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El latín es una lengua indoeuropea, es decir, que pertenece a una familia de lenguas cuyo

origen se remonta hacia 4000 años a.C., cuyos primeros hablantes habitaban el sureste de
Europa y Asia central. Europa recibió diversas oleadas de migraciones de pueblos
indoeuropeos. Los primeros en llegar a la península itálica debieron de hacerlo en el III
milenio a.C., aunque los hablantes de la forma más arcaica del latín debieron de llegar a
principios del I milenio a.C. y se instalaron en el centro de la península, fragmentados
tanto política como lingüísticamente.

Entre las lenguas itálicas de origen indoeuropeo las principales son el osco y el umbro, de
las que deriva toda una familia de lenguas conocidas como osco-umbras, y el latín y
el falisco, que forman una familia diferenciada a la cual parece pertenecer también
el véneto, hablado mucho más al norte.

Hacia 900 a.C. entró en el norte de Italia un pueblo no indoeuropeo a cuyos miembros los
romanos llamaban Etruscos. Fueron la primera civilización avanzada que conoció Italia y
se extendió rápidamente hasta llegar al Lacio, donde diversos pueblos formaron una Liga
latina bajo el liderazgo de la ciudad de Alba Longa, probablemente para protegerse de los
Etruscos. Mientras tanto, los griegos (otro pueblo de origen indoeuropeo) estaban
fundando prósperas colonias en el sur de la península, en la región que sería conocida
como la Magna Grecia.

Vemos, pues, que la historia del latín se extiende durante un periodo de unos tres mil años
hasta la actuaidad. Una lengua necesita mucho menos tiempo para experimentar cambios
drásticos. Es evidente que el latín no se ha hablado igual en todos los momentos de su
historia, pero en un momento dado no se ha hablado igual en todas partes y, en un
momento y lugar dados no lo han hablado igual todos los latinoparlantes. Especialmente
significativas son las diferencias debidas al nivel cultural de los hablantes, que en tiempos
antiguos eran mucho más acusadas que en la actualidad.

El latín hablado desde su nacimiento como lengua hasta aproximadamente el siglo II a.C.
recibe el nombre de latín arcaico. El texto escrito más antiguo que se conserva es la
llamada Fíbula de Preneste, un broche de orfebrería fina que data del siglo VII a.C. (es
decir, de la época monárquica en que Roma estaba bajo la dominación etrusca) y que fue
encontrado en Palestrina, una ciudad cercana a Roma que los romanos
llamaban Praeneste.
Fíbula de Preneste

Se han encontrado objetos similares tanto en Etruria como en el Lacio, datadas entre los
siglos VIII y VI a.C., pero la particularidad de éste es que lleva grabada una inscripción.
Está escrita de derecha a izquierda. (Se han encontrado inscripciones tanto latinas como
griegas escritas de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y también alternando de una
línea a la siguiente, de modo que el texto forma una línea continua serpenteante. Este
último tipo de escritura se conoce como bustrofedón en alusión a los surcos que deja el
buey al arar.) Con letras modernas dice:

MANIOS MED FHEFHAKED NVMASIOI


Las palabras no están separadas por espacios en blanco, sino por dos puntos.
Significa: Manlio me hizo para Numerio. A un romano del siglo I a.C. le costaría entender
la inscripción. De hecho, el propio Cicerón se declaraba incapaz de entender algunos textos
latinos arcaicos. Esto es debido a que el latín arcaico evolucionó drásticamente durante
varios siglos hasta dar lugar a lo que conocemos como latín clásico. Podemos considerar
que el latín clásico es la lengua hablada por las clases cultas romanas desde
aproximadamente el siglo II a.C. hasta aproximadamente el siglo II d.C. Por ejemplo, el
texto de la fíbula de Preneste escrito en latín clásico sería:

