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Philipp Mainländer

RUPERTINE
(Novela filosófica)

(Traducción: Manuel Pérez Cornejo)

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Perro Calato Ediciones / Wilmer Skepsis
Tacna–Perú
Setiembre, 2019.

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PRÓLOGO

El autor de la novela corta Rupertine, que aquí publi-


camos por vez primera, utilizó la literatura –como él mismo
advirtió– sólo como medio para un fin superior: la exposición
de pensamientos filosóficos. Siendo filósofo, él poseía una
personalidad sensible, poética y creadora; por eso, también,
muchas páginas de su obra principal muestran un impulso
entusiasta, un cálido sentimiento y una oratoria, que proceden
de un ardiente corazón, y que convienen al ámbito de la
filosofía, siempre que este término no designe una ciencia
puramente exacta, que rechaza intencionadamente cualquier
labor de la fantasía y toda expresión artística.
Siempre se produce un deslizamiento desde el frío mundo
del puro pensamiento a las regiones de cálidos colores, en los
que se muestra plenamente activa la fantasía del artista. Se dice,
con atrevimiento, que uno puede ser hombre de ciencia o
artista, y que ambas cosas no pueden reunirse en una sola
naturaleza; pero esta sentencia carece de justificación: Goethe y
Schiller muestran que un príncipe del reino de la fantasía
puede, al mismo tiempo, tener capacidad para trabajar siste-
mática y científicamente; y nuestro Mainländer prueba, al
menos, que quien posee dotes poéticas puede llegar a ser, si
posee una formación filosófica desarrollada y profunda, un
filósofo puro, aunque no exacto. La presente novela corta,
ofrece un ejemplo palpable y general de los principales pensa-
mientos del filósofo, e ilustra diferentes aspectos de su texto
filosófico.
Topamos aquí con un fundamento de la conexión entre
arte y filosofía, a saber: la necesidad de una mejor expresión. El
filósofo que piensa de un modo abstracto debe acudir a la
realidad de las imágenes, para aclarar sus pensamientos; y,
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viceversa: las figuras que ha producido la fantasía del artista
deben completarse con el acervo y riqueza de los pensamien-
tos.
Por lo demás, si se conoce al filósofo, incluso esta pe-
queña pieza artística creada por él puede pretender suscitar
cierta atención; de manera que, con esta publicación, espero
ofrecer un obsequio, digno de agradecimiento, a aquellos que
dan lecciones sobre Mainländer el filósofo –que en los últimos
tiempos han llegado a ser numerosos–; en cambio, para aque-
llos que se inclinan a considerar la novela corta como un puro
trabajo literario, creo necesario ofrecer un breve panorama
sobre los pensamientos filosóficos fundamentales de su autor.
Philipp Mainländer –cuyo verdadero apellido era Batz–
nació el 5 de octubre de 1841 en Offenbach am Main. Aunque
ejerció la carrera de comerciante, aprendió por su cuenta
diversos idiomas, literatura, historia, ciencia natural y filosofía;
estuvo por un largo período en Nápoles, y más tarde en
Offenbach y Berlín; por diversos motivos ajenos a sus verda-
deros intereses, siguió ejerciendo su profesión, pero su trabajo
vital apuntaba a la actividad filosófica. Publicó una obra:
Filosofía de la redención, cuyo primer tomo apareció en 1876,
el año de su muerte; le siguió el segundo tomo, publicado en
1886, a partir de la recopilación de sus papeles, que llevó a
cabo su fiel hermana, tan afín a su espíritu. Fue un hombre
singular, y digno de lástima; poseía una brillante disposición, y
una gran capacidad para desarrollar su profesión; dotado de un
incansable impulso en pos de su ideal, su corazón estaba lleno
de benevolencia y amistad hacia los seres humanos, al tiempo
que su mente estaba llena de elevados pensamientos; en suma,
se trataba de un hombre que parecía dispuesto de la mejor
manera para desenvolverse en este mundo, pero al que esta
vida, después de haberla calado en sí mismo, alrededor de él y
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en la historia, no le parecía digna de valor, o más bien, su
pensamiento acerca de la vida en general se la representaba
como un impulso hacia la auto-supresión, como voluntad de
muerte. Este es el pensamiento principal de su filosofía. Scho-
penhauer, su admirado maestro (al que, no obstante, criticó
acerbamente), había dicho que la vida como voluntad debía
cancelarse; y así es como lo explica Mainländer: la vida y el
mundo, examinados correctamente, no son otra cosa que la
gradual auto-superación de la voluntad, un tender hacia la
muerte. Y esto es algo que él cree poder probar científi-
camente, con ayuda de la metafísica, desde el ámbito de la
historia y desde la ciencia natural, a través de la "ley del
debilitamiento de la fuerza", o de una "ley del dolor", así como
en la certidumbre de que la muerte es realmente la nada, la
Nada absoluta; no un "dormir, quizás también soñar", ningún
tránsito a una vida futura, ya sea de padecimiento, ya de
beatitud, sino el final de todos los trabajos y de todas las
alegrías; Mainländer confía en que este pensamiento cuyo
conocimiento él asegura mediante su obra, supone una infinita
felicidad para el sabio, y tranquiliza su existencia entera, trans-
figurándola, y asegura la redención del hombre. Entonces, al
comprender esto, un último y aliviador suspiro surge del pecho
de la Humanidad, cuando entiende la suma felicidad que
implica que exista un reposo perfecto, un final de verdad...
¡Una concepción del mundo beatífica, quizás, para el hombre
anciano, profundamente agotado, despojado de todas las
demás esperanzas, cuya existencia ha transcurrido en medio del
trabajo y las penalidades; o también para un joven de nervios
trastornados, que está muy, muy cansado...! ¡Pero, oh maravilla,
nada de esto era nuestro filósofo, sino más bien alguien joven,
fuerte, activo, tanto espiritual como corporalmente! En este
hombre, capaz de crear incansablemente, sin fatigarse, como
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comerciante hábil y experto, como vigoroso soldado –sirvió
como coracero voluntario, ya cumplidos los treinta y cuatro
años, en Halberstadt–, o como escrupuloso erudito, que estu-
dió y críticó a Kant y Schopenhauer, persiguiendo las más finas
ramificaciones y los más sinuosos senderos de los pensa-
mientos, debía resonar, sin duda, repetidamente una cuerda
profundamente melancólica, incluso inmerso en su vida activa,
hasta que ese tono cansino no le abandonó, y le arrastró
finalmente al círculo de pensamiento de la muerte. Desde
luego, él mismo tenía tal disposición, que era parte de su
herencia natal; como dice en su autobiografía: "de su madre
recibió una vena melancólica", y de su abuela "el amor al res-
plandor de lo místico." Nuestro filósofo también aprovechó el
cristianismo. La prescripción aquí expresada, basada en su
opinión, sobre el mundo terrenal, debe aplicarse a cualquier
mundo, así que la única salida que queda es la nada. Parece
evidente que un hombre sano no puede permanecer en esta
atmósfera, y es lógico que a muchos les resulte opresivo y
opresor detenerse en semejante constructo intelectual. Por
fortuna, también aquí el pensamiento fundamental representa
una inversión tan completa de una cosmovisión sana y útil para
la vida real, que esta doctrina, tanto en la teoría como en la
práctica, encontrará pocos discípulos y seguidores, pues el
suicidio se encuentra próximo al punto de salida de esta obra, y
nuestro filósofo mismo lo consumó. Pero este maestro pudo
comunicar sus pensamientos y afectos tan seductoramente, y
por doquier se vislumbra tras las páginas de su obra un rostro
tan dulce y filantrópico, y a la vez tan risueñamente elevado
sobre el mundo, una expresión del ánimo –suena paradójico
respecto de tal doctrina, pero es la verdad– tan piadosa, que
nos hace inclinar la cabeza, profunda, amistosa y doloro-
samente conmovidos, y nos lleva a confesar ante él: "¡Cierta-
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mente no has sido capaz de convertirnos para que adoptemos
el tipo de redención que propones, pero podemos compren-
derte y honrarte, a ti y a tu noble corazón!"
Quien quiera conocer más en detalle el sistema de
Mainländer, debe remitirse a la Filosofía de la redención: allí
encontrará un mundo admirable y maravilloso; quedará atra-
pado por muchas páginas, y también quienes se dedican a las
labores del espíritu aprenderán en sus respectivos dominios.
Especialmente el Volumen 2, con sus Ensayos podrá atraer a
círculos más amplios. Pero aquel que esté más interesado en el
Mainländer literato, no debe dejar tampoco de leer sus tres
dramas sobre los Hohenstaufen: Enzo, Manfred, Conradino,
que contienen una obra que posee una factura valiosa e
inigualable, y también muchas pasajes de gran belleza. También
aquí el autor recibió la ayuda de su hermana. Otros poemas
reposan aún entre los papeles que dejó el filósofo. En la novela
corta Rupertine, empero, el héroe principal ocupa el lugar del
autor mismo, pues es un filósofo como él, que supera el
mundo de las pasiones; al menos en mi reelaboración, porque
en el original ya las ha superado desde el comienzo. Pareció
más verosímil y poéticamente más interesante ante nuestros
ojos el proceso que conduce al pleno reposo carente de pasión.
En la muchacha que sirve de heroína del relato se refleja la otra
cara del mundo: la afirmativa e impetuosa pasión del corazón,
cuyo reposo es el propósito de la filosofía de Mainländer. Junto
a ellos hace acto de presencia el tercer héroe, que, igual que
ella, es devorado por una vida rápidamente consumida, que le
lleva a extinguirse enseguida. El único cambio significativo que
me he permitido en el relato, sin cometer injusticia alguna
contra el autor de la novela, se debe –como dice el propio
Mainländer en su biografía– a que ésta fue escrita precipita-
damente, sólo para mostrarle a su hermana "que él también
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podría escribir una novela corta"; personalmente, estoy seguro
de que el autor mismo habría considerado este cambio citado
como una mejora.
La forma tenía que cambiarse en parte, porque, dado lo
precipitado de su redacción, no hacer cambio alguno podría
haber hecho que el proyecto hubiese significado un fiasco
artístico. En el tratamiento del estilo, he seguido al narrador, y
soy consciente de que no es el estilo más novedoso; pero, por
eso mismo, quizás no es el peor. Los pasajes de Goethe me
parecieron tan adecuados, y resumen tan bien, en su brevedad,
el contenido del capítulo, que no he renunciado a ponerlos
sobre cada una de las secciones. Ojalá que el interés que pueda
suscitar en el eventual lector esta historia, que carece de
grandes pretensiones, atraiga aún más la atención sobre mi
paisano, el maravilloso filósofo de Offenbach. Incluso allí es
poco conocido.

Fritz Sommerlad
Offenbach am Main, 1899.

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CAPÍTULO I

¡Cómo me duele el bello y noble corazón!


¡Qué triste miseria, caída de su altura!
¡Ah, ella pierde! — ¿Y piensas ganar tú?
Goethe, Tasso.

1.

A la salida de una pequeña localidad, situada en la carre-


tera de la montaña, se encuentra una casita rural de un solo
piso, oculta casi por completo entre la espesura de la
vegetación. Sobre el tupido jardín delantero, separado por una
verja de hierro de la carretera nacional, se eleva una sombría
bóveda de ramas de castaños, plátanos de sombra, acacias y
tilos, entrelazadas entre sí, que garantiza el más delicioso
refresco, cuando el calor veraniego golpea fuera la soleada
calle, blanquecina y polvorienta. Tan sólo en algunos trechos
cae un rutilante y danzarín rayo de luz, a través del ramaje
estrechamente entrelazado, sobre el fresco tapiz de césped
verde, que se extiende, resplandeciente, ante la casa. Cargada de
misterio, la blanca villa asoma entre la verdura, en su aisla-
miento y tranquilidad, como un enigma para cualquier espec-
tador fantasioso: ¿Qué puede suceder en esta casa tan
tranquila? ¡Algún afortunado debe disfrutar de sus días en ella,
en medio de un reposo imperturbable!

No se había alzado aún el cálido sol de junio sobre las


alturas ornadas de bosques, que se alzaban por detrás de la villa
rústica, cuando apareció un hombre alto, de vigorosa aparien-
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cia, que atravesó el jardín, a lomos de un joven y vivaz caballo.
Delante de la puerta, se alzó sobre la silla de montar, tranqui-
lizó al impaciente animal con una dulce y prolongada caricia
sobre la soberbia crin, y cabalgó luego al paso hacia la carretera
local de Heidelberg. Reposó su vista sobre el entorno, cargado
de fragante rocío, sobre el que lanzó una mirada contemplativa,
profunda y llena de paz, y se sumergió de tal modo en el
disfrute de la soberbia mañana, que le pasó desapercibida una
voz que le llamaba por su nombre. Entonces, un puño hábil
hizo detenerse al caballo, lo que provocó cierta ira en el
caballero, que desapareció cuando vio ante él a un bello joven,
que, riendo, le estrechó alegremente la mano.
—¡Vaya, aquí llega el soñador! –exclamó– ¡Buenos días,
Wolfgang! ¡Si no supiera que has renunciado a las mujeres, y
que tu corazón está inflamado por el amor a la Humanidad
entera, hubiera pensado que estás enamorado! ¡Llegas así, con
esa mirada tan serena y pensativa! ¡Te he llamado, pero parece
como si estuvieses fuera del mundo común, y anduvieses
perdido en otro muy lejano!
—¡Así es! –dijo el jinete, estrechando cordialmente la
mano de su amigo– ¡He caído como extasiado, al contemplar
este amplio panorama! Mas, ¿es el soñar con los ojos abiertos
una señal tan segura de que uno está enamorado? ¡Tú lo estás,
y ya andas bien despierto por la mañana temprano! ¿Eh, qué
me respondes a esto?
El joven se quitó el ligero sombrero de paja que llevaba, y
se alisó los rubios cabellos. Una sombra cruzó su bello rostro, y
alzó sus ojos grandes y azules.
—Querido amigo, este enigma se puede resolver sin
dificultad. La flor de mayo del primer amor ha desaparecido, y
el segundo acto del drama, ¡qué digo! (se corrigió rápidamente),

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de la comedia, ha empezado. ¡Wolf! –exclamó con premura–,
¡no sabes el terrible malhumor que gasta Rupertine!
—¿Rupertine? –dijo Wolfgang.
—Quizás –respondió rápidamente el otro– no sea ade-
cuado decir "mal humor". Ella quiere poseerme absolutamente
y por entero, y su deseo es atarme por completo: ¡lo único que
puede ser libre es el amor hacia ella! ¡Su pasión es ardiente,
dominante, demoníaca, salvaje! ¡Pero yo no puedo someterme;
debo ser libre, y no puedo perder el placer de vivir, al que
tienden mis labios sedientos! –se detuvo, muy conmovido–. ¡Y,
sin embargo –prosiguió, al ver que Wolfgang le miraba,
preocupado–, todo esto está dicho demasiado en serio! Ven,
desmonta, y caminemos un rato juntos. ¡Ah! Rupertine es mi
bien más preciado, y la criatura más hermosa de esta tierra.
Como suele decirse: "¡Dios la crió y rompió el molde!" ¡Y ella
es mía, sólo mía, mi dulce, única y preciosa chiquilla!
Wolfgang le miró, risueño.
—Ya lo sabía –le dijo afectuosamente–; llevas tu amor
ahora, igual que antes, en la sangre. ¡Vosotros, y sólo vosotros,
os pertenecéis el uno al otro, y ninguna fuerza del mundo os
puede separar! Y cuando te veo a ti, un hombre tan bien
parecido y excelente, me resulta comprensible también que ella
quiera tener la entera posesión de la preciosa mariposa, de tan
bella y fragante flor. Pero dime: ¿sabe el viejo anticuario de
vuestro amor? ¿Habéis pensado ya en la fecha de vuestra
unión? ¿Cuándo entonaremos vuestra canción nupcial?
—¡Ah, no, Wolfgang; nosotros vivimos al día! ¡Mas la
verdad es que deberíamos de ponernos a pensar ya en ello!
Rupertine tiembla al pensar en el día en que su anciano y buen
padre se quede en la más vacía soledad... ¡Y yo no quisiera que
ningún párroco cerrase la cadena en torno nuestro! Pero lo
cierto es que el mundo lo quiere así, y nosotros hemos de
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sumarnos a la masa. Así que quiero sobrellevar mi destino con
dignidad –añadió, sonriendo–. Y dime, amigo mío, ¿no adi-
vinas por qué te estaba espiando aquí? No, no lo adivinas; tú
no piensas en eso. Pues bien, ¡te quería decir adiós y despe-
dirme de ti!
—¿Cómo? ¿Ahora y en este sitio? ¿Despedirte de mí aquí?
—Sí, querido... pero no es menester que pongas un rostro
tan adusto, ni que muestres esas arrugas tan serias, señor
filósofo: se trata tan solo de un par de días; como mucho, tres.
Quiero ir a Baden-Baden, donde me espera un amigo, el bueno
de Brönner, al que tú conoces. No estaremos mucho tiempo
juntos. Parto en una hora. Cuídate, Wolf. –Y le tendió a éste la
mano, para despedirse.
—Entonces, buen viaje –dijo Wolfgang–; y no te demores
demasiado, que Rupertine te estará esperando, anhelante.
—¡Tres días, querido; ni uno más! ¡Adiós!
Le dio una vez más la mano, y se apresuró luego a volver
hacia la pequeña ciudad.
—¡Estaré en el Englischen Hof –exclamó volviéndose–, por
si hay algo urgente que comunicar!

