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La iniciación de Eduardo Galeano

Fernando había forzado la aleta con el destornillador y había abierto la puerta del Renault. Había
desconectado la luz roja del freno, había encendido el motor con un puente de alambre. Con tira emplástica y
cinta aisladora, trocitos blancos, trocitos negros, Pancho había cambiado los números de la patente: había
convertido el cinco en un tres, el ocho en un seis, el seis en un nueve.
El viento empujaba las olas violentamente contra los muelles y multiplicaba el estrépito de la rompiente en
todo el ámbito de la ciudad vieja. Aulló la sirena de un barco; por un par de segundos, ustedes quedaron
paralizados y con los nervios de punta. El gato Romero miro el reloj. Eran las dos y media exactas de la
mañana.
No habías comido nada desde el mediodía y sentías mariposas en el estómago. El gato te había explicado que
es mejor con la panza vacía, y que convienen también vaciar los intestinos, por si entra el plomo, sabes.
El viento, viento de enero, soplaba caliente como desde la boca de un horno, y sin embargo un sudor helado
te pegaba la camisa al cuerpo. La sueñera te paralizaba la lengua y los brazos y las piernas, pero no era
sueñera de sueño. Se te había resecado la boca, sentías una flojedad tensa, una dulzura cargada de
electricidad. Del espejito del Renault colgaba un diablo de alambre, que se bamboleaba con el tridente en la
mano.
Después no reconociste tu propia voz cuando te escuchaste decir: “Si te moves, te quemo”, dejando caer
como martillazos una silaba detrás de otra, ni tu propio brazo cuando hundiste el caño de la Beretta en el
cuello del policía de guardia, ni tus propias piernas cuando fueron capaces de sostenerte sin temblar y luego
fueron también capaces de correr sin darse por enteradas de que una de ella, la pierna izquierda, tenía un
agujero calibre treinta y ocho que atravesaba el tensor del muslo y manaba sangre.
Fuiste el último en salir, vaciaste tres peines de balas antes de meterte al automóvil en marcha y en cada
curva todo se caía y se levantaba y volvía a caer y levantarse, las gomas mordían los cordones de las veredas,
huían hacia atrás las hileras de los árboles y las caras de los edificios, el centello de los faroles; arrojados por el
viento, los pedazos del mundo se atropellaban y se confundían y volaban en ráfagas oscuras.
Y solo entonces, cuando te quedaste hecho un ovillo y jadeando en el asiento de atrás, descubriste,
extenuado y sin asombro, que la primera vez de la violencia es igual a la primera vez que se hace el amor.

Los nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día
llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer,
ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y
aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de
escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

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