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Mainlander Philipp - Rupertine
Mainlander Philipp - Rupertine
RUPERTINE
(Novela filosófica)
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Perro Calato Ediciones / Wilmer Skepsis
Tacna–Perú
Setiembre, 2019.
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PRÓLOGO
Fritz Sommerlad
Offenbach am Main, 1899.
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CAPÍTULO I
1.
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de la comedia, ha empezado. ¡Wolf! –exclamó con premura–,
¡no sabes el terrible malhumor que gasta Rupertine!
—¿Rupertine? –dijo Wolfgang.
—Quizás –respondió rápidamente el otro– no sea ade-
cuado decir "mal humor". Ella quiere poseerme absolutamente
y por entero, y su deseo es atarme por completo: ¡lo único que
puede ser libre es el amor hacia ella! ¡Su pasión es ardiente,
dominante, demoníaca, salvaje! ¡Pero yo no puedo someterme;
debo ser libre, y no puedo perder el placer de vivir, al que
tienden mis labios sedientos! –se detuvo, muy conmovido–. ¡Y,
sin embargo –prosiguió, al ver que Wolfgang le miraba,
preocupado–, todo esto está dicho demasiado en serio! Ven,
desmonta, y caminemos un rato juntos. ¡Ah! Rupertine es mi
bien más preciado, y la criatura más hermosa de esta tierra.
Como suele decirse: "¡Dios la crió y rompió el molde!" ¡Y ella
es mía, sólo mía, mi dulce, única y preciosa chiquilla!
Wolfgang le miró, risueño.
—Ya lo sabía –le dijo afectuosamente–; llevas tu amor
ahora, igual que antes, en la sangre. ¡Vosotros, y sólo vosotros,
os pertenecéis el uno al otro, y ninguna fuerza del mundo os
puede separar! Y cuando te veo a ti, un hombre tan bien
parecido y excelente, me resulta comprensible también que ella
quiera tener la entera posesión de la preciosa mariposa, de tan
bella y fragante flor. Pero dime: ¿sabe el viejo anticuario de
vuestro amor? ¿Habéis pensado ya en la fecha de vuestra
unión? ¿Cuándo entonaremos vuestra canción nupcial?
—¡Ah, no, Wolfgang; nosotros vivimos al día! ¡Mas la
verdad es que deberíamos de ponernos a pensar ya en ello!
Rupertine tiembla al pensar en el día en que su anciano y buen
padre se quede en la más vacía soledad... ¡Y yo no quisiera que
ningún párroco cerrase la cadena en torno nuestro! Pero lo
cierto es que el mundo lo quiere así, y nosotros hemos de
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sumarnos a la masa. Así que quiero sobrellevar mi destino con
dignidad –añadió, sonriendo–. Y dime, amigo mío, ¿no adi-
vinas por qué te estaba espiando aquí? No, no lo adivinas; tú
no piensas en eso. Pues bien, ¡te quería decir adiós y despe-
dirme de ti!
—¿Cómo? ¿Ahora y en este sitio? ¿Despedirte de mí aquí?
—Sí, querido... pero no es menester que pongas un rostro
tan adusto, ni que muestres esas arrugas tan serias, señor
filósofo: se trata tan solo de un par de días; como mucho, tres.
Quiero ir a Baden-Baden, donde me espera un amigo, el bueno
de Brönner, al que tú conoces. No estaremos mucho tiempo
juntos. Parto en una hora. Cuídate, Wolf. –Y le tendió a éste la
mano, para despedirse.
—Entonces, buen viaje –dijo Wolfgang–; y no te demores
demasiado, que Rupertine te estará esperando, anhelante.
—¡Tres días, querido; ni uno más! ¡Adiós!
Le dio una vez más la mano, y se apresuró luego a volver
hacia la pequeña ciudad.
—¡Estaré en el Englischen Hof –exclamó volviéndose–, por
si hay algo urgente que comunicar!
2.
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Entonces, se abrió la puerta del jardín, y una joven corrió
apresuradamente hacia él, le echó los brazos al cuello, le besó
con prisa y luego, cogiéndole la mano, le preguntó angustiada:
—Wolff, querido primo, ¿dónde está Otto? ¡Tú debes
saberlo! ¡Ah, se ha marchado sin darme ni un beso y sin
despedirse! Habla, amigo, ¿dónde está mi luz, mi excelente
amado?
—Pierde cuidado, preciosa niña –respondió Wolfgang,
mientras le acariciaba las encendidas mejillas–. Ha ido tres días
a Baden-Baden. Volverá pronto. Quería encontrarse allí con un
amigo suyo. ¡Pero me admira que no sepas nada de todo esto,
niña mía! –añadió.
—Yo no sabía absolutamente nada –dijo ella, con voz que
sonaba rabiosa y a la vez angustiada, mientras se golpeaba–.
¡Ah, cómo ha podido irse así!
—¿Habíais discutido antes de que él se fuese, verdad
Rupa?
Ella alzó su bella cabeza.
—Sí, por la tarde, cuando le vi por última vez –dijo,
mirando fijamente frente a sí–. ¡Él me quiere someter, y esto es
algo que jamás soportaré! –añadió luego, vehementemente.
Wolfgang no pudo evitar sonreír, al pensar en la queja que
le había expresado Otto.
—Tu querido corazón puede estar tranquilo, Rupa;
cuando se despidió de mí, deliraba, embelesado con su preciosa
novia. Y no se ha ido enojado –añadió, alegremente–; incluso
habló de la boda.
Rupertine calló y bajó los ojos; luego, dijo en voz baja
para sí:
—¡Pobre padre mío, tan bueno y querido!
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Se desplomó sobre el banco de piedra, al tiempo que la
cara se le cubría de lágrimas. Wolfgang se puso aún más serio,
y, casi con severidad, le dijo:
—Rupa, ¿cómo te vas a comportar cuando estés delante
de una verdadera desgracia? Créeme: en tu caminar por la vida
no faltarán demonios, que traerán regalos temibles, pero
también salvadores. ¿Qué harás entonces? ¿Desesperar? Domí-
nate, pues, y no te hundas a ti misma. No vayas a ser como
Agripina, aquella mujer apasionada, de la que el viejo Tácito
dice que era "impetuosa en el dolor e incapaz de padecer". Y
no es un sufrimiento lo que te oprime. ¡No es nada, salvo tu
imaginación! Rupa –añadió con dulzura–, mi amada y buena
madre, que te quería como si fueses su hija, me hizo prometer,
en su lecho de muerte, que te protegería; y yo le prometí velar
por ti y protegerte. Ella nos conocía a ambos. No tienes un
amigo más fiel que yo. Déjate prevenir por mí, y sigue ese
consejo bienintencionado, que busca tu felicidad y la de todos:
¡Domínate, y no seas esclava de tu apasionado corazón! ¡Niña
mía, sé razonable!
