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Materia: Semántica.
Profesora: Ariadna Saiz Mingo
“Puesto que las palabras no son sino nombres de cosas, sería bastante más cómodo
que cada uno llevara consigo las cosas que le sirven para expresar los asuntos de los que
pretende hablar ... Muchos, de entre los más cultos y sabios, han adoptado el nuevo sistema de
expresarse mediante las cosas; el único inconveniente es que, si hay que tratar de asuntos
complejos y de índole diversa, uno se ve obligado a llevar encima una gran carga de objetos, a
menos que pueda permitirse el lujo de que dos robustos servidores se los lleven ... Otra gran
ventaja que ofrece este invento es que puede utilizarse como lenguaje universal que puede ser
comprendido en todas las naciones civilizadas ... De este modo los embajadores estarían en
condiciones de tratar con los príncipes o ministros extranjeros aun desconociendo por
completo su lengua”.
1. Introdüccion
“Desde su nacimiento científico como disciplina, la semántica se ha
encontrado con innumerables dificultades, de diversa índole, en el análisis de su
objeto de estudio, como, por ejemplo, el establecimiento, en el ámbito de los tipos de
unidades significativas y la estructuración del contenido lingüístico, de fronteras
metodológicas, bastante útiles en la práctica, pero no siempre claras en cuanto a los
límites de su aplicabilidad y a las interrelaciones de las disciplinas semánticas
implicadas”. (Casas, 2011: 64).
El autor de esta cita introductoria, Miguel Casas Gómez (Universidad de Cádiz), da así cuenta
de cómo el estudio de la lengua en el terreno de la semántica, encuentra una serie de
problemas que no aparecían en otras facetas lingüísticas y que motivaron que se fuera
generalizando un cierto escepticismo sobre el significado como objeto de estudio de la
lingüística por lo que se le llegó a llamar a esta disciplina como "la pariente pobre de la
lingüística" (A.-J. Greimas 1976: 9):
“Así, los métodos estructurales, que con tanto éxito se habían aplicado a la
fonología e incluso a la gramática, en la práctica no daban los mismos resultados en la
estructura de la significación, por lo que la semántica —identificada generalmente
desde esta perspectiva y hasta hace poco tiempo con la semántica léxica o
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lexicología— se nos presentaba como la parte de la lengua que menos se ofrecía a una
consideración estructural, resistiéndose a todos los intentos de sistematización
realizados hasta el momento”. (Casas, 2011: 65).
A ello se añade el que, desde su constitución como disciplina adoptara conceptos y métodos
prestados tanto de la retórica clásica y la estilística como de fuentes filosóficas, antropológicas,
sociológicas o psicológicas. Esos estudios se centraban casi exclusivamente en la relación
pensamiento-significado y en aspectos como la connotación. Será ya a principios del SXX
cuando la Semántica lingüística, de marcado carácter estructuralista y amparándose en otras
disciplinas del lenguaje como la fonología y la sintaxis, irá ampliando campos y delimitando
procedimientos propios.
Autores como Ullman (1962), sitúan los orígenes de la Semántica en la Grecia Antigua,
vinculada a la Etimología en obras como el Crátilo1 de Platón o la Poética y la Retórica de
Aristóteles, quien explicaba el cambio semántico a partir del uso de las metáforas (clasificación
ampliada luego por Quintiliano que sirvió de base para la posterior disciplina semántica). Ese
mismo enfoque etimológico presidió los estudios sobre la lengua desde la clasificación de
Varrón (S. I A.C.) hasta la publicación de la Gramática Castellana (1492) por Antonio de Nebrija
(primera descripción gramatical de una lengua vulgar, es decir, de una lengua que no fuera el
latín), considerándose la Edad Media como una época donde “(…) las reflexiones lingüísticas
fueron relativamente escasas y muy raramente se ocuparon de la evolución de los
significados” (Fernández, 2007: 347). Como afirma este último autor, aunque, muchos fueron
los esfuerzos sobre el estudio de las lenguas romances (desde Nebrija se empezó a ver las
lenguas como herramientas de poder), siguieron estando enmarcados dentro de la tradición
etimológica hasta los inicios del siglo XIX. Lo relevante de este período es que “pese a que
no hay aún una auténtica ciencia del cambio semántico sí aparece el deseo de encontrar los
rasgos diferenciales y particulares de cada lengua relacionándolos con el espíritu de la
cultura de cada comunidad lingüística (esto es, una de las ideas más importantes de las
modernas teorías de la pragmática histórica y de la lingüística cognitiva, la convicción de que
los hechos culturales quedan reflejados en las estructuras conceptuales de cada lengua)”
(Fernández, 2007: 348).