2.

Pasaron tres días…


Innumerables espíritus luminosos jugueteaban sobre los
rayos del sol poniente, sobre las hojas del viejo árbol situado a
la entrada del jardín, tratando de penetrar en el sombrío patio,
donde Wolfgang Karenner paseaba meditabundo. Había pasa-
do la tarde escribiendo y estudiando, y ya habían pasado por su
cabeza demasiados pensamientos; de manera que deseaba salir
al aire libre, para recuperarse del trabajo intelectual.

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Entonces, se abrió la puerta del jardín, y una joven corrió
apresuradamente hacia él, le echó los brazos al cuello, le besó
con prisa y luego, cogiéndole la mano, le preguntó angustiada:
—Wolff, querido primo, ¿dónde está Otto? ¡Tú debes
saberlo! ¡Ah, se ha marchado sin darme ni un beso y sin
despedirse! Habla, amigo, ¿dónde está mi luz, mi excelente
amado?
—Pierde cuidado, preciosa niña –respondió Wolfgang,
mientras le acariciaba las encendidas mejillas–. Ha ido tres días
a Baden-Baden. Volverá pronto. Quería encontrarse allí con un
amigo suyo. ¡Pero me admira que no sepas nada de todo esto,
niña mía! –añadió.
—Yo no sabía absolutamente nada –dijo ella, con voz que
sonaba rabiosa y a la vez angustiada, mientras se golpeaba–.
¡Ah, cómo ha podido irse así!
—¿Habíais discutido antes de que él se fuese, verdad
Rupa?
Ella alzó su bella cabeza.
—Sí, por la tarde, cuando le vi por última vez –dijo,
mirando fijamente frente a sí–. ¡Él me quiere someter, y esto es
algo que jamás soportaré! –añadió luego, vehementemente.
Wolfgang no pudo evitar sonreír, al pensar en la queja que
le había expresado Otto.
—Tu querido corazón puede estar tranquilo, Rupa;
cuando se despidió de mí, deliraba, embelesado con su preciosa
novia. Y no se ha ido enojado –añadió, alegremente–; incluso
habló de la boda.
Rupertine calló y bajó los ojos; luego, dijo en voz baja
para sí:
—¡Pobre padre mío, tan bueno y querido!

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Se desplomó sobre el banco de piedra, al tiempo que la
cara se le cubría de lágrimas. Wolfgang se puso aún más serio,
y, casi con severidad, le dijo:
—Rupa, ¿cómo te vas a comportar cuando estés delante
de una verdadera desgracia? Créeme: en tu caminar por la vida
no faltarán demonios, que traerán regalos temibles, pero
también salvadores. ¿Qué harás entonces? ¿Desesperar? Domí-
nate, pues, y no te hundas a ti misma. No vayas a ser como
Agripina, aquella mujer apasionada, de la que el viejo Tácito
dice que era "impetuosa en el dolor e incapaz de padecer". Y
no es un sufrimiento lo que te oprime. ¡No es nada, salvo tu
imaginación! Rupa –añadió con dulzura–, mi amada y buena
madre, que te quería como si fueses su hija, me hizo prometer,
en su lecho de muerte, que te protegería; y yo le prometí velar
por ti y protegerte. Ella nos conocía a ambos. No tienes un
amigo más fiel que yo. Déjate prevenir por mí, y sigue ese
consejo bienintencionado, que busca tu felicidad y la de todos:
¡Domínate, y no seas esclava de tu apasionado corazón! ¡Niña
mía, sé razonable!
Las palabras de Wolfgang, especialmente el recuerdo de
su madre, recientemente fallecida, no dejaron de causar
impresión en ella. Rupertine se tranquilizó; se secó las lágrimas,
y le miró pensativa:
—¡Gracias, fiel amigo! Quiero esperar y estar preparada.
¡Ah, bastaría con que Otto volviese, para que todo fuese bien!
—Esperemos hasta mañana. ¡Entonces llegará quien tanto
deseas, y con él tu bella y luminosa felicidad! Luego, él podrá
pedirte humildemente perdón por la angustia, la melancolía y
las preocupaciones que han agitado tu dulce corazón.
—Te lo agradezco –dijo ella, tras levantarse ambos, ten-
diéndole la mano y dirigiéndole una cálida mirada–. ¡Hasta
mañana, entonces!
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Y la mirada de aquel hombre, serio y prudente, la vio
dirigirse con premura hacia la puerta del jardín, donde se
perdió pronto en la suave y cálida luminosidad del sol po-
niente.

3.

Pasó el día siguiente, pero el fugitivo no volvió. Pasó otro


día, y otro más, y siguió sin aparecer. Transcurrida una semana,
Otto no daba señales de vida, ni se tenía noticias de él… Nada.
A Wolfgang le fue devuelta una carta, con una nota
adjunta, en la que se decía que el destinatario había partido de
viaje. A través de la Casa de Huéspedes de Baden-Baden,
Karenner se enteró de que el señor von Düßfeld había partido
hacia Stuttgart. Las dos semanas siguientes no aportaron
ninguna nueva noticia.
Rupertine había esperado con indescriptible exaltación,
día tras día, mientras Wolfgang trataba de consolarla como
podía. Pero cuando pasó la primera semana, en la que se
mostró angustiada, iracunda y tremendamente intranquila, se
produjo un cambio repentino en ella, y mostró una serenidad y
tranquilidad realmente inquietantes. Un día de calor sofocante,
por la tarde, Wolfgang –que estaba sumamente preocupado
tanto por su amigo como por su amiga– estaba asomado a la
ventana, y vio a Rupertine atravesar el jardín y encaminarse
hacia la puerta de la casa. Fue rápidamente a su encuentro,
llegó hasta él, le tendió la mano, con una tranquilidad estreme-
cedora en su rostro, y antes de que Karenner pudiera decir
siquiera una palabra de saludo, le dijo con voz firme:
—Wolfgang, por última vez, te lo suplico: ¡dime si tienes
alguna noticia de Otto!

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—Querida Rupa –le respondió Karenner, cordialmente–,
he decidido emprender mañana un viaje, para ir a buscarlo.
Debo encontrarlo, pues yo mismo estoy inquieto por la suerte
de mi amigo. ¡Voy a encontrarlo y lo traeré!
Ella movió lentamente la cabeza, y dijo:
—No hables de eso; pero, ¿me prometes no ocultarme
nada, cuando regreses?
—¡Nada! Te lo prometo.
La acompañó hasta su casa; caminaban callados, uno
junto al otro. Allí, él se despidió, sin poder pronunciar ninguna
palabra que expresase esperanza. Cuando le dio la mano a la
joven, un estremecimiento recorrió su cuerpo; pero ella se
contuvo, y le habló, dulce y penetrantemente, mientras le decía:
—Wolf, si él ha muerto, ¿me traerás su cadáver?
Él fue incapaz de responder; le estrechó la mano, y se
marchó precipitadamente.
No estuvo fuera más de una semana.
A última hora de la tarde, nada más volver a la pequeña
ciudad, corrió enseguida hacia la vivienda del anciano anti-
cuario, como un mensajero del dolor. En la habitación, encon-
tró a Rupertine, que aún estaba leyendo. Cuando entró, ella
sufrió un violento sobresalto, y no pudo levantarse del sillón,
pero sus ojos permanecían pendientes de sus labios; y ya antes
de que él hubiese pronunciado una palabra, pareció adivinar
algo terrible. Lanzó un grito desgarrador, y se desplomó sobre
el asiento, cubriéndose el rostro con las manos.
Wolfgang se sentó a su lado; le cogió suavemente las
manos, manteniéndolas entre las suyas, y le dijo, con voz
oprimida:
—Rupa, te prometí no ocultarte nada. ¡Ya sabes lo peor!
¡Ah, sólo es una suposición, pero la verdad es que casi no es!
Fui a Baden-Baden; Otto se había marchado con su amigo a
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Stuttgart. Le busqué allí, y me enteré de que se había ido tan
alegre a Lucerna. En Lucerna las noticias eran de nuevo
desalentadoras: el mismo día en que debía haber llegado un
comunicado que le había mandado previamente, un hombre
joven, dotado de un ligero equipaje, había partido en un barco
hacia Wäggis; por el camino, había caído sobre él una de
aquellas tormentas repentinas que agitan aquel traicionero lago;
la barca zozobró, y su tripulante se hundió en las profun-
didades. La descripción del propietario de la barca se ajustaba
perfectamente a Otto; y también se encontró un ligero
sombrero de paja, como el que él solía llevar… ¡Ah, es posible
que ese sombrero sea lo último que nos quede de nuestro
amigo!
En la habitación se impuso un silencio de muerte.
Wolfgang miró, profundamente entristecido a la infeliz mucha-
cha. El recuerdo de su amigo muerto pesaba tanto sobre él,
que no pudo reprimir por más tiempo las lágrimas.
En cambio, los ojos de Rupertine permanecían increí-
blemente secos, y miraban fijamente, desde su pálido rostro.
En cuanto vio llorar a su amigo, retiró suavemente su mano, y
le dijo, casi con dureza:
—¡No llores, Wolf! ¡Él no ha muerto!
Wolfgang se levantó, asustado por su aspecto. Sus labios
estaban lívidos; toda su vida parecía haberse reconcentrado en
el corazón, y miraba al vacío.
—¿No le ves? –exclamó–: ¡Allí, allí está! ¡Oh, no está
muerto! ¡No; el muy desleal me ha abandonado vergonzo-
samente... y yo debo morir!
Wolfgang cogió a la excitada joven, cuyas fuerzas parecían
agotarse, y con el corazón desgarrado, exclamó:
—¡Rupertine, Rupa, por el amor de Dios, álzate y
mantente firme!
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Mas ella ya se había recuperado. Se desprendió suave-
mente de sus brazos, se sentó en el sofá, y le rogó que la dejase
un instante a solas con sus pensamientos. "Tengo que decirte
algo." –añadió.
Karenner se asomó a la ventana, que estaba abierta, y
lanzó una sombría mirada al jardín, que reposaba encantador,
bajo una soberbia luna llena nocturna. ¡Qué apaciguada y
serena se mostraba la naturaleza ahí fuera –pensó–, y cuán
violentamente atormentado se encuentra el corazón humano!
Volvió a entrar. Rupertine lo advirtió, y le hizo una señal
para que se acercase. Lo arrastró a su lado, y comenzó a
decirle, con voz firme:
—¡Otto vive! –Cuando Wolfgang intentó interrumpirla, le
puso una mano en la boca, y prosiguió– No hables, digas lo
que digas, él vive. ¡No me engaño! Tú no conoces el corazón
femenino, y su capacidad visionaria. Vive, pero me ha aban-
donado… ¡Y esto es mucho, mucho peor que la muerte; lo sé,
y ninguna fuerza del cielo o de la tierra puede detener la mano
de la muerte, que se extiende hacia mí!
Calló un momento. Wolfgang no se atrevió a hablar.
—Ya ves, querido amigo –dijo, a continuación–; este
conocimiento, que yo recabé en vano estos últimos días por
todas partes, llevada por la locura de pensar que podía escapar
de él de algún modo; esta certeza del inevitable hundimiento,
me ha elevado por encima de mí misma a un éter libre, diáfano
y claro, desde el cual puedo ver lo que yo era y hacía, y actuar
como si fuese un ser ajeno. La muerte ha impreso su sello
sobre mi frente; le estoy consagrada y me ha purificado. Ya no
pertenezco a este mundo. Y al producirse en mí esta trans-
formación, he de legarte, orgullosa y sin prejuicios, una
confesión, que una ardiente vergüenza habría impedido aún
mañana pasar a mis labios: Si me hubieses traído aquí su
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cadáver, hubiese podido derrumbarme ante el ataúd de mi
prometido, y mi secreto había quedado enterrado conmigo;
pero ahora todo es distinto. Debo hablar, para no parecerte
una niña malhumorada, caprichosa y carente de corazón, que
empuja a su padre al abandono más miserable, porque no le ha
salido todo como quería. ¡Y, ciertamente, es un consuelo que
me resulte fácil hablar!
Calló, y le hizo a Wolfgang una señal para que él también
permaneciese en silencio. Cruzó las manos, mirándolas a ratos,
y fijando otros su mirada en una indefinida lejanía. Luego, se
reclinó en el sofá, como si las fuerzas la hubiesen abandonado,
y a Wolfgang le pareció que la vida entera se había retirado de
su bello cuerpo, para encontrar un último y breve reposo en
sus ojos.
—Es asombroso –prosiguió– hasta qué punto me ha
hecho madurar el infierno que he vivido en estas últimas
semanas. Soy todavía tan joven, casi aún una niña; y ahora,
cuando miro al pasado, me siento como una anciana, que
cuenta historias a sus nietos. Me he alzado a una vida espiritual
maravillosa, que nunca habría presentido. No es que haya
alcanzado un saber amplio ni erudito, pues odio la pedantería y
ese laborioso rumiar, como un gusano en torno al moho
acumulado a lo largo de miles de años, sobre miserables
pequeñeces. Mi vida espiritual era un goce libre, la plena acción
de un órgano sano y poderoso, la dichosa conciencia de la
fuerza del espíritu. Si observaba una flor, o daba un paseo
solitario en las tranquilas noches de verano, bajo el cielo
tachonado de rutilantes estrellas, siempre tenía el sentimiento
de una incansable conquista; el placer de recoger la cosecha sin
haber sembrado. ¿Que el contenido del libro estaba sellado
para mí? Antes de que lo abriese, ya tenía la certeza de que las
agitaciones del corazón me llevarían tan alto como al creador
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de la obra. Me trataba con los individuos geniales de todas las
épocas, como si fuesen mis iguales. ¡Nada me impedía volar,
igual que lo habían hecho ellos!
Pero, ¿habría sido todo ello posible, sin una sangre
ardiente, y una vitalidad llena de tempestuoso impulso? Mis
dotes se espoleaban mutuamente, crecían desarrollándose al
unísono, y mi sangre bullía desenfrenada, porque yo gozaba de
entera libertad. Me faltaba el trato diario con mi madre, y la
dulce coerción que hubiese ejercido un corazón femenino,
querido y dotado de suaves sentimientos.
Calló un instante, y luego prosiguió, mostrando el mismo
reposo de antes:
—¡Entonces, llegó la hora en que, trémula, fui besada por
él! –calló de nuevo; y luego afirmó–: "¡Tuve un estigma; pero
ya no lo tengo!"
Y, dirigiendo sus ojos a Wolfgang, que seguía, casi sin
aliento y angustiado, pendiente de sus palabras, dijo:
—No sigamos con esto. He caído; pero ya me he levan-
tado, y sobre mi vestido de fiesta no hay ni una mota de polvo:
¡el viento que sopla desde ese lugar, en el que no hay angustia
ni lamento, lo ha purificado! ¡Adiós, Wolfgang, no nos veremos
más!
Karenner se sintió como paralizado, y su pensamiento se
volvió confuso. Un gemido ahogado se escapó de su pecho.
Pero el aturdimiento no pudo detener por mucho tiempo a un
hombre tan firme y reflexivo. Procuró apartar el aconte-
cimiento de su vida sentimental con mano firme, y se enfrentó
a él, aunque sólo pudo hacerlo haciendo un enorme esfuerzo.
Se puso en pie súbitamente, y cogiendo entre sus manos las de
Rupertine, le dijo:
—¡No te apresures, Rupa; esto es lo que te ruego, ante
todo!
20
Ella sonrió, abatida, y respondió:
—No, Wolfgang; así debe ser; no me estorbes en mi
decisión, y no preguntes nada más; ¡así ha de ser!
Y con aire soñador, añadió, lentamente y en voz baja:
"Mira, Wolfgang, así ha de ser." Luego, elevó la voz y dijo:
—Desprecio todo lo pequeño y miserable. Ha vivido de
un modo magnífico; he alimentado en fuentes rebosantes
todos esos menguados órganos que hacen humano al hombre.
Mi amor ardió y vivió en una noche, como las flores del cactus,
tan espléndidas, cuyo aroma arrebata los sentidos. No quiero
poner fin a tal vida de un modo mezquino. Pido la única
expiación de mi culpa, y, créeme Wolfgang, la corriente de este
anhelo ya no puede contenerse.
—¿Me has querido alguna vez, Rupa? –preguntó Wolf-
gang, con voz medio ahogada.
Ella le miró con dulzura, y le contestó reposadamente:
—Tú eres mi noble amigo, a quien venero como a nada
en el mundo.
—¿Puedo pedirte, entonces, un último favor, Rupa? ¿Po-
dría verte una vez más?
Tras reflexionar un poco, ella dijo:
—¡Pero debe ser pronto!
Él la besó en sus lívidos labios, y se marchó.

4.