Las palabras de Wolfgang, especialmente el recuerdo de
su madre, recientemente fallecida, no dejaron de causar
impresión en ella. Rupertine se tranquilizó; se secó las lágrimas,
y le miró pensativa:
—¡Gracias, fiel amigo! Quiero esperar y estar preparada.
¡Ah, bastaría con que Otto volviese, para que todo fuese bien!
—Esperemos hasta mañana. ¡Entonces llegará quien tanto
deseas, y con él tu bella y luminosa felicidad! Luego, él podrá
pedirte humildemente perdón por la angustia, la melancolía y
las preocupaciones que han agitado tu dulce corazón.
—Te lo agradezco –dijo ella, tras levantarse ambos, ten-
diéndole la mano y dirigiéndole una cálida mirada–. ¡Hasta
mañana, entonces!
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Y la mirada de aquel hombre, serio y prudente, la vio
dirigirse con premura hacia la puerta del jardín, donde se
perdió pronto en la suave y cálida luminosidad del sol po-
niente.
3.
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—Querida Rupa –le respondió Karenner, cordialmente–,
he decidido emprender mañana un viaje, para ir a buscarlo.
Debo encontrarlo, pues yo mismo estoy inquieto por la suerte
de mi amigo. ¡Voy a encontrarlo y lo traeré!
Ella movió lentamente la cabeza, y dijo:
—No hables de eso; pero, ¿me prometes no ocultarme
nada, cuando regreses?
—¡Nada! Te lo prometo.
La acompañó hasta su casa; caminaban callados, uno
junto al otro. Allí, él se despidió, sin poder pronunciar ninguna
palabra que expresase esperanza. Cuando le dio la mano a la
joven, un estremecimiento recorrió su cuerpo; pero ella se
contuvo, y le habló, dulce y penetrantemente, mientras le decía:
—Wolf, si él ha muerto, ¿me traerás su cadáver?
Él fue incapaz de responder; le estrechó la mano, y se
marchó precipitadamente.
No estuvo fuera más de una semana.
A última hora de la tarde, nada más volver a la pequeña
ciudad, corrió enseguida hacia la vivienda del anciano anti-
cuario, como un mensajero del dolor. En la habitación, encon-
tró a Rupertine, que aún estaba leyendo. Cuando entró, ella
sufrió un violento sobresalto, y no pudo levantarse del sillón,
pero sus ojos permanecían pendientes de sus labios; y ya antes
de que él hubiese pronunciado una palabra, pareció adivinar
algo terrible. Lanzó un grito desgarrador, y se desplomó sobre
el asiento, cubriéndose el rostro con las manos.
Wolfgang se sentó a su lado; le cogió suavemente las
manos, manteniéndolas entre las suyas, y le dijo, con voz
oprimida:
—Rupa, te prometí no ocultarte nada. ¡Ya sabes lo peor!
¡Ah, sólo es una suposición, pero la verdad es que casi no es!
Fui a Baden-Baden; Otto se había marchado con su amigo a
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Stuttgart. Le busqué allí, y me enteré de que se había ido tan
alegre a Lucerna. En Lucerna las noticias eran de nuevo
desalentadoras: el mismo día en que debía haber llegado un
comunicado que le había mandado previamente, un hombre
joven, dotado de un ligero equipaje, había partido en un barco
hacia Wäggis; por el camino, había caído sobre él una de
aquellas tormentas repentinas que agitan aquel traicionero lago;
la barca zozobró, y su tripulante se hundió en las profun-
didades. La descripción del propietario de la barca se ajustaba
perfectamente a Otto; y también se encontró un ligero
sombrero de paja, como el que él solía llevar… ¡Ah, es posible
que ese sombrero sea lo último que nos quede de nuestro
amigo!
En la habitación se impuso un silencio de muerte.
Wolfgang miró, profundamente entristecido a la infeliz mucha-
cha. El recuerdo de su amigo muerto pesaba tanto sobre él,
que no pudo reprimir por más tiempo las lágrimas.
En cambio, los ojos de Rupertine permanecían increí-
blemente secos, y miraban fijamente, desde su pálido rostro.
En cuanto vio llorar a su amigo, retiró suavemente su mano, y
le dijo, casi con dureza:
—¡No llores, Wolf! ¡Él no ha muerto!
Wolfgang se levantó, asustado por su aspecto. Sus labios
estaban lívidos; toda su vida parecía haberse reconcentrado en
el corazón, y miraba al vacío.
—¿No le ves? –exclamó–: ¡Allí, allí está! ¡Oh, no está
muerto! ¡No; el muy desleal me ha abandonado vergonzo-
samente... y yo debo morir!
Wolfgang cogió a la excitada joven, cuyas fuerzas parecían
agotarse, y con el corazón desgarrado, exclamó:
—¡Rupertine, Rupa, por el amor de Dios, álzate y
mantente firme!
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Mas ella ya se había recuperado. Se desprendió suave-
mente de sus brazos, se sentó en el sofá, y le rogó que la dejase
un instante a solas con sus pensamientos. "Tengo que decirte
algo." –añadió.
Karenner se asomó a la ventana, que estaba abierta, y
lanzó una sombría mirada al jardín, que reposaba encantador,
bajo una soberbia luna llena nocturna. ¡Qué apaciguada y
serena se mostraba la naturaleza ahí fuera –pensó–, y cuán
violentamente atormentado se encuentra el corazón humano!
Volvió a entrar. Rupertine lo advirtió, y le hizo una señal
para que se acercase. Lo arrastró a su lado, y comenzó a
decirle, con voz firme:
—¡Otto vive! –Cuando Wolfgang intentó interrumpirla, le
puso una mano en la boca, y prosiguió– No hables, digas lo
que digas, él vive. ¡No me engaño! Tú no conoces el corazón
femenino, y su capacidad visionaria. Vive, pero me ha aban-
donado… ¡Y esto es mucho, mucho peor que la muerte; lo sé,
y ninguna fuerza del cielo o de la tierra puede detener la mano
de la muerte, que se extiende hacia mí!
Calló un momento. Wolfgang no se atrevió a hablar.
—Ya ves, querido amigo –dijo, a continuación–; este
conocimiento, que yo recabé en vano estos últimos días por
todas partes, llevada por la locura de pensar que podía escapar
de él de algún modo; esta certeza del inevitable hundimiento,
me ha elevado por encima de mí misma a un éter libre, diáfano
y claro, desde el cual puedo ver lo que yo era y hacía, y actuar
como si fuese un ser ajeno. La muerte ha impreso su sello
sobre mi frente; le estoy consagrada y me ha purificado. Ya no
pertenezco a este mundo. Y al producirse en mí esta trans-
formación, he de legarte, orgullosa y sin prejuicios, una
confesión, que una ardiente vergüenza habría impedido aún
mañana pasar a mis labios: Si me hubieses traído aquí su
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cadáver, hubiese podido derrumbarme ante el ataúd de mi
prometido, y mi secreto había quedado enterrado conmigo;
pero ahora todo es distinto. Debo hablar, para no parecerte
una niña malhumorada, caprichosa y carente de corazón, que
empuja a su padre al abandono más miserable, porque no le ha
salido todo como quería. ¡Y, ciertamente, es un consuelo que
me resulte fácil hablar!
