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CUARTA REGLA

Debe el alma amar la humillación en todas sus formas, y aprender a


practicarla.
Nadie pone en duda el carácter básico de la humildad en todas las etapas de
la vida espiritual. Más aun cuanto más se avanza en la práctica, de la virtud,
más debe ahondarse en la humildad; y las más elevadas cumbres de la
perfección suponen abismos insondables de humildad.
San Agustín nos lo enseña gráficamente: cuanto más elevado ha de ser el
edificio que se va a construir, tanto más hondos deben cavarse los
cimientos; de la misma manera, cuanto más elevado vaya a ser el edificio
de la perfección, tanto más profundos deben ser los cimientos de la
humildad.1
Sería imposible, en los estrechos límites de este comentario, que tratáramos
extensamente de la humildad. Las personas que deseen instruirse a fondo
sobre esta materia, pueden recurrir a los tratados tan numerosos que se han
escrito sobre la humildad, no conocemos ninguno tan sólido, tan
psicológico, tan uncioso y tan práctico como: La Formation ala Humilitè,
del canónigo Beaudenom, del cual hay una traducción castellana bastante
aceptable. Nosotros nos limitaremos a comentar esta cuarta regla.
***
Aunque la humildad sobrenatural es una virtud infusa y, por consiguiente,
Dios es quien la infunde, como parte del cortejo de las virtudes morales que
acompañan a la gracia santificante, sin embargo, sería un error creer, que
esta virtud, como cualquier otra de las virtudes sobrenaturales, puede
conservarse, crecer y adquirir esa facilidad propia de la virtud adquirida, si
no se ejercita. Y los actos propios de la humildad o que por lo menos dan
ocasión para ejercitarla, son las humillaciones. He aquí porque esta regla,
más que hablar de la humildad, habla de las humillaciones.
Igualmente sería un error opuesto el tratar de adquirir la humildad con
actos puramente exteriores. Como todas las virtudes, la humildad nace de la
luz, y de una luz sobrenatural, que en este caso es el conocimiento de
nuestra impotencia, de nuestra nada, de nuestra miseria.
***

1
(;Cogitas magnam fabricam consiruere -celsitudinis? de fundamento pdus cogita humilitatis») (Serm.
10 de Verbis Donrini).
Pero esta regla dice que hay que practicar la humillación en todas sus
formas. ¿Cuáles son estas? Podemos considerar tres clases de
humillaciones: las que vienen de nosotros mismos, es decir, las que
voluntariamente buscamos; las que vienen de los hombres y las que vienen
de Dios.
Mucha discreción se necesita para no caer en lamentables exageraciones
cuando se trata de buscar espontáneamente la humillación. Un alma que no
es ponderada, que no tiene un buen juicio práctico o que, por lo menos, no
se somete a su director, puede por este camino caer aún en el ridículo, y
desprestigiar y hasta hacer odiosa la virtud.
Tal es lo que sucedería con quién, so pretexto de practicar la humildad,
tomará una virtud amanerada y encogida, con los ojos constantemente
bajos, con la cabeza inclinada, con los brazos siempre cruzados afirmando
oportuna o importunamente que no vale nada, que no sirve para nada, que
es un gran pecador, etc, etc. Lo mismo pasaría con el que tratará de
ejercitar la humildad vistiendo con desaliño, usando trajes rotos, sucios o
extravagantes, o bien haciendo ex profeso mal hecho lo que debe hacer con
objeto de ser reprendido.
Con todo esto nos expondríamos, sobre todo en lugar, de practicar la
humildad, a fomentar un secreto orgullo. Complaciéndonos en nuestra
pretendida virtud, o por lo menos, practicaríamos lo que con gracia se
llama humildad de gancho pues por lo menos inconscientemente podríamos
buscar con esