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Todo según la clase, el texto, los autores y los resúmenes.

SEIBT: SOBRE UN NUEVO CONCEPTO DE LA “CRISIS DE LA BAJA EDAD MEDIA”


Los numerosos historiadores que emplean el término de crisis y los pocos escépticos que lo rechazan y
argumentan en contra, lo hacen, en general, con una idea falsa, a saber, incompleta de su sentido.
Esta acepción general e incompleta de crisis deriva normalmente de la ciencia de la economía. El concepto se ha
desarrollado más o menos en función de dos magnitudes, como precios y salarios, oferta y demanda, y resulta
bastante inútil para captar la diversidad de la historia.
El autor intenta buscar un nuevo concepto de crisis a través de dos cualidades. Pretende determinar una crisis
social según los fenómenos de disfuncionalidad y de diversidad de perspectivas.
Disfuncionalidad significa no debilidad ni decadencia, sino pérdida de la asignación funcional. Con ello se
expresa ya que en el fondo edifica el autor su concepción de la crisis sobre el funcionamiento de las relaciones
sociales, o en un sentido más extenso; comporta su énfasis en lo político. Le parece, que las crisis sociales –a fin
de cuentas fenómenos de conciencia- se derivan de la vivencia del desmoronamiento del orden político. Esta es,
en esencia, la conciencia de que no hay salida, de la incapacidad funcional del orden establecido y se condensa
de forma palpable en el sentimiento de crisis, desencadenando las reacciones correspondientes.
Tales reacciones le parecen una consecuencia directa de la presión de la crisis. En caso de crisis, la red de todas
las relaciones posibles preestablecidas en el orden social sufre tirones, parece que no hay ninguna salida para
superar los problemas dentro del sistema heredado y esto hace surgir la ocasión de enjuiciar “críticamente” la
situación con una gran amplitud de reacciones posibles. Pero una disfuncionalidad tal no se puede señalar sólo
en la actitud de los afectados; ha de ser comprobado además de forma objetiva (se trata de observar más bien
una cantidad desmedida e inusitada de funciones defectuosas: reyes derrocados, barones en rebelión,
campesinos insurrectos, ejércitos que desertan, vías comerciales abandonadas, etc. El autor está seguro de que
criterios más sutiles de disfuncionalidad no permanecen escondidos mucho tiempo ante la mirada de un
observador perspicaz).
En base de esta disfuncionalidad está incluido: la diversidad de perspectivas. En un juicio crítico de sí mismo, ni
el individuo ni el grupo social están tan libres como piensan de perspectivas mudables sobre el futuro. ¿Cómo se
concreta semejante diversidad de perspectivas? Directamente en la “pérdida del equilibrio” y en las
manifestaciones sobre “el fin de la edad Contemporánea” demostrar esto en imágenes y escritos, en cartas y
sermones, y destacarlo de lo usual en toda época, es tarea que requiere un gran esfuerzo y sensibilidad en las
interpretaciones históricas
El autor se pregunta ¿de qué manera puede hacer evidente la disfuncionalidad y la diversidad de perspectivas
en un espacio que se define precisamente por sus notas comunes, relegando regiones eventualmente libres de
crisis a la periferia de su desarrollo?
Para el conjunto del movimiento social Seibt quiere hacer comprender la tesis de que una sociedad que se
caracteriza por una llamativa falta de referencias funcionales y por una amplia gama de sentimientos entre la
esperanza y el miedo, esta sociedad, dice, se acaba sumiendo en la crisis debido a la pérdida de sus posibilidades
de expansión –y éstas tanto centrifuga como centrípetamente, tanto en el sentido del poder como en el sentido
sociopolítico.
El nuevo y particular elemento de estos movimientos sociales es su distribución regional, a la que no se ha
dedicado la suficiente atención. No solamente caracteriza a las sublevaciones campesinas, sino también las
agrupaciones de gremios individuales o únicamente de oficiales por encima de las regiones urbanas, uniones con
las que en cierto modo se preparan los movimientos revolucionarios. En una rivalidad entre regionalismo e
integración de grandes espacios para acabar, en su opinión, la crisis política –naturalmente en el sentido de su
definición, en espacios diversos y no al mismo tiempo. Con ello se refiere a la ascensión de la final triunfante
monarquía desde las batallas de la Doncella de Orleans en Francia, desde la retirada airosa de Inglaterra hacia la
mitad del siglo, desde, por último, el tratado de Picquigny de hacia 1475, que a su parecer, estabilizó
definitivamente el poder monárquico en el oeste de Europa. La crisis, originada políticamente, fue superada
políticamente. La alternativa política a la monarquía, la burguesía republicana, encontró un renacimiento
político en la metrópoli comercial de Venecia en 1423 y sólo consiguió afirmarse como formación política en la
confederación Helvética.