Karenner se fue completamente deprimido a su casa. La


cabeza le ardía, al tiempo que su cerebro trabajaba con
tremenda rapidez. Todo había sucedido tan increíblemente
rápido, tan fuera de cualquier límite, que se creía presa de un
mal sueño. Poco a poco, se fue calmando, y vio claro que el
profundo dolor que atravesaba su pecho era un hecho
21
inalterable. Llenó de dolor, reflexionó acerca de la alegría y la
luminosidad solar de los últimos días, el derrumbamiento de su
felicidad interior, y, entretanto, invocó a su conciencia: "Repór-
tate; esto debe cambiar. Rupertine debe salvarse y no puede
morir. Y, mientras atormentaba su cerebro, haciendo y desha-
ciendo planes, y acosado por la idea obsesiva de que debía
encontrar una salida, cayó repentinamente en ella. Se trataba de
un pensamiento que nunca se le habría ocurrido, y cuya idea le
hizo, en principio, estremecerse: "¡Sí, esto podría, debería
ayudar; pero se trata de un medio cruel! ¡Mi vida habría de dar
un giro en este punto, y Rupertine, la pobre Rupertine vería
violentamente arrebatada su pretendida paz, pero evitaría atraer
un terrible padecimiento sobre ella y su anciano padre!"
Se levantó de un salto, abrió la ventana y respiró el aire
fresco de la noche. El anciano anticuario no sabía nada del
compromiso matrimonial de su hija, y ella le quería con locura.
Era a través del anciano como él debía influir sobre ella; pero
no valían las meras palabras, sino que debía suceder algo, un
hecho tangible, que conocido por su viejo padre, suscitase en él
una esperanza, y, al aparecer ante ella, destruyese su desespe-
rado paso, aunque él cayese desde la más elevada felicidad en el
dolor más indecible. Basándose en esto, construyó un terrible
plan, terrible para su manera de pensar y para las relaciones en
las que se encontraba Rupertine.
Él había pensado y construido su vida según sus
principios filosóficos, y quería elevarse hacia sus altas metas,
sin verse encadenado por la felicidad de una bella vida familiar,
trabajando con el espíritu, y colaborando en el bien de la
Humanidad, pues se sentía por encima de la vida cotidiana. Y
ahora, lleno de una íntima compasión por la Humanidad, tenía
el pensamiento de complacer a una mujer, despidiéndose de sí
mismo. ¡Ahí estaban sus libros, sus trabajos; y un nuevo
22
sistema de pensamiento, que él consideraba un legado superior
para la Humanidad sufriente, se encontraba allí mismo, casi
listo y terminado! ¡En su fuero interno, esto significaba, nece-
sariamente: contribuir a la visión más clara de la nulidad de esta
vida, a la superación espiritual de esta existencia! Y por do-
quier cruzaba su mente el sonido de este pensamiento, bien
distinto, que le decía, ora suavemente, ora con fuerza: "¡Has de
renunciar a la felicidad terrenal y aparente del amor; debes huir
de la mujer, no por la mujer misma, sino por el género
humano! ¡No debes traer ni una generación más a este mundo
de padecimientos!" ¡Ahí estaba la obra de su vida…, y ahora
estaba aniquilada! ¡Él mismo, el anunciador de la nueva verdad,
era un apóstata; el sistema estaba roto, y toda su vida amena-
zaba dar un vuelco radical!
¿Y Rupertine? Ella se hallaba ante la alternativa de vivir
apasionadamente aferrada al amado, o liberarse con la muerte
de la vergonzosa infidelidad. Pero, ¿cómo podría pertenecer a
otro una persona como ella, que sólo podía soportar los
abrazos del prometido pensando actuar libremente y a su
manera? Y precisamente ahora, cuando su dolor, provocado
por su infidelidad, le hacía pensar en dar el salto y precipitarse
en la muerte, tenía que oír lo que él exigía. Por otro lado,
estaba su amor y profunda veneración hacia su padre. Ella
sabía cómo pensaba él, y conocía sus opiniones; de manera que
debía darse cuenta al instante de por qué actuaba así el hombre
que respetaba y reverenciaba: la quería salvar, cuando él se
sacrificaba, y a la vez quería conservarla para su progenitor.
Ella debería entender, enseguida, que lo que él le proponía
significaba un sacrificio y una negación de todos sus principios
y opiniones sobre la vida; y también una negación de sí mismo
frente a ella, al verla caída y deshonrada. Esto debería llevarle a
ella a pensar: “¡También tú debes aportar algún sacrificio, si es
23
que puedes hacerlo!” Así debía ella sentir y actuar, pues él
conocía su noble y maravillosa mente. Si este paso no traía la
salvación, todo lo demás estaba perdido.
Se separó de la ventana, y se paró frente al retrato de su
madre. Miró durante un buen rato a esa mujer de cabellos
grises, que le miraba desde arriba, con su dulce mirada. "Cuida
de ella, y protégela": éstas habían sido sus últimas palabras. Sí;
él quería protegerla; quería mantenerla viva a ella, tan deseosa
de vivir, incluso con este sacrificio. Le pareció que la mirada de
su madre amparaba sus proyectos. "Así ha de ser", murmuró
para sí mismo, mientras dos gruesas lágrimas corrían por sus
pálidas mejillas. Se acostó, y mientras multitud de imágenes
pasaban por su alma, se adormeció. Se despertó pronto,
maravillosamente fortalecido por el sueño reparador, y repasó
la situación una vez más: todo estaba claro; y en sus ojos brilló,
una vez más, la dulce y serena luz de antes. Cuando el sol ya se
encontraba suficientemente alto en su curso, salió decidido, y
abandonó lentamente la casa. En la puerta del jardín, se volvió
una vez más, y dirigió una cálida y dulce mirada a su apacible y
verde hogar, que parecía dirigirse a él, sonriente y nostálgico.
Pero luego, atravesó con paso firme la puerta, y se dirigió a la
vivienda de Rupertine.
Tal como había esperado, encontró al anciano anticuario
desayunando con su hija. El viejo, un hombre pequeño, delga-
do, con un pelo largo, blanco como la nieve y un rostro afable,
parecía cordial y alegre.
—¡Aquí tenemos a nuestro investigador, nuestro filósofo!
–exclamó, levantándose–. Es estupendo verte de nuevo, Wolf-
gang. ¿Cómo te va, querido? –le dijo, acercándole una silla.
—Bien, querido tío, como siempre –respondió Wolfgang.
—Siempre serás el mismo –dijo el amable anciano,
mientras tomaba una pizca de rapé y observaba, complacido, la
24
fuerte figura y el rostro sereno y viril de su huésped–; siempre
la misma tranquilidad del ánimo, que es el fruto más apreciable
de toda filosofía, incluso la pesimista –añadió sonriendo–.
¿Qué dijo Horacio?
Aequam memento rebus in arduis
servare mentem, non secus in bonis
ab insolenti temperatam
laetitia, moriture Delli.
(Recuerda conservar el ánimo sereno en los
momentos difíciles; y acoge con alegre mesura
los momentos favorables.)
Ja, ja... Los antiguos estoicos lo comprendieron muy bien.
—Tú no penetras en lo más profundo de mi corazón, tío
–dijo Wolfgang– La serenidad del ánimo que muestro en este
instante es una máscara. ¡Lo que en realidad hay en mí es
intranquilidad!
Rupertine le lanzó una mirada.
—¡Eh, eh! ¿Qué pasa? –preguntó el anciano. Y añadió,
amablemente–: Me encantaría poder ayudarte; sería el primer
servicio que yo te prestase, y ya te debo demasiado. ¡Vaya
alegría que volviste a darme recientemente con el antiguo vaso
etrusco! ¡Algo único, te lo aseguro, único e inapreciable! Me ha
proporcionado horas, días, semanas, meses de trabajo, y una
alegría inenarrable. Verdad que es una obra dura de roer para
los arqueólogos; pero nosotros, los filólogos, tenemos pacien-
cia, y buenos dientes... ¡Y yo se lo he hincado! ¡Será un acon-
tecimiento para el mundo de la arqueología!– Tras decir esto,
se frotó satisfecho las manos, y aspiró tabaco con fruición.
Wolfgang miró a Rupertine. Sus miradas se encontraron.
Luego, su mirada apuntó al padre. Ella entendió lo que quería
decir, y, cansada, cerró los ojos.

25
—¡Pues bien, querido tío –dijo Wolfgang, dirigiéndose al
erudito–, no voy a exigirte ningún regalo pequeño, sino que
quiero obtener de ti una preciosa joya.
Se paró, y el anciano le miró, tenso, mientras Rupertine
prestaba atención. Ante él se alzaba ahora la palabra fatal. Su
corazón latía; sus manos comenzaron a temblar, y se dispuso a
reunir todas sus fuerzas, porque lo que iba a decir debía caer
sobre ella como un rayo. Y se lanzó...
—¡Tío, vengo a pedirte la mano de tu hija!
Ya estaba dicho.
Siguió un silencio. El anciano miraba fijamente a Kare-
nner, como si hubiese descubierto una inscripción antigua, y
como si presintiera que, tras lo oído, todo lo que él sabía hasta
el momento había caído por los suelos. Rupertine quiso levan-
tarse de un salto, pero volvió a desplomarse sobre el sofá,
lanzando un grito ahogado. Wolfgang se apresuró a sentarse a
su lado, y abrazándola, le susurró con viveza: "¡Te ha evitado el
camino hacia la tumba! ¡Sin sacrificio, me oyes, sin sacrificio!
¡Lo vas a hacer; lo debes hacer, por tu padre! ¡Debes hacerlo,
me oyes, debes hacerlo!"
El viejo se había levantado y se acercó.
—Pero niños míos, ¿es esto posible? –dijo– ¡Pícara, tai-
mada, traidora! ¿Esto es lo que tramabas, a espaldas de tu
confiado padre? Bueno, ¿y qué pasa con el joven Düßfeld? A
mí me parecía que él era tu Adonis, tu bello Antínoo, Rupa.
Wolf: ¿no es verdad que tiene la misma cabeza que el amante
de Adriano? ¡Por Apolo, que así es! ¡Pues sí! A mí me parecía
que ese joven artista había ganado tu corazón. Mas, ¿quién
puede escrutar el corazón de una mujer? Y tú, Wolfgang, ¡el
pesimista, el misógino! ¿Qué he de pensar? ¿Qué debo decir?
La verdad es que aquí pueden muy bien venir en nuestra ayuda
otra vez los antiguos:
26
Tu, deorum hominumque
tyranne, Amor!
(Oh, tú, amor tirano
de los dioses y de los hombres)
¡Eh, hay que ver qué cosa tan increíble y maravillosa!
—Sí, padre; es verdad: “hominumque tyranne” –dijo Wolf-
gang, procurando sonreír alegremente, mientras que en su
corazón sentía reírse algo muy distinto, odioso y burlón: “Amor
tyranne!” Sí, esta expresión tenía sentido, pero completamente
diferente del que creía el anciano–. ¡Es él quien nos ha obli-
gado, a pesar de todos los principios, tanto a Rupa como a mí!
¡Por eso, querido tío, te pedimos tu bendición!
Sentía temblar la mano de Rupertine, fría como el hielo.
Una compasión infinita sobrecogió su corazón; pero no se
detuvo, igual que hace un médico ante una difícil operación: el
paso estaba dado, y lo único que quedaba era llevarlo hasta el
final.
—¡Bendigo la hora en que me ha sido dado experimentar
tanta felicidad! –exclamó el anciano– ¡Ah, qué alegría, y a mi
edad! Y qué bueno es pensar que ahora Rupa se queda aquí, en
nuestra querida patria, sin que me la arrebate ningún Jasón. ¡Así
te podré ver todos los días, y alegrarme diariamente de que
estés aquí, mi querida y excelente niña, mi fragante rosa, mi
perla!
Se precipitó sobre ella, y la besó en la frente.
—¡Oh, Wolfgang –dijo, dándole de nuevo la mano–, que
tu venerable madre no haya vivido para poder ver este día! ¡Ah,
cómo habría guardado estos pensamientos un corazón tan
bueno y fiel como el suyo! ¡Cómo habría disfrutado de esta
unión, que ella anhelaba tanto como anhela el ciervo el agua
fresca! ¡Ah, qué feliz me hacéis, hijos míos!

27
Abrazó conmovido a ambos. Rupertine había cubierto su
rostro con las manos. Wolfgang se volvió hacia ella, y se
susurró, conmovido: "¡Ánimo, querida niña, cobra ánimo; no
podía ser de otra manera!"
El anticuario estaba ahora sólo atento al comportamiento
de Rupertine. Se acercó a ella, y le preguntó preocupado:
—Pero, ¿qué es esto, niña? ¿Qué tienes? ¿Lloras? ¿Qué
significa esto, mi dulce e infantil jovencita? –y, acariciando sus
mejillas, prosiguió diciendo alegremente: ¡Así ha sido siempre
mi pequeña: in tristitia hilaris, in hilaritate tristis! (¡Alegre en la
tristeza; triste cuando está alegre!) ¡Igual que su buena, fiel y
excitable madre! ¡Cuánto tiempo hace ya? Pero ya basta de
lágrimas! ¡Ven, Rupa, abraza a tu alegre y feliz padre, y luego
seca tus lágrimas de amor en tu prometido!
Rupertine se levantó, y sollozando fuertemente, encerró
su rostro, mortalmente pálido, en el seno paterno, diciendo
estas palabras demoledoras: "¡Mentira, todo mentira y engaño!"
El anciano, que no podía explicarse el comportamiento de
Rupertine, se quedó aturdido. Karenner acudió a socorrerlo.
—¡Déjala –dijo, mientras acariciaba con dulzura su
cabello–; está tan conmovida! Tu alegría la ha conmovido
profundamente; pero el sol iluminará pronto de nuevo su
querido rostro. ¡Os dejo, pues quizás deseéis hablar! ¡Regresaré
pronto!
Besó su mano, que parecía inerte cuando se la tendió;
saludó amablemente al anciano, inclinando su cabeza, y aban-
donó silenciosamente la estancia. Ya fuera, pareció por un
momento que iban a abandonarle las fuerzas, y tuvo que
sujetarse con fuerza al pasamano de la escalera. Respiró pro-
fundamente; pero una voz le decía en su fuero interno: "Lo has
logrado: ella está salvada y recobrada para su padre." Y como

28
consuelo, resonó en él: “Con tal sacrificio distribuyen, incluso
los mismos dioses, el soplo iniciador”.
Esperaba que ahora se solucionasen todas las confu-
siones. Cuando retornó a la tranquilidad de su casa, era un
hombre distinto.

29
CAPÍTULO II

Yo no investigo, sólo siento.


Goethe, Ifigenia.

1.

El sol del atardecer, que se iba elevando, trazando su


curva sobre el mar, había atraído a una gran parte de los
extranjeros alojados en un hotel de Sorrento a su elevada
terraza. Allí, hacía un tiempo tan cálido y suave como cuando
es primavera en el norte, aunque la nieve de enero cubría la
cima del Vesubio, y en las sombrías hendeduras de las
montañas sorrentinas aún quedaba rocío de la pasada noche. El
cielo estaba completamente despejado, y ni una ola recorría el
mar azul, que parecía terso, como un espejo.
Muy cerca de las barandas de la terraza se hallaba
recostada en una cómoda butaca una joven vestida de negro.
Estaba pálida y parecía sufrir; su ensoñadora mirada se paseaba
por el golfo de Nápoles, y sólo en algunos momentos, cuando
creía haber descubierto un barco mercante en la lejanía, un
fulgor pasajero iluminaba sus ojos.
Era Rupertine. Los extranjeros guardaban una respetuosa
distancia hacia ella, pues se sabía que el cónyuge de esta mujer
atormentada se había trasladado a Nápoles ese día, por la
mañana, con un pequeño ataúd, que contenía el cadáver de su
hijito, para enterrarlo allí. El niño, fruto de su única hora de
cálido amor, les había sido regalado, y luego arrebatado,
habiendo permanecido como un fugaz huésped sobre la tierra,
una sombra pasajera, tan breve como la felicidad de su
corazón.

30
Mientras ella reposaba, pensando en la separación de su
pequeñín, y en cómo había acabado lo que amaba su corazón,
se le aproximó circunspecto un camarero, y le dejó dos cartas
en la mesilla que estaba al lado del canapé. Apenas les prestó
atención, y sólo después de pasar cierto tiempo, se dirigió a la
mesa y cogió las cartas. Nada más posar su mirada en la letra
del sobre de la primera, su cuerpo se estremeció, como si la
hubiese tocado un rayo; y cuando miró el sobre otra vez, y
comprobó de quién se trataba, su rostro enrojeció y el corazón
martilleó en su pecho; sus manos temblaban, pues aquellos
rasgos pertenecían a la escritura de Otto. Cerró los ojos, y
perdió el conocimiento, mas sólo por un par de segundos.
Luego, cogió la carta y la guardó rápidamente. Mordiéndose los
labios, asió la otra: ¡reconoció la mano de su buen padre!
Rompió el sobre apresuradamente, y echó un vistazo al
contenido. Era una carta lastimera y triste, en la que su padre le
decía sentirse sumamente infeliz por la larga ausencia de su
amada hija única, y tan solo y abandonado, que, de resultas, su
cuerpo había comenzado a padecer también. "Estoy débil y
miserable, y mi alma está llena de deseos de morir", decía,
"Ven, ven", concluía la carta, "regresa junto a tu viejo padre,
porque, sin vosotros, me hundiré aún más pronto en la
tumba."
A Rupertine le acometió un gran temor, y la hoja se le
cayó de las manos. Una desgracia tras otra caía sobre ella; sintió
cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos... ¡Ah, era tan
impotente e infeliz! Se llevó el pañuelo a los ojos y lloró.
Entonces, oyó pasos, y miró rápidamente. Wolfgang estaba
junto a ella. Le cogió la mano, y le señaló la hoja que yacía en el
suelo. Él se agachó con presteza, y la cogió. Cuando la hubo
leído, dijo:

31
—Venga, querida Rupa, tranquilízate; el estado de tu
padre no puede ser tan malo como parece desprenderse de esta
carta.
Le dio su brazo, y se fue con ella hacia su habitación.
—Querida niña, no te aflijas demasiado –dijo Wolfgang–.
Padre puede sentirse mal, porque no está acostumbrado a la
soledad; pero no creo que exista motivo para sentirnos
seriamente preocupados; ya sabes cuán fácilmente cae en ese
estado triste de ánimo, cuando le falta su Rupa. ¡Estaba tan
sano y fresco hasta ahora! Ciertamente, no tenemos nada malo
que temer; pero hemos de hacer que se desvanezcan sus
preocupaciones. Si te parece bien, pondremos fin aquí a
nuestro viaje, y partiremos hacia nuestra patria. Yo aún te
habría llevado gustoso a Roma; pero vamos a renunciar a este
plan, y seguro que nuestro padre nos agradecerá esta renuncia.
—¡Ah, eres el mejor y más excelente de los hombres –dijo
ella–; tú siempre me traes la serenidad y un doble consuelo. Sé
que te quito ahora alegría y placer; pero mi corazón añora ya la
patria, y deseo volver con mi padre. ¡Vámonos, pongámonos
en marcha lo más rápidamente posible!
—Disponlo todo, pues, Rupertine –respondió él–; yo, por
mi parte, me ocuparé del coche; aún podemos llegar a coger el
tren de esta tarde. ¡En dos días estaremos con tu padre!
La besó y salió apresuradamente. Rupertine esperó, escu-
chando unos minutos, y luego sacó la carta que tenía guardada;
rompió el sobre con mano trémula y leyó lo siguiente:
Amor mío:
Esta carta no contiene ningún reproche, pues no tengo motivo alguno
para hacerlo. ¡Aún me anima la esperanza! Mas debo aparecer puro ante
ti. Quiero revelarte, sin tapujos, la parte que me corresponde en la terrible
desgracia que, con sus heladas manos, ha golpeado aniquiladoramente

32
nuestras vidas, pues tengo por cierto que casi desaparecerá ante la terrible
acción del poder enemigo que ha decidido nuestro destino.
Los últimos días que estuvimos juntos me llenaron de una gran
preocupación. La salvaje y desmedida vehemencia de nuestros corazones,
que puede reconocer por entonces más que nunca, me hacían presagiar un
futuro sumamente tempestuoso.
También mis temores eras desmedidos, como pude entender muy
pronto; pero por entonces preveía un futuro desgraciado, sin reposo, y la
venganza de una felicidad vital fallida. Fugitivo y aturdido, vagaba de acá
para allá, y con ello crecía en mí un irreprimible impulso de libertad. Me
sentía sojuzgado, reprimido, limitado por ti, ¡por ti, Rupa mía! ¡Ah, te
juro por lo más sagrado, y por ese amor que siento por ti, que nunca,
nunca, ni por un momento pensé en abandonarte!; pero debía proporcionar
a mi impetuoso corazón la posibilidad de tranquilizarse: me era imposible
ya ver con claridad y lo confundía todo. ¡Por eso quise alejarme de ti un
par de días, y situarme en otro entorno, libre del círculo de las tristes,
infaustas, locas y estúpidas imaginaciones, para poder reencontrarme luego
contigo! Partí hacia Baden-Baden, para ver a un amigo. ¿Por qué no te
escribí, al menos? Me sedujo la ilusión de que la lejanía y la falta de
despedida te harían más sumisa a mi voluntad; te quería domeñar por la
angustia... ¡Qué tonto e infortunado he sido! Fui de Baden-Baden a
Stuttgart, y de allí a Lucerna. No recuperé la razón, y seguí viajando
hacia el Tirol. Por el camino que lleva de Bregenza a Feldkirch, me sentí
atraído por una rara flor alpina, y quise cogerla. El infantil pensamiento
de que el peligro que implicaba arrancarla debía prestarle mayor valor a
esa flor para ti, me llevó a escalar la escabrosa pendiente. Aún no había
alcanzado la flor, cuando resbalé y me caí por la pared de la montaña.
Lo que te cuento ahora, lo he sabido por otros. Un cazador me
encontró, me alzó con gran esfuerzo, y me llevó junto a su familia en
Hohenems. Estaba malherido, y me procuraron médicos, que tuvieron que
operarme. Yací largo tiempo semiconsciente, ora febril, ora en completa
postración. Sólo pasados varios meses recuperé de nuevo mi libertad de
33
pensamientos. Tu imagen brillaba con maravillosa belleza ante mí. Y
entonces empezó en mí también una nueva vida. Como si hubiese recibido
una llamada del Maestro de Las Manos Benditas, tu imagen tuvo la
capacidad de suscitar todas las fuerzas sanadoras que había en mí.
Transcurridos ocho días, emprendí el viaje hacia nuestra patria, aunque el
médico mostró vivamente su desacuerdo con tal decisión.
Durante el viaje, aunque se alzó en mí algún reparo aislado, el
talante de fondo que había en mi alma era de alegría, pues me sostenía la
esperanza de un feliz reencuentro; y con este luminoso éter, desapareció
toda tristeza y preocupación.
En la última parada de nuestra tranquila villa natal, subió a
nuestro coupé el amigo Ludmer. Cuando me vio, se quedó pálido, como si
viese a un espectro. Al principio, no podía hablar; pero finalmente,
comenzó a hacerlo, y supe que se me creía muerto y que se lloraba por mí;
todo esto pude oírlo con tranquilidad; pero cuando pregunté por ti, ¡siguió
la respuesta aniquiladora! ¡Eras la esposa de Wolfgang Karenner! ¡Y te
encontrabas muy lejos, en Italia!
No puedo describir lo que pasó por mí; pero sé que salté enfurecido,
me precipité hacia la portezuela; quería abrirla bruscamente, y saltar del
coche en marcha. Ludmer me tuvo que coger, y sujetarme con todas sus
fuerzas. Me desplomé, estremecido.
Pero no estuve así mucho tiempo. La esperanza me reanimó de
nuevo. Me imaginé rápidamente los acontecimientos que podían haber
tenido lugar durante mi ausencia, y esperé, ¡esperé!
Ahora no podía ir a la ciudad; de manera que proseguí hasta
Frankfurt. ¡Y aquí permanezco aún, con la familia de mi primo Richard,
padeciendo, débil, tremendamente tenso, mas sin caer todavía en la
desesperación! ¡Oh, Rupa, Rupa mía! Estoy acabado. Pero te pido una
cosa: ¡Muéstrale esta carta a Wolfgang! Él es quien debe decidir. Cuento
los instantes, a la espera de tu respuesta. ¡Apiádate de mí!
Tu Otto.

34
Rupertine le dio la vuelta a la carta, y volvió a leerla otra
vez. Luego, la dobló cuidadosamente y la guardó. Ningún rasgo
de su rostro traicionó la menor emoción; sólo una pasajera
sonrisa, apagada, sobrevoló su pálido rostro. Y susurró, suave-
mente: "¡No fui traicionada, ni vergonzosamente engañada!" Y
luego, añadió, con pasión: "¡Fuiste mi elegido y te he perdido!"

2.

Por la tarde, la pareja ya se hallaba de viaje hacia su patria.


Cuando hubieron llegado a la villa, encontraron al viejo anti-
cuario en su casa, en bastante buen estado, como había
supuesto Karenner. Los tristes presentimientos del padre desa-
parecieron, al saber que su querida hija estaba cerca. Rupertine
estaba alegre por dentro, y profundamente satisfecha, entró en
la amable casa de campo de Wolfgang.
Esa misma tarde, le escribió a Otto:
Tienes razón, querido: la parte que te corresponde en nuestra
fatalidad es mínima. No tengo nada que perdonarte, e igual que tú,
tampoco quiero reprocharte nada. Tu carta me ha reportado una felicidad
inexpresable: ¡la certeza de que me quieres, igual que antes! Yo ya
presentía; mejor: sabía que vivías. Pero tenía la terrible sospecha de que me
habías abandonado, y que mi honor había sido traicionado por aquel al
que me había entregado completamente engañada por el amor y la pasión.
¡Había caído en vergonzosa desgracia! Y esta espina hacía sangrar sin
cesar mi corazón. Ahora, estoy libre de ella.
Pero este es el único cambio que ha podido producir tu carta. ¡Mi
unión con Wolfgang es indisoluble!
Él me ha salvado de la muerte; ha realizado un tremendo sacrificio,
y no abandonaré su fiel y protectora mano nunca más.
No creas que le amo como te amo –y te sigo amando– a ti. Mi
respeto y veneración se han acentuado viviendo junto a él; ha sido, y es,
35
para mí un padre y un hermano. ¿Y mi amor por ti? No podría ser
mayor…; pero ha cambiado, porque el suelo sobre el que creció es ahora
muy distinto. Hay algo en mí de donde extrae su alimento; y esto ha
cambiado el color de la flor. Pero esta flor está aún en mi corazón: pues es
un amor que une a las almas por el tiempo y la eternidad.
Un muro impenetrable e insuperable se ha alzado entre nosotros.
Estamos encadenados por las cadenas del más tierno sentimiento, que ya
no se romperán jamás; y, aunque no hubiese ningún impedimento ni en mí
ni en él, he de pensar en mi padre. Ya debí mentirle una vez… ¡y ahora
estoy ligada para siempre!
Hoy leerá Wolfgang tu carta. Y cuando él haya decidido, también
verá mi respuesta. Su decisión ya la sé de antemano.
Adiós, querido mío.
Cuando hubo terminado, atravesó la casa y se dirigió al
comedor. Rupertine dispuso con esmero el servicio del té, pues
desde primera hora no quería ahorrarse ninguno de sus deberes
como ama de casa. Un hombre tan noble no debía echar de
menos en su matrimonio la benefactora calma de la ordenada
vida hogareña, a la que se había obligado. Wolfgang mostró
una cordial alegría cuando entró y reconoció el gracioso orden
dispuesto por la mano de Rupertine.
Un sentimiento de sereno bienestar se posó sobre él:
ahora la tranquila casa blanca, en la que él había vivido con
tanto reposo, podría tomar a sus dos habitantes bajo su
protección.
Después de abandonar la mesa, entraron en la biblioteca,
y Wolfgang desplegó algunas bellas láminas artísticas ante
Rupertine. En ese momento, ella se reclinó en el sillón, y le
dijo:
—Wolfgang, debo decirte algo. Aquí hay una carta... ¡Una
carta de Otto!
— ¡Rupertine! –exclamó él.
36
—¡Él vive! Lo sabía.
—¡Nuestro buen, amado y noble amigo vive! ¡Gracias le
sean dadas al cielo!
Cogió la carta. Mientras la leía, su rostro se ensombreció.
Finalmente, dejó la carta, en silencio. Sus ojos miraban, tristes y
compasivos a Rupertine.
—¡Qué azar más infortunado, y cuán fatalmente hemos
actuado! –exclamó– Pero, querida Rupa, tú sabías que, por
entonces, esta era la única salvación para ti, y también sabes
que sólo lo hice por eso. La carta me llena de profunda tristeza;
en aquel momento quise apartarte del camino de la muerte, y
ahora te he separado del camino que conduce hacia la más alta
felicidad del corazón. ¡Yo soy el único obstáculo que se alza
entre vosotros! No soy yo, como cree Otto, quien puede
decidir, sino que eres tú la que debes hablar. ¡Y está dicho! Sé,
ciertamente, que le amas con la misma intensidad y pasión que
antes, y que nuestro matrimonio es pura apariencia. Está en
juego tu felicidad; e incluso, aunque tú me pudieses amar como
le amas a él, no le encontrarías en mí; no hallarías en mí su
amor apasionadamente juvenil, impetuoso y salvaje; no encon-
trarías, en suma, a tu Otto. Y yo no te puedo ofrecer como
sustitutivo otro amor. ¡Si tu corazón ha de amar, debe amar
como él! Sí, Rupa, fue una bella imagen de mi vida lo que
entreví en mi espíritu: una vida espiritual en común contigo;
nuestra existencia iluminada por la alegre participación del uno
en el otro, una viva comunicación y estímulo mutuo, sin
impedimentos, y sin verse enturbiada por pasiones ni
excitaciones. ¡Yo me imaginaba viviendo contigo, como un
hermano! Pero todo esto ha sido una simple imagen; y puedo
renunciar, he de renunciar, para que tú alcances una felicidad,
que preste a tu vida un contenido completamente distinto al
que yo te puedo ofrecer. Este matrimonio era sólo una
37
representación, y ha de desvanecerse ante la verdad de tu amor.
Y aquello a lo que ahora puedo renunciar, más tarde no podría.
¡Eres libre, Rupa, y tú misma no puedes decidir de otra manera!
Rupertine había escuchado sus palabras con creciente
excitación. Este hombre, con su noble ánimo y la clara y
profunda comprensión de su propio ser, crecía ante ella
alzándose hasta una altura digna de reverencia, sagrada. No;
también ella quería ser digna de tal hombre; debía ser fiel a su
amor, para aportarle la felicidad que él había imaginado, y no
podía verse afligido por segunda por causa de su pasión. Por
un instante, se vio a sí misma como una heroína, dotada de la
fuerza suficiente como para renunciar a su amor y hacerle feliz
con su puro corazón. Y así, le pasó su carta, sin decir palabra.
Cuando él la hubo leído hasta el fin, se arrojó a su pecho y
exclamó:
—¡Wolfgang, no puedo ni quiero decidir de otra manera!
¡Soy tu mujer y seguiré siéndolo!
Wolfgang retrocedió. Se dio cuenta de que era un arrebato
de su noble ánimo el que la llevaba a decir esto; y le dijo:
—¡Qué buena eres, Rupa! ¡Quieres sacrificar tu gran
felicidad por agradecimiento hacia mí! Pero no debes hacerlo.
Pronto pensarás de otro modo, y yo no te lo reprocharé. Tú le
habías consagrado tu vida, y le perteneces a él, no a mí.
Permanezcamos firmes, no te engañes acerca de ti.
Entonces, Rupertine se arrodilló ante él, le cogió la mano
y se la besó. Luego, le dijo seria y solemne:
—¡Wolfgang, noble y único amigo, soy tu mujer! Mírame:
aquí estoy, humildemente, de rodillas ante ti. ¡Déjame que-
darme! Eres para mí un padre, un hermano y un fiel amigo;
¡permíteme, pues, concederte la pura y elevada alegría de
hacerte feliz! ¡Debo permanecer junto a ti!

38
Wolfgang estaba profundamente conmovido. ¡De qué
manera tan inextricable se alzaba ahora otra vez todo ante él!
Le cogió ambas manos, clavó una profunda mirada en sus
bellos ojos, resplandecientes por la inspiración. No intentó ya
apartarla de su decisión; pero tenía claro en su alma que ella
mataría su corazón, si permanecía siendo suya. Mas quizás no
habría que llegar a ello, pues esperaba reconducir a Rupertine
hacia la felicidad, si conseguía un encuentro con Otto. De
modo que, de momento, quiso hacerle ver que quería vivir con
ella como un hermano, hasta que ella misma reconociese que la
dicha de su corazón florecía en otra parte.
—Sea, pues, Rupa; cederé –dijo, atrayéndola hacia él–.
Quiero consagrarte mi más puro amor; pero has de saber que
conservas tu libertad. No estorbaré el camino de tu amor por
segunda vez.
Ella le abrazó, y le dijo:
—Te juro que permaneceré fiel a ti para siempre.
Unas horas más tarde, escribió Wolfgang a Otto las
siguientes líneas:
¡Queridísimo amigo!
Fue indescriptible la alegría que sentí, cuando me enteré de que nos
habíamos preocupado por ti sin motivo, y de que no nos habías sido
arrebatado. Un suceso fatídico se ha interpuesto entre nosotros. Mi
corazón sabe que he actuado de manera pura y noble, cuando pedí la
mano de Rupertine. La he hecho mi esposa, para salvarla de la vergüenza
y de la muerte… Pero nunca la he considerado mi mujer, y, desde que sé
que estás vivo, nunca más la consideraré así. Le he dejado total libertad, y
he tratado de convencerla para que siga los dictados de su corazón, que se
encaminan hacia ti. Llevada de un noble agradecimiento, no quiere
hacerme caso; pero yo sé que ella te pertenece, y creo que a ella le gustaría
que un día os reencontraseis. Sé perseverante, y mantén tu amor hacia ella,
igual que ella lo guarda hacia ti. Lamento, en lo más profundo del
39
corazón, el triste destino que ha caído sobre nosotros tres, que antes éramos
tan felices.
Tuyo,
Wolfgang.

3.

Un período de vida tranquila y apacible aparentó exten-


derse ante la pareja, unida por tan extraños caminos. De Otto
no llegó noticia alguna, y, mientras, Wolfgang comenzó a
introducir a Rupertine en su mundo: leía con ella; le explicaba
cosas; escuchaba, rectificaba y comprendía. Lanzaba, día tras
día, una profunda mirada sobre su rica vida anímica, y se
admiraba cada vez más del espíritu polifacético y vivaz que se
encerraba en tan bella y resplandeciente envoltura. Las horas
de su vida en común con ella eran cada día más agradables; las
disfrutaba, a su lado, desde la mañana al mediodía, y luego
durante las amables horas de la tarde. Y, así, se hacía cada vez
más evidente ante sus ojos y a diario lo agraciado de su
apariencia: la belleza de la admirable mujer florecía ante él, cada
vez más preciosa, al tiempo que sentía cómo adquiría para él
cada vez más valor esta preciosa eflorescencia de la humanidad,
con todo su perfume y esplendor. Sí, en las horas de reco-
gimiento, debía admitir que le era imposible ya prescindir de
ella, igual que, si ella no hubiese podido acceder a sus pensa-
mientos, habría sido incapaz de compartir su espíritu con ella.
Sus sentidos se despertaban, brotando lo mejor que en ella
había; y, con creciente intranquilidad, se daba cuenta de que la
vida le parecía cada día más digna de aprecio, al irse trans-
formando de ese modo en él. Admonitoria, surgía en él la
conciencia de que debía ser fiel a su amigo, y a sí mismo; y
también su concepción de la vida y sus principios, que le
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decían: "Sé precavido, firme y constante: ¡Sabes que no
puedes!" Pero, cada hora que pasaba con ella le decía a su
corazón: "Claro que podrías... ¡Y qué feliz podrías ser!"
Rupertine llevó, al principio, una vida bella y amable con
aquel al que prometió consagrarse. El trato espiritual con un
hombre tan notable, le hacía sentir que la profunda herida de
su corazón podía curarse; mil pensamientos y sensaciones
nuevas brotaban de ella; quería vivir, vivir de nuevo, desde el
momento en que empezaba a conocer tantas cosas nuevas y
valiosas para la vida. ¡Cómo podía dirigir, guiar e interpretar las
cosas este hombre! ¡Y de qué manera la hablaba! Sentía ele-
varse su ánimo, y sus ojos resplandecían, cuando él hablaba de
los padecimientos de la Humanidad, y del elevado deber de
entrar en acción, para ayudarla e ilustrarla.
Y cuando ingresaba, junto a ella, en el mundo de lo bello,
¡cómo lo veía todo con una mirada penetrante; cómo lo
describía todo con palabras elocuentes y arrebatadoras! ¡Hasta
qué punto era capaz de profundizar amorosamente en cada
rasgo, en cada línea, cómo llegaba a captar y gozar ardien-
temente de la belleza de las formas!... Ella le seguía, quería
seguirle; pero imperceptiblemente sus ojos y su corazón aban-
donaban el objeto, y se dirigían hacia él; y él era lo único que
ella veía y oía. Él representaba la inspiración, la sublimidad, el
amor. Sí; era amor aquello que revelaba su rostro y sus ojos
brillantes, cuando ella le cogía la mano; era amor aquello que le
hacía esperar su llegada y seguirla con la vista, o lo que le
impulsaba a entrar en su habitación y hojear sus libros, o a
contemplar los rasgos de su escritura... era eso: amor, y no
respeto, veneración o admiración. Y ella lo sentía de forma
clara y evidente; pues nunca habría mirado así a su padre, a un
hermano o a un amigo.

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Eran su mano y su boca, que ella tocaba y besaba, lo que
ella sentía, y no lo que ambas expresaban. Y cuando él iba al
patio, y saltaba sobre su caballo, para salir a cabalgar, ella seguía
cada uno de sus movimientos, disfrutando de su varonil figura,
de su firme actitud y de su ánimo para dominar al impaciente
corcel. La pasión hacía presa de nuevo en ella; y ella no le
oponía resistencia, como sí lo hacía él, ni quería vencerla.
Había sido su esposa por necesidad, renunciando al amor; y,
puesto que lo era, ¿por qué no debía llegar a ser su verdadera
mujer? Su anterior amante le había sido arrebatado, mientras
que el nuevo estaba ahí, tan firme ahora como antes. Otto lo
sabía, y debía reconocer que él seguiría estando ahí. Su imagen,
además, comenzaba a desvanecerse ante ella. ¿Debía seguir
manteniendo viva la ardiente llama de su corazón? ¿Debía
seguir arrastrando su vida sin el placer ni los encantos del
amor? Así lo había creído ella; pensó en haber terminado con
el verdadero amor, y sólo quería pasar por la existencia como
una sombra. Pero en esta sombra latía un corazón, cálido,
apasionado y atormentado. Y lo que ella quería era dejar libre
este ardiente impulso. Era esa libertad lo que ella ansiaba; y, si
era su mujer ante el mundo, también quería serlo ante él, ante
el amado, ante el hombre ardiente y tormentosamente amado.
La pasión la dominaba con todo su poder; y sus manos
arrojaron las cadenas con gesto salvaje, dejando que el
candente fuego de su amor inflamase su impetuoso corazón, al
que ya nada podía refrenar.

4.

Era una noche sofocante de verano. A través de las


ventanas abiertas, resonaba el cántico de los grillos; fuera,
zumbaban como lamparillas brillantes las luciérnagas; un hálito
42
cálido llenaba la oscura noche. Rupertine había contemplado,
junto a Wolfgang, unas maravillosas obras de arte, y creía no
haber hablado nunca con él de forma tan arrebatadora. Era tan
bello verlo a él, allí, de pie, inclinado sobre las láminas; el brillo
de la lámpara coloreaba su rostro con una luz rica y cálida. Ella
estaba junto a él, y su mano había cogido la suya, y mientras él
hablaba, la abrazó fuertemente, sumergiendo su cálida mirada
en sus ojos. Retiró la lámina que estaba ante ellos, y la arrastró,
a su lado, hacia el sofá.
—¡Cómo eclipsa el mundo la belleza, con su luz y calor –
dijo él, casi fuera de sí– Es como el sol; su brillo dorado nos
hace olvidar la miseria del mundo y de la vida. ¡Transfiguración
es la palabra: transfiguración del mundo y de la vida, mediante
la apariencia! ¡Ah, mediante la apariencia y el engaño de los
sentidos, desde el corazón humano, que quiere y busca la
belleza!
—¡Oh, Wolfgang! ¡Y transfiguración desde el corazón
humano, que quiere y busca el amor! ¡El resplandor, la luz y la
vida desde el amor, Wolfgang, desde el amor! –exclamó
Rupertine; y con salvaje vehemencia le abrazó, besándole en
los labios apasionadamente. Luego, se levantó rápidamente, y
cruzó una ardiente mirada con la de él, al tiempo que le decía:
"Amado Wolfgang, te quiero infinitamente, con ardor, con
vehemencia..." Y volvió a abrazarlo con frenesí, besándole con
sus labios, sedientos de amor.
Wolfgang, a su vez, la estrechó entre sus brazos, y la
cubrió de ardientes besos. El ardor largamente contenido, puso
fin, por un momento, a su pensamiento y a su conciencia; pero
fue un arrebato, un frenesí. De un salto, separó a la mujer de su
lado, mientras sentía una voz amonestadora y amenazante que,
desde su interior, le advertía: "¡Permanece firme y sé cons-
tante!"
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—Rupertine, un destino fatal nos persigue –exclamó–
¡Retrocede! ¡Tengamos presente que hemos prometido ser
fieles a nuestro amigo!
—¡Wolfgang –profirió ella, mientras le cogía el brazo–,
amado, quiero ser tuya, tuya; mi corazón no me ha vencido, ni
siento ya cadena alguna: soy libre, libre para ti y para el amor!
—¡No lo eres, querida Rupa! ¡Ni tú ni yo lo seremos
jamás! ¡Yo lo he prometido, por lo más sagrado, y no puedo!
¡No, no y no; no puedo! ¡Y aunque te amara infinitamente más
de lo que te amo, es un pecado, una infidelidad, una vergon-
zosa traición! Tú te has entregado a él y le perteneces… ¡Y yo
protegeré a mi amigo, aunque sea de una mujer tan maravillosa
y única como tú!
Se hundió en el sofá, mientras exclamaba de nuevo, con
voz temblorosa:
—¡Infausto destino! ¡Lo que para cualquiera supone la
felicidad más elevada, es para nosotros una ruina, vergüenza y
aniquilación! ¡Pero seamos fuertes! ¡Resignación! ¡Oh, qué
oprobio ser vencido de esta manera!
—¡Wolfgang, Wolfgang! –se lamentó Rupertine, entre
lágrimas.
—¡No; basta ya, Rupertine! –dio él, con una voz que
resonó, dura–. No podemos seguir viviendo así. Vivir junto a ti
es un veneno, embriagador y mortal, que penetra en nuestras
venas; pero, aunque me hunda al apartarlo de mí, no puedo
degustarlo más. ¡Oh, pobre, fiel y muy engañado amigo: no
eres tú el infiel, sino nosotros, y especialmente yo, que me creía
situado por encima de la pasión!
Rupertina lloraba fuertemente.
—¡Rupa –le dijo él ahora, con dulzura–, mi pobre Rupa!
¿No encontrará reposo nunca tu pobre y amable corazón? Mas
no: ese reposo, que anhela mi corazón, a ti te consumiría. ¡No;
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tú has de hallar al fin aquello hacia lo que tiendes tan ardien-
temente, y que echas de menos en tu atormentado e impulsivo
pecho; eso sobre lo cual tienes un derecho elevado y santo: el
amor, el verdadero y auténtico amor viril! Pero no aquí, ni de
mí: es sólo tu pasión lo que te ha ofuscado, sino allí, junto a tu
único y verdadero amante! ¡Yo, que di el primer paso hacia tu
ruina, soy también quien debe salvarte de este destino siniestro,
que todo lo confunde! Todo fue una mentira, que ahora se
venga, amarga y terriblemente… Tú debes llegar a ser su mujer;
¡porque eres su mujer! ¡No me hables más, ni vuelvas a
llamarme ni marido ni amado! Cada palabra que decimos es un
pecado y un crimen contra él. Yo conozco el camino que
deberías haber seguido hace tiempo; y ahora has de recorrerlo,
pues ha de conducirte a la felicidad, y a mí al reposo!
Cogió su mano, la besó y se fue. Rupertine se quedó
sentada un buen rato. Parecía como si el nuevo día no fuese a
amanecer nunca.

5.

Wolfgang estaba decidido a intentarlo todo para disolver


este matrimonio y proporcionar a Rupertine también una
libertad exterior. Estaba convencido de que su amor había
seguido un camino falso, y aunque para él significaba el
florecimiento de su corazón, puesto que él pensaba que se
debía a ella, se había trazado el plan, impulsado por su con-
ciencia, de avisar a Otto, y animarle a venir, para buscar a
Rupertine. No quería ocultarle nada a su amigo, y estaba
seguro de que el primer encuentro con su amado debería
suscitar de nuevo las llamas de la vieja, verdadera y única
pasión. El pleno derecho que tenían ambos hombres a alcanzar
la felicidad en su corazón, no habría de verse anulada por él.
45
Esperaba que el tiempo podría sacarle, poco a poco, de esta
tribulación, hasta llegar a ser quien él era: un hombre solitario,
animado por el amor a la Humanidad, cuya cabeza estaba llena
de pensamientos para la última y verdadera redención de ésta.
Era cierto que sus sentidos se habían despertado; que quería
abrazar y besar a Rupertine, con besos como los de aquella
noche; pero se mantuvo firme, y dominó su ardor, con la
fidelidad hacia su amigo.
La penosa situación en la que ambos se hallaban, no
queriendo ninguno recordar al otro aquella hora, pero
viviendo, sin embargo, juntos, fue solventada por la fuerte
enfermedad del padre. El anciano fue acometido por una
ardiente fiebre, y pronto la enfermedad se hizo tan virulenta,
que su hija debió trasladarse a su casa. Su naturaleza
vehemente, tan excitable, la hacía mal enfermera; pero no
quería separarse de la cama de su querido padre; y también
para éste la vista de su hija era el último y único consuelo.
Wolfgang vio al erudito debilitarse cada vez más, y pensaba en
el futuro: ¿Cómo iba a vivir Rupertine sin él?
Aplazó su plan; pero ni él mismo sabía por cuánto
tiempo. Rupertine utilizaba, agradecida, sus servicios; su cora-
zón estaba tan poderosamente conmovido por la angustia que
le hacía sentir la vida de su padre, que todo lo demás pasó a un
segundo plano. Él debía oír una y otra vez una palabra, que le
decía, con una mirada infinitamente llena de dolor, que le
rompía el corazón: "¡Wolfgang, él no morirá; ahora no puede
morir! ¡No, oh Dios, ahora precisamente, no!"
Pero la cosa no fue a mejor, y el buen viejo murió. Con
un grito salvaje, Rupertine se arrojó sobre el lecho paterno, y
fue necesario arrancarla de él, desvanecida. Permaneció sin
sentido, mientras tuvieron lugar las últimas y más tristes
disposiciones.
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Y tampoco pudo recobrarse en el tiempo inmediatamente
posterior al suceso; Wolfgang debió cuidarla en su lecho; y con
rostro amable y dulce, cumplió este cometido, mientras su
corazón se llenaba de oscuros pensamientos. Por el momento,
no cabía pensar en un cambio de sus relaciones.
Cuando Rupertine estuvo lo suficientemente fuerte como
para salir al aire libre, decidió viajar con ella, para sacarla de ese
lugar tan triste; quizás así podría facilitarse en algún lugar un
encuentro con Otto.
Rupertine estuvo de acuerdo con su proyecto. Se fijó el
día de la partida, y Wolfgang abandonó la pequeña ciudad, para
ordenar algunas cosas del legado del anticuario; Rupertine se
quedó, y el día anterior al retorno de Wolfgang, se dirigió hacia
Frankfurt, pues quería hacer algunas compras para el viaje.
Suponía que Otto habría abandonado la ciudad hacia largo
tiempo.
Tras hacer varias gestiones, entró en una librería, para
buscar una guía de viajes, y le enseñaron varias. Hojeaba los
libros, parándose en algunos pasajes, y leyéndolos deteni-
damente. El establecimiento estaba lleno, y constantemente
llegaban y se iban clientes. De pronto, sintió que una mano
cogía la suya; se volvió sorprendida, ¡y vio el rostro de Otto,
recubierto de una palidez mortal! Sintió que toda la sangre se le
agolpaba en el corazón, y quedó tan sofocada, que apenas
podía respirar. Próxima a desvanecerse, tuvo que apoyarse,
para no caer; pero rápidamente recobró la compostura. Sus
mejillas enrojecieron, y un ardiente color bronceado recubrió
su pecho y cuello.
Miró a Otto. Sus ojos, ardientes, devoradores, reposaron
sobre él. Sus labios temblaban, como si quisiesen hablar; pero
no pronunció ni una palabra.

47
Rupertine se alzó. "¡Oh, Dios! –murmuró– ¿Por qué ha
tenido que producirse este reencuentro?
—Rupertine –respondió él, con el ceño sombrío y las
cejas fruncidas–, ¡concédeme un instante! Lo he estado de-
seando, con el corazón ardiente, durante los largos y dolorosos
meses transcurridos desde la llegada de vuestro mensaje. No
quería turbar vuestra paz; pero hete aquí que el azar te pone en
mi camino... ¡Y por Dios –murmuró, con salvaje porfía–, no te
volveré a dejar!
Y luego, dirigiendo los ojos hacia arriba, añadió más
suavemente: "¡Sé piadoso, Señor!"
—Vámonos, Otto –dijo ella en voz baja–; estamos
llamando la atención.
Él dejó su mano, cogió un libro, y ambos abandonaron el
establecimiento.
—Rupertine –dijo él con vehemencia–, has de conce-
derme una cosa: déjame estar a solas contigo un cuarto de
hora. Ahí tenemos un coche; ¡y quizás sea esta la última vez
que hablo contigo!
Dijo esto serio y triste. Se detuvo, indeciso, al tiempo que
paraba el coche y abría la portezuela.
— Rupa, te lo pido encarecidamente: no puedes negarme
lo que te pido. ¡Y no puedo hablarte aquí, en la calle!
Ella se decidió a subir.
Él cogió su mano y la miró en silencio. Luego, dijo: "No
quería perturbar tu paz; ya te lo he dicho. También fue esto lo
que llevó a regresar cuando, impulsado por mi corazón, quería
llegarme a ti y decirte: ¡No puedo más! ¡No puedo estar sin ti!
Pero has de responderme a una pregunta, antes de que pueda
atreverme a hacer lo que te he dicho: ¿Eres feliz?"