1
Diálogo entre Crátilo y Hermógenes que trata sobre la relación más o menos exacta entre los nombres
y las cosas: para Crátilo los nombres son exactos por naturaleza, existiendo una relación entre el sonido
de las palabras y su sentido, mientras que para Hermógenes estos son exactos por “consenso”: “(…) si el
Nomoteta había elegido palabras que nombran las cosas según su naturaleza (physis), y esta es la tesis
de Crátilo, o si las había asignado por ley o convención humana (nomos), y esta es la tesis de
Hermógenes. En la disputa, Sócrates actúa con aparente ambigüedad, como si a veces estuviera de
acuerdo con una tesis y a veces con la otra. En efecto, tras haber tratado cada una de las posturas con
mucha ironía, aventurando etimologías en las que ni siquiera él (o Platón) cree, Sócrates presenta su
propia tesis según la cual, el conocimiento no depende de nuestra relación con los nombres sino de
nuestra relación con las cosas o, mejor aún, con las ideas” (Eco, 1994: 11)
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exóticas, por otra. La revolución científica que tiene lugar en diversos ámbitos a principios del
siglo XIX (teorías evolucionistas de Darwin en biología, establecimiento de la tabla periódica en
química, la teoría de los cuantos de Planck en física o el positivismo de Comte en filosofía),
también afecta a la filología con un nuevo interés por reconstruir lenguas como el
Indoeuropeo para tratar de encontrar las leyes universales del cambio fónico. Estos intentos
historicistas y biológicos (se pretendía establecer las relaciones de dependencia genética de
las lenguas), encabezados por los neo-gramáticos alemanes serán un precedente de la
lingüística teórica que formulará Saussure y tendrán su correlato semántico en la búsqueda
de leyes estables para la evolución del significado.
Los primeros intentos por incluir los principios de la Lingüística Estructural saussureana3 en el
estudio del significado los llevó a cabo Trier quien diseñó la “Teoría de los Campos Semánticos”
que estudiaremos en el tema V. A partir de ahí, se estableció la denominada Semántica
Estructural como corriente de estudio del significado, caracterizada por realizar análisis
eminentemente descriptivos de la estructura interna de las palabras (Ullmam, 1962). Además,
la Semántica Estructural buscaba “explicar el mantenimiento, la aparición, la desaparición y la
modificación a lo largo de la historia de una lengua, de las oposiciones léxicas distintivas”
(Coseriu, 1977, p. 43).
2
Normalmente se considera que es Michel Bréal el fundador de la semántica (histórica, según su punto
de vista) aunque esto no es cierto ya que, como hemos visto, los trabajos de Reisig son
anteriores. Esta confusión tal vez se explique por una cuestión terminológica ya que Reisig no habla de
semántica, sino de semasiología; con todo, las ideas de Reisig constituyen, sin ninguna duda, un
antecedente claro de los postulados de Bréal (LLamas Saiz: 17). (Citado en Fernández, 2007: 348).
3
Con su Curso de Lingüística General (1916) Ferdinand de Saussure inició una ruptura con la visión
historicista del estudio de la lengua al proponer “una [visión] descriptiva o sincrónica, que estudia la
lengua en un momento determinado, ignorando sus antecedentes; y otra histórica o diacrónica que
estudia la evolución y cambio de los distintos elementos que la conforman”.
