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EL RACIONALISMO

MODERNO: LA
FILOSOFIA DE RENE
DESCARTES

1. CONTEXTO , VIDA Y OBRA.


Contexto histórico, sociocultural y filosófico

René Descartes nació en La Haya, Francia, en 1596, y murió en Suecia en


1650. Desde un punto de vista histórico, esta primera mitad del siglo XVII se
caracteriza por la consolidación de las monarquías absolutas y las guerras de
religión. Las Monarquías Absolutas son el resultado de un proceso que se inicia
a finales de la Edad Media y que lleva desde la creación de los Estados
modernos como monarquías nacionales a la progresiva concentración del
poder en manos del monarca (despojándoselo a los señores feudales). En
1519 el joven príncipe Carlos, de la dinastía de los Habsburgo o Austrias, es
elegido emperador y convirtiéndose en el soberano más poderoso de Europa,
reuniendo bajo su mando desde Castilla y los Países Bajos, hasta Sicilia,
Nápoles, y Austria (por nombrar solamente algunos), incluyendo las colonias
españolas en América, fundando así la “Monarquía Hispánica” que caracteriza
el período de hegemonía española en Europa. Carlos V y sus herederos
sueñan con fundar una “monarquía universal y cristiana” que unifique todo el
mundo conocido. Sin embargo, este sueño pronto encuentra serias dificultades,
sobre todo debido a la reforma religiosa.

Durante el siglo XVI, el protestantismo, iniciado con la Reforma emprendida por


Lutero en el siglo XVI, ha prendido rápidamente en gran parte de Europa, y
amenaza con romper en dos la unidad religiosa europea, a pesar de la
Contrarreforma católica. Carlos V se enfrenta (y vence) a los príncipes
protestantes alemanes, pero la ruptura es ya irreversible: en la Paz de
Augsburgo (1555), se ve obligado a reconocer las dos confesiones (la católica
y la luterana) y la libertad de los príncipes del Imperio a elegir su religión.
Además, por toda Europa los enfrentamientos religiosos están produciendo
sangrientas revueltas y guerras civiles. Al entrar en el siglo XVII, el frágil estado
de paz conseguido dentro del Imperio entre católicos y protestantes amenaza
con saltar por los aires. Los católicos y los protestantes han formado ligas
armadas (la Unión Evangélica protestante y la Santa Liga católica). Poco
después la llama de la guerra se extiende por toda Europa. Comienza así, bajo
el reinado de Felipe IV, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que
participan casi todos los Estados europeos. Esta situación es el contexto
histórico inmediato de la vida de Descartes, que participa en ella del lado
católico. En cualquier caso, el Tratado de Paz de Westfalia (1648), que pone fin
a la Guerra de los Treinta Años, supone igualmente el fin de la hegemonía
española en Europa y el comienzo del predominio francés, que se extiende
hasta la derrota de Napoleón en el siglo XIX.

En el ámbito cultural y artístico, el siglo XVII es el siglo del Barroco, un estilo


artístico que rompe con los cánones y gustos renacentistas, desarrollado
fundamentalmente en los países católicos, y vinculado al proceso de la
Contrarreforma. En vez de la línea clásica, la armonía, el equilibrio y la
proporcionalidad, en el estilo barroco predomina el movimiento, la profusión de
detalles y la sobrecarga decorativa. En España, la creación artística y literaria
vive su “Siglo de Oro”, con autores como Cervantes, Quevedo o Velázquez.

Desde el punto de vista filosófico, el mundo moderno nace tras el hundimiento


de la cosmología antigua (vigente hasta el siglo XVI) y tras una ruptura sin
precedentes con las autoridades religiosas. La Revolución Científica, impulsada
por hombres como Galileo, Giordano Bruno o el propio Descartes, produce en
menos de un siglo y medio un vuelco radical en la concepción que mantenía el
hombre acerca del universo y de sí mismo. El Universo deja de ser una esfera
finita cuyo centro es ocupado por la tierra donde rige la regularidad y la
armonía para pasar a ser un espacio infinito donde, inevitablemente, la Tierra
ya no es el centro y que provoca la desorientación de la figura del ser humano.
El universo finito, cerrado, armonioso, jerarquizado y dotado de sentido y
finalidad, que había sido el hogar cálido y confortable de la humanidad desde
muchísimos siglos atrás, ha desaparecido. La ciencia moderna produce un
universo infinito y descualificado, inhóspito y carente de sentido para el
hombre.

En este contexto de hundimiento del mundo histórico antiguo-medieval, la


filosofía moderna asume la indispensable tarea de reconstruir los fundamentos
del saber. El proyecto cartesiano ha de comprenderse desde esta necesidad de
encontrar una base racional suficientemente firme como para sostener una
nueva concepción del mundo, de la moral y de la religión. Es necesario
encontrar un nuevo orden, un nuevo conjunto de ideas que nos permitan
entender dónde estamos, cómo debemos comportarnos y qué nos cabe
esperar. Y, al mismo tiempo, el nuevo orden, para cumplir su función, tiene que
ser más sólido y más resistente: tiene que poder resistir las críticas que
hicieron tambalearse al orden anterior. Pues bien, se puede decir que la
filosofía moderna de los siglos XVII y XVIII describe efectivamente los
fundamentos intelectuales de ese nuevo orden. La filosofía moderna (en la que
tendrán un papel fundamental Descartes y Kant) “descubre” cuáles son los
supuestos sobre los que se erige el mundo moderno, y los formula de manera
clara y precisa. Descartes es, desde este punto de vista, quien inicia el camino,
y el primer gran pensador de la Modernidad.

