las paredes para construir libreros, Jim Sears no parecía ser un hombre cuyo único hijo hubiera muerto en las crecientes del Elwha. Era un hombre velludo, lleno de confianza, que tronaba los nudillos con energía mientras hablábamos de repisas, ménsulas y nos cerciorábamos de las manchas en el roble. Pero este es un pueblo pequeño, es un mundo pequeño. Seis meses después, cuando los libreros ya habían sido construidos, entregados e instalados, el padre de Jim, de nombre Howard Sears, quien “suplía a su hijo” vino a pintar nuestra casa. Me dice –cuando pregunto movido por cierta cortesía provinciana, “¿Cómo está Jim?”– que su nieto Jim Jr. había muerto en el río la primavera anterior. Jim se siente culpable. “No se ha recuperado todavía,” añade el Sr. Sears. “Y parece que está empezando a perder la cordura,” continúa, mientras ajusta su gorra de pintor. Jim tuvo que observar impotente cómo un helicóptero apresaba el cuerpo de su hijo y lo sacaba del río con unas tenazas. “Usaron un par de enormes tenazas de cocina, ¿puede imaginarlo? Sujetadas por un cable. Dios siempre se lleva a los más dulces, ¿no es así?”, dice el Sr. Sears. “Sus designios son inescrutables”. “¿Qué piensa usted de todo esto?” quiero saber. “No quiero pensar nada,” dice. “No debemos cuestionar o dudar de Sus criterios. No es algo que podamos entender. Yo sólo sé que se lo ha llevado a casa, al más pequeño.”
Continúa diciéndome que la esposa de Jim lo llevó de viaje a trece
países de Europa con la esperanza de ayudarlo a recuperarse. Pero no fue así. “La misión no se cumplió,” dice Howard. Y Jim contrajo el mal de Parkinson. ¿Ahora qué sigue? Está de vuelta pero aún se culpa a sí mismo por haber mandado a Jim Jr., esa mañana, a buscar una jarra de limonada al coche. ¡No necesitaban limonada ese día! ¡Dios!, ¡Dios!, ¿en qué estaba pensando?, ha dicho Jim cientos, no, miles de veces a cualquiera que aún lo escuche. ¡Si no hubiera hecho limonada esa mañana! ¿En qué demonios estaba pensando? Si no hubiera ido de compras la noche anterior, y si aquel cesto de limones amarillos no hubiera estado junto a las naranjas, manzanas, uvas y plátanos... Eso era en realidad lo que Jim quería, naranjas o manzanas, no limones o limonada, al diablo los limones, Jim odiaba los limones –al menos ahora los odiaba– pero a Jim Jr. le gustaba la limonada, siempre le había gustado. Él quería limonada.
“Veámoslo de esta forma”, diría Jim padre, “esos limones
vinieron de algún lugar, ¿no es así? Del Imperial Valley, posiblemente, o de algún lugar cerca de Sacramento; ahí cosechan limones, ¿verdad?”. ¡Esos limones fueron plantados y regados y vigilados y luego puestos en costales, y fueron pesados y después almacenados en cajas y enviados por tren o camión a este maldito lugar en donde tuvo que morir el hijo de un hombre! ¡Esas cajas fueron descargadas por muchachos de la misma edad que Jim Jr.! Los limones fueron desempacados y vertidos de sus cajas –amarillos y oliendo a limón– por esos mismos muchachos, y fueron rociados y lavados por un muchacho que aún vive, respira y camina por la ciudad, que aún crece como un joven normal. Entonces alguien los cargó hasta la tienda, y los colocó en una repisa bajo aquel atractivo letrero que decía ¿Has Tomado Limonada Fresca Últimamente? Según Jim, esto se remontaba hasta las primeras causas, hasta el primer limón cultivado en el planeta. Si no existieran los limones, y si no hubiera ningún supermercado, entonces Jim aún tendría a su hijo, ¿no es así? Y Howard Sears aún conservaría a su nieto, ¿verdad? Te das cuenta, mucha gente estuvo involucrada en esta tragedia. Los granjeros, por ejemplo, y los recolectores de limones, los conductores de los camiones, la cadena de supermercados… Jim padre, ciertamente; él estaba dispuesto a asumir su responsabilidad. Pues él fue el mayor culpable de todos. Por eso no se recupera, me dijo Howard Sears. No obstante, tenía que librarse de eso de alguna forma, y continuar. Aunque todos estuvieran devastados.
Hace algún tiempo la esposa de Jim lo inscribió a
una clase de labrado de madera. Ahora él se dedica a tallar osos y focas, búhos, águilas, gaviotas, cualquier cosa, pero aún no puede concentrarse en una sola criatura por el tiempo suficiente para finalizarla, dice el Sr. Sears. El problema es que, continúa su padre, cada vez que Jim levanta los ojos de su torno o desvía la mirada de su cuchillo de labrado, ve a su hijo irrumpiendo de las aguas, río abajo, alzado por un cable; luego girando y girando en círculos hasta llegar aún más alto que los árboles; las tenazas descollando bajo su espalda, y después el helicóptero girando y oscilando río arriba, con el bramido y el bamboleo de las aspas. Ahora Jim Jr. pasa por encima de quienes lo buscaban alineados en la orilla del río. Sus brazos caen a los lados y de su cuerpo escurren gotas de agua. Pasa por encima de todos una vez más, aún más cerca, y regresa instantes después para ser depositado, para ser gentilmente asentado a los pies de su padre. Su padre. Un hombre que, después de haberlo visto todo –el cadáver de su hijo saliendo del río, sujetado por pinzas de metal, luego girando y flotando en círculos, por encima de los árboles– no desearía nada más que simplemente morir. Pero la muerte es sólo para los más dulces. Y él recuerda aún la dulzura, cuando la vida era dulce, y cuando dulcemente disfrutaba de aquella otra vida.