La descripción de la crisis espiritual en su diversidad de perspectivas, requiere un cincel más sutil. Los
fenómenos aislados de la vida espiritual no resulta fácil separar de las perspectivas de futuro el elemento
disfuncional, la conciencia de que el mundo se está descomponiendo.
El tema del Anticristo, transmitido y ampliado desde la temprana cristiandad, adopta en el siglo XIV muchas
cualidades nuevas y puede simbolizar en algunos aspectos una parte de la diversidad de perspectivas: en un
“clima de pesimismo” general, los miedos de la época en variante conservadora. “En el siglo XIV el gran tema de
moda en toda Europa es el Apocalipsis” Pero este tema tiene otras derivaciones. Los juegos del Anticristo se
convirtieron desde el siglo XIV en populares, y no exclusivamente en el territorio de habla alemana.
Procedente de la primitiva tradición cristiana, el Anticristo nace, en perverso paralelo con la vida de Jesús, en el
pueblo elegio: el hijo del diablo viene al mundo igual que el hijo de dios; de este modo se modificó entonces, a
fines del siglo XIV, la narración de la leyenda y se buscó el temido “cristo del fin” entre la cristiandad. Los
horrores del fin del mundo brotan de dentro. Pero eso no es todo la misma narración se transformó dentro de
la tradición popular hasta la crueldad sin sentido, como expresión de la pérdida del orden, del caos que rompe
todos los vínculos, tanto los políticos y familiares como los de la piedad y la compasión humanas. En este
sentido, las variantes populares de la leyenda exageraron a todas luces, con escenas infernales inauditas, las
imágenes y el relato de los tormentos futuros que esperaban a las personas honradas y dispuestas a resistir.
Los miedos al futuro de los conservadores se correspondieron con una crítica inmovilista de las circunstancias,
lamentando la pérdida del orden tradicional. En estas mismas circunstancias aumentan también las propuestas
de reforma no se espera el fin del mundo, sino que se buscan soluciones razonables. Menor seriedad demuestra
a este respecto la crítica literaria, pero también ella da testimonio de un mundo sacado de quicio y permite al
mismo tiempo reconocer la gran amplitud de las perspectivas.

Con respecto a las autobiografías aparecen en la segunda mitad del siglo XIV. El individualismo representado no
supone sólo arte representativo en la corte imperial, sino también retirada hacia el esoterismo individual. Una
valoración del individualismo artístico en aquel periodo, como señal de disfunción frente al viejo orden y de
diversidad de perspectivas con respecto al destino de la comunidad, no estaría completa sin entender a la
producción musical de la época. “Precisamente esta crisis, en especial su descomposición de los ámbitos de la
vida y la creación, que antes estaban integrados en un orden del mundo garantizado metafísicamente y vedados
a cualquier cuestionamiento, promovió el desarrollo de la composición” y “justamente en este espacio elitista se
le permite al artista conseguir una nueva autonomía para sí y su trabajo”. Los caminos del arte fueron por
separado y dependieron del ambiente de las diversas capas sociales.
Por otro lado, el realismo del retrato y de las primeras galerías de retrato procuró nuevas formas al ámbito
global de lo religioso, en particular en su intereses por lo visible y lo palpable; que creó la custodia, para mostrar
a los ojos de todos el secreto que albergaban las palabras solemnes. Pero es también un realismo que poco a
poco condujo desde una visión religiosa el mundo a otra más humana.

La búsqueda de una relación entre la diversidad de perspectivas hacia 1400 y una conciencia modificada del
tiempo puede parecer atrayente, pero transita por sendas sutiles. El siglo XIV desarrolló y propagó como es
sabido los relojes mecánicos. El tiempo se muestra desde entonces con aquella apariencia que nos hace creer en
un curso solar, ligado en cierto modo a la voluntad de los hombres, casi una obra del hombre. En todo caso la
actitud frente al tiempo alude al aprovechamiento de la vida, es decir, no tanto en el fin de la vida humana.
Desde el primer jubile de 1300, se empiece a pensar secularmente y se considere la trayectoria vital de las
personas dentro del devenir histórico; todo ello radica una transformación en la relación con “lo más valioso que
le ha sido concebido al hombre”: un cambio a la medida del individuo.

TEÓFILO RUÍZ: “La España de la Baja Edad Media: Sociedad y economía”


Años de crisis:
Durante los siglos XIV y XV una serie de desastres se abatió sobre todos los reinos de la Europa medieval. Los
cambios climáticos agravaron los problemas generados por las crisis estructurales, los impuestos excesivos, el
elevado coste de las guerras endémicas, la superpoblación, las sublevaciones en el campo y en las ciudades, y la
peste. Sin embargo, los contextos locales y regionales a menudo determinaron el curso de cada una de estas
crisis en particular.

Los reinos de España:


El relato o los relatos que se cuentan en este trabajo se desarrollan en el contexto de unas crisis estructurales a
largo plazo –crisis en plural-, pues fue la conjunción de crisis de distinto tipo lo que hizo de este período una
época tan difícil. Naturalmente cabría poner en tela de juicio el empleo del término crisis referido a un período
de tiempo tan largo. Curiosamente y a pesar de la crisis, los reinos de Castilla, la corona de Aragón, Navarra e
incluso Granada, desarrollaron nuevas y vigorosas formas de vida política, nuevas prácticas religiosas, y una
asombrosa producción cultural.

