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Capítulo 5

LA EXPERIENCIA DE LA DESIGUALDAD
URBANA. SEGREGACIÓN SOCIOESPACIAL,
ESTIGMATIZACIÓN Y MOVILIDAD
COTIDIANA

Lo que en el estilo metropolitano aparece como una disociación es en realidad solo una de sus formas
de socialización.

Georg Simmel, La metrópoli y la vida mental

1. Espacio urbano y desigualdad: más allá de la segregación residencial

Desigualdad y espacio urbano se vinculan de modo complejo. Por un lado, es


indudable que las desigualdades entre clases sociales se objetivan en el acceso
desigual a la ciudad entendida de modo amplio: lugar de residencia, vivienda,
infraestructura y servicios urbanos, acceso al espacio público, entre otras fa-
cetas de la vida urbana. Por el otro, y de manera menos evidente, la forma en
que los distintos sectores sociales experimentan cotidianamente la ciudad –la
carga simbólica del lugar donde residen, el acceso desigual al espacio urbano,
los tiempos y los medios para desplazarse, la forma de tramitar los encuen-
tros y las interacciones en el espacio público– es un proceso que les posibilita
aprehender la posición que los distintos grupos sociales ocupan en el espacio
social y urbano, reproduciendo límites y divisiones.
Estas relaciones entre desigualdad y espacio urbano han sido tematizadas,
fundamentalmente, desde el concepto de segregación socioespacial. Las inves-
tigaciones disponibles abonan la idea de cierta variabilidad histórica, social y
cultural de la segregación, que nos colocan ante la existencia de diferentes for-
mas de articulación entre territorio, diferencia y desigualdad (Carman, Vieira
y Segura, 2013). Se ha mostrado que en distintas sociedades son segregados
grupos y sectores sociales definidos sobre la base de distintos atributos (clase,
etnia, raza, nacionalidad, actividad e, incluso, tiempo de residencia), y que las
relaciones que establecen los grupos y los sectores segregados con el resto de
la ciudad y de sus habitantes también son diferentes y cambiantes según el
tipo de segregación experimentada.
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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, el desafío interpretativo de una


antropología de la experiencia urbana consiste en ir más allá de la constata-
ción de la relación existente en determinado momento de una ciudad entre la
estructura espacial de la distribución de agentes y la estructura espacial de la
distribución de bienes, servicios y oportunidades (Bourdieu, 2002). Ante un
escenario de acceso desigual a la ciudad y a los bienes, servicios y oportuni-
dades que esta ofrece, surgen las preguntas por las dinámicas sociales que (re)
producen este orden, así como por los modos en que los actores sociales expe-
rimentan la desigualdad.
Mientras la noción de “segregación residencial socioeconómica” permite
caracterizar la lógica predominante en el acceso y la distribución de las resi-
dencias en las ciudades latinoamericanas, el peso casi exclusivo de la mirada
sobre lo residencial y lo económico tiende a reforzar –implícita o explícitamen-
te– un conjunto de supuestos sobre la experiencia urbana de los sectores popu-
lares, como la homogeneidad y el aislamiento social y espacial, no problemati-
zando otras dimensiones e instancias fundamentales de la desigualdad urbana.
En primer lugar, difícilmente la segregación se reduzca en nuestras ciuda-
des a un fenómeno económico, pues no se puede desconocer la habitual estig-
matización y racialización tanto de los espacios residenciales de los sectores
populares (Auyero, 2001b) como de las relaciones de clase (Margulis, 1998)
en la sociedad argentina. Esto no torna equivalente a los barrios populares con
los guetos raciales, pero nos recuerda que antes que unidimensional, la segre-
gación consiste en un proceso en el que se intersectan distintas dimensiones
de la vida social y no necesariamente se traduce de manera nítida en el espacio
(Brun, 1994). Miremos brevemente la experiencia urbana cotidiana de los mi-
grantes de países limítrofes (Caggiano y Segura, 2013). A las representaciones
sociales negativas que comúnmente asocian con la ilegalidad, la anomia o for-
mas variadas de la “contaminación” (Carman, 2011) a los trabajadores pobres
y a sus lugares de residencia, se le suma en diversas situaciones de interacción
cotidiana un estigma específicamente racial o étnico, que acompaña a los mi-
grantes tanto en los espacios residenciales socialmente heterogéneos y donde
la nacionalidad, la etnia y la raza importan, como mucho más allá del lugar de
residencia: en el espacio público, en el transporte público, en las instituciones
educativas y sanitarias, en el ámbito laboral, entre otros.
En segundo lugar, también parece cuestionable detenerse de manera
exclusiva en la distribución de las residencias en el espacio urbano, pues se
entiende equivocadamente a la segregación como sinónimo de desigualdad
urbana. ¿La segregación se reduce únicamente a un fenómeno residencial y es
irrelevante en otras instancias de la vida social? ¿O, por el contrario, persiste,
se refuerza y/o se cuestiona en otros ámbitos sociales como el trabajo, la salud,
la educación y el ocio, entre otras esferas de actividad? En definitiva, ¿cómo
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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

se articulan los distintos dominios de actividad en la experiencia de los gru-


pos y los sectores segregados? En efecto, creemos que la comprensión de la
desigualdad urbana requiere “ampliar el análisis tradicional de la segregación
urbana tomando en cuenta las prácticas cotidianas y sus distintas esferas y es-
pacios de intercambio e interacción, que van más allá de las áreas residenciales
fijas” ( Jirón, 2010: 104). Tradicionalmente, los estudios urbanos han enfati-
zado la posición y el estatismo, ignorando o trivializando la importancia de
los movimientos cotidianos de las personas vinculados con el trabajo, la vida
familiar, el ocio, la cultura, la religión y/o la política (Sheller y Urry, 2006). La
pregunta por los desplazamientos no busca, sin embargo, contraponer teorías
“sedentaristas” de la vida social con metáforas “nomádicas” o “líquidas”, sino
analizar cómo se articulan y combinan las posiciones, las distancias y los des-
plazamientos en la vida urbana (Segura, 2012a), reconociendo que la movili-
dad es una práctica urbana clave para leer la desigualdad social y urbana.
En definitiva, ante un escenario de acceso desigual a la ciudad emergen las
preguntas sobre las interacciones entre grupos sociales desiguales que residen
en distintos espacios de la ciudad, las clasificaciones e imaginarios sociales
sobre la base de los cuales se regulan las prácticas espaciales, y el papel de las
configuraciones espaciales en los modos de imaginarse y relacionarse con los
demás y con la ciudad.

2. Una topografía del afuera

Separar y ligar son operaciones complementarias y constitutivas de los modos


de simbolizar y habitar el espacio. Como señaló hace tiempo Georg Simmel:
“En un sentido tanto inmediato como simbólico, tanto corporal como espiri-
tual, somos a cada instante aquellos que separan lo ligado o ligan lo separado”
(2001: 45-46). Por esto, una vía útil para conocer los modos de experimentar
el espacio consiste en analizar las maneras en que los actores sociales dis-
tinguen y a la vez vinculan el adentro y el afuera, el interior y el exterior, lo
público y lo privado, la mismidad y la otredad, lo que supone identificar tanto
los límites y los umbrales (operaciones de separación de ámbitos y prácticas)
como los puentes y los pasajes (operaciones de conjunción de tales ámbitos y
prácticas disímiles).
Con fines analíticos identificamos un conjunto de ejes metafóricos (Silva,
2000), sentidos contrapuestos a través de los cuales “la ciudad no solo significa,
sino que se ritualiza estableciendo distintas mediaciones” (2000: 120), donde la
experiencia urbana remite a los modos en que actores situados vinculan, no sin
tensiones y contradicciones, y de manera cambiante según los contextos urba-
nos y las situaciones de interacción, tales oposiciones (Segura, 2009b; 2013b).
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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

