
mente esa escena, quizá una de las más bellas de una película poética y
profundamente desgarradora.
En un lugar solitario no expone la fatalidad a través de un tiroteo, sino
mediante la imposibilidad de habitar plenamente el amor, porque por
mucho que Dixon atisbe en su convivencia con Laurel la calidez de la
compañía, ella desconfía del carácter feroz de él. En un lugar solitario no es
solo una película tan arrebatada como el temperamento de su protagonis-
ta, sino que se trata también de un filme moderno en su exposición de la
relación amorosa. «Si el arte debe revelar “el heroismo de la vida moder-
na”, pocas obras cumplen mejor este designio», afirma Rivette (1953).
La cotidianidad nunca formó parte de los códigos del cine clásico, y en

76
En un lugar solitario

cambio Ray insiste en aposentarse en los momentos más nimios, desde


el desayuno a la siesta del escritor después de una larga noche de trabajo.
Las relaciones no son únicamente el fulgor del enamoramiento, pare-
ce decir En un lugar solirario en los albores de los años cincuenta, sino el
día a día, que aquí se ve ensombrecido por la irrupción de la agresividad.
En un lugar solitario ensalza con lirismo las dos constantes vitales del
cine de Ray: el encuentro amoroso entre dos personajes marginales y
el retrato de la pulsión violenta. Quizá por ello parece un funambulista
manteniendo el equilibrio entre el noir y el melodrama.
«No trabajaba así desde antes de la guerra», dice uno de los amigos
de Dixon. El protagonista, intepretado por Humphrey Bogart, no es el
veterano abocado al gansterismo de tantas películas del género, pero su
paso por esa guerra mundial que tanto determinó el estado de ánimo
del noir ha marcado decididamente su carácter violento.
Los amantes de la noche, la ópera prima de Ray y tal vez una aproxi-
mación más evidente al cine negro que la obra que nos ocupa, se abría
con un plano aéreo de seguimiento de un coche, en un alarde técnico
que contribuía a sacar la cámara a la calle y acercarla, así, a un realismo
al que Ray se aproximaría también en En un lugar solitario y en La casa en
la sombra (On a Dangerous Ground, 1951), por citar otros dos noirs de Ray.
En el filme En un lugar solitario, el cine negro no tiene que ver tanto
con el hecho criminal —la muerte de una chica que esa misma noche
ha ido a casa de Dixon para explicarle la trama de un libro que él tiene
que adaptar— como con la pesadumbre que cubre el relato romántico
y con el retrato de la violencia que realiza Ray. Ninguna escena resume
mejor esta presencia constante de la violencia que aquella en la que
Dixon, sospechoso para la policía del asesinato de la joven, relata a uno
de los agentes y a la mujer de este cómo cree que se produjo el crimen:
el protagonista «dirige» a las dos personas que tiene delante, las sitúa
una junto a la otra, como si estuviesen en un coche, y le dice a él que
pase su brazo por el cuello de ella y que poco a poco lo apriete. La
pareja obedece a los dictados del guionista convertido por momentos
en realizador, mientras Ray, el verdadero director de la escena, ensom-
brece con un juego de luces el rostro de Bogart. Se trata de revelar
los mecanismos de la brutalidad y, al mismo tiempo, de abstraer ese
momento del espacio y el tiempo concretos en los que sucede la acción.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Con sus palabras, con su gesto, Dixon consigue que los dos actores
improvisados crean estar en el coche, mientras Ray, con la iluminación,
hace lo propio.
Con la misma vehemencia con la que describe la pulsión violenta,
Ray filma el ímpetu amoroso. En el encuentro entre Laurel y Dixon,
vecinos del típico complejo de apartamento de Los Angeles, con un
patio central, ella pasa entre él y una chica que no para de hablar. Y
luego, en profundidad de campo, Ray filma cómo él la observa desde
su ventana. No se trata únicamente de insistir en el flechazo que ha
experimentado él, sino de establecer una relación entre ambos aparta-
mentos, entre lo que se ve y lo que no, pues Laurel será la coartada que
exonere a Dixon de la muerte de la chica. No solo podemos retener
perfectamente la disposición de los pisos, sino la del propio apartamen-
to de Dixon, en cuyo salón encontramos una decoración metálica que
separa los ambientes y permite a Ray, además, recrear una de sus figuras
favoritas: la de los cuadros dentro de los cuadros.
«Me gusta su cara», dirá Laurel a la policía para explicar por qué se
fijó en Dixon. «Dije que me gustaba, no que quisiera besarla», le acla-
rará luego al propio Dixon. Estas son algunas de las perlas de los apa-
sionados diálogos, que tienen entre sus frases estrella una de las líneas
que escribe Dixon: «Nací cuando me besó, morí cuando me abando-
nó, viví unas cuantas semanas mientras me amó». En ella, traspira la
misma fatalidad romántica que el diálogo más emblemático —a la vez
que cruel— de Johnny Guitar (1954), aquella en la que Johnny le pide
con frialdad a Vienna que le mienta y le diga que le quiere. El verbo,
sin embargo, no es el principal vector del romanticismo de En un lugar
solitario. El arrebato amoroso se encuentra más bien, por ejemplo, en
el plano contraplano desequilibrado entre Laurel y Dixon, en picado y
contrapicado respectivamente, cuando se dan el primer beso. Se halla,
también, en el rostro de la mujer, que le susurra algo a él mientras escu-
chan una actuación en directo en un bar. La cámara se acerca tanto que
participa de la intimidad de la pareja. Ray alcanza la exaltación mediante
la belleza. En esa misma escena, filma de nuevo el rostro de ella, ahora
con expresión de asombro, cuando ve la entrada de un policía y com-
prende quizá que no podrá escapar de la fatalidad.

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El autoestopista

El autoestopista (1953)
Título original: The Hitch-Hiker
Producción: The Filmmakers
Productor: Collier Young
Dirección: Ida Lupino
Guion: Collier Young, Ida Lupino
Fotografía: Nicholas Musuraca
Música: Leith Stevens
Montaje: Douglas Stewart
Intérpretes: Edmond O’Brien, Frank Lovejoy, William Talman, José Torvay
País: Estados Unidos
Año: 1953
Duración: 70 minutos. Blanco y negro

U n hombre anda por una carretera. El encuadre no nos permite


contemplar su rostro, pues apenas vemos sus pies. El hombre
detiene un coche, al que sube. Poco después, vemos de nuevo los pies
del hombre y, en el fuera de campo, se escucha el grito de una mujer
y un disparo. Ese chillido de la víctima es la única voz de mujer que
escuchamos en El autoestopista. El detalle no es baladí: una de las pocas
directoras del Hollywood clásico, Ida Lupino, se centró, en la que ter-
minaría siendo su mejor película, en un relato esencialmente protago-
nizado por hombres. Sin embargo, como hace Kathryn Bigelow (otra
directora en el marco de la industria) en Le llaman Bodhi (Point Break,
1991), su retrato de la masculinidad contiene un componente irónico.
Si la película de Bigelow invita a la lectura homoerótica, El autoesto-
pista juega con la ironía en su descripción de dos amigos que recogen a
un autoestopista al que persigue la policía y que les chincha diciéndoles
que parecen un matrimonio. El motivo del viaje de los dos hombres es
un misterio, aunque pronto se sabe que dijeron a sus esposas que iban
a un sitio cuando en verdad iban a otro, en lo que seguramente era una
escapada licenciosa.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

La filmografía como directora de Lupino —que sumó seis títulos


realizados en el marco de su propia productora, The Filmakers, una
curiosa película en color en torno a una escuela de monjas y una amplia
lista de capítulos para series de televisión, como The Twilight Zone,
Thriller o El fugitivo— es sin duda una cuestión de género, o al menos
de géneros cinematográficos. Pocas películas son tan sugerentes a la
hora de dar la vuelta al noir como El autoestopista, donde la directora y
actriz cambia el habitual escenario urbano por el árido desierto del sur
de Estados Unidos, un paisaje sin duda más propio del wéstern. Hacia
el final del trayecto de los tres hombres, la directora posa por ejemplo
su cámara sobre el terreno baldío, agrietado y terriblemente blanco de
la frontera con México.
«Desde la guerra, es la primera vez que estoy lejos de mi mujer y
de mis hijos», dice uno de los dos protagonistas de El autoestopista. La
frase sirve para situarnos en el lugar predilecto del cine negro, el de las
heridas, la nocturnidad y el pesimismo, el de las secuelas de la Segunda
Guerra Mundial. En el noir, los protagonistas a menudo son veteranos,
unos pobres diablos que regresan a un hogar que ya no es el mismo.
Aquí, quien pronuncia la frase sobre la guerra es un padre de familia,
secuestrado por un bandido que duerme con un ojo abierto. A lo largo
de la película, las acciones de los dos conductores distarán mucho de la
heroicidad, de la misma manera que, como bien le recuerda uno de los
secuestrados, el asesino, el autoestopista, solo tiene el poder provisional
que la confiere la pistola.
Lupino escribió El autoestopista junto con el que había sido su marido
y socio Collier Young (casado por entonces con Joan Fontaine, pro-
tagonista de la siguiente película de Lupino, titulada paradójicamente
El bígamo). La película se asienta en la trama criminal, la de un asesino
que obliga a dos hombres comunes a acompañarle hasta la frontera de
Estados Unidos con México. Aun así, su paisaje, rural, árido, abierto
y a menudo diurno, poco tiene que ver con el noir, avanzándose unas
décadas a la propuesta de los hermanos Coen con Fargo (1996).
Por momentos, El autoestopista se compone de planos luminosos,
pues Lupino filma los cielos grisáceos. Las tonalidades son similares
a las de La casa en la sombra (On a Dangerous Ground, 1951), la película
de Nicholas Ray en la que Lupino interpreta a una mujer ciega. En La

80
El autoestopista

casa en la sombra rodaron de día, pero con muy poca luz, para hacer ver
que era de noche. Como El autoestopista, aquel era un filme noir atípico,
pues arrancaba en las calles de una gran urbe para desplazarse luego a
un entorno rural. No era la primera vez que la Lupino actriz habitaba
un noir situado en entornos rurales: lo había hecho también en El último
refugio, de Walsh.
En el paisaje blanquinoso de La casa en la sombra, se desarrolla un
romance muy común en el cine de Ray, entre dos protagonistas mar-
ginales: el policía apartado del cuerpo y la mujer ciega, dos personas
perdidas en el mundo y que se encuentran por azar. Seguramente, a
Ray le gustasen los personajes marginales porque encarnaban su propia
posición dentro de la industria. Lupino, una actriz de facciones duras
y sugerentes, se erigió en un rostro recurrente también en el noir, pero
siempre fue una extraña dentro de Hollywood. Su carrera como direc-
tora está pegada a la más rotunda independencia. Realizada en el marco
de su productora, El autoestopista hace buena la economía de medios,
como el magnífico uso del fuera de campo de la primera escena; la
violencia que confiere al criminal envolviéndolo en la penumbra hasta
que, una vez en el coche, su rostro se descubre por una tenue luz; y,
sobre todo, la escasez de elementos con los que se basta para imprimir
un tono singular a su película. Lupino solo precisa del paisaje rocoso y
de tres hombres encerrados en un coche con sus miedos y limitaciones.

81
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Los sobornados (1953)


Título original: The Big Heat
Producción: Columbia Pictures
Productor: Robert Arthur
Dirección: Fritz Lang
Guion: Sidney Boehm
Fotografía: Charles Lang Jr.
Música: Daniele Amfitheatrof
Montaje: Charles Nelson
Intérpretes: Glenn Ford, Gloria Grahame, Jocelyn Brando, Lee Marvin,
Alexander Scourby
País: Estados Unidos
Año: 1953
Duración: 90 minutos. Blanco y negro

D e la larga filmografía de Fritz Lang en Estados Unidos, varios


títulos transitan por el género negro, quizá porque la fatalidad y
el pesimismo del noir resultaban el marco perfecto para que Lang com-
pusiera su visión desencantada de su país de acogida. Lotte Eisner decía
que, de todos los filmes que hizo en Hollywood, Lang consideraba que
Los sobornados era el mejor. Probablemente sea el que dibuja de manera
más contundente la fatalidad.
La velada doméstica alrededor de la mesa de una cocina, delante de
un bistec y de una cerveza, junto a un ventanal alegremente adereza-
do con cortinas con blondas, solo sirve para presagiar algo terrible, o
quizá para ahondar en el sentido trágico del protagonista, el sargento
Bannion. Estas escenas con aroma a felicidad inciden en la amargura
del resto de la película. La dicha se trunca de manera brutal y en fuera
de campo: Lang filma la muerte de la esposa de Bannion en off. Mientras
él acurruca a la hija de ambos en la cama, se observa un estallido desde
la ventana, al tiempo que se escucha una tremenda explosión. A partir
de ahí, el policía se convertirá en un perseverante vengador. Suyo será

82
Los sobornados

el punto de vista del grueso de la película, en la que apenas hay unas


pocas escenas que escapen de la mirada de Bannion, interpretado por
Glenn Ford.
Como en La fuerza del destino, en Los sobornados, el criminal no solo
está perfectamente imbricado en el sistema, es más, es uno de sus
pilares. Se trata de Mike Lagana, cuyo nombre aparece por primera
vez cuando el agente Duncan se suicida: la carta que deja está dirigi-
da precisamente a él. Se trata del inicio de la película, que Lang filma
con la misma precisión y parquedad de palabras que en algunas de
sus películas mudas. Los sobornados se abre con el plano detalle de una
pistola sobre un escritorio, alguien la agarra y en el fuera de campo se
pega un tiro. El hombre que se ha suicidado permanece de espaldas, al
menos hasta que su torso se desploma sobre la mesa, evitando así que
podamos ver su rostro. Nunca lo veremos. Solo contemplaremos a su
esposa, que desciende sigilosamente para descubrir primero la carta y,
finalmente, pronunciar las primeras palabras del filme: «Quiero hablar
con el señor Lagana... dígale que es la viuda de Tom Duncan».
La actriz remarca la palabra viuda, que luego repetirá Lagana en la
cama con un elegante pijama de seda, junto a un esbirro vestido con
un albornoz. La inflexión de una palabra; una pieza de ropa; el gesto de
una mujer que da jovialmente unos saltitos para reírse así de su novio,
Vince Stone; el carrito que Bannion recoge al llegar al hogar que habita
junto con su familia y que luego recogerá en esa misma casa, ahora
vacía... Los sobornados se compone de una infinidad de detalles que
ahondan en la podredumbre de la sociedad que Lang retrata. Para el
final, dejo dos instantes favoritos. Por un lado, cuando la mujer mayor
que trabaja en un desguace se escapa para informar a Bannion sobre
uno de los maleantes que asesinó a su esposa: Lang los filma separa-
dos por una verja, acentuando no solo el secretismo del encuentro,
sino también la imposibilidad de conectar en un ambiente tan turbio.
Ella es la primera persona que ayuda al antiguo policía en duelo tras la
pérdida de su mujer. La segunda será Debby, la novia del matón Vince
Stone; a ella corresponde el otro momento más brillante de la película.
Cuando, en el bar The Retreat, Bannion ve a Stone apagar un cigarrillo
sobre el brazo de una chica, el policía se entromete. Su frase es lapida-
ria: «¿Adónde vas, ladrón?», increpa a uno de los hombres. Al escuchar

83
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

esta frase, Debby se gira, y Lang realiza su gesto. El movimiento de la


mujer, que luego se queda observando a Bannion desde el fondo del
cuadro, lo dice todo: acaba de reconocer a un hombre muy distinto a
los que pueblan su mundo. Acaba de toparse con un hombre honesto.
Esa noche, en el The Retreat, se escucha de fondo la tonada de
Put the Blame on Mame, popularizada años antes por otra mujer fatal
del noir en otra película con Glenn Ford: la Gilda encarnada por Rita
Hayworth. A Debby, primero Vince la trata como una recadera y luego
Lagana se ríe de ella como si fuera una chiflada que se divierte sola.
Entre medio, se insinúa su alcoholismo, que aquí resulta especialmente
doloroso, pues no deja de ser una chica joven en un entorno esencial-
mente masculino y con una pareja que es claramente un maltratador.
La violencia de Stone contra las mujeres recorre la película: desde
el momento en que Bannion describe (sin que lo veamos en ningún
momento) cómo torturaron a una mujer hasta la escena más paradig-
mática de Los sobornados. Enfadado con Debby porque esta ha hablado
con Bannion, Stone reprende a la chica mientras esta se mira en el
espejo. Los comensales de la casa, que están participando en una par-
tida de cartas, poco pueden hacer. El plano detalle de una jarra de café
hirviendo da paso a una de las acciones de violencia más implacables
del género negro: Lang sostiene el plano cuando Stone agarra la jarra
y en off se escucha el grito de Debby. Él le ha quemado la cara, arreba-
tándole lo único que ella creía poseer, su belleza. A raíz de M, el vampiro
de Düsseldorf (M, 1931), Lang decía que no hay mayor horror que el que
sugiere el fuera de campo. Los sobornados es la constatación de esta idea.
Debby, sin embargo, será quien desmonte el chiringuito de Lagana,
articulado en torno a una corrupción que atraviesa todos los esta-
mentos del poder, desde la policía hasta los políticos. Así era Estados
Unidos para Lang, quien de manera quizá más contundente que en
otras películas, como Furia (Fury, 1936) o Más allá de la duda (Beyond a
Reasonable Doubt, 1956) plantea aquí un retrato del desencanto profun-
damente crítico. Ni siquiera al final, cuando Bannion se reincorpora al
cuerpo de policía, el regusto dejará de ser amargo.

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Manos peligrosas

Manos peligrosas (1953)


Título original: Pickup on South Street
Producción: Twentieth Century Fox
Productor: Jules Schermer
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Fotografía: Joe MacDonald
Música: Leigh Harline
Montaje: Nick De Maggio
Intérpretes: Richard Widmark, Jean Peters, Thelma Ritter, Richard Kiley,
Murvyn Vye
País: Estados Unidos
Año: 1953
Duración: 80 minutos. Blanco y negro

S i el complejo de apartamentos en el que Humphrey Bogart y Gloria


Grahame cruzan sus miradas en En un lugar solitario es un escenario
tan peculiar como memorable, todavía lo es más la casa de madera a
orillas del río y con vistas a un puente de Nueva York donde vive el
carterista protagonista de Manos peligrosas. Aunque Fuller no rodó la
película en la vibrante urbe de la costa este, sino en Los Ángeles, el
escenario parece responder al espíritu verista de la crónica.
En esa casucha es donde Skip, un ladrón de poca monta —a three
time loser—, guarda el contenido del billetero que le ha robado a Candy
nada más comenzar la película. Entre otras cosas, en el monedero hay
un microfilme con una fórmula química que se disputan las autori-
dades americanas y los comunistas. El secreto parece estar a salvo de
todos en la vivienda de Skip, que esconde sus tesoros en una caja de
cervezas que, con la excusa de que se mantengan en frío, guarda en el
fondo del río. Fuller se fija en los gestos, a veces mecánicos, a veces
laboriosos, de subir y bajar la caja con una polea. Con el mismo gusto
por la observación, Fuller retrata el oficio del carterista en la primera y

85
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

brillante secuencia de la película. Por corte, va mostrando las miradas


de los policías que siguen a Candy, el disimulo de ella y la llegada, desde
el fondo de un abarrotado vagón de metro, de un Skip que se pone a
un palmo de Candy para, pacientemente, abrirle el bolso primero y
sustraerle la cartera luego con la ayuda de un periódico que hace de
pantalla. La escena, aunque diferente en cuanto que se centra antes en
las miradas que en el estudio de la acción del robo, se asemeja a las de
Pickpocket, de Bresson: las dos comparten la meticulosidad a la hora de
filmar el hurto. El nombre de la película de Bresson es el que iba a llevar
la de Fuller en un principio, pero la productora lo descartó al conside-
rarlo demasiado... ¡europeo! (Casas, 2001, pág. 103).
Como Ray, Fuller sería un independiente en el marco del Hollywood
de las grandes productoras. Su postura, sin duda, era tan singular como
incómoda. Al situar en el centro del relato una información que persi-
guen tanto los comunistas como la policía, y a un protagonista al que
le da exactamente igual qué hay en el mircofilme, quiénes lo buscan
y de qué ideología son, Fuller se instalaba en una posición para nada
complaciente. Al ponerse a una cierta distancia del maniqueismo ideo-
lógico, el cineasta logra captar la complejidad del momento histórico
en el que se sitúa la película. Hubo quienes lo tacharon de rojo; otros
lo consideraban el McCarthy del cine. André Bazin, por ejemplo, tuvo
que salir al paso ante Georges Sadoul y dar explicaciones de la defen-
sa del cine de Fuller por parte de algunos de sus jóvenes cahieristas
(De Baecque, 2003, pág. 181).
Si el director de Manos peligrosas era próximo a alguna postura, quizá
fuese la de Skip. En la película, todos quieren saber dónde vive. Sin
embargo, no es fácil cazarlo con las manos en el alijo. En Manos peligro-
sas, Fuller parece más interesado en retratar a los habitantes de los bajos
fondos que la trama política. La falta de escrúpulos de Skip tiene mati-
ces. Afirma que nunca lleva pistola y resuelve la acción haciendo lo que
mejor sabe hacer: le roba al jefe de Candy la pistola que lleva en la sola-
pa. A la vez, su mercantilismo responde a una situación social. También
es así en el caso de Moe, la confidente que vende información al mejor
postor. Suyas son dos de las escenas más interesantes de la película.
La primera, en la comisaría de policía, cuando va convenciendo a los
agentes para que suelten la pasta, alegando que «la vida cada vez es más

86
Manos peligrosas

cara». La cámara se pasea por la sala, y Fuller va redefiniendo el encua-


dre mientras ella parlotea. En la segunda, frente al implacable jefe de
Candy, Moe, que en principio lo vende todo, calla la información por
primera vez. La escena termina con una panorámica al tocadiscos que
ella tiene junto a la cama; mientras, se escucha un disparo que termina
con su vida. Como he dicho: todos quieren saber dónde vive Skip, y
Moe parece ser la única que lo sabe, quien lo podría contar, pero decide
callarse la información para finalmente proteger a Skip.
El movimiento de la cámara evita mostrar la muerte de Moe, en un
gesto de tacto y afecto del cineasta hacia su personaje. Dos años más
tarde, el mismo Fuller viajaría a Japón para filmar una insólita pelícu-
la criminal, con el monte Fuji de fondo. En La casa de bambú (House
of Bamboo, 1955), filmó otra escena que combina belleza y violencia,
aquella en la que el jefe mafioso encarnado por Robert Ryan agujerea
la bañera de su secuaz más querido creyendo que este lo ha traicionado.
De nuevo, Fuller redefine el encuadre con un movimiento de cámara
con el que mostrar cómo el despiadado gánster pone la mano en la
frente del muerto para enderezarle la cabeza: un gesto de ternura des-
pués de un arrebato de brutalidad.

87
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El beso mortal (1955)


Título original: Kiss Me Deadly
Producción: Parklane Productions
Productor: Victor Saville
Dirección: Robert Aldrich
Guion: A. I. Bexxerides
Fotografía: Ernest László
Música: Frank de Vol
Montaje: Michael Luciano
Intérpretes: Ralph Meeker, Gaby Rodgers, Maxine Cooper, Paul Stewart,
Wesley Addy
País: Estados Unidos
Año: 1955
Duración: 106 minutos. Blanco y negro

«M anhattan project, Los Álamos, Trinity», le dice el teniente


Murphy al detective Mike Hammer hacia el final de El beso
mortal. «No lo sabía», responde Hammer. Y así es, verdaderamente, el
detective Hammer ha ido de un sitio para otro a lo largo de la película,
de un beso de mujer a otro, de una pista a otra, pero no se ha enterado
absolutamente de nada. Solo cuando el policía le dice esas palabras,
sueltas, como si fuesen un mantra, Hammer comprende en qué lío se
metió cuando una noche decidió recoger a la misteriosa Christina en
la carretera.
A la manera de Fuller y de Manos peligrosas (1953), la película de
Aldrich se abre de forma abrupta, precisamente con la irrupción fatal
de Christina en la vida de Hammer. Entre la negrura, sobre las líneas
discontinuas de la carretera se observan las piernas de una mujer
envuelta en una gabardina. Corre en medio de la noche. Hasta que se
precipita sobre un coche. Aldrich la filma con un plano frontal, mien-
tras los focos iluminan su figura. La noche sigue envolviendo el plano,
y las figuras de la desesperada autoestopista Christina y del conductor

88
El beso mortal

Hammer resplandecen entre la oscuridad. Pronto, él sabrá que ella se ha


escapado de un manicomio, pero no le dará tiempo a saber mucho más.
Mediante un montaje feroz, en el que predomina el fuera de campo,
Aldrich muestra cómo una banda asesina a la mujer y deja a Hammer
aturdido. De ella apenas veremos sus piernas colgando (de nuevo, las
extremidades). Y del hombre que le ha hecho eso solo observaremos
sus zapatos, negros, lustrados.
Así, con un arrebato y con un misterio, comienza El beso mortal.
Hammer navegará como pueda en este contexto, intentando compren-
der por qué han matado a Christina, que le ha dejado otro enigma:
«Recuérdame», le dice ella antes de morir. La película de Aldrich navega
en las mismas aguas turbias que el cine de detectives de los años cuaren-
ta. Como El sueño eterno o El halcón maltés, la cinta dispone una maraña
que el detective protagonista atraviesa sin comprender necesariamente
todo. Aquel cine, el primer noir, nació de la desesperanza de la Segunda
Guerra Mundial, de los soldados que volvían de la contienda sin saber
dónde ubicarse, de un nuevo estado de ánimo social. El beso mortal
enfatiza este vínculo con la historia, sobre todo porque el misterio de
Christina gira en torno a una caja que contiene ni más ni menos que
un arma nuclear. Aldrich finiquita su película con uno de los más fasci-
nantes excesos del noir: una suerte de femme fatale abre la caja causando
una enorme explosión. La femme fatale se presenta claramente como una
hija de Pandora, aquella que tras abrir un ánfora desató todos los males.
Hasta aquí, la relación de El beso mortal con el cine noir de los cua-
renta, pues, en el fondo, la película de Aldrich presenta este vínculo
como una suerte de epitafio. Se trata de una película que condensa la
modernidad que explotará en los años cincuenta. De entrada, por la
insistencia en una profundidad de campo que luce desde la primera
escena. La nitidez de la imagen en todos sus campos resulta fascinante:
de repente, el mundo se presenta con todas sus complejidades, tanto en
primer término como de fondo. Luego, por el uso del formato ancho.
Y, finalmente, por cómo pone en primer término la violencia y sus con-
notaciones. En algunas ocasiones, Aldrich filma la brutalidad de mane-
ra fraccionada, mediante planos detalles —unos zapatos que avanzan
por la calle, una mano que saca una navaja, otra que impide el ataque.
Una fragmentación que se manifiesta también en la figura del hombre

89
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

que está detrás de todo, del que apenas se sabe que lleva unos zapatos
negros y lustrosos. En otras ocasiones, Aldrich revela la brutalidad de
manera frontal, como el plano en el que un cuerpo cae rodando por las
escaleras. La violencia se manifiesta bajo diversas formas, incluso bajo
composiciones abigarradas o planos angulados.
También resulta interesante cómo todo el misterio se articula a par-
tir de ese artilugio destructor que apenas se nombra (Manhattan pro-
ject...). Porque aquí el terror nuclear no es únicamente una metáfora;
no es solo que la bomba atómica no se diga por su nombre, sino que
Aldrich filma la dichosa caja de manera particular, como si fuese algo
abstracto, algo propio del fantástico. Cuando la mujer la abre un poco,
desprende un fuerte haz de luz. De repente, en los años cincuenta ya se
intuye la extrañeza del cine de Lynch o la narrativa juguetona en torno
al maletín de Pulp Fiction (1994).
Aunque resulta evidente que hay escenas que lucen más, una secuen-
cia resulta tan sutil como sublime, y solo se explica por la modernidad
de la propuesta. Cuando Hammer regresa a su apartamento desde el
hospital, tras haber sobrevivido al encuentro con la banda que persigue
a Christina, Aldrich lo registra mirando por la ventana. De fondo, se
ve una gran avenida por donde pasan los coches. Por corte, muestra
como su ayudante aparece detrás de él y lo besa. Sin embargo, antes de
la irrupción de la mujer, ha habido ese extraño momento de introspec-
ción, contemplativo, en el que la profundidad de campo cobra todo su
sentido, pues aúna la figura del personaje con el espacio. Mientras, el
tiempo pasa.