Población:
En primer lugar hay que abordar el tema de la población y de su impacto sobre la forma que adoptó en España
la crisis de la Baja Edad Media. Una de las explicaciones tradicionales del desencadenamiento de la crisis ha sido
ver los problemas de la población en términos malthusianos. Según este punto de vista, el aumento de la
población en Occidente a lo largo de la Edad media, a partir más o menos del año 1000, creó una importante
presión demográfica sobre la tierra. A finales del siglo XIII esta situación dio lugar al cultivo de tierras marginales
para dar de comer a un número cada vez mayor de gentes. El cultivo de las tierras marginales provocó una
dramática disminución de la proporción de beneficio de las cosechas, lo que acarreó escasez de comida y
carestías localizadas. Junto con otros factores (la rigurosidad del clima, la generalización de las guerras, la
inflación y otros fenómenos críticos por el estilo), estos acontecimientos precipitaron a la mayoría de las
sociedades europeas en un espiral de deterioro y abrieron las puertas a otros desastres aún más catastróficos:
los grandes hambrunas de 1315-1321, las sublevaciones populares, el estado de guerra endémico, y la peste.
Esta explicación sin embargo, no puede admitirse para el caso de España. En la península ibérica, aunque
puede documentarse cierto grado de presión demográfica local, el exceso de población no constituyó nunca un
problema. Más bien, la debilidad del crecimiento demográfico de España y el descenso del número de
habitantes desde finales del siglo XIII crearon tensiones que provocaron resultados parecidos. Es evidente que el
traslado de la población desde el norte hacia el sur de Castilla y, en menor medida, en la corona de Aragón
desde Cataluña hacia Valencia, afectó negativamente a la producción agrícola. La introducción de nuevos
cultivos en el sur, la expulsión de los mudéjares (musulmanes que vivían bajo el dominio de los cristianos) de
Andalucía occidental a mediados de la década de 1260 y la conversión en semi-siervos de mudéjares en
Valencia, alteraron las relaciones sociales, el carácter de la producción agrícola y el modelo de actividad
comercial.
Un ejemplo de esto será el caso de Castilla, ante el duro y violento ambiente político y económico del período
comprendido entre 1320 y 1340, las villas fueron abandonadas, los campos quedaron sin cultivar y se
convirtieron en terrenos baldíos, y la corona aceptó una reducción del número de contribuyentes al tener que
enfrentarse a la cruda realidad de que la población de Castilla estaba desapareciendo. Aunque los reyes
siguieron aferrados a sus prerrogativas todo el tiempo que pudieron, las realidades sobre el terreno eran muy
distintas.
A partir de la documentación encontrada establecen una relación entre el descenso de la población y la
necesidad de recaudar fondos para sufragar los costes cada vez más elevados de la administración del reino y
del sostenimiento de las guerras. Naturalmente sigue la cuestión de ¿Cuánta gente vivía en los reinos de España
hacia 1300? ¿Hubo realmente una pérdida de población durante el siglo y medio largo de historia que abarca la
obra? A finales del siglo XV, las estimaciones sitúan la población de España a un nivel al que había alcanzado casi
doscientos años antes. Además la población de los dos reinos más grandes de España (100.000) palidece en
comparación con la vecina Francia, donde se calcula que había una población de 20.000.000 de habitantes o
más.

Reconsideración de los cambios demográficos:


Pese a la fuerte recuperación económica y demográfica que estaba experimentando al país hacia 1480, la
población de las Españas seguía siendo inferior a la que había sido en 1300. El estancamiento demográfico
responde a un paisaje de los reinos de España marcado por los disturbios sociales y políticos. Ello no significa en
absoluto que la decadencia demográfica fuera general. Algunas zonas –Sevilla y Valencia son los mejores
ejemplos- atrajeron grandes cantidades de población desde el norte hacia el sur. Había oportunidades de
crecimiento, pero no en todas partes. A partir de fuentes, en el norte de Castilla en 1351 a raíz de la peste
negra, los datos que se nos presentan ofrecen un testimonio demoledor del deterioro sufrido por la economía y
la población.

Inflación, decadencia de las rentas y violencia


La pérdida de población iría estrechamente de la mano de otros problemas estructurales que dominaron la
historia de España durante los siglos XIV y XV. El primer desafió al que se vieron enfrentados los españoles fue el
rápido aumento de los precios desde mediados del siglo XIII. La inflación infligió además otro golpe al bienestar
de los reinos de España. Los ordenamientos de las cortes intentaron reducir el coste de los créditos y garantizar
la disponibilidad de capital, pero el carácter repetitivo de estas medidas viene a ser una prueba de su ineficacia.
El hecho de que los intentos de llevar a cabo reformas fiscales y de controlar los precios y los salarios acabaran
vinculándose inexorablemente con ataques contra judíos no haría más que agravar los discursos sociales
generados por el deterioro de las condiciones económicas, el alza de los precios y la disminución de los recursos
fiscales.
La inflación, la debilidad cada vez mayor de la moneda, y la paralización de los mercados exteriores debido a la
ruina económica general de Europa occidental, dieron lugar a una grave reducción de las rentas de los reyes y la
nobleza. Las monarquías medievales era ya bastante refinadas a finales del siglo XIII. Las nuevas demandas
creadas por la guerra y por la expansión de la burocracia, junto con los gastos cada vez más onerosos de la corte,
obligaron a los reyes de todo Europa a ingeniárselas para encontrar nuevas fuentes de ingresos. En los reinos de
España, los soberanos de Castilla y de la corona de Aragón lanzaron múltiples programas destinados a allegar
fondos.

La corona de Aragón
A diferencia de los reyes de Castilla, los soberanos de Aragón tenían tres reinos distintos y debían enfrentarse a
tres turbulentas asambleas representativas para intentar dar coherencia a los cambios sociales y a la situación
económica. Al igual que Castilla, sufría también los efectos de una grave dispersión de la población y de la
existencia de muchas tierras improductivas.
La presencia de grandes cantidades de mudéjares en Aragón y Valencia, y de un número importante de judíos en
Cataluña contribuyó a crear un paisaje social heterogéneo que hacía bastante difícil la recaudación del dinero.
Las exigencias políticas de los tres reinos, a menudo contradictorias, obligaron a los monarcas a hacer infinitas
componendas y concesiones, y dificultaron muchísimo su capacidad de llevar a cabo reformas o iniciátivas
económicas y/o políticas audaces.
A pesar de la disminución de la población, de la peste, de los disturbios sociales, y de otros males, la economía
mercantil de los centros urbanos de la Corona de Aragón siguió siendo muy viva, proporcionando en parte el
necesario alivio a las grandes crisis.