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Las nuevas tendencias dentro de la Semántica, a partir de los ochenta, se enmarcan dentro de
lo que se ha denominado Semántica Cognitiva o conceptual (desde una perspectiva
mentalista, gracias a la revolución chomskiana y a un nuevo interés por la cognición humana y
el lenguaje y por la dimensión simbólica del mismo (Lakoff)), por un lado; y las relaciones entre
Semántica y Pragmática, y Semántica y Estudios del discurso (preocupación por reconocer la
semántica global de la oración y el texto junto a elementos del contexto extralingüístico y no
por palabras aisladas como en los orígenes más etimológicos de la semántica histórica), por el
otro.
Nosotros nos centraremos en tres posturas: partimos de la concepción diádica del signo
propuesta por Saussure (significante/significado) y Hjelmslev (forma/sustancia) hasta llegar a
la concepción triádica de Peirce (representamen/fundamento/interpretante).
1999: 125). S. Agustín recoge de Aristóteles esta concepción del signo realizando una
definición del signo que sirvió de modelo semiológico durante toda la Edad Media. El signo es
el instrumento de una actividad ontológica que podemos llamar pensamiento (semeiosis), y
recurre a términos calcados del griego: el signum, debe estar formado por el signans y el
signatum: “el signo, es la cosa que, además de la especie [o imagen, o representación] que
introduce en los sentidos, hace llegar al pensamiento otra cosa distinta". (Citado por Mauricio
Beuchot, 1986: 35)
Este autor defiende que las diferencias semánticas no son suficientes para diferenciar una
lengua de otra (misma imagen psíquica representada por significante sarbitrarios
“mesa/table”). El signo para Hjelmslev es “una unidad de expresión a la que está ligado un
contenido” (Beristáin, 1995).
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Entre los dos elementos básicos de la organización semiótica del lenguaje existe una relación
de “solidaridad”: «Una expresión no es sólo expresión en virtud de que es expresión de un
contenido, y un contenido sólo es contenido en virtud de que es contenido de una expresión»
(Hjelmslev, 1971: 75). Así aplica el binomio forma/sustancia, que le permite separar lo que es
propiamente lingüístico (la forma) de aquello que – a su entender – queda fuera de las
preocupaciones de nuestra disciplina (la sustancia). Por consiguiente, el signo será “la
asociación solidaria entre una forma de expresión y una forma de contenido”. (Gutiérrez
Ordóñez, 1989:32).
Para Peirce el signo representa “algo que está en lugar de ese algo”, no sustituyéndolo, sino
mediando entre los objetos del mundo y sus intérpretes. Ese “algo” representado por el signo
se llama objeto. Un signo es signo en la medida que exista un interpretante que lo entienda
como signo. Nada es un signo para sí solo. La concepción triádica peirceana define el signo
como aquello determinado por otra cosa, el objeto, que crea un efecto (el interpretante) sobre
un objeto. Para Peirce, el proceso de significación está constituido por esos tres elementos
fundamentales:
Solo después de haberlo definido como entidad exenta podemos (y debemos) pasar a señalar
que la huella no es un signo para todo el mundo siempre, sino que hay un cazador avisado que
es capaz de reconocerla, otro que la confunde con una huella de hurón, otro que ni siquiera
sabe verla. Algunos objetos pueden asumir una significación solo de manera provisional, de
manera que podría ser mejor hablar de “función semiótica” en lugar de “signo”. Hay más
razones para desconfiar de la noción atomista de “signo”: el hecho de que nunca aparece solo
sino que forma parte de un conjunto con otros signos con los que conforma un texto; el hecho
de que siempre esté en un contexto que es necesario para construir su significación. Además,
algunos de los rasgos que participan en la significación no se pueden desgajar de sus
compañeros (pensemos en los segmentos lingüísticos “-s”, “-oso”, “-mente”, “pre-”, etc.) ni
tienen un significado que pueda definirse con claridad (cuál sería la diferencia de significado
entre las preposiciones usadas en los segmentos “en zapatillas”, “de traje”, “a rayas”, “con
