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“Gótico correntino” 

   de Mariana Enríquez

          Papá tendría que estar acá, no yo, siempre lo estoy cuidando, pensó Gustavo mientras esperaba su equipaje
que, como siempre, tardaba una eternidad en la cinta, la lenta cinta del aeropuerto de Corrientes capital. ¿Por qué
había despachado su equipaje, si era apenas una valija de tamaño mediano que cabía perfectamente en la cabina?
¿Por qué lo había hecho si, y lo sabía sin duda alguna, su equipaje siempre llegaba último, él siempre se quedaba
solo junto a la cinta, transpirando frío porque no se le ocurría contratiempo más maldito que perderlo? A lo mejor
porque necesitaba de ese retraso para poder enfrentar a su familia correntina. Los había visto por última vez hacía
relativamente poco, unos dos años. Pero aquella visita había sido por vacaciones, para verlos y divertirse con ellos. 
          Esta vez era distinto. Y no estaba bien enojarse con su padre, lo sabía. El pobre lo hubiera relevado de la
responsabilidad sin pensarlo. Pero estaba en Estados Unidos, trabajando, como lo hacía todos los años durante cinco
meses. No podía dejar el trabajo salvo por una urgencia extrema. Y esto estaba lejos de ser urgente. Era una locura,
eso sí, pero no era una urgencia. 

          Recibió el llamado de su tía Lidia a las 8 de la mañana, un horario perfectamente normal para ella, que se
levantaba al amanecer, y por completo molesto y estrafalario para Gustavo, que trabajaba de noche y a la hora de la
llamada estaba recién dormido. La tía Lidia sabía que su sobrino trabajaba de noche. Pero la tía Lidia era una mujer
desconsiderada y egoísta, por eso mismo el resto de la familia la había seleccionado para la sucia tarea de hacer esa
llamada y dar la noticia morbosa y disparatada que Gustavo tuvo que escuchar como si la voz de la pariente
litoraleña llegara desde una pesadilla. 
         Hola Gustavo querido, es tu tía Lidia. Acá todos bien. La Mechi sigue hablando sola pero está bien. Dejó de dar
clase eso sí porque dice que todos los niños se le vuelven espectros. Las caras de los niños, sí. De espectros, como de
aparecidos, les tiene miedo. Pero no anda mal, le dio Trapax el doctor, también va al huesero, está bien. Pero no te
estoy llamando por eso, querido. Te llamo porque la tenemos que pasar a urna a tu mamita y hay un problema,
tienen que venir parientes directos. Si, ya sé que somos los hermanos y es parentesco directo, pero es otro el
problema, nosotros acá no podemos tomar una decisión solos. Sí, es que se venció en el cementerio de San Luis el
nicho, ahora te pasan a urna después de treinta años. Lo que pasa el tiempo che, cómo pasa, es increíble. La tenés
que venir a ver vos, pucha que lástima que no está tu papá. No Gustavito, te digo que no la podemos mandar
nosotros nomás a la urna a tu mamita. Porque pasa algo que no te puedo decir así nomás por teléfono. No, no se
puede, tenés que venir. No te hagas el loco, Gustavito, venite nomás y dejá de joder. Es una cosa seria, sí. De paso
también nos visitás, pero puta canejo qué sobrino desamorado. No, no te puedo decir, son cosas que se dicen en la
cara, cuando sepas ya me lo vas a agradecer. Y vos después se lo contarás a tu pobre padre, menos a él se le puede
decir semejante cosa por teléfono, que está en el exterior encima. 
