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Cuadernos de la guerra de Marguerite Duras

Me dijeron: “Su hijo ha muerto”. Fue una hora después del parto; yo había visto al niño. Al día siguiente pregunté
cómo era. Me dijeron: “Es rubio, un poco pelirrojo, tiene las cejas altas, se le parece”. “¿Está todavía ahí?” “Sí, está
ahí hasta mañana.” “¿Está frío?” R. contestó: “No lo he tocado, pero debe de estarlo, está muy pálido”. Después
titubeó. “Está guapo, es también por causa de la muerte.” He pedido verlo. Pregunté a la superiora. Me dijo: “No
merece la pena”. No insistí. Me habían explicado dónde estaba, en un cuartito al lado de la sala de trabajo, a la
izquierda, según se va allá. Al día siguiente estaba sola con R. Hacía mucho calor. Yo estaba echada boca arriba, tenía
el corazón muy fatigado, no debía moverme. No me movía. “¿Cómo tiene la boca?” “Tiene tu boca”, decía R. Y así a
todas horas. “¿Está ahí todavía?” “No lo sé.” No podía leer. Miraba por la ventana abierta el follaje de las acacias que
crecían en los terraplenes del ferrocarril de circunvalación.

Al día siguiente vino la superiora: “¿Quiere usted dar sus flores a la santa Virgen?”. Yo dije: “No”. La monja me miró:
tenía setenta años, estaba reseca por el ejercicio cotidiano como organizadora de la clínica, era terrible, tenía un
vientre que yo me imaginaba negro y seco, lleno de raíces resecas. Volvió al otro día. “¿Quiere usted comulgar?” Yo
dije: “No”. Entonces me miró. Su rostro era horrible, era el rostro de la maldad, del diablo. “Esta no quiere comulgar
y se queja porque su hijo ha muerto.” Salió dando un portazo. La llamaban “madre”.

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