chaqueta”). Para evitar los problemas que pueden derivar de ese planteamiento atomista, es
preferible que nos centremos en el concepto de “semiosis”. La semiosis es la función que
puede asumir cualquier aspecto de la realidad cuando alguien le atribuye la capacidad de
convocar lo ausente. Hay semiosis cuando asignamos significado a algo que encontramos en el
contexto (como hemos visto en el ejemplo de las huellas interpretadas por el cazador), y
también la hay en la elaboración de un mensaje para los demás. Cuando el asesino limpia sus
huellas digitales de la pistola con la que acaba de cometer su crimen y cuidadosamente la pone
en la mano de la víctima para simular un suicidio, está atribuyendo un significado a una serie
de circunstancias con la idea de transmitir un mensaje a un receptor (la policía). Como se ve,
no hay un signo aislado, la pistola, sino un conjunto de circunstancias que podemos manipular
con la intención de hacer que alguien piense algo. De la misma manera, mediante el habla
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generamos sonidos de gran variedad que consiguen que los otros piensen en cosas que no
están ahí. Entre los elementos susceptibles de manipulación, por supuesto, hay objetos
simples como una señal de “stop”, pero también hay mensajes complejísimos que siguen las
condiciones de uno o varios códigos (una película ha sido codificada según el sistema de la
fotografía, más el movimiento, más la lengua, más la música, más los conocimientos
necesarios sobre el mundo, etc., y exige de su receptor que conozca todos esos códigos y uno
más que los engloba a todos y les da un sentido unitario).
Por otro lado, es perfectamente posible que la circunstancia significante sea una ausencia: es
la ausencia de la “-s” del plural lo que indica que un sustantivo está en singular. En otro orden
de cosas, en el cine clásico de Hollywood (Fig. 1), cuando una secuencia se corta súbitamente
en medio de un beso de los protagonistas, todo el público entendía lo que venía después.
Como muestra el ejemplo del asesino que manipula la pistola, una de las características más
interesantes de la semiosis es que sirve con frecuencia para hablar de cosas que no se
corresponden con lo real. Puesto que mediante el signo aportamos al receptor información
sobre lo ausente, esa información podrá ser verificable o falsable. Por eso dice Umberto Eco
que signo es todo aquello “que puede usarse para mentir” (Eco, 2000: 21-22). Realizamos una
función semiótica para compartir información que no estaba disponible para otros, lo cual
implica el poder de utilizarla para transmitir información falsa. Podemos llamar “texto” a una
larga sucesión de palabras, pero también a una combinación mayor o menor de signos de
distintos tipos que admiten una descodificación unitaria: una película, una canción, la escena
del crimen, etc. El texto implica siempre un plano significante y un plano de lo significado.
Ambos planos están en relación a partir del momento en que alguien los manipula de acuerdo
con un código: un sistema de normas de significación que es previo a cada uno de sus usos. La
lengua es un código que nos permite generar sonidos que se adecuen a unas determinadas
formas, de manera que puedan ser descodificados por nuestros oyentes para recuperar ciertos
sentidos. Pero toda semiosis exige la existencia de un código, porque es el código el que
permite que identifiquemos un objeto individual o un fenómeno aislado como parte de un tipo
de objetos o fenómenos que puede significar algo: el médico debe conocer previamente los
síntomas de una enfermedad para poder diagnosticarla; el cazador debe conocer en qué se
diferencian las huellas de un hurón de las de un oso. De la misma manera, es imposible para
un humano repetir dos veces el mismo sonido (con todos sus patrones acústicos, duración,
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intensidad, frecuencia, formantes, etc.), y sin embargo somos capaces de identificar los
sonidos humanos que oímos e insertarlos en una limitada serie de patrones posibles (los
fonemas) para reconstruir con ellos palabras, oraciones y sentidos.