Descartes: vida y obra

René (=Renato) Descartes nació en 1596 en La Haya (pero no en La Haya de


Holanda, sino en la región francesa de la Turena), en el seno de una familia
acomodada. Se formó, de los 10 a los 18 años, en el colegio jesuita de la
Flèche, y este dato no es irrelevante. Los jesuitas cuidaban especialmente la
formación intelectual de sus alumnos, y Descartes conservaría toda su vida un
buen recuerdo de sus profesores. En él recibió una sólida formación
humanística (gramática, historia, poesía y retórica) y en filosofía escolástica
(concretamente, en el sistema aristotélico-tomista compuesto por Francisco
Suárez). Precisamente contra este sistema de pensamiento se revolverá
Descartes más adelante, cuando alumbre su propio sistema. En cualquier caso,
Descartes alcanza el grado de bachiller y de graduado en Derecho en el mismo
año, 1616. Es instruido también en equitación, danza y esgrima, pero opta por
dedicarse a la milicia y participa en la Guerra de los Treinta Años, luchando con
las tropas del duque de Baviera. En el invierno de 1618-1619 se encontraba
acuartelado en Alemania, sin nada que hacer y con mucho tiempo libre. Como
él mismo nos cuenta en el “Discurso del Método”, su “biografía intelectual”, “al
no encontrar conversación alguna que me divirtiera y no tener tampoco, por
fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, pasaba todo el día
solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para
entregarme por entero a mis pensamientos”. Meditando en aquel cuartel
alemán junto a su estufa descubre, el 10 de noviembre de 1619, lleno de
entusiasmo, “los fundamentos de un ciencia admirable”. De repente, se siente
en posesión de un principio nuevo y conoce cuál es su vocación: se dedicará al
pensamiento y la filosofía. Tras una época en París, en 1628 se retira a vivir a
Holanda, donde espera tener una vida apacible y tranquila. En gran medida
acierta, y no sufre sobresaltos graves, al menos hasta 1649, cuando la reina
Cristina de Suecia, con quien ya se carteaba, se lo lleva a Estocolmo para
recibir sus clases de filosofía. La delicada salud de Descartes, el gélido clima
de Suecia, y la pasión con la que se tomaba su instrucción la reina Cristina
(que estableció el comienzo de las clases a las 4 de la mañana), acabaron en
poco tiempo con Descartes, que murió de pulmonía en 1650, a la edad de 53
años.

El conjunto de la obra de Descartes presenta, desde el punto de vista histórico-


bibliográfico, ciertas peculiaridades:

- Las “Reglas para la dirección del espíritu” aparecieron póstumamente en 1701


(es decir, después de la muerte del autor), aunque se sabe que ya estaban
redactada en 1628.

- El “Discurso del método”, que es una especie de autobiografía filosófica, se


publica en 1637, en francés y con tres tratados menores.

- En 1641 se publican, en latín, las “Meditationes de prima philosophia”, junto


con las objeciones de otros autores a esa obra y las respuestas de Descartes a
las objeciones. Seis años más tarde, en 1647, se publica una traducción
francesa supervisada por Descartes; en esa traducción se utiliza ya el título de
“Meditaciones metafísicas”, que es como se conoce en general esta obra. A
esta obra pertenece el fragmento que tenemos que leer.

- En 1644 se publican los “Principios de filosofía”.

- Antes de partir a Suecia, Descartes dejó también en la imprenta (y en francés)


una obra titulada “Las pasiones del alma”.

2. LA FILOSOFÍA DE DESCARTES: GRANDES LÍNEAS DE SU


PENSAMIENTO

A. EL CONOCIMIENTO

1. La motivación básica del racionalismo cartesiano: la fundamentación del


saber en el “Discurso del Método”

Toda la filosofía cartesiana parte del anhelo de construir un saber cierto y


válido de manera objetiva y universal. En el “Discurso del Método “afirma
Descartes que la filosofía (y como consecuencia el resto de ciencias, que
toman de aquélla sus principios) no ha logrado fundar aún un saber seguro, y
ello es porque se ha visto interferida por elementos de índole social,
económico, cultural o religioso, esto es, carecía del método adecuado para
acceder al conocimiento objetivo que permita descifrar la realidad. Esta tarea
adopta la forma de una “búsqueda de la unidad de la ciencia”. En efecto, el
proyecto cartesiano aspira a la unificación y sistemación rigurosa del conjunto
de saberes. Para ello necesita contar, a su vez, con un “método unitario” que
sirva para todas las ciencias. Ese método encuentra su justificación en el
mismo sitio exactamente donde encuentra su justificación la unidad del saber y
de las ciencias: pues tanto lo uno como lo otro pertenecen a algo común: el
buen sentido o razón, esto es, “la facultad de juzgar bien y de distinguir lo
verdadero de lo falso”. Y es que si desde Aristóteles la diversidad de ciencias
venía impuesta por la diversidad de objetos, ahora, a partir de Descartes, la
unidad de las ciencias va a deberse a la unidad del sujeto que conoce.

En efecto, Descartes opera un cambio de perspectiva frente a la filosofía


antigua y medieval según el cual el criterio último por el que se establece el
sistema del saber no es el objeto, sino precisamente el sujeto que conoce, lo
cual equivale a decir que no es sino la razón humana la que se encuentra en la
base de todo saber. De ahí que el método que Descartes busca exija, por una
parte, desechar todo aquello cuyo fundamento último no esté en el propio
sujeto (es decir, todo aquello que no esté alumbrado por la “luz natural” de la
razón) y, por otra parte, atenerse sólo al uso de la razón. Con ello se entiende
no sólo que Descartes haya sido el fundador del racionalismo, sino también
que sea precisamente el método matemático, enteramente fundado en el uso
de la razón, el que le sirva de modelo en la tarea de establecer un método
común a todas las ciencias. Por eso Descartes va a analizar cuál es el método
o el camino que han seguido las matemáticas, para después aplicar ese mismo
método a la filosofía.