Violencia
Las crónicas reales, son un relato inacabable de violencia y desórdenes de la nobleza por un lado, y por otro de
asesinatos de nobles por orden del rey. Buena parte de esa violencia fue consecuencia del incremento de los
conflictos políticos dentro de la península ibérica, de la guerra civil y de la complejidad cada vez mayor de la
actividad bélica a lo largo de los siglos XIV y XV. Cabría sostener sin demasiada dificultad que la inestabilidad
política y las guerras entre los distintos reinos de España que la acompañaron, constituyen un elemento
intrínseco de las crisis más generales de la sociedad medieval.
Se trata de un indicio más de la incapacidad de los monarcas medievales de preservar el orden. Pero esa
violencia mostraría distintas caras. Entre 1300 y 1469, los reinos de la península ibérica se enzarzaron en
frecuentes conflictos armados. La paz constituiría con demasiada frecuencia un breve intervalo entre las
sucesivas escaramuzas fronterizas protagonizadas por los reinos cristianos, con incursiones en los territorios
musulmanes. Las invasiones procedentes de Marruecos y los intentos cristianos por rechazarlas vienen a
completar este cuadro caótico. Los reinos de la península ibérica sufrieron los grandes azotes de la guerra civil y
de las secuelas en su propio territorio del conflicto entre Francia e Inglaterra.
Las guerras afectaron físicamente sobre todo a las zonas fronterizas. La mayor parte de las batallas y de las
incursiones tuvieron lugar en las fluidas zonas limítrofes de los distintos reinos. En muchos sentidos dichos
conflictos fueron intentos de definir y redefinir las nuevas fronteras territoriales.
La guerra civil era una cuestión muy distinta, ya que en la edad media no significaba, lo mismo que hoy en día,
pues en la actualidad hace que las poblaciones enteras se vean envueltas en luchas fomentadas por conflictos
regionales, étnicos y/o religiosos. Con la expresión guerra civil, se refiere al enfrentamiento de uno o varios
miembros de una familia real contra el soberano reinante, o de diversos grupos de magnates que compiten
entre sí por el control de una regencia o de un monarca débil. Esos conflictos eran en realidad conflictos
familiares, en los que participaban grandes familias en sentido lato, enzarzadas en disputas mortales por la
consecución de poder y prestigio. Lo cierto es que atraían a grandes círculos de deudos de noble cuna, criado y
aliados burgueses, creando así un estado de violencia permanente. Como afectaban a la calidad de la vida
cotidiana, los conflictos armados de los magnates y de las familias reales arrastraban en su torbellino a casi
todos los habitantes de los reinos. Dentro de la categoría de enfrentamientos partidistas y como un elemento
más propio de conflictos sociales más amplios, podríamos incluir los ataques perpetrados contra las minorías
religiosas.
La verdadera carga que suponía la violencia, sobre todo en la medida que afectaba a los campesinos, el sector
más numerosos y vulnerable de la población, era la violencia arbitraria de los nobles. Los ordenamientos de las
cortes ofrecen una vívida imagen de cuán pesada era la carga que sufrían los reinos a la violencia y los excesos
de la alta nobleza y también, con harta frecuencia, de los agentes de la corona. Ya fuera directamente a través
de actos de violencia, o bien a través del cobro ilícito de tributos, los estratos más bajos de la sociedad o las
minorías religiosas tuvieron que soportar las consecuencias del deterioro de la economía, la quiebra del orden, y
las luchas civiles. Los señores feudales tenían una conducta predatoria frente a la población campesina de ellos
dependiente o, más a menudo, contra los campesinos de sus enemigos, contra las instituciones eclesiásticas y
contra los consejos municipales.

Hambre, guerra, peste y sublevación


“Los cuatro jinetes del apocalipsis” como suelen ser llamados.
Por lo que respecta a la Europa occidental de la edad media en general, el hambre se refería a la devastadora
carestía, o mejor dicho, carestía que afectaron a casi toda Europa (aunque no a España) entre 1315 y 1321. Al
hablar de la guerra, la mayor parte de los cronistas se refieren a la guerra de los cien años que comenzó en 1337
y se prolongó hasta la segunda mitad del siglo XV, asolando a casi toda Francia, Inglaterra y los reinos vecinos.
Las rebeliones o revoluciones hacían alusión a las sublevaciones campesinas y urbanas que se desencadenaron
en casi toda Europa durante la baja edad media. En cuanto a la peste negra, golpeó a casi toda Europa entre
1348 y 1351, causando la muerte, según los países de entre un 25 y un 60%.

Los reinos de España: el hambre


Las grandes hambrunas de 1315-1321, causadas principalmente por los cambios climáticos y las presiones
maltusianas, no afectaron a los países mediterráneos ni a la mayor parte de la Europa del sur. Castilla exportó a
Inglaterra parte de su excedente de cereal. Aunque los reinos de España no se vieron afectados por las hambres
generalizadas de 1315-1321, ello no significa que se libraran por completo de la carestía. Pero a diferencia de
muchos países del norte de Europa, esas hambres o bien constituyeron episodios locales o bien fueron de corta
duración.
Aun admitiendo las exageraciones típicas y los resabios literarios de los cronistas medievales 1, la presencia de un
hambre tan grande entre la población exigía una respuesta.
El hecho de librarse de una mayor generalización del hambre fue desde luego una suerte para los reinos de
España, pero no impidió que sufrieran el ciclo permanente de hambrunas tan característico de la Edad Media. La
relación entre la producción de alimentos y la población siguió siendo precaria en la mayor parte de Europa
hasta el siglo XIX y la expansión de la revolución agraria.

