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Sirena de río Ana María Shua

El sedante que les dio el veterinario no había hecho efecto. El perro era grande, perdía pelo, olía mal y se
movía por el auto, caminando sobre las piernas de los chicos, pasándose al asiento de adelante, haciendo
más difícil el acceso a la palanca de cambios. El viaje hasta Traslasierra era largo. Se turnaban con Carolina
para manejar, pero en el asiento del acompañante, Fran no descansaba. Estaba tenso, atento a los cambios
de ritmo de la ruta, y cuando salieron de la autopista fue todavía peor, los autos que venían en dirección
contraria lo sacaban de quicio. Sus movimientos sobresaltados, los gritos de alerta y las recomendaciones
terminaron por hartar a Carolina. No manejo más, dijo ella. Seguís solo.
Al principio su mujer se dedicó a vengarse imitándolo: cuidado, así no, a la derecha, mirá para adelante.
Por suerte, enseguida se distrajo con el paisaje que era lindísimo. Los chicos estaban tranquilos, Valentín
venía concentrado en su tablet y Ailén se sentía tan mal, como le pasaba siempre en el auto, que no tenía
fuerzas para pelearse con su hermano. Cada tanto había que parar para que la chiquita diera unos pasos en
tierra firme, vomitara si fuera necesario, y respirara hondo el aire que parecía cada vez más puro y
agradable. Lo único insoportable era el maldito perro, nunca debió haber permitido que entrara en su
familia, pero otra vez lo había derrotado la alianza de Carolina con los chicos.
La amiga de Caro vivía sola en las afueras de uno de los poblados de Traslasierra y los había invitado. En su
casa, nada fue mucho mejor. Ailén y Valentín la pasaban bien, porque en el caserío había muchos otros
chicos y enseguida se prendieron a la bandita que correteaba por ahí. Se trepaban a las sierras chicas,
buscaban nidos de pájaros y se bañaban entre las piedras de un arroyito de agua fresca que no tenía nada
de peligroso.
A los que no se bancaba Fran era a los adultos. Con tu buena onda de siempre, lo corría Carolina. Y quizás
tuviera razón pero, ¿cómo y por qué soportar a esos hippies de cierta edad, que vivían de esquilmar a los
turistas vendiéndoles sus artesanías berretas, que insistían pesadamente en la importancia de lo natural?
Para Fran eran simplemente fracasados que se escondían de sus parientes. A la noche siempre estaban
borrachos, y fumaban como escuerzos con la excusa de que la marihuana, el tabaco y el alcohol eran
“naturales”. A Francisco lo natural le importaba un cuerno y día por medio se iba al supermercado de Mina
Clavero a traer gaseosas. ¿Azúcar refinada no pero chupi sí? contestó una vez a las objeciones de la amiga
de Carolina. Su mujer le echó una mirada asesina.
La salvación fue descubrir que en el río había buenos pejerreyes. Desde entonces salía día por medio con
su caña y su caja de pesca y volvía con dos o tres bichos grandes para la cena. Era temporada de verano,
cada vez había más turistas en la orilla del río. Dejaban papeles sucios de ketchup y mostaza, cáscaras de
fruta, bolsas de plástico, hacían ruido y chapoteaban espantando a los peces.
Francisco decidió meterse más adentro en el monte, río arriba, para librarse de la gente. Quizás no era
culpa de los amigos de Carolina, quizás no habían sido sus compañeros del colegio, o sus propios parientes,
o los muchachos de la oficina, quizás lo que no le gustaba era la gente en general, estaba dispuesto a
admitirlo. Solo, en el silencio quebrado por el viento entre las ramas, por los insectos o los pájaros, se
sentía mucho mejor.
Se encontró con la sirena bastante arriba, en una zona donde la pendiente se amesetaba y el río estaba
flanqueado por pajonales incómodos para los picnics familiares. Ella estaba sentada sobre una piedra,
comiéndose un pejerrey crudo, y no pareció molestarle su aparición. Era muy fea, llevaba el pelo
larguísimo enmarañado, mezclado con algas, restos de plástico sucio, insectos y otras basuras. Tenía las
tetas caídas y le faltaba un diente de adelante.
Hubiera sido fácil pensar que no tenían nada en común y sin embargo se hicieron amigos enseguida. La
sirena hablaba bien el castellano, con tonada cordobesa y un leve acento extranjero indefinible.
Acompañaba las diatribas de Francisco contra el resto de los seres humanos con sonrisas, comentarios y
ejemplos que las corroboraban. Ella era una estudiosa de los humanos, los observaba siempre desde el río,
polucionando las orillas.