Calló, y le hizo a Wolfgang una señal para que él también
permaneciese en silencio. Cruzó las manos, mirándolas a ratos,
y fijando otros su mirada en una indefinida lejanía. Luego, se
reclinó en el sofá, como si las fuerzas la hubiesen abandonado,
y a Wolfgang le pareció que la vida entera se había retirado de
su bello cuerpo, para encontrar un último y breve reposo en
sus ojos.
—Es asombroso –prosiguió– hasta qué punto me ha
hecho madurar el infierno que he vivido en estas últimas
semanas. Soy todavía tan joven, casi aún una niña; y ahora,
cuando miro al pasado, me siento como una anciana, que
cuenta historias a sus nietos. Me he alzado a una vida espiritual
maravillosa, que nunca habría presentido. No es que haya
alcanzado un saber amplio ni erudito, pues odio la pedantería y
ese laborioso rumiar, como un gusano en torno al moho
acumulado a lo largo de miles de años, sobre miserables
pequeñeces. Mi vida espiritual era un goce libre, la plena acción
de un órgano sano y poderoso, la dichosa conciencia de la
fuerza del espíritu. Si observaba una flor, o daba un paseo
solitario en las tranquilas noches de verano, bajo el cielo
tachonado de rutilantes estrellas, siempre tenía el sentimiento
de una incansable conquista; el placer de recoger la cosecha sin
haber sembrado. ¿Que el contenido del libro estaba sellado
para mí? Antes de que lo abriese, ya tenía la certeza de que las
agitaciones del corazón me llevarían tan alto como al creador
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de la obra. Me trataba con los individuos geniales de todas las
épocas, como si fuesen mis iguales. ¡Nada me impedía volar,
igual que lo habían hecho ellos!
Pero, ¿habría sido todo ello posible, sin una sangre
ardiente, y una vitalidad llena de tempestuoso impulso? Mis
dotes se espoleaban mutuamente, crecían desarrollándose al
unísono, y mi sangre bullía desenfrenada, porque yo gozaba de
entera libertad. Me faltaba el trato diario con mi madre, y la
dulce coerción que hubiese ejercido un corazón femenino,
querido y dotado de suaves sentimientos.
Calló un instante, y luego prosiguió, mostrando el mismo
reposo de antes:
—¡Entonces, llegó la hora en que, trémula, fui besada por
él! –calló de nuevo; y luego afirmó–: "¡Tuve un estigma; pero
ya no lo tengo!"
Y, dirigiendo sus ojos a Wolfgang, que seguía, casi sin
aliento y angustiado, pendiente de sus palabras, dijo:
—No sigamos con esto. He caído; pero ya me he levan-
tado, y sobre mi vestido de fiesta no hay ni una mota de polvo:
¡el viento que sopla desde ese lugar, en el que no hay angustia
ni lamento, lo ha purificado! ¡Adiós, Wolfgang, no nos veremos
más!
Karenner se sintió como paralizado, y su pensamiento se
volvió confuso. Un gemido ahogado se escapó de su pecho.
Pero el aturdimiento no pudo detener por mucho tiempo a un
hombre tan firme y reflexivo. Procuró apartar el aconte-
cimiento de su vida sentimental con mano firme, y se enfrentó
a él, aunque sólo pudo hacerlo haciendo un enorme esfuerzo.
Se puso en pie súbitamente, y cogiendo entre sus manos las de
Rupertine, le dijo:
—¡No te apresures, Rupa; esto es lo que te ruego, ante
todo!
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Ella sonrió, abatida, y respondió:
—No, Wolfgang; así debe ser; no me estorbes en mi
decisión, y no preguntes nada más; ¡así ha de ser!
Y con aire soñador, añadió, lentamente y en voz baja:
"Mira, Wolfgang, así ha de ser." Luego, elevó la voz y dijo:
—Desprecio todo lo pequeño y miserable. Ha vivido de
un modo magnífico; he alimentado en fuentes rebosantes
todos esos menguados órganos que hacen humano al hombre.
Mi amor ardió y vivió en una noche, como las flores del cactus,
tan espléndidas, cuyo aroma arrebata los sentidos. No quiero
poner fin a tal vida de un modo mezquino. Pido la única
expiación de mi culpa, y, créeme Wolfgang, la corriente de este
anhelo ya no puede contenerse.
—¿Me has querido alguna vez, Rupa? –preguntó Wolf-
gang, con voz medio ahogada.
Ella le miró con dulzura, y le contestó reposadamente:
—Tú eres mi noble amigo, a quien venero como a nada
en el mundo.
—¿Puedo pedirte, entonces, un último favor, Rupa? ¿Po-
dría verte una vez más?
Tras reflexionar un poco, ella dijo:
—¡Pero debe ser pronto!
Él la besó en sus lívidos labios, y se marchó.
4.
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—¡Pues bien, querido tío –dijo Wolfgang, dirigiéndose al
erudito–, no voy a exigirte ningún regalo pequeño, sino que
quiero obtener de ti una preciosa joya.
Se paró, y el anciano le miró, tenso, mientras Rupertine
prestaba atención. Ante él se alzaba ahora la palabra fatal. Su
corazón latía; sus manos comenzaron a temblar, y se dispuso a
reunir todas sus fuerzas, porque lo que iba a decir debía caer
sobre ella como un rayo. Y se lanzó...
—¡Tío, vengo a pedirte la mano de tu hija!
Ya estaba dicho.
Siguió un silencio. El anciano miraba fijamente a Kare-
nner, como si hubiese descubierto una inscripción antigua, y
como si presintiera que, tras lo oído, todo lo que él sabía hasta
el momento había caído por los suelos. Rupertine quiso levan-
tarse de un salto, pero volvió a desplomarse sobre el sofá,
lanzando un grito ahogado. Wolfgang se apresuró a sentarse a
su lado, y abrazándola, le susurró con viveza: "¡Te ha evitado el
camino hacia la tumba! ¡Sin sacrificio, me oyes, sin sacrificio!
¡Lo vas a hacer; lo debes hacer, por tu padre! ¡Debes hacerlo,
me oyes, debes hacerlo!"
El viejo se había levantado y se acercó.
—Pero niños míos, ¿es esto posible? –dijo– ¡Pícara, tai-
mada, traidora! ¿Esto es lo que tramabas, a espaldas de tu
confiado padre? Bueno, ¿y qué pasa con el joven Düßfeld? A
mí me parecía que él era tu Adonis, tu bello Antínoo, Rupa.