La guerra:
Aunque España se libró en parte del conflicto más sangriento, la guerra de los cien años, en la península
tuvieron lugar largas y destructivas campañas vinculadas con ese conflicto, y vinculadas también con la guerra
civil que asoló Castilla durante la década de 1360. Los reyes de Castilla pasaron la mayor parte de la década de
1340 intentando frenar la invasión musulmana de Andalucía occidental. Además de tener que hacer frente a los
conflictos internos, los reyes de la Corona de Aragón combatieron contra el reino de Castilla. Las guerras con
otros reinos peninsulares fueron habituales.

La peste:
Mucho más dañina para todos los reinos de España fue la pestilencia. La peste bubónica azotó a casi toda
Europa entre 1247 y 1351, aunque su mayor impacto y virulencia se dejó sentir entre 1348 y 1350. Para los
reinos de España, la peste llegó a la península a través de los puertos de su parte oriental y meridional,
propagándose por el interior a partir de la costa. Por lo que respecta a los reinos de España no poseemos las
dramáticas descripciones que se nos han conservado de la situación vivida en Florencia, Siena o Francia, ni
cuáles fueron las consecuencias a largo plaza de la peste. Se tardó casi un siglo y medio en volver a los niveles
existentes antes de la epidemia. Ya fuera como consecuencia de la peste o debido al deterioro de las
condiciones económicas que sufrió la región a partir de 1250. Cataluña fue atacada con especial virulencia por la
enfermedad, que se llevó casi a la mitad de su población. La peste debió de tener allí, más que en ninguna otra
parte.
Los años de la peste tuvieron también otras repercusiones sociales, culturales y psicológicas. La peste
desencadenó en muchos lugares de España unos sentimientos antijudíos. Aunque la violencia contra los judíos y,
en menor medida, contra los musulmanes, no fue general, la acusación lanzada contra las minorías religiosas de
ser las culpables de las catástrofes de Barcelona, Valencia y otras ciudades preparó el terreno para una mayor

1
(ACA EN EL TEXTO PONEN LA FUENTE DE FER IV QUE HABLA DEL HAMBRE “muy grand fambre” “fue tan grande
mortandad” etc. La vimos en un diapositiva)
difusión de la violencia en 1391. La peste no suponía sólo caer enfermo y morir con toda probabilidad. Supuso
también nuevas vías para el ejercicio de la violencia y para los disturbios sociales, y un nuevo reto a la capacidad
que pudieran tener los monarcas medievales de mantener el orden y proteger a sus súbditos. La peste vino a
sumarse a las graves pérdidas y dislocaciones demográficas, a la violencia desencadenada por la rapacidad de la
nobleza.

La rebelión
Los reinos de España fueron testigos de esos tumultos sólo en su periferia y no en su centro. Ni que decir tiene
que los conflictos sociales se expandieron por toda España. Ni en Castilla ni en Aragón o Valencia vemos que se
produjeran grandes revueltas. Las grandes rebeliones regionales habrían de esperar al siglo XVI. Sólo los ataques
generalizados contra los judíos del año 1391 se aproximarían a los niveles de las revueltas que se desarrollaron
por esa misma época en el resto de Europa.
Pero en los reinos de España se dio un golpe de revuelta popular que por muchos conceptos puede considerarse
singular. La rebelión de los campesinos vinculados a la tierra que tenían que pagar un canon, una remenca, para
obtener la libertad). Formó parte más bien de un proceso político complejo y su resultado fue político.

HILTON: ¿HUBO UNA CRISIS GENERAL DEL FEUDALISMO?


El perfil de la crisis de la baja edad media, tal como surge de la investigación reciente, es de contracción de la
economía rural e industrial durante un largo período, acompañada de un descenso de la población. Esta
contracción probablemente fue sentida por la clase dirigente en primer lugar. Las rentas señoriales y los
beneficios industriales y comerciales empezaron a caer. En consecuencia las guerras que en el pasado habían
tendido a detenerse poco después de que empezaran, se prolongaron porque sus protagonistas vieron en ellas
la oportunidad de compensar mediante el pillaje y el saqueo la caída de su renta. Pero la prolongación de las
guerras hacía más difícil, complicada y costosa la movilización de los ejércitos, en especial porque las
expediciones militares tenían que pagarse en dinero. La revuelta en las ciudades desorganizaba la producción
industrial y en el campo fortalecía la resistencia campesina al pago de la renta. Renta y beneficios caían aún más
en un círculo vicioso

Ahora bien, hay que preguntarse cómo empezó este proceso ¿Hubo una serie de crisis desconectadas que
golpearon el orden social hasta el punto en que, a pesar de estar básicamente sano, fue incapaz de recuperarse?
O, por el contrario ¿Existían causas más hondas en la raíz de estas crisis económicas, sociales y políticas? Aquí no
vamos a tratar con una sociedad capitalista. Las condiciones necesarias para una sociedad así no existían en la
Europa del siglo XIV. Con gran diferencia, la mayor proporción de los productos de la agricultura e incluso de la
industria estaban siempre dirigidos al consumo del productor o, a lo sumo, al mercado local. Las teorías del
desarrollo económico que se basan en el estudio de las fluctuaciones en el valor de la moneda y los movimientos
de metal precioso pueden explicar a los sumo un sector muy pequeño de la economía medieval.