48
Sintió palpitar su mano. Ella no respondió enseguida;
pero finalmente dijo: "¡Wolfgang es el mejor y más noble
hombre que hay sobre esta tierra!"
—No es esto lo que quiero saber de ti. ¡Ya lo sé, igual que
lo sabes tú! Lo decisivo para mí es saber si eres feliz a su lado.
¡Habla, Rupertine, te lo suplico!
Ella callaba. Pasado un momento, dijo con voz apagada:
"¿Qué es la felicidad? Sí, soy feliz."
—¡Mientes, Rupa! –exclamó él con pasión– ¡Y eres inca-
paz de repetírmelo a la cara! Lo que dices no suena como si
viniese del corazón. No, Rupa, yo te digo que no eres feliz; lo
sé, pues conozco tu corazón. ¡Oh, cómo podrías encontrar
dichosa una vida así, puesto que me amas y me juraste amarme
para siempre! ¿Cómo puede vivir así tu ardiente e impetuoso
corazón? No, no; cada día debe ser un tormento para ti, y
debes exigir con todo tu ser escapar de esa vida, para volver a
mi pecho, a los brazos de tu amado, que te desea y vive por ti.
Lo que has hecho es de un heroísmo aterrador; y si sigues por
ahí, te hundirás, y yo me hundiré contigo, pues tú me amas. ¡Y
sólo este amor es lo que puede darte la vida!
—No –respondió ella–; he aprendido a amarle; a pesar de
este matrimonio desgraciado, sentía una pasión arrebatadora
hacia él... Y, sí, has de oírlo: he estrechado su pecho; he besado
su boca con ardor, con pasión, he llegado a suplicar su amor, y,
y... ¡Oh, Dios, Dios!
Rompió a llorar desconsoladamente, y sus ojos lanzaron
una mirada que revelaba una infinita infelicidad.
Otto la miró con febril excitación, mientras le decía, con
una expresión terrible y desesperada: "¡Rupertine, Rupa, me
has sido infiel!"
—¡Otto –exclamó ella– apiádate de mí! Puedes aplastarme
desdeñosamente, cuando digo "no" con esa terrible palabra:
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"Es mentira, mentira"; y, sin embargo, así es. ¡Oh, no puedo
explicártelo; ni siquiera soy capaz de explicármelo a mí misma,
ni sé cómo ha sucedido! Pero sé una cosa, Otto: te quiero igual
que antes; cuando te vi, vino hacia mí una pura y celestial
felicidad, como la de la juventud. ¡Oh, seré una vergüenza para
vosotros dos; pero he de pregonarlo a los cuatro vientos: te
amo a ti; tú eres mi único hombre, aunque me fuiste infeliz-
mente arrebatado!
Ella le abrazó y la miró extasiado.
—Rupa, aquello era la muerte, y esto el cielo –dijo con
dulzura.
—Otto, soy incapaz de entenderme a mí misma: junto a
él, que es el hombre más maravilloso y noble, capaz de
vencerse a sí mismo, incluso en aquella hora apasionada, invo-
cando tu nombre, cuando yo le abracé, encuentro auxilio,
consejo y salvación. Pero ahora, no deseo nada más. Mañana,
ven con nosotros, pues Wolfgang vuelve mañana. Y ahora,
déjame: ¡Allí encontraré la salvación, o la muerte! ¡No veo otra
salida! ¡Adiós, querido!
El coche se detuvo. Otto apretó su mano, y la dejó, con el
corazón lleno de esperanza. Las palabras de Wolfgang se
hacían presentes ante su alma: "Yo sé que ella te pertenece; y
espero que podréis reencontraros de nuevo". Pues bien: este
era el momento en el que ambos debían reencontrarse; ahora o
nunca. Pero, mientras meditaba esto el salvador, ¿cómo podría
salvarse él mismo de la infausta relación, que le quería vencer?
Cuando Wolfgang estuvo de vuelta al día siguiente de
nuevo en su tranquila casa, Rupertine le saludó afectuosa-
mente, pidiéndole, al mismo tiempo, si podía acompañarla a la
biblioteca, pues albergaba algo en su corazón que debía
comunicarle enseguida.

50
Entraron en la sala. En ese mismo lugar, no hacía mucho
tiempo, en aquella ardiente y oscura noche de verano,
Wolfgang había logrado defenderse de su pasión y de la de
Rupertine. Ahora, el sol matutino brillaba en la fría habitación
del erudito sobre esos sobrios y prosaicos libros, que recubrían
las estanterías. Allí yacían los pliegos de hojas sobre los cuales
se iba elevando su sistema... Todo parecía tan desapasionado,
tan tranquilo, que Wolfgang se sintió como si viese a un
antiguo conocido. Sí, aquí había estado su mundo, y allí conti-
nuaba, como si él hubiese continuado habitándolo, impertérrito
y sereno, igual que antes.
Rupertine le pidió que se sentase, al tiempo que se sentaba
frente a él; y, lo más serena que pudo, le dijo: "Wolfgang, ¡he
visto a Otto!"
Wolfgang se estremeció. En medio del frío espacio donde
él, libre de la pasión, había vivido por y para sus pensamientos,
le pareció oír una voz, que decía para sus adentros: "¡Ojalá no
le hubieses visto!" Sintió una punzada en el corazón; pero al
instante se repuso, y dijo, amablemente: "¡Al fin! ¡En Frankfurt!
¡Pobre amigo! ¡Deberíamos haber tenido noticias de él hace
tiempo! ¿Cómo le va?"
Rupertine estaba inquieta, pues se había figurado el
comienzo de su conversación de otro modo. ¿Cómo debía
empezar? Había creído verse caer a sus pies, acusándose, para
pedir indulgencia y auxilio.
—Él vendrá –dijo.
—¿Viene Otto aquí? ¿Cuándo? ¿No íbamos a partir?
—¡Viene hoy!
—¡Ah, claro, hoy! ¿Pero, qué te pasa, Rupa? ¡Por el amor
de Dios! –exclamó, acudiendo apresuradamente a su lado, pues
se había puesto pálida y temblaba.

51
—¡Pues bien, dejaré de lado todo temor! –exclamó–
¡Fuera! ¡Aunque esto me mate, debo hablar, y liberarme de esta
terrible opresión! Wolfgang, le he visto, me he arrojado a su
pecho y le he besado. ¡Condéname, ódiame, pero debo decir-
telo: le amo a él, y sólo a él. Me he comportado como una loca,
pero ha bastado una mirada para saberlo. Le amo, y he de vivir
con él, aun cuando te interpusieses cien veces. ¡Oh, Wolfgang!
–gritó de repente, cayendo de rodillas– ¡Eres la persona más
noble y santa que conozco! ¡Ten piedad, compadéceme,
sálvame! ¡Aquí estoy; te he traicionado... y sin embargo te
imploro ayuda a ti, aun habiéndote traicionado! ¡Debo irme
con él, con ese pobre infeliz, al que, a pesar de todo, amo! No
sé nada más; ni sé si es algo vergonzoso u honorable, pues ya
no soy dueña de mí; sólo sé una cosa: que le amo a él, y solo a
él. ¡Oh, si pudiese morir, y liberarme de esta horrible carga que
pesa sobre mi corazón!
Se había agarrado a su rodilla, y le miraba, como si su
suerte dependiese de él.
Él se inclinó, le cogió su bella cabeza, y posó un beso
sobre su frente. Luego, puso su mano dulcemente sobre su
trenza, y dijo con voz suave:
—¡Recibe mi bendición, pobre y querida niña! Ojalá esta
bendición pudiese apartar de ti toda pena y necesidad. Yo
quisiera ser para ti un padre, un hermano, un amigo; y, sin
embargo, tu pobre y atormentado corazón ha de temblar ante
mí. No, mi buena, dulce e infeliz criatura; aquí me hallo yo de
nuevo ante ti, yo mismo, igual que antaño. Aquella hora
veraniega, en la irrumpió la ardiente pasión, está aniquilada.
Pura por completo, te arrodillas ante mí, ¡y ay del que se
atreviese a arrojar contra ti la primera piedra! ¡Has
permanecido sin tacha, y era yo el criminal, pues te conduje por
un camino falso a ti, inocente y maravillosa criatura! Ven,
52
álzate, preciosa niña. Acompáñame ante el retrato de tu amada
madre, que te confió a mí: mira cómo te sonríe, pues sabe que
has permanecido tan pura como eras antes. ¡Y ella también me
ha perdonado que yo, con la más pura intención, casi nos haya
arruinado a ambos!
La levantó, la abrazó y, mientras ella lloraba, le dijo con
ternura:
—¡Te bendigo a ti, y a tu corazón, que se ha perdido sólo
por amor! Fui un pobre hombre, que quiso apagar el ardor del
corazón con el prosaico entendimiento; pero nosotros no
somos en absoluto héroes, que pudiéramos librarnos de vernos
arrastrados por la pasión: el corazón exige sus derechos, ¡y el
tuyo, sometido a duras pruebas, salvajemente desgarrado y en
un tormentoso anhelo ha de serte devuelto de nuevo!
¡Introduce en tu pecho al individuo generoso, que ha estado
alejado de él, y abandona al amigo, a tu amigo, que, con su
corazón lleno de amor y exaltada alegría puede otorgarte de
nuevo como regalo a tu amado!
Rupertine reposaba sobre su pecho, mientras recibía su
bendición, igual que la ávida tierra recibe la dulce y consoladora
lluvia.
Entretanto, había llegado Otto, quien también cayó, junto
con su prometida a los pies del más noble de los amigos; y
cuando Wolfgang estrechó a la pareja, finalmente reunida,
contra su pecho, creyó oír de nuevo la voz que le decía las
mismas palabras de consuelo que antes, cuando había disuelto
la infausta unión. Una dolorosa melancolía llenó su corazón,
pero también le sobrevino la alegre esperanza de ver cómo el
entramado de confusiones se disolvía para siempre. Sólo ahora
podría ser lo que había sido… Y esta vez, para siempre.

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CAPÍTULO III

Es tan raro que los hombres encuentren


aquello que les estaba destinado;
y es tan raro, también, que mantengan lo que
una vez la mano afortunada cogió.
Goethe, Tasso.

1.

—¡Admirable Venecia! ¡Dulce hija de los mares, con tu


negro velo y tus ojos melancólicos! ¡Oh, reina orgullosa, caía
del trono, envuelta en harapientos vestidos y descoloridos
mantos de púrpura, pero llena de irreprochable belleza, yo te
saludo!
Otto estaba de pie, cogido del brazo de Rupertine, sobre
la terraza del Palazzo Corradin, sobre el Canal Grande, frente a
la Iglesia de Santa Maria della Salute; y, ante tan soberbio
espectáculo, exclamó, dirigiendo sus ensoñadores ojos hacia el
rostro resplandeciente de su amada, estas palabras:
—¿No es Venecia indescriptible y maravillosamente bella,
mi dulce Rupa?
—¡Es maravillosa, indescriptiblemente maravillosa! –dijo
la muchacha, mirando embelesada el arrebatador panorama
que se extendía ante ella, al tiempo que se sumergían ambos en
el goce de la imponente imagen.
Repentinamente, Rupertine volvió su cabeza, miró a Otto
largo rato, y luego exclamó, entusiasmada: “¡Oh, es tan seduc-
tor compartir todo esto con un hombre tan maravilloso y
guapo como tú!”
Se estrechó contra su pecho, mientras le besaba una y otra
vez. ¡Cómo brillaban sus ojos de alegría y felicidad! ¡Ah, eran
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tan felices juntos! Ahora, por fin, se había cumplido lo que su
fantasía antes sólo se había atrevido a soñar: estar juntos,
rodeados de belleza y amor, sobre el luminoso y colorido suelo
de Italia. Pero lo que estaban disfrutando excedía en claridad,
brillantez y riqueza todo lo que habían imaginado. Vivían ahora
sólo inmersos en el encanto del presente, olvidando todo lo
que quedaba tras ellos.

“Desecha todo lo que amaste,


déjalo; ¿por qué te afligías?
Olvida tu esfuerzo y tu reposo.
¡Ah, cómo llegaste tan solo hasta ello?”

¡Oh, ellos sí que sabían cómo habían llegado hasta aquí!


Felices, se dejaban llevar por olas del tiempo hacia una
desconocida lejanía, anhelantes de vivir y ebrios de vitalidad.
Parecían disfrutar de una felicidad sin comienzo ni fin,
atemporal, situada fuera del espacio. ¿Qué había en el mundo,
fuera de esto?
Estaban completamente locos de alegría, penetrados por
el extático amor juvenil. Se embromaban; tiraban uno del otro,
como niño pequeños, para caer en brazos del compañero, o
terminaban por reconciliarse, agradeciendo el don de la vida
que les era permitido gozar juntos.
Querían disfrutarla, además, al límite; sin preocuparse del
ayer, ni del mañana, sin reflexiones previas ni control alguno;
querían tomar cada día como viniera, realzándolo tan sólo con
el resplandor de la belleza que el feliz artista sabía arrojar sobre
el mundo. El joven pintor penetraba con su mirada de una
forma especial en la plenitud de los fenómenos, y lo que a
otros les parecía suficiente, él lo configuraba en verdaderos
cuadros pictóricos. Su espíritu estaba siempre excitado, y
55
dispuesto a abrirle a Rupertine el mundo de la belleza, para
construir un nuevo mundo junto a ella. Y ella le seguía
arrebatada y de buen grado; y sus ojos y su corazón estaban
completamente abiertos por el artista inspirado y genial; él
mismo era para ella el maravilloso lienzo, que sentía a su lado
como la más preciosa propiedad de su corazón, mientras
recorría las obras artísticas de la más elevada perfección.
Cuando atravesaba, junto a él, las esplendorosas salas llenas de
cuadros, no sabía qué atrapaba y regocijaba más su corazón, si
la luminosidad de los colores, las líneas llenas de gracia, la
riqueza y multiplicidad de las apariencias, o la figura libre y
ligera de él, con su rostro bello y luminoso. ¡Oh, cuán bella,
maravillosa e inesperadamente dichosa era la existencia! Sabían
que estaban hechos de otra pasta que los demás; que no eran
sólo contempladores del arte, sino que se figuraban ser partes
de la misma obra de arte, constituyendo juntos un mundo
superior, entretejido de belleza, fragancia y esplendor. Cuando
estaban sumergidos en la contemplación de una de las obras de
los maestros italianos, Otto decía:
—Fíjate, Rupa: los demás también ven esto, pero no lo
viven; sólo lo ven por fuera. Son como los presos de la caverna
platónica: únicamente ven las sombras en la pared, y las toman
por la realidad; pero el sello que cerraba nuestros ojos está
roto, y miramos a través del éter bañado en luz, y vemos cómo
se transfiguran las verdaderas formas. Un dios nos ha abierto
los ojos a un mundo de verdad y belleza, que es lo que el
mundo es para aquellos que levantan el velo. ¡En verdad,
deberíamos atravesar el Lido cada mañana, y abriendo los
brazos ante la luz del nuevo día, cantar un himno por ser
partícipes de tanta y tan elevada gracia!
Entonces, Rupertine, profundamente conmovida, le apre-
taba la mano, y sus pensamientos se volvían, por un momento,
56
hacia aquel hombre noble y sereno que moraba en su patria. Él
también la había elevado e inspirado… ¡pero, cuán distinto era
todo ahora! En estos momentos, le parecía como si ella debiese
verter ese mundo en su pecho, como si su corazón debiese
rebosar de encanto y amor. ¿Era esto un efecto del aire y del
sol italiano? ¿Era su amado, que se alzaba magnífico allí, ante
ella? No lo sabía; pero lo que sí podía comprobar, cada hora
que pasaba, era que ahora había encontrado la felicidad, una
felicidad que no podía compararse con nada. La bella flor lucía
con un esplendor pleno y fragante.
Así, alejados de todo lo terrenal y extasiados, pasaban las
horas y los días. La luna de miel duraba meses, y parecía que
los rayos de la felicidad se tendían, cálidos y luminosos, por el
camino de Rupertine.
Otto, por su parte, rebosaba de ideas nuevas. Había
comprado un estudio vacío, disponiendo en él los más
preciosos trajes de tiempos pasados. Ahora no se limitaba a
pintar sobre el lienzo con lápiz y pincel, sino que quería crear
con material viviente. A menudo, arrastraba un tropel de
venecianos de ambos sexos, jóvenes y viejos a la amplia y
elevada sala de su espléndida vivienda, y allí, con infatigable
celo, propio de un mariscal de campo, organizaba a la
obediente turba, con el placer y alegría de crear ante sus
brillantes ojos azules, santos, caballeros, senadores, señores de
la nobleza y gondoleros, cuidadosamente dispuestos en
graciosos y coloridos grupos.
Rupertine era el punto central en el que todo convergía:
unas veces debía representar la Reina del Cielo, sentada en un
elevado trono, con el Niño Jesús en brazos, y rodeada de
pastores y Reyes en adoración; otras, era la desdichada esposa
de Marino Faliero, que con los cabellos desechos, reposaba en
el pecho del Dux, y se despedía de él, en medio de senadores y
57
alabarderos; otras, en, fin, había de disponer un esplendoroso
banquete veneciano antiguo, en el que el vino corría a raudales,
y Otto, como feliz dueño de la casa, para mayor esparcimiento
de Rupertine, hacía de huésped, y en entrecortado dialecto
veneciano, hablaba con indescriptible grandeza del saqueo de
Candía, de las luchas victoriosas contra los genoveses, como si
se tratase de nuevas recién llegadas a la ciudad. Con ello,
invocaba a las antiguas estirpes de la nobleza, ya extinguidas,
para que hablasen con los “queridos Foscari” o con el “querido
tío Dandolo”. A veces, se inclinaba ante una veneciana de ojos
negros, y le susurraba: “Celestial Gaspara Stampa”; y conjuraba
ante sus ojos una escena improvisada pero de intensa veracidad
y belleza. Y de todos estos soberbios grupos, no sólo disponía
los más mínimos esbozos; cuando Rupertine se refería a ellos,
señalaba a su frente, sonriendo, mientras decía: “Todo está
aquí, impreso de forma indeleble e inalterable”. Ella le
apremiaba para que volviese a pintar, pues sabía que sus
cuadros eran solicitados; y se preguntaba si esta vida de despil-
farro podría prolongarse mucho tiempo; pero entonces él
decía: “En catorce días de duro trabajo puedo lograr más de lo
que ambos necesitamos para un año de vida al límite. En mi
fantasía y aquí, en mis dedos, se encierra una inagotable mina
de oro. Puedo dar patadas, y sacar ducados de la tierra, y en la
mano me crecen fanegas de trigo”, añadía riendo.
Esta preciosa y dulce embriaguez duró seis meses enteros,
sin perder un ápice de sus encantos. La primera parte del
tratado que habían firmado el espíritu bueno y el espíritu malo
sobre las cabezas de los amantes se había mantenido firme-
mente. Pero entonces se pusieron al timón del bajel de sus
vidas los poderes malignos, y los buenos huyeron, cerrando sus
ojos.

58
2.

Un amable día de febrero, la bella Venecia se preparaba


para celebrar el Carnaval, y el cielo disponía sus joyas para
engalanar la ocasión. Los canales y la laguna centelleaban y
resplandecían, bajo la suave luz solar, y los Alpes cubiertos de
nieve, reposaban en la vaporosa lejanía.
Rupertine había advertido, en los últimos tiempos, que su
amante tenía un color mustio y estaba algo febril, por lo que
pensó que quizás se habría enfriado. Pudiera ser también que
no pudiese soportar bien la vida que ambos llevaban, con su
loca insolencia y múltiples desórdenes, sobre todo, teniendo en
cuenta su herida tras el accidente, y los dolores y tristeza que le
habían atormentado. Llevada de su amor, le recomendó
cuidarse, pues quería admirar y poseer a su amado con toda su
rutilante belleza. Él se reía y exclamaba: “Desde que te poseo,
querida mía, los misteriosos espíritus de la vida han vuelto a
penetrar en mí, como antaño, cuando estaba en mi lecho de
enfermo, y terminó por alzarse ante mí tu imagen. ¡No te
preocupes, ahora estoy inmunizado contra cualquier enferme-
dad del cuerpo, puesto que mi alma puede refrescarse a diario
con tu aroma, preciosa flor!” Y no había forma de convencerlo
para que viviese de otra manera.
Ese día también había salido después de comer para,
como había dejado dicho, hacer compras en la ciudad; pero lo
que tramaba, en realidad, era ejecutar una loca broma, que tenía
planeada desde hacía tiempo.
Rupertine se sentó en su espléndido canapé y se sumergió
en las embriagadoras ondas de la música. Habría tocado dos
horas, aproximadamente, cuando se levantó y salió por la
puerta del balcón. Apoyó la cabeza en su brazo, y dejó deslizar
su pensativa mirada sobre el embelesador cuadro que se
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extendía ante ella: el Canal de San Marcos, los jardines
públicos, la Punta della Mota y el mar, azulado y terso como un
espejo. Entonces, escuchó el suave sonido de una mandolina,
que tocaba desde abajo. Miró, y percibió una góndola
principesca. La cabina estaba bajada, y sobre la mitad se
extendía una preciosa cubierta de terciopelo, dorada y roja,
cuyos extremos colgaban hasta casi rozar el agua del Canal. En
cada banco se sentaba un joven enmascarado, y entre ellos
estaba un tercer joven, que tocaba la mandolina, con noble
actitud. Sus rizos sobresalían bajo un gorro de terciopelo, que
adornaba una corta pluma blanca, cayendo sobre sus hombros
y espaldas. Iba vestido como un joven distinguido de tiempos
de Carlos V, con un corto y ceñido jubón verde oscuro, que le
envolvía la cintura; las medias y mangas estaban acuchilladas y
volutas de seda blanca salían de ellas. Sobre las caderas lucha
un cinturón dorado, del que colgaba una daga, en una vaina
finamente elaborada. Portaba en su rostro una máscara.
Cuando vio el joven que Rupertine le prestaba toda su
atención, pulsó las cuerdas del instrumento, y cantó esta bella
gondoliera veneciana:

“Coi pensieri maliconici


No te star’ a tormentar;
Vien con me, montemo in gondola,
Andremmo in mezo al mar.
Tu sei bella, tu sei giovane,
Tu sei fresca come un fior;
Vien, per tutte le te lagreme
Ridi adesso e fa l’amor.”

Cuando hubo acabado, se quitó el gorro y saludó, incli-


nándose profundamente. Rupertine se lo agradeció graciosa-
60
mente, y como recompensa por la bella canción, partió el
ramillete de violetas que llevaba en el pecho, y lo arrojó
hábilmente a la góndola; el cantante lo cogió, depositó en él un
beso, y se lo puso en el pecho. Luego, en el más puro italiano,
le preguntó si podía subir, y, siguiendo una antigua costumbre
veneciana, vaciar vaso a su salud.
Rupertine hasta entonces había sospechado que el
veneciano era su amado; pero la voz le sonó extraña; de
manera que respondió, sonriendo:
—¡Oh no, bello joven; no conozco esa costumbre!
—¡Clemente diva –respondió él desde abajo–, os equivo-
cáis: esta era la costumbre de mis nobles antepasados! ¡Repasad
los anales de nuestra alta estirpe, los Loredani, a la que
pertenezco: ahí está escrito todo!
—Entonces, vuestra petición es completamente inútil –
exclamó Rupertine, divertida–; vuestras manos están mancha-
das de la sangre inocente del noble Giacomo Foscari, al que
consagró su odio vuestro antepasado. ¡Idos, fuera de mi vista,
infausto nieto! ¡Os odio!
El interlocutor se volvió, con un gesto majestuoso, hacia
sus acompañantes, y les dijo en voz alta: “¿Habéis oído? Ella
odia nuestra noble casa. ¡Juzgad! ¿Qué destino debe sufrir
nuestra bella enemiga? ¡Alzaos, y anunciadlo solemnemente!”
Ellos hicieron lo que se les había ordenado, y gritaron,
con pathos: ¡Un beso!
Rupertine lanzó una carcajada; pero observó, con temor,
que el gondolero, con un golpe certero, había acostado la
góndola al embarcadero, y los tres hombres bajaban, para
entrar en la casa. Le iba pareciendo que la broma de Carnaval
estaba yendo demasiado lejos. Corrió apresuradamente a la
sala, y cerró las puertas. Oyó cómo los hombres subían
apresuradamente las escaleras y golpeaban la puerta. Corrió,
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entonces, hacia el balcón, tratando de pedir ayuda; pero la
puerta cedió, y entraron. Rupertine gritó en alemán: “¡Auxilio,
ayuda!”, al tiempo que el joven corría hacia ella, se arrodillaba y
le decía con impertinencia: “¡Venid, bella culpable! ¡No podéis
escapar a vuestro castigo! ¡Si no queréis darme voluntariamente
lo que apetezco lo haréis por la fuerza!”; y dio un salto, para
abrazarla.
Entonces, Rupertine, mortalmente angustiada, cerró las
manos, y golpeó al insolente con todas sus fuerzas en el pecho,
mientras le arrancaba con la mano izquierda la máscara de su
rostro.
Con sorpresa indescriptible, vio que, detrás del disfraz,
aparecían los rizos negros y la cara de Otto, contraídos de
dolor los labios, y transida de una fantasmal palidez. Quiso
hablar; pero se llevó la mano al pecho, y, repentinamente, un
torrente de sangre manó de su boca. Cayeron sus brazos, y se
desplomó en el suelo.
Rupertine quedó petrificada por el horror. Estaba como
paralizada; pero la necesidad de auxiliar a su amigo hizo que
volviese en sí. Conmovida por el dolor, y ayudada por los
atónitos acompañantes, cogió al pobre joven y lo llevaron al
diván. Abrió los ojos, pero solamente un segundo, porque un
segundo y más violento ataque le acometió, haciéndole caer
inconsciente.
Rupertine estaba desesperada. Se acusaba de haber
matado a su amado. Retorciéndose las manos, se desplomó
sobre su lecho y le cubrió de besos. Luego, se levantó de un
salto, y exclamó: “¡Corred, volad, buscad un médico, por el
amor de Dios! ¡Mi amado se muere! ¡Apresuraos! ¡Salvadle!”
Vino el médico. Entretanto, se había llevado a Otto a la
cama. El médico auscultó al enfermo; se informó sobre su
modo de vida, sus antecedentes familiares, tranquilizó a
62
Rupertine que seguía lamentándose, y dijo, finalmente, con
rostro serio:
—Es evidente que esto es lo que ha desencadenado la
irrupción de la enfermedad; pero ésta estaba ya ahí. Señora,
cuide a este muchacho, digno de compasión, pues su pecho
está seriamente dañado, y algo parecido habría debido ocurrir
hace tiempo. ¡Pero confiemos en su fuerza y en las bondades
de nuestro clima! ¡Por el momento, no se alarme!
Rupertine cayó, destrozada, sobre el lecho de su amado
esposo.

3.

La enfermedad prosiguió su curso. Ciertamente, ambos


estaban llenos de esperanza, especialmente el propio enfermo,
que confiaba ciegamente en su sana naturaleza, y pensaba que
podría superar este desafortunado accidente, igual que el
anterior. Su ligereza de espíritu le llevaba a engañarse,
pintándole un futuro dorado, y se complacía en elaborar
luminosas y fantásticas imágenes. Poco a poco, consiguió
fortalecer en Rupertine la convicción de que todo acabaría
felizmente, y que su enfermedad no suponía más que una
desafortunada interrupción de su alegre vida en común, y ya se
complacía en anticipar el momento en que ambos podrían
llevarse de nuevo a sus labios sedientos la copa llena del
embriagador placer de vivir.
—¡Mira, mi dulce Rupa –le había dicho Otto ya en los
primeros días, cuando ella se sentaba cabizbaja al lado de su
lecho, y le miraba profundamente entristecida y melancólica–,
esto no significa nada en absoluto! Piensa que el gran Goethe,
un artista de la vida, igual que nosotros, tuvo que soportar
también un ataque como este, y a pesar de ello, y a pesar del
63
aburrido Klettenberg, ¡llegó a la edad de ochenta y tres años!
¡Yo no pretendo llegar a tanto, querida! Nosotros solamente
queremos disfruta de nuestra juventud, y tirar de nuestro alegre
ser un par de años aún por este viejo y fastidioso mundo.
Luego, nuestra vida puede extinguirse, como un meteoro que
cae, y sobre nuestra lápida habrá que poner la siguiente
leyenda: “Aquí reposan un príncipe y una princesa, que fueron
felices de cuerpo, espíritu y corazón. ¡Ambos vivieron y
murieron abrasados!”
Con tan alegre charla, en la que trataba de que no se
mezclasen pensamientos sobre la muerte, buscaba consolarla a
ella y a sí mismo.
—El viejo Salomón –dijo en una ocasión– nos lanzó esta
impertinente pregunta: “¿Quién ha comido y gozado más
intensamente que yo?” Pues bien, yo te digo, viejo rey de los
judíos, que yo. ¡Yo, majestad oriental, yo! Pues tú tenías una
Sulamita, pero yo, en cambio, tengo a la Sulamita y a Diotima
en un único y encantador cuerpo. ¡Así, claro que todo ha de ser
vanidad!
Rupertine se reía, pues no quería que pareciese que era
consciente de que una vida tan bella pudiera acercarse a su fin.
Pero la mejoría no llegaba; y a ello se sumó algo nuevo y
terrible: ¡La preocupación por el pan de cada día! Habían
realizado enormes gastos, y se había desvanecido la perspectiva
de nuevos ingresos. Comenzaron a hacer cuentas, y descu-
brieron deudas sobre deudas; y, además, el cuidado del
enfermo exigía un presupuesto completo, que implicó nuevos
débitos.
—Tenemos que economizar –dijo Otto un día, hojeando
de nuevo su libreta de bolsillo, después de repasar las cuentas–.
Hasta que esté repuesto. Luego quisiera disponer un maravi-
lloso atelier en la habitación que da al balcón, y no separarme
64
del caballete hasta que el cuadro esté acabado. Mi cabeza está
llena de nuevas ideas, y las formas y los colores pululan en mí.
Y con la mayor seriedad, añadió:
—Puedo soportar privaciones, pues no siempre he vivido
así. Pero tú, mi dulce princesa no estás acostumbrada, ¿cómo
podrás habituarte a la necesidad? Ella le miró, con la vista
empañada por las lágrimas, y suspiró profundamente, mientras
decía: “¡No pasa nada, querido! ¡Ya verás como todo irá bien!”
—Sí; todo irá bien –dijo él, alegre ya de nuevo–. Las
desgracias mejoran el corazón, ¡no es cierto, Rupertine mía?
Tenemos los recursos necesarios. Como suele decirse:

"No puede ser de otra manera:


Todos los hombres deben padecer.
Lo que vive y se mueve sobre la tierra
no puede la desgracia detener.
El madero de la cruz
golpea nuestros lomos,
hasta que en la tumba
todo se acabe.
¡Con esto te debes satisfacer!”

Pero la necesidad crecía y crecía, y a toda velocidad.


Debieron comenzar ya a vender sus bienes, y la joven, poco
experimentada en las crueles relaciones de la prosaica realidad,
tuvo que ver cómo hombres de fría mirada y acento extranjero
penetraban en su santuario, tocaban y olisqueaban todos
aquellos queridos objetos que habían acompañado su feliz vida,
los empaquetaban y se los llevaban. ¡Oh, esto le desgarró el
corazón, y dentro yacía el pobre enfermo, que ante esta nueva
desgracia, también iba perdiendo poco a poco la alegría y la
esperanza.
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Su miseria entró en la terrible fase en la que, primero
suavemente, pero luego cada vez con mayor brusquedad,
comenzaron a hacerse mutuos reproches. A menudo, pasaba
Rupertine horas junto al lecho de Otto, sin que hablasen ni una
palabra. Ambos temían una explosión, y el ambiente se volvió
cada vez más enrarecido entre ellos.
Otto dijo en una ocasión:
—Sólo nos queda un recurso: debemos decir a nuestros
amigos que nos echen una mano. ¿A quién podríamos
dirigirnos? ¡No podemos dejar que nos echen de nuestra casa y
hogar, como si fuésemos mendigos!
—¡Ay, Otto, no sé qué decirte! ¡Con tan poco, no nos va a
servir! ¡Y tampoco puedo mendigar dinero! ¡Es horrible! –
gimió Rupertine.
—¡Eres extraña, Rupa! –respondió él, con exaltación–
¿Que cómo viviremos? ¡Ese orgullo está fuera de lugar! Ellos
no tienen que regalarnos nada. ¡Estamos en una gran, en una
extrema necesidad, y debemos ceder; de nada sirve resistirse!
Di –añadió rápidamente–: ¿no quieres escribirle a Wolfgang?
—¡Otto! –gritó salvajemente Rupertine, al tiempo que sus
ojos lanzaban llamas– ¿Qué has dicho?
Otto se asustó. Con la agitación, la pregunta se le había
escapado. Se arrepintió de haberla pronunciado; pero al ver la
excitación de Rupertine, quiso apaciguarla, y dijo: “Wolfgang
ha sido siempre nuestro mejor amigo.”
Pero en Rupertine la tempestad ya se había desencade-
nado:
—¡Eres un bárbaro –exclamó temblando, con las manos
convulsivamente cerradas–; si no, no lo hubieses pensado, y
mucho menos hubieses podido decirlo!
—Rupa, Rupa –advirtió Otto, con ira trabajosamente
contenida. Pero ella ya no podía contenerse, y profirió, llena de
66
desprecio, y con ciego apasionamiento: “¡Eso ha sido algo bajo
y vulgar!”
Otto se estremeció; se levantó de su lecho, y apoyándose
en su brazo derecho, grito, sin ser ya dueño de sus palabras y
con el rostro pálido:
—¡No te conviene ese lenguaje, pues eres la culpable de
nuestra desgracia! ¿Por qué no viniste cuando te llegó mi carta
implorándotelo? ¡Tu lugar estaba a mi lado, pues eras mi mujer,
aun sin la bendición del sacerdote! Lo malo, bajo y vulgar fue
que me empujases a la desgracia, arrojándote a los brazos de
Wolfgang. ¡Has sido tú la que has clavado una daga fría y
despiadada en mi joven corazón! ¡Deberías haberte dicho –y
ese filósofo que estaba a tu lado también– que mi lacerante
pasión no podría soportar la separación, y que me precipitaría
en el frenesí de los sentidos! ¡Fue entonces cuando le diste un
golpe mortal a mi vida!
El espíritu de Rupertine estaba confuso. La habitación
daba vueltas alrededor de ella. Se puso la mano sobre el
corazón, al que atravesaba un dolor candente. Entonces vio
ante sí, con toda su claridad estival, la luminosa casa de
Wolfgang, sólida, llena de paz y rodeada de su verde velo, que
suscitaba sus anhelos. Lanzó entonces un profundo gemido,
mientras el infeliz enfermo seguía, impulsado por la pasión que
se había desencadenado en él:
—¡Ahora cosechas lo que has sembrado! –exclamó– ¡Yo
tenía un deseo lánguido y loco por ti! ¡Oh, mi amor hacia ti
carecía de límites! ¡Pero tú jamás, jamás me has amado,
Rupertine! ¡Aunque sabías que me debatía en una lucha salvaje
con mi inexpresable deseo, abrazaste a Wolfgang, riéndote
felizmente, y besándolo, sedienta de amor! ¡Tú misma lo has
admitido! Si me hubieses amado como yo te amo, hubieses
acabado con la necesidad que nos aniquilaba a ti y a mí. Quien
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ama de veras, puede hacerlo todo, afronta la muerte por el
amado y mata su orgullo con sangre fría! Pero tú dices: ¡No
puedo! ¿Y eso es amor? –gritó con sarcasmo, al tiempo que se
golpeaba con el puño en la frente; y prosiguió–: ¡Oh, no me
mires así! Ya sé lo que vas a decirme: ¿Por qué no has hecho
nada? ¿Por qué han estado tus manos tan ociosas? ¿Verdad que
es eso? Sí; eso es lo que piensas, leo el reproche en tu mirada,
que me penetra como el frio hielo… Pero no será así –dijo de
repente, presa de un terrible remordimiento y del miedo–;
¡debo trabajar, para salvarte! –y se incorporó, acometido por
una especie de locura, se irguió y trató de saltar de la cama.
Rupertine le recogió en sus brazos, mientras se caía hacia
atrás, y le brotaba el alma de nuevo por la boca. Ella estuvo
cuidándole afanosamente, hasta que por fin se adormeció;
entonces, se apartó de él y le escribió a su amiga: “Mi hombre
se está muriendo. Estamos en la más extrema necesidad.
Mándame lo que puedas. ¡Me veo obligada a mendigar!”
Expidió la carta, y luego tornó a sentarse al lado del pobre
enfermo, sintiéndose de nuevo al borde del fin.
Pasaron unos pocos días. El enfermo había llegado a
tranquilizarse por completo, y cuando llegó el médico, le
preguntó si podía levantarse, para poder disfrutar una vez más
de la esplendorosa y melancólica vista de Venecia. El médico
accedió de buen grado, pues el infeliz estaba a las puertas de la
muerte, y no quería negarle esta última alegría.
Otto estaba sentado en un cómodo butacón, cubierto por
abundante ropa, para darle calor. Las puertas del balcón
estaban abiertas de par en par, y el enfermo absorbía, en
entrecortadas y agitadas aspiraciones, el dulce y balsámico aire
primaveral.
Rupertine se hallaba de rodillas junto a él.