        Cuando Lidia dijo ‘nosotros no podemos tomar una decisión solos’ Gustavo se los imaginó a todos alrededor de
la mesa del teléfono, lo más cerca del aire acondicionado posible (la casa de Lidia era un frigorífico, el frío era una
exageración incluso para Corrientes, pero a su familia le gustaba), todos conteniendo la respiración, cómplices y
cobardes porque habían elegido a Lidia, la más inescrupulosa, para hacer la llamada. Se imaginaba a Walter, siempre
con su martillo en la mano o con clavos en la boca, arreglando constantemente los muebles de su casa, casi lo único
que hacía desde su viudez. Se imaginaba a Julio, chofer orgulloso de jefes de policía torturadores tanto de Chaco
como de Corrientes, un hombre jovial y encantador hasta que empezaba a defender a sus ex patrones. Y por último
a la Mechi, que hablaba sola y seguramente seguía tomando su cervecita de cada noche antes de dormir a pesar del
Trapax. Eran los cuatro hermanos de su madre muerta, los hermanos de Margarita, y vivían todos juntos en un
terreno enorme, casi una manzana completa, donde, durante décadas, cada uno había construido su propia casa.
Vivían con sus familias, salvo Lidia, que quería estar sola, no le gustaba convivir con nadie, ni siquiera con sus hijos, a
los que echó ni bien terminaron el colegio secundario, una actitud que en Corrientes casi equivalía a ser una madre
asesina. Gustavo recordaba que esa manzana con sus cuatro casas era como un pueblo, nada más que todos los
habitantes eran parientes. Chicos y perros. Guacamayos y salamandras, arañas pollito y viudas negras, plantas de
ruda, parras y los rezos de la Mechi cuando le atacaba el fervor por la Virgen de Itatí. Jugar a las cartas y a los dados,
y sobre todo a la lotería, todas las noches, hasta muy tarde, por lo menos hasta la hora del refresque, que era
aproximadamente a las tres de la mañana, tomando mate frío o amargo serrano. Chamamé hasta tarde también y a
veces subir el colchón a la terraza porque allá arriba corría más la brisa que dejaba dormir. A Gustavo, cuando era
chico, le encantaba subir a dormir a la terraza, sentir llegar el sueño mirando las estrellas, que eran más y más
hermosas en Corrientes sobre un cielo de terciopelo azul.
          Su papá había hecho bien en mantener el contacto y también había sido muy valiente. Un hombre más débil
sencillamente se habría dedicado a criar su hijo y dejado atrás el lugar donde había muerto su mujer. Estaba
profundamente enamorado, Gustavo lo sabía, y mantener el contacto debía haber resultado muy doloroso. Pero
desde un primer momento su padre creyó que era lo mejor.
          Gustavo tenía solamente un año cuando su madre había muerto ahogada en el Paraná. No se acordaba de ella
en absoluto, no tenía en la memoria ni una sola impresión, nada, ni siquiera una vaga sensación a la que pudiera
disfrazar de recuerdo. Pero sabía muchas cosas de su madre, de alguna manera sentía que la conocía, podía
identificarla como una presencia casi palpable, gracias a que su padre había tomado la decisión de no borrarla de sus
vidas. Lo había logrado con la ayuda de los parientes correntinos, esa familia cariñosa y extraña: los visitaban como
mínimo cada dos años, hablaban por teléfono, hasta se escribían cartas. Su padre parecía satisfecho aunque triste
cuando lo miraba jugar y reírse a los gritos en la laguna Totora, o matando palometas a cascotazos, o pisoteando los
cascarudos que en pleno verano tapizaban la peatonal Junín como una ruidosa alfombra. Si, cuando era chico había
pasado momentos fantásticos en Corrientes.
          Claro que entonces, en los años felices, no sabía exactamente cómo había muerto su madre –ahogada en el río,
eso sí se lo habían dicho, pero cómo había llegado ahí, lo fundamental, eso no—y los parientes le parecían locos
divertidos, locos lindos como se decía en Buenos Aires.
         Ahora que Gustavo tenía más de treinta años, las cosas eran distintas. O a lo mejor él había cambiado
demasiado, a lo mejor se había convertido en un miedoso, convencional, insoportable.
          Contra la pared del fondo, sobre la cinta (lenta, traqueteante), reconoció al fin su valija. Se acercó a buscarla y
respiró hondo antes de salir al encuentro de la tía Lidia, que lo esperaba en su Renault 12 color beige,
apantallándose en el calor agobiante del mediodía correntino.

 ***

           Tía Lidia apenas habló en el trayecto del aeropuerto a la casa, y se la pasó fumando sus Le Mans largos.