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Las diabólicas

Las diabólicas (1955)


Título original: Les diaboliques
Producción: Filmsonor
Productor: Henri-Georges Clouzot
Dirección: Henri-Georges Clouzot
Guion: Henri-Georges Clouzot, Jérôme Géronimi
Fotografía: Armand Thirard
Música: Georges Van Parys
Montaje: Madeleine Gug
Intérpretes: Vera Clouzot, Simone Signoret, Paul Meurisse, Charles Vanel,
Jean Brochard
País: Francia
Año: 1955
Duración: 117 minutos. Blanco y negro

¿Q uiénes son les diaboliques que dan título a esta película de


Henri-Georges Clouzot? Quizá Christina y Nicole; res-
pectivamente, la esposa y la amante del director de internado Michel
Delassalle. Al principio de la película, las dos mujeres forman una
alianza aparentemente imposible: planean matar al hombre que habita
en la vida de ambas. Todo parece discurrir según el plan. Primero, lo
envenenarán; luego, lo ahogarán en una bañera; y, finalmente, lo ocul-
tarán en el fondo de la piscina del internado.
El rostro de la esposa tras cada una de estas acciones se revela oji-
plático. Interpretada por Véra Clouzot (la mujer del propio director de
la película), Christina deambula por el metraje con este gesto de sor-
presa constante. Tal vez porque los contratiempos se presentan pronto:
alguien entrega el traje que llevaba Delassalle; luego, drenan la piscina
donde estaba el cadáver y descubren que está vacía; y, finalmente, el
rostro de él aparece en una fotografía de grupo. Pero ¿qué hay de cierto
en todo esto? ¿Michel ha muerto o todavía vive? Se trata de un enig-
ma de dimensiones hitchcockianas, porque, como escribió a menudo

91
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Chabrol sobre el cine de Hitchcock, lo de menos es si se ha cometido


o no el crimen, sino lo que piensan los personajes.
Respecto al vaso de leche en Sospecha (Suspicion, 1941), que Hitchcock
iluminó para que brillara mientras Cary Grant subía las escaleras hacia
Joan Fontaine, Chabrol (1954) dijo que «poco importa si está envene-
nado o no (de hecho, es más fuerte y característico si no lo está), lo
importante es que Joan Fontaine cree que sí lo está». Para Chabrol,
como para Hitchcock, no se trata de quién ha cometido el asesinato,
sino de lo que pasa dentro de la cabecita de los personajes, ya sea una
sospecha o un remordimiento, el mismo que expresa Christina cuando
Clouzot la filma de espaldas al marido, tendido en la cama, para que
veamos el rostro de ella teñido de arrepentimiento.
Metódico hasta la médula, Clouzot se aproximó al cine experimental
en un proyecto maldito titulado L’Enfer (1964), del que años después se
haría un maravilloso documental que daría cuenta de su aura maldita.
Poco a poco el rodaje se atascó, convirtiéndose en un auténtico «infier-
no» para el cineasta, y la película quedó reducida a 185 latas guardadas
sin ton ni son. Fue precisamente Chabrol quien rescató el proyecto
para filmar su propia versión a mediados de los noventa. El infierno
(L’Enfer, 1994) de Chabrol se mueve más en el terreno hitchcockiano
que en la experimentación que proponía Clouzot. Sin embargo, hay
un parentesco ineludible, el de la puesta en escena de la culpa como
pulsión obsesiva y corrosiva.
La mejor escena de Las diabólicas llega al final. Cuando ha caído la
noche, los pasillos del internado se observan oscuros. De fondo, una
puerta se abre y desprende una luz brillante. Por corte, vemos cómo la
esposa se despierta, con los ojos de nuevo como un búho; ella obser-
va una luz prendida y comienza aquí su tránsito por el internado, por
los corredores de un caserón que parece encantado. De nuevo, ¿acaso
Michel sigue vivo o es quizá un fantasma? ¿De quién es la mano cuya
sombra se extiende sobre el interruptor de la luz? ¿Quién está escri-
biendo a máquina? La esposa solo logra descubrir unos guantes sobre
el teclado y una carta con el nombre de su marido. Si todo esto es obra
de un fantasma, sin duda es un sádico.
La escena es genial. Por momentos, Las diabólicas es un filme de
terror, un recorrido nocturno por pasillos en penumbra que bien

92
Las diabólicas

podría evocar los pasajes de El corazón delator, de Poe. Sin embargo, la


escena desemboca en un magnético juego de pistas. Clouzot filma el
acertijo midiendo perfectamente cómo presenta cada indicio; he aquí
el cineasta metódico, el que, en El asesino vive en el 21 (L’assassin habite
au 21, 1942), encuadra con precisión la mano del asesino, que tras cada
crimen deja su tarjeta de presentación con el nombre de Monsieur
Durand.
Aunque al final de la película se advierte a los espectadores que no
hagan ningún spoiler (la terminología es otra, pero la idea ya está ahí),
este breve análisis solo puede ser completo si se descubre el truco
final. Detrás de la trama criminal de Las diabólicas, se esconde una crí-
tica social. A lo largo de la película se ahonda en la camaradería entre
las dos mujeres, pero al final se descubre que en realidad es el señor
Delasalle y su amante, Nicole, quienes han urdido el plan para volver
a Christina loca y abocarla a un ataque de corazón. Ellos son «los dia-
bólicos» del título.
Las diabólicas tiene un componente social sumamente moderno:
retrata una relación de violencia machista. Es la crónica de un maltrato.
Michel no solo hiere a Christina mediante sus reiteradas infidelidades,
sino que la reprende constantemente y ejerce la violencia sobre ella
hasta terminar matándola. Ella, que a lo largo de la película ha cargado
con la culpa, es en verdad la víctima. Como en tantas obras de la lite-
ratura negra y de terror, la mujer es empujada a la locura. Entre otras,
pienso en una novelita ambientada en la época victoriana y titulada
Harriet, en la que Elizabeth Jenkins cuenta cómo un hombre y su fami-
lia someten a la acaudalada esposa de él a todo tipo de engaños, que la
arrastrarán a la enfermedad.
Las diabólicas se instala en este terreno de lo insano, y lo hace nave-
gando por las aguas del fantástico; la duda es una constante a lo largo
de la película, que flirtea con la posibilidad de lo fantasmal para termi-
nar topando de bruces con la concreta crueldad del ser humano.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Rififí (1955)
Título original: Du rififi chez les hommes
Producción: Indusfilms, Primafilm, Pathé Cinéma
Productor: René Bezard, Henri Bérard, Pierre Cabaud
Dirección: Jules Dassin
Guion: Jules Dassin
Fotografía: Philippe Agostini
Música: Georges Auric
Montaje: Roger Dwyre
Intérpretes: Jean Servais, Carl Möhner, Robert Manuel, Jules Dassin,
Janine Darcey
País: Francia
Año: 1955
Duración: 118 minutos. Blanco y negro

L a noche cae sobre la Place Vendôme. El cielo gris deja en som-


bras la columna Vendôme, erigida por orden de Napoleón. La
calzada empedrada está mojada y brillante. Un grupo de hombres se
cuela sigilosamente en un edificio de la vecina Rue de la Paix. Se desa-
rrolla entonces la escena más brillante de Rififí, de Jules Dassin, en la
que la acción discurre en silencio, bajo la calma nocturna y la pericia
y perseverancia de los asaltantes. Los cuatro hombres se cuelan en un
inmueble, perforan pacientemente el suelo de un apartamento y des-
cienden a los bajos, que no son otra cosa que una joyería. Lo tienen
todo perfectamente planificado, incluso llevan un paraguas, que abren
para evitar que los escombros caigan, hagan ruido y despierten a la
sensible alarma. También han analizado a qué hora está vacía la calle.
Además, han previsto un sistema para silenciar la alarma. La escena se
extiende a lo largo de media hora de metraje, en la que nadie dice ni
mu. La acción ocupa el grueso de la noche. Dassin es tan preciso en su
puesta en escena que va encuadrando el reloj para que contemplemos
cómo pasa el tiempo, cómo para romper una caja fuerte se precisan

94
Rififí

varias horas y cómo ya amanece cuando, según lo previsto, el repartidor


de flores del negocio de al lado de la joyería se presenta, exactamente
a las seis menos diez.
A lo largo de esta larga noche, los hombres se miran, sudan, se
hacen señas. Se mantienen callados por miedo a llamar la atención.
Nadie dijo que robar una joyería fuese fácil, y Dassin lo registra ensal-
zando la acción, la profesionalidad y la dificultad. El resto de la película
es un estudio del determinismo, el que lleva al recién salido de la cárcel
Tony le Stéphanois a dar un golpe que no puede traer nada de bueno.
Tras el robo, cada uno de los cuatro ladrones se relame ante el sucu-
lento botín, que debería sacarlos de pobres. Pero escalar en el estrato
social tampoco es una tarea fácil. Cada caco irá cayendo, por turnos.
Primero, el italiano gracioso; después, el enamorado de una cabarete-
ra; luego, el padre de familia; y, finalmente, Tony. El universo de Rififí
está poblado esencialmente por hombres. Con apenas unas pinceladas,
Dassin le otorga a cada uno de ellos un carácter singular. Al protago-
nista lo define cuando este agrede brutalmente a su amante; Dassin
aparta la cámara y apenas se escucha la violencia que él descarga sobre
ella. Aunque aspira a la redención al final, cuando conduce moribundo
y febril para llevar de vuelta al hijo de su amigo junto a su madre, sus
acciones no tienen coartada alguna.
Rififí compone un retrato interesante de los bajos fondos. E inclu-
ye una escena musical, la de la canción que da título a la película. Sin
embargo, no hay nada como la secuencia central, la del robo, en la que
Dassin compone un elogio silente a la acción. Años atrás, a finales de
los cuarenta, el cineasta estadounidense rodó otro filme noir eminen-
temente procesal. En La ciudad desnuda (The Naked City, 1948), Dassin
dibuja las pesquisas de una unidad policial que investiga la muerte de
una joven. La película no solo muestra cada uno de los pasos de los
agentes, sino también los detalles y las dificultades de encontrar al
culpable en una urbe tan poblada como Nueva York. La ciudad es, de
hecho, la protagonista. Dassin rodó en las calles, donde los niños jue-
gan con el agua de los surtidores, de manera que el realismo se apodera
de la película. El clímax, sobre el puente de Williamsburg, con vistas
a la ciudad, expone perfectamente el gusto de Dassin por convertir el
espacio urbano en algo más que un telón de fondo. La zona, de hecho,

95
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

seguro que ha cambiado desde los años en que Dassin rodó esta cróni-
ca del inframundo neoyorquino.
Los espacios reales también se apoderan de Rififí, en la que las acti-
vidades de la Rue de la Paix se describen con todo lujo de detalles. La
localización resulta lógica. La Place Vendôme es una de las más impo-
nentes de París, con sus edificios señoriales con entradas en forma de
arco. Hoy en día, tanto la plaza como sus alrededores albergan tiendas
de lujo y grandes joyerías, Cartier o Bulgari entre ellas. Es un centro
neurálgico de la opulencia.
Quince años después de que Dassin realizase Rififí, Jean-Pierre
Melville filmaría otro robo a una joyería, situada también cerca de la
Place Vendôme. El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), protagonizada por
Alain Delon, hace gala del mismo gusto por una acción precisa y sin
diálogo que el filme de Dassin, pero esto es otra historia, que encon-
trarán en el capítulo dedicado precisamente a la película de Melville.

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Chantaje en Broadway

Chantaje en Broadway (1957)


Título original: Sweet Smell of Success
Producción: Hetch-Hill Lancaster, Norma-Curtleigh
Productor: James Hill
Dirección: Alexander Mackendrick
Guion: Clifford Odets, Ernest Lehman
Fotografía: James Wong Howe
Música: Elmer Bernstein, Chico Hamilton, Fred Katz
Montaje: Alan Crosland
Intérpretes: Burt Lancaster, Tony Curtis, Susan Harrison, Martin Milner,
Sam Levene
País: Estados Unidos
Año: 1957
Duración: 96 minutos. Blanco y negro

U n hombrecillo se precipita en un restaurante y se instala en la


mesa de un grupo de gente. Se aposenta detrás de un conocido
columnista, que entre otros comparte la velada con un senador que
intenta conseguir trabajo para la mujer con la que —a todas luces—
mantiene un affaire. Cualquiera podría suponer que el senador es quien
ostenta un mayor poder, pero la puesta en escena y los diálogos se
esmeran en revelar que todos son títeres en manos de un periodista, el
temido J. J. Hunsecker, que va humillando por turnos a cada uno de los
comensales: desde el político hasta la aspirante a actriz que lo acompa-
ña, pasando, cómo no, por el hombrecillo que se mantiene todo el rato
obedientemente detrás de él. En esta escena, Hunsecker tiene tiempo
incluso de amenazar a alguien por teléfono, pues tiene un aparato en su
mesa habitual, desde donde ejerce su influencia y va despachando sus
envenenados dardos verbales. «Somos amigos porque algún día querrás
ser presidente», le dice por ejemplo al senador, antes de rematarle: «Y
sin embargo, aquí estás, en público, donde cualquier persona informada
sabe que este [en referencia al agente que le acompaña] está intentando

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

colocar a esta [la cantante y amante] gracias a ti». Mientras Hunsecker


dice esto, la cámara hace un barrido, del agente a la mujer. Los cuchillos
que va lanzando el periodista se evidencian en la pantalla, y con ellos
su poder y sobre todo su agresividad. Chantaje en Broadway es, de hecho,
una película de una violencia extrema, solo que aquí no hay ni detecti-
ves ni gánsteres, sino simplemente gente con ansias de poder; no hay
revólveres, sino palabras envenenadas.
La escena descrita arriba tiene lugar a los veinte minutos de película.
Es la primera vez que vemos en acción a Hunsecker, aunque previa-
mente se nos ha presentado al personaje: primero, su rostro, mediante
su fotografía en la columna que ha escrito para el periódico; después, su
voz, cuando el hombrecillo lo llama por teléfono. De hecho, el protago-
nista de la película no es Hunsecker, sino Sidney Falco, el hombrecillo
que irrumpe en el restaurante. Este también queda perfectamente retra-
tado: Hunsecker dice de él que es un agente de prensa, y él mismo se
encarga de añadir que la mayoría de gente le llama cosas mucho peores.
No solo el verbo describe a Falco, sino la performance nerviosa de
Tony Curtis, así como la puesta en escena. El director, Alexander
Mackendrick, se entrega a la profundidad de campo, tan propia de
la época. Bajo la lente angular del director de fotografía James Wong
Howe, los clubs nocturnos, los rostros, los restaurantes abarrotados
de individuos sin escrúpulos aparecen perfectamente nítidos. Esa
profundidad de campo permite, por ejemplo, situar a Falco detrás de
Hunsecker, pues ese es también el lugar que ocupa en el escalafón de
poder. Mientras, el todopoderoso Hunsecker, con sus gafas estilo Ray-
Ban Clubmaster, es filmado a menudo mediante un contrapicado que
ensalza su influencia. Suyo es, por ejemplo, un plano desde la terraza
de su apartamento, dominando toda la ciudad.
«Tengo la sensación de que siempre estás espiando», le dicen en un
momento a Falco. La figura de Curtis se pasa la película de un lugar
a otro de Nueva York, esparciendo sus mentiras y sus extorsiones, y
recibiendo a cambio todo tipo de humillaciones. Chantaje en Broadway
entreteje perfectamente las redes del poder y atiza a la vez a la indus-
tria del periodismo en su vertiente más amoral. No en vano, Aaron
Sorkin incluyó una pequeña referencia a la película de Mackenrick en
The Newsroom, una serie sobre la ética del periodismo (algo idealizada).

98
Chantaje en Broadway

Sin gánsteres ni detectives, se trata igualmente de una película


absolutamente turbia, en la que la entereza y la ética brillan casi por su
ausencia. Falco, de hecho, tiene el encargo de parte de Hunsecker de
romper la relación entre Susie, la hermana del columnista, y un músico
de una banda de jazz. Para ello, Falco se dispone a hacer lo que mejor
sabe, maquinar para que alguien publique una noticia difamatoria sobre
el tipo. Y con tal de conseguirlo, el parásito Falco no dudará, incluso,
en empujar a la prostitución a una amiga suya. Todo en Chantaje en
Broadway resulta tremendamente sucio. Susie es la única alma cándida
en toda la película. Como es evidente, la fatalidad se cebará especial-
mente con ella, víctima de los tejemanejes de su hermano. Hunsecker, a
su vez, verá desde el mismo balcón desde donde observaba prepotente
cómo la única persona por quien sentía algo de afecto termina huyen-
do de él. Susie se larga, quizá porque es la única que puede escapar de
Hunsecker, ya que solo ella tiene algo de poder sobre él.
La ciudad es otro de los protagonistas. La película parece transcurrir
eminentemente de noche, incluso cuando la narración nos ha presenta-
do el amanecer; tal vez porque se instala en antros, entre bastidores, en
las mesas de unos restaurantes donde todo lo que se habla es terrible,
en una ciudad que nunca duerme... O tal vez porque su arranque, en el
que se describe con precisión la impresión y rotativa de los periódicos,
transcurre de noche. Es con Nueva York todavía hundida en la noc-
turnidad que uno de esos diarios va a parar a las manos de Falco, que
lee la columna de Hunsecker. Si el arranque se produce en medio de
la nocturnidad urbana, llena de brío, movimiento, de los faros de los
coches y de las luces de neón, el cierre discurre bajo un clima similar.
En una calle, mientras la banda sonora se tiñe de jazz, la policía se acer-
ca al músico; Mackendrick corta y da paso al plato de una batería: lo
han detenido. He aquí la obra de Falco, que lo celebra sin saber todavía
que Susie, incapaz de soportar la corrupción que le ronda, va a cobrarse
finalmente el precio de tanta maldad.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Sed de mal (1959)


Título original: Touch of Evil
Producción: Universal
Productor: Albert Zugsmith
Dirección: Orson Welles
Guion: Orson Welles
Fotografía: Russell Metty
Música: Henry Mancini
Montaje: Edward Curtiss, Ernest Nims, Aaron Stell, Virgil W. Vogel
Intérpretes: Orson Welles, Charlton Heston, Joseph Calleia, Janet Leigh,
Akim Tamiroff
País: Estados Unidos
Año: 1959
Duración: 95 minutos. Blanco y negro

S ed de mal podría ser un wéstern. De hecho, quizá sea al noir lo


que El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty
Valance, 1962) al cine del Oeste. En esta última película, John Ford daba
por terminada una era de wéstern, revelaba una conciencia rotunda
de su propia relevancia en el género y abrazaba un wéstern crepuscu-
lar. Aunque el cine negro no se inició con Welles, la importancia de
Ciudadano Kane a la hora de prefigurar algunas de las señas estéticas y
narrativas del noir resulta innegable. El período canónico del cine negro
comienza a inicios de los cuarenta, cuando Welles firma su poliédrico
retrato del magnate Kane, y se despide a finales de los cincuenta, cuan-
do Welles firma Sed de mal.
En El hombre que mató a Liberty Valance, la heroicidad del cowboy se
pone en entredicho y cede su protagonismo a otro tipo de personaje:
estudioso, poco dado a la acción y a la violencia, y con las facciones
de James Stewart. Sed de mal también confronta dos modelos distintos.
Por un lado, Charlton Heston encarna a Vargas, el policía mexicano,
trabajador y honrado; por el otro, Orson Welles interpreta a Quinlan,

100
Sed de mal

el agente corrupto que apela a un poder casi místico para resolver los
casos. Quinlan, el policía embustero, pesado, alcohólico, malhumorado
y atormentado todavía por la pérdida de su mujer, rubrica un punto y
final en el noir. En el clímax de la película, Vargas consigue que el agente
Menzies lleve un micro oculto en su encuentro con Quinlan, y se inicia
entonces una pequeña persecución en la que Vargas los persigue para
que la señal no se corte. Se anticipa aquí la era paranoica del thriller.
A finales de 1956, Universal le propuso al director de Ciudadano
Kane interpretar al malvado Quinlan. Entonces ya tenían en nómina a
Charlton Heston, que consideró que debía ser el propio Welles quien
dirigiera la película. El resultado es una cinta barroca que apenas
transcurre en un breve lapso de tiempo, lo que dura la investigación a
un lado y otro de la frontera de Estados Unidos con México desde la
explosión de un coche justo en la línea divisoria entre los dos países.
La escena del estallido es un prodigio de realización: un plano
secuencia que va del detalle de la bomba hasta el control fronterizo
donde se produce la detonación. Son cuatro minutos en los que la
cámara se mueve, siguiendo primero al automóvil en cuyo maletero
está el explosivo y luego a la pareja formada por Mike y Susie Vargas.
La larga duración del plano contrasta con la fragmentación del resto de
la película, alterada, recargada, llena de planos angulados y de cameos.
Para dañar a Vargas, una pandilla secuestra a su flamante esposa, a la
que encierran en un motel en medio del desierto, la someten a incesan-
tes ruidos durante la noche y la mantienen incomunicada. El final del
plan es pura perversión: una horda de jóvenes con chaquetas de cuero
y cabelleras engominadas entra en la habitación de Susie. En el grupo
se encuentra Mercedes McCambridge, la actriz que apenas unos años
antes interpretó a Emma en Johnny Guitar (1954), una chica resentida
por el desamor que lanza su horda de hombretones sobre Vienna, una
mujer segura de sí misma y de sus capacidades amatorias. Cuando, en
Sed de mal, McCambridge entra por la puerta, en una escena que apenas
dura un suspiro, se aparecen los fantasmas de la película de Nicholas
Ray. Además, Welles filma la escena en contrapicado, y las sombras de
los chicos y chicas se extienden por la habitación ante la mirada teme-
rosa de la mujer de Vargas. Entre todos, la agarran por las piernas, y la
puerta se cierra. El terror está en la decisión de no mostrar qué sucede.

101
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

De repente, Welles se adentra en los dominios de Faulkner, y Sed de mal


parece Santuario.
El mal se presenta a lo largo de Sed de mal, y se expresa de múltiples
maneras; por ejemplo, en la escena más brillante, otro plano secuencia,
quizá menos deslumbrante que el primero, pero más complejo. En
el pasaje central de la película, en un apartamento lleno de policías,
autoridades diversas y sospechosos, Welles filma las idas y venidas de
los agentes de una habitación a otra, que ponen el lugar patas arriba en
busca de alguna prueba. Vargas se encuentra entre ellos, y puede obser-
var con sus propios ojos cómo los policías estadounidenses plantan una
prueba para culpar de la explosión a un tal Sánchez. He aquí una de las
tensiones de un filme que se mueve constantemente entre dos polos:
entre México y Estados Unidos, entre la honestidad y la corrupción,
entre la ingenuidad y la perversión. Sed de mal se balancea también entre
la verdad y la mentira. Vargas se presenta como un hombre honesto,
en contraposición al enviciado Quinlan, que, pese a todo, goza del don
de intuir quién es el culpable (y acertar). La película trata así de cuán
escurridiza es la verdad, uno de los temas predilectos de Welles.

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A tiro limpio

A tiro limpio (1964)


Título original: A tiro limpio
Producción: Balcázar Producciones Cinematográficas
Productor: Francisco Balcázar
Dirección: Francisco Pérez-Dolz
Guion: José Maria Ricarte, Miguel Cusso, Francisco Pérez-Dolz
Fotografía: Francisco Marín
Música: Federico Martínez Tudó
Montaje: Teresa Alcocer
Intérpretes: José Suárez, Luis Peña, Carlos Otero, Joaquín Navales,
María Asquerino
País: España
Año: 1964
Duración: 85 minutos. Blanco y negro

E n Apartado de correos 1001 (1950), de Julio Salvador, la muerte


de Rafael, un joven de Collserola que viaja a la ciudad para
recuperar un dinero y termina tendido en la acera de Vía Layetana,
daba pie a un juego de pistas. Las pesquisas policiales desemboca-
ban en las Atracciones Apolo, un espacio que hoy ha desaparecido,
en Paral·lel con Nou de la Rambla, donde actualmente se ubica una
sala de conciertos y de baile con el mismo nombre. El edificio fue
derribado en los noventa, y se construyó un hotel. Algunas de las
atracciones de la época se pueden ver en la película de Salvador. La
escena final, en un lugar aparentemente ocioso como un parque de
atracciones, es, sin duda, una de las más poderosas del filme. Se inicia
con el asesino, que intenta escapar de la policía: mira hacia un lado,
hacia otro, hacia cada uno de los rincones del parque, en una serie de
planos que refuerzan el punto de vista con ligeros movimientos de
cámara. Y termina también con él, cuando yace muerto en un suelo
mecánico que va haciendo unas ondas que balancean el cuerpo inerte.
Este instante prefigura la muerte más célebre del cine negro que se

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

hizo en Barcelona entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, la


del bandido de A tiro limpio, la obra maestra de Francisco Pérez-Dolz.
Pero no es necesario comenzar por el final. Quizá podamos empe-
zar por el principio. Sin muchos preámbulos, la cámara se instala en la
parte trasera de un coche, como años después hará Raúl Arévalo en
Tarde para la ira (2016). La aspereza con la que se inicia la trama y la dila-
tación del tiempo, del rato en el que la cámara sigue paciente en la parte
trasera del automóvil, asienta el tono realista y seco de A tiro limpio.
Como tantas otras películas hechas en la España de los años cuaren-
ta y cincuenta, A tiro limpio toma las formas del noir y las traslada al esce-
nario local, en esta ocasión a la Barcelona del primer franquismo. Uno
de los atracos finales no puede ser más autóctono: la banda se reparte
entre dos locales, por un lado, una casa de apuestas en día de quiniela
(que ha engordado debido al resultado del Osasuna, que «nadie espera-
ba»); por el otro, un meublé clandestino. Las dos escenas resultan extre-
madamente precisas. Además, describen a la perfección los ambientes
de la época, como las masas que se desplazan en día de fútbol. A tiro
limpio se convierte así en testigo de un tiempo y de un lugar, y captura
la fisionomía de una ciudad tan cambiante como Barcelona.
Entre los espacios, se encuentra el metro de Lesseps, que por enton-
ces tenía un andén en el centro, pero también escenarios anónimos,
como una casa cerca del Tibidabo desde donde se observan las vistas
de la ciudad. Pérez-Dolz filma el lugar revelando los espacios vacíos,
con sugerentes movimientos de cámara y tenues encadenados, como si
aquel fuera un espacio espectral, o como Alain Resnais filmó las estan-
cias vacías en El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad,
1961). La abstracción irrumpe en una película esencialmente concreta,
aunque tal vez la fisicidad que impregna el grueso de A tiro limpio no
esté reñida con el deje fantasmal de esta escena.
A tiro limpio se inspiró en un caso real, el de los guerrilleros anarquis-
tas Quico Sabaté y Josep Lluis Facerías. La referencia política se diluyó,
pero el espíritu de la película sigue siendo de un malestar profundo.
Aquel cine negro hecho en la España franquista de los cincuenta y
sesenta navegaba en un terreno pantanoso —la misma Apartado de
correos 1001 se abre con una declaración en favor del trabajo de las fuer-

104
A tiro limpio

zas del orden—, pero revelaba también y de manera cruda la muerte y


el pesar de aquel período.
Más allá de la acción, llevada a cabo con pulso firme en escenas
como las de los robos, A tiro limpio es precisamente una película sobre
los cuerpos. Sobre el peso de estos. Sobre la fisicidad que desprenden
cuando la vida se ausenta. La banda criminal está marcada desde el ini-
cio por la desconfianza y la fatalidad, así que no es extraño que vayan
traicionándose unos a otros. Y poco a poco van cayendo. Los cuerpos
se van desplomando. La muerte se revela absolutamente física. Un
cuerpo se precipita lentamente sobre un muelle; otro se hunde en el
agua, y su figura va desapareciendo poco a poco, engullida por el mar;
de otro, apenas se ven los pies, que cuelgan... Y, finalmente, Román, el
protagonista, sucumbe también a la fuerza de la gravedad. No hay esce-
na más icónica de aquel cine negro local que la del tiroteo en la esta-
ción de metro de Lesseps, con el cuerpo de Román caído sobre unas
escaleras mecánicas que no se paran ni siquiera para honrar la muerte.
Pérez-Dolz lo captura desde la parte superior de las escaleras, que van
acercando la figura inerte del protagonista. Este plano final, que fue
reproducido por Wim Wenders en El amigo americano (Der Amerikanische
Freund, 1977), es la imagen de la desesperanza, en un escenario, el del
Lesseps de la época, que la pantalla ha embalsamado.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Círculo rojo (1970)


Título original: Le cercle rouge
Producción: Euro International Film, Les Films Corona, Selenia Cinematografica
Productor: Robert Dorfmann
Dirección: Jean-Pierre Melville
Guion: Jean-Pierre Melville
Fotografía: Henri Decaë
Música: Éric Demarsan
Montaje: Marie-Sophie Dubus
Intérpretes: Alain Delon, Gia Maria Volontè, Yves Montand, Bourvil, Paul Crachet
País: Francia
Año: 1970
Duración: 140 minutos. Color

H ablábamos en el capítulo dedicado a Rififí de cómo Jules Dassin


filmaba una de las escenas más antológicas del cine policíaco
francés. Al lado de la Place Vandôme, un grupo de hombres atracaba
una joyería. El cineasta de origen estadounidense registraba el robo a la
manera del cine silente: se fijaba en la acción, en los gestos, en el esfuer-
zo de unos profesionales del crimen, que dedicaban una noche entera a
perpetrar su golpe. Y comentábamos cómo, años después, Jean-Pierre
Melville volvería a los aledaños de la Place Vandôme para rodar una
escena muy similar en Círculo rojo.
Melville se muestra plenamente consciente del influjo de la película
de Dassin. Si el cine de Melville es un elogio del silencio y una exalta-
ción de la acción, resulta natural su parentesco con aquella escena de
Rififí. Pero Melville no es únicamente un director cuya red se extiende
hacia el pasado, sino que su influjo se proyecta eminentemente hacia el
presente y el futuro. La obra del director francés a lo largo de los años
sesenta y setenta entronca con la sequedad propuesta por algunos de
los directores de la llamada generación de la violencia, como Don Siegel o
Robert Aldrich. Con un océano de por medio, todos ellos comparten

106
Círculo rojo

un momento, el del final del noir más canónico, y la voluntad de presen-


tar relatos eminentemente ásperos.
Si Melville encarna como ningún otro cineasta las virtudes del polar
francés, su obra sirve como ninguna otra de bisagra entre el noir y el
thriller; también, entre el apego profundo por el género y una cierta dis-
tancia o aparente frialdad. Melville no se sitúa tan lejos de un cineasta
tan importante para el cine moderno como Bresson. En Pickpocket, se
revela el proceso de aprendizaje, el método de trabajo y las acciones
concretas de un ladrón. Lo mismo hace Siegel: con el alguacil Coogan
siguiendo la pista de un zapato, el agente Callahan en lo alto de un edi-
ficio rastreando el casquillo de un rifle o el preso de Alcatraz rascando
la pared de su celda para buscar una huida. Como en el cine de Siegel,
en el de Melville los personajes parecen desprovistos de un pasado y de
un contexto afectivo. Se definen por sus acciones, como en el excelente
arranque de El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967), en el que Melville
relata con precisión cómo el protagonista roba un coche. Son profesio-
nales del crimen, y así lo muestran sus acciones. Y si hay un profesional,
ese es el Samurái, el asesino a sueldo interpretado por Alain Delon en
El silencio de un hombre.
En Círculo rojo, este gusto por fijarse en las acciones, o por reve-
larlas en su faceta más pura, se encuentra de nuevo en el arranque,
cuando un condenado se escapa del vagón de tren en el que viaja
con un policía. Melville no solo filma con meticulosidad la acción
—cómo se desprende de las esposas—, sino que monta la escena
en paralelo a la liberación del personaje de Alain Delon, que sale de
prisión esa misma mañana. Es decir, desde el inicio, la vida de los
dos hombres está entrelazada. El encuentro por azar entre el fugiti-
vo y el exconvicto sirve de arranque para una trama que solo puede
conducir a la fatalidad. A estos dos, se les sumará un tercer hombre,
un policía alcohólico que Melville presenta de manera magistral: en
una estancia de paredes tapizadas con un papel de líneas verdes y
azuladas, alucina y cree ver ratas, lagartijas y todo tipo de bichos. A
los tres ladrones protagonistas, hay que añadirles un cuarto, el policía
que los persigue. Porque Círculo rojo es una película de hombres; de
hecho, no hay ninguna mujer, más allá de las coristas que aderezan
las escenas en el club.

107
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Los tres hombres protagonizarán la memorable escena del robo,


que discurre sin diálogo, como la de Rififí, aunque se dilata todavía más.
En su duración —algo más de dos horas—, Círculo rojo ya revela cómo
son los nuevos tiempos del policíaco. La escena del asalto a la joyería
versa una vez más en torno a las acciones. Con los rostros cubiertos
por máscaras, los tres ladrones van ejecutando las distintas fases del
plan, pero si en Rififí hay una voluntad de insistir en el esfuerzo y la
dificultad de la empresa, en Círculo rojo se pone el acento en la pulsión
estética, pop, elegante.
No hay lugar más cool que el club de tonos plateados y figuras trans-
parentes de El silencio de un hombre, o que el local de Círculo rojo al que se
entra descendiendo unas escaleras. John Woo escribió un elogio sobre
Melville, en el que recordaba que películas como El silencio de un hombre
o Círculo rojo comenzaban con sendas citas orientales: «Me encanta
cómo Melville combinaba su propia cultura con la filosofía oriental»,
decía Woo, «y es por esto que el público de Hong Kong respondía tan
bien a sus películas. Melville a menudo usaba proverbios orientales
en los títulos de inicio de sus películas. Comprendía la filosofía china
incluso mejor que nuestra propia gente» (Woo, 1996). Melville no solo
homenajeó a Dassin, sino que atisbó un cine futuro y aglutinó los ras-
gos de una época cambiante para el noir. Un año más tarde, sin ir más
lejos, William Friedkin retomaría la senda de la acción seca, el universo
varonil y las figuras parcas en palabras; una nueva historia para un
nuevo círculo.

108
Contra el imperio de la droga

Contra el imperio de la droga (1971)


Título original: The French Connection
Producción: Philip D’Antoni Productions
Productor: Philip D’Antoni
Dirección: William Friedkin
Guion: Ernest Tidyman
Fotografía: Owen Roizman
Música: Don Ellis
Montaje: Jerry Greenberg
Intérpretes: Gene Hackman, Fernando Rey, Roy Scheider, Tony Lo Bianco,
Marcel Bozzuffi
País: Estados Unidos
Año: 1971
Duración: 104 minutos. Color

Q uizá el thriller sea simplemente una persecución, o así lo entendió


William Friedkin cuando realizó The French Connection (hay pelí-
culas cuyos títulos comerciales en España desaparecen del imaginario
popular en beneficio de su nombre original, y este es exactamente el
caso de Contra el imperio de la droga). Friedkin despojó su película de
cualquier capa de barniz, ahuyentó los moscardones que pudieran
distraerle y realizó una obra absolutamente desnuda, que evidencia las
mutaciones sufridas por el género tras un período primero manierista
y finalmente de desintegración. The French Connection no reconoce los
contornos del noir ni en términos de puesta en escena ni de construc-
ción de arquetipos. Si el cine negro más canónico se veía atravesado
por figuras de una ambigüedad a menudo subversiva y violenta como
la de la femme fatale, The French Connection se desprende de todo ello para
brindar un relato poblado esencialmente por hombres, cuya construc-
ción psicológica brilla por su ausencia. Popeye, el policía encarnado por
Gene Hackman, solo se dibuja mediante un carácter obsesivo por su
trabajo. De su compañero, apenas se sabe nada. Ni siquiera el capo de

109
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

la droga Alain Charnier, que viaja de Marsella a Estados Unidos, pare-


ce tener más fondo que el coche forrado de polvo blanco con el que
llega a Nueva York. Eso sí, se sabe de él que tiene el acento hispano de
Fernando Rey. ¿Qué queda entonces en The French Connection? Acaso el
pulso firme de una persecución tras otra.
Ninguna escena describe mejor el pulso de The French Connection
que aquella en la que Popeye sigue a Charnier, que por su parte intenta
despistar a su perseguidor. Los dos hombres juegan al gato y al ratón, y
aunque Popeye cree llevar ventaja, cuando los dos se cruzan en el andén
de una estación de metro, Charnier da la vuelta a la tortilla: primero se
sube a un metro, pero pronto se baja, luego se detiene en un quiosco y
entra a otro tren para acto seguido salir de nuevo, y vuelve a subir, y a
descender, para finalmente montarse otra vez en el vagón justo cuan-
do las puertas se cierran en las narices de Popeye. Charnier le dedica
entonces un irónico saludo desde la ventanilla del tren, que se aleja de
la estación; es decir, reconoce que sabe perfectamente a qué han estado
jugando. Entre las subidas del narco al tren y las consiguientes bajadas,
hay un instante en el que Charnier bloquea la puerta del vagón con su
bastón, de mango plateado y palo negro. Friedkin se fija fugazmente en
ese objeto, el mismo en el que se han posado los ojos de Popeye unos
instantes antes, cuando cree haber perdido a su presa por la calle y la
recupera precisamente al observar entre la multitud el dichoso bastón.
The French Connection no sería lo que es sin el influjo de la generación
de la violencia que explotó unos años atrás. La expresión de la agre-
sividad se define en los gestos en los instantes de morir, como el de
un cuerpo al que disparan en la espalda. El hombre se abre de brazos,
abre la boca y poco a poco cae al suelo. Friedkin aprovecha el escenario
—las escaleras de una estación de metro— para filmar al hombre en un
plano picado, que acentúa la gestualidad; su mueca antes de desplomar-
se se contempla en todo su esplendor. El instante se congela, como si
la figura todavía se resistiese a caer.
Nada de esto es extraño en una película que comienza en Marsella,
con una larga secuencia de seguimiento de un personaje que termina
muerto por un disparo a bocajarro. La sangre brota con brillo, como
si fuese lacre bermellón. La tonalidad contrasta con la luz fría que
atraviesa la película, especialmente en una Nueva York azulada que se

110
Contra el imperio de la droga

distingue a su vez de la Marsella salpicada por el sol mediterráneo. The


French Connection también es una película de texturas, que captura el
ambiente de dos ciudades conectadas por el viaje que hace la droga de
un lugar al otro.
Hay algo tremendamente atrevido en el gusto de Friedkin por lo
epidérmico. El goce, en The French Connection, está en el pulso con el que
se ruedan las calles, en el movimiento de los cuerpos por la ciudad, en
la textura granulada del celuloide, en el sol invernal de Nueva York o en
el azul rotundo del mar de la Costa Azul. Aquí no hay profundidad psi-
cológica ni elucubraciones estéticas sobre la disolución del clasicismo;
hay tiempo y movimiento, y quizá por eso su destello más brillante sea
el de la persecución. Es el thriller en su esencia más pura y representaba
la nueva piel del género.
¿Dónde queda entonces la fatalidad que recorría el noir? Quizá en el
desencanto que Friedkin sugiere al final de la película. Primero, cuando
un Popeye ciego de obsesión dispara a un compañero creyendo que
le ha dado a Charnier: la integridad policial brilla por su ausencia. Tal
vez los protagonistas no son tan monolíticos como creíamos. Segundo,
cuando la película termina con el sonido de un disparo que nunca
veremos y con una serie de frases que relatan la suerte que corrieron
los protagonistas de la película, basada en hechos reales. Los criminales
apenas recibieron condena, el capo desapareció del mapa y los policías
fueron apartados de la lucha contra el narcotráfico. Tras el recorrido
frenético, viene entonces la pulsión crítica. The French Connection es una
película en torno a la corrupción que anticipa la visión realista y descar-
nada de los espacios urbanos que se verá en una serie como The Wire.

111
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

La conversación (1974)
Título original: The Conversation
Producción: Paramount
Productor: Francis Ford Coppola
Dirección: Francis Ford Coppola
Guion: Francis Ford Coppola
Fotografía: Bill Butler
Música: David Shire
Montaje: Richard Chew
Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale, Allen Garfield, Harrison Ford,
Cindy Williams
País: Estados Unidos
Año: 1974
Duración: 113 minutos. Color

C uando Francis Ford Coppola dirige La conversación, lo hace con


Blow-Up. Deseo de una mañana de verano (Blow-Up, 1966) de fondo,
convirtiendo en una exploración del sonido lo que en la cinta de
Michelangelo Antonioni es una indagación sobre la imagen. Del grano
en una fotografía revelada de Blow-Up al murmullo de una charla de
La conversación. Las propias materias del cine, el sonido y la imagen, se
convierten en motivo para la encuesta.
El New Hollywood nació con la plástica muerte de los protago-
nistas de Bonnie y Clyde y se despidió con la masacre en una habitación
de un motel de Nueva York de Taxi Driver (1976). Ambas películas se
precipitan hacia la fatalidad, y cuando la alcanzan se produce un estalli-
do de violencia plástica, sin ambages. Entre una película y otra pasaron
nueve años, de 1967 a 1976. En ese tiempo Martin Luther King fue ase-
sinado, se intensificó y concluyó la guerra en Vietnam, Robert Kennedy
murió en Los Ángeles, Neil Armstrong pisó la luna, Richard Nixon
fue elegido presidente, se celebró el festival de Woodstock, se cons-
truyeron las torres Gemelas y se produjo el escándalo Watergate. En

112
La conversación

cierto modo, fue uno de los períodos más convulsos de la historia de


Estados Unidos desde el final de la Primera Guerra Mundial y el crac
del 29, época que dio pie a la llamada generación perdida de Francis Scott
Fitzgerald y compañía; y que sirvió para gestar el cine de gánsteres.
La conversación surge de estos tiempos, a rebufo de la corrupción des-
tapada en el Watergate. ¿Qué es la fatalidad en los tiempos modernos?
Quizá no es otra cosa que la imagen final de La conversación: un hombre
tocando el saxofón con su apartamento completamente revuelto. Ya no
se trata únicamente de la muerte, del destino fatal más rotundo y direc-
to, sino que hay formas más sibilinas de fatalidad, aquellas que tienen
que ver con la paranoia, con el caos y, en definitiva, con lo existencial.
El espía de La conversación, atrapado finalmente en su propia maraña,
encarna a este hombre moderno.
A la postre, La conversación contiene una de las mejores imágenes que
el New Hollywood dio sobre el hombre moderno: un Gene Hackman
atribulado en medio de un apartamento revuelto. El thriller de los años
setenta se había constituido definitivamente bajo la forma de la para-
noia y de la desorientación existencial. El noir había acabado de dar
paso a otra cosa y contaba, además, con otros rostros. Si Robert Ryan
encarnó la dureza sentimental, si James Cagney combinó la violencia
con la ironía, si Edward G. Robinson apuntaló el género negro en el
suelo de la cotidianidad... Hackman ejemplificó el cambio de paradig-
ma. Fue, más que ningún otro, el hombre paranoico, cuya seguridad se
hace trizas ante el mundo movedizo que habita.
Un año después de La conversación, Hackman encarnaría a otro hom-
bre desorientado. Al final de La noche se mueve (Night Moves, 1975), de
Arthur Penn (director también de Bonnie y Clyde), Hackman no aparece
en un apartamento patas arriba, sino en un barco a la deriva, convertido
en una suerte de náufrago. En ambos casos, la escena final retrata la
sensación de pérdida, de un hombre que ya no sabe cómo estar en el
mundo cambiante en el que vive. En el fondo, Hackman será un esla-
bón fundamental para trazar el camino de los héroes ambivalentes del
noir y la masculinidad patética del neo-noir. El noir había nacido bajo el
signo de la desesperanza de la Segunda Guerra Mundial; y el thriller de
los setenta se fundamentaba en un mundo igual de turbio, pero quizá
algo más sibilino. Carlos Losilla escribe que «en los sesenta, el cine

113
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

negro se pregunta sobre su existencia. Y en los setenta se hace pregun-


tas existenciales, lo cual es muy distinto» (Hurtado, 2008, pág. 77).
Si en La conversación el protagonista intentaba escarbar en una graba-
ción sonora, en La noche se mueve el personaje encarnado por Hackman
rebusca entre las imágenes del making of de una película la respuesta a la
muerte de una joven. La pérdida y la búsqueda (alrededor de materiales
propios del propio audiovisual) serán los pilares.
En Un largo adiós (The Long Goodbye, 1973), la película que Robert
Altman filmó a principios de los setenta adaptando un texto de
Raymond Chandler, abundan los zooms, que parecen ir a la deriva hasta
posarse en las olas del mar, en las vistas que se observan desde una
ventana o incluso en una pareja de perros fornicando en la calle. El
zoom, herramienta tan ligada a la época —y más adelante, injustamente
denostada— ofrece un deambular, un merodeo, una indagación de
aquello que se quiere filmar. La conversación se abre precisamente así,
con un plano general que poco a poco se va cerrando, como si la cáma-
ra no supiese qué quiere encontrar, hasta que topa con el personaje de
Hackman, que en el fondo se pasará la película intentando saber qué
diantres es lo que investiga.

114
Chinatown

Chinatown (1974)
Título original: Chinatown
Producción: Paramount Pictures
Productor: Robert Evans
Dirección: Roman Polanski
Guion: Robert Towne
Fotografía: John A. Alonzo
Música: Jerry Goldsmith
Montaje: Sam O’Steen
Intérpretes: Jack Nicholson, Faye Dunaway, John Huston, Hollis Mulwray,
Roman Polanski
País: Estados Unidos
Año: 1974
Duración: 130 minutos. Color

E n Cape Cod, los cielos son impasiblemente grises y el mar se


arremolina por el viento. Quizá sea el paisaje lo que presagie la
fatalidad. Un biógrafo de famosos ha llegado a dicho lugar para poner
orden a las memorias del primer ministro británico, aunque en realidad
pasa sus días persiguiendo las pistas que ha dejado su antecesor, desa-
parecido en extrañas circunstancias. La trama corresponde a El escritor
(The Ghost Writer, 2010), cuya atmósfera nunca es evidente: se encuentra
en un travelling o en un escenario perennemente nublado. El protago-
nista de la película de Polanski recorre la costa nublada de Cape Cod, y
poco a poco le va pasando lo que al Cary Grant de Con la muerte en los
talones (North by Northwest, 1959): su destino parece confundirse, cada
vez más, con el de otra persona. De fondo, resuena una nota habitual
en el cine de Roman Polanski, la fragilidad de la identidad. El camino
del protagonista de El escritor lo lleva primero a destapar una trama
de espionaje y conspiración, y finalmente a una abrupta y sospechosa
muerte. El escritor fantasma se aleja por la calle con el manuscrito que
contiene las claves del misterio; cuando sale del plano, se escucha en off

115
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

el frenazo de un coche, y los papeles revolotean por la calzada. Tanto


ha seguido los pasos de su predecesor que el protagonista ha terminado
sufriendo su misma suerte. Polanski, irónico hasta la médula, se reser-
va la resolución de este funesto destino para el fuera de campo, justo
cuando comienzan a imprimirse los títulos de crédito.
En Chinatown, los créditos de apertura se imprimen sobre un fondo
monocromo, que da paso a una película en color. James Naremore
explicaba cómo, entre otras cosas, la llegada del color terminó con el
noir. He aquí una de las rarezas de Chinatown: tiñe de colores un género
cuyo imaginario es eminentemente en blanco y negro. Bajo la aparien-
cia de una película nostálgica, Chinatown propone una tensión: entre el
pasado y la estética de los años setenta. La extrañeza de la película surge
de diversos encontronazos, por ejemplo, entre los contornos clásicos
de la película y su esencia moderna.
En la calle, el detective Gittes y la femme fatale Evelyn Cross con-
versan. La iluminación sobre los rostros de ambos es plana. Detrás de
ellos, el sol cae sobre el callejón, que sirve de punto de fuga. Los per-
sonajes aparecen despegados del fondo. En otra escena, un trayecto en
automóvil evoca las formas clásicas: de fondo, el esplendoroso cielo al
atardecer aparece de nuevo desligado de los personajes. Pese al color,
estas imágenes parecen salidas de otro lugar, de un pasado remoto.
John A. Alonzo terminó firmando la dirección de fotografía, que había
comenzado Stanley Cortez (colaborador, entre otros, de Orson Welles).
El desajuste entre unas imágenes y otras revela nuevas tensiones.
Polanski no es un cineasta plano, y aunque su puesta en escena
parece sencilla, invita a observar con atención, pues siempre hay algo
más. En Chinatown, todo parece avanzar bajo la batuta imparable de
la lógica de la narrativa clásica, basada en una relación causa-efecto
que poco a poco se va resquebrajando. La trama arranca cuando una
mujer le encarga al detective Gittes que investigue la posible infidelidad
de su marido. El investigador cumple diligentemente y espía a Hollis
Mulwray, un alto cargo de la compañía de aguas de Los Ángeles. El
problema es que la mujer que le ha hecho el encargo no es la esposa de
Mulwray y que, para colmo, este último aparece muerto junto a la presa
de un río, pero ahogado en agua salada. Como en Vértigo (Vertigo, 1958),
la mujer no es quien parece, y el investigador no es más que un títere.