Vivir afuera de la ciudad es la representación –y el sentimiento– com-


partido entre los residentes de Altos de San Lorenzo. Simultáneamente,
como mostramos en el capítulo anterior, la periferia estudiada no constituye
un espacio homogéneo. La constatación de temporalidades (y condiciones
materiales) diferenciales en el proceso de llegada y establecimiento en la peri-
feria se traduce en una configuración socioespacial con una fuerte correlación
entre tiempo de residencia y condiciones de vida, que genera clivajes hacia el
interior del espacio barrial (Segura, 2011). De esta manera, a la vez que en
relación con “la ciudad” todos viven afuera, en la cotidianeidad barrial se dis-
tinguen espacios y actores que delinean una “topografía del afuera”.
En este sentido el afuera tiene, a su vez, un delante y un detrás, tiene un
fondo. En este segundo eje metafórico que opone el delante y el detrás, se con-
densan diferencias relativas no solo a la infraestructura y el tipo de vivienda,
sino que, desde la perspectiva de los residentes del sector 1, refiere también a
diferencias en la clase social (media y baja), la relación con el terreno (propie-
tario e intruso), el tiempo de residencia (antiguo y reciente), la procedencia de
los residentes (argentino y extranjero), la relación con el Estado (trabajo y pla-
nes) e incluso las cualidades morales (nómicos y anómicos), en una compleja
intersección entre fronteras sociales y simbólicas, siendo siempre posible ir
más hacia afuera, más hacia el fondo.
Por último, el tercer eje metafórico corresponde a la oposición entre cerca y
lejos, que comunica (estableciendo un puente) los otros dos ejes. Es decir, des-
de el límite de la ciudad representado por la avenida de Circuvalación, fronte-
ra entre “la ciudad” y el afuera, uno puede irse alejando cada vez más, hacia el
fondo, a la vez que cuanto más en el fondo uno se encuentre, se estará cada vez más
lejos de la ciudad y de lo que a ella se asocia.
Los tres ejes metafóricos forman un sistema topográfico por medio del
cual se simboliza, segmenta y otorga sentido al espacio barrial y a las rela-
ciones con el entorno y con los demás: entrar y salir del barrio y de la ciudad,
estar adelante y atrás del barrio, lo que está cerca y lo que se encuentra lejos.
Es a través de tales ejes que se representa el espacio barrial y se orientan las
prácticas del espacio. Ejes metafóricos que, como modos de conceptuar la rea-
lidad, impregnan la vida cotidiana: el lenguaje, el pensamiento y las prácticas.
En definitiva, se trata de un sistema que tiene su base en la experiencia del
espacio y, al mismo tiempo, le da forma a dicha experiencia, orientando a los
actores sociales en el espacio.
De esta manera, a partir de su aplanada geografía y de su homogénea
traza, emergen límites, distancias y jerarquías que brindan indicios tanto de
los modos de usar el espacio de la ciudad como de las posiciones diferenciales
de los actores sociales en el espacio urbano. Simultáneamente –y aquí radi-
ca su riqueza metafórica– al hablar del espacio habla también de otra cosa:
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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

simboliza las relaciones de poder y las desiguales posiciones sociales de dis-


tintos actores asociados a un determinado espacio. El “fondo” y “el afuera”, por
ejemplo, hablan de espacios específicos y a la vez de grupos de actores sociales,
“los del fondo” y “los de afuera”. Y, como mostraremos en este capítulo, las no-
ciones de cercanía y lejanía no solo miden distancias espaciales, sino distancias
sociales, culturales e incluso morales.1

3. La ciudad, escenario de desplazamientos

Mientras durante la década de 1990 y comienzos de la siguiente se asoció el


neoliberalismo tanto con los procesos de fragmentación socioespacial como
con el emergente mundo comunitario de los pobres urbanos, los cambios
desarrollados a partir de 2003 vinculados con el incremento del empleo, la
recuperación de los índices productivos, la implementación de nuevas polí-
ticas sociales y la consecuente reducción (moderada) de la desigualdad de
ingresos nos exigieron repensar la vigencia de las hipótesis que las ciencias
sociales construyeron sobre los sectores populares. En efecto, si en el mo-
mento más agudo del impacto del neoliberalismo en Argentina la totalidad
de los habitantes de los barrios populares estaban sumidos en el desempleo
o el subempleo y los viejos dormitorios obreros devinieron espacios co-
munitarios de la desocupación (Cerruti y Grimson, 2005) y dieron lugar
a la hipótesis de la “territorialización de los sectores populares urbanos”, la
reactivación económica y la consecuente recuperación de puestos de tra-
bajo supusieron una intensa movilidad urbana cotidiana por parte de los
habitantes de los espacios segregados. Ante este panorama, sostenemos que
la experiencia cotidiana de la desigualdad socioespacial no puede ser com-
pletamente explicada con los conceptos surgidos a la luz de la experiencia
neoliberal, así como tampoco es posible diluir esa experiencia en una cele-
bración de la reducción de la desigualdad de ingresos, más aún cuando ya

1 Vale señalar, además, que antes que referir y delimitar (o estar asociadas de manera unívoca a) espa-
cios físicos concretos y estables, el uso de tales categorías socioespaciales remite a dimensiones relati-
vas a las posiciones que ocupan los actores sociales y a los vínculos que establecen entre sí. Por esto,
como observó Manuel Delgado, “el dentro y el afuera son en esencia campos móviles que no tienen por
qué corresponderse con escenarios físicos concretos” (2007: 32), puesto que es posible ver que “den-
tro” refiere tanto al espacio privado de la casa como al barrio y también al casco urbano. Y lo mismo
podemos sostener de los demás ejes, ya que, como hemos identificado en nuestro propio trabajo, lo
que está “al fondo” o “lejos” depende de la perspectiva del actor y de su posición en el sistema barrial
de relaciones. Contra cualquier ilusión de estar en presencia de una clave de lectura unívoca que tor-
naría transparente las relaciones entre espacio construido y estructura social, vale la pena enfatizar que
no estamos ante un lenguaje universal, una gramática espacial autónoma de las prácticas sociales. Al
contrario, categorías y oposiciones idénticas funcionan y significan cosas distintas según los contextos
sociales en los que son desplegadas y puestas en juego por actores social y espacialmente situados.

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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

existe cierta evidencia incipiente de los límites de esa política distributiva


(Kessler, 2014; Segura, 2014).
Aun reconociendo los procesos de territorialización y la importancia del
territorio barrial en la vida cotidiana de los sectores populares –tendencia ge-
neralmente reforzada por muestras elecciones metodológicas, centradas preci-
samente en “el barrio”–, la experiencia urbana de los habitantes de la periferia
no se agota ni coincide con los límites del espacio residencial. En muchos
estudios sobre segregación socioespacial, implícitamente se adopta el punto de
vista dominante como dato de la realidad (Grignon y Passeron, 1989), que se
podría sintetizar en la siguiente idea: “vivimos en ciudades donde los ricos no
ven a –ni se encuentran con– los pobres”. En consecuencia, se describe la vida
urbana enfatizando rasgos como la separación, el aislamiento y la ausencia de
interacciones entre las clases sociales.
Suponiendo que sea cierto que los ricos no ven a los pobres –cuestión que
en nuestro caso solo se verifica en lo relativo a los espacios residenciales, es
decir, los sectores altos y medios de La Plata que no conocen la periferia po-
bre–, la situación no es simétrica si miramos el fenómeno desde el punto de
vista dominado: los pobres ven a los ricos y conocen sus lugares de residencia;
se desplazan cotidianamente hacia el centro de la ciudad y hacia sus lugares
de trabajo, viajando varias horas diarias; realizan habitualmente trámites que
suponen no solo desplazamientos sino también largas esperas para acceder a
los servicios públicos; muchas veces se manifiestan políticamente en los espa-
cios centrales de la ciudad; e incluso, excepcionalmente, pasean por la ciudad,
buscando disfrutar de algunos de sus beneficios. De este modo, incluso con-
tra poderosos límites económicos, geográficos y simbólicos, los residentes en
la periferia se mueven cotidianamente por la ciudad, componiendo distintos
escenarios de desplazamientos, practicando el lugar, produciendo espacios (de
Certeau, 2000). Por esto, además de la cotidianeidad barrial, instancia de la
vida social frecuentemente privilegiada por las ciencias sociales cuando estu-
dia a los sectores populares, debemos prestar atención a sus desplazamientos
por el espacio urbano.
En este sentido, vale recordar que los residentes en la periferia no solo
viven afuera, sino también lejos de los bienes y servicios necesarios para la
reproducción de su vida. La lejanía no refiere única ni exclusivamente a la
cantidad de metros que separan la vivienda de otros ámbitos urbanos como la
escuela, el hospital, el trabajo, la administración pública y los espacios de ocio,
generalmente ausentes en el barrio. Como señalaba Daniel argumentando so-
bre la necesidad de un centro de salud en el barrio:

El Hospital de Niños [hospital más cercano] está lejísimo y es muy complicado salir
de acá (…). Tenemos [ómnibus] por 31, pero de acá al cementerio hay muchísimas

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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

cuadras, de acá al cementerio donde ya pasan muchos micros y se pueden tomar


para todos lados, pero para la gente de acá son de 90 a 70, son 20 cuadras, y hay
que caminarlas.