¿Cuál es ese método enteramente racional que practican las Matemáticas, y


que ha de servir de modelo a la Filosofía? Se trata de un método deductivo,
es decir, aquel que deriva de una verdad evidente de la que no se duda y de
carácter general (axiomas), proposiciones de carácter particular (teoremas),
siguiendo una serie de pasos correctos en el proceso de razonamiento (ciertas
reglas de transformación). Para explicar este nuevo método, Descartes
propone encontrar, en primer lugar, una primera verdad de la que no pueda
dudarse, de ahí que la primera regla consista en “no admitir cosa alguna como
verdadera si no se conoce con evidencia que lo es”. Esta regla, conocida como
regla de la evidencia (que, como vemos, apela a un criterio de verdad
enteramente subjetivo[1]), se define, a su vez, por dos características
esenciales: la claridad y la distinción. De este modo, una idea será evidente y
cierta cuando se nos presente de manera clara, es decir, separada y no
confundida con las demás ideas, y cuando se nos presente, además, distinta,
es decir, cuando sus partes estén separadas entre sí. Con esto, Descartes está
estableciendo los dos criterios de verdad fundamentales (claridad y distinción)
e intenta evitar dos vicios también fundamentales en la búsqueda de la verdad:
la precipitación, que consiste en tomar como verdadero lo que no lo es, y la
prevención, que consiste en negarse a aceptar algo que se muestra como
evidente.
A partir de este primer precepto del método, que consiste en no aceptar nada
que no se muestre como evidente (y, por tanto, en definir qué ha de ser
considerado verdadero), Descartes propone la segunda regla, que consiste en
“dividir cada una de las dificultades que examine en tantas partes como sea
posible y en cuantas requiriese su mejor solución”.
Esta regla, conocida como regla de la división, se topa, no obstante, con un
límite: como no se puede dividir hasta el infinito, habrá que aceptar un límite,
que es lo que Descartes, en las “Reglas”, llamará “naturalezas simples”, que
son los elementos indivisibles que constituyen el término del conocimiento.
Estas naturalezas simples son captadas por la intuición, es decir, por una
captación simple e inmediata del espíritu, tan clara y distinta que no deja lugar
a dudas; de ahí que la intuición no deba confundirse con la percepción
sensible.
A partir de esta intuición, que se encuentra al principio y como principio del
conocimiento, comienza a actuar la deducción, que es aquella operación por la
cual se infiere una cosa de otra, y que transmite la certeza y evidencia de la
intuición, asegurando que los diferentes pasos la conserven.

Así pues, no hay más actos del entendimiento por medio de los cuales
podemos llegar al conocimiento de las cosas, sin temor de errar, que la
intuición y la deducción. La deducción no necesita, como la intuición, de una
evidencia presente, sino que se la pide prestada a la memoria. Y si bien no es
tan segura como la intuición (pues ésta aprehende de forma simple, directa e
inmediata), la deducción ofrece gran seguridad siempre que se parta de
principios ciertos y se imprima al pensamiento un movimiento continuo y no
interrumpido. De este modo, agrega Descartes, “conocemos que el último
eslabón de una cadena está en conexión con el primero, aunque no podamos
contemplar con un mismo golpe de vista todos los eslabones intermedios, de
los que depende aquella conexión, con tal de que los hayamos recorrido
sucesivamente y nos acordemos de que, desde el primero hasta el último, cada
uno está unido a su inmediato.” En esto precisamente consiste la tercera regla
del método, la regla de la síntesis, en “conducir ordenadamente los
pensamientos, comenzando con los objetos más simples y más fáciles de
conocer, para ir ascendiendo poco a poco, como por grados, hasta el
conocimiento de los compuestos”.

Pero para tener seguridad sobre la totalidad hay que tenerla sobre cada uno de
los eslabones o etapas, pues una sola falla pone en peligro la fortaleza o
validez de la cadena. Por eso, la cuarta regla, la regla de la enumeración,
nos aconseja “hacer en todo enumeraciones, para estar seguros de no omitir
nada”. Y es que esta regla tiene como propósito ponerse a cubierto de los
errores provenientes de la debilidad de la memoria, pues si la enumeración no
es completa y se pasa por alto un error, se pone en peligro la trabazón de los
razonamientos y, por lo tanto, la certeza de la conclusión.

Una vez en posesión del método, debemos aplicarlo a todas las ramas del
saber. Los saberes forman una especie de árbol, la Metafísica (o Filosofía) son
las raíces, la Física es el tronco y las ramas principales son saberes prácticos,
la Mecánica, la Medicina y la Moral. Lo primero para construir el saber, por
tanto, tendrá que ser aplicar el método a la Filosofía, ya que sobre ella se
construyen el resto de los saberes.

2. La aplicación del método a la Filosofía: “ Meditaciones metafísicas”

Para poder aplicar el método a la Filosofía, lo primero que tendrá que hacer
Descartes será encontrar esa verdad cierta e indudable a partir de la cual
pueda deducir el edificio entero de nuestros conocimientos. Para que el
sistema quede firmemente fundado, es necesario partir de la más absoluta de
las dudas, eliminando así todas aquellas opiniones y creencias que no estén
dotadas de una certeza absoluta, porque amenazan con ocultar la verdad. Por
tanto, si queremos comprobar cuántos de los “conocimientos” que tenemos son
verdaderos, lo que tendremos que ver es si admiten alguna duda por pequeña
que sea. Ni siquiera hace falta demostrar que son falsos: si pueden ser puestos
en duda, entonces no tendremos certeza absoluta acerca de ellos, y por tanto
no serán verdaderos en el estricto sentido que ahora estamos exigiendo. Por
consiguiente, la “prueba” que tenemos que hacer consistirá en poner en duda
todo lo que sabemos y conocemos. Con ello pondremos en práctica la duda
metódica, cuyo despliegue constituye el argumento central de las
“Meditaciones metafísicas”:

1) En primer lugar, es dudoso todo lo que nos ofrecen los sentidos. Los
sentidos nos han engañado ya alguna vez (por ejemplo, cuando metemos un
palo en un vaso de agua, los sentidos nos dicen que el palo está roto, aunque
nosotros sabemos que no lo está). Y es razonable pensar que lo que nos ha
engañado una vez puede volver a hacerlo.

2) Sin embargo, alguien podría contestar a esto de la siguiente manera: aunque


los sentidos pueden engañarnos, hay un montón de cosas que conocemos con
ayuda de los sentidos y de las cuales creemos saber con total certeza que son
cosas reales. Creemos que nuestras ideas sobre las cosas del mundo físico
son causadas por las cosas mismas. Acerca de esto, se nos dirá, no es posible
dudar, ¿verdad que no? Pues sí lo es, contesta Descartes, no hay certeza total
de que esas ideas estén causadas por las cosas: para demostrarlo no hay más
que recordar que a veces se nos presentan en sueños las mismas cosas que
cuando estamos despiertos. No tenemos ningún criterio para distinguir entre
el sueño y la vigilia. Por tanto, tenemos que reconocer que es posible dudar
de todos los conocimientos que tengan origen empírico (y en ello se incluye la
Física, la Astronomía y la Medicina).