MANIVS ME FECIT NUMERIO


El latín clásico (culto) coexistió con el llamado latín vulgar, que era el latín hablado por las
clases bajas, y en particular por la mayor parte de los soldados que extendieron el latín por
toda la geografía del Imperio Romano. (Los soldados solían recibir tierras como
recompensa en las provincias conquistadas, y pasaban a establecerse como colonos-
agricultores.) Las diferencias entre el latín culto y el latín vulgar afectaban a todos los
niveles lingüísticos: fonética, morfología, sintaxis y léxico. No sería exacto decir que el
latín culto era el latín literario, pues el latín vulgar tenía su propia literatura. Uno de sus
autores más representativos fue Tito Maccio Plauto (254-184 a.C.), cuyas comedias
(adaptaciones de obras griegas), escritas en latín vulgar, gozaban de mucho éxito en Roma.
En cuanto a la literatura clásica, su "siglo de oro" es el siglo I a.C., seguido de un "siglo de
plata", el siglo I d.C. A partir del siglo II d.C. el latín entra en decadencia como lengua
literaria y se habla de bajo latín o latín tardío.

Los máximos exponentes de la literatura clásica latina fueron el político y abogado Marco
Tulio Cicerón (106-46 a.C.) y el militar Cayo Julio César (100-44 a.C.) así como los poetas
Publio Virgilio Marón (70-19 a.C), Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C.) y Publio Ovidio
Nasón (43 a.C. - 17 d.C.).

A partir del siglo IV, tras la caída del imperio romano, el bajo latín evolucionó hacia el
llamado latín medieval, que, además de las influencias del latín vulgar, sufrió una
destructiva inyección de helenismos (tanto léxicos como sintacticos) de mano de los
primeros cristianos, que transcribieron burdamente su jerga religiosa, desarrollada
originariamente en griego. Por su parte, el latín vulgar se fragmentó y dio origen a las
distintas lenguas románicas (italiano, franceés, castellano, etc.)

A partir del siglo XIV los humanistas italianos estudiaron con minuciosidad los
relativamente pocos textos clásicos que los monjes medievales habían preservado
cuidadosamente durante siglos y lograron reconstruir el latín clásico. No era,
evidentemente, la misma lengua, en el mismo sentido que el castellano actual difiere
significativamente de la lengua de Cervantes, pero volvía a ser una lengua culta y
coherente, que no ha dejado de evolucionar hasta nuestros días.

Sin embargo, aunque los humanistas lograron restaurar el léxico, la gramática y el estilo
del latín clásico, hubo algo que escapó a sus posibilidades: reconstruir la forma en que los
romanos pronunciaban el latín. Sabían cómo escribían los romanos, pero no disponían de
documentos sonoros que les permitieran reconstruir cómo leían los textos que tan bien
habían asimilado. Durante la edad media, los pocos que sabían algo de latín habían
adaptado la pronunciación a las características de su lengua (románica) materna y lo
máximo que pudieron hacer los renacentistas fue fijar la "pronunciación tradicional" de
cada país. Así, según la pronunciación tradicional española, Cicero se leía Cícero, pero
según la pronunciación tradicional francesa era Sísero, según la pronunciación tradicional
italiana era Chíchero, y así sucesivamente. Pero nadie sabía qué habría respondido
exactamente Cicerón ante la pregunta: Quid nomen est tibi?

Tuvieron que pasar algunos siglos hasta que, ya en el siglo XIX, los lingüístas se atrevieran
a establecer la llamada pronuntiatio restituta (la pronunciación restituida), que viene a ser
un "retrato robot" de la forma en que los romanos pronunciaban su idioma en la época
clásica (aunque también se ha "reconstruido" más o menos la pronunciación arcaica, la
vulgar, la postclásica, etc. Del mismo modo que un dibujante especializado puede trazar un
retrato robot de un delincuente con el grado de similitud suficiente para que permita
reconocerlo, los lingüistas han aprovechado toda la información disponible por parte de
gramáticos romanos, o de textos que, por cualquier motivo, hicieran referencias al lenguaje
y su pronunciación, y los reflejos de palabras latinas en otras lenguas coetáneas, han
añadido a todo ello las conclusiones de la lingüística comparada, que permite establecer
paralelismos entre las distintas lenguas indoeuropeas y su evolución fonética y el resultado
ha sido la pronunciación que describiremos en estas notas. Junto a esta pronunciación
reconstruida coexisten hoy en día las pronunciaciones tradicionales y la pronunciación
eclesiástica, muy similar a la pronunciación tradicional italiana, y que es más parecida a la
pronunciación del latín tardío que a la del latín clásico. En definitiva, la forma en que
Cicerón se llamaba a sí mismo según todas las evidencias existentes no era
ni Cícero, ni Sísero, ni Chíchero, sino más bien Kíkeroo.