En la misma dirección, Azucena reclamaba por espacios educativos para


sus hijos pequeños:

Un jardín maternal acá cerca no hay. Desde que tienen un año me decían, “mandala
a un jardín maternal”, y yo dije que no, que no podía, me queda lejos. Había un jardín
que está por 66 y 131, y es relejos, para mí es relejos. Y en ese entonces no tenía los
recursos para decir me voy en bici porque no tenía bici, me voy en micro porque no
tenía plata y para pagar algo tampoco. Así que mejor esperé hasta los 3 años que re-
cién fue este año que pudo entrar al jardín.

Distancia refiere en estas experiencias tanto al espacio físico que media entre
la vivienda y el hospital o el jardín más cercano, como también a las dificultades
para salir del barrio, ya sea por su inaccesibilidad (las veinte cuadras que deben
caminar hasta la parada de ómnibus más cercana que los lleva al hospital), ya sea
por las carencias de medios de locomoción o de dinero para cubrir los gastos de
desplazamiento. La distancia, entonces, no consiste únicamente en un atributo
cuantitativo; además de la distancia física hay que contemplar otros aspectos geo-
gráficos como la modalidad de localización (abierta o cerrada, continua o discon-
tinua, accesible o inaccesible), así como las vías y los modos en que la distancia es
suprimida, es decir, las formas y los medios disponibles de desplazamiento.
Richard Sennett (1997) ha señalado que tanto la planificación urbana
moderna, con sus líneas rectas primero y sus autopistas después, al igual que
el diseño de medios de trasporte como el ferrocarril y el automóvil, mediante
el énfasis en reducir el tiempo, eliminar obstáculos e incrementar el confort y
el placer del viajero, han favorecido la indiferencia por los lugares que se atra-
viesan y han incrementado, de este modo, la pasividad de quien los atraviesa.
Precisamente, lo opuesto a lo que ocurre con los residentes de la periferia, para
quienes desplazarse y cubrir grandes distancias supone múltiples esfuerzos y
donde podríamos pensar que el cuerpo “siente” y “aprende” la distancia física
(y social) que lo separa de bienes y servicios fundamentales para vivir. En esta
dirección Bourdieu (2002) ha sostenido que la ubicación en el espacio de la
ciudad y las distancias que se deben recorrer traducen las posiciones y las dis-
tancias sociales. La incorporación de las estructuras del orden social se reali-
zaría en gran medida a través de la experiencia prolongada e indefinidamente
repetida de las distancias espaciales, que se afirman en distancias sociales, y a
través de los desplazamientos y movimientos del cuerpo que esas estructuras
sociales convertidas en estructuras espaciales, y con ello naturalizadas, organi-
zan y califican: entrar y salir, ciudad y barrio, cerca y lejos.
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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

Por esto, la traducción espacial de las desigualdades sociales debería


pensarse no solo en términos de “enclaves fijos”, sino también en clave de
“gradientes móviles” ( Jirón, 2009) diferenciales que posibilitan u obturan el
acceso, la permanencia y el disfrute de la ciudad, sus bienes y sus oportuni-
dades. En la medida en que la vida urbana se encuentra vertebrada por la
movilidad, esta útlima tiene un peso específico en la calidad de la primera. En
este sentido, la movilidad cotidiana urbana constituye una práctica social de
desplazamiento diario a través del tiempo y del espacio urbano que permite
el acceso a actividades, personas y lugares ( Jirón, Lange y Bertrand, 2010),
cuyas características constitutivas serían su carácter copresencial, su cualidad
espacio-temporal y su rol en la accesibilidad.
En su libro Mobilities, John Urry (2007) agrupó los sentidos ambivalentes
acerca de la movilidad en cuatro ejes. En primer lugar, la movilidad puede ser
una capacidad o cualidad de las personas o de los objetos valorada general-
mente en términos positivos: ser móvil. En segundo lugar, movilidad se asocia
en algunos usos a multitud, temida precisamente por su movilidad indescifra-
ble. Así, movilidad adquiere aquí una valoración negativa. En tercer lugar, en
sus usos sociológicos habituales movilidad remite a las trayectorias ascenden-
tes y descendentes de los agentes en la estructura social: movilidad vertical.
Por último, el término refiere a la movilidad geográfica, que incluye desde
migraciones internacionales en un extremo hasta desplazamientos cotidianos
en el otro: movilidad horizontal.
De esta manera, nos encontramos ante sentidos positivos y negativos de la
movilidad, así como también ante movilidades verticales y horizontales. Estos
pares de oposiciones dan lugar a diversas (y cambiantes) articulaciones entre
ellos y abren una variedad de problemas para investigar en la ciudad. Por un
lado, la movilidad cotidiana puede ser una práctica valorada de manera positi-
va o negativa, dependiendo de quiénes, dónde y para qué se movilizan. Sabe-
mos, por ejemplo, que al mismo tiempo que la planificación urbana se preocu-
paba por agilizar la movilidad de las mercancías y los individuos, se esforzaba
por inhibir y desarticular las movilizaciones colectivas. En la misma dirección,
son sobrados los casos que muestran la valoración socialmente diferencial de
la presencia de personas en el espacio urbano según la clase, la etnia, la edad
y el género, entre otras dimensiones. Por otro lado, se abre el interrogante de
la relación entre las movilidades vertical y horizontal. ¿Qué tipo de relación se
establece entre ambas movilidades? Parece bastante claro que no hay una res-
puesta automática a esta pregunta. La alta movilidad puede ser un rasgo com-
partido por la experiencia urbana de personas de distintas clases sociales (aun-
que en términos estadísticos las clases altas se mueven más y construyen una
escala geográfica más amplia) y, por lo mismo, puede ser motivo de ascenso o
descenso social. Y otro tanto ocurre con la inmovilidad. Entre la “inmovilidad
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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

forzada” y las distintas formas de “movilidad obligada” (Urry, 2002) se desplie-


gan en la ciudad diversas formas de movilidad cotidiana, accesos al espacio
público, a recursos y a relaciones sociales que se vinculan de manera no lineal
con la movilidad social.
Tomando como punto de partida los cinco dominios urbanos –doméstico,
aprovisionamiento, recreación, vecindad y tránsito– identificados por Hannerz
(1986), analizamos la territorialidad de las prácticas de los residentes de la
periferia asociadas a cada uno de esos dominios. En términos generales, lo
primero que se identificó es la centralidad que tiene la práctica del salir, es
decir, el desplazamiento hacia fuera del barrio, en las estrategias de aprovisio-
namiento. El barrio no es un ámbito autónomo ni autosuficiente, por lo que
sus residentes deben salir para obtener un conjunto de bienes y servicios fun-
damentales para la reproducción de la vida.
En otro trabajo (Segura, 2009b), propusimos la ecuación “recursos hacia
afuera, vínculos hacia adentro” como una fórmula que condensaba esque-
mática y parcialmente la vida en barrios populares, vida tensada entre una
multiplicidad de fuerzas que empujan hacia el aislamiento y la exclusión, por
un lado, y la movilidad como práctica fundamental en las estrategias imple-
mentadas para sobrevivir, por el otro. Se trataba de una fórmula esquemática
y parcial por dos motivos. En primer lugar, porque no todos los recursos para
vivir se obtienen fuera del barrio ni se sale únicamente en búsqueda de re-
cursos. No obstante esto, la mayor parte de los desplazamientos por la ciudad
consisten en salidas instrumentales (Grimson, 2009): se sale por algo puntual
y específico (ir a trabajar, acceder a la educación y la salud, realizar trámites),
lo que supone un gran esfuerzo en términos económicos, temporales y corpo-
rales por la escasez de dinero, las grandes distancias y la mala calidad de los
medios de transporte. En segundo lugar, porque según la posición social de
los actores barriales analizados, la circulación, los desplazamientos y las terri-
torialidades varían sensiblemente. De hecho, del trabajo de campo realizado
surge que para comprender los desplazamientos por la ciudad se debe mirar
la cambiante articulación entre la condición laboral, el género y la edad, entre
otras dimensiones, que influyen tanto en el conocimiento de la ciudad como
en las territorialidades cotidianas de cada una de las personas en la ciudad.

4. Lógicas de circulación por la ciudad

El hecho de que los residentes en la periferia compartan una posición espacial


y social desventajosa y que sea imperioso para ellos desplazarse por la ciudad
no debe conducir a la conclusión de que sus movimientos sean idénticos. No
alcanza con señalar que los residentes de la periferia se desplazan cubriendo
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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

grandes distancias físicas y sociales y cuestionando un conjunto de límites. Es


necesario reconstruir sus lógicas de circulación (Kessler, 2004) por la ciudad.
Como la razón fundamental para salir del barrio se vincula con el aprovisiona-
miento, la ocupación de las personas es fundamental para comprender sus despla-
zamientos. Personas como Carlos (trabaja en la construcción) y Javier (se dedica
al cartoneo) sostienen lo mismo que Víctor (electricista): “voy al centro todos los
días”. Sin embargo, además de la situación en el mercado de trabajo, las relaciones
de género ayudan a comprender las lógicas de circulación por la ciudad.
Mientras la mayoría de los varones adultos salen del barrio hacia sus tra-
bajos, caracterizados por la informalidad y la baja calificación, las mujeres
(independientemente de su relación con el mercado de trabajo) se encargan
de la reproducción del espacio doméstico, lo cual implica también la movilidad
cotidiana hacia la escuela, el hospital y el comedor e influye negativamente en
sus posibilidades en el mercado de trabajo.
Cómo se combinan las actividades y los roles depende tanto de los arreglos
familiares como del curso de vida. En este sentido, la historia de Azucena nos
permite observar la variación temporal en su movilidad cotidiana. Ella trabajó
junto con su madre en las quintas de Arana “desde los 12 años (…) cosechan-
do chaucha, curando las flores del tomate, cosechando berenjena. [En esa épo-
ca] salía en bicicleta a las seis de la mañana, antes de que amanezca, me llevaba
algo de comer y venía a la noche, recansada, a dormir, me bañaba, me dormía y
al otro día lo mismo”. Después conoció a su marido actual “en el barrio” y dejó
de trabajar. Actualmente, mientras su marido “sale a las siete y vuelve a las seis
de la tarde, todos los días de lunes a sábado”, Azucena describe su cotidiano:

Estoy juntada hace seis años y medio, siempre estuve acá en mi casa, de mi casa a la
casa de mi mamá, de la casa de mi mamá a la casa de mi suegra, la casa de mamá a
media cuadra y la casa de mi suegra a una cuadra y media (…). Una vez a la semana
voy al comedor, trabajo ahí porque tengo un plan que me dieron ellos, voy ahí y charlo
porque vienen madres que se acercan.

Mónica combina sus tareas en el comedor con el trabajo en las quintas, en


un vivero en Arana junto a su marido. A diferencia de su marido, que trabaja
toda la semana, ella va al vivero “dos o tres días a la semana”. Su marido va y
viene del trabajo “todos los días en bicicleta”. Mónica cuenta su día:

Me levanto, me voy a trabajar, vuelvo, vengo a mi casa, hago para comer [su marido
regresa a almorzar] y después me voy a trabajar. A las seis y media de la tarde entro a
la escuela y hasta las nueve de la noche no vuelvo a mi casa.

Se delinea una lógica barrial cotidiana: los varones salen temprano para tra-
bajar y regresan al barrio por la tarde; las mujeres se ocupan de la reproducción
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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

doméstica, muchas de las cuales implican grandes desplazamientos, y sostienen


diversas instancias barriales como el comedor, además del rol de muchas de
ellas en el mercado laboral. Por supuesto, también existen variaciones en la
movilidad de las mujeres. Mientras que desde que se casó Azucena “no sale
mucho”, cuida de la casa y realiza la contraprestación del plan en un comedor
del barrio, en su rol de militante social y referente de un comedor Ester señala:
“Casi siempre estoy en el centro, porque si no me muevo esto no funciona”.
De todos modos, más allá de las variaciones, de las que las experiencias de
Azucena como ama de casa y de Ester con su rol clave en la trama política del
barrio quizás sean posiciones extremas, las relaciones de género se traducen
en itinerarios claramente diferenciados entre varones y mujeres. Mientras los
primeros realizan itinerarios lineales del tipo casa, trabajo, casa, podríamos des-
cribir los itinerarios femeninos como no lineales o múltiples, en la medida en
que deben hacer compatibles diversos requerimientos (domésticos, laborales).
Así, el almacén, el comedor, la escuela y la salita son espacios específicamente
femeninos, puntos a partir de los cuales las mujeres organizan cognitivamente
el resto de la morfología urbana (Delgado, 2007: 238) y ordenan sus andares,
con itinerarios del tipo casa, escuela, trabajo, escuela, almacén, casa; o casa,
salita, casa, escuela, casa.

5. Los sentidos de “salir”

“¿Qué suponen los gestos en principio elementales de entrar y salir?”, se pre-


gunta Manuel Delgado (2007: 27). Existen diversas respuestas a la pregunta
acerca de los sentidos del entrar y del salir (Bachelard, 1994), vinculadas fun-
damentalmente a las cualidades, oportunidades y riesgos atribuidos tanto al
adentro como al afuera. En este sentido, una larga tradición asocia el adentro
con la protección, ámbito donde
se supone que estaremos al amparo de las inclemencias de un mundo exterior que
para la cultura moderna –desde Descartes y la Reforma– aparece gravemente deva-
luado (…). Entrar entonces resulta idéntico a ponerse a salvo de un universo exterior
percibido como inhumano y atroz (Delgado, 2007: 27).

La oposición básica de la vida social del Brasil propuesta por Roberto Da


Matta (1997) entre casa y calle es deudora de esta tradición: la casa como un
ámbito de protección y seguridad de la persona a través de lazos de reciproci-
dad familiar en oposición al anonimato, la impersonalidad y el peligro para el
individuo en el espacio público moderno y burocrático de la calle.
Si en el análisis de Da Matta la calle se evalúa desde la lógica de la casa,
Georg Simmel realiza la operación inversa. Su preferencia de la puerta por
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Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

sobre el puente responde a que mientras el último comunica entre dos puntos
delimitados, en la puerta se encuentra “la posibilidad de salirse a cada instante
de esta delimitación [la casa] hacia la libertad” (2001: 53). La de Simmel es,
así, una de esas visiones que
hacen el elogio de la experiencia exterior, esto es, de la vida fuera de la vivienda, a la
intemperie de un espacio urbano convertido en una dínamo de sensaciones y expe-
riencias. Se reconocen de ese modo las potencialidades del acto de abrir la puerta
para salir (Delgado, 2007: 28).