Gustavo decidió no preguntarle nada hasta llegar: sabía, porque conocía de memoria los mecanismos familiares, que
habían tomado la decisión de darle la noticia todos juntos.
          Y, en efecto, los otros tres hermanos, sus tíos, lo estaban esperando en la vereda, frente a la reja del garage
central (todos entraban sus autos por ahí: adentro había una especie de estacionamiento techado que parecía el de
una parrilla, tantos eran los autos y tantos los miembros de la familia). Lo abrazaron en fila, incluso Julio, con el que
Gustavo había tenido una pelea a gritos en su última visita, una pelea en la que había decidido no dirigirle más la
palabra a su tío, defensor de represores facho hijo de puta. Lo hicieron pasar a la casa de Lidia, probablemente
porque ella comandaba el operativo de información. Gustavo se sentó a la mesa cubierta con un mantel de plástico
de la amplia cocina de Lidia, y les dijo a sus cuatro tíos que ya estaba harto, que no entendía por qué había viajado
así, soportando que lo mantuvieran en suspenso, qué carajo es todo este misterio, me lo dicen ya o me voy a la
mierda y les juro que no me ven la jeta en la puta madre vida nunca más. 
          -Mirá cómo se pone el borrego, lo porteño que está ché. Mechi, traete algo fresco de tomar para el chico, pero
pegale una enjuagada a los vasos que están inmundos –dijo Lidia y le ofreció a Gustavo un cigarrillo. –Yo te voy a
contar, criatura. Resulta que me llaman del cementerio para pasar a tu mamá de nicho a urna. 
          -Eso ya me lo dijiste. 
         -Impaciente había sido el chico. No la interrumpas más a tu tía que bastantes dramas ya tiene. Mechi, se me
parte la cabeza, andá pedile al Hugo que te fíe una tira de Migral, yo después le pago. Les digo a los empleados del
cementerio que la pasen nomás. Bueno doña, me contestan, la pasamos entonces. A las dos horas me llaman de
vuelta y me dicen, doña, tiene que venir, le abrimos el cajón para pasar los huesos a urna, y su hermana está intacta.
Eso me dicen. Yo les pego cuatro gritos, intacta qué, les chillo, mi hermana murió hace 30 años, qué dicen,
degenerados. Porque los empleados de cementerios son muy degenerados. Pero estos no son, pobres cristos. Me fui
para allá, agarré el coche y me fui. Y ahí estaba tu madre, Gustavito, ahí está mejor dicho, intacta. 
          -¿Cómo que intacta?
          Gustavo no podía ni gritar ni enojarse. No creía entender lo que su tía le estaba diciendo. 
          -Intacta, entendeme papito. No se pudrió nunca tu mami. Está igual que cuando la enterramos. Mejor que
cuando la enterramos, la verdad, porque se deshinchó. Un poco consumidita está la pobre, y como muy morochita,
sequita nomás. Pero no se descompuso. El cuerpo está intacto.
          Sus dos tíos –la Mechi no había vuelto—asintieron, con cara de apesadumbrados. Gustavo dedujo que también
la habían visto. 
          -¿Cuándo pasó esto? 
          -Hace una semana. Esperamos para ver si se pudría…
          -Tía, basta. 
         -No te me hagás el impresionado que será tu madre pero no la conociste. Yo sí que la conocí, era mi hermana, y
ni te podés imaginar lo que fue verla ahí, como si estuviera viva, che, después de treinta años. Ya me había olvidado
de su cara y todo.
          La discusión fue larga, y Gustavo se encontró tomando mate frío, tratando a sus tíos de locos, agarrándose la
cabeza. ¿Un cadáver incorrupto? Podía haber tantas razones. Una especie de ‘envasado al vacío’ del nicho. Algún
proceso químico. ¿Nadie le había inyectado formol o iniciado algún proceso de momificación con el cuerpo de su
madre? Los tíos decían que no. Se fue juntando más gente. Los hijos de Julio, muy cariacontecidos, uno de ellos, el
más joven, algo asustado. La prima Amanda, hija de Walter, entró cargando a su hija menor en brazos. Ella también
había visto a la muerta. Y tiró una bomba sobre la mesa de la cocina: en San Luis ya había gente enterada del
milagro (¡No es un milagro!, gritó Gustavo en su cabeza pero siguió escuchando) y le estaban yendo a rezar a
Margarita. Decían que olía a jazmines. El olor de la santidad. 