El alfabeto latino
El alfabeto latino arcaico constaba de las 21 letras siguientes:

A, B, C, D, E, F, Z, H, I, K, L, M, N, O, P,
Q, R, S, T, V, X
Sólo tenía letras mayúsculas. Hacia el siglo III d.C empezaron a aparecer letras
simplificadas (cursivas mayúsculas) que facilitaban la escritura fluida, pero las
minúsculas propiamente dichas como las conocemos ahora surgieron en la edad
media. (nótese que la V era la u mayúscula). El año 312 a.C. el censor Apio
Claudio suprimió la letra Z del alfabeto al juzgarla "desagradable y extranjera"
(palabras que para él distaban poco de ser sinónimas).

En principio, la letra C era una variante caligráfica de la Γ griega, y se incluyó en


el alfabeto latino con la intención de representar el sonido g (de gato), mientras
que el sonido k se asignaba a la letra K, que no era sino la kappa griega, aunque
su nombre se abrevió a ka. Sin embargo, los romanos eran conscientes de que
(según veremos) la k seguida de u más otra vocal se pronunciaba de forma
distinta, y por ello introdujeron la letra Q para dejar constancia de esa
peculiaridad. Tal vez el hecho de que la Q se usara para representar el
sonido k ante u llevó a la confusión de creer que la K debía usarse únicamente
para representar el sonido k ante a. Sea por esto o por cualquier otro motivo, lo
cierto es que los romanos redujeron el uso de la K a las palabras en las que el
sonido k iba seguido de una a, y para el resto de casos emplearon la letra C, que
por otra parte representaba el sonido g (de gato), como ya hemos dicho.

Esta situación extraña degeneró, de modo que a lo largo del siglo III a.C.
la K cayó en desuso y la C absorbió completamente su función. Pero el hecho de
que una misma letra representara dos sonidos distintos (g y k) cuya oposición era
significativa en cuanto que distinguía unas palabras de otras, era un
inconveniente al que los romanos eran muy sensibles, por lo que alrededor de
230 a.C. Espurio Carvilio Ruga, un liberto que fue el primero en establecer una
escuela de pago en Roma, modificó la letra C añadiéndole un palito para formar
la letra G, que empleó para representar el sonido g, reservando a su vez la C para
el sonido k, salvo ante u, donde se siguió usando la Q porque, como decimos, la
pronuciación lo justificaba.

Como no es de extrañar, la gente es especialmente reacia a modificar la escritura


de su propio nombre, por lo que los nombres como Caius se escribieron desde
entonces tanto con C como con G, lo que a su vez hizo que la pronunciación
original Gai-ius terminara alternando también con la que resulta de leer la grafía
antigua con las normas nuevas: Kai-ius. La forma preferible es escribir y
pronunciar Gaius. Parece ser que Julio César escribía su nombre indistintamente
con C o con G.

La nueva letra G pasó a ocupar en el alfabeto el hueco que había dejado la Z. El


hecho de que "se recordara" la posición que había ocupado la Z puede deberse a
que los romanos usaran, como los griegos, las primeras letras del alfabeto para
representar los números, con lo que siguieron usando la Z para representar el
número 8 hasta que fue sustituida por la G, si bien al final pervivió el sistema de
numeración romana que todos conocemos, en el que el 8 se representa por VIII.
No obstante, la K no fue eliminada del alfabeto, sino que se mantuvo en unas
pocas palabras fosilizadas, como kalendae (el primer día del mes).

En el siglo III a.C., tras la conquista de la Magna Grecia, los romanos empezaron
a familiarizarse con la cultura y la lengua griega, y el latín empezó a incorporar
cada vez más vocablos de dicha lengua. Esto planteó un problema, pues el griego
tenía varios sonidos de los que el latín carecía, de modo que no podía
establecerse una correspondenc

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