El salir, quizás por ser riesgoso, es valorado desde estas perspectivas porque
habilita a la capacidad de cambiar, de devenir otra u otras cosas, de salirse de
los lugares y los roles de la casa.
Desde una perspectiva feminista, Teresa del Valle (2000) llamó la aten-
ción acerca de la necesidad de distinguir entre interior-exterior y privado-
público, remarcando que no existe necesaria correspondencia entre ambos
órdenes: muchas veces, la mujer sale de la casa y sus roles en el exterior
reafirman su pertenencia al espacio interior. En una dirección similar, en su
investigación sobre movilidad cotidiana en Santiago de Chile, Paola Jirón
(2009) mostró que la accesibilidad limitada a la ciudad para los grupos de
menores ingresos se traduce habitualmente en la sensación de estar encarce-
lados, experiencia que se refuerza para las mujeres con el mantenimiento de
roles tradicionales de género.
Esta experiencia del “encierro” en un contexto donde la movilidad es im-
portante para la reproducción de la vida (salidas instrumentales) y se pone
de manifiesto cuando los actores relatan prácticas (excepcionales) ligadas
al consumo, al ocio y la política. De esta manera, una experiencia cotidiana
confinada al espacio barrial (y específicamente, a la casa) como la de Azucena,
contrasta con sus excepcionales paseos por “la ciudad”, la cual le disgusta por
“el tema del tráfico, que es peligroso para el que va caminando” y disfruta por
“las plazas, las flores, las casas. Por ahí cuando vamos con mi marido, o cuando
voy sola, miramos las casas, la forma de las casas”. En la misma dirección, Ma-
risol relataba su experiencia en las manifestaciones políticas:

Ahí es donde me voy un poco a despejar, porque paso mucho tiempo acá en la casa.
Vamos con algunas compañeras del comedor, vamos porque miramos, porque es
tranquilo. Para ver, para salir al aire. Aparte conocés gente, ves la gente.

Para una mujer como Marisol (ama de casa), las marchas constituyen una
oportunidad para salir de la casa, despejarse, mirar, conocer gente. Su forma
de hablar condensa los sentidos asociados al salir por contraposición con el
estar adentro: “despejarse”, “salir al aire”.
138
Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

Así, en situaciones como las relatadas, salir adquiere un alto contenido sim-
bólico, pues permite escapar momentáneamente a una cotidianeidad anclada y
circunscripta a los límites del barrio (y, en el caso de muchas mujeres, de “la ca-
sa”) por una conjunción de barreras económicas (escasez de dinero), geográficas
(distancias, inaccesibilidad y medios de transporte), políticas públicas territoria-
lizadas (que tienden a reforzar el aislamiento) y roles de género tradicionales.
En síntesis: salir del barrio es una práctica sumamente necesaria para las
estrategias de aprovisionamiento, tanto de dinero a través del mercado de
trabajo como de bienes y servicios como la salud y la educación. Sin perder
de vista que no se sale únicamente por estos motivos –el ocio, el consumo y la
política también se encuentran entre las razones, más excepcionales y con una
importante carga simbólica–, el vínculo predominante que se establece con la
ciudad es de carácter instrumental: se sale por algo concreto y si no hay mo-
tivos concretos para salir, se queda en el barrio. En este punto, es importante
recordar que la posición social de los actores (si tienen trabajo, si militan, etc.)
es el factor explicativo fundamental de su movilidad. Si el afuera adquiere
relevancia en las estrategias de aprovisionamiento, en el adentro se solapan y
entrecruzan los ámbitos de la vecindad, el parentesco y el ocio.

6. Relaciones de tránsito, interacciones y estigmas

La ciudad ha sido caracterizada como el espacio que posibilita el encuentro


entre extraños; esto es, la diferencia, la complejidad y la extrañeza como as-
pectos constitutivos de la experiencia urbana. Estas “relaciones de tránsito”
(Hannerz, 1986), que combinan la proximidad espacial y la distancia social
(Simmel, 1986), se caracterizan por una “interacción social mínima” entre ac-
tores que son recíprocamente extraños, desconocidos y/o anónimos.
¿Cómo se procesa social y cotidianamente en el espacio urbano ese juego
de heterogeneidades, de anonimatos, de alteridades? Hace tiempo Clyde
Mitchell (1999) señaló que en la ciudad es posible distinguir, además de las
relaciones estructurales (relaciones –como las laborales– que tienen pautas
permanentes de interacción basadas en roles) y las relaciones personales
(red de lazos afectivos que los individuos configuran en torno suyo), lo que
denominó relaciones categoriales, es decir, relaciones que se desarrollan en
situaciones en las que los contactos son superficiales y rutinarios, y que son
resultado de la tendencia a categorizar a la gente en función de algunas
características visibles y a ordenar el comportamiento de acuerdo con dicha
categorización (generalmente estereotipada).
La experiencia cotidiana del espacio urbano ha sido descripta como una
sociedad de miradas, “ágora visual” (Sennett, 1997) donde ante todo cuenta
139
Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

lo observable a primera vista, lo intuido o lo insinuado mucho más que lo


sabido (Delgado, 2007). En la experiencia de vivir la ciudad somos máqui-
nas de hacer inferencias donde, como puso de manifiesto Bourdieu (2007),
los gestos más insignificantes, la vestimenta y los rasgos corporales pueden
brindar pistas sobre la identidad de quien los realiza y el lugar que ocupa en
el espacio social. En este sentido, las relaciones categoriales constituyen un
modo de simplificar o codificar el comportamiento en situaciones que de otro
modo serían “no estructuradas”, con la consecuencia habitual de (re)producir
estereotipos y prejuicios.
Es así como estas relaciones nos remiten constantemente al problema
de la accesibilidad y la diversidad en la ciudad, ya que “la gente reacciona
no solo al hecho de estar cerca, sino a estar cerca de tipos particulares de
personas” (Hannerz, 1986: 117). Las interacciones en el espacio público ex-
ceden la relación entre anónimos, poniéndose en juego mecanismos de al-
teridad / identidad. Marcas o atributos funcionan como indicios de la edad,
el género, la etnicidad, la clase y la ocupación (entre otras) promoviendo,
según los casos, el acercamiento, la indiferencia, el temor, el rechazo. Pre-
cisamente por esto, las relaciones de tránsito, relaciones de “interacción
mínima” constitutivas de la ciudad, constituyen un ámbito de la vida urba-
na relevante para entender la experiencia urbana de quienes residen en un
barrio periférico. ¿Cómo experimentan sus propios desplazamientos por la
ciudad? ¿Qué imagen les devuelven los otros con los cuales se encuentran
e interactúan en el espacio público? “Cuando estuve en el centro –contaba
Mónica–, la desconfianza era total”.
En el imaginario de la ciudad, Altos de San Lorenzo y fundamentalmente
sus asentamientos son estigmatizados. Ubicados en la periferia pobre de la
ciudad, alejados de los circuitos cotidianos de la mayoría de los habitantes y
altamente estigmatizado en tanto espacio atravesado por la pobreza y asociado
con la criminalidad, constituyen un punto de referencia en cierta geografía
simbólica que regula prácticas, significaciones y afectos en la ciudad. En ese
mapa simbólico más o menos compartido donde los distintos lugares que
componen la ciudad adquieren valoraciones diferenciales al relacionarse unos
con otros, los asentamientos constituyen una de las figuras habituales para ha-
blar de la periferia, de sus problemas y de sus riesgos. Con la fuerza de la rei-
teración y de la recurrencia, por medio de “historias de baja intensidad” sobre
carencias, delitos y conflictos, la prensa gráfica local ha colaborado en cons-
truir un “mapa del desorden” (Caimari, 2012) que tiene en los asentamientos
periféricos uno de sus locus habituales.
En la dinámica social cotidiana, los residentes del sector 1 se desmarcan
de tales señalamientos, establecen un fuerte clivaje con los asentamientos y
desplazan el estigma hacia quienes allí habitan. En esta dirección, Gabriela
140
Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

contaba que cuando ella dice “yo vivo de la 72 para allá, fuera del casco urba-
no” las personas la miran extrañadas y le preguntan:

“¿En Altos de San Lorenzo?” “Sí, en Altos de San Lorenzo”, lo digo con orgullo, a mí
no me molesta vivir acá y a veces he escuchado a gente decir… se escucha más
Altos de San Lorenzo por los problemas delictivos que por las obras en sí, y yo digo,
bueno, pero en Altos de San Lorenzo vive gente buena también, como que nos rela-
cionan con el delito y todo eso, entonces yo digo, vive gente buena, vivo yo, (risas)
desde siempre.