Wolf: ¿no es verdad que tiene la misma cabeza que el amante
de Adriano? ¡Por Apolo, que así es! ¡Pues sí! A mí me parecía
que ese joven artista había ganado tu corazón. Mas, ¿quién
puede escrutar el corazón de una mujer? Y tú, Wolfgang, ¡el
pesimista, el misógino! ¿Qué he de pensar? ¿Qué debo decir?
La verdad es que aquí pueden muy bien venir en nuestra ayuda
otra vez los antiguos:
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Tu, deorum hominumque
tyranne, Amor!
(Oh, tú, amor tirano
de los dioses y de los hombres)
¡Eh, hay que ver qué cosa tan increíble y maravillosa!
—Sí, padre; es verdad: “hominumque tyranne” –dijo Wolf-
gang, procurando sonreír alegremente, mientras que en su
corazón sentía reírse algo muy distinto, odioso y burlón: “Amor
tyranne!” Sí, esta expresión tenía sentido, pero completamente
diferente del que creía el anciano–. ¡Es él quien nos ha obli-
gado, a pesar de todos los principios, tanto a Rupa como a mí!
¡Por eso, querido tío, te pedimos tu bendición!
Sentía temblar la mano de Rupertine, fría como el hielo.
Una compasión infinita sobrecogió su corazón; pero no se
detuvo, igual que hace un médico ante una difícil operación: el
paso estaba dado, y lo único que quedaba era llevarlo hasta el
final.
—¡Bendigo la hora en que me ha sido dado experimentar
tanta felicidad! –exclamó el anciano– ¡Ah, qué alegría, y a mi
edad! Y qué bueno es pensar que ahora Rupa se queda aquí, en
nuestra querida patria, sin que me la arrebate ningún Jasón. ¡Así
te podré ver todos los días, y alegrarme diariamente de que
estés aquí, mi querida y excelente niña, mi fragante rosa, mi
perla!
Se precipitó sobre ella, y la besó en la frente.
—¡Oh, Wolfgang –dijo, dándole de nuevo la mano–, que
tu venerable madre no haya vivido para poder ver este día! ¡Ah,
cómo habría guardado estos pensamientos un corazón tan
bueno y fiel como el suyo! ¡Cómo habría disfrutado de esta
unión, que ella anhelaba tanto como anhela el ciervo el agua
fresca! ¡Ah, qué feliz me hacéis, hijos míos!
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Abrazó conmovido a ambos. Rupertine había cubierto su
rostro con las manos. Wolfgang se volvió hacia ella, y se
susurró, conmovido: "¡Ánimo, querida niña, cobra ánimo; no
podía ser de otra manera!"
El anticuario estaba ahora sólo atento al comportamiento
de Rupertine. Se acercó a ella, y le preguntó preocupado:
—Pero, ¿qué es esto, niña? ¿Qué tienes? ¿Lloras? ¿Qué
significa esto, mi dulce e infantil jovencita? –y, acariciando sus
mejillas, prosiguió diciendo alegremente: ¡Así ha sido siempre
mi pequeña: in tristitia hilaris, in hilaritate tristis! (¡Alegre en la
tristeza; triste cuando está alegre!) ¡Igual que su buena, fiel y
excitable madre! ¡Cuánto tiempo hace ya? Pero ya basta de
lágrimas! ¡Ven, Rupa, abraza a tu alegre y feliz padre, y luego
seca tus lágrimas de amor en tu prometido!
Rupertine se levantó, y sollozando fuertemente, encerró
su rostro, mortalmente pálido, en el seno paterno, diciendo
estas palabras demoledoras: "¡Mentira, todo mentira y engaño!"
El anciano, que no podía explicarse el comportamiento de
Rupertine, se quedó aturdido. Karenner acudió a socorrerlo.
—¡Déjala –dijo, mientras acariciaba con dulzura su
cabello–; está tan conmovida! Tu alegría la ha conmovido
profundamente; pero el sol iluminará pronto de nuevo su
querido rostro. ¡Os dejo, pues quizás deseéis hablar! ¡Regresaré
pronto!
Besó su mano, que parecía inerte cuando se la tendió;
saludó amablemente al anciano, inclinando su cabeza, y aban-
donó silenciosamente la estancia. Ya fuera, pareció por un
momento que iban a abandonarle las fuerzas, y tuvo que
sujetarse con fuerza al pasamano de la escalera. Respiró pro-
fundamente; pero una voz le decía en su fuero interno: "Lo has
logrado: ella está salvada y recobrada para su padre." Y como
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consuelo, resonó en él: “Con tal sacrificio distribuyen, incluso
los mismos dioses, el soplo iniciador”.
Esperaba que ahora se solucionasen todas las confu-
siones. Cuando retornó a la tranquilidad de su casa, era un
hombre distinto.
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CAPÍTULO II
1.
30
Mientras ella reposaba, pensando en la separación de su
pequeñín, y en cómo había acabado lo que amaba su corazón,
se le aproximó circunspecto un camarero, y le dejó dos cartas
en la mesilla que estaba al lado del canapé. Apenas les prestó
atención, y sólo después de pasar cierto tiempo, se dirigió a la
mesa y cogió las cartas. Nada más posar su mirada en la letra
del sobre de la primera, su cuerpo se estremeció, como si la
hubiese tocado un rayo; y cuando miró el sobre otra vez, y
comprobó de quién se trataba, su rostro enrojeció y el corazón
martilleó en su pecho; sus manos temblaban, pues aquellos
rasgos pertenecían a la escritura de Otto. Cerró los ojos, y
perdió el conocimiento, mas sólo por un par de segundos.
Luego, cogió la carta y la guardó rápidamente. Mordiéndose los
labios, asió la otra: ¡reconoció la mano de su buen padre!
Rompió el sobre apresuradamente, y echó un vistazo al
contenido. Era una carta lastimera y triste, en la que su padre le
decía sentirse sumamente infeliz por la larga ausencia de su
amada hija única, y tan solo y abandonado, que, de resultas, su
cuerpo había comenzado a padecer también. "Estoy débil y
miserable, y mi alma está llena de deseos de morir", decía,
"Ven, ven", concluía la carta, "regresa junto a tu viejo padre,
porque, sin vosotros, me hundiré aún más pronto en la
tumba."
A Rupertine le acometió un gran temor, y la hoja se le
cayó de las manos. Una desgracia tras otra caía sobre ella; sintió
cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos... ¡Ah, era tan
impotente e infeliz! Se llevó el pañuelo a los ojos y lloró.