3) Sin embargo, queda todavía en pie un saber del que no resulta tan fácil
dudar. La “geometría y la aritmética” (es decir, las Matemáticas) resisten
fácilmente el argumento del sueño, porque, como ya dijimos más arriba,
aunque yo esté soñando no puedo sumar dos y dos y que me dé un resultado
distinto de cuatro. La mente está constituida de tal manera que /no puede
/dudar de las verdades matemáticas. Sin embargo, dice Descartes, en sentido
absoluto es posible dudar incluso de estos “conocimientos”. Pudiera ser que
nuestra mente estuviese “hecha” por un Dios engañador, y que ese Dios
engañador la hubiese hecho de forma que necesariamente hubiese de pensar
cosas que no son “verdad”. Esta es la famosa hipótesis del genio maligno,
mediante la cual Descartes consigue dudar también de las matemáticas.

Ahora bien, aun en el caso de que hubiera un genio maligno tal, Descartes se
da cuenta de que en este caso hay siempre algo de lo que no puedo dudar: del
hecho de que, al dudar, estoy pensando y, al pensar, existo. Recuperando así
el argumento de San Agustín contra los escépticos, Descartes encuentra la
verdad última e indudable que estaba buscando: “pienso, luego existo” (cogito
ergo sum). De este modo, al poner en práctica la duda metódica, Descartes ha
alcanzado, por fin, un conocimiento que resiste la prueba de la duda, y que
soporta el criterio de certeza exigido, puesto que se manifiesta con absoluta
claridad y distinción[2]: puedo dudar de cualquier cosa, pero no puedo dudar de
que estoy dudando. Mi existencia como sujeto pensante es el modelo de toda
verdad, y todo lo que perciba con igual claridad y distinción será verdadero.

Ahora bien, si Descartes no quiere caer en el solipsismo, se verá obligado a


deducir, a partir del yo pienso, el resto de la realidad que ha sido arrasada en
el proceso de la duda, de tal manera que esa primera certeza le sirva para
“reconstruir”, después de haberlo destruido, el edificio del saber. Sin embargo,
lo único que tenemos por el momento para realizar esa reconstrucción (y poder
abandonar el solipsismo) es la realidad del pensamiento, cuyo contenido son
las ideas. Este gesto supone una revolución respecto al pensamiento clásico.
En efecto, para la filosofía anterior el pensamiento no recae sobre las ideas,
sino directamente sobre las cosas: si yo pienso que el mundo existe, estoy
pensando en el mundo, no en mi idea de mundo. La idea sería algo así como
un medio transparente a través del cual el pensamiento recae sobre las cosas:
como una lente a través de la que se ven las cosas, sin que ella misma sea
percibida. Para Descartes, al contrario, el pensamiento no recae directamente
sobre las cosas (cuya existencia no nos consta en principio), sino sobre su
idea, esto es, sobre la representación que sí tenemos de las cosas exteriores.
La idea no es una lente transparente, sino la representación que tenemos de
las cosas exteriores, que desbordan la esfera de mi pensamiento y por tanto
ignoramos.

¿Cómo podemos salir hacia el mundo y demostrar que las cosas existen y que
son realmente como las representan nuestras ideas? Para poder recuperar la
realidad del mundo externo, Descartes tendrá que volverse a las ideas del yo
pensante, que es lo único que, por el momento, tenemos asegurado. Y al
volverse hacia ellas, detecta tres tipos diferentes: las ideas adventicias, que
son las que parecen provenir de nuestra experiencia, ya sea interna o externa
(las ideas de hombre, de árbol, de los colores, etc.); las ideas facticias, que
son las que construye la mente a partir de otras ideas (por ejemplo, la idea de
un centauro, etc.), y, finalmente, las ideas innatas, que son aquellas que no
provienen ni de la experiencia ni de la asociación de ideas, sino que
pertenecen de manera constitutiva a la razón (por ejemplo, la de pensamiento y
la de existencia, que no son construidas por mí ni proceden de experiencia
externa alguna, sino que las encuentro en la percepción misma del “pienso,
luego existo”).
Es claro que ni las ideas adventicias ni las facticias pueden servirnos como
punto de partida para la demostración de la existencia de la correlación entre
nuestras ideas y la realidad extramental: las adventicias, porque parecen
provenir del exterior y, por tanto, su validez depende de la existencia de esa
misma realidad extramental todavía sospechosa; las facticias, porque, al ser
construidas por el pensamiento a partir de las adventicias, poseen una validez
igualmente cuestionable. Por tanto, sólo las ideas innatas le servirán a
Descartes para demostrar la existencia del mundo externo. En ello se
encuentra la afirmación fundamental del racionalismo moderno, que pretende
fundar enteramente el edificio del saber a partir de unas ideas primitivas que
son propiedad inherente de la razón. Pero, ¿qué encuentra Descartes entre las
ideas innatas que le permite no sólo aceptar, sino demostrar deductivamente la
existencia de una realidad extramental que pueda llegar a ser objeto de
conocimiento? Lo que encuentra es una idea completamente diferente a todas
las demás.

B. EL PROBLEMA DE DIOS: DE LA EXISTENCIA DE DIOS Y A LA


EXISTENCIA DEL MUNDO

Entre las ideas innatas sólo hay una que le va a permitir a Descartes
desarrollar el resto de su sistema y terminar de reconstruir “la realidad”, ya que
esta idea es en sí misma capaz de demostrar la existencia del objeto al que se
refiere, pues su propia noción implica su existencia: la idea de Dios. A este
respecto, Descartes ofrece varias demostraciones distintas, reformulando
argumentaciones de la filosofía cristiana medieval, que permiten inferir la
existencia de Dios a partir del ser pensante:

1) Descartes reutiliza, en la 5ª Meditación, el argumento ontológico de San


Anselmo, que parte de la idea de perfección de Dios para demostrar su
existencia: comprendemos la idea de Dios como un ser perfecto, y, si es
perfecto, ha de tener como una de sus perfecciones la existencia. Por ello la
idea de Dios implica necesariamente su existencia. Descartes lo reformula de
la siguiente manera: “si volvía a examinar la idea que tenía de un Ser perfecto,
hallaba que la existencia estaba comprendida en ella del mismo modo como en
la idea de un triángulo se comprende que sus tres ángulos sean iguales a dos
rectos, o, en la de una esfera, el que todas sus partes sean equidistantes de su
centro, y hasta con más evidencia aún; y que, por consiguientes, es por lo
menos tan cierto que Dios, que es un Ser perfecto, es o existe, como lo pueda
ser cualquier demostración de geometría.” (“Discurso del método, IV”)

