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Escaleras de Eduardo Abel Giménez

 
Se había cortado la luz y yo tenía que subir hasta el décimo piso. Las escaleras parecían poco amistosas: cada tramo un
semicírculo estrecho de dieciséis escalones negros encerrados entre dos paredes, muy angostos a la derecha, un poco
má s anchos a la izquierda, con una lucecita de emergencia de esas que parecen lunas cilíndricas, pá lidas, tuberculosas.
El primer tramo sirvió para ir tanteando el terreno, y má s que nada los mú sculos de mis piernas, aquellos que
normalmente reconozco y también los que só lo anuncian su presencia en casos como este. Adopté un ritmo lento,
tranquilo, sabiendo que las cosas se iban a complicar progresivamente.
En el segundo tramo me crucé con dos embarazadas, panzas enormes en primer plano, que bajaban con muchas
precauciones mientras mantenían una charla que só lo dos embarazadas podrían tener:
—Las zapatillas pesan como medio kilo.
—Sí, la ropa es liviana, no te das cuenta. Pero las zapatillas…
—Sí, como medio kilo pesan.
Las voces se perdieron en la distancia cuando encaré el tercer tramo. Hacía calor. Y estaba hú medo, con ese tipo de
humedad que ablanda los pocos billetes que uno lleva en el bolsillo y los deja aú n menos valiosos de lo que suelen ser. 
En el piso tres había, con esas deliciosas simetrías de la realidad, exactamente tres personas. Un niñ o, su madre y otra
mujer de mayor edad. La madre decía: 
—¿Pero có mo no vas a poder subir? Si hasta la abuela Amalia subió .
—No sé, hija, no sé —respondía la mayor.
Era un ejercicio de previsió n del futuro, el deporte favorito de los humanos, sobre todo de los que bajan escaleras
sabiendo que el camino de regreso será mucho peor. Porque estaban bajando, aunque de momento no lo noté. El chico
llevaba una linterna, y se mantenía callado mientras apuntaba hacia mí: durante un segundo mis ojos fueron el blanco,
antes de que decidiera que los escalones eran má s interesantes. 
Entre el tercer piso y el cuarto me empecé a sentir solo. No había otras voces. No había movimiento salvo el de mis
piernas que con paciencia exasperante avanzaban hacia arriba, mientras el sudor descendía. 
No hice una pausa en el cuarto piso. Seguramente fue un error. Ya un poco apunado, me detuve en el quinto, al pie del
tramo de escaleras que llevaba aú n má s alto. Ese era el momento oportuno para que apareciera alguien má s en direcció n
contraria, alguien que me diera la excusa para esperar otro segundo, alguien que me distrajera del aliento dificultoso, las
piernas en actitud de protesta, la angustia que asomaba su lengua asquerosa. Y sin embargo no aparecía nadie. Era
ló gico: a mayor altura, menor probabilidad de encontrar vida.
El sexto piso era un pá ramo. En el extremo del largo pasillo, donde no tendría que ir porque la escalera seguía
enroscá ndose sobre sí misma, allá donde la falta de luz era má s evidente, había una vela encendida, apoyada en el suelo.
Parecía la ú ltima estrella en ponerse, preparando una noche negra e interminable; en el aire quieto y escaso, no titilaba. 
Las luces de emergencia de las escaleras estaban má s pá lidas, má s distantes a pesar de que las paredes parecían haberse
estrechado. Sí, sin duda el pró ximo tramo era má s angosto que los otros, mientras mis pulmones requerían espacios
mayores, y se creaba la ilusió n de una mayor altura. El mundo, o lo que quedaba del mundo por encima de mí, se estiraba
hacia arriba para hacer las cosas má s difíciles. 
Entre el séptimo y el octavo el aire era decididamente tenue. Pensé en sentarme en uno de los escalones, pero me
disuadió el temor a no poder levantarme otra vez. Había rumores en alguna parte, no de voces sino de cosas, entidades
que se arrastraban con un lamento grave, extendido. Algo como el canto de las ballenas pero seis octavas má s bajo y
desesperado. 
El calor iba en aumento. La ú nica forma de conseguir un poco de brisa era moverme con má s rapidez, y eso estaba fuera
de cuestió n. Subí un escaló n y me detuve. Miré hacia arriba, má s allá de la mirada sin pá rpados de la luz de emergencia,
al agujero negro que me esperaba: había un reflejo rojizo, tal vez otra vela en el suelo má s allá de la pró xima curva. O tal
vez un signo de que en aquella direcció n, en las alturas, estaba el infierno. 
No recuerdo nada del tramo entre el octavo piso y el noveno. Nada. Se borró de mi memoria. Tal vez levité sin darme
cuenta, porque tampoco sentí el trabajo extra de piernas, pulmones y otros centros de dolor distribuidos por todo el
cuerpo. 
En el noveno casi no se podía respirar. El calor venía de má s arriba, estaba seguro, pero también de mi interior. Dos
infiernos, contando el mío propio. Y nadie con quien compartirlos. Apoyé una mano en la pared y conté mentalmente los
dieciséis escalones que faltaban para llegar al décimo. Iba a ser tan poco el premio si los trepaba, si sufría lo necesario
para avanzar uno por uno, piedra negra tras piedra negra; iba a resultar tan poco satisfactorio cumplir con la obligació n
de llegar al décimo piso, que tal vez fuera mejor abandonar, bajar otra vez a regiones má s amistosas. Subir hasta el
noveno había sido como estirar un elá stico cada vez má s tenso, y ahora la tensió n parecía haber llegado al límite. El
elá stico tiraba hacia abajo, y yo me había quedado sin fuerzas. Pero rendirme en ese momento sería una derrota. No
tenía derecho a hacerlo. Nadie me lo perdonaría, empezando por mí mismo, el menos perdonador de mis críticos. 
De manera que ahí me quedé, aspirando hondo, con los billetes humedecidos en un bolsillo pegado al cuerpo, mirando la
pró xima luz de emergencia, con un pie en el primer escaló n y la frente apoyada en el antebrazo, tratando de ya no
pensar, sudando, tembloroso, esperando una decisió n que tal vez nunca pudiera ser tomada.
 

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