          -¡Por el amor de Dios! –ahora Gustavo podía hablar de vuelta. –¡Hay que cremarla y listo! 
          -Es lo que yo digo –compartió Lidia. –No estamos como para tener una santa en la familia, la verdad. 
          -Pero, ¿y si Margarita es santa? –preguntó tímidamente el tío Walter, sin sacar la mirada de su martillo.
          Gustavo resopló, se levantó y dijo que salía un rato, que necesitaba un poco de aire. Santa, su madre. “Andá a
visitarlo al Claudio, si querés”, le dijo la tía Lidia. “Está limpiando la pileta”.
          Gustavo sonrió involuntariamente. Claro que no había participado de esa reunión ridícula. Su primo Claudio era
la única persona racional de la familia.

 ***

           Dichosos los ojos, chamigo, le dijo Claudio antes de abrazarlo fuerte y largo, al borde de la pileta celeste,
cuadrada, en el fondo de la casa que todavía, casi a los treinta años, compartía con su madre, la Mechi. Gustavo se
relajó por fin cuando vio a su amigo. Era su primo, pero sobre todo era su amigo, y el único en el que podía confiar.
Claudio era el que le había dicho la verdad sobre su madre, en un verano de vacaciones, cuando los dos estaban
tratando de meterle un cigarrillo en la boca a un escuerzo para ver si era cierto que chupaban hasta reventar. Le
habían robado el atado de 43/70 al tío Julio, y ya llevaban más de diez cigarrillos desperdiciados cuando se pusieron
a hablar de los remolinos del Paraná: la conversación empezó porque dos chicos se habían ahogado, chicos de la
edad de Claudio y Gustavo –unos 15 años–, y el diario decía que era culpa de los remansos, que la gente no le tenía
respeto a los remolinos. 
           -Tu mamá se murió por culpa de un remolino. Si no, se hubiera desatado fácil.
          Gustavo todavía recordaba con gran claridad la frase “se hubiera desatado fácil”. Le preguntó a Claudio que
quería decir con eso, desatado de qué. Claudio le dijo, “cómo, ¿nunca te contaron?” ¿Qué cosa no le habían
contado? Claudio se lo relató con toda calma, pero con cuidado, porque sabía el efecto horrible, de desconfianza y
vacío, que provocaba la revelación de secretos familiares. Él ya se había enterado de unos cuantos. Había muchos en
la familia.
          Era costumbre y juego entre los jóvenes correntinos tirarse al Paraná atados, de a dos, de a pares, y desatarse
bajo el agua. Apostaban plata a ver cuál de las parejas se desataba primero, y los ganadores se quedaban con una
buena cantidad. Su mamá lo había hecho, por joder: siempre era por joder que se hacía, no tanto por la plata. Era
para divertirse. Esa mañana se habían juntado unas 10 parejas en un muelle cerca del puente General Belgrano, que
recién se había inaugurado. Su mamá se tiró primera, atada a su hermana Mechi, y salió última. O mejor, no salió
nunca: la sacaron. Mechi y ella habían quedado atrapadas en un remolino. Lucharon contra el agua unos minutos, la
gente que estaba afuera decía que más de cinco, pero seguramente era una exageración. Mechi había salido, medio
desmayada, y hubo que llevarla al hospital. Julio y Walter se tiraron al agua para sacar a la hermana ya muerta.
Gustavo, bebé, estaba en el muelle, en brazos de su padre. 
          -Por eso mi mamá está loca –le había explicado entonces Claudio, con toda naturalidad. –Porque cree que la
mató a tu mamá, que no pudo salvarla, es lo mismo, se echa la culpa.