116
Chinatown

Es curioso cómo, más allá de la aparente perfección de las formas de


las películas de Hitchcock, lo más fascinante de su cine, lo fantasmagó-
rico y desestabilizador de sus imágenes, perdura en las obras de autores
que no han hecho más que acentuar su naturaleza perturbadora. Es el
caso de Polanski, pero también de Lynch; por ejemplo, en la escena de
Terciopelo azul en la que el joven protagonista que juega a los detectives
es amenazado por un histriónico gánster, que parece evocar la secuen-
cia más mítica de Chinatown, aquella en la que un maleante apodado el
Enano le hace un corte en la nariz a Gittes.
El hombrecito, vestido de blanco esplendoroso, no es otro que el
mismo Polanski. El demiurgo se reserva así el papel más pérfido del
auca. La extrañeza de Chinatown no es evidente, sino fruto de una serie
de tensiones latentes. Una de ellas es entre Hollywood y la mirada de
un director europeo disfrazado de maleante, dispuesto a cambiar el
romance imperante en el cine mainstream por un oscurísimo retrato de
perversión.
La violencia de Chinatown tiene que ver con el desgarro, el del corte
en la nariz de Gittes o el de las bofetadas que este le propina a Evelyn
y las frases de ella entre golpe y golpe: «Es mi hija» y «es mi hermana».
Polanski no solo se servía así de una mayor laxitud en los límites mora-
les del Hollywood de los setenta, sino que, con el oscuro retrato de una
relación incestuosa, propinaba su particular cuchillazo al conservador
universo estadounidense. Apenas habían pasado cuatro años de Tristana
(1970), en la que Buñuel ponía en escena otra relación perversa, la de la
joven encarnada por una Catherine Deneuve que prefigura al personaje
de Katherine en Chinatown y el viejo Don Lope, que sostiene que ella es
tanto su esposa como su hija.
En el guion de Robert Towne, Evelyn Cross y su hija Katherine
podían huir a México y el malvado Noah Cross moría. Nada de esto se
da en el final diseñado por Polanski. Las dos mujeres se alejan en coche,
pero la policía les dispara. En un plano general, se observa el automóvil
parado a lo lejos y se escuchan el sonido continuo de la bocina, sobre
la que ha caído el cuerpo inerte de Evelyn, y los llantos desconsolados
de Katherine. La desdicha no termina aquí, sino cuando Noah Cross
llega hasta el coche. El anciano extiende su brazo sobre Katherine, su
hija a la vez que su nieta; es el gesto del triunfo del mal. El retrato de

117
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

la impunidad del poder resulta brutal. Son los códigos sobre los que se
ha construido Los Ángeles. El fallecimiento de Evelyn se narra en un
contundente y sonoro fuera de campo, que anticipa el desasosegante
final de El escritor.

118
Érase una vez en América

Érase una vez en América (1984)


Título original: Once Upon a Time in America
Producción: The Ladd Company, PSO, Embassy, Warner Bros.
Productor: Arnon Milchan
Dirección: Sergio Leone
Guion: Leonardo Benvenuti, Piero Di Bernardi, Enrico Medioli,
Franco Arcalli, Franco Ferrini, Stuart Kaminski, Sergio Leone
Fotografía: Tonino Delli Colli
Música: Ennio Morricone
Montaje: Nino Bargali
Intérpretes: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Scott Tiler,
Rusty Jacobs, Jennifer Connelly
País: Estados Unidos
Año: 1984
Duración: 229 minutos. Color

T odo en Érase una vez en América se articula alrededor del tiempo.


De entrada, en torno a los diez años que su director, Sergio
Leone, necesitó para llevar a cabo el proyecto. El tiempo también se
expresa en la pantalla, en las más de tres horas de duración de la pelí-
cula y en las cinco décadas por las que transcurre este fresco en torno a
las clases bajas del gansterismo, encarnadas en la figura del joven judío
David Noodles Aaronson, un pobre diablo que comienza robando un
reloj y termina exiliándose a un pueblo recóndito de Estados Unidos.
Nada resume mejor la importancia del paso del tiempo en Érase una
vez en América que la elipsis de treinta años que arranca con un joven
Robert De Niro en una estación de autobuses de Nueva York, allí
compra un billete de ida a Buffalo y acto seguido se va mientras de
fondo se observa un mural en el que se lee «Visit Coney Island». En
el siguiente plano, el mismo De Niro, con arrugas y canas, se observa
en el reflejo de una puerta con espejo y la cámara se aleja para revelar
que se encuentra de nuevo en aquella misma estación, donde ahora hay

119
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

otro mural en el que figura la palabra love con la tipografía propia de


la obra pop de Robert Indiana. En un abrir y cerrar de ojos, estamos
en los años sesenta. La vida de Noodles a lo largo de esas tres décadas
nunca se conocerá —«¿Qué has hecho todo este tiempo?», le pregunta
un antiguo amigo; «Ir a dormir pronto», contesta él. Leone plantea así
una de las mayores y más hermosas elipsis de la historia del cine; y aun
así, deja sin resolver qué fue de su protagonista en ese período... más
allá de acostarse temprano.
Con el peso de la nostalgia por la juventud perdida traspirando por
cada uno de sus planos, Érase una vez en América transita constantemen-
te por el alambre del recuerdo. Nada más comenzar la película, tras la
muerte de algunos de sus amigos, un joven Noodles se refugia en un
teatro chino donde, nublado por los efectos del opio, rememora los
hechos acontecidos poco antes, como el descubrimiento de los cadáve-
res de sus amigos bajo la lluvia o una llamada telefónica en el local que
regenta con sus socios. Todo parece un espejismo, pues son instantes
fragmentados, conectados apenas por el persistente sonido del timbre
del teléfono, deslavazados como las formas sinuosas de la memoria.
En Carol (2015), Todd Haynes plantea el recuerdo de forma similar:
muestra a la joven Therese mirando por la ventana de un coche y el
pasado se aparece como piezas imposibles de juntar, a partir no solo de
las imágenes emborronadas, sino también del sonido.
En esos primeros pasajes en torno al recuerdo, Leone se esfuerza
en dejar algunos detalles narrativos perfectamente claros, como las
etiquetas con los nombres que la policía coloca en los tres cadáveres
encontrados. Por un lado, hallamos la claridad expositiva del clasicismo
y, por el otro, la temporalidad dilatada del cine moderno.
A partir de ahí, Érase una vez en América persiste en el sabor de la
nostalgia. A su regreso a Nueva York, un Noodles ya mayor visita los
lugares y a la gente que queda de su pasado, y poco a poco recuerda.
Rememora una juventud de pobreza en un gueto a los pies del puente
de Williamsburg en los años veinte, cuando, siendo apenas unos niños,
Noodles y sus amigos comenzaban a ganar dinero en el contrabando.
También recuerda una temporada en prisión (que da pie a otra elipsis,
tras la cual el protagonista ya es adulto y sale de la cárcel para reencon-
trarse con su colega Max, convertido en todo un gánster de sombrero,

120
Érase una vez en América

traje y corbata). La infancia, pobre pero todavía inocente, se irá desvir-


tuando al ritmo de la tonada triste compuesta por Ennio Morricone,
que se cuela en la diégesis interpretada por uno de los chicos. La rela-
ción entre los amigos es el nudo de la película, y se articula a través de
la mirada: Max observa a Noodles besar a la chica que le gusta y luego
le mira mientras este viola violentamente a una mujer. El perverso
vínculo entre los dos chicos se va insinuando a lo largo de la película,
y aun así, el desenlace de Érase una vez en América se reafirma desde la
amargura propia de la tragedia.
La película recorre no solo la vida de Noodles y el tono agridulce
de las amistades perdidas, sino la historia de Estados Unidos durante
la ley seca, período fundamental también en la gestación del cine de
gánsteres. De hecho, el primer flashback hacia la juventud de Noodles se
inicia cuando este, anciano, mira por el agujero rectangular de la pared
del baño de un restaurante, el mismo por el que de pequeño observaba
los movimientos de la aspirante a bailarina Deborah. La mirilla secreta
parece una cabina de proyección, que en esta ocasión exhibe el recuer-
do del protagonista, que se proyecta ante nuestros ojos para trasladar-
nos cuatro décadas atrás en el tiempo. En el fondo, la memoria y el cine
siempre fueron de la mano.

121
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Terciopelo azul (1986)


Título original: Blue Velvet
Producción: De Laurentiis Entertainment
Productor: Fred Caruso
Dirección: David Lynch
Guion: David Lynch
Fotografía: Frederick Elmes
Música: Angelo Badalamenti
Montaje: Duwayne Dunham
Intérpretes: Kyle MacLahlan, Isabella Rossellini, Dennis Hopper, Laura Dern,
Dean Stockwell
País: Estados Unidos
Año: 1986
Duración: 120 minutos. Color

«N o sé si eres un detective o un pervertido», le dice la cándida


Sandy a Jeffrey. La duda de ella está más que justificada:
después de encontrar una oreja en el césped, Jeffrey ha decidido jugar
a investigador privado, pero sus pesquisas apenas lo llevan a espiar y
desear a una mujer. El héroe de Terciopelo azul transita por la cornisa de
esta ambivalencia, entre el vicio y el curioseo; y la propia película se
sitúa en el terreno de la escisión: entre lo que brilla en la superficie y
lo que permanece oculto, entre una estética que recuerda el esplendor
suburbial de los cincuenta y los convulsos años ochenta, entre el retra-
to irónicamente límpido de un barrio residencial y la apertura hacia lo
pesadillesco, entre dos etapas del cine de Lynch, pues con Terciopelo azul
el director de Montana afianza las señas de identidad de su estilo.
Terciopelo azul se define por el movimiento de la cámara que descien-
de desde el paisaje de cielos azulados y amarillos tulipanes hasta debajo
de la superficie (la misma donde Jeffrey encuentra la oreja recortada).
Pero ¿qué hay bajo tierra? ¿Acaso los bajos fondos del gansterismo
encarnado por Jack? ¿O el subconsciente del efervescente y joven

122
Terciopelo azul

Jeffrey? ¿O puede que otra esfera, la que hay detrás de las cortinas de
terciopelo azul, la que hay dentro de la caja color cobalto de Mulholland
Drive (2001) o en la habitación de baldosas blanquinegras de Twin
Peaks? Quizá esta sea la dimensión de los sueños, o de las pesadillas, o
tal vez de la ficción.
Claude Chabrol escribió con motivo de La ventana indiscreta (Rear
Window, 1954) que el crimen se podría producir por el deseo del perso-
naje de James Stewart de que suceda algo. El asesinato que tiene lugar
en el patio de vecinos del fotógrafo Jeffrey podría ser una suerte de
ficción de la cual él es el único espectador. Como el Jeffrey de la pelí-
cula de Hitchcock —otro mirón que se cree un detective—, el Jeffrey
del filme de Lynch se viste de investigador para saciar su curiosidad, o
quizá su aburrimiento —la vida en Lumberton seguramente es todavía
más anodina que la de un lisiado en un caluroso verano en Greenwich
Village.
La principal brecha que se abre en Terciopelo azul es entre una realidad
aparente y un mundo que parece propio de la ficción. Lynch, de hecho,
da rienda suelta a la puesta en escena de lo performativo. Encerrado en
el armario, el Jeffrey interpretado por MacLachlan observa primero a
Dorothy, que se desnuda, se arrastra, se lamenta y, finalmente, es forzada
por el mafioso y extorsionista Jack. En casa del misterioso Ben, Jeffrey
contempla el show de la banda de Jack, que incluye un pequeño número
musical. Aquí el espacio para la representación no es un patio de veci-
nos, como en La ventana indiscreta, pero Lynch insiste en plantear algunos
planos generales que otorgan esa dimensión de escenario al lugar.
Esta escisión entre la realidad y la representación abraza una mayor
evidencia en Mulholland Drive, filmada en el intersticio entre un milenio
y otro. En ella, Lynch sublima la extrañeza y el artificio, de una manera
similar a cómo lo hace George Cukor en aquel cuerpo extraño del cine
de Hollywood que es Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 1954). Lynch,
de hecho, es un director de musicales, un género que permite la irrup-
ción de lo fantástico en lo cotidiano. Terciopelo azul no se entendería sin
sus canciones, sin la performance musical. El oído, para Lynch, no es un
simple accesorio de las imágenes: si Hitchcock arranca Vértigo con una
espiral hacia el interior de un ojo, Lynch penetra en lo profundo de una
oreja. Es más, si Terciopelo azul es la piedra de toque de la filmografía de

123
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Lynch es porque entre otras cosas supuso también la primera colabo-


ración entre el cineasta y el compositor Angelo Badalamenti.
Cuando, hacia el final, Jack se planta delante de Jeffrey con una
navaja en la mano, la escena deriva en algo entre la ensoñación y el
musical: con una prostituta bailando sobre el capó del coche, la noc-
turnidad cayendo sobre el pobre Jeffrey y Jack cantándole In Dreams,
de Roy Orbison, con los labios teñidos de intenso carmín. Lo perfor-
mativo (y lo transformativo) alcanza aquí su máxima expresión, y el
musical entra en los dominios de la pesadilla. De la mano de Lynch, el
cine negro estrecha uno de sus vínculos: con el surrealismo.
Ni Jack ni Dorothy pertenecen al mismo universo que Sandy y
Jeffrey. De hecho, cuando vemos por primera vez el bloque de apar-
tamentos donde vive Dorothy, estos parecen sacados de otra ciu-
dad (de Chicago o Nueva York, pero no de la aparantemente idílica
Lumberton). El gánster y la femme fatale habitan ese otro lugar. En
Terciopelo azul, la figura del policía corrupto queda reducida a una suerte
de maniquí, un cadáver que se mantiene en pie, ridículamente vestido
con su estridente traje amarillo. Dentro del placar, Jeffrey empuña una
pistola, y una imagen retorna: la que se ha podido atisbar en la pantalla
de un televisor al principio de la película, en la que se está emitiendo
un filme noir. Quizá, sencillamente, Jeffrey ha accedido al otro lado de
la pantalla.
Al final, volvemos a la superficie, y tanto los vecinos de Lumberton
como los protagonistas sonríen de nuevo, como si todo lo que han
vivido fuera solo una pesadilla, o una película de la que han sido espec-
tadores privilegiados. En el cierre de Eyes Wide Shut (1999), la última
película de Kubrick, sucede algo similar: al final, el matrimonio inter-
pretado por Tom Cruise y Nicole Kidman pasea tranquilamente, como
si nada hubiese pasado. Quizá el viaje a los infiernos del deseo del
doctor William solo ha sido un mal trago, un fantasma provocado por
los celos, durante el cual ha intentado seguir un juego de pistas, hasta el
punto de no saber si es un simple médico o un investigador, así como
se desconoce si Jeffrey es un detective o un pervertido.

124
A Better Tomorrow

A Better Tomorrow (1986)


Título original: Jìng Hung Būn Sìk
Producción: Cinema City Company Limited, Film Workshop
Productor: Tsui Hark, John Woo
Dirección: John Woo
Guion: Chan Hing-kai, Leung Suk-wah, John Woo
Fotografía: Wong Wing-hang
Música: Joseph Koo
Montaje: Ma Kam, David Wu
Intérpretes: Ti Lung, Leslie Cheung, Chow Yun-fat, Emily Chu, Waise Lee
País: Hong Kong
Año: 1986
Duración: 95 minutos. Color

Las pelícuals de John Woo parecen distintas respuestas a una única pregunta:
¿cómo podemos hacer volar un cuerpo?

Nicole Brenez

C uando, a mediados de los ochenta, John Woo realiza A Better


Tomorrow, se produce una suerte de revolución estética. La cámara
se ralentiza, los planos se congelan y los cuerpos en acción adquieren
una plasticidad sumamente expresiva. Woo usará el cine policíaco para
ahondar en las posibilidades de la experimentación; y en el centro de la
subversión estética situará el cuerpo.
Bajo la estilización de las formas, se intuye la tragedia. A Better
Tomorrow presenta a Ho, un mafioso que tras un golpe fallido termina
en la cárcel. Su hermano, en cambio, está a punto de salir de la academia
de policía y será incapaz de perdonar a Ho cuando el padre de ambos
muera. En A Better Tomorrow, todo se revuelve alrededor de un plano
detalle, el del cuchillo que se hunde en el cuerpo del padre. O quizá

125
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

en torno a una figura de una fuerte cualidad icónica, la de un hombre


moribundo en brazos de otro. La tragedia, en el cine de Woo, se dispo-
ne a través de lo plástico.
A Better Tomorrow se enarbola a partir de la dualidad. Se trata de dos
hermanos enfrentados porque cada uno vive a un lado de la ley. En
Hard Boiled (Lat sau san taam, 1992), otro thriller de Woo, filmado apenas
unos años después, dos policías no saben que en verdad están en el
mismo bando. Esto es antes de Infernal Affairs (Wú Jiān Dào, 2002) y de
su análoga americana, en las que dos hombres se infiltran en la policía
y en la mafia.
Una de mis escenas favoritas del cine de Woo es de Hard Boiled,
cuando un policía se planta en una biblioteca donde se ha cometido un
asesinato. El agente va recorriendo la escena del crimen. Mediante lige-
ros encadenados, Woo va entrelazando los movimientos de este con los
del asesino, que apenas unas horas atrás ha estado en ese mismo lugar.
Los cuerpos de ambos se solapan, y queda claro que el sino de los dos
está intrínsecamente ligado.
No solo la relación entre los dos hermanos de A Better Tomorrow se
enarbola desde lo trágico, sino también el vínculo robusto y sentido
entre los dos amigos, Ho y Mark. Y no se trata únicamente de lo trá-
gico, sino de la pasión. Tan potente es el frenesí estético de la puesta
en escena de Woo que, cuando Ho tiene a Mark en sus brazos hacia el
final del metraje, el subtexto homoerótico que ha ido resonando a lo
largo de la película brota hasta la superficie. Woo realza de tal manera
el afecto entre los dos compañeros que, al salir de la cárcel, cuando Ho
ve desde otro lado de la calle que Mark ahora es un tullido que malvive
con la propina del capo de la mafia, lo filma con un leve movimiento de
cámara hacia el rostro de Ho. Solo falta el contraplano para completar
la herramienta clásica que retrataba la pasión. Cuando se reencuentran
y Mark le dice a Ho que lo ha estado esperando durante tres años, solo
falta que se besen. Como en Le llamaban Bodhi (Point Break, 1991), el
thriller surfero de Kathryn Bigelow, el subtexto resulta cada vez más
juguetón. Si en el marco del neo-noir de los noventa se explicitaba la
sexualidad líquida de la femme fatale, haciéndola en ocasiones abierta-
mente bisexual, no es extraño que el thriller de los ochenta explore otras
connotaciones de la camaradería entre hombres. El noir siempre fue un

126
A Better Tomorrow

género eminentemente masculino, poblado por gánsteres y detectives,


pero también reveló una fragilidad, una fisura en la construcción de
una masculinidad monolítica. Hitchcock dibujó la figura del gánster
marica de la mano del personaje de Martin Landau en Con la muerte en
los talones, y Samuel Fuller la sugirió con la más bella de las muertes en
La casa de bambú.
En A Better Tomorrow, la amistad entre dos de los protagonistas de
la película sugiere otra cosa. Aunque, quién sabe, quizá solo se trate de
una camaradería que, bajo las formas exacerbadas de un movimiento
de cámara, de un ralentí o de un primerísimo primer plano, adquiere
otro rostro.
En relación con el cine de Woo, Stephen Teo se refería al concepto
chino del yi, que vendría a reflejar un sistema de camaradería, de her-
mandad, que se rige por la lealtad y el honor. El código arraigaría en el
cine de artes marciales, del que Woo toma la plasticidad de los cuerpos
en acción y la traslada al thriller policíaco.
A Better Tomorrow comienza justamente con un plano ralentizado de
un cuerpo corriendo y, al final, con un plano detalle de un ojo. Hard
Boiled se abre a ritmo de jazz, pero pronto se desplaza hacia un res-
taurante decorado con jaulas de pájaros que cuelgan del techo. Allí se
desata un enfrentamiento entre polis y maleantes, que se pelean como
si bailaran, entre el humo de los disparos y las plumas que revolotean
por la estancia. Para Woo, la acción es esto, una danza, una coreografía.
Y con la precisión del coreógrafo, dispone los cuerpos en el clímax de
Hard Boiled: primero, uno de los policías se sacrifica hundiendo la pis-
tola del mafioso que le retiene en su propio estómago y apretando el
gatillo, muriendo, pero hiriendo a su contrincante; luego, el otro agente
dispara con exactitud en el ojo del criminal.
Aparentemente, fue Tsui Hark, partícipe en A Better Tomorrow en
calidad de productor, quien insistió en hacer de los dos protagonistas
falsificadores de dinero en vez de traficantes de droga, para generar así
una mayor empatía. El cambio ofrece también a Woo la posibilidad de
explorar otras texturas: las de la tecnología informática para crear bille-
tes falsos. Se trata de un detalle más en la exploración de las formas del
cine de Woo, que congela los planos, que filma los cuerpos en cámara
lenta.

127
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

El precio del poder (1983)


Título original: Scarface
Producción: Universal
Productor: Martin Bregman
Dirección: Brian De Palma
Guion: Oliver Stone
Fotografía: John A. Alonzo
Música: Giorgio Moroder
Montaje: Gerald B. Greenberg, David Ray
Intérpretes: Al Pacino, Steven Bauer, Michelle Pfeiffer,
Mary Elizabeth Mastrantonio, Robert Loggia
País: Estados Unidos
Año: 1983
Duración: 170 minutos. Color

E l precio del poder es una película de luces de neón, de puestas de


sol saturadas, de coches con tapicería animal print, de vidrieras
con motivos florales, de lámparas de araña, de paredes con papel
pintado, de locales atestados de espejos, de montañas de cocaína...
Es cierto que eran los ochenta y que El precio del poder rezuma el look
de su época, pero también lo es que el exceso habita felizmente en el
cine de Brian De Palma. El director americano encontró en El precio
del poder su manera de explorar, por un lado, los vicios del capitalis-
mo en Estados Unidos de los ochenta y, por el otro, su apasionado
delirio estético.
Cuando, al final de El precio del poder, se imprime una cartela que
dedica la película a Howard Hawks y a Ben Hecht, una no sabe si
rendirse al homenaje o reír, porque nada se parece tanto y tan poco
a la versión original de Scarface (1932) como El precio del poder. Cuando
Hawks dirigió aquella película, a principios de los treinta, el cine sonoro
apenas había comenzado su andadura. Por tanto, Hawks hizo un filme
que exploraba con ingenio las posibilidades de la banda de sonido:

128
El precio del poder

algunas de las mejores escenas de Scarface transcurren en el fuera de


campo, y la acción es sugerida o bien por una sombra o por un ruido.
Al lado de El precio del poder, la película de Hawks es pura sobriedad.
Una de las mejores descripciones de cómo la temporalidad cinema-
tográfica cambió con el tránsito del clasicismo a la modernidad la dio
Jacques Rivette, quien, entrevistado por Serge Daney, comentaba que,
tras ver Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), de Frank Capra,
le sorprendió cómo un viaje de Miami a Nueva York lleno de peripecias
podía contarse en apenas hora y media. El cine moderno emplearía el
doble de tiempo. De la misma manera, si Scarface se condensa en noven-
ta minutos, El precio del poder se desparrama a lo largo de tres horas. Este
es el tiempo que precisa De Palma para narrar el auge y la caída de Tony
Montana, que llega a Estados Unidos desde Cuba, logra un pasaje a
Miami asesinando a un político comunista y primero se convierte en la
mano ejecutora de un mafioso y luego ocupa su lugar.
El precio del poder se abre con un contraste: entre las tonalidades lúdi-
cas de la música de Giorgio Moroder y las imágenes de la llegada de los
refugiados cubanos a Estados Unidos. El precio del poder revela un nuevo
mapa tanto geopolítico como psicológico. Transita entre el retrato de la
época y la exacerbación de las formas. Todo responde a un artificio: las
postales paradisíacas de la playa al atardecer apenas son una ilusión, la
banda sonora obedece a los nuevos sonidos del sintetizador y Montana
delira con la nariz hundida en una montaña de cocaína.
Susan Sontag escribe que «lo camp es una cierta manera del esteticis-
mo. Es una manera de mirar al mundo como fenómeno estético. Esta
manera, la manera camp, no se establece en términos de belleza, sino de
grado de artificio, de estilización» (Sánchez, 2019). Algo de todo esto
hay en la película de Brian De Palma, que mueve la cámara como si
esta fuera un bailarín y él un coreógrafo. En una de las mejores esce-
nas, que no en vano sirve de iniciación de Montana en el mundo del
hampa, el protagonista y sus compinches se plantan en el apartamento
de un traficante colombiano, tienen que llevarse un maletín de coca a
cambio de dinero. Las cosas, sin embargo, no salen según lo previsto, y
los colombianos comienzan a trocear a uno de los amigos de Montana
con una motosierra. De Palma filma la escena con un ampuloso movi-
miento de grúa: la cámara desciende desde la ventana del piso hasta el

129
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

coche donde se encuentra el socio de Montana, que en vez de vigilar


está ligando con una chica; y vuelve a subir para regresar de nuevo al
baño del piso, donde Montana observa con pánico la motosierra.
Diez años después, De Palma filma Atrapado por su pasado (Carlito’s
Way, 1993), otra película con Al Pacino en la piel de un emigrado lati-
noamericano (el cine negro revelará como ningún otro género el crisol
cultural de Estados Unidos). Una escena que resume perfectamente la
puesta en escena de De Palma: el protagonista de Atrapado por su pasado
juega al billar en un bar y se reclina para tirar, cuando observa en las
gafas de su oponente la silueta de un tipo con un cuchillo en la mano.
Para De Palma, todo pasa por la mirada. Quizá por esto no es extra-
ño que el desenlace de esta epifanía estilística que es El precio del poder
tenga lugar en la mansión de Tony Montana, atrincherado junto a las
pantallas de un circuito de videovigilancia: él quiere verlo todo, pero su
estado de ánimo ya no le permite ver nada.
«En este país, primero tienes que ganar dinero; cuando tengas el dinero,
tendrás el poder; y cuando tengas el poder, tendrás a las mujeres». En una
par o tres de frases, Montana le explica a su amigo Manny qué es esto del
capitalismo. También expresa su desdén por las mujeres. De Palma realza
la mirada de Montana cuando posa sus ojos por primera vez en Elvira, la
novia de su jefe, la cual aparece de espaldas descendiendo en ascensor. Tras
la muerte del capo, Montana la saca de la cama: ahora es suya. La escena
describe un secuestro, y no será el último, pues hacia el final de la pelícu-
la, el protagonista hará lo propio con su hermana, a quien arranca de los
brazos del hombre al que ella ama. En un alarde de exceso, De Palma no
se queda ahí: el exagerado afecto de Montana por su hermana se explicita
hacia el final de la película, cuando ella misma se le insinúa dolida, primero
preguntándole si la desea y finalmente disparándole. Para entonces, Tony
ya lo ha perdido todo. Y está a punto de perder también la vida.
Cuando Montana aparece parado en su barroca mansión mientras lo
acribilla una horda de sicarios, grita: «Todavía me mantengo en pie». El
delirio queda así completo, y el cuerpo de Tony al fin puede caer, con-
cretamente dentro de una piscina interior y junto a una estatua que reza
«el mundo es tuyo». Sontag decía que lo camp podía convertir lo serio
en frívolo; entre una cosa y la otra transita El precio del poder, mediante
audaces movimientos de cámara.