En la respuesta de Gabriela, se evidencia su esfuerzo por cuestionar la ha-


bitual asociación lineal y esquemática entre determinado espacio y determina-
do tipo de gente. Se trata de un cuestionamiento parcial del estigma territorial
que recae sobre la zona: “acá hay gente buena también”. En la misma direc-
ción, Domingo (también residente del sector 1) editaba desde hacía unos años
una revista bimestral de distribución gratuita sobre el barrio que se financiaba
con publicidad de los comercios y en la cual se publicaban notas sobre el
barrio. En una asamblea barrial a la que concurrió para ver la posibilidad de
hacer un informe sobre las actividades de la asamblea en la revista, explicitó su
criterio para las notas:
Queremos colaborar con lo bueno del barrio, buscamos apoyar los emprendimientos
buenos del barrio. Queremos mostrar lo que no sale en los diarios. Siempre que sa-
limos en los diarios es por policiales. Yo hace 60 años que vivo en el barrio y cuando
digo que vivo en Altos de San Lorenzo la gente se asusta, te mira con una cara rara. Y
lo cierto es que en el centro hay más robos que acá.

Sin embargo, muchos de estos esfuerzos parecen infructuosos, fundamen-


talmente para los residentes de los asentamientos. Hablando sobre su barrio,
Ester señalaba:

Los del centro a nosotros nos dicen villeros y en la escuela a mi hija le decían villera.
Porque a ella le decían “¿dónde vivís?”, “en la 90”. “Ah! esta es villera, negrita villera”.
Nos ven como eso acá. Aparte este lugar, la 90, este lugar está recontra quemado
porque incendiaron autos, robaron autos y todos los autos venían a esta calle, enton-
ces como que está quemado, ni los remises, ni los autos quieren entrar a este lugar, ni
los taxis. La mayoría de la gente no quiere, “no” dice “a la 90 no vamos, es peligrosa”.

En estos relatos y experiencias de los habitantes de los asentamientos,


se condensan las características principales de los estigmas territoriales
(Waquant, 2007): básicamente el desplazamiento que el estigma opera desde
un tipo de hábitat o vivienda a un tipo de persona –de la villa a los villeros–,
lo que se traduce tanto en las prácticas espaciales de los habitantes de la ciu-
dad, que al asociar esos espacios a la violencia y la delincuencia los evitan,
141
Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

como en una marcación que acompaña a los residentes del barrio a diversos
espacios de interacción social, sumando desventajas adicionales en las oportu-
nidades laborales, el acceso a servicios y a otros bienes socialmente valorados,
a las que ya experimentan por su lugar de residencia (Kessler, 2012).
Ahora bien, la estigmatización no es solamente territorial, recordándonos que
el acceso desigual a la ciudad se articula y combina con dimensiones étnicas y
raciales, entre otras. De esta manera, al no limitarse la estigmatización de manera
exclusiva al espacio residencial, estando también ligada al cuerpo y la apariencia,
son más complejas y difíciles las prácticas para desmarcarse. Daniel contaba:
Hay dos o tres compañeras que ya están independizándose, quieren hacer su vida,
salen a buscar trabajo, salen al centro y ahí cuentan ellas que como son morochitas,
las hicieron al costado y agarraron a otra más blanca, ¿entendés? Se sentían muy mal
estas chicas porque habían sido despreciadas. Donde se ve un trabajo que lo puede
hacer cualquiera, eligen a gente sin experiencia y más blancos.

Esta situación se agrava con los habituales controles discrecionales que


realiza la policía a los residentes del barrio, ya sea cuando están saliendo o
retornando a sus hogares, en sus inmediaciones, ya sea cuando se encuentran
en espacios públicos alejados de su lugar de residencia. En efecto, durante
el trabajo de campo era habitual ver un puesto de la policía localizado en la
intersección de las avenidas 72 y 19, principal vía de entrada y salida de los
asentamientos. Se trataba de una verdadera aduana urbana, donde la idea de
frontera dejaba de ser solo metafórica, que controlaba los flujos y los desplaza-
mientos de las personas entre el casco urbano y la periferia. Este cotidiano rol
de aduanero por parte de la policía fue remarcado por Mónica:
La policía cuando te ve que vos andás bien cambiadito, venís bien, o venís de otro
lado y venís cambiado, no te hinchan para nada. Pero te digo porque a mí me ha
pasado en la 90, cuando venís de trabajar, te hinchan las pelotas, te piden docu-
mentos, que “¿de dónde venís?”, que “¿dónde trabajás?” Yo muchas veces le tenía
que mandar a la mujer policía que se vaya al diablo (risas). Le dije “¿querés encon-
trar a los chorros? Vení después de las 6 y media de la tarde, vení abajo del puente.
A mí no me vas a encontrar nada”, le dije (…). A mí me han parado varias veces pi-
diéndome el documento y a mi marido lo han llevado un par de veces, cuando volvía
de trabajar. Él antes venía siempre en bicicleta. Después ya le empezaron a traer los
patrones, les comentó que lo levantaban y ahora lo traen y lo dejan en la 80 y 137 y
de ahí se viene en bici.

Además de este control en las inmediaciones del barrio, en el espacio pú-


blico el estigma territorial también se activa. Como relataba Daniel: “cuando
la policía te pregunta de dónde sos y vos le decís de Puente de Fierro, listo,
para ellos ahí están todos los malandras”. Cansado de esta situación, Daniel
aprendió a responder a los interrogatorios policiales callejeros.
142
Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

Daniel: Después uno va tomando experiencia y le cambiaba la dirección a ver qué es


lo que pasaba.
Ramiro: ¿Y qué le decías?
Daniel: En vez de decirle Puente de Fierro, decía “calle 88 entre 28 y 29”. Entonces
¿qué hace el policía? Piensa, dice “¿adónde queda?”. Como que se pierde.

La anécdota es reveladora. El cambio en los criterios de referencia y loca-


lización, desde el nombre propio estigmatizado (Puente de Fierro) a la racio-
nalización y cuantificación del espacio propio de los criterios abstractos de la
grilla fundacional de la ciudad le permiten, al menos situacionalmente, des-
marcarse. A la vez, es una muestra más de que la mayoría de las personas que
habitan la ciudad desconocen la ubicación precisa del barrio, lo que no impide
que, en general, continúen reproduciendo el estigma.
De esta manera, además de los obstáculos económicos y geográficos, los
residentes en los asentamientos son objeto de la estigmatización cotidiana en
múltiples ámbitos de la vida social (trabajo, educación, salud, políticas socia-
les), a la cual muchas veces se oponen, cuestionando los argumentos sosteni-
dos acerca de ellos. Y también en la circulación por los espacios públicos, en
los espacios transicionales entre el barrio y la ciudad.

7. Clase, juventud y estigmatización

Muchos jóvenes –fundamentalmente los jóvenes varones– no tienen lugar,


ni en el barrio ni en la ciudad, pues como señala Saraví (2004) se encuen-
tran fuera de la escuela (los índices de deserción escolar son elevados), fuera
de la casa (espacio de los adultos, generalmente de pequeñas dimensiones)
y fuera del mercado laboral (con la excepción de changas esporádicas en el
sector informal).2 Carecen de espacios propios, no están en la escuela, ni en
el mercado de trabajo, la casa no es suya. Y también les es difícil circular por
la ciudad, pues es entre ellos donde el estigma territorial recae con más fuerza
y reduce sus perspectivas de accesibilidad y circulación por el espacio urbano.
Como relataba Marta, madre de tres hijos, “no pueden ir al centro porque los
tienen identificados, la policía les pregunta dónde viven, los levantan y los llevan”,
y en la misma dirección –y remarcando una diferencia de género– la maestra de
una escuela del barrio contaba que “cuando les digo que vamos a ir al centro los

2 De los 104 chicos y chicas del barrio Puente de Fierro menores de 19 años que durante el año 2008
participaron de un programa del Ministerio de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, 47%
asistía regularmente a la escuela, 18% asistía irregularmente, 9% no concurría hacía menos de un año
y 26% había abandonado. El 45% estaba o había estado vinculado a actividades delictivas, y el 47%
permanecía en las esquinas o deambulando en el barrio la mayor parte del día.