La sociedad estaba paralizada por los costes crecientes de la superestructura social y política –costes que no
eran pagados con un crecimiento en los recursos productivos de la sociedad. El problema base es, por tanto,
explicar esta falta de un crecimiento importante de la productividad en la agricultura y en la industria durante
este período. ¿Cómo podemos explicar el largo hiato en el progreso tecnológico entre el final del período de
crecimiento de las fuerzas productivas medievales y los comienzos del progreso tecnológico que pusieron los
fundamentos del capitalismo moderno?
Debemos considerar los aspectos negativos tanto como los positivos de la extensión del área cultivada. Fue
realizada a expensas del bosque y los pastos naturales. La productividad agrícola estaba limitada por la escasez
de abono y el crecimiento del ganado estaba limitado por la falta de invierno. La conclusión general ha de ser
que no hubo reinversión suficiente de los beneficios agrícolas que habría mejorado la productividad de forma
notable. La producción para el mercado todavía no predominaba suficientemente como para desarrollar la
competencia, tendente a una reducción en los costes de producción como resultado de mejoras técnicas. Los
mayores terratenientes, en virtud de la misma naturaleza de su existencia social, no estaban inclinados ni a
ahorrar ni a reinvertir sus beneficios. Los gastos principales de la nobleza, laica y eclesiástica, eran la guerra, el
lujo y la liberalidad de los señores para sí mismos y para sus numerosos seguidores.
Los grandes propietarios no eran los principales productores, lo pequeños productores eran los últimos en
poder mejorar la productividad a través de la inversión. Primero, los señores se esforzaban siempre en
apropiarse como renta la mayor parte del producto excedente del campesino. Segundo, el peso de los
impuestos. Finalmente, los campesinos tendían a verse explotados por los usureros.
Argumentos análogos se aplican a la industria. Para la pequeña empresa familiar la inversión era tan imposible
en la industria artesanal como en la agricultura campesina, y por razones similares. La política restrictiva de las
organizaciones artesanales constituía un obstáculo más al progreso técnico.

En resumen: El estancamiento de la productividad durante los últimos siglos de la edad media y su


incapacidad para soportar el coste creciente del gasto no productivo de las clases dirigentes, fueron las
razones fundamentales de la crisis de la sociedad feudal. Este estancamiento fue consecuencia de la
incapacidad de la economía feudal de generar inversiones para la mejora técnica. En primer lugar, la
producción para el mercado y el estímulo de la competencia sólo afectaban a un sector muy limitado de la
economía. En segundo lugar, la producción agrícola e industrial se basaba en la unidad familiar, y los beneficios
de las empresas de los pequeños campesinos y los pequeños artesanos eran apropiados por los terratenientes y
los usureros. En tercer lugar, la estructura social y los hábitos de la nobleza rural no permitían la acumulación
para la inversión en la ampliación de la producción.
Este estancamiento técnico hizo imposible el crecimiento demográfico que se había producido en los siglos XII y
XIII. Pero el paro en el crecimiento no puede atribuirse solamente al hecho de que la producción agrícola fuera
insuficiente para soportar un incremento de la producción, porque la población no estaba estabilizada en el
elevado nivel del siglo XIII. Se redujo considerablemente. La sucesión de hambres y pestes en Europa provocó un
debilitamiento de la resistencia de la población ante la enfermedad. De esa forma la caída de la población
europea en los siglos XIV y XV en relación al colapso económico es tanto causa como efecto, puesto que los
problemas de las economías agrarias e industriales se intensificaban por la escasez de trabajo en la ciudad y el
campo.

J.L. ROMERO “LA CRISIS DEL ORDEN ECUMÉNICO Y LA NUEVA POLÍTICA”


I. El desvanecimiento del imperio y el papado
En rigor el imperio y el papado constituían las dos grandes garantías teóricas y absolutas del orden creado por la
conquista germánica en el ámbito del imperio romano: un orden autoritario y jerárquico concebido como una
pirámide en cuya base estaban las clases serviles y en cuya cúspide refulgían las dos espadas, temporal la una
espiritual la otra, para asegurar el orden y la paz. Muchas cosas pasaban por debajo de esta abstracción casi
sublime, pero todas parecían absorberse en la perfección final del plan divino.
Sólo el conflicto entre las dos espadas, puesto de manifiesto en el siglo XI en la “Querella de las Investiduras”
que enfrentó al Emperador Enrique IV y el papa Gregorio VII, reveló que ciertas fuerzas reales conspiraban
contra aquella abstracción. Poco a poco, el distinto ente lo sagrado y lo profano empezó a clarificarse, y las dos
potestades descubrieron que otras fuerzas pugnaban por participar en la lucha por el poder, desconociendo la
vigencia del orden ecuménico.
La introducción de nuevos factores en la tradicional disputa Imperio y Papado no sería en el futuro lo que habían
sido, sino que se transformarían al calor de las nuevas situaciones reales. Más sensibles a los cambios sociales y
económicos; el papado no vaciló en apoyarse en las burguesías en su lucha contra el imperio. Pero el apoyo
preferente que uno u otro sector prestaba a las dos grandes potestades en conflicto no expresaba exactamente
el enfrentamiento. Por una u otra vía era un nuevo problema político el que se manifestaba. Era el autoritarismo
jerárquico tradicional lo que cuestionaban algunos y era el derecho a la autonomía de la jurisdicción civil lo que
perseguían todos. Así entrecruzadas las tendencias y los intereses, el tiempo y las nuevas situaciones que se
fueron creando contribuyeron a esclarecerlas.
Fue el desarrollo de las burguesías y de la nueva economía de mercado lo que, entre tanto, había promovido la
transformación de los antiguos reinos feudales. El problema de las relaciones entre la jurisdicción eclesiástica y
la jurisdicción civil tuvo entonces nuevos protagonistas y el papado no sólo tuvo que enfrentarse con el imperio
sino también con los reinos. El imperio y el papado perdían su intangibilidad, quizá porque las burguesías habían
descubierto cómo aceptaban las reglas prácticas del nuevo juego social, económico y político y se
transformaban poco a poco en piezas de la nueva sociedad. La crisis general del orden sobrenatural había
arrastrado al imperio y arrastró también al papado. Pero la crisis del papado a partir del cisma de 1378 significó
un nuevo paso en el proceso de cuestionamiento de su ecumenicidad. Si el imperio se había visto condicionado
por las nuevas situaciones sociales hasta el punto de irse convirtiendo en un estado nacional alemán; el papado
sufría el condicionamiento de diversos intereses locales.
Los extremos teóricos suscitados por el análisis de las nuevas situaciones sobrepasaban las posibilidades de la
nueva sociedad ajustada a una experiencia dramática, en la que los pequeños grupos burgueses que tenían
cierta claridad en sus objetivos se habían mostrado incapaces de controlar a los vastos grupos que se
movilizaron, unas veces tras ellos y otras veces al calor del clima insurreccional. La preferencia por el
establecimiento de un poder fuerte fue la respuesta a aquella experiencia, que parecía no aconsejar regímenes
montados sobre una autoridad débil y sujeta a los vaivenes de cuerpos representativos, incontrolables en la
medida en que era incontrolable la sociedad abierta. Pero la teoría siguió desarrollándose, en busca de los
mecanismos políticos que la hicieron practicable, y acaso también a la espera de las burguesías llegaran a ser
estratos sociales más vastos y más coherentes.
Ese proceso se daría poco a poco en el marco de las realidades políticas –cada vez menos delineada- una vez
desvanecido el tradicional orden ecuménico que, presuntamente, las encuadraba. De la crisis; las dos
instituciones que lo representaban, el imperio y el papado, salieron transformadas y perdieron
definitivamente el carácter y las posibilidades de acción que parecían tener hasta fines del siglo XIII.

II. Las nuevas realidades políticas


A medida que se desvanecían las dos grandes abstracciones políticas vigentes hasta poco antes –imperio y
papado- cobraban más destacado relieve las nuevas realidades políticas: las ciudades y los estados territoriales.
En estos últimos variaba poco a poco el antiguo sentimiento de lealtad dinástica hacia un incipiente y aun vago
sentido nacional que se afianzaría con el tiempo, acaso semejante al que latía en las ciudades Estado, algunas de
las cuales por lo demás, se transformaban en estados territoriales también. En cambio, en las ciudades que se
integraban de grado o por fuerza en el ámbito de antiguos estados territoriales –monarquías o señoríos- se
desvanecía el sentimiento local y se profundizaba la solidaridad con los poderes centralizadores que trataban de
constituir las grandes unidades políticas, a las que el espíritu de las burguesías urbanas impregnaba de un
sentido renovado.
Las unidades políticas que más contribuyeron a romper el viejo esquema ecuménico y trascendental,
imponiendo su vigorosa personalidad y su poder –circunscripto: pero consistente-; fueron las ciudades cuya
burguesía habían hecho una experiencia política original, totalmente distinta de la que era tradicional en los
reinos feudales; el imperio o la iglesia. Las ciudades fueron otro mundo; y a medida que crecía en poder e
influencia, se advertía que encarnaban una actitud política ajena a los antiguos principios y presidida por ciertas
tendencias irreductibles: a los esquemas tradicionales. Era como enclaves sordamente revolucionarios en un
mundo que a ellas le resultaba anacrónico que, por lo demás, procuraría ajustarse poco a poco a las nuevas
situaciones sociales y económicas, aprovechando la experiencia de las burguesías urbanas e imitando sus
actitudes.
Esparcidas por toda el área que se había mercantilizado, su significación política no fue la misma en todas partes
ni fue igual en todas, el estilo de la actividad política. Las ciudades independientes, como la de Italia,
desplegaron toda capacidad de acción política, tanto en el ejercicio del poder, como las luchas internas para
conquistarlas. Lo mismo ocurrió durante mucho tiempo en los países bajos y en las ciudades del imperio, pero
en ellas la actividad política adoptó otras caracteres a causa de los enfrentamientos con los poderes territoriales.
Y otros adoptaron en las ciudades que habían crecido en el seno de los reinos tradicionales.
Por lo demás, también la situación de las ciudades fue cambiando, y cambio con ella su comportamiento
político. En tanto que algunas ciudades, siguieron siendo un ámbito urbano restringido, otras a ejercer una
poderosa influencia sobre cierta área. En cada caso, la estructura política de la ciudad debió ajustarse a esas
nuevas situaciones y consecuentemente, el comportamiento político de cada grupo social cambió en relación
con ella.
Si, en conjunto las ciudades habían inaugurado un nuevo estilo de comportamiento político, en su seno cada
uno de los grupos sociales había introducido un peculiar matiz en su manera de lucha por el poder o de
ejercerlo. Una fue la política de los patriciados y otra la de las clases urbanas subordinadas entre las cuales,
todavía ofrecían diferencias sustanciales, por una parte, los grupos incorporados que vislumbraban alguna
posibilidad de participar del poder y por otra los grupos marginales que sólo ocasionalmente se sentían
convocados como acompañamiento en alguna aventura que les era ajena, pero que les daba la ocasión de
irrumpir de algún modo en el juego de la política.
Fueron las nuevas actitudes socioeconómicas, políticas y culturales de las burguesías las que más contribuyeron
a modificar el comportamiento político de los antiguos estados territoriales, cuya significación creció hasta
alcanzar una posición de primer plano. También ellos, como las ciudades, se emanciparon de toda tutela,
abstracta o real, definieron poco a poco una clara política como entidades autónomas y compactas, constituidas
sobre ciertas progresivas limitaciones impuestas al poder de los señores subordinados. Pero esa política no se
definió sin conflicto. La monarquía modificó su carácter y con él, renovó su estilo político. Y no sólo en los países
donde ya había logrado dar ciertos pasos, como Inglaterra o Francia sino en los países marginales como Hungría,
Bohemia o Polonia. El mismo imperio germánico procuró, aunque con poco éxito definir una política nacional,
en tanto que ese anhelo despuntaba de diversas maneras en la fragmentada Italia.