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¡Oh, cuán dichosos recorrían los avezados ojos azules del
artista Venecia y las lagunas! Sus hundidas mejillas volvían a
adquirir color, y, transcurrido algunos instantes, poniendo
ambas manos sobre su cabeza, dijo:
—¡Me encuentro, por una vez, tan bien, tan inexplica-
blemente bien! Muero sans crainte ni espoir [sin temor ni
esperanza] aunque lamentando una sola cosa: la despreciable y
fuerte ofensa que te he infligido, y que provoca un amargo
arrepentimiento, que lacera mi corazón. Rupa, querida, ¿podrás
perdonarme antes de que pase el trance de la muerte?
—¡Otto –dijo ella con vehemencia–, lo he olvidado hace
mucho tiempo, y soy yo quien debería disculparme ante ti! ¡Te
he irritado e injuriado, con todo lo que estás padeciendo! Pero
dime una cosa: ¡dime que crees en mi amor!
—¡Ah, he sido vergonzosamente injusto, y he estado
ciego y loco! –dijo entonces él, al tiempo que se inclinaba y le
besaba la espléndida cabellera– ¡Cómo me has amado, y qué no
habrás hecho tú por mí, preciosa mía!
Transcurridos unos minutos, dijo:
—¡No debemos hacernos ilusiones, Rupa! El final se
aproxima, y el telón pronto va a caer. Tirez le rideau; la farce est
jouée! [Que caiga el telón; la comedia ha terminado] Pero no; no
es verdad: ¡Mi vida no ha sido ninguna farsa, sino, en conjunto,
una tragedia! ¡No; tampoco una tragedia, sino una comedia y
una farsa! Y cuando todo haya acabado, deberás escribir como
epitafio:

"Otto von Düßfeld


passò quest'oggi il... dopo penosa malatia
a miglior vita."

69
"A miglior vita!" –repitió, sonriendo melancólicamente– ¡A
mejor vida! ¡No!, no hay ninguna vida mejor que la nuestra.
No; no es esto lo que has de escribir, Rupa, porque sería
mentira. ¡Escribe: ad altra vita!, a otra vida! Y al final, pon:

"La tumulazione seguirà


nella chiesa Evangelica a
Santi Apostoli."

—Sí –añadió–; aquí en Venecia deben reposar mis restos.


No deben viajar al frío norte. ¡Oh, cómo he amado esta tierra
de Italia! ¡Y es en esta bella tierra, donde transcurrirá mi dulce y
dichoso sueño! Además –prosiguió con humor–, no tendría-
mos medios para algo más lujoso…
Rodaron por su rostro gruesas lágrimas, al tiempo que
decía, con dolor: "¡En qué miseria te dejo! ¡Es terrible, terrible!
¿Qué será de ti?
—¡Tranquilízate, querido; no puedo oír ni una palabra
más! Tranquilízate, y no te preocupes; ya cuidarán de mí; ya he
escrito… –añadió, en voz baja.
Él lo entendió mal, y su rostro se transfiguró. Ella se dio
cuenta de que la había malinterpretado, pero no quiso decir
nada más. Después de una pequeña pausa, Otto volvió a
hablar:
—No te olvides de buscar al cónsul. ¡Lo conozco, y estará
de buena gana a tu lado! –y calló de nuevo. Pero enseguida
añadió: "Ahora me doy cuenta de que antes hemos olvidado lo
principal de la esquela: el lugar y la fecha. Sería: Venecia... ¿qué
día es hoy, Rupa?"
Ella hizo un gesto de rechazo, y dijo: "¡Oh, calla, querido.
No hables de eso. ¡Me haces sufrir lo indecible!"
Él se recostó en el sofá.
70
Pasó una hora entera, que transcurrió en completo
silencio. Otto tenía entre sus manos la mano derecha de
Rupertine, que permanecía inmóvil.
Advirtió, entonces, que él hacía esfuerzos para levantarse
y hablar. Se alzó, para ayudarle; pero él, con los ojos erráticos,
cayó hacia atrás. Rupertine perdió la compostura al verlo, lanzó
un grito y le miró, como enajenada.
Él lanzó un débil y breve suspiro. Hizo aún un intento de
levantarse, y se desplomó. Estaba muerto.

4.

En la estación de Baden, con destino a Basilea, el


taquillero se disponía a cerrar la ventanilla, cuando una dama
de apariencia distinguida entró rápidamente, y le preguntó
cuánto costaba un billete hacia X. al decirle el precio, la dama
se estremeció visiblemente, y preguntó el precio hasta
Heidelberg. Cuando el empleado se lo dijo, pidió un billete
hasta allí, y puso el dinero, con mano temblorosa, sobre el
mostrador. Tras saludar, se marchó apresuradamente. Mientras
cerraba la ventanilla, el hombre se dijo, moviendo la cabeza:
"¿Qué le habrá sucedido a esta joven? ¡Tan elegantemente
vestida y sin dinero! ¡Y obligada, a pesar de su elegancia y
distinción, a viajar en tercera clase! ¡Sin duda, algo muy malo
debe haberle pasado!"
Y así era. A tal extremo había llegado Rupertine, que
debía contar al mínimo hasta el último céntimo, y ni aun así le
alcanzaba para llegar hasta su pequeña localidad. Había
vendido todo lo que tenía de valor en Venecia, para pagar las
deudas, y había enviado la llave de su preciosa casa a su
propietario. Una vez que hubo dispuesto lo necesario en lo que
se refería a la tumba de Otto, partió completamente empo-
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brecida y desesperada. El resto de la suma que le había enviado
su amiga debía ahorrarla para este viaje, que había de ser el
último, pues ella, completamente derrotada, comprendió que
no le cabía esperar ninguna esperanza. ¡Era menester retornar a
la patria! Quería lanzar una mirada postrera a la amable placita
de la Bergstraße, al semblante de su amigo y a su tranquilo
hogar. No deseaba nada más... Únicamente quería acabar con
todo, y la muerte había terminado por convertirse en su meta.
También iba sintiendo cómo le abandonaban sus fuerzas, y
cómo su cuerpo se cubría de un frío febril: la noche había
tomado posesión de su espíritu, y no podía reconocer ni
concebir nada con claridad.
En tal estado se sentó en una esquina del coupé, inmóvil,
y, cerrando los ojos, murmuró en voz baja para sí misma: "Aún
me queda una cosa, una cosa más..."
Llegó por la tarde a Heidelberg, donde se había desatado
un viento furioso, que bramaba, barriendo la tierra, al tiempo
que caían de cuando en cuando fuertes chubascos. Todos los
caminos estaban embarrados y resbaladizos. Rupertine pregun-
tó en la estación por el camino regional que conducía a
Darmstadt. Cuando hubo recorrido el trecho que iba hasta allí,
se apresuró a atravesar la húmeda y brillante calle, que ya iba
poniéndose tenebrosa, caminando siempre en la misma
dirección, y siempre con la misma prisa.
A la tarde la siguió la noche. El viento había amainado,
pero llovía sin cesar. Rupertine siguió caminando, indiferente a
todo lo que sucedía. Sus cabellos se despeinaron, y caían por su
cabeza en desorden y empapados.
Después de una larga caminata, se puso a cantar en voz
baja, como si fuese un pájaro, aquella canción, que no se le iba
de la cabeza:

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"...El madero de la cruz
golpea nuestros lomos,
hasta que en la tumba
todo se acabe.
¡Con esto te debes satisfacer!”

Pasó la noche, y llegó el día gris y nublado. Se cruzó con


carreteros, que iban y venían en sus carros rechinantes, y
también con algún eventual caminante. Todos la miraban,
asombrados. Ella se apartaba a un lado, y pasaba ligera hacia
delante.
Redobló sus pasos, y pudo ver al fin frente a ella lo que
buscaba: la pequeña villa blanca, cuya luz la había iluminado día
y noche, hasta llegar allí.
Avanzó, y se detuvo en la valla del jardín por un instante,
mirando con ternura hacia la tranquila casita. Luego, abrió la
puerta, y voló por el jardín hacia la puerta, donde se desplomó
sin fuerzas, arrojando un grito estremecedor.
Así la encontró Wolfgang, cuando acudió apresurada-
mente, al oír el chillido. Le bastó una mirada para reconocerla.
Palideció, y tuvo que apoyarse en la puerta, conmovido en lo
más hondo; mas logró reponerse, se irguió, y la cogió entre sus
brazos, besándola en su boca, pálida y consumida, y luego la
llevó hasta su habitación, que permanecía inalterada desde que
ella le había dejado.
Transcurrieron seis días, que Rupertine pasó en medio de
intensos delirios febriles, hasta que, por fin, experimentó una
leve mejoría. Los médicos creyeron que se podría albergar
alguna esperanza, y le dieron ánimos a Wolfgang, quien se
sentó, quieto, junto a ella, observándola sin descanso.
Por sus palabras incoherentes, pudo entender que Otto
debía haber muerto, y que los pobres debían haber pasado
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muchas estrecheces en Venecia. Experimentó un intenso dolor
por la muerte de su querido amigo, y se hizo grandes reproches
por no haberles escrito, ni ofrecido su ayuda; pero no tenía
idea de su desgracia. Cuando se imaginaba a Rupertine en su
terrible situación, imponente, en tierra extranjera y entre
extranjeros, se le encogía dolorosamente el corazón. La
compasión no le abandonó ya, y llegó a convertirse en una
verdadera tortura.
Todo lo que él había sido; todo lo que había padecido su
amor, callado y encerrado en sí mismo, había desaparecido, y lo
había sustituido una intensa angustia. Rogaba: "¡No dejes que
se muera!”, como si debiese existir un Dios capaz de conce-
derle aún el mantenimiento de esta pobre vida.
Rupertine abrió los ojos, y pareció finalmente volver en sí,
presa del estupor. Él seguía con sus ojos todos los movi-
mientos de su ánimo, que se reflejaban en su pálido rostro.
Primero mostró asombro; luego, temor y gran angustia; pero,
poco a poco, su mirada fue dulcificándose, hasta que terminó
fijándose, con profunda resignación en Wolfgang, quien se
inclinó hacia ella, diciéndole:
—¡Mi buena y amada Rupa!
—¡Ah, Wolfgang, –dijo ella– qué bien se encuentra ahora
tu Rupa! ¡Oh, qué inmensa felicidad supone para mí poder
estar otra vez junto a ti! He padecido mucho... ¡Y también el
pobre Otto! ¡Y fuimos tan felices, hasta los últimos tiempos!
¡Ha sido terrible!
Se detuvo, agotada. Wolfgang le pidió, encarecidamente,
que no hablase más, y que se cuidase.
—Sí –respondió ella–; quiero ser obediente, y estarme
quieta. Pero hay algo que me pasa por el alma, y no puedo
eludirlo. Wolfgang, ¿puedo pedirte una cosa?

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—Rupa –exclamó él, conmovido–: ¡todo lo que poseo es
tuyo!
—¡Qué bueno y noble eres! Te lo agradezco de todo
corazón. –y añadió, susurrando–: Dada nuestra tremenda
necesidad, debí mendigar, y mi amiga de Frankfurt fue tan
amable... Ah, ¿verdad que te ocuparás de ella?
—Wolfgang no pudo responder. Su corazón estaba
transido de dolor. Le apretó la mano, y asintió.
Ella cerró los ojos. En sus labios flotaba una sonrisa de
felicidad. Así, permaneció tranquila hasta la tarde, momento en
que le acometió un nuevo e intenso acceso de fiebre. Con
frenética velocidad, voló el contenido de los últimos meses
ante su fantasía; una imagen seguía a otra, mezclándose
salvajemente cosas alegres con otras terribles. Tenía en la boca
constantemente los nombres de Otto, de su padre y el del
mismo Wolfgang; unas veces sonreía beatíficamente, otras se
reía, o gritaba pidiendo ayuda. Una de esas veces, se volvió, y
preguntó: "¿Verdad que Venecia es indescriptible y maravillo-
samente bella?"; y luego: "¿Dónde está mi abanico y mi velo?
Ah, Foscari Beatissima Gaspara". "Atrás, Loredano"–dijo luego,
con vehemencia– "¡Atrás, retrocede! ¿Un beso? ¡Desvergon-
zado! ¡Ayuda! ¡Ah!" Lanzó un grito desgarrador: "¡Le he
matado! ¡He asesinado a mi dulce amado! ¡Dejadme! ¡Vosotros,
apartaos de la mesa y de los cuadros! ¡Fuera, os digo! Pero no:
tenéis derecho a cogerlo; lleváoslo todo, todo... ¡Fuera, fuera,
fuera! ¡Oh, pobre mío, eras único!
Y luego, empezó a cantar en voz baja, tremendamente
conmovida:

"No puede ser de otra manera:


Todos los hombres deben padecer.
Lo que vive y se mueve sobre la tierra
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no puede la desgracia detener.
El madero de la cruz
golpea nuestros lomos,
hasta que en la tumba
todo se acabe.
¡Con esto te debes satisfacer!”

Calló, y miró al vacío. Pasado un rato, cantó, con tristeza:

"¿Qué sacó ella de su delantal de lino?


Blanco como la nieve es el cendal.
Míralo, tú que eres tan guapo y distinguido,
amor de mi corazón, tan solo mío:
¡Ha de ser tu sudario mortal!"

Wolfgang no pudo soportarlo más. Aun siendo un


hombre dotado de una firmeza poco común, le ahogaba la
melancolía. Quiso irse a la ventana, para sentir el fío exterior
por un instante sobre su frente, y trató de dejar la mano de
Rupertine; pero ella no lo permitió, sino que la asió con ardor
entre las suyas y le rogó: "¡No me dejes, por favor; no me
abandones!"
Se reclinó, y estuvo unos instantes completamente quieta.
De repente, Wolfgang sintió una presión de acero en su mano,
y a la vez vio como la luz de sus ojos se apagaba, a la vez que
emitía un único y profundo suspiro. Estaba liberada. Su
corazón salvaje y atormentado había dejado de luchar. Había
ingresado en la paz eterna.
Profundamente conmovido, Wolfgang le cerró los ojos,
aplastado por este último y durísimo golpe. Todos aquellos a
los que había querido le habían dejado, encontrando su
redención a través del padecimiento y la desgracia. ¡Estaba
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solo, desconsoladamente solo, en medio de sus pensamientos;
en medio de esa Humanidad, en la que se proponía vivir!
Se desplomó al lado del cadáver; arrodillándose, se cubrió
el rostro con las manos y lloró amargamente.

Caminantes: cuando paséis por delante de la encantadora,


tranquila y resplandeciente villa, sin duda os preguntaréis qué
puede suceder en una casa de apariencia tan reposada; y
pensaréis: "¡Seguro que quien pasa ahí sus días, disfruta de una
imperturbable paz!"

FIN

[Publicado por entregas en el Allgemeine Zeitung,


núm. 101 al 122 (12/abril/1899 – 3/mayo/1899]

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