          Después debatieron mucho rato acerca de por qué se tiraron atadas al río sabiendo que era tan peligroso, y
sobre todo por qué lo habían hecho siendo madres de hijos chiquitos. Claudio le contó que cuando a su mamá le
agarraban los ‘ataques’, cuando se acordaba y revivía todo, siempre decía ‘nunca pensamos que nos iba a cachar el
remolino’. Estaban en la joda loca. Ni pensaban en morirse. Pensaban en la apuesta, y la plata, y los tragos a la noche
en el Club Regatas. Qué taradas, concluyeron en aquel momento. Y Gustavo se asombró de no sentir ningún
resentimiento contra Claudio porque él todavía tuviera madre. Mechi no era una madre que alguien pudiera desear,
eso por un lado. Y si Mechi era culpable, que tampoco lo sentía, pero si lo fuera, Gustavo de todos modos no creía
que tuviera que enojarse con su primo por eso. Sencillamente no le salía el egoísmo cuando pensaba en Claudio. Era
su mejor amigo en Corrientes, y el único que le había dicho la verdad.
          Gustavo nunca se había animado a confrontar a su padre con la verdad acerca de la competencia de parejas
atadas en el Paraná. Nunca le gritó por qué dejaste que ella se tirara cuando yo era tan chico. Por qué no la paraste.
Y nunca lo hizo porque sabía que su padre se preguntaba eso mismo todos los días, dentro de su cabeza.     
          -Hay que joderse hermano, estas viejas locas no nos van a dejar vivir nunca –dijo Claudio, y apoyó sobre el
tronco de un árbol la red que estaba usando para limpiar la pileta  de hojas y bichos. Con un gesto lo invitó a
sentarse. Gustavo se sacó las zapatillas, se arremangó los jeans y metió los pies en el agua. Claudio se sentó a su
lado, también con los pies en el agua, y encendió un cigarrillo. 
          -Lo único que nos faltaba, una Lourdes –suspiró.
          Gustavo se rió un poco, con una mueca, y se sorprendió porque, en realidad, tenía ganas de llorar. Claudio
siguió. 
          -¿Qué vas a hacer, hermano?
          -Cremarla igual. No. No sé. Esperar unos días a ver si se desintegra o se descompone sola… No sé de qué carajo
estoy hablando, la verdad. Tendría qué… no sé, no puedo pensar bien. 
          -¿La querés ver? 
          -No. Creo que no. ¿Me llamaron también por eso, no? 
          -Y sí. Para ver si la querías conocer. 
          -Son unos morbosos de mierda. 
          -Che, callate que yo la fui a ver. No me mirés así, hermano, qué querés, la fui a llevar a la mamá. Ella la quería
ver, no había forma de pararla. 
          -¿Y? 
          -Y nada, se desmayó, le agarró el ataque, lo de siempre. ¿Le vas a contar a tu papá? 
          -Ni en pedo. 
          -¿Y si te acusan de quemar a una santa? 
          -No me rompas las pelotas, Claudio, que se vayan a la mierda, están todos locos. ¿Es verdad que ya le rezan? 
          -Qué se yo. Eso dice la Amanda, pero la Amanda… 
         -Ya sé –dijo Gustavo, y resopló. Para qué vine, para qué mierda vine, por qué no les dije que se arreglaran solos,
se preguntó, y en seguida tuvo la respuesta: porque no quería que su padre se involucrara. Para cuidarlo, una vez
más. Por eso.
          Viene mal esta familia con lo sobrenatural últimamente, le dijo Claudio, para compartir sus propias desgracias.