III. El estilo de la nueva política.


El estilo de la nueva política comenzó a perfilarse a principios del siglo XIV y su plena vigencia pudo ser declarada
en las primeras décadas del siglo XVI. Cambiaban aceleradamente las sociedades y acaso a ritmo más lento, las
mentalidades también. Y poco a poco se proyectaban esos cambios en el sistema de vínculos socioeconómicos y
políticos. Se modificaron los vínculos económicos al imponerse una sutil relación, antes desconocida, entre los
que empezaron a actuar cómo productores como intermediarios y como consumidores. Pero el vínculo
económico jugó agrupando sectores funcionales y disolviendo las antiguas relaciones de producción propias de
la sociedad feudal. Fue la crisis de contracción de principios del siglo XIV la que puso de manifiesto en todas
partes. El sacudón que sufrió la naciente economía de mercado mostró que toda la sociedad era protagonista de
ella, esto es, que toda la sociedad. Pero al mismo tiempo se disolvían y se constituían otros vínculos
específicamente sociales. La consecuencia fue el establecimiento de nuevos vínculos de dependencia y
consiguientemente la formación de otros modos de agrupación en los sectores populares rurales.
El estilo de la nueva política estuvo dado por esta nueva sociedad, amalgamada por este nuevo sistema de
vínculos. Hubo una política para la ciudad o para el estado territorial como conjuntos y hubo una política para
cada uno de los grupos socioeconómicos y políticos que los componían. En todos los casos esa política fue de
nuevo cuño y podría definirse como un realismo político.
El realismo político fue el estilo peculiar y espontaneo que las burguesías adoptaron para operar en la sociedad,
actuar en su seno y en relación con los otros grupos sociales, manejar sus intereses económicos, luchar por el
poder y ejercerlo cuando estuvo en sus manos.
En rigor, fue una expresión más de ese realismo que revelaron frente a la naturaleza y que condujo a la práctica
del conocimiento experimental o el que adoptaron en la creación literaria y plástica. Fue el fruto de una actitud
empírica y pragmática frente a la realidad que involucró, como uno de sus aspectos, a la realidad social.
El estilo de la nueva política –el realismo- fue el resultado de una mutación bastante rápida en la manera de
interpretar el comportamiento individual y social. Dos distingos cada vez más transparentes empezaron a
hacerse que condujeron a esa nueva actitud política. El primero fue entre lo sagrado y lo profano y la actividad
política quedo situada en este segundo campo Hubo un reconocimiento generalizado de que los fines que
perseguía la acción política estaban relacionados con problemas prácticos e inmediatos y que, por lo tanto, eran
específica e inequívocamente profanos. Era, pues, necesario, para alcanzarlos, contar con los daros de la
experiencia, con los impulsos primarios del individuo, con las tendencias efectivas de los distintos grupos
sociales, con las circunstancias concretas en que debía desarrollarse la acción. Nada de todo eso cabía en el
ámbito de lo sagrado que proponía una imagen idealizada del hombre y el primado de valores absolutos. En eso
consistió, precisamente, el segundo distingo, entre el ser y el deber ser, entre los modelos ideales y las
experiencias inmediatas. Ese distingo se tradujo en el reconocimiento de un divorcio entre la moral y la política.
Si el objetivo de la moral era proponer modelos ideales, la política consistía en operar sobre la realidad tal como
se manifestaba aceptando sus reglas. No era necesariamente una actitud inmoral. Sería, poco a poco, un
rechazo de la moral trascendental para sustituirla por otras cuyas reglas emergieron de las situaciones reales: un
conjunto de reglas de juego sustentadas por un consenso social.
Predominio ostensiblemente este nuevo estilo político a partir de la crisis de comienzos del siglo XIV, que
promovió la formación de una nueva sociedad. Se puso de manifiesto en las agitadas luchas por el poder y,
luego en su ejercicio cuando fue alcanzada. Había surgido espontáneamente y se fue convirtiendo en práctica
admitida fundada en la experiencia. Pero muy pronto empezó el nuevo estilo político a recibir el apoyo
doctrinario de quienes tuvieron que elaborar nuevos argumentos y nuevas interpretaciones al calor de las
luchas por el poder. Fue la doctrinada de la profanidad del poder político la que enunció los primeros principios
de los que derivarían poco a poco sucesivas conclusiones hasta llegar a las más explícitas y radicales.

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