2) En la 3ª Meditación, reutilizará el argumento gnoseológico o noético de


San Agustín, que parte del hecho de que tenemos, en nuestra mente, la idea
de un ser perfecto y, como todo lo que existe tiene que tener un causa, y
además una causa que no sea inferior a lo causado, yo no puedo haber sido la
causa de la idea de ser perfecto (porque soy imperfecto, puesto que dudo). Por
tanto, tiene que haber una causa actual que sea causa de esa idea, y tal causa
actual es Dios.

3) También en la 3ª Meditación, Descartes utilizará el argumento causal,


reformulando la tercera vía tomista, según la cual los seres contingentes
reclaman la existencia de un ser necesario: yo tengo la idea de un ser perfecto,
pero no tengo las perfecciones que están incluidas en la idea y, si yo fuese
causa de mí mismo (es decir, si me hubiese creado a mí mismo), puesto que
me habría dado lo más difícil (la existencia), me habría podido dar también
todas esas perfecciones que encuentro en la idea de un ser perfecto, puesto
que la voluntad siempre es movida por un bien claramente conocido; pero yo
no poseo esas perfecciones. Por lo tanto, tiene que existir necesariamente un
ser que me ha creado (y que me conserva) y que tenga todas esas
perfecciones, y ese ser es Dios.

Una vez demostrada la existencia de Dios, ¿cómo es posible demostrar la


existencia del mundo, aniquilado por la duda metódica? Descartes lo
demostrará de la siguiente manera: si Dios es un ser perfecto, entonces es
infinitamente bueno y veraz, y por tanto no puede engañarnos, porque el
engaño es una imperfección. De ahí que las ideas que tengo, y que parecen
provenir del mundo externo, han de tener su correlato en el mundo, pues Dios
se ha convertido en el garante de su existencia. Así pues, finalmente Descartes
se ve forzado a recurrir a Dios como garante del conocimiento del mundo
extramental, y con ello de todos los saberes que parten de la experiencia. Esto
arroja sobre el pensamiento cartesiano una aureola paradójica, puesto que la
verdad primera, absolutamente evidente, el /cogito/, resulta impotente para
fundar el conocimiento del mundo extramental, que había sido reducido en el
proceso de la duda, Descartes necesita recurrir a otra verdad derivada (aunque
innata), la de Dios, para garantizar la correlación entre las ideas adventicias y
la exterioridad que parecen representar. En cualquier caso, es de este modo
como Descartes afirma imponer en la Filosofía el método científico,
convirtiéndola, de esta manera, en ciencia segura, fundamento cierto del resto
de saberes que de ella dependen.

Sin embargo, Dios no garantiza que a todas mis ideas les corresponda una
realidad extramental. Como Galileo, y como toda la ciencia moderna, Descartes
niega la existencia de las cualidades secundarias (colores, sonidos, sabores,
etc.), a pesar de que tengamos ideas de ellas. Por tanto, Dios solo garantiza la
existencia de un mundo constituido exclusivamente por la extensión y el
movimiento (cualidades primarias), que son los atributos fundamentales de
los cuerpos. A partir de las cualidades de la extensión y el movimiento, puede
la Física Moderna deducir las leyes generales del movimiento, algo que el
propio Descartes llevó a cabo. De este modo, la fundamentación de la realidad
extramental no es la del mundo tal y como lo percibimos a través de los
sentidos, sino la del universo mecánico despojado de cualidades sensibles que
estudia la física.

C. LA REALIDAD CARTESIANA Y EL PROBLEMA DEL HOMBRE

Al aplicar el método deductivo de la Matemática a la Filosofía, Descartes se ha


visto llevado a admitir, desde el cogito, la necesidad de la existencia de Dios y,
consecuentemente, la necesidad de la existencia del mundo. Con ello,
Descartes alcanza a entender la realidad como formada por tres tipos de
sustancias: la sustancia infinita (Dios), la sustancia pensante (“res
cogitans”) y la sustancia extensa (“res extensa”). Ahora bien, ¿qué significa
que la realidad esté formada por sustancias? La célebre definición de los
“Principios de Filosofía” (I, 51) establece que sustancia es “toda cosa que
existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Si
tomamos esta definición de manera literal, es evidente que sólo podría existir la
sustancia infinita (Dios), ya que todos los seres finitos son creados y
conservados por Dios. Sin embargo, podemos utilizar la noción de sustancia en
un sentido un poco más amplio, y llamar “sustancia” a aquellas “cosas que sólo
necesitan del concurso de Dios para existir” (“Principios de filosofía”, I, 52), es
decir, que no necesitan el concurso de otras cosas creadas. Y estas serán el yo
o sustancia pensante (“res cogitans”) y los cuerpos o sustancia extensa (“res
extensa”).

Ahora bien, ¿qué papel juega el hombre en esta realidad cartesiana?En esta
realidad, habitada por tres sustancias, el hombre ha de ser comprendido
justamente como el quicio en que se articulan la realidad física y la realidad
anímica. Es, por una parte, como “res cogitans”, en tanto que alma, y, por otra
parte, “res extensa”, en tanto que cuerpo. Sin embargo, ambas dimensiones
son heterogéneas y autónomas. A esta separación tan tajante entre cuerpo y
alma es a lo que nos referimos habitualmente cuando hablamos del dualismo
cartesiano, que es continuador de la concepción platónica y agustiniana y se
opone a la concepción aristotélico-tomista según la cual el alma es la forma
sustancial del cuerpo, el principio de vida de un cuerpo. Ahora bien, ¿cómo es
posible entonces la interacción entre cuerpo y alma si son dos realidades (dos
sustancias) tan radicalmente distintas? Descartes no da ninguna explicación
convincente acerca de la interacción entre el cuerpo y el alma (sobre cómo
puede el alma actuar sobre el cuerpo, o padecer por los movimientos del
cuerpo), pero tiene que admitir que esto ocurre, y de hecho admite que ocurre,
limitándose a decir que cuerpo y alma se “encuentran” e interactúan en la
glándula pineal (que estaría en la base del cerebro). Lo que sí explica es que la
muerte no se produce porque el alma se separe del cuerpo, sino porque el
cuerpo, como cualquier máquina, en un cierto momento deja de funcionar. Y es
que si en el mundo extenso rige el más absoluto determinismo, en el ámbito del
pensamiento hay lugar para la libertad, y por eso es posible y tiene sentido
preguntarse por la moral. De hecho, la insistencia cartesiana en la
heterogeneidad entre alma y cuerpo, pensamiento y extensión, parece
destinada a salvaguardar la libertad del alma del modelo de universo propio de
la ciencia clásica, que impone una concepción mecanicista y determinista, en la
que no queda lugar para la libertad, que es la cualidad central del yo.