La Amanda había estado viendo muertos como dos años seguidos. La peor parte había sido que la veía por todas
partes a su madre, la esposa del tío Walter. Por todas partes. Y avisaba: ‘Ojo Claudio, no entres a la pieza que está mi
mamá’. Lo más tranquila lo decía. El tío Walter se agarraba unos pedos épicos cada vez que la escuchaba. Pero una
mañana decidió llevar a su hija a un psiquiatra, que la internó. Al mes Amanda salió de la clínica, y seguía viendo a su
madre. Entonces fueron a buscar a una bruja. La bruja les explicó que el espíritu de la madre de Amanda estaba
atrapado en este mundo, que no podía transitar, que había que ayudarlo. Le habían quedado cosas por hacer y decir,
y la hija se aferraba a ella, entonces no podía viajar. Algo por el estilo. La solución había sido juntar ataditos de flores
blancas, diez por cada década vivida de la muerta (seis atados en total) y tirarlos al Paraná: tenían que irse con la
corriente, y así se liberaba el alma. Hubo que hacer otros ritos, pero no tienen comparación, le dijo Claudio: vos
vieras a toda la familia sobre el puente Chaco-Corrientes, una obra faraónica, tirando los ramos de flores al río. Como
veinte personas allá arriba. Un ramo se quedó atrapado en un remolino. Ya sé, ¡y dale con los remolinos!, pero
bueno, así pasó, y a los gritos, desde arriba del puente, la Lidia le pidió a un canoero que lo sacara, que lo pusiera en
la corriente. El canoero entendió aunque no creo que la haya escuchado; mucha gente anda con eso de las flores
blancas para liberar las almas, últimamente, así que los pobres tipos saben qué hacer. Cuando terminamos de tirar
todo, me lo llevé a Walter a Barranquera y nos agarramos un pedo tísico.
          -¿Amanda sigue viendo muertos? 
          -No sé. A la madre no la ve más seguro, y con eso ya nos quedamos tranquilos, imaginate lo mal que la pasaba
el pobre Walter, estaba cagado en las patas el pobre.
          Se hacía de noche, pero el calor no aflojaba. Desde la pileta, Gustavo podía escuchar que el debate seguía, pero
ya no en lo de Lidia, que seguramente los había echado a todos, harta de tanta gente en su casa. Seguía en lo de
Mechi: se veían las sombras de los tres hermanos detrás de la cortina del living. 
          -Te lo tengo que decir, hermano. Porque ellos no te lo van a decir nunca. Pasa esto: mi mamá cree que es una
señal. Mi mamá no la quiere cremar, Gustavo. Ése es el problema. En julio se fue a Itatí y dice que la Virgen le dijo
que iba a pasar algo. Y cree que es esto.
         Gustavo miró a su primo en la oscuridad. Vio cómo se pasaba la mano por la cara, cómo envejecía de golpe. 
          -Mi mamá cree que recuperó a su hermana, que así la Virgen le perdona el crimen. Anoche me pidió que te
convenciera. 
          -¿De qué? 
           -De conservar el cuerpo y armar un panteón para que se haga el culto. 
          -Me estás jodiendo. 
          -¿Cómo te voy a estar jodiendo, pedazo de pelotudo? 
          -Claudio, vos te imaginarás… 
          -Pero más vale. Más vale. No te pienso intentar convencer de nada, hermano. De nada.
          Un pájaro negro llegó volando desde el techo de la casa, besó el agua de la pileta y siguió viaje. Gustavo, que
conocía bien los pájaros correntinos, no pudo reconocerlo, no supo decir de qué especie era. Tenía unas alas
demasiado grandes y finas que no había visto antes. Cuando volvió para tomar un segundo trago, se dio cuenta: no
era un pájaro, era un murciélago. Y durante los diez minutos que se quedó callado, pensando, vio que muchos más
bajaban a beber de la pileta del fondo de la casa de su tía Mechi. 
          -Lo que sí, te voy a proponer algo –dijo Claudio. 
          -Decime.
          -Que aguantes un par de días a ver si se pudre sola finalmente, con el aire, con el calor. Así mi vieja se quedaría
tranquila. Un par de días nomás. Todos los días en esta casa llaman al cementerio a ver cómo sigue la cosa, así que… 
          -Bueno. Listo, dos días entonces. Me quedo el fin de semana. Si el lunes no pasa nada, se la crema.  
          Gustavo no quiso decir nada más, y su primo lo entendió y también se quedó callado. En la casa de Mechi se
encendieron la luz y la televisión, simultáneamente. De la casa de Julio llegaba un chamamé remoto. La noche
correntina. Gustavo sacó los pies del agua, y se sentó en una reposera cerca de la pileta, a mirar el cielo estrellado. Y
ahí se quedó cuando Claudio entró a la casa para ayudar a preparar la cena, esperando, esperando a que se pudriera
su madre.

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