Entonces, oyó pasos, y miró rápidamente. Wolfgang estaba
junto a ella. Le cogió la mano, y le señaló la hoja que yacía en el
suelo. Él se agachó con presteza, y la cogió. Cuando la hubo
leído, dijo:
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—Venga, querida Rupa, tranquilízate; el estado de tu
padre no puede ser tan malo como parece desprenderse de esta
carta.
Le dio su brazo, y se fue con ella hacia su habitación.
—Querida niña, no te aflijas demasiado –dijo Wolfgang–.
Padre puede sentirse mal, porque no está acostumbrado a la
soledad; pero no creo que exista motivo para sentirnos
seriamente preocupados; ya sabes cuán fácilmente cae en ese
estado triste de ánimo, cuando le falta su Rupa. ¡Estaba tan
sano y fresco hasta ahora! Ciertamente, no tenemos nada malo
que temer; pero hemos de hacer que se desvanezcan sus
preocupaciones. Si te parece bien, pondremos fin aquí a
nuestro viaje, y partiremos hacia nuestra patria. Yo aún te
habría llevado gustoso a Roma; pero vamos a renunciar a este
plan, y seguro que nuestro padre nos agradecerá esta renuncia.
—¡Ah, eres el mejor y más excelente de los hombres –dijo
ella–; tú siempre me traes la serenidad y un doble consuelo. Sé
que te quito ahora alegría y placer; pero mi corazón añora ya la
patria, y deseo volver con mi padre. ¡Vámonos, pongámonos
en marcha lo más rápidamente posible!
—Disponlo todo, pues, Rupertine –respondió él–; yo, por
mi parte, me ocuparé del coche; aún podemos llegar a coger el
tren de esta tarde. ¡En dos días estaremos con tu padre!
La besó y salió apresuradamente. Rupertine esperó, escu-
chando unos minutos, y luego sacó la carta que tenía guardada;
rompió el sobre con mano trémula y leyó lo siguiente:
Amor mío:
Esta carta no contiene ningún reproche, pues no tengo motivo alguno
para hacerlo. ¡Aún me anima la esperanza! Mas debo aparecer puro ante
ti. Quiero revelarte, sin tapujos, la parte que me corresponde en la terrible
desgracia que, con sus heladas manos, ha golpeado aniquiladoramente
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nuestras vidas, pues tengo por cierto que casi desaparecerá ante la terrible
acción del poder enemigo que ha decidido nuestro destino.
Los últimos días que estuvimos juntos me llenaron de una gran
preocupación. La salvaje y desmedida vehemencia de nuestros corazones,
que puede reconocer por entonces más que nunca, me hacían presagiar un
futuro sumamente tempestuoso.
También mis temores eras desmedidos, como pude entender muy
pronto; pero por entonces preveía un futuro desgraciado, sin reposo, y la
venganza de una felicidad vital fallida. Fugitivo y aturdido, vagaba de acá
para allá, y con ello crecía en mí un irreprimible impulso de libertad. Me
sentía sojuzgado, reprimido, limitado por ti, ¡por ti, Rupa mía! ¡Ah, te
juro por lo más sagrado, y por ese amor que siento por ti, que nunca,
nunca, ni por un momento pensé en abandonarte!; pero debía proporcionar
a mi impetuoso corazón la posibilidad de tranquilizarse: me era imposible
ya ver con claridad y lo confundía todo. ¡Por eso quise alejarme de ti un
par de días, y situarme en otro entorno, libre del círculo de las tristes,
infaustas, locas y estúpidas imaginaciones, para poder reencontrarme luego
contigo! Partí hacia Baden-Baden, para ver a un amigo. ¿Por qué no te
escribí, al menos? Me sedujo la ilusión de que la lejanía y la falta de
despedida te harían más sumisa a mi voluntad; te quería domeñar por la
angustia... ¡Qué tonto e infortunado he sido! Fui de Baden-Baden a
Stuttgart, y de allí a Lucerna. No recuperé la razón, y seguí viajando
hacia el Tirol. Por el camino que lleva de Bregenza a Feldkirch, me sentí
atraído por una rara flor alpina, y quise cogerla. El infantil pensamiento
de que el peligro que implicaba arrancarla debía prestarle mayor valor a
esa flor para ti, me llevó a escalar la escabrosa pendiente. Aún no había
alcanzado la flor, cuando resbalé y me caí por la pared de la montaña.
Lo que te cuento ahora, lo he sabido por otros. Un cazador me
encontró, me alzó con gran esfuerzo, y me llevó junto a su familia en
Hohenems. Estaba malherido, y me procuraron médicos, que tuvieron que
operarme. Yací largo tiempo semiconsciente, ora febril, ora en completa
postración. Sólo pasados varios meses recuperé de nuevo mi libertad de
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pensamientos. Tu imagen brillaba con maravillosa belleza ante mí. Y
entonces empezó en mí también una nueva vida. Como si hubiese recibido
una llamada del Maestro de Las Manos Benditas, tu imagen tuvo la
capacidad de suscitar todas las fuerzas sanadoras que había en mí.
Transcurridos ocho días, emprendí el viaje hacia nuestra patria, aunque el
médico mostró vivamente su desacuerdo con tal decisión.
Durante el viaje, aunque se alzó en mí algún reparo aislado, el
talante de fondo que había en mi alma era de alegría, pues me sostenía la
esperanza de un feliz reencuentro; y con este luminoso éter, desapareció
toda tristeza y preocupación.
En la última parada de nuestra tranquila villa natal, subió a
nuestro coupé el amigo Ludmer. Cuando me vio, se quedó pálido, como si
viese a un espectro. Al principio, no podía hablar; pero finalmente,
comenzó a hacerlo, y supe que se me creía muerto y que se lloraba por mí;
todo esto pude oírlo con tranquilidad; pero cuando pregunté por ti, ¡siguió
la respuesta aniquiladora! ¡Eras la esposa de Wolfgang Karenner! ¡Y te
encontrabas muy lejos, en Italia!
No puedo describir lo que pasó por mí; pero sé que salté enfurecido,
me precipité hacia la portezuela; quería abrirla bruscamente, y saltar del
coche en marcha. Ludmer me tuvo que coger, y sujetarme con todas sus
fuerzas. Me desplomé, estremecido.
Pero no estuve así mucho tiempo. La esperanza me reanimó de
nuevo. Me imaginé rápidamente los acontecimientos que podían haber
tenido lugar durante mi ausencia, y esperé, ¡esperé!
Ahora no podía ir a la ciudad; de manera que proseguí hasta
Frankfurt. ¡Y aquí permanezco aún, con la familia de mi primo Richard,
padeciendo, débil, tremendamente tenso, mas sin caer todavía en la
desesperación! ¡Oh, Rupa, Rupa mía! Estoy acabado. Pero te pido una
cosa: ¡Muéstrale esta carta a Wolfgang! Él es quien debe decidir. Cuento
los instantes, a la espera de tu respuesta. ¡Apiádate de mí!