En efecto, con el término “yo” (ego) Descartes expresa la naturaleza más


íntima y propia del ser humano. Del yo tenemos un conocimiento directo,
intuitivo, claro y distinto, que se manifiesta en el “yo pienso”. El yo como
sustancia es centro y sujeto de todas las actividades anímicas. Estas se
reducen, en última instancia, a actos del entendimiento (conocer) y de la
voluntad (querer). La libertad define la manera de ser de la voluntad. El
ejercicio de la libertad nos permite ser dueños de la naturaleza, que es el
objetivo último del conocimiento, y ser dueños de nuestros propios actos, lo
que implica la posibilidad del error y de la duda. Por tanto, al insistir en la
heterogeneidad entre pensamiento y extensión, Descartes protege el orden
libre de la interioridad del yo del orden mecánico de la exterioridad. Ahora bien,
¿en qué consiste exactamente la libertad? No en la mera indiferencia ante las
posibles alternativas que se ofrecen a nuestra elección, puesto que eso no
significa perfección de la voluntad, sino imperfección e ignorancia del
conocimiento; tampoco en la posibilidad absoluta de negarlo todo, de decir
arbitrariamente que no; la libertad consiste en elegir lo que es propuesto por el
entendimiento como bueno y verdadero. La libertad no es ni indiferencia ni
arbitrariedad, sino el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento.

D. LA MORAL CARTESIANA

A partir de aquí puede comprenderse la pregunta cartesiana por la moral, pues,


mientras que en el mundo extenso, del que forma parte el hombre, rige el más
absoluto determinismo, en el ámbito del pensamiento hay lugar para la libertad,
en tanto que a la “res cogitans” le es posible determinarse por medio de la
voluntad. Ahora bien, ¿qué es lo que el hombre tiene que hacer? Ya en el
“Discurso del Método “encontramos una “moral provisional” que sirve al
hombre para guiar su conducta mientras estamos inmersos en el proceso de la
duda. Esta moral provisional consiste en seguir los siguientes preceptos: en
primer lugar, obedecer a las leyes y costumbres del país, conservando la
religión tradicional y ateniéndose a las opiniones más moderadas; en segundo
lugar, ser lo más firme y resuelto posible en el obrar, y seguir con constancia la
opinión que se ha adoptado, y, en tercer lugar, tratar de vencerse más bien a
uno mismo que a la fortuna y esforzarse más bien por cambiar los
pensamientos propios que el orden del mundo. En este sentido, la moral
provisional de Descartes apunta hacia la moral estoica, muy influyente durante
todo el período barroco, es decir, una moral que encuentra el mejor modo
posible de acción del hombre en la “ataraxia o imperturbabilidad del alma.

Esta posición inicial es desarrollada ampliamente en el tratado “Las pasiones


del alma”, donde analiza el problema clásico de la relación entre las pasiones y
la razón, o, en términos platónicos, de las partes inferior y superior del alma,
puesto que del gobierno racional de las pasiones depende el logro de la
felicidad y la perfección humanas. Por eso, Descartes se interroga acerca del
origen de las pasiones, la manera como afectan a la parte superior del alma y
cuál debe ser el comportamiento de la razón con respecto a ellas.

Las pasiones son definidas como las percepciones o sentimientos que hay en
nosotros y que afectan al alma sin tener su origen en ella. Su origen, al
contrario, se halla en las fuerzas que actúan en el cuerpo, denominadas por
Descartes “espíritus vitales”. Las pasiones, por tanto, son involuntarias, puesto
que su aparición escapa al control y al dominio del alma racional, dado que no
se originan en ella; son inmediatas, puesto que no dejan lugar para la reflexión;
y no son siempre racionales, no siempre son acordes con la razón. Por ello, la
tarea del alma en relación con las pasiones ha de consistir en someterlas y
ordenarlas conforme al dictamen de la razón. La razón, por tanto, descubre y
muestra el bien que, como tal, puede ser querido por la voluntad. Ahora bien, la
razón no solo suministra el criterio adecuado con respecto a las pasiones, sino
también la fuerza necesaria para oponerse a ellas. Las armas de que se vale la
parte superior del alma, señala Descartes, son los “juicios firmes y
determinados referidos al conocimiento del bien y del mal, según los cuales he
decidido conducir las acciones de su vida”. En este sentido, propone algunas
reglas prácticas para dominar las pasiones, como tratar de servirse del espíritu
para conocer lo que se debe hacer en todas las circunstancias de la vida, o
mantener la firme resolución de ejecutar todo lo que la razón aconseje sin que
las pasiones le aparten de ello.

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[1] El hecho de que se trata de un criterio de verdad enteramente subjetivo se


muestra también en el hecho de que Descartes no habla tanto de verdad como
de “certeza”.