–¿No te aburrís de mirar a la gente? ¿No hacen y dicen siempre las mismas pavadas? –preguntaba Fran.
–Es un poco aburrido –decía la sirena–. Como mirar Gran Hermano sin editar. Pero a veces pasan cosas
interesantes. Algún romance, alguna pelea… En los últimos años había aprendido muchísimo gracias a que
tanta gente se dejaba olvidados los celulares.

–Aquí no hay señal –explicó la sirena–. Pero a la noche bajo hasta acercame más al pueblo. Los cuido para
que no se mojen y los aprovecho mientras les dura la batería.

La tentación del sexo pasó enseguida. Concretar una unión era imposible por las diferencias anatómicas.

–Pero además, no te va a gustar tocarme –dijo la sirena–. Soy muy fría.

Tenía razón. La piel, incluso de la cintura para arriba, era apenas escamosa y fría como la de un cadáver. La
sirena tampoco cantaba bien.

–No tengo mala voz, pero desafino –le aseguró.

Cantó una estrofas del Himno Nacional para demostrarlo. Era cierto. En cambio, era una sirena muy
inteligente y a Fran le gustaba mucho charlar con ella. Ahora iba a pescar todos los días y Carolina le
tomaba un poco el pelo.

–Si no fuera por los pejerreyes, pensaría que estás haciendo la de los vaqueros gay en Secreto en la
montaña.

Pero Fran también había visto la película y prestaba mucha atención a los detalles. Revisaba la caja de
pesca, mojaba las líneas y los anzuelos, cambiaba las plomadas de lugar. Y nunca dejó de traer unos
cuantos pejerreyes, ya limpios, descamados y listos para la sartén. Cuando se hartaron de comer pescado,
la amiga de Carolina, que no tenía freezer, le pidió a una amiga que se los guardara para el invierno.

–¿Te puedo tomar una foto? –le preguntó un día Fran a la sirena, cuando ya faltaba poco para volver a la
ciudad.

–Por supuesto –dijo ella.

Francisco miró las fotos que había sacado, varias de la sirena sola y un par de selfies de los dos y se dio
cuenta de que no valía la pena. Eran inverosímiles. Y de todos modos, para qué quería fotos al lado de una
mujer tan fea. Hubiera sido buscarse problemas para nada. Las borró antes de llegar a la casa. Aunque eran
buenos amigos, no todo lo que hacía la sirena le caía bien a Francisco, que era muy exigente. Verla atrapar
un pejerrey con los dientes era un espectáculo, pero daba un poco de impresión. Después de comer, ella
tenía la costumbre de limpiarse entre los dientes con una espina de pescado, sin taparse la boca. En los
últimos encuentros empezó a burlarse de las botas de pescador de las que Fran estaba tan orgulloso.
La última noche antes de volver, Fran decidió relajarse un poco y tomarse una cervecita con todos los
demás. Los seres humanos y sus costumbres quizás no fueran tan malos después de todo.
Al año siguiente, Francisco Staderi ganó el Concurso de Pesca del Pejerrey en el Dique La Viña. Sacó tantos
pejerreyes que otro de los concursantes lo denunció por usar redes. Pero nunca se pudo probar.

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