3.2. El significado
Si la semiosis relaciona circunstancialmente los fenómenos del mundo con otras cosas que no
están ante el sujeto, la Semántica es el área que trata de entender en toda su complejidad el
plano del significado así como las condiciones que se establecen sobre él desde el plano de lo
significante y el código. Por supuesto, la primera pregunta atañe a la definición de
“significado”. Como hemos visto, las definiciones más sencillas parten de los signos
individuales, incluyendo típicamente los índices, iconos y señales (Peirce), para pasar
directamente a la significación de palabras que suelen ser sustantivos concretos. Así, no
implica muchos problemas decir que la palabra que designa el “caballo” (significante) sustituye
a la imagen mental de un caballo (su significado), que podría aplicarse a algún caballo de la
realidad (referente del signo). Ese es el triángulo semiótico de Ogden y Richards que
popularizó Ullmann (y que a veces se atribuye a Saussure, que sin embargo hablaba más bien
de “entidad psíquica de dos caras”), pero que ha sido muy discutido porque da por supuesta la
necesaria existencia del referente en la realidad. Todavía la teoría de los prototipos (Kleiber)
explica que, si el contexto se muestra insuficiente para encontrar el caballo de referencia,
buscaremos mentalmente aquello que más se parezca a nuestra imagen mental para darle
sentido a la frase oída. La realidad de la semiosis parece ser más compleja y huidiza: es raro
encontrar un signo unitario y aislado, siendo mucho más común que se entrecrucen y den
lugar a ideas y mecanismos complejos, llenos de matices y diferencias, a menudo
dependientes de códigos múltiples. Por otro lado, incluso cuando encontremos aparentes
referencias concretas a la realidad (bastante escasas incluso en textos largos), la realidad no
ha asumido el compromiso de responder o garantizar las aseveraciones de los textos. Hablar
de un unicornio no implica su existencia. Por último, no debemos olvidar que muchos signos
significan abstracciones (“consideración”), acciones (“destruir”, “caracterizar”), maneras
(pomposamente), o incluso relaciones y matices (“de”, “ábamos”). Estos y tantos otros
elementos participan de la semiosis, convocan significados, y sin embargo es difícil sostener
que tienen un referente. Los primeros críticos de esa propuesta fueron los estructuralistas, que
pensaron que el significado no está fuera de la lengua sino en las relaciones que se establecen
dentro de ella. Por esa razón, sostuvieron que es posible delimitar término a término el
significado a partir de oposiciones binarias, en busca de una claridad propia de la de las
oposiciones fonéticas. A partir del concepto de campo semántico, desarrollaron el análisis
componencial (como veremos), que busca distinguir por oposiciones todos los términos que
pueden emplearse en una lengua. Igual que el fonema /b/ se distingue de /p/ por la presencia
o ausencia del rasgo de sonoridad, se entiende que el semema «silla» se distingue del semema
«taburete» por la presencia o ausencia del sema o rasgo semántico «con respaldo». Un
semema sería entonces un haz de rasgos semánticos que se opone a cualquier otro semema
de la lengua por la presencia o ausencia de al menos un sema. Para Pottier, el semema «sillón»
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estaría compuesto por los semas: «para sentarse», «con patas», «para una persona», «con
respaldo», «con brazos». Por supuesto, la delimitación de las diferencias puede estar sujeta a
discusión, porque tal vez no todo el mundo entienda las mismas diferencias. Campo semántico
de “los muebles para sentarse” (a partir de Baldinger)
En principio, este método es útil para relacionar los significados de los términos dentro de la
lengua (“Semántica léxica”), pero se olvidaba inicialmente de los segmentos más amplios que
el lenguaje podía producir. Dado que la semántica de las oraciones y de los enunciados no se
limita a ser una suma de estas características del léxico, con el tiempo se ha demostrado
necesario atender también a la Semántica composicional, que se encarga de la construcción
del significado de segmentos más complejos, oraciones y textos (en el sentido de que la
combinación gramatical misma de las expresiones dota de significado al conjunto), como
veremos más adelante.