[2] «Puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad,


opinaba que era preciso rechazar como absolutamente falso todo aquello en
que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de
hacer esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera totalmente indudable
(…). Pero advertí enseguida que, mientras deseaba pensar que todo era falso,
era necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y al darme cuenta de
que esta verdad: “yo pienso, luego yo existo” era tan firme y segura que ni
todas las extravagancias de los escépticos eran capaces de hacerla vacilar,
juzgué que podía aceptarla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía
que yo andaba buscando» (Descartes, R.: Discurso del método)//
ESQUEMA CONCEPTUAL

 VIDA Y OBRA
o 1596-1650
o FORMACION ESCOLASTICA Y GRADUADO EN LEYES
o VIVE EN HOLANDA Y ESCRIBE SUS GRANDES OBRAS
o 1649 ESTANCIA EN SUECIA DONDE MUERE
o OBRAS:
 MEDITACIONES METAFISICAS (PAU)
 DISCURSO DEL METODO
 LAS PASIONES DEL ALMA
 TEMA
o RACIONALISMO CARTESIANO
 OBJETIVO: SABER VALIDO, UNIVERSAL Y CIERTO
 PROBLEMA
 TAREA
 UNIFICACION SABERES
 Fª ANTIGUA Y MEDIEVAL: OBJETO DETERMINA
EL SABER
 DESCARTES: SUJETO DETERMINA EL SABER
 METODO CARTESIANO
 FUNDADO EN LA RAZON (MATEMATICA)
 DEFINICION
 REGLAS
o REGLA DE LA EVIDENCIA: CLARIDAD Y
DISTINCION
o REGLA DE LA DIVISION:NATURALEZAS
SIMPLES E INTUICION
o REGLA DE LA SINTESIS: DEDUCCION Y
TRANSMISION DE CERTEZA
o REGLA DE LA ENUMERACION: ERRORES
DE LA MEMORIA
 APLICACIÓN: ARBOL SABIDURIA/METAFISICA
 CONCLUSION
 RAZON FUNDAMENTO
 INTUICION/DEDUCCION
 NUEVO CONCEPTO DE
VERDAD=CERTEZA=CONOCIMIENTO CLARO Y
DISTINTO
o APLICACIÓN DEL METODO
 PUNTO PARTIDA
 LLEGAR A VERDAD INDUDABLE
 DUDA METODICA
 DESARROLLO DE LA DUDA
 1º NIVEL: TESTIMONIO DE LOS
SENTIDO/RECHAZO DEL MUNDO
 2º NIVEL: PROCEDER DE LA RAZON/HIPOTESIS
GENIO MALIGNO
 3º NIVEL:
o 1ª CERTEZA=COGITO ERGO
SUM=SUSTANCIA PENSANTE
o PROBLEMA SOLIPSISMO
 NEW CONCEPTO DE IDEA
 CLASIFICACION DE IDEAS
 IDEA INNATA DE DIOS
o DE DIOS AL MUNDO
 PUNTO PARTIDA: DESDE LA IDEA DE DIOS
 DEMOSTRACIONES DE LA EXISTENCIA DE DIOS
 ARGUMENTO ONTOLOGICO
 ARGUMENTO GNOSEOLOGICO
 ARGUMENTO CAUSAL
 CONCLUSION: EXISTE DIOS=SUSTANCIA INFINITA
 EXISTENCIA DEL MUNDO
 DIOS ES PERFECTO=VERAZ Y BUEN NO GENIO
MALIGNO
 EXISTEN LAS REALIDADES QUE REPRESENTAN
LAS IDEAS ADVENTICIAS=SUSTANCIAS
EXTENSAS=MUNDO
 NO LAS CUALIDADES SECUNDARIAS SINO
SOLO LAS PRIMARIAS(EXTENSION Y
MOVIMIENTO)
 CONCLUSION: EXISTE EL UNIVERSO
MECANICO DE LA FISICA
o PROBLEMA DEL HOMBRE
 PUNTO DE PARTIDA: HOMBRE=SUSTANCIA EXTENSA
+ SUSTANCIA PENSANTE
 DEFINICION
 DUALISMO CARTESIANO: H=ALMA/MENTE Y
CUERPO
 AUTONOMAS Y HETEROGENEAS
 INTERACCION=GLANDULA PINEAL
 CARACTERISTICAS DEL YO
 CONCEPTO DE MUERTE
o PROBLEMA DE LA MORAL
 PUNTO DE PARTIDA: EN EL YO RESIDE LA LIBERTAD
NECESITAMOS REGLAS PARA ELEGIR DURANTE EL
PROCESO DE DUDA
 MORAL PROVISIONAL
 4 NORMAS O PRECEPTOS
 CONCLUSION: ATARAXIA
 PROBLEMA RAZON/PASION
 LAS PASIONES DEL ALMA
 TEMA IMPORTANTE: DEL GOBIERNO RACIONAL
DE LAS PASIONES DEPENDE LA FELICIDAD
 DEFINICION DE PASION: ESPIRITUS VITALES
 CARACTERISTICAS
 SOLUCION
o ORDENAR Y SOMETER LAS PASIONES A
LA RAZON
o RAZON PROPORCIONA
 CRITERIOS O REGLAS (2)
 FUERZA PARA OPONERSE A LAS
PASIONES
R. DESCARTES, Meditaciones metafísicas. Meditación Tercera.

Meditación tercera. De Dios; que existe

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré
de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es
casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y
examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a
mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas
pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también
imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e
imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que
esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo
de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he
advertido saber hasta aquí.

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros


conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una
cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En
ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo
que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una
cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder
establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que
concebimos muy clara y distintamente.

Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas,
muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra,
el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos.
Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en
verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi
espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra
cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que
tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de
mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban
por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no
lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.

Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la


geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no
las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más
tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón
sino por ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo
me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien,
siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida,
acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy
fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer
con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que
creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en
palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que
yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto
que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean
algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de
otro modo, que como las concibo.

Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios
engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un
Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por
así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay
Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también
examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo
voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.

Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me
he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi
espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos
en ciertos géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad
o error.

De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos
conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre,
una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas:
como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa
de la que trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a
la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son
llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.

Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin
relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues
imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.

No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades;


pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos
cierto por ello que yo las deseo.

Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el
principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que
las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí,
pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin
pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.

Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas
de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de
concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece
proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol,
si siento calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de
ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los
hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu.

Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que
llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas
han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que
principalmente debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me
parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a
creerlas semejantes a esos objetos. La primera de esas razones es que parece
enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que tales
ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío,
como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este
sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí, a saber, por
el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más
razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza,
más bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando
digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra “naturaleza”
entiendo sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me
haga conocer que es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre
sí; pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como
verdadero: por ejemplo, cuando antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía
concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad o potencia para
distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme que no es verdadero lo que
la luz natural me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la luz natural.
Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he
notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han
conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas
cuando se trata de la verdad y la falsedad.

En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no
dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual
que esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no
siempre concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo
conocerla, alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa
exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman
en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun
estando yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue
necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo,
en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo,
en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los
sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según ella,
el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la
astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada
por mí de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra.
Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al
mismo sol; y la razón me impele a creer que la que procede inmediatamente de su
apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.

Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien
pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que
existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis
sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus
semejanzas.

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en
mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en
cuanto que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o
desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al
considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces
es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan
substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva,
es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que
aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que
concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y
creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea — digo—
ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias
finitas.

Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo
menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde
puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa
comunicársela, si no la tuviera ella misma?

Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más
perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos
perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa
realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo
se considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe
no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí
formalmente o eminentemente todo lo que entra en la composición de la piedra (es
decir, que contenga en sí las mismas cosas, u otras más excelentes, que las que
están en la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no
es por una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como lo
es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea del calor o de la piedra
no puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que contenga en sí al
menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa
causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar
por ello que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que, siendo
toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo ninguna otra
realidad formal que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo. Pues bien,
para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla
recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo
menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea
hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada;
mas, por imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está
objetivamente o por representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede
con todo decirse que ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea
tome su origen de la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la
realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté
formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente en
dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las ideas por su
propia naturaleza, así también el modo formal de ser compete a las causas de esas
ideas (o por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque
pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino
que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo,
en el que esté formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la
idea está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural me
hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que
pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso
pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.

Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y
distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de
todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que
yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente
(y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces
necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es
causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré
de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo,
pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido
encontrar ningún otro.

Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no
ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas
corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo.
Mas, por lo que atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o
ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición
de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no
hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las
cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder
de mí mismo; pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice con la
idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y
distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y
profundidad; la figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que
mantienen entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea, el
cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En
cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores,
el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi
pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son verdaderas o
falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas
cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres
quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya yo notado que sólo
en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con
todo, puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando representan
lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el
calor son tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es
sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son o no
cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede haber
ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo privación
de calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá, no sin razón,
llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es
necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas — es
decir, si representan cosas que no existen— la luz natural me hace saber que
provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque a mi naturaleza —no
siendo perfecta— le falta algo; y si son verdaderas, como de todas maneras tales
ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa
representada del no ser, no veo por qué no podría haberlas producido yo mismo.

En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas
que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de
substancia, duración, número y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra
es una substancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una
substancia, y aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo
así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en
que representan substancias. Asimismo, cuando pienso que existo ahora, y me
acuerdo además de haber existido antes, y concibo varios pensamientos cuyo número
conozco, entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo luego
transferir a cualesquiera otras cosas.

Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas
corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la situación y el movimiento—, cierto es
que no están formalmente en mí, pues no soy más que una cosa que piensa; pero
como son sólo ciertos modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos
aparece la substancia), parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente.

Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no
pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita, eterna,
inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y
a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que
entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero
menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por
consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe.
Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no
podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto
en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.

Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino
por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la
oscuridad por medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo
manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por
ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito:
antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que
deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea
de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi
naturaleza?

Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por
tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo,
según dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes); al contrario,
siendo esta idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna
otra, no hay idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa
de error y falsedad.

Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente


verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no
puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de
frío.

Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi
espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta
alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o
aunque haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera
alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo,
siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue
que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna
perfección, así como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios
formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más
verdadera, clara y distinta de todas.

Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las
perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en
potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy
experimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco, y nada
veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y
perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su medio todas las
demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el
poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin
embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser. En primer lugar,
porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por grados sin cesar y
que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en
acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la
divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese
mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda imperfección en mi
conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más, con todo no
dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto
grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en
acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy
cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que
existe sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—, sino sólo por
un ser en acto, o sea, formal.

Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de
conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con
cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por
las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que
tengo de un ser más perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí
por un ser que, efectivamente, sea más perfecto.

Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios,
podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría
recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de
otras causas que, en todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede
imaginarse más perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él.

Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de


mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría,
pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así,
yo sería Dios.

Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de
adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo —
esto es, una cosa o substancia pensante— haya salido de la nada, de lo que sería la
adquisición, por mi parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son
sino accidentes de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es
decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos
conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin,
de nada de lo que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna
otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda
me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que
poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.

Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que


he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué
buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse
en innumerables partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las
demás; y así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a
no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y —por decirlo así—
me cree de nuevo, es decir, me conserve.

En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta


clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su
duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y
crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con
claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de
pensar, pero no realmente.

Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún
poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante; ya
que, no siendo yo más que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí,
hasta ahora, más que de esta parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo
debería por lo menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este
modo sé con evidencia que dependo de algún ser diferente de mí.

Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido
producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que
Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que
en la causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces,
puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea
cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso,
asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que
atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su
origen y existencia de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se
sigue, por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el
poder de existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente
todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como
dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos
preguntaremos de nuevo, y por igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por
otra cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último a una causa que
resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se
trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al presente me
conserva.

Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido
juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las
perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de manera que todas esas
perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas
en una sola {causa} que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o
inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las principales
perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas
las perfecciones en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual
no haya yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no
puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera
procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese. Por
lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi origen, aunque sea
cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean
ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy
una cosa que piensa, puesto que sólo han afectado de algún modo a la materia,
dentro de la cual pienso estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico
ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que
debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la
idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está
demostrada con toda evidencia.

Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he
recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las
ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a
los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu,
pues no está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por
consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido
conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido creado.

Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que
sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese
sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de
creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo
concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la
misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono
sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y
dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy,
sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas
esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no
de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y
por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la
existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza
fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente:
ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las
comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de
imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz
natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las
demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún
tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos
atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en
la medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos
la fe que la suprema felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la
majestad divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque
incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es
posible en esta vida.

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