Tu Otto.
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Rupertine le dio la vuelta a la carta, y volvió a leerla otra
vez. Luego, la dobló cuidadosamente y la guardó. Ningún rasgo
de su rostro traicionó la menor emoción; sólo una pasajera
sonrisa, apagada, sobrevoló su pálido rostro. Y susurró, suave-
mente: "¡No fui traicionada, ni vergonzosamente engañada!" Y
luego, añadió, con pasión: "¡Fuiste mi elegido y te he perdido!"
2.
38
Wolfgang estaba profundamente conmovido. ¡De qué
manera tan inextricable se alzaba ahora otra vez todo ante él!
Le cogió ambas manos, clavó una profunda mirada en sus
bellos ojos, resplandecientes por la inspiración. No intentó ya
apartarla de su decisión; pero tenía claro en su alma que ella
mataría su corazón, si permanecía siendo suya. Mas quizás no
habría que llegar a ello, pues esperaba reconducir a Rupertine
hacia la felicidad, si conseguía un encuentro con Otto. De
modo que, de momento, quiso hacerle ver que quería vivir con
ella como un hermano, hasta que ella misma reconociese que la
dicha de su corazón florecía en otra parte.
—Sea, pues, Rupa; cederé –dijo, atrayéndola hacia él–.
Quiero consagrarte mi más puro amor; pero has de saber que
conservas tu libertad. No estorbaré el camino de tu amor por
segunda vez.
Ella le abrazó, y le dijo:
—Te juro que permaneceré fiel a ti para siempre.
Unas horas más tarde, escribió Wolfgang a Otto las
siguientes líneas:
¡Queridísimo amigo!
Fue indescriptible la alegría que sentí, cuando me enteré de que nos
habíamos preocupado por ti sin motivo, y de que no nos habías sido
arrebatado. Un suceso fatídico se ha interpuesto entre nosotros. Mi
corazón sabe que he actuado de manera pura y noble, cuando pedí la
mano de Rupertine. La he hecho mi esposa, para salvarla de la vergüenza
y de la muerte… Pero nunca la he considerado mi mujer, y, desde que sé
que estás vivo, nunca más la consideraré así. Le he dejado total libertad, y
he tratado de convencerla para que siga los dictados de su corazón, que se
encaminan hacia ti. Llevada de un noble agradecimiento, no quiere
hacerme caso; pero yo sé que ella te pertenece, y creo que a ella le gustaría
que un día os reencontraseis. Sé perseverante, y mantén tu amor hacia ella,
igual que ella lo guarda hacia ti. Lamento, en lo más profundo del
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corazón, el triste destino que ha caído sobre nosotros tres, que antes éramos
tan felices.
Tuyo,
Wolfgang.
3.
41
Eran su mano y su boca, que ella tocaba y besaba, lo que
ella sentía, y no lo que ambas expresaban. Y cuando él iba al
patio, y saltaba sobre su caballo, para salir a cabalgar, ella seguía
cada uno de sus movimientos, disfrutando de su varonil figura,
de su firme actitud y de su ánimo para dominar al impaciente
corcel. La pasión hacía presa de nuevo en ella; y ella no le
oponía resistencia, como sí lo hacía él, ni quería vencerla.
Había sido su esposa por necesidad, renunciando al amor; y,
puesto que lo era, ¿por qué no debía llegar a ser su verdadera
mujer? Su anterior amante le había sido arrebatado, mientras
que el nuevo estaba ahí, tan firme ahora como antes. Otto lo
sabía, y debía reconocer que él seguiría estando ahí. Su imagen,
además, comenzaba a desvanecerse ante ella. ¿Debía seguir
manteniendo viva la ardiente llama de su corazón? ¿Debía
seguir arrastrando su vida sin el placer ni los encantos del
amor? Así lo había creído ella; pensó en haber terminado con
el verdadero amor, y sólo quería pasar por la existencia como
una sombra. Pero en esta sombra latía un corazón, cálido,
apasionado y atormentado. Y lo que ella quería era dejar libre
este ardiente impulso. Era esa libertad lo que ella ansiaba; y, si
era su mujer ante el mundo, también quería serlo ante él, ante
el amado, ante el hombre ardiente y tormentosamente amado.
La pasión la dominaba con todo su poder; y sus manos
arrojaron las cadenas con gesto salvaje, dejando que el
candente fuego de su amor inflamase su impetuoso corazón, al
que ya nada podía refrenar.
4.
5.
47
Rupertine se alzó. "¡Oh, Dios! –murmuró– ¿Por qué ha
tenido que producirse este reencuentro?
—Rupertine –respondió él, con el ceño sombrío y las
cejas fruncidas–, ¡concédeme un instante! Lo he estado de-
seando, con el corazón ardiente, durante los largos y dolorosos
meses transcurridos desde la llegada de vuestro mensaje. No
quería turbar vuestra paz; pero hete aquí que el azar te pone en
mi camino... ¡Y por Dios –murmuró, con salvaje porfía–, no te
volveré a dejar!
Y luego, dirigiendo los ojos hacia arriba, añadió más
suavemente: "¡Sé piadoso, Señor!"
—Vámonos, Otto –dijo ella en voz baja–; estamos
llamando la atención.
Él dejó su mano, cogió un libro, y ambos abandonaron el
establecimiento.
—Rupertine –dijo él con vehemencia–, has de conce-
derme una cosa: déjame estar a solas contigo un cuarto de
hora. Ahí tenemos un coche; ¡y quizás sea esta la última vez
que hablo contigo!
Dijo esto serio y triste. Se detuvo, indeciso, al tiempo que
paraba el coche y abría la portezuela.
— Rupa, te lo pido encarecidamente: no puedes negarme
lo que te pido. ¡Y no puedo hablarte aquí, en la calle!
Ella se decidió a subir.
Él cogió su mano y la miró en silencio. Luego, dijo: "No
quería perturbar tu paz; ya te lo he dicho. También fue esto lo
que llevó a regresar cuando, impulsado por mi corazón, quería
llegarme a ti y decirte: ¡No puedo más! ¡No puedo estar sin ti!
Pero has de responderme a una pregunta, antes de que pueda
atreverme a hacer lo que te he dicho: ¿Eres feliz?"
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Sintió palpitar su mano. Ella no respondió enseguida;
pero finalmente dijo: "¡Wolfgang es el mejor y más noble
hombre que hay sobre esta tierra!"
—No es esto lo que quiero saber de ti. ¡Ya lo sé, igual que
lo sabes tú! Lo decisivo para mí es saber si eres feliz a su lado.
¡Habla, Rupertine, te lo suplico!
Ella callaba. Pasado un momento, dijo con voz apagada:
"¿Qué es la felicidad? Sí, soy feliz."