130
Uno de los nuestros

Uno de los nuestros (1990)


Título original: Goodfellas
Producción: Warner Bros.
Productor: Irwin Winkler
Dirección: Martin Scorsese
Guion: Nicholas Pileggi, Martin Scorsese
Fotografía: Michael Ballhaus
Montaje: James Kwei, Thelma Schoonmaker
Intérpretes: Ray Liotta, Robert De Niro, Joe Pesci, Lorraine Bracco, Paul Sorvino
País: Estados Unidos
Año: 1990
Duración: 146 minutos. Color

U no de los nuestros se abre envuelta en la nocturnidad de una carrete-


ra y con una situación tan violenta como absurda: los tres colegas
protagonistas trasladan en el maletero a un hombre al que acaban de
disparar, pero este enseguida comienza a hacer ruido. Cuando abren
el compartimento trasero, uno de ellos —el encarnado por Joe Pesci,
irascible y excesivo como en Casino (1995)— se ensaña a puñaladas
con el cuerpo moribundo. Las luces rojizas tiñen las caras, la imagen se
congela y comienza una película que se desarrollará a través de un largo
flashback que nos conducirá hasta ese mismo momento con el que se ha
abierto la película.
En Malas calles (Mean Streets, 1973) Scorsese sacó la cámara a la calle
con el arrebato propio de un Samuel Fuller para retratar una Nueva
York sucia y bulliciosa. Sus dos primeras películas ambientadas estricta-
mente en el universo de la mafia —Malas calles y Uno de los nuestros— se
construyeron sobre un realismo que las alejaba de otros retratos más
mitificadores. Scorsese hizo suya la premisa realista del cine negro de
los cuarenta y la adecuó a un estilo que sublimaba otros pilares del noir:
el retrato de la violencia, el flashback y la voz en off. De Uno de los nuestros
a Casino y finalmente a El irlandés (The Irishman, 2020), la puesta en esce-

131
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

na del cine de mafia de Scorsese es cada vez más compleja y elegante,


sustentada en la fragmentación, en los saltos temporales, en el tránsito
constante entre la música diegética y extradiegética, en elegantes planos
de seguimiento y en fulgurantes movimientos de cámara, como aquel
que se apresura a acercarse al rostro de Ray Liotta después de que haya
esnifado una raya de coca en Uno de los nuestros.
Ningún plano define mejor el glamur y la autoridad del mafioso
que el del seguimiento de Uno de los nuestros cuando Henry Hill (Liotta)
y su novia llegan en coche al Copacabana y entran por la puerta de
atrás, atraviesan la cocina y llegan al fin al interior del atiborrado local,
donde los camareros ponen una mesa expresamente para ellos. «Desde
que tengo uso de razón, siempre quise ser un gánster», dice la voz en
off de Hill al principio del filme, fascinado porque de pequeño veía a
los mafiosos aparcar en doble fila o jugar a las cartas en plena calle
sin que nadie les llamara la atención. «Era mejor que ser el presidente
de Estados Unidos», añade. Si la película comienza así, termina con la
mirada a cámara de Liotta, que lamenta cómo, después de delatar a sus
compañeros al FBI, se ha convertido en un ciudadano corriente. Ya se
sabe que la necesidad de éxito (el you made it) está en el epicentro del
relato estadounidense, y Uno de los nuestros es un retrato norteamericano,
en el que el salvaje Oeste del mito fundacional ha sido sustituido por
la Nueva York sin ley de los cincuenta y setenta. La película no solo
termina con Liotta resignado, con media sonrisa irónica, sino con un
plano intercalado de Pesci disparando a cámara como lo hiciera el ban-
dolero de The Great Train Robbery (1903), de Edwin S. Porter, un hito del
cine de los orígenes, la primera cinta del Oeste y, sobre todo, el mayor
ejemplo de lo que Tom Gunning ha definido como cine de atracciones:
aquellas imágenes gestadas a partir de un impulso de espectaculari-
dad visual y desvinculadas de la continuidad narrativa. Tan a menudo
llamado neoclásico, Scorsese sabe muy bien que, en el fondo, se está
moviendo a caballo entre el relato mítico y las formas de la moderni-
dad, en las que la mirada a cámara y el relato desestructurado están a
la orden del día.
El tiempo —entre el gusto clásico por la elipsis y la extensión del
relato moderno— es esencial para comprender el calado del cine de
mafiosos que a lo largo de las décadas de los setenta y ochenta impul-

132
Uno de los nuestros

saron los directores del Nuevo Hollywood. La épica saga familiar de


El Padrino (The Godfather) se gesta en tres partes que relatan épocas
diversas; De Palma narra el auge y caída de maleantes de origen latino-
americano en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993) y El precio del
poder, que se extienden durante dos horas y media; y Scorsese hace lo
propio en Uno de los nuestros, en Casino y en El irlandés, en las que el tiem-
po se desmenuza en idas y venidas por distintas épocas. De ese mismo
período es Érase una vez en América, otra muestra de colosalismo épico.
En Uno de los nuestros, Scorsese transita de los cincuenta a los ochen-
ta. A lo largo de más de dos horas, que comprenden tres décadas, no
solo se retrata cómo Hill llega a la cima para luego caer estrepitosa-
mente, sino que se dibuja la amistad truncada entre tres socios: Hill,
de madre italiana y padre irlandés; Jimmy Conway, de origen irlandés; y
Tommy, cien por cien guinea, como se conoce en argot a los italoame-
ricanos. Uno de los mejores momentos de la película tiene a Tommy
como protagonista: cuando cuenta una anécdota y Henry le ríe la gracia
con histrionismo y le dice que es muy divertido, Tommy hace ver que
se enfada y amenaza en broma a su amigo. La tensión está ya presente
en los momentos de máximo esplendor de una amistad que Scorsese
siempre ha pintado con aristas. Tan pronto se expresa amor fraternal
—el movimiento de cámara hacia el rostro de De Niro cuando llora
desconsolado al conocer la noticia de la muerte de Tommy— como se
traiciona al fiel compañero.

133
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Bad Lieutenant (1992)


Título original: Bad Lieutenant
Producción: Edward R. Pressman Films
Productor: Edward R. Pressman, Mary Kane
Dirección: Abel Ferrara
Guion: Abel Ferrara, Zoë Lund
Fotografía: Ken Kelsch
Música: Joe Delia
Montaje: Anthony Redman
Intérpretes: Harvey Keitel, Zoë Lund, Victor Argo, Paul Calderone,
Leonard Thomas
País: Estados Unidos
Año: 1992
Duración: 96 minutos. Color

B ad Lieutenant comienza con el protagonista llevando a sus hijos al


colegio. Los chavales gritan desde el asiento de atrás, y él intenta
sin éxito poner orden. Tras dejar a los niños en la escuela, y todavía
en el coche, esnifa un poco de cocaína. El inicio pone en evidencia la
tensión constante que planea en la película entre lo familiar y el abismo.
Si la línea entre los dos existe, esta se difumina pronto. Es más, no hay
tanta distancia entre esta escena primigenia y la parte final, en la que
el teniente se sienta junto a dos violadores a fumar crack y luego los
acompaña hasta un autobús como si fuesen precisamente sus retoños.
En Bad Lieutenant y en El rey de Nueva York (The King of New York,
1990), las dos películas que Ferrara realiza a principios de los noventa
bajo el signo de un noir distorsionado, hay dos momentos similares.
Hacia el final de El rey de Nueva York, en el funeral de un agente de poli-
cía, una limusina se para, se abre la ventanilla y se produce un disparo:
los sesos de un agente se estampan contra la ventana. No hay lugar
más políticamente incorrecto para asesinar a un policía en el imagina-
rio cinematográfico estadounidense que la ceremonia que honra a un

134
Bad Lieutenant

compañero del cuerpo caído. Al final de Bad Lieutenant, encontramos


de nuevo un coche, en el que también hay un policía, el teniente inter-
pretado por Harvey Keitel. En un único plano general, un automóvil se
para justo a su lado, y se escucha cómo alguien lo llama y luego le pega
un tiro. A diferencia de la escena de El rey de Nueva York, la distancia
que otorga el plano general hace que la acción sea sobre todo sugeri-
da. El coche permanece ahí, parado en medio de la calle, mientras los
viandantes se arremolinan curiosos alrededor. La soledad del hombre
en el entorno urbano solo encontrará una imagen a la altura de esta en
el final de Collateral (2004).
Aunque Bad Lieutenant es una película de personaje, el retrato de la
ciudad que hace Ferrara resulta implacable. De la misma manera, en
esta época de películas que presentan la diversidad a partir de fórmulas
de laboratorio, la urbe que propone El rey de Nueva York se revela como
un rico crisol de culturas e identidades, poblada de hispanos, afroa-
mericanos y asiáticos. Ambas películas son la versión más felizmente
histérica de todo lo que se cuece en esa época y en los años previos: la
inmoralidad, el vaivén entre el hedonismo y el extravío provocado por
las drogas, pero también el cine estilizado de Brian De Palma, el lado
oscuro de lo beatífico propuesto por Martin Scorsese o los universos
urbanos alternativos de Spike Lee.
En sus últimas películas, Tommaso (2019) y Siberia (2020), Ferrara
expone sin ambages sus fantasmas personales y creativos (si es que
existe alguna diferencia). A lo largo de Bad Lieutenant, de fondo
retumban los ecos de estos espectros, como si surgieran de las entra-
ñas del cineasta para acechar al protagonista de la ficción. También se
escucha otra cosa, sin duda, más explícita: las distintas retransmisio-
nes de los partidos de béisbol, que no solo ocupan un lugar eminen-
temente prosaico —seguir el estado de las apuestas y de las derrotas
de los Dodgers, que precipitarán al teniente al precipicio—, sino que
describen el deporte como espectáculo especulativo. El deporte se
suma a otros pilares de la sociedad norteamericana como la familia y
la religión, que Ferrara desmonta con una furia inusitada. En El rey de
Nueva York, Frank White dice, por ejemplo, que él no es más que un
hombre de negocios en un país, Estados Unidos, en el que no deja de
incrementar el consumo de las drogas.

135
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

En Bad Lieutenant, Ferrara filma de manera muy distinta dos escenas


de violencia contra las mujeres. La violación a una monja por parte de
dos jóvenes sucede como si fuera una pesadilla, entre tonos de azul
saturado y la presencia abarrotada de la iconografía religiosa. Más ade-
lante, se produce otra escena, si cabe, más violenta: el teniente detiene
a dos chicas y las obliga a hacer todo tipo de posturas, mientras él se
masturba junto al coche de ellas. Ferrara filma el momento con una
paciencia hiriente, posando la cámara largos ratos sobre las dos vícti-
mas, y luego sobre la figura patética del agente. No hace falta mostrarlo
todo o resultar excesivo: es la puesta en escena lo que confiere violencia
al momento.
Las escenas de Bad Lieutenant en las que el teniente encarnado por
Keitel se lanza a los brazos de la heroína son de una crudeza abruma-
dora, como si en vez de una ficción estuviésemos contemplando un
documental. Quizá lo real sea esto: la visceralidad con la que Ferrara ha
entendido la vida y el cine.
Mientras se observa a Keitel gemir y sollozar en medio de una
iglesia en Bad Lieutenant, no es extraño imaginar a Nicolas Cage, que
pondría su histrionismo al servicio del teniente corrupto en el remake
que Werner Herzog hizo de la película de Ferrara. En El rey de Nueva
York, Christopher Walken baila, como lo hará años después en una de
sus interpretaciones más célebres, en un videoclip dirigido por Spike
Jonze para una canción de Fatboy Slim. Tanto Walken como Keitel y
Willem Dafoe —actor fetiche y mejor amigo de Ferrara— se mueven
en el terreno de la animalidad, son tremendamente físicos, de cuerpos
atléticos y de rostros arrugados, como el del propio Ferrara. Los perso-
najes que encarnan estos actores parecen completamente vampirizados
por los fantasmas del autor.
«Los vampiros tienen suerte, se pueden alimentar de otros, nosotros
nos consumimos». Esta frase de Bad Lieutenant, que parece salida de
Arrebato (1979), de Iván Zulueta, la pronuncia el personaje interpretado
por Zoë Lund, que también ejerce de guionista. Tal vez Bad Lieutenant
sea también una película de terror. Al poco de salir de la cárcel, Frank
White, el protagonista de El rey de Nueva York, dice que «ha vuelto de
entre los muertos». No es extraño, pues la Nueva York que registra
Ferrara es casi una ciudad fantasma, y los alucinados tramos de la

136
Bad Lieutenant

película que transcurren bajo una atmósfera de tonos azulados no solo


parecen salidos de la mejor serie B de aquel ya lejano Hollywood clási-
co, sino de una pulsión de abstracción... y del cine de terror.

137
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Instinto básico (1992)


Título original: Basic Instinct
Producción: Carolco, Le Studio Canal+
Productor: Alan Marshall
Dirección: Paul Verhoeven
Guion: Joe Eszterhas
Fotografía: Jan de Bont
Música: Jerry Goldsmith
Montaje: Frank J. Urioste
Intérpretes: Michael Douglas, Sharon Stone, Jeanne Tripplehorn,
George Dzundza, Leilani Sarelle
País: Estados Unidos
Año: 1992
Duración: 127 minutos. Color

A menudo, Instinto básico queda reducida a un cruce de piernas. Quizá


porque la película del neerlandés Paul Verhoeven es una rareza, algo
más difícil de descifrar de lo que parece; o quizá porque la escena en la que
la fatale Catherine Tramell distrae a un grupo de toscos policías abriendo
ligeramente sus piernas define la esencia de Instinto básico.
Verhoeven había llegado a Hollywood con mentalidad europea,
dispuesto a poner la industria norteamericana frente al espejo de su
conservadurismo. Si Showgirls (1995) —el afilado retrato del capitalis-
mo más salvaje en el marco de la industria del entretenimiento— fue
la demostración de que Verhoeven era un cuerpo extraño dentro de
Hollywood, Instinto básico fue una suerte de caballo de Troya. Infiltrado
en las filas del sistema, la película de Verhoeven se sumaba a la moda
del neo-noir, que trasladaba a la posmodernidad las características del
noir —un género a camino entre el clasicismo y la modernidad— y
exageraba y estilizaba sus formas.
No es extraño que Verhoeven, un cineasta cuyos textos y subtextos
habitan siempre en las arenas movedizas pero sugerentes de la ambi-

138
Instinto básico

güedad, se fijara en el noir, un género lleno de figuras ambivalentes. En


Instinto básico, Verhoeven juega con la extrañeza. Revela los espacios
de un San Francisco viciado mediante la anchura del scope; encuadra a
sus personajes a menudo mediante picados y contrapicados; y deja los
techos a la vista, a través de composiciones anguladas.
Si el noir supo resquebrajar los cánones arquetípicos con héroes tur-
bios y atribulados y con mujeres fatales que amenazaban la masculinidad
y que se presentaban abiertamente ambivalentes, el neo-noir ensalzó todas
estas características. La ambigüedad sexual de la femme fatale se exacer-
baba y daba pie a personajes abiertamente bisexuales, como la misma
Catherine Tramell, interpretada por Sharon Stone (Ribes, 2019, pág. 92).
De la misma manera, no existe ningún hombre más perdido en la
telaraña tendida por la mujer fatal que el policía encarnado por Michael
Douglas, que puso rostro a un héroe calzonazos inmerso en espirales
no solo de violencia, sino de erotismo. En la escena de la discoteca de
Instinto básico, en la que el agente Nick, interpretado por Douglas, se
adentra en un local LGTB, no solo él aparece expresamente fuera de
contexto, sino que ella domina la escena. Primero, le cierra la puerta en
las narices, pues es ella quien decide cuándo él puede mirar y cuando
no; y luego, lo atrae a sus brazos.
El dominio de la situación por parte de Tramell es constante. La
femme es más fatal que nunca, también es más gozosa. Su ambivalencia
resulta eminentemente desprejuiciada. El final se encamina directa-
mente hacia esa dirección, porque el cierre se suspende. Si la duda en
torno a la culpabilidad de Tramell sobrevuela durante toda la película,
aquí se afirma con la contundencia de un picador de hielo, que ella
misma empuña cuando está en la cama con Curran, el personaje inter-
pretado por Douglas. He aquí la fatalidad llevada al extremo: no solo la
femme fatale sobrevive, sino que se libra de la cárcel y deja al desubicado
héroe a un paso de la muerte. En este paso entre el goce de Curran y su
destino fatal está ese terreno de la ambigüedad que gusta a Verhoeven.
No vemos qué le ocurrirá a Nick, aunque su suerte parece claramente
echada.
En la época, la figura de Tramell fue absolutamente controvertida,
hasta el punto de que la comunidad LGTB de San Francisco se mani-
festó con camisetas en las que se podía leer «Catherine did it», convir-

139
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

tiendo así el spoiler en una herramienta para la protesta (Ribes, 2019,


pág. 99). Esta tenía su razón de ser: como explica en su tesis doctoral
Francina Ribes, el lesbianismo aparece constantemente asociado al
asesinato. En Instinto básico, cada vez que se revela el lesbianismo de un
personaje, cae la sospecha de asesinato.
Y aquí es cuando toca volver a la escena en la que Tramell se somete
al interrogatorio por parte de la policía y los despacha con el famoso
cruce de piernas. Verhoeven filma una performance, pues Tramell aparece
sentada en una silla, encima de lo que parece una tarima. Frente a ella,
el público: una panda de policías sudorosos, exaltados y babosos. Y así
comienza el interrogatorio, un ella contra todos, en el que Verhoeven
filma la confrontación entre ambos bandos de diversas maneras.
Primero, se acerca a los personajes cada vez que hacen una pregunta
o una respuesta incisiva. Segundo, insiste en la idea del batallón, ya sea
con un furioso barrido o mediante el uso del desenfoque, conectando
a los policías, que bombardean a Tramell con sus inquisiciones. Ella se
defiende sin despeinarse y entonces los desmonta: cruza sus piernas y
deja entrever su sexo. Ahora es ella quien pregunta.
Cuando en 1992 Sharon Stone presentó un episodio de Saturday
Night Live, reprodujo en parte aquella escena de la película de
Verhoeven. Con el mismo vestido blanco, con un cigarrillo en la mano
que se niega a apagar, va hablando. Por corte, vemos a hombres y muje-
res con los ojos como platos y las bocas abiertas. Apenas hacía unos
meses del estreno de Instinto básico, y desde Saturday Night Live habían
entendido perfectamente no solo el carácter performativo del persona-
je, sino también la subversión que había detrás de la ambigüedad. En su
casa, delante del televisor, seguramente Verhoeven se reía.

140
Sonatine

Sonatine (1993)
Título original: Sonatine
Producción: Bandai Visual Company, Shochiku, Yamada Right Vision Corporation
Productor: Masayuki Mori, Toshio Nabeshima, Ritta Saitô, Takio Yoshida
Dirección: Takeshi Kitano
Guion: Takeshi Kitano
Fotografía: Katsumi Yanagijima
Música: Joe Hisaishi
Montaje: Takeshi Kitano
Intérpretes: Takeshi Kitano, Aya Kokumai, Tetsu Watanabe,
Masanobu Katsumura, Susumu Terajima
País: Japón
Año: 1993
Duración: 94 minutos. Color

M urakawa, el violento yakuza interpretado por Takeshi Kitano


en Sonatine, es mandado por su jefe a Okinawa. Supuestamente,
debe mediar con otro clan. Más allá de cómo el viaje se enmarca en la
trama, el cambio del paisaje urbano de Tokyo a la naturaleza costera
de Okinawa define las mutaciones tonales de una película que, como
buena parte del cine de Kitano, se asienta en la peculiaridad, entre la
comedia de lo absurdo y la pulsión violenta del thriller, entre la explici-
tación y la sugerencia, entre la predominancia del gesto y lo contempla-
tivo, entre la contundencia y el lirismo.
De Tokyo a Okinawa. El protagonista de Sonatine realiza un trayecto
similar al de Boiling Point (3-4x juugatsu, 1990). En la isla de Okinawa,
todo cambia. En el universo predominantemente masculino de Sonatine,
irrumpe una mujer. El paisaje es de repente otro, el de la arena blan-
quinosa, el viento, el sol y el mar. Y el tono muta, a la comedia, a lo
burlesco y a la performance. En la playa, los yakuza se distraen con juegos
de todo tipo. Cavan hoyos en la arena y se tronchan cuando ven a uno
de sus compañeros caer en la trampa. Dibujan un círculo que emula la

141
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

forma de un ring, donde dos de los yakuza se enfrentan ante la mirada


de los otros y de la mujer. Unos ríen, y los otros actúan. La escena no
parece corresponder a una trama criminal ni tampoco a la sequedad
de las ráfagas de violencia que van salpicando la película. La escena
podría corresponder a una comedia, a una pieza de teatro del absurdo,
a un circo, a la actuación de una troupe de mimos. Kitano, el cineasta
que, como actor, ha fijado su presencia a partir de la inexpresividad y
la singularidad de su rostro, sitúa el cuerpo performático en el centro
de la puesta en escena.
En Sonatine se dan cita el Kitano cineasta y el Kitano actor; el autor
de películas que exploran la intersección entre la violencia y la belleza
y el icono televisivo fraguado al fulgor del «humor amarillo». Kitano se
reconoce tanto en la puesta en escena de la eclosión de la agresividad
contenida como en la del espectáculo humorístico. Es más, se maneja
tanto en el fuera de campo —el tiroteo a plena noche, en el que apenas
se observan los destellos de los disparos— como en la frontalidad de la
violencia. Y mira de soslayo hacia una tradición fílmica que remite a Ozu
—la frontalidad y la centralidad a la hora de situar a los personajes en el
cuadro— a la vez que retoma la capacidad de algunos cómicos de reve-
lar la dualidad entre aquel que se sitúa frente a la cámara y detrás de ella.
El crítico francés Thierry Jousse compara a Kitano con Jerry Lewis.
En ese mismo artículo, escribe:

«Lo que es seguro es que la muerte no es, en el cine de Kitano, un instante que
podríamos identificar, rodear, encuadrar y filmar en cuanto que tal —y más parti-
cularmente el suicidio, que está siempre en el fuera de campo; por ejemplo en Boi-
ling Point, Escena frente al mar (A Scene by the Sea, 1991) y Hana-bi. Flores de fuego (Hana-
bi, 1997)—, pero sobre todo el horizonte o incluso una ola de la que no cesamos
de escuchar el movimiento como un rumor persistente» (Jousse, 2003, pág. 152).

En Sonatine, el suicidio se presenta, cómo no podía ser de otra mane-


ra, como un juego. El protagonista toma una pistola e invita a dos de
los hombres que están junto a él en la playa a que se disparen (son
desconocedores de que cargador está vacío). La ruleta rusa es uno más
de los juegos, aunque el gesto de apretar el gatillo sobre la sien reso-
nará a lo largo de la película: primero, cuando Murakawa sueña que la
bala se dispara justo cuando está frente a los dos; más tarde, cuando el

142
Sonatine

protagonista está en el coche, junto al mar, y esta vez aprieta el gatillo


sabedor de que la pistola está cargada. En el sueño, hay un gesto, el de
la sonrisa quebrada de Kitano antes de que la sangre resbale por su ros-
tro. La imagen de Kitano sonriendo justo antes de que brote la herida
en la sien podría servir de resumen del gusto del cineasta por situarse
en un lugar entre la comedia y la violencia.
El gesto se repite por última vez en el suicidio de Murakawa. A
diferencia de las películas que cita Jousse, aquí el momento sí que se
ve. En cualquier caso, lo que atraviesa la escena no es tanto la pistola y
la sangre, sino el mar, que se observa de fondo bajo un cielo grisáceo.
Unos años después, el mismo Kitano dirigirá y protagonizará Hana-bi.
Flores de fuego, una película que termina de nuevo en la playa, también
con el sonido de un disparo, pero esta vez dejando la acción en el fuera
de campo. Kitano indaga así sobre la puesta en escena de la fatalidad en
forma de suicidio, y se fija en el paisaje, suave y mutable, del mar, que
se agita de fondo mientras retumban los disparos.