143
Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

chicos dicen que no, las chicas quieren ir, pero los chicos directamente dicen que
no porque son discriminados”. Nos encontramos ante la experiencia que Gabriel
Kessler (2009) denominó relato de la estigmatización, relato de la inseguridad
sostenido fundamentalmente por aquellos jóvenes (y sus madres) que, siendo ha-
bitualmente señalados como peligrosos y victimarios, narran la vivencia cotidiana
del estigma en el barrio, en el espacio público y el maltrato de la policía.
En este contexto, la ocupación de esquinas y descampados que tanto temor
generaba en otros residentes del barrio, lejos de hablar de una apropiación y
dominio juvenil del espacio barrial, señala el repliegue hacia el único lugar y
tiempo disponibles. Y es esa práctica la que genera temor entre los adultos y se
transforma en un punto de discusión y disenso entre las diversas organizacio-
nes sociales y políticas del barrio en cuanto a qué hacer con los jóvenes.
Ante la centralidad de la problemática, tanto para estas instituciones y
programas que intervienen sobre la juventud como para las organizaciones
barriales,3 se conformó en el comedor de Puente de Fierro una “mesa técnica”
donde quincenalmente miembros de las distintas instituciones y referentes
barriales intercambiaban información y experiencias y discutían vías de in-
tervención a seguir sobre casos puntuales, evitando soluciones represivas. De
hecho, el origen de esta experiencia se remonta a un conflicto que hubo en
torno a un grupo de jóvenes que tenían en la calle 29 y 89 su lugar de reunión,
donde pasaban largas horas, fundamentalmente durante la tarde y la noche. Se
trataba de chicos que, como sostuvo Daniel, “conocemos a los padres, los her-
manos, los primos, a todos, son gente que llegaron junto con nosotros, siguen
viviendo en el barrio”. La ocupación de esta esquina por parte de los jóvenes
y, según algunos adultos, la molestia que generaban por estar todo el día en
ese lugar, bebiendo, fumando marihuana y robando, condujo a que un grupo
de “16 vecinos” conducidos por Mónica (en sus palabras, “yo fui la cabecilla”),
presentara una denuncia contra los jóvenes y los detuviera la policía.
En torno a este evento, las posiciones se polarizaron y generaron (o re-
forzaron) diferencias entre personas y organizaciones que habitualmente

3 En el barrio, existían diversos programas de intervención sobre los jóvenes, considerados una pobla-
ción de riesgo: el Centro de Prevención de las Adicciones (CPA), los distintos programas del Ministerio
de Desarrollo Social, las intervenciones del Foro de la Niñez perteneciente a la Central de Trabajadores
Argentinos (CTA), los trabajadores sociales del Hospital de Niños, entre otros. Entre las actividades
barriales en las que realicé observación participante, seguí de cerca un Programa del Ministerio de
Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires denominado “Barrio Adentro”, destinado a niños y
adolescentes de Altos de San Lorenzo. Implementado a partir de 2008 como prueba piloto, se eligió
el centro comunal por ser este el barrio designado tanto por el Poder Judicial como el Poder Ejecutivo
como el de mayor índice delictivo en niños y jóvenes. Se trataba de un programa que buscaba generar
espacios de contención e integración barrial a partir de talleres de música con los jóvenes, los cuales
se realizaban en organizaciones barriales. Yo observé los talleres realizados en los comedores de Ester
(en la 90) y Rosa (en Puente de Fierro), de los cuales surgieron discos compactos con canciones com-
puestas en conjunto entre talleristas y participantes.

144
Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

trabajaban de manera conjunta. El enfrentamiento más evidente se dio entre


quienes realizaron la denuncia y quienes no participaron en la misma por
considerar que la policía era parte del problema y nunca la solución. Entre
estos últimos se encontraba Rosa, importante referente barrial que tenía una
guardería y un refugio en el barrio. “Por ese motivo no me llevo con Rosa”,
dijo Mónica, “ella apaña a los chorros, vos pasás por su casa el sábado tipo 9 o
10 de la noche y están apilados ahí afuera”. Pero incluso entre las personas que
realizaron la denuncia era posible identificar sentidos y finalidades diferentes.
Así, por un lado Daniel relataba:
Nosotros hicimos la denuncia no para que vengan y los caguen a tiros en la esquina,
hicimos la denuncia asentando que a estos chicos cuando se los lleven presos no
los larguen a las dos horas, sino que busquen [alternativas] porque yo creo que hay
muchas instituciones, me dijeron a mí que hay muchas instituciones, que los deriven
a instituciones que lo puedan ayudar al chico, porque no sirve de nada que lo tengan
dos, tres horas y lo larguen de nuevo.

Sin embargo, por el otro lado, Mónica se distanciaba de estas propuestas, y


recordaba:

Cuando empezó la asamblea acá, las maestras pedían por los chicos, los chicos cho-
rros estos y nosotros necesitábamos lo más urgente posible una solución. Ellos nos
daban todo a largo plazo… ¡es más fácil que viniera el 911!

De esta manera, el estigma territorial que recae sobre los residentes del ba-
rrio (y en especial sobre los jóvenes varones) presenta un doble efecto: “hacia
afuera”, en relación con la ciudad, refuerza el límite y la separación, el cual es
atravesado casi exclusivamente por motivos instrumentales; “hacia adentro”,
en relación con la vida barrial, potencia la conflictividad interna, estimula la
evitación mutua y la desconfianza interpersonal, colaborando de este modo
con la producción de la realidad (violenta, insegura) que nombra.

8. Estructuras de interacción y efectos de lugar

La experiencia urbana de los residentes en la periferia de la ciudad de La Pla-


ta remite a un entrelazamiento entre límites y fronteras, por un lado, y relacio-
nes e intercambios, por otro, mostrándonos que la desigualdad en la ciudad es
irreductible a la segregación residencial. El desafío consiste en mirar simultá-
neamente posiciones y movilidades, indagando cómo se entrelazan los límites
y las fronteras con las relaciones y los intercambios, para poder comprender
cómo los flujos crean y recrean fronteras y barreras.
145
Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

En el intento por comprender las maneras de vivir la ciudad desde la peri-


feria, fue posible identificar un conjunto de “límites y presiones”, en el sentido
de Williams (1997), que tienden a reforzar la separación entre los barrios
populares y la ciudad, entre los cuales se encuentran cuestiones relativas a la
economía (falta de recursos y/o trabajo), la geografía (distancias cuantitativas
y configuraciones espaciales), la política (ya sea de tipo represivo, como los
controles policiales, o el modo como están estructuradas las políticas socia-
les, focalizadas y territorializadas) y la cultura (estigmas que acompañan a la
población de la periferia en diversas situaciones sociales, incluso muy lejos
de su lugar de residencia, como en la educación, la salud y el espacio público,
entre otros). A la vez, incluso con la importancia que las políticas sociales y
las organizaciones sociales tienen en la reproducción de la vida cotidiana, el
barrio no es una entidad autónoma ni autosuficiente. Es un imperativo para la
mayoría de las personas salir del barrio para acceder a bienes y servicios fun-
damentales para la vida.
Proponemos pensar esta tensión (y potencial articulación) entre límites y
relaciones con el concepto de “estructura de interacción” que el antropólogo
Frederik Barth (1976) desarrolló para el análisis de las relaciones interétnicas.
En efecto, Barth observó que la persistencia de un límite categorial a partir
del cual se constituían dos grupos sociales no se debía a la ausencia de inte-
racción, sino todo lo contrario: es en la interacción social que se producen y
reproducen límites y distinciones. En esta dirección, atravesar un límite no
supone abolirlo, sino que más habitual resulta que el límite estabilice un tipo
de relación (y de distinción) entre las partes. Cuando esto ocurre, nos encon-
tramos ante una “estructura de interacción” compuesta tanto por un conjunto
de preceptos que regulan las situaciones de contacto y que permiten la articu-
lación en algunos dominios de actividad, como por un conjunto de sanciones
que prohíben la interacción en otros sectores de la vida social.
Un acontecimiento resonante en la ciudad quizás ayude a iluminar el
argumento. A pesar de las distancias, la estigmatización cotidiana y del hosti-
gamiento policial, era frecuente que algunas chicas y chicos del barrio pasaran
algunas tardes y noches en plazas céntricas de la ciudad, lo que generaba preo-
cupación por parte de algunos adultos y efectores de políticas sociales.
Una tarde, durante un taller, nos quedamos charlando con Kika, Ro-
cío, Rama, Malena y Joana (chicos y chicas de entre 12 y 15 años) sobre la
infancia.

Ramiro: ¿Dónde pasaron la infancia?


Rocío: Acá.
Ramiro: ¿Rama?

146
Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

Rama: En el Chaco.
Ramiro: ¿Y Kika?
Kika: Hasta los 8 años viví en Misiones, después me vine a vivir acá.
Ramiro: ¿Cómo fue llegar a La Plata? ¿Qué se acuerdan?
Rama: Yo cuando llegué a La Plata vivía en la casa de mi hermana que se llama Ne-
gra, ella fue la primera que llegó acá. Me gustaba ir al centro a pedir monedas porque
me hacía 100 pesos por día (risas).
Ramiro: ¿Sí? ¿Te daban muchas monedas?
Rama: Sí, me iba a las 8 de la mañana y a las 2 ya venía para acá.
Joana: Y, sí, también eso que dice ella pero... Me acuerdo la primera vez que me fui
ellas se hacían 70, 80 hasta 100 pesos por día y yo me hice 15 centavos (risas).
Ramiro: ¿Por qué?
Joana: Porque era revergonzosa y después mi hermano no me quiso llevar más por-
que decía que era muy vergonzosa y no pedía nada.

Por su parte, en el relato de Luz y Sofía, dos hermanas de 15 y 16 años


residentes en Puente de Fierro, frecuentaban la plaza para “pedir plata o ro-
bar algo, para pasar el tiempo” y se encontraban con chicos y chicas de otros
barrios periféricos de la ciudad. Fue en el marco de “incursiones” similares
de jóvenes de la periferia pobre al centro de la ciudad para pasar el tiempo,
encontrarse con amigos y/o pedir plata, que se produjo una agresión a estos
jóvenes la noche del 25 de julio de 2008, cuando un grupo de adultos (¿po-
licías?) atacó con cadenas, fierros y armas blancas a un grupo de alrededor de
20 chicas y chicos, bautizado –y convertido en problema– tiempo antes por
los medios locales como la “banda de la frazada”.4
Si bien se suele entender al espacio público (y sería deseable que así fuera)
como el espacio físico de la ciudad accesible a todos, susceptible de diversos
usos y que implica la copresencia entre desconocidos, en las ciudades existe un
conjunto de regulaciones y reglamentaciones mayormente implícitas y naturali-
zadas que prescriben y proscriben acciones y usos, así como las formas “adecua-
das” de gestionar la proximidad y la distancia con desconocidos. Se trata de una
“estructura de interacción” que, si bien sujeta a cuestionamientos, negociaciones
y modificaciones, tácitamente supone que hay un lugar y un tiempo para cada
cosa (y para cada clase, grupo, género, edad, etc.). En el caso de La Plata, la
estructura de interacción dominante se expresa en que los residentes de los
barrios periféricos casi exclusivamente van a “la ciudad” (al centro de la ciudad)
por motivos instrumentales: trabajo, trámites burocráticos, hospital.

4 He analizado con detalle este acontecimiento y el proceso político posterior en otro texto (Segura,
2012b).

147
Vivir afuera. Antropología de la experiencia urbana

La práctica de chicos y chicas de barrios periféricos de ocupar una pla-


za central de la ciudad “llamó la atención” –de la policía, de la prensa, de
los comerciantes cercanos, de algunos “vecinos”–, precisamente porque su
presencia y sus formas contradecían la hasta ese momento implícita “estruc-
tura de interacción” dominante y naturalizada en la ciudad. En definitiva, su
presencia “fuera de lugar” supuso para estos chicos y chicas su visibilización
creciente, la consecuente pérdida de su “derecho al anonimato” (Delgado,
2007) y el verse interpelados constantemente a dar explicaciones sobre sí
mismos y sobre lo que hacían en ese lugar. En definitiva, en las lógicas de sus
desplazamientos desde la periferia hacia el centro (su andar) y en el tipo de
espacio apropiado y los modos de apropiarse del mismo (su estar) los jóvenes
cuestionaban, quizás sin saberlo, un conjunto de límites sociales y simbólicos
acerca de los usos de la ciudad.
En síntesis, la estructura de interacción identificada combina de modo
específico límites y relaciones: mientras la mayoría de las salidas del barrio
se vinculan con el dominio del aprovisionamiento, incursiones instrumen-
tales vinculadas con trabajar, ir al hospital, hacer un trámite, entre otros, los
dominios del parentesco, la vecindad y el ocio se mantienen, para la mayor
parte de las personas y en la gran mayoría de las situaciones, dentro de los
límites barriales.
Este modo de experimentar la ciudad desde la periferia, con sus modu-
laciones específicas de ocupación, género y edad, no solo es singular respecto
de otros habitantes de la ciudad, sino que también sedimenta en un conjunto
de categorías con las cuales pensar la posición propia y la de los demás en el
espacio urbano y social. En este sentido, sostenemos que la experiencia coti-
diana del acceso desigual a la ciudad expresado en posiciones (habitar la pe-
riferia), distancias (lejanía y costosos movimientos) e interacciones (estigmas)
específicas, tiende a reproducirse en el lenguaje y en las prácticas en tanto ca-
tegorías de percepción y evaluación del espacio social. (Bourdieu, 2002: 121).
Una tarde en el comedor se produjo el siguiente diálogo:

Daniel: Como que la gente de acá está mucho más aislada.


Mónica: Sí.
Ramiro: ¿Ven eso?
Daniel: Aislada con la gente de ciudad, o sea, hay poca participación en el tema de
convivir con gente de ciudad, lo que es gente de barrio es barrio, y pareciera que lo
que es gente de ciudad, de ciudad.
Mónica: Hay desconfianza, en realidad es eso. Te digo que me ha pasado cuando
estuve en el centro, hay personas mayores que muchas veces antes de preguntarte
algo… ¡te miran bien primero! Y cuando voy al centro a veces con mis hijos la descon-
fianza total está.

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Capítulo 5 La experiencia de la desigualdad urbana. Segregación socioespacial...

Daniel: La gente de barrio es más quedada, viene del trabajo y se queda, de casa al
trabajo y del trabajo a casa, generalmente siempre hace así la gente que viene del
interior. Hay muy poco contacto con la gente de ciudad… no sé, es como el agua y el
aceite, siempre cuesta juntarse.

De esta manera, los límites espaciales producto de la objetivación de las


desigualdades sociales se constituyen en límites categoriales para clasificar
lugares, objetos y personas. Efectos de lugar por medio de los cuales las posi-
ciones y las distancias del espacio social objetivadas en el espacio urbano se
incorporan en los actores sociales como principios de visión y división del es-
pacio social. “Somos distintos”, coinciden Daniel y Mónica, “como el agua y el
aceite”, y estamos “separados” y “aislados”, separación y aislamiento que se (re)
producen –y algunas veces se cuestionan– en los desplazamientos e interaccio-
nes cotidianas en la ciudad.
Retomando el epígrafe de Simmel que da inicio a este capítulo, la expe-
riencia de la disociación y de la separación es, por paradójico que parezca, una
forma de socialización. No se trata exclusivamente de ausencia de relaciones
e interacciones, sino del tipo de relaciones e interacciones que instauran y
reproducen una realidad que se experimenta como aislamiento y separación.

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