—¡Mientes, Rupa! –exclamó él con pasión– ¡Y eres inca-
paz de repetírmelo a la cara! Lo que dices no suena como si
viniese del corazón. No, Rupa, yo te digo que no eres feliz; lo
sé, pues conozco tu corazón. ¡Oh, cómo podrías encontrar
dichosa una vida así, puesto que me amas y me juraste amarme
para siempre! ¿Cómo puede vivir así tu ardiente e impetuoso
corazón? No, no; cada día debe ser un tormento para ti, y
debes exigir con todo tu ser escapar de esa vida, para volver a
mi pecho, a los brazos de tu amado, que te desea y vive por ti.
Lo que has hecho es de un heroísmo aterrador; y si sigues por
ahí, te hundirás, y yo me hundiré contigo, pues tú me amas. ¡Y
sólo este amor es lo que puede darte la vida!
—No –respondió ella–; he aprendido a amarle; a pesar de
este matrimonio desgraciado, sentía una pasión arrebatadora
hacia él... Y, sí, has de oírlo: he estrechado su pecho; he besado
su boca con ardor, con pasión, he llegado a suplicar su amor, y,
y... ¡Oh, Dios, Dios!
Rompió a llorar desconsoladamente, y sus ojos lanzaron
una mirada que revelaba una infinita infelicidad.
Otto la miró con febril excitación, mientras le decía, con
una expresión terrible y desesperada: "¡Rupertine, Rupa, me
has sido infiel!"
—¡Otto –exclamó ella– apiádate de mí! Puedes aplastarme
desdeñosamente, cuando digo "no" con esa terrible palabra:
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"Es mentira, mentira"; y, sin embargo, así es. ¡Oh, no puedo
explicártelo; ni siquiera soy capaz de explicármelo a mí misma,
ni sé cómo ha sucedido! Pero sé una cosa, Otto: te quiero igual
que antes; cuando te vi, vino hacia mí una pura y celestial
felicidad, como la de la juventud. ¡Oh, seré una vergüenza para
vosotros dos; pero he de pregonarlo a los cuatro vientos: te
amo a ti; tú eres mi único hombre, aunque me fuiste infeliz-
mente arrebatado!
Ella le abrazó y la miró extasiado.
—Rupa, aquello era la muerte, y esto el cielo –dijo con
dulzura.
—Otto, soy incapaz de entenderme a mí misma: junto a
él, que es el hombre más maravilloso y noble, capaz de
vencerse a sí mismo, incluso en aquella hora apasionada, invo-
cando tu nombre, cuando yo le abracé, encuentro auxilio,
consejo y salvación. Pero ahora, no deseo nada más. Mañana,
ven con nosotros, pues Wolfgang vuelve mañana. Y ahora,
déjame: ¡Allí encontraré la salvación, o la muerte! ¡No veo otra
salida! ¡Adiós, querido!
El coche se detuvo. Otto apretó su mano, y la dejó, con el
corazón lleno de esperanza. Las palabras de Wolfgang se
hacían presentes ante su alma: "Yo sé que ella te pertenece; y
espero que podréis reencontraros de nuevo". Pues bien: este
era el momento en el que ambos debían reencontrarse; ahora o
nunca. Pero, mientras meditaba esto el salvador, ¿cómo podría
salvarse él mismo de la infausta relación, que le quería vencer?
Cuando Wolfgang estuvo de vuelta al día siguiente de
nuevo en su tranquila casa, Rupertine le saludó afectuosa-
mente, pidiéndole, al mismo tiempo, si podía acompañarla a la
biblioteca, pues albergaba algo en su corazón que debía
comunicarle enseguida.
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Entraron en la sala. En ese mismo lugar, no hacía mucho
tiempo, en aquella ardiente y oscura noche de verano,
Wolfgang había logrado defenderse de su pasión y de la de
Rupertine. Ahora, el sol matutino brillaba en la fría habitación
del erudito sobre esos sobrios y prosaicos libros, que recubrían
las estanterías. Allí yacían los pliegos de hojas sobre los cuales
se iba elevando su sistema... Todo parecía tan desapasionado,
tan tranquilo, que Wolfgang se sintió como si viese a un
antiguo conocido. Sí, aquí había estado su mundo, y allí conti-
nuaba, como si él hubiese continuado habitándolo, impertérrito
y sereno, igual que antes.
Rupertine le pidió que se sentase, al tiempo que se sentaba
frente a él; y, lo más serena que pudo, le dijo: "Wolfgang, ¡he
visto a Otto!"
Wolfgang se estremeció. En medio del frío espacio donde
él, libre de la pasión, había vivido por y para sus pensamientos,
le pareció oír una voz, que decía para sus adentros: "¡Ojalá no
le hubieses visto!" Sintió una punzada en el corazón; pero al
instante se repuso, y dijo, amablemente: "¡Al fin! ¡En Frankfurt!
¡Pobre amigo! ¡Deberíamos haber tenido noticias de él hace
tiempo! ¿Cómo le va?"
Rupertine estaba inquieta, pues se había figurado el
comienzo de su conversación de otro modo. ¿Cómo debía
empezar? Había creído verse caer a sus pies, acusándose, para
pedir indulgencia y auxilio.
—Él vendrá –dijo.
—¿Viene Otto aquí? ¿Cuándo? ¿No íbamos a partir?
—¡Viene hoy!
—¡Ah, claro, hoy! ¿Pero, qué te pasa, Rupa? ¡Por el amor
de Dios! –exclamó, acudiendo apresuradamente a su lado, pues
se había puesto pálida y temblaba.
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—¡Pues bien, dejaré de lado todo temor! –exclamó–
¡Fuera! ¡Aunque esto me mate, debo hablar, y liberarme de esta
terrible opresión! Wolfgang, le he visto, me he arrojado a su
pecho y le he besado. ¡Condéname, ódiame, pero debo decir-
telo: le amo a él, y sólo a él. Me he comportado como una loca,
pero ha bastado una mirada para saberlo. Le amo, y he de vivir
con él, aun cuando te interpusieses cien veces. ¡Oh, Wolfgang!
–gritó de repente, cayendo de rodillas– ¡Eres la persona más
noble y santa que conozco! ¡Ten piedad, compadéceme,
sálvame! ¡Aquí estoy; te he traicionado... y sin embargo te
imploro ayuda a ti, aun habiéndote traicionado! ¡Debo irme
con él, con ese pobre infeliz, al que, a pesar de todo, amo! No
sé nada más; ni sé si es algo vergonzoso u honorable, pues ya
no soy dueña de mí; sólo sé una cosa: que le amo a él, y solo a
él. ¡Oh, si pudiese morir, y liberarme de esta horrible carga que
pesa sobre mi corazón!
Se había agarrado a su rodilla, y le miraba, como si su
suerte dependiese de él.