143
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Pulp Fiction (1994)


Título original: Pulp Fiction
Producción: A Band Apart, Jersey Films
Productor: Lawrence Bender
Dirección: Quentin Tarantino
Guion: Quentin Tarantino
Fotografía: Andrzej Sekula
Montaje: Sally Menke
Intérpretes: John Travolta, Uma Thurman, Samuel L. Jackson, Tim Roth,
Amanda Plummer, Bruce Willis
País: Estados Unidos
Año: 1994
Duración: 153 minutos. Color

E n Reservoir Dogs (1992), antes de que se pueda observar ninguna


imagen, se escucha algo. «Déjame que te diga de qué trata Like
a Virgin. Trata de una chica que se cuela por un tío que tiene una polla
enorme. La canción entera es una metáfora sobre las pollas grandes».
En off, con los títulos de crédito todavía en marcha, con la pantalla en
negro, se puede oír esta «disertación» en clave testosterónica sobre la
canción de Madonna. Quentin Tarantino se presentaba al mundo con
una declaración de intenciones. La frase no la dice cualquiera, sino el
propio director, que en la película interpreta a Mr. Brown. El arranque
verborreico de la película resulta premonitorio del lugar que la palabra
hablada ocupará en el cine de Tarantino.
En el momento de la realización de Reservoir Dogs, Tarantino apenas
había firmado un ignoto largometraje. Por entonces, Harvey Keitel
ya había protagonizado algunos de los filmes más relevantes de autores
como Martin Scorsese o Abel Ferrara; Steve Buscemi ya se había estre-
nado, aunque fuera de manera residual, con Scorsese y con Ferrara,
con Jarmusch y con los Coen; y Tim Roth había trabajado con Stephen
Frears. Aunque es cierto que para algunos de sus actores principales

144
Pulp Fiction

(Buscemi, Roth, Madsen) Reservoir Dogs supondría la primera cima de


sus trayectorias, no deja de ser impresionante observar cómo, en la pri-
mera escena de la película, Tarantino comparte mesa con todos ellos,
auténticos natural born actors. El cineasta no solo se reservó un papel,
sino que se codeó interpretativamente con todos estos nombres (a los
que cabe sumar el de Chris Penn, que, entre otros, había trabajado con
Francis Ford Coppola).
Tarantino es Mr. Brown, uno de los primeros en perecer en el golpe
fallido en torno al que se revuelve la película, que va de flashback en
flashback presentando a los diversos personajes, mientras el presente
se sitúa en el escenario teatral de un hangar abandonado. El otro que
muere en seguida es Mr. Blue, encarnado por Edward Bunker, uno de
los escritores de novela negra que mejor ha trabajado la musicalidad y
el naturalismo de los diálogos. Reservoir Dogs arranca con el verbo, pero
será en Pulp Fiction, la siguiente cinta de Tarantino, donde el habla se
convertirá en la principal herramienta para la dilatación temporal.
El director se muestra travieso y se divierte con la estructura de su
película todavía más que en Reservoir Dogs. Pulp Fiction se abre y se cierra
con una escena en un diner, que en realidad se situaría justo en la mitad
de los hechos que discurren a lo largo del filme. Quizá la película sea
precisamente eso, un juego, un cubo de Rubick que se presenta ante
nosotros con los colores completamente desencajados.
La estructura prevalece, es férrea, impenetrable. No obstante, por
las esquinas de un guion diseñado con escuadra y cartabón hay algo que
se escurre, que permite la sugerencia. En Pulp Fiction, el primer plano de
Christopher Walken es el eje en torno al que gira el flashback que explica
los orígenes emocionales de Butch, el boxeador. La digresión es jugosa
y sirve para explicar la importancia del reloj que Butch se apresurará a
buscar y que terminará desembocando en la muerte de uno de los pro-
tagonistas. Tarantino hace un rodeo para evidenciar el azar organizado
que determina el transcurso de la película. Si Butch no hubiese ido a
buscar el reloj... Si Vincent y Jules no hubiesen estado desayunando en
el mismo diner donde una histriónica pareja se disponía a robar... Si Mia
no hubiese esnifado el polvo blanco que Vincent escondía en uno de
sus bolsillos... En Pulp Fiction, la fatalidad responde al más juguetón de
los destinos.

145
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Pero, más allá del desvío, lo mejor de ese flashback sobre el reloj
del boxeador está en el rostro de Walken, en la paciencia con la que
Tarantino se fija en su mirada, en cada una de las muecas del actor.
La grieta que se observa en la aparentemente perfecta estructura de
Pulp Fiction está también en la manera en que Tarantino posa su cáma-
ra sobre los cuerpos de John Travolta y Uma Thurman cuando sus
personajes, Vincent y Mia, contonean sus caderas mientras suena You
Never Can Tell. Reservoir Dogs ya era una película performática, que tenía
su escena más icónica en una mezcla entre baile y eclosión violenta.
Tarantino aglutinaba la extasiada puesta en escena de la violencia de los
últimos años, presente tanto en el cine asiático como en el noir neoyor-
quino de Ferrara y Scorsese. Sin embargo, en manos de Tarantino, el
cariz es más lúdico y también más autoconsciente.
Reservoir Dogs es en blanco, negro y rojo: las tonalidades del traje con
camisa y corbata de la banda protagonista se manchan del color escarla-
ta de la sangre con la que se van ensuciando. Rezuma cine negro por su
concepción por capítulos, por su gusto por el flashback y porque se erige
sobre un elenco enteramente masculino (desde el principio, en que
todos esos hombretones intentan descifrar la canción de Madonna).
En Pulp Fiction irrumpen ya algunas mujeres, pero no será hasta sus
dos siguientes películas que Tarantino encontrará su camino mediante
el retrato de poderosas heroínas. Eso sí, en Pulp Fiction volverá la vista
a la mujer fatal, encarnada en la figura, de pelo negro, de Mia Wallace
(Uma Thurman).
En Pulp Fiction, la performance sigue ahí. Y la música. A la femme fata-
le, Tarantino le brinda una canción y un baile al ritmo de la oscura y
seductora tonada de la canción Girl You’ll Be a Woman Soon. Escondida
detrás de un muro, la cámara la sigue embelesada, y ella agita su cabe-
llera oscura justo antes de lanzarse a los brazos del polvo blanco. Por
un momento, la férrea estructura de la película se resquebraja y emerge
la figura de un director que ama a los actores. Así, no es extraño que
Tarantino comenzara Reservoir Dogs compartiendo mesa con un séquito
de intérpretes ni que su película más emotiva sea el retrato de la figura
del actor y de la actriz cinematográfica, en Érase una vez en... Hollywood
(Once upon a time in... Hollywood, 2019).

146
Seven

Seven (1995)
Título original: Se7en
Producción: Cecchi Gori Pictures, Juno Pix, New Line Cinema
Productor: Phyllis Carlyle, Arnold Kopelson
Dirección: David Fincher
Guion: Andrew Kevin Walker
Fotografía: Darius Khondji
Música: Howard Shore
Montaje: Richard Francis-Bruce
Intérpretes: Morgan Freeman, Brad Pitt, Gwyneth Paltrow, Kevin Spacey,
R. Lee Ermey
País: Estados Unidos
Año: 1995
Duración: 127 minutos. Color

C on su escenario urbano y oscuro y con su detective con gabar-


dina y sombrero, Seven exhibe los mimbres del noir. Sin embargo,
esconde otra cara. Eran mediados de los noventa, y David Fincher
supo crear un imaginario que luego se asentaría tanto en el thriller como
en el terror: el de espacios cerrados, de tonos sepia o verdosos, de
paredes y mobiliarios mugrientos. En esos escenarios habita una de las
mayores encarnaciones del mal que ha dado el cine negro reciente, el
asesino en serie interpretado por un Kevin Spacey que no revelará su
rostro hasta la fase final de la película.
El contrapunto al mal y la encarnación de la inocencia es Tracy, el
personaje de Gwyneth Paltrow, que detesta la ciudad a la que se ha
mudado. No es para menos, ¿quién querría vivir en un lugar donde
llueve a diario y a cántaros? Durante el grueso de la película, el paisaje
urbano se muestra oscuro, cerrado, inhabitable. La ciudad, que no tiene
nombre, podría ser Chicago, o quizá Gotham City. El aguacero ince-
sante contribuye a preguntarse si acaso este no es el escenario de un
filme fantástico, pues, en el fondo, es un lugar que no termina de tener

147
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

un referente real. Fincher rodó Seven en Los Ángeles, pero la metrópo-


lis californiana solo se asemeja a sí misma al final, cuando el asesino
en serie encarnado por Spacey emplaza a los detectives a terminar la
historia en el desierto. Solo entonces sale el sol, y el paisaje se cubre de
tonos ocres, aunque en verdad no haya nada luminoso en esta escena.
Al final, nada puede salir bien, porque el daño ya está hecho. Aquí
lo fatídico no se encarniza con la femme fatale, figura de pulsión destruc-
tora, sino con el personaje más puro, cuyos restos quedan escondidos
en una caja de cartón: el contenido no se ve, pero la caja confirma la
tragedia.
Tras el juego del gato y el ratón entre los dos policías y el asesino
en serie, que sigue los motivos de los siete pecados capitales, la película
termina con un cara a cara entre el psicópata y los dos agentes. Pasada
más de una década, Fincher realiza otra película en torno a un asesino
en serie. Zodiac (2007) se basa en la historia verídica de un criminal que,
a finales de los sesenta, mató a decenas de personas, mandando a la
vez diversas pistas a los periódicos. Aquí el final no resulta tan cerrado
como en Seven. Filmada en San Francisco, el mismo lugar donde tuvie-
ron lugar los hechos, Zodiac refleja la historia de un asesino de quien
nunca se ha desvelado la identidad y sobre el que siempre ha habido
hipótesis, pero nunca certezas. Mindhunter, la serie de la cual Fincher ha
dirigido dos episodios, ahonda de nuevo en estas cuestiones; en ella,
una trama subyace, la del asesino BTK, cuya «verdadera» identidad
permaneció años sin descubrirse.
«El bien, el mal, blanco, negro... eso es fácil», dice uno de los pro-
tagonistas de Mindhunter. «Nadie tiene la respuesta», insiste. La serie
plantea precisamente la imposibilidad de presentar las identidades de
forma monolítica, sobre todo en la segunda temporada, cuando, a raíz
de una subtrama que implica al hijo pequeño de uno de los policías, se
pone el acento en cuestionar dónde está la raíz del mal.
Esto en cuanto a la trama, porque lo más interesante está en la mane-
ra en que Fincher dispone la realidad frente a la cámara: con un gusto
exacerbado por el detalle, con una nitidez rotunda en las imágenes. Lejos
quedan los tiempos de aquella ciudad lluviosa y embrutecida de Seven.
En Zodiac, Fincher pone la tecnología digital al servicio de una clari-
dad expositiva que, a la vez, no hace más que revelar algo opaco: bajo la

148
Seven

perfección solo se esconde el misterio, la imposibilidad de lo verdadero.


La nitidez de la tecnología digital no hace más que evidenciar la impo-
sibilidad de que haya una claridad total. En cierto modo, el ambiente
oscuro, sórdido y sucio de Seven envuelve un universo más simple, el
de la maldad encarnada en el personaje de Spacey —que también en
los noventa encarnó a otro malvado de personalidad escurridiza, en
Sospechosos habituales (The Usual Suspects, 1995)— y que, a su vez, traspasa
de forma perversa al policía interpretado por Brad Pitt, cegado por
la necesidad de venganza. En cambio, bajo la apariencia impecable
de los planos de Zodiac o de Mindhunter, solo se puede encontrar una
inquietante incertidumbre, la misma que se halla en las identidades de
los personajes que construyen: el asesino en serie del que no conoce-
mos el nombre o el agente del FBI que se implica tanto con los sujetos
que estudia que termina creyéndose también un sociópata. En su libro
sobre Fincher, Guillaume Orignac escribe lo siguiente: «Al llevar la per-
fección de la ilusión a su punto de incandescencia, Fincher termina por
subrayar la dimensión artificial de sus imágenes y aclara discretamente
el poso de angustia de sus películas» (Orignac, 2011, pág. 84).
Hay, sin embargo, un eslabón entre unas películas y otras. En Perdida
(Gone Girl, 2014), Fincher ahonda de nuevo en una personalidad escu-
rridiza, en una identidad que se quiebra, en este caso para seguir un
plan maquiavélico: Amy ha desaparecido, dejando una serie de pistas
dispuestas para inculpar a su marido, Nick, que para colmo deviene
el principal sospechoso tras sonreír tenuemente en una rueda de pren-
sa. La fugada Amy encarnará como nadie la ambigüedad latente de las
imágenes fincherianas. No podía ser de otra manera, pues emerge de la
ambivalencia destructiva de la femme fatale.

149
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Fargo (1996)
Título original: Fargo
Producción: Working Title Films
Productor: Joel Coen
Dirección: Ethan Coen
Guion: Ethan Coen, Joel Coen
Fotografía: Roger Deakins
Música: Carter Burwell
Montaje: Roderick Jaynes
Intérpretes: Frances McDormand, Steve Buscemi, William H. Macy,
Peter Stormare, John Carroll Lynch
País: Estados Unidos
Año: 1996
Duración: 97 minutos. Color

«E n primavera, las larvas eclosionan, y el ciclo comienza de


nuevo», se escucha en el televisor. En frente, los ojos de
Marge parecen hipnotizados, por el cansancio y por la pantalla. A su
lado, su marido, Norm, duerme profundamente; encima de ellos, una
bolsa de snacks. Así es la vida de los Gunderson, que esperan su primer
hijo. En paralelo a esta escena de anodina rutina conyugal, otra pareja
todavía más peculiar se pelea con un aparato de televisor: uno es enju-
to, desgarbado y verborreico, y el otro es alto, retraído y rubio. Ambos
han raptado a una mujer a instancias de Jerry Lundegaard, el marido
de ella. Se podría decir que Fargo va de parejas, la de los matones de
segunda fila, la del vendedor de coches y su esposa secuestrada, y la de
Marge y Norm, que a la vez que se presentan como extremadamente
tediosos, resultan, en este panorama de extrañezas constantes, los más
«normales» de todos.
La agente de policía Marge Gunderson, con su abultada barriga y su
apetito voraz, anda por el paisaje blanco de Dakota y Minnesota dis-
puesta a resolver un macabro crimen. Al final de la película, Marge está

150
Fargo

sentada en la cama y felicita a su marido porque él ha conseguido no-sé-


qué-cosa de unos sellos; ella calla que ha resuelto un caso brutal, violento
y terriblemente trágico, con el gesto tranquilo y a los siete meses de
embarazo. La elección de la heroína —mujer y encinta— define per-
fectamente la voluntad de los hermanos Coen de subvertir los códigos
del género en Fargo, que, como decía la profesora Glòria Salvador, es
un filme noir completamente blanco. El paisaje gélido define la película,
como otrora lo hicieran los escenarios naturales del cine nórdico del
período mudo, el de directores como Victor Sjöstrom; no en vano,
Minnesota es la cuna de la inmigración sueca en Estados Unidos.
Nada en Fargo está en su lugar: su final no responde a una heroi-
cidad mistificada, sus personajes desafían los arquetipos, y el tono se
sitúa en un lugar entre el noir, el thriller y la comedia —negra, eso sí. La
comicidad siempre se trunca ante la podredumbre de los hechos que
retrata; o se presenta de manera sutil, a partir de la mirada irónica de
sus directores sobre el Medio Oeste americano. El grueso de la escena
del secuestro de Jean Lundegaard resulta un sketch de humor físico:
ella observa aparentemente tranquila a los asaltantes mirar el interior
de la casa a través de la ventana del salón, luego se refugia detrás de la
cortina de la ducha y salta al cuello de uno de los matones envuelta en
el plástico. Jamás una trama criminal estuvo tan desprovista de glamur
y abrazó con tanta firmeza el patetismo.
Cuando un policía se acerca a un vecino porque este se ha encontra-
do con un tipo de «apariencia curiosa» que podría ser uno de los sospe-
chosos, los Coen los filman en un único plano, en medio de la calle, hun-
didos en sus abrigos con capucha, moviéndose hacia un lado y otro de
forma ridícula. El testigo dice: «Este tipo pequeño está bebiendo y me
dice: “¿Dónde puedo encontrar un poco de acción? Me estoy volviendo
loco en el lago”. Y yo le digo: “¿Qué tipo de acción?” Y él dice: “Acción
de mujeres, ¿qué te crees?” Y yo le digo: “Bueno, qué te crees, yo no
organizo este tipo de cosas”, y él dice: “Me estoy volviendo loco en el
lago”». El diálogo resulta absurdo por la repetición, por el detalle en
las réplicas y por el acento de un vecino cualquiera que, como quien no
quiere la cosa, dará una de las pistas para que Marge resuelva el crimen.
En el cine de los Coen, el tono siempre resulta singular, situado
entre muchas cosas. Aquí, entre la sátira y el noir. Por ejemplo, en

151
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Fargo, los Coen envuelven de nocturnidad la persecución de uno de los


matones a unos testigos que los han cazado por azar deshaciéndose del
cuerpo de un policía: la noche cubre la estepa nevada, apenas se ven los
focos del automóvil que huye, y que termina volcado en la nieve. Todo
es oscuro en esta escena, desde el paisaje hasta el posicionamiento
moral de los personajes.
La subversión de Fargo apunta en dos direcciones, hacia los códigos
del género y hacia dos estandartes de la cultura americana como son la
familia y la economía. Si de alguna manera los Coen pueden ser vistos
como cineastas políticos, es desde una posición antisistema.
«En la vida hay algo más que un poco de dinero», le dice Marge al
asesino que sobrevive al final. Él calla ante las palabras de ella, que pare-
cen descifrar también el discurso de una película en la que —como en
otras obras del dúo de Mineápolis, por ejemplo Sangre fácil (Blood Simple,
1984) y Arizona Baby (Raising Arizona, 1987)— la familia y las personas
no dejan de ser mercancía. No hay gesto que defina mejor los Estados
Unidos que retratan los Coen que la sonrisa falsa de Jerry Lundegaard,
encarnado por William H. Macy. Su inmoralidad se encuentra en esa
mueca, que exhibe por igual a su suegro, a los clientes del concesionario
y a la policía.
Después de visitar en las Twin Cities a un antiguo amigo del que
no se sabe si está ligando con ella o simplemente dándole pena, Marge
descubre que este le mintió cuando le dijo que su mujer había muerto.
Este encuentro, una suerte de inciso dentro de la trama, resulta genial:
los Coen no solo están incluyendo una digresión en pleno relato, sino
que apuntan a la falsedad y a la hipocresía (la misma que, por otro lado,
encarna Jerry y su sonrisa forzada).
Al principio de la película, un cartel advierte que lo que vamos a ver
a continuación está basado en hechos reales y que los nombres de los
personajes se tuvieron que cambiar por respeto. Nada más lejos de la
verdad: Fargo es una invención, aunque, en el fondo, retrata las patéticas
complejidades del ser humano.

152
Lazos ardientes

Lazos ardientes (1996)


Título original: Bound
Producción: Dino De Laurentiis
Productor: Stuart Boros, Andrew Lazar
Dirección: Lana Wachowski, Lilly Wachowski
Guion: Lana Wachowski, Lilly Wachowski
Fotografía: Bill Pope
Música: Don Davis
Montaje: Zach Staenberg
Intérpretes: Jennifer Tilly, Gina Gershon, Joe Pantoliano, Barry Kivel,
Christopher Meloni
País: Estados Unidos
Año: 1996
Duración: 109 minutos. Color

A Corky, la fontanera recién salida de prisión interpretada por Gina


Gershon, le gusta el café negro, cómo no. Cuando Violet, su
vecina, le ofrece algo para tomar, Corky le dice que cerveza. «Cerveza,
por supuesto», dice Violet. Y cuando Corky le comenta que no tiene
coche, sino una camioneta, Violet responde: «Por supuesto». Las prota-
gonistas de Lazos ardientes se contemplan en el espejo de los arquetipos
del noir con mirada desafiante: Violet goza de la ambigüedad propia de
la femme fatale, pero se presenta como abiertamente bisexual; y Corky no
responde a la imagen del héroe noir, sino a la de la butch.
Corky, dicen, es muy buena con sus manos. Así lo filman las
Wachowski: cuando Corky desenrosca las cañerías del apartamento en
el que Violet vive con el funesto Cesare y el agua se escurre sobre su
piel; y cuando la fontanera se adentra con sus dedos entre las piernas
de Violet.
Nada más comenzar la película, ambas se cruzan unas miradas en
el ascensor ante la presencia invisible de Cesare. Él es un convidado de
piedra, pues la puesta en escena se construye sobre el plano contrapla-

153
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

no entre ambas. Como señala Francina Ribes en su tesis doctoral sobre


el vínculo entre lesbianismo y violencia en el contexto del neo-noir, la
herramienta clásica para la representación del deseo (históricamente
heterosexual) se pone aquí al servicio de la pasión lésbica.
Enmarcada en el revitalizante neo-noir de los ochenta y noventa,
Lazos ardientes es una propuesta extraña. Como algunas de sus compa-
ñeras de viaje hacia la revisitación del cine negro, se asienta en el exceso,
tanto en su construcción de los arquetipos como en su imaginario esté-
tico. Sin embargo, y a diferencia por ejemplo de la inquietantemente
ambivalente Instinto básico, Lazos ardientes resulta adelantada a su tiempo,
sobre todo en su perspectiva de género y en su concepción abierta-
mente queer. Está claro que Verhoeven va en otra dirección y no tiene
el más mínimo interés en ahondar en la identidad queer del personaje
encarnado por Sharon Stone: su desafío es total, pero se encuentra en
otro lugar, en la extrañeza, en lo performativo y en la victoria afilada de
su protagonista femenina.
Lazos ardientes no solo resulta subversiva por la manera que tienen
las Wachowski de agitar la coctelera de los arquetipos, sino también
porque no se corta en su puesta en escena de los encuentros sexua-
les entre las dos protagonistas (bajo el asesoramiento de la sexóloga
feminista Susie Bright) y porque su película relata una historia de amor
lésbico con final feliz (cabe recordar que, a mediados de los cincuenta,
Patricia Highsmith escribía Carol, y cómo en el prólogo de la edición de
1989 afirmaba que uno de los propósitos de la novela era la de ofrecer
un desenlace positivo para una ficción lésbica, algo insólito en aquella
época y excepcional incluso hoy día).
En su artículo para Women in Film Noir, Chris Straayer se refiere al
personaje de Corky como la protagonista. Sin embargo, creo que la
última rebelión de Lazos ardientes es la de hacer de la femme fatale la pro-
tagonista absoluta de la película. Violet quiere dos cosas: anhela esca-
par de las redes de la mafia y ama a Corky. Y, al final, logra las dos. La
femme fatale resulta no ser tan fatal como se presumía, y no es castigada.
Al remover los signos de los arquetipos, las historias se transforman,
cambian. Violet puede tener un final feliz, que no solo se concreta en
el amor, en el beso final entre las dos protagonistas, sino en su salida de
la jaula del hampa. Hay algo terrible en algunas de las femmes fatales del

154
Lazos ardientes

cine negro, que no sé sabe qué hacen ahí, saliendo con tipos violentos,
atrapadas en pisos de lujo en los que nada es suyo. No es extraño que
las construcciones más dolorosas de las femmes fatales del noir se presen-
ten como mujeres alcoholizadas (Los sobornados) o drogadictas (El precio
del poder). ¿Cómo fue su infancia? ¿Cómo era su familia? ¿Qué las ha
llevado hasta ahí? Son víctimas de un sistema del que no pueden salir,
y esta es otra vuelta de tuerca que ofrece Violet.
Violet tiene que salir de un lugar visiblemente claustrofóbico. Lazos
ardientes es un noir de interiores, se desarrolla esencialmente en los apar-
tamentos contiguos donde se encuentran Corky y Violet. Las paredes
juegan un rol crucial, los muros con tapiz floreado y de color burdeos
del piso vacío donde trabaja Corky, que ella pretende cubrir de blanco.
Precisamente en los botes de pintura esconde el dinero que ella y Violet
han robado. La cámara transita de un espacio a otro, atravesando las
finas paredes, que permiten que se escuche todo. Y la cámara de las
Wachowski se infiltra también por los orificios de los revólveres, por
el hueco de la taza de un wáter, anunciando las facultades estéticas del
cine de final de milenio, en el que cualquier movimiento de cámara era
posible (El club de la lucha, Matrix).
El espacio es tan irreal como un sueño lynchiano, quizá porque
Lazos ardientes es el reverso de lo que otrora fue el cine negro. «Ya no
lo llaman la mafia, sino el negocio», le dice Violet a Corky, refiriéndose
a las operaciones turbias de Cesare. Ella, como la propia película, es
plenamente consciente de los entresijos del noir.

155
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Ghost Dog, el camino del samurái (1999)


Título original: Ghost Dog: The Way of the Samurai
Producción: Plywood Productions, Bac Films, Canal+, JVC Entertainment
Networks
Productor: Jim Jarmusch, Richard Guay
Dirección: Jim Jarmusch
Guion: Jim Jarmusch
Fotografía: Robby Müller
Música: RZA
Montaje: Jay Rabinowitz
Intérpretes: Forest Whitaker, John Tormey, Isaach De Bankolé, Louise Vargo,
Cliff Gorman
País: Estados Unidos
Año: 1999
Duración: 116 minutos. Color y blanco y negro

El camino del samurái se encuentra en la muerte.


La meditación sobre la inevitable muerte se debería llevar a cabo a diario.

Yamamoto Tsunetomo, Hagakure. El libro del samurái

E n una de las frases más ocurrentes de la ya de por sí genial serie


Seinfeld, un ejecutivo de la cadena de televisión NBC se escandaliza
cuando George explica que la sitcom que tienen entre manos trata sobre
nada, que mostrarán el día a día, cómo alguien va a trabajar, cómo lee
un libro... «¿Leer en televisión?», inquiere horrorizado el ejecutivo, para
quien no hay nada que vaya más en contra de lo narrativo que un par
de ojos puestos en las páginas de un libro. Curiosamente, el libro tuvo
un lugar privilegiado en el cine de la modernidad, cuando, por ejemplo,
Jean-Pierre Léaud caminaba declamando un texto o leía en la cama. Al
comienzo de Ghost Dog, vemos a su protagonista, el sicario interpretado

156
Ghost Dog, el camino del samurái

por Forrest Whitaker, enfrascado en la lectura de Hagakure. El libro del


samurái. El director, Jim Jarmusch, realza el gesto de leer.
La película empieza con una cámara en movimiento, que sobrevue-
la el paisaje urbano siguiendo a una paloma mensajera, que se posa al
fin en un tejado. Desde ahí, la cámara sigue moviéndose, se precipita
primero hacia una ventana y, ya en el interior del edificio, se fija no
tanto en el hombre que lee, sino en el libro. Quizá el protagonista sea,
pues, el código del samurái, en vez de Ghost Dog, el asesino a sueldo
encarnado por Whitaker.
Las frases del libro de Yamamoto Tsunetomo recorren toda la
película: Whitaker las dice en off al inicio de la misma. Luego, el texto
aparece a menudo impreso sobre fondo negro. Al comienzo, hay un
plano detalle de una de las páginas, donde se leen las frases que enca-
bezan este capítulo, y que entrelazan el camino del samurái con una
muerte inexorable. En Ghost Dog, la muerte se revela lejos del signo de
la fatalidad, más bien está intrínsecamente ligada con la existencia, con
una cierta cotidianidad.
El final del camino está dibujado desde el inicio, de manera que,
cuando la mafia comienza a perseguir a Ghost Dog, ya se avista su
muerte. Jarmusch filma el asesinato del sicario como si, en vez de un
filme noir o de mafiosos, la película fuera un wéstern. Quienes se retan
son el protagonista, el samurái enfundado en una sudadera negra, y su
maestro, un mafioso al que le debe la vida y con el que se comunica
mediante palomas mensajeras. El duelo se produce en plena calle, a la
luz del día, y en vez de un suelo polvoriento, propio del cine del Oeste,
hay asfalto.
Lo que les ha llevado hasta ahí es el infortunio: cuando Ghost Dog
se dispone a eliminar a un tipo, lo hace delante de la hija de un capo
mafioso. A partir de ahí, se desata una curiosa mezcolanza genérica
entre el noir, el cine de samuráis y la comedia de mafiosos. Ghost Dog es
una pieza más de la delicada exploración de los géneros cinematográfi-
cos que ha ido proponiendo Jarmusch a lo largo de su filmografía, en
obras como el wéstern Dead Man (1995), el filme carcelario Bajo el peso
de la ley (Down by Law, 1986), la película de vampiros Solo los amantes sobre-
viven (Only Lovers Left Alive, 2013) y la de zombis Los muertos no mueren
(The Dead Don’t Die, 2019).

157
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Si El silencio de un hombre, cuyo título original era Le samuraï, se ini-


ciaba con una cita de un texto llamado El libro de Bushido, Ghost Dog se
encomienda a Hagakure. El tono asiático se define en lo absurdo de
algunas acciones (podemos pensar en el cine de Kaurismäki, pero tam-
bién en el de Kitano), pero también en el gusto por la pausa. La mezcla,
entonces, no es solo de géneros, sino también de culturas: el código del
samurái convive con las formas del hip hop.
Pocos cineastas contemporáneos tienen una mirada tan particular
sobre lo urbano como Jim Jarmusch. Hay un tipo de plano que solo
hace él: las vistas de las aceras y las fachadas, a pie de calle, grabadas
seguramente desde un coche. En Ghost Dog, este movimiento de cáma-
ra discurre a ritmo de los temas del rapero RZA.
La musicalidad se encuentra también en otro lado: en los movi-
mientos suaves de Whitaker, que Jarmusch captura mediante enca-
denados, dejando que el cuerpo del actor deje un rastro, un halo. Por
momentos, la comicidad desaparece y en la película planea un tono
poético, plástico, abstracto. Cuando Ghost Dog se enfunda la pistola
con silenciador, lo hace como si fuera un sable. El sosiego asoma asi-
mismo en las maneras calladas de su protagonista, en el dominio de un
cuerpo sigiloso, casi blando. La palabra convive con el silencio, en una
película que versa también en torno al lenguaje, en torno a las palabras
escritas del libro del samurái y en torno a la distancia idiomática entre el
protagonista y su mejor amigo, un vendedor de helados francés. Quizá
por todo esto, Ghost Dog recuerda a otra película de su director, Paterson
(2016), un filme sobre las palabras y sobre la poesía, que Jarmusch
encuentra en los libros y también en las imágenes.

158
Collateral

Collateral (2004)
Título original: Collateral
Producción: Parkes/MacDonald, Edge City
Productor: Michael Mann, Julie Richardson
Dirección: Michael Mann
Guion: Stuart Beattie
Fotografía: Dion Beebe, Paul Cameron
Música: James Newton Howard
Montaje: Jim Miller, Paul Rubell
Intérpretes: Tom Cruise, Jamie Foxx, Jada Pinkett Smith, Mark Ruffalo,
Peter Berg, Javier Bardem
País: Estados Unidos
Año: 2004
Duración: 120 minutos. Color

H oy, una década y media después de su estreno, Collateral cobra la


dimensión de las obras visionarias. En 2004, el cine digital era
todavía una promesa sobre la que pendía un prejuicio: se temía que el
nuevo soporte careciera de la plasticidad del celuloide. Fue entonces
que Michael Mann presentó Collateral, y la imagen digital soltó un
estruendo, estalló en formas abstractas, sugerentes, nuevas y seducto-
ras. Hoy, la textura de Collateral sigue siendo la de una pintura de tonos
amarillentos y grisáceos, en la que los rostros de Tom Cruise y Jamie
Foxx aparecen pegados a un Los Ángeles nocturno e imponente. Que
en la actualidad la fascinación que desprenden las imágenes de Collateral
permanezca intacta dice mucho de una obra que, por un lado, señaló
el camino en el uso de las cámaras de alta definición y, por el otro,
experimentó tanto con los límites del soporte digital que, a día de hoy,
la película de Mann sigue siendo una rareza.
Tal vez Collateral sea como su título, una película que es una cosa
y su adyacente. De entrada, cuenta la historia de un asesino a sueldo
que obliga a un taxista a ser su chófer durante una noche, a lo largo de

159
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

la cual debe matar a cinco personas. Para más inri, el último objetivo
es una abogada a la que el conductor ha conocido ese mismo día. La
casualidad es tan absurda como efectiva. Además, esta es una película
sobre el azar. También tiene un espacio privilegiado la tragedia. Frente
al sentimentalismo de Max, el taxista, Vincent, el sicario encarnado por
Cruise, exhibe su psicopatía. Así como el taxista muestra su humanidad
mediante sus anhelos —la postal de una playa paradisíaca o la posibili-
dad de dirigir una flota de limusinas— y sus vínculos afectivos —una
madre hospitalizada—, Vincent se presenta sin nada: sin pasado, ni
familia, ni deseo ni contexto. Cruise y Mann contaban, sin embargo,
que los dos habían construido durante meses la vida entera del perso-
naje; unos detalles que, como el iceberg de Hemingway, permanecen
bajo el agua, para que de Vincent solo asome la punta: el desapego de
un tipo vestido rigurosamente con tonalidades frías. Collateral resulta
una pieza de cámara: transcurre en una noche, apenas sale del taxi y sus
personajes se pueden contar con los dedos de una mano.
«Un hombre muere en un vagón, el metro sigue circulando y
nadie se da cuenta», cuenta el asesino a sueldo encarnado por Cruise.
Evidentemente, su final no puede ser otro que ese. Solo, en el metro,
cuando está a punto de amanecer, Vincent muere, y su tronco se encor-
va, y ahí permanece su figura, sentada en el vagón vacío de un tren que
sigue circulando. Al final de Collateral, como en el cierre de Heat (1995),
el «villano» deberá rendir cuentas con sus propias palabras y enfrentar-
se a una soledad que le persigue a lo largo de toda la noche.
Quizá Vincent ya sepa que su vida terminará así, y probablemente
ese pensamiento aflore, por ejemplo, cuando ve cruzar a un coyote por
una de las calles. El sicario y el animal se miran el uno al otro, y los ojos
del coyote brillan como dos luceros. Son dos puntos resplandecientes
en medio de una calle desértica. Y aquí estamos de nuevo, en la poética
que emerge de las texturas que la cámara de alta definición confiere a
la noche angelina. He aquí de nuevo la pulsión plástica de Collateral, la
fuerza arrolladora de su propuesta estética, porque si por un lado hay
una trama de desenlace fatalista tan sólida como una roca, por el otro
está la tendencia abstracta de la imagen.
En el trayecto desde el aeropuerto al centro de la ciudad, mientras
suena la sedosa Hands of Time, de Groove Armada, y la iluminación

160
Collateral

urbana invade la escena, Max conversa con la abogada que se ha subido


a su taxi. Es cierto que hablan, sobre las inseguridades de ella, sobre
la importancia del caso que tiene entre manos, sobre qué ruta es más
rápida, sobre la desconexión frente a la rutina, pero tal vez la escena
no trate tanto de qué dicen ellos. Hay un tercer personaje que, callado,
se expresa con furia: la ciudad, con sus rascacielos y circunvalaciones,
que Mann filma mediante planos aéreos. Los Ángeles luce desde la
ventanilla del coche mediante esta imagen plana que parece situar en
el mismo término los rostros de los personajes y el paisaje urbano. En
la estela del creciente thriller asiático, Collateral se precipita al abismo
de la plasticidad. Sus formas son las del HD, las de una coreografía de
acción llevada a cabo por un Tom Cruise único en la exploración de
la fisicidad, las de las superficies reflectantes de un edificio de oficinas
acristalado... las luces de la ciudad que brillan en la noche, las de una
discoteca o la de la señal luminosa del taxi.
En Collateral, el cielo es sepia y el movimiento de los cuerpos en
acción dejan un halo tras de sí. La noche es grisácea, igual que el traje
y el cabello plateado de Vincent. Con Collateral, el filme noir dejó de ser
noir para ser gris; dejó de construirse sobre los contrastes del negro y
del celuloide, y se adentró en la misteriosa noche de la textura digital.

161
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Brick (2005)
Título original: Brick
Producción: Bergman/Lustig
Productor: Ram Bergman, Mark G. Mathis
Dirección: Rian Johnson
Guion: Rian Johnson
Fotografía: Steve Yedlin
Música: Nathan Johnson
Montaje: Rian Johnson
Intérpretes: Joseph Gordon-Levitt, Nora Zehetner, Lukas Haas, Noah Fleiss,
Matt O’Leary
País: Estados Unidos
Año: 2005
Duración: 117 minutos. Color

J unto al túnel de un alcantarillado, un cuerpo yace inerte. El prota-


gonista lo observa: primero, los zapatos, de estilo retro y de tacón;
después, un mechón de cabello rubio, tímidamente bañado por un ria-
chuelo. La mano está perfectamente posada sobre el cemento y luce en
su muñeca unas pulseras azules. Así comienza Brick, de Rian Johnson,
que, desde el inicio, impone su lirismo de diseño.
El mismo arranque desvela la curiosa operación que propone
Johnson en Brick: la primera escena da paso a un plano de esa misma
mano, con sus brazaletes, que abre una taquilla de instituto. Una muer-
te, un flashback y un fisgón que se dispone a averiguar qué ha pasado.
El marco parece propio del noir, pero hay algo extraño. Brendan, el
chaval que juega a los detectives, no es más que un estudiante; Emily,
la fallecida, era su exnovia; y el misterio en torno a su desaparición y su
posterior muerte tiene que ver eminentemente con un entramado de
tráfico de drogas en un instituto. Brick es una película de dispositivo,
que desplaza algunos de los códigos del noir a un escenario distinto, el
universo de los liceos norteamericanos.

162
Brick

Para colmo, ni siquiera el espacio se corresponde exactamente con


el imaginario del cine de institutos. De nuevo, algunos elementos resul-
tan familiares, pero, en general, Brick discurre en una suerte de esce-
nario espectral, en pasadizos y patios vacíos. En el párking del colegio,
absolutamente desértico, Brendan no solo departe con la femme fatale
adolescente Laura, sino que intenta escapar con vida del furioso asalto
de un coche que se abalanza sobre él a toda velocidad. En Con la muerte
en los talones, Alfred Hitchcock trasladaba la típica escena del noir, en la
que la amenaza tiene lugar en un oscuro callejón, a un espacio abierto,
a un campo de cultivo, a pleno sol, totalmente aislado, donde la intimi-
dación llegaba por el aire. En Brick, un escenario tan cotidiano como
un patio de colegio se convierte en un lugar extraño, lleno de peligros.
Quizá el director de Looper (2012) y de Puñales por la espalda (Knives
Out, 2019) se esmera demasiado en diseñar nombres para sus perso-
najes (The Pint, Tug, The Brain) y atuendos cool (traje negro y bastón
para The Pint). Sin embargo, lo mejor de Brick es la capacidad de
Johnson de crear este universo absolutamente propio, en el que los
adultos no aparecen hasta la mitad del metraje y de forma absoluta-
mente residual, como si este noir estuviese poblado únicamente por
posadolescentes. Cuando Brendan encuentra al fin a The Pint, el
villano detrás de todo, Johnson primero nos presenta el sótano donde
lleva a cabo sus operaciones y luego sube a la superficie y construye
una escena esencialmente absurda. Ahí están el héroe y su némesis,
sentados en la mesa de la cocina de una casa unifamiliar, frente a la
madre de uno de ellos, que no tiene ni idea de que los chavales están
viviendo una especie de ficción de los años treinta. En este sentido,
Brick participa de la materia de lo fantástico, pues al inserir lo noir en
la cotidianidad lo que surge es una extrañeza, algo parecido a la reali-
dad, pero alejado finalmente de esta.
Mientras en una serie como Buffy, la cazavampiros la consonancia
entre el universo de los vampiros y el del instituto se mantiene, en Brick
se produce un desequilibrio. Del noir apenas quedan sus arquetipos, sus
fórmulas narrativas, como si las paredes se hubiesen desmoronado para
dejar únicamente los pilares a la vista, en una construcción fantasmal.
Y del cine de institutos apenas se percibe la angst juvenil. Lo interesante
de la película está en la fricción entre estas dos esferas.

163
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Johnson se adentraría así en la oscuridad del noir, para, años más


tarde, hacer lo propio en la versión más lúdica del cine de detectives.
En Puñales por la espalda, un detective llega a una mansión para resolver
si un anciano escritor de exitosas novelas policíacas se ha suicidado o
si, por el contrario, ha sido asesinado. Para ello, cuenta con la ayuda de
la enfermera, que cree haberlo matado y que, cuando miente, tiene la
urgencia fisiológica de... vomitar. La película funciona para Johnson no
solo como un divertimento, sino como un homenaje a las muestras más
populares del los relatos detectivescos. Aquí aparecen referenciados
desde Agatha Christie hasta Jessica Fletcher. Y la desventura se presen-
ta bajo la batuta de una puesta en escena cartesiana: por ejemplo, en la
manera límpida y eficaz con que el cineasta presenta el caserón donde
tendrá lugar un particular Cluedo. Ya en Brick, Johnson hacía gala del
cálculo en la puesta en escena, por ejemplo, en el clímax, que transcurre
en un ejemplar fuera de campo.
Como en Brick, en Puñales por la espalda los códigos genéricos se
presentan desnudos, visibles, como si la propia codificación del noir
o del policíaco fuera el verdadero tema del filme. Además, con Brick,
Johnson anticipa la versión más repelente y aventajada del noir, algo que
David Robert Mitchell terminará de resolver en Lo que esconde Silver Lake
(Under the Silver Lake, 2018): el género como un esqueleto sobre el que
se construye el imaginario de la cultura pop.

164
Una historia de violencia

Una historia de violencia (2005)


Título original: A History of Violence
Producción: Benderspink
Productor: Chris Bender, J. C. Spink
Dirección: David Cronenberg
Guion: John Olson
Fotografía: Peter Suschitzky
Música: Howard Shore
Montaje: Ronald Sanders
Intérpretes: Viggo Mortensen, Maria Bello, Ed Harris, William Hurt,
Ashton Holmes
Países: Estados Unidos, Alemania, Canadá
Año: 2005
Duración: 96 minutos. Color

C omo en Con la muerte en los talones, la película de Hitchcock en la


que el enmadrado Roger Thornhill acaba adoptando el nombre
del superespía George Kaplan, en Una historia de violencia, Tom Stall, un
padre de familia habitante de un anodino pueblo americano y afable
dueño de un diner, termina reconociendo tras mucha insistencia que
él es Joey Cusak. A lo largo de buena parte de la película, una banda
de mafiosos insiste en llamarle Joey, nombre que él niega primero con
media sonrisa y luego de malas maneras. La diferencia con la película de
Hitchcock resulta sustancial, pues si Kaplan no es más que una inven-
ción, Cusak resulta ser la verdadera identidad de Stall.
En Una historia de violencia, el pasado llama a la puerta de Stall para
recordarle sus raíces mafiosas y para que David Cronenberg se permita
así indagar en uno de sus temas favoritos: la dualidad. Al cineasta cana-
diense seguramente le agrade el discurso del doctor Jekyll en El hombre
y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), de Rouben Mamoulian,
cuando en la sala de actos de una universidad proclama que cree fer-
vientemente que el ser humano no es uno, sino dos.

165
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

En aquella escena de la obra maestra de Mamoulian, el cineasta


reafirma la concepción dual del personaje principal mediante los
movimientos de una cámara que se desplaza a derecha e izquierda de
la platea. En Una historia de violencia, el relato insiste precisamente en lo
dual a partir de diversas escenas que funcionan como las dos caras de
una misma moneda.
Llama la atención el abrazo de Tom a su hijo después de que el
chico haya disparado a uno de los mafiosos que los acosaban. El gesto
encuentra su correspondencia hacia el final de la película, cuando el
capo criminal Richie Cusak abraza a su hermano Joey, que regresa a
Filadelfia para enterrar de una vez por todas su pasado. En ambos
casos, se produce un reconocimiento: el padre ve en el hijo algo de sí
mismo que había permanecido oculto, y el hermano ve cómo su par
regresa a sus raíces.
Cronenberg no solo ahonda en la dualidad, sino en el origen de la
violencia, esencia misma de una cultura estadounidense que el director
—el vecino canadiense— retrata con tanta contundencia como mirada
crítica. El caserón de Richie Cusak donde tiene lugar el clímax de Una
historia de violencia, una mansión con una escalera central y una lujosa
lámpara, recuerda tanto al final de El precio del poder como al de Forajidos,
una película de la que Una historia de violencia parece ser especialmente
deudora, pues ambas retratan cómo la vida anodina de un hombre
oculto en un pueblo cualquiera se ve modificada por la llamada de su
pasado.
No hay nada más sospechoso que la «normalidad» norteamericana,
parece advertir Cronenberg, que filma los rostros de sus personajes
otorgándoles una extrañeza inusitada: oscureciendo parte de la cara y
dejando el otro costado iluminado con tonos cálidos; con la cámara
cerca del personaje, pero dejando ver el entorno; con ligeros picados
y contrapicados; y con personajes de rostros angulosos como los de
Viggo Mortensen y un Ed Harris que aparece tuerto.
No hay plano que defina mejor lo anómalo que el de Mortensen,
quien encarna a Stall, de pie, en el jardín de su casa, con el rostro
salpicado de sangre tras una masacre. Se trata poco menos que del
instante de una transformación: con un matón tendido en el suelo,
Tom le espeta que debería haberle matado en Filadelfia. Es la primera

166
Una historia de violencia

vez que el hombre anodino acepta en voz alta su identidad pasada. Sin
embargo, los mafiosos le habían reconocido antes: hacia el principio de
la película, cuando un incidente en el diner de Tom hace que despache a
un par de ladrones con una agresividad implacable y unos movimientos
perfectamente calculados.
Una historia de violencia se inicia a partir del azar. La película se abre
con un travelling lateral que sigue a un descapotable en el exterior de una
tienda de carretera. Sobre los créditos, la conversación entre los dos
ladrones resulta anodina, y el sol ilumina el lugar; parece un momento
ordinario, si no fuera porque la secuencia culmina en el interior de la
tienda, cuando uno de los hombres observa con desdén los cadáveres
que se disponen a dejar atrás y dispara a una niña que lo descubre. La
escena no solo revela el tema central de la violencia, sino que lo hace
desde una atmósfera enrarecida: la de la normalidad y lo diurno, bajo la
cual se oculta algo tremendamente oscuro.
Una historia de violencia se desarrolla a pleno día, al menos hasta los
minutos finales. De hecho, otra de las extrañezas de la película tiene que
ver con su desarrollo, con quiebros que desobedecen a la «normalidad»
narrativa. En Una historia de violencia, el pasado del protagonista no se
aparece a través de un flashback, como lo haría en un noir como Retorno
al pasado, sin embargo, está ahí: agazapado, en el fuera de campo, calla-
do hasta que Tom emprende un viaje precisamente hacia sus raíces.
Tras ponerse el sol, Cronenberg filmó otra película con Mortensen
sobre las raíces de la violencia: lo hizo en Londres, donde se encerró
en la nocturnidad de un restaurante regentado por la mafia rusa. En
Promesas del este (Eastern Promises, 2007), el actor neoyorquino vuelve a
esconder el secreto de lo dual.

167
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

La noche es nuestra (2007)


Título original: We Own the Night
Producción: Industry Entertainment
Productor: Marc Butan, Joaquin Phoenix, Mark Wahlberg, Nick Wechsler
Dirección: James Gray
Guion: James Gray
Fotografía: Joaquín Baca-Asay
Música: Wojciech Kilar
Montaje: John Axelrad
Intérpretes: Joaquin Phoenix, Eva Mendes, Mark Wahlberg, Robert Duvall,
Moni Moshonov
País: Estados Unidos
Año: 2007
Duración: 117 minutos. Color

E n su primera película, Cuestión de sangre (Little Odessa, 1994), James


Gray definía las líneas maestras de su estilo. Mediante la historia
de Joshua, un criminal que regresa a casa para terminar arrastrando a
su hermano pequeño hacia un mundo de violencia, el cineasta se aden-
traba en los bajos fondos neoyorquinos, en el seno de un hogar claus-
trofóbico, de paredes empapeladas e iluminación tenue, y emparentaba
el noir con la tragedia familiar y con el melodrama.
En La noche es nuestra, Joey y Bobby, dos hermanos, hijos de un poli-
cía, encarnan los dos extremos de la legalidad: uno de ellos ha seguido
los pasos del padre, y el otro trabaja en un local de noche vinculado a
la mafia rusa. Gray narra el regreso a casa —en sentido figurado— del
segundo, que poco a poco abandona la familia que lo ha acogido en lo
laboral para acercarse a su clan sanguíneo. Como en Cuestión de sangre,
la película está marcada por el fatalismo, por una hoja de ruta de la cual
es imposible escapar.
Al final de La noche es nuestra, los dos hermanos, ambos del lado de
la policía tras la muerte del padre, tienden una trampa al clan ruso. Es

168
La noche es nuestra

de día, y Gray resuelve la tensión familiar con un elogio del fuera de


campo. En las orillas del río, Bobby se adentra en el ramaje y, entre
una humareda, venga a su padre. El círculo se cierra, y precisamente
alrededor de un cerco se encuentra el capo mafioso que ha ejercido
de padre para Bobby y que ahora se disculpa argumentando que no
sabía que el jefe de policía al que mandó asesinar era el progenitor de
su protegido.
La escena es una excepción en una película en la que, como en las
posteriores El sueño de Elis (The Inmigrant, 2014) o en Two Lovers (2008),
los espacios a menudo son cerrados, se presentan escondidos tras cor-
tinas, y las lámparas que las iluminan apenas desprenden una claridad
amarillenta. En La noche es nuestra, la cámara se asienta en las sombras.
Gray muestra otra cara de Nueva York, la de los apartamentos y locales
cerrados, con iluminaciones apagadas. La atmósfera transpira así una
sigilosa intimidad. En el cine de Gray, los espacios suelen definir a los
personajes.
En Two Lovers, la casa familiar, de pasillos oscuros y decoración
recargada, es el sitio donde Leonard sellará su matrimonio —conser-
vador, vinculado a la estructura familiar—, mientras que el romance
que mantiene con una vecina que se escapa de su círculo social tiene
lugar entre llamadas y miradas de una ventana a otra y, sobre todo, en
la azotea, un espacio cercano a lo irreal, a la fantasía. Es el sitio que
ocupan los personajes en las tramas dispuestas por Gray, dirigidas de
manera inexorable hacia la fatalidad, atravesadas por lazos sanguíneos
abocados a la tragedia. Los dos hermanos de La noche es nuestra quedan
retratados por ambientes dispares: una decadente fiesta de la policía y
una glamurosa noche en una discoteca de lujo. Los lugares que ellos
dos habitan los separan, los retratan como dos hombres eminentemen-
te diferentes, aunque poco a poco se dirijan de manera inexorable hacia
un lugar común, pues los lazos sanguíneos terminarán imponiéndose.
En un momento de Cuestión de sangre, Joshua camina por la calle,
ve que lo están siguiendo y da media vuelta, alcanza a su perseguidor
y le dispara. A lo largo de la escena, la cámara da bandazos, captando
con naturalidad callejera —propia de los nuevos cines de la moderni-
dad— el juego de miradas de los personajes. La mirada es el motor de
la acción, según Gray.

169
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Al final de Two Lovers, un supuesto melodrama, el personaje inter-


pretado por Joaquin Phoenix se sienta junto a su novia en el salón
familiar e intercambia una mirada con su madre. Tras un intenso amor
no correspondido con una chica que no estaba a su alcance, el hijo ha
regresado al hogar dispuesto a formar una familia con una mujer a la
que él no ama, pero que su familia adora. La escena, de una profun-
da desazón, está marcada por dos ideas básicas en el cine de Gray: la
mirada como eje de la puesta en escena y la imposibilidad de escapar
de los lazos de sangre. Estos mismos vínculos dictarán el destino de
Bobby en La noche es nuestra: tras la muerte del padre, el hijo de policía
que flirteó con la mafia atiende a la llamada del parentesco genético.
«Es uno de los nuestros», dice uno de los policías de La noche es nuestra
sobre el hermano disidente. El protagonista es prisionero de un destino
inexorable, de una cuestión de sangre.

170
Antes que el diablo sepa que has muerto

Antes que el diablo sepa que has muerto (2007)


Título original: Before the Devil Knows You’re Dead
Producción: ThinkFilm
Productor: Michael Cerenzie, Brian Linse, Paul Parmar, William S. Gilmore
Dirección: Sidney Lumet
Guion: Kally Masterson
Fotografía: Ron Fortunato
Música: Carter Burwell
Montaje: Tom Swartwout
Intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Ethan Hawke, Marisa Tomei, Albert Finney
País: Estados Unidos
Año: 2007
Duración: 117 minutos. Color

A comienzos de cada una de las últimas décadas del siglo XX,


Sidney Lumet firmó lo que podría llamarse un fresco en torno a
la corrupción policial. Dirigió Serpico (1973), El príncipe de la ciudad (Prince
of the City, 1981) y Distrito 34: corrupción total (Q&A, 1990). En el centro
de cada una de ellas se encuentra o bien un policía (en el caso de las
dos primeras) o un fiscal del distrito (en la tercera) condenados a bregar
con agentes dispuestos a embolsarse suculentas propinas. Cada uno
tiene sus razones de ser. Serpico, el policía encarnado por Al Pacino en
la película del mismo nombre, es un hombre de principios, que nada
más salir de la academia se muestra disgustado cuando su compañe-
ro —cuyo retrato cuelga en la comisaría sobre el epígrafe «policía del
mes»— le explica que en un restaurante le dan comida gratis porque
permite al dueño aparcar en doble fila. Tras esta presentación, resulta
lógico observar cómo Serpico rechaza sistemáticamente el dinero que
se reparten sus compañeros y cómo se embarca en una cruzada para
desenmascarar una corrupción que habita en lo más profundo del siste-
ma. Danny, el agente de El príncipe de la ciudad, tiene una moral algo más
laxa, que lo lleva a ponerse un micro con algunos y a negarse a delatar

171
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

a su propia unidad. Para Reilly, el fiscal de Distrito 34: corrupción total,


la investigación de un tiroteo en el que se ha visto envuelto un turbio
detective no es más que un encargo; eso sí, cuando el agente acusado
intenta buscar excusas, Reilly le responde que estas cosas no pasan «si
estás limpio». La realidad es que las tres películas están pobladas de
agentes, políticos y funcionarios sucios, un entorno que aboca a sus
protagonistas a una espiral de remordimientos y amenazas, y a sentirse
cada vez más solos en un entorno que está claramente podrido. La
fatalidad no se revela mediante la muerte del protagonista, sino con la
constatación de que el sistema es corrupto: Serpico y Danny no tienen
sitio en esta estructura en descomposición.
La trilogía de Lumet en torno a la corrupción se mueve en las
mismas aguas oscuras que tantas otras películas del director, desde 12
hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957) hasta Network, un mundo implaca-
ble (Network, 1976): las de una estructura de poder que es una trampa.
En El príncipe de la ciudad, este universo corrupto tiene a su príncipe y
también a su rey (un capo mafioso). Estamos, quizá, en el ámbito de la
tragedia, aunque aquí el entorno no es el de un castillo medieval, sino
una Nueva York embrutecida, que se expresa perfectamente mediante
la profundidad de campo. La secuencia en la que Danny conversa con
su primo, con el mar de fondo y el sonido de las sirenas retumbando
en off, es una muestra. He aquí la quintaesencia de la puesta en esce-
na lumetiana: la profundidad de campo, los planos largos y el verbo.
Detrás de todo esto, además, se intuye la tragedia familiar, que culmi-
nará en la última película de Lumet, Antes que el diablo sepa que has muerto.
Como Perdición, Serpico comienza con un hombre moribundo, y
pronto inicia un flashback dispuesto a explicar cómo se ha llegado a ese
instante fatal. Antes que el diablo sepa que has muerto tampoco empieza
exactamente por el principio. Tras una pequeña introducción, Lumet
filma un atraco que sale rematadamente mal. En una joyería situada
en un anodino centro comercial —entre el local de una cadena de
zapatillas y otra de gomas para el pelo—, la dependienta y uno de los
ladrones mueren por sendos disparos. Lumet, curtido realizando series
de televisión, plantea una estructura por episodios, que explican cómo
se ha llegado hasta el atraco y qué sucede en los días posteriores. Lo que
ha pasado es que Hank, el único superviviente del asalto, y su hermano

172
Antes que el diablo sepa que has muerto

Andy han planeado el atraco; que la joyería es la de sus padres; y que


la dependienta fallecida es su madre. La tragedia está servida, y cada
episodio revela el punto de vista de los hombres de esta disfuncional
familia: el inseguro Hank, el vengativo patriarca Charles y el despia-
dado Andy —interpretados por Ethan Hawke, Albert Finney y Philip
Seymour Hoffman, respectivamente.
Realizada quizá bajo la influencia de Fargo, Antes que el diablo sepa que
has muerto cuenta con una banda sonora del compositor favorito de los
hermanos Coen, Carter Burwell, que apuntala el tono fatalista. No es
la única huella de los Coen que se observa en el filme de Lumet, en el
que asoma una comicidad tan oscura como absurda: en la secuencia del
atraco, o en gestos tan sencillos como las maneras torpes del personaje
interpretado por Marisa Tomei a la hora de desplazar una maleta a lo
largo de un estrecho escalón cuando está abandonando a su novio.
Hay humor, pero este es seco, y como en Fargo, la sonrisa se congela.
«El mundo es un lugar malvado», le dice un joyero de poca monta al
patriarca Charles, justo cuando le tiende la tarjeta de visita de su hijo
Andy para que comprenda que ha sido este quien ha planeado el fatídi-
co golpe. La película no se aleja de los retratos de podredumbre moral
realizados por el director anteriormente.
En Antes que el diablo sepa que has muerto, Lumet, que había construido
su trilogía sobre la corrupción en torno a la profundidad de campo,
hizo suya una herramienta que comenzaba a proliferar en aquel princi-
pio del siglo XXI: las cámaras digitales de alta definición, que a menudo
separan y aíslan a los personajes del fondo. En esta película, no hay ais-
lamiento mayor que el de Andy, cuya fatalidad se intuye cuando aparece
tumbado en la cama de un traficante, flotando en la nube del placebo
intravenoso al que está enganchado. Bajo una luz blanca, se deja llevar,
mientras fuera no hay nada más que un mundo malvado y sin espacio
para la redención.

173
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Vengeance (2009)
Título original: Fuk sau
Producción: Milky Way Image Company, ARP Sélection
Productor: John Chong, Peter Lam, Laurent Pétin, Michèle Pétin, Johnnie To,
Wai Ka-fai
Dirección: Johnnie To
Guion: Wai Ka-fai
Fotografía: Lo Ta-yu
Música: Cheng Siu-keung
Montaje: David Richardson
Intérpretes: Johnny Hallyday, Simon Yam, Anthony Wong, Lam Suet, Sylvie Testud
País: Hong Kong, Francia
Año: 2009
Duración: 108 minutos. Color

E n una secuencia de Vengeance, el protagonista entra en la casa


en la que murió la familia de su hija. Le acompañan los tres
matones que ha contratado. La escena está montada de manera que
se van colando pequeños flashbacks de la masacre que allí ocurrió.
A cada paso del padre y de sus esbirros, vemos alguna acción de
los asesinos de la hija: dispararon a través de la mirilla, subieron
las escaleras, la mataron a ella y finalmente dispararon a dos niños
escondidos en el armario. Los hombres que inspeccionan el lugar
van recomponiendo el puzle. Filmada con precisión y pausa, la
secuencia tiene una conmovedora coda: tras acercarse al armario
donde encontraron a los niños, los hombres contratados por el
protagonista se sientan en la habitación a contemplar las fotos
de un álbum familiar, y el padre tira la comida podrida que estaba
preparando su hija antes de que le dispararan, abre la nevera y se
pone a cocinar. En este doloroso momento de pausa, de relajo, de
introspección en una película cuyo núcleo duro recae en la acción,
se construye el nudo dramático que dará fuerza a la película: la

174
Vengeance

unión entre los cuatro hombres, entre un padre en pleno duelo y


unos sicarios que tienen que ayudarle a vengarse.
En Hard Boiled, John Woo monta en paralelo el escrutinio de la
escena de un crimen y el flashback del asesinato que se ha producido
ahí apenas unas horas antes. La diferencia entre la escena de Vengeance
y la de Hard Boiled es tan sustancial como su similitud: mientras en el
filme de Woo el detective resigue el halo, la presencia, del cuerpo del
asesino, en Vengeance se trata de reconocer el lugar. Para Woo, primero
está el cuerpo; para To, el espacio. De hecho, recuerdo cómo, vestido
con un chándal del Barça, To nos decía en una entrevista para el Diario
del Festival de Sitges que el cine y el fútbol comparten dos principios: la
acción y el espacio. A lo largo de su filmografía, se ha dedicado a aplicar
estos dos conceptos. Breaking News (2004) comienza con un virtuoso
plano secuencia de unos seis minutos en el que la cámara se mueve a
su antojo de un lado a otro de una calle donde pronto se producirá un
estruendoso tiroteo. Three (2016) transcurre eminentemente entre las
paredes de un hospital. De nuevo en plano secuencia, se produce una
balacera. Los cuerpos flotan en el aire como si la gravedad se hubiese
suspendido y el tiempo se hubiese detenido, pero la cámara se mueve
rápido y va reconociendo cada detalle del espacio: los boxes y los gestos
de médicos, enfermeras y pacientes. En The Mission (1999), dentro un
centro comercial que ha bajado la persiana, se dan cita dos clanes, que
permanecen agazapados, escondidos detrás de las columnas, atentos al
movimiento de las escaleras mecánicas. En el cine de To, la puesta en
escena muestra su esencia más pura: es el movimiento de los cuerpos
en el espacio, es la calma antes de la tormenta.
Bajo el paraguas de la querencia por el espacio, el director revela
su verdadera naturaleza: la del coreógrafo. En Vengeance, la fatalidad
corresponde tanto al poso trágico como a la plasticidad de las escenas
de acción. En la obra de To, el retrato de la violencia tiene su propia
estética: la sangre no brota a chorros, sino en gotitas pequeñas, como
si fuese un espray. Pero no todo son tiroteos. En Sparrow (2008), bajo la
lluvia, un grupo de carteristas liderado por el actor fetiche de To, Simon
Yam, se bate en duelo con un capo mafioso. La textura de la lluvia,
fina e incesante, tiñe la escena; aquí no hay pistolas, sino los paraguas
abiertos que llevan los personajes. La cámara se eleva para mostrar las

175
50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

formas circulares de los paraguas, y los cuerpos se mueven, se cruzan,


se tocan. La escena es la de un baile.
Sparrow es, eminentemente, un musical sin canciones. Apenas hay
diálogo. Cuando el carterista interpretado por Yam y la femme fatale por
la que terminará peleándose van en un coche descapotable, comparten
cigarrillo y se miran, todo discurre a cámara lenta y el fondo urbano
desaparece. Solo están ellos dos, el cigarrillo y sus miradas; se han ena-
morado en una coreografía gestual.
Thierry Jousse decía que Jean-Pierre Melville era el más asiático de
los cineastas franceses. Se ha cerrado el círculo rojo, pues la huella del
cineasta galo en el cine negro asiático es profunda. Melville privilegió
la acción y el silencio. Johnnie To ha seguido esa estela. Al inicio de
Vengeance, en el hospital, la hija está postrada en cama, sin poder hablar.
Su padre le pide entonces que señale con el dedo los vocablos escritos
en un periódico para describir qué ha ocurrido. Palabra a palabra, ella
va reconstruyendo la historia: tres hombres, uno ha perdido la oreja;
finalmente, apunta a un último término: véngame. Así comienza el ajuste
de cuentas del padre, un francés en Macao, que apenas puede comuni-
carse en inglés y que a media película pierde la memoria. Está abocado
al silencio. No es extraño que él, hierático y con el rostro marcado, esté
encarnado por el cantante Johnny Halliday, apenas expresivo.
Entre coreografías de acción, en el cine de To se va construyendo
una figura trágica, callada. Al final de Election (2005) —quizá la película
más abigarrada y opaca de To—, dos personajes conversan a la orilla
de un río, tras una extenuante lucha de poder. La calma, por momen-
tos, recuerda a la de Dos cabalgan juntos (Two Ride Together, 1961), de John
Ford, cuando los personajes de James Stewart y Richard Widmark
reposan en la ribera. Sin embargo, en Election, la quietud es pasajera,
y en un ataque de recelo, uno de los personajes mata al otro con una
roca, sin darse cuenta de que, entre los árboles, su hijo le observa. La
escena es de nuevo un ejercicio preciso de situación de los personajes
en el espacio, y culmina con el más hiriente de los silencios: padre e hijo
sentados en el coche, conocedores de un secreto atroz.

176
Puro vicio

Puro vicio (2014)


Título original: Inherent Vice
Producción: Ghoulardi Film Company, Warner Bros., IAC Films
Productor: Daniel Lupi, JoAnne Sellar, Paul Thomas Anderson
Dirección: Paul Thomas Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Fotografía: Robert Elswit
Música: Jonny Greenwood
Montaje: Leslie Jones
Intérpretes: Joaquin Phoenix, Josh Brolin, Benicio Del Toro, Owen Wilson,
Joanna Newsom
País: Estados Unidos
Año: 2014
Duración: 148 minutos. Color

D espués de filmar dos películas como Pozos de ambición (There Will


Be Blood, 2007) y The Master (2012), que prescinden por com-
pleto de la palabra en sus comienzos, Paul Thomas Anderson dirigió
Puro vicio, un filme que, desde su arranque, se construye a partir de un
enmarañamiento de diálogos que funcionan como una tela de araña,
como un velo que cubre el relato, que lo enreda. Las tres películas
conforman una suerte de «trilogía alucinada sobre la historia nortea-
mericana» (Yáñez, 2015).
Pozos de ambición se basa en la novela ¡Petróleo! y retrata el período
que va de 1911 a finales de los años veinte. Es decir, desde el boom del
petróleo hasta la antesala del crac del 29. Un período en el que se cons-
truyen los pilares de Estados Unidos, que, si atendemos a la película
de Anderson, descansa sobre el dinero —representado físicamente
en el petróleo— y la religión —encarnada en un joven y avaricioso
fundamentalista, un farsante que usa la palabra de Dios. Basada libre-
mente en la figura de L. Ron Hubbard —el fundador de la iglesia de
la cienciología, otro farsante—, The Master comienza a mediados de los

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

cuarenta, al final de la Segunda Guerra Mundial, y se desplaza hacia los


primeros años cincuenta. La trilogía culmina en Puro vicio, la adaptación
de la novela de Thomas Pynchon. La película se instala en los setenta,
la década, entre otras cosas, de la psicodelia y de las drogas, en la que
encontramos al detective Doc Sportello, que vaga —colocado— a lo
largo de una trama con mucho diálogo y poca comprensión, en la que
la palabra es una nube de humo que envuelve al personaje.
Es sintomático el trayecto que Anderson realiza a lo largo de esta
trilogía americana. Se trata de tres obras que avanzan en la historia
de Estados Unidos de manera cronológica, que retratan épocas apa-
rentemente dispares: la del descubrimiento del petróleo, la del paso
de un paisaje eminentemente árido, salvaje y terroso a un principio
de civilización, construida sobre acciones violentas, sobre el dolor y
la sangre derramada en pos del dinero; la de la posguerra, con sus
heridas abiertas y con sus fisuras, con sus figuras autoritarias; y la de
los años setenta, la de las drogas, la psicodelia y los hippies. Con cada
película, el paisaje cambia: del desierto de Pozos de ambición a las casas
con cortinas de blonda y con huéspedes ataviados con traje y corbata
de The Master, y de ahí a la California de Puro vicio, con sus sofás de
escay y su desierto, que ahora aparece modificado, atravesado por
carreteras asfaltadas.
La supremacía de la palabra en Puro vicio se revela a través de la figura
de su narradora, cuya voz corresponde a la singular cantante y arpista
Joanna Newsom. Su imagen se ve al inicio de la película bañada por un
rayo de sol, pero luego desaparece para quedar apenas la voz en off (tan
característica, por otro lado, del noir). Anderson filma las palabras como
si la cámara se mostrara fascinada por ellas: con planos largos, que se
cierran poco a poco sobre los personajes a medida que estos hablan,
otorgándole precisamente ese poder de fascinación, de alucinación,
al diálogo. O como si con la insistencia del movimiento de cámara se
pretendiera dilucidar qué hay de verdad en cada una de las frases que
salen de la boca de los personajes. Es una forma de ser muy fiel a los
efectos literarios de Pynchon, cuya prosa destila ese poder alucinatorio
y esa incertidumbre sobre la consistencia de la realidad. Es, también,
una manera de reafirmar el entramado, como una enredadera, de la
narración, de un juego de pistas que se entreteje a partir de la palabra

178
Puro vicio

y alrededor de un estado anímico. Puro vicio se sitúa en un lugar entre la


alucinación y el recuerdo.
Espoleado por su antigua novia, que se aparece como si fuera una
femme fatale, Doc se sumerge en un inabarcable entramado de perso-
najes, escenarios y situaciones. Aquí hay lugar para personalidades de
las más diversas calañas. Como en El sueño eterno y Un largo adiós (cuya
influencia en el noir del siglo XXI resulta notoria), el detective aparece
por momentos perdido en la trama. La maraña, sin embargo, no hace
más que relatar un estado de ánimo y un momento histórico. De hecho,
el detective encarnado por Joaquin Phoenix convive en la trama con el
agente Bigfoot, que funciona precisamente como su reverso y que sirve
para definir las tensiones de una época entre el conservadurismo y la
resaca del hippismo.

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

Lo que esconde Silver Lake (2018)


Título original: Under the Silver Lake
Producción: Vendian Entertainment, VX119 Media Capital, Stay Gold Features,
Good Fear, Michael De Luca Productions, PASTEL,
UnLTD Productions, Salem Street Entertainment, Boo Pictures
Productor: Michael De Luca, Chris Bender, Jake Weiner, Adele Romanski,
David Robert Mitchell
Dirección: David Robert Mitchell
Guion: David Robert Mitchell
Fotografía: Michael Gioulakis
Música: Disasterpeace
Montaje: Julio Perez
Intérpretes: Andrew Garfield, Riley Keough, Topher Grace, Zosia Mamet,
Callie Hernandez
País: Estados Unidos
Año: 2018
Duración: 139 minutos. Color

« ¿H as visto la película It Follows?», pregunta el antiguo jefe de


campaña del gobernador Peter Florrick en un momento
de la serie The Good Wife. «Es un clásico moderno», añade. De repente,
en la serie se cuela una referencia a la cultura popular más reciente, a
una película que usa el terror para ahondar en la sexualidad y en la para-
noia. El director de aquella película es David Robert Mitchell, que, en
Lo que esconde Silver Lake, abordó precisamente cómo la cultura popular
ha ido configurando (codificando) nuestra mirada.
«Frota la cabeza de Dean», dice uno de los acertijos que deben guiar
a Sam, un treintañero obsesionado con su vecina desaparecida (y con el
cuerpo de cualquier mujer en general). La cabeza en cuestión es el busto
de James Dean, situado junto al observatorio Griffith de Los Ángeles,
que para la cinefilia es ante todo uno de los escenarios de Rebelde sin
causa (Rebel without a Cause, 1955). Esta es una de las múltiples pistas
que siembra Lo que esconde Silver Lake. Para Sam y para el espectador,

180
Lo que esconde Silver Lake

la intriga deviene un acertijo pop. El protagonista ya no es el detective


de gabardina y sombrero —como otro Sam, Spade—, sino un joven
que aspira a ser alguien en la industria de Hollywood; y las pistas no
son manchas de sangre, sino una suerte de «cuaderno de verano» con
adivinanzas en torno a la música, los videojuegos, el cómic y el cine.
Mitchell despliega una audaz paleta de referencias pop, que van de
Dean al neo-noir, del voyerismo de Doble cuerpo (Body Double, 1984), de
Brian De Palma, a su maestro Alfred Hitchcock, del Vicio propio de
Pynchon a El séptimo cielo (7th Heaven, 1927), de Borzage, de las melo-
días de REM a las de los Bacsktreet Boys, de las revistas de Nintendo
al dibujo en blanco y negro de Charles Burns. Mitchell se permite inclu-
so jugar con su actor principal, Andrew Garfield, uno de los últimos
Spiderman, cuando Sam, al que se le ha pegado una especie de chicle
en la mano, no puede desprenderse de un cómic del hombre araña que
se le ha adherido como si tuviera la pegajosa tela arácnida.
Sam intenta desenredar una maraña de pistas sin sentido aparente,
en una película que se mueve como un laberinto, en un escenario en
el que la fábrica de sueños alcanza ecos pesadillescos. Sam tendrá que
buscar respuestas en un Los Ángeles que parece un tablero, como aquel
París convertido en un juego de la oca que Jacques Rivette presentó en
Le Pont du Nord (1981). En Lo que esconde Silver Lake, las casillas corres-
ponden a elementos de la cultura popular.
Un largo adiós se abría con el plano de un grabado en el que se lee la
palabra Hollywood. El detalle no es banal: la película de Robert Altman
supone la relectura de los códigos dispuestos por aquel Hollywood
clásico, que aparece como un marco, como una evocación. En Un largo
adiós, el portero de una finca se dedica a imitar a estrellas como Barbara
Stanwyck, una botella arrojada en la cara de una mujer recuerda a la
terrible escena de Los sobornados, y el Philip Marlowe encarnado por
Elliott Gould (sin duda, un Marlowe tremendamente singular) lleva
un cigarrillo pegado en la boca como si fuese Bogart. Las pistas son
reconocibles, pero el escenario es otro: un Los Ángeles terroso, de
iluminación clara, habitado tanto por ricachones como por hippies. El
neo-noir versó, entre otras cosas, sobre los códigos del propio género.
David Robert Mitchell parece tener muy presente el filme de Altman:
por su retrato de Los Ángeles, por su concepción del apartamento con

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50 maneras de morir FILMOGRAFÍAS ESENCIALES

vistas donde vive el protagonista, por la incesante sensación tanto de


pérdida como de búsqueda, pero, especialmente, por la voluntad de
crear constantemente un juego de pistas sobre el cine o sobre la cultura
popular. Si Un largo adiós evocaba al noir clásico, Lo que esconde Silver Lake
se construye sobre una construcción.
Con un cigarrillo en la boca, como Bogart y Gould, Sam va siendo
víctima de toda una serie de catastróficas desdichas: están a punto de
desahuciarle, le rayan el coche, se impregna del hedor de un mapache...
Sam avanza al ritmo de un deterioro tanto físico como anímico. En
Relaxer (2018), de Joel Potrykus, un chico permanece postrado en un
sofá porque su hermano le ha retado a pasar una pantalla de Pac-Man
que nadie ha logrado superar. Pasa el tiempo y su físico se va degene-
rando. Desde el sillón, el joven encuentra la aventura, convertido en
una suerte de hombre primitivo que tiene que buscarse la vida para
comer y beber. La acción surge así de la inmovilidad y, sobre todo, del
hastío —como para el Jimmy Stewart de La ventana indiscreta. Como en
Lo que esconde Silver Lake, el aburrimiento solo se puede combatir desde
el recuerdo de un juego de consola o desde los mensajes ocultos en las
páginas de un cómic, y la aventura no es otra cosa que un acertijo pop.

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Bibliografía

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185
La autora

Violeta Kovacsics

(Vilanova i la Geltrú, 1981). Crítica de cine, doctora en Comunicación


y docente. Escribe regularmente en publicaciones como Caimán.
Cuadernos de Cine, Cinemanía y el Diari de Tarragona. Es profesora de
Historia del cine en ESCAC y también da clases en la Universidad
Pompeu Fabra y en la Universitat Oberta de Catalunya. Es responsable
de publicaciones del Sitges-Festival Internacional de Cine Fantástico de
Cataluña y fue la primera mujer en presidir la Asociación Catalana de
la Crítica y la Escritura Cinematográficas. Ha coordinado el libro Very
Funny Things. Nueva comedia americana.

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Filmografías esenciales GÉNEROS

50 maneras de morir
Cine negro y poética de la fatalidad

Este es un libro sobre el cine negro, un género tan escurridizo que resulta
difícil seguirle la pista a lo largo de la historia del cine: el noir se escapa
como un falso culpable a la fuga, escondido entre oscuros callejones.
Puede ser una inmersión en el mundo del crimen, pero también es
una estética de claroscuros, flashbacks y voces en off, y sobre todo es
un estado de ánimo apesadumbrado, definido por el signo trágico
de la fatalidad. Este volumen persigue las pistas del cine negro a lo
largo de la historia, desde su período de esplendor, en las postrimerías
del Hollywood clásico, hasta sus mutaciones más recientes. Lo hace
indagando en el vínculo inquebrantable entre el género y la fatalidad,
que aparece en el noir de la mano de la ambivalente figura de la femme
fatale, de la moralidad agrietada de sus héroes o de sus funestos y
arrebatados desenlaces.

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