3.3. La ambigüedad
Sin embargo, a pesar de la presencia reguladora del código, siempre es posible alcanzar un
mismo significado mediante signos o textos diferentes, que pueden considerarse sinónimos o
parasinónimos (equivalentes en una situación particular). Por ejemplo, “me fui de vacaciones”
puede tener en algunas circunstancias un sentido similar a “dejé de trabajar temporalmente”,
o a “me tomé unos días de descanso”, y en otras, podría ser equivalente a “hice un viaje de
recreo”. Del mismo modo, todos los enunciados admiten un alto grado de ambigüedad. Por
supuesto, el léxico es siempre impreciso: decir “han construido una casa” no nos permite saber
de qué color es, de qué materiales está hecha, qué tamaño tiene, etc. Pero aunque añadamos
complementos y proposiciones subordinadas, aunque nuestro grado de conocimiento
aumente, siempre implicará un nuevo grado de indeterminación. Decimos “han construido una
casa blanca de cinco pisos y de ladrillo”, pero eso todavía no nos deja saber que anchura tiene,
cuánto mide cada piso, cuántas habitaciones hay en cada piso, etc. Por más que intentemos
delimitarlo, siempre quedará un infinito interno en el centro del significado. Además, hay
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veces que las expresiones abren la puerta a significados estructuralmente diferentes, como
cuando decimos “todo ciudadano necesita un buen banco”: podemos interpretar “entidad
bancaria” o “asiento público para varios ocupantes”. Un segmento lingüístico como ese
producirá efectos de sentido diferentes según contextos, receptores, etc. Esas ambigüedades
son equivalentes a las imágenes de objetos imposibles que aparecen en algunos grabados de
Escher (Figs. 2 y 3) o a las paradojas que encontramos en los relatos sobre viajes en el tiempo,
y son consecuencia de los márgenes permitidos por los códigos a la hora de consignar el
significado.
3.4. El sentido
Esa idea entronca con el concepto de “semiosfera” (Lotman), según el cual los humanos
habitamos una subespecialización de la biosfera que es la organizada en torno a la semiosis.
Múltiples sistemas de signos entran en contacto, participan unos en otros, forman entre todos
un conjunto tan complejo como es la cultura. En nuestro día a día nos encontramos múltiples
estímulos ante los que respondemos con conocimiento porque los sabemos insertos en
sistemas: reconocemos el hambre a primera hora de la mañana; dominamos el código que nos
permite ordenar las prendas de ropa que nos ponemos; conocemos el protocolo necesario
para saludar y conversar con los que viven con nosotros; tenemos mecanismos desarrollados
para predecir el tiempo que va a hacer a lo largo del día; si salimos a la calle, conocemos el
sistema que la ordena y somos capaces de respetarlo, sabemos que no debemos bajar de la
acera incluso aunque no vengan los peligrosos coches; aunque veamos la puerta abierta en un
portal, no debemos entrar porque eso pertenece al ámbito de la privacidad ajena
(independientemente de que sea o no un delito, cosa que forma parte de otro sistema). Todos
esos sistemas semióticos que constituyen una cultura están entrelazados, se definen
mutuamente y también se acotan mutuamente. En la semiosfera, el significado solo se alcanza
por traducción de un sistema de signos a otro. Según esa concepción, las lenguas naturales son
solo uno de los subsistemas que manejamos en nuestra relación con la cultura, aunque sea sin
duda un subsistema muy privilegiado. Por esa razón, cabe pensar que lo que en lingüística
llamamos “contexto” o “circunstancias”, en el ámbito de la cultura consiste en una amalgama
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