Él se inclinó, le cogió su bella cabeza, y posó un beso
sobre su frente. Luego, puso su mano dulcemente sobre su
trenza, y dijo con voz suave:
—¡Recibe mi bendición, pobre y querida niña! Ojalá esta
bendición pudiese apartar de ti toda pena y necesidad. Yo
quisiera ser para ti un padre, un hermano, un amigo; y, sin
embargo, tu pobre y atormentado corazón ha de temblar ante
mí. No, mi buena, dulce e infeliz criatura; aquí me hallo yo de
nuevo ante ti, yo mismo, igual que antaño. Aquella hora
veraniega, en la irrumpió la ardiente pasión, está aniquilada.
Pura por completo, te arrodillas ante mí, ¡y ay del que se
atreviese a arrojar contra ti la primera piedra! ¡Has
permanecido sin tacha, y era yo el criminal, pues te conduje por
un camino falso a ti, inocente y maravillosa criatura! Ven,
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álzate, preciosa niña. Acompáñame ante el retrato de tu amada
madre, que te confió a mí: mira cómo te sonríe, pues sabe que
has permanecido tan pura como eras antes. ¡Y ella también me
ha perdonado que yo, con la más pura intención, casi nos haya
arruinado a ambos!
La levantó, la abrazó y, mientras ella lloraba, le dijo con
ternura:
—¡Te bendigo a ti, y a tu corazón, que se ha perdido sólo
por amor! Fui un pobre hombre, que quiso apagar el ardor del
corazón con el prosaico entendimiento; pero nosotros no
somos en absoluto héroes, que pudiéramos librarnos de vernos
arrastrados por la pasión: el corazón exige sus derechos, ¡y el
tuyo, sometido a duras pruebas, salvajemente desgarrado y en
un tormentoso anhelo ha de serte devuelto de nuevo!
¡Introduce en tu pecho al individuo generoso, que ha estado
alejado de él, y abandona al amigo, a tu amigo, que, con su
corazón lleno de amor y exaltada alegría puede otorgarte de
nuevo como regalo a tu amado!
Rupertine reposaba sobre su pecho, mientras recibía su
bendición, igual que la ávida tierra recibe la dulce y consoladora
lluvia.
Entretanto, había llegado Otto, quien también cayó, junto
con su prometida a los pies del más noble de los amigos; y
cuando Wolfgang estrechó a la pareja, finalmente reunida,
contra su pecho, creyó oír de nuevo la voz que le decía las
mismas palabras de consuelo que antes, cuando había disuelto
la infausta unión. Una dolorosa melancolía llenó su corazón,
pero también le sobrevino la alegre esperanza de ver cómo el
entramado de confusiones se disolvía para siempre. Sólo ahora
podría ser lo que había sido… Y esta vez, para siempre.
53
CAPÍTULO III
1.
58
2.
3.
68
¡Oh, cuán dichosos recorrían los avezados ojos azules del
artista Venecia y las lagunas! Sus hundidas mejillas volvían a
adquirir color, y, transcurrido algunos instantes, poniendo
ambas manos sobre su cabeza, dijo:
—¡Me encuentro, por una vez, tan bien, tan inexplica-
blemente bien! Muero sans crainte ni espoir [sin temor ni
esperanza] aunque lamentando una sola cosa: la despreciable y
fuerte ofensa que te he infligido, y que provoca un amargo
arrepentimiento, que lacera mi corazón. Rupa, querida, ¿podrás
perdonarme antes de que pase el trance de la muerte?
—¡Otto –dijo ella con vehemencia–, lo he olvidado hace
mucho tiempo, y soy yo quien debería disculparme ante ti! ¡Te
he irritado e injuriado, con todo lo que estás padeciendo! Pero
dime una cosa: ¡dime que crees en mi amor!
—¡Ah, he sido vergonzosamente injusto, y he estado
ciego y loco! –dijo entonces él, al tiempo que se inclinaba y le
besaba la espléndida cabellera– ¡Cómo me has amado, y qué no
habrás hecho tú por mí, preciosa mía!
Transcurridos unos minutos, dijo:
—¡No debemos hacernos ilusiones, Rupa! El final se
aproxima, y el telón pronto va a caer. Tirez le rideau; la farce est
jouée! [Que caiga el telón; la comedia ha terminado] Pero no; no
es verdad: ¡Mi vida no ha sido ninguna farsa, sino, en conjunto,
una tragedia! ¡No; tampoco una tragedia, sino una comedia y
una farsa! Y cuando todo haya acabado, deberás escribir como
epitafio:
69
"A miglior vita!" –repitió, sonriendo melancólicamente– ¡A
mejor vida! ¡No!, no hay ninguna vida mejor que la nuestra.
No; no es esto lo que has de escribir, Rupa, porque sería
mentira. ¡Escribe: ad altra vita!, a otra vida! Y al final, pon:
4.
72
"...El madero de la cruz
golpea nuestros lomos,
hasta que en la tumba
todo se acabe.
¡Con esto te debes satisfacer!”
74
—Rupa –exclamó él, conmovido–: ¡todo lo que poseo es
tuyo!
—¡Qué bueno y noble eres! Te lo agradezco de todo
corazón. –y añadió, susurrando–: Dada nuestra tremenda
necesidad, debí mendigar, y mi amiga de Frankfurt fue tan
amable... Ah, ¿verdad que te ocuparás de ella?
—Wolfgang no pudo responder. Su corazón estaba
transido de dolor. Le apretó la mano, y asintió.
Ella cerró los ojos. En sus labios flotaba una sonrisa de
felicidad. Así, permaneció tranquila hasta la tarde, momento en
que le acometió un nuevo e intenso acceso de fiebre. Con
frenética velocidad, voló el contenido de los últimos meses
ante su fantasía; una imagen seguía a otra, mezclándose
salvajemente cosas alegres con otras terribles. Tenía en la boca
constantemente los nombres de Otto, de su padre y el del
mismo Wolfgang; unas veces sonreía beatíficamente, otras se
reía, o gritaba pidiendo ayuda. Una de esas veces, se volvió, y
preguntó: "¿Verdad que Venecia es indescriptible y maravillo-
samente bella?"; y luego: "¿Dónde está mi abanico y mi velo?
Ah, Foscari Beatissima Gaspara". "Atrás, Loredano"–dijo luego,
con vehemencia– "¡Atrás, retrocede! ¿Un beso? ¡Desvergon-
zado! ¡Ayuda! ¡Ah!" Lanzó un grito desgarrador: "¡Le he
matado! ¡He asesinado a mi dulce amado! ¡Dejadme! ¡Vosotros,
apartaos de la mesa y de los cuadros! ¡Fuera, os digo! Pero no:
tenéis derecho a cogerlo; lleváoslo todo, todo... ¡Fuera, fuera,
fuera! ¡Oh, pobre mío, eras único!
Y luego, empezó a cantar en voz baja, tremendamente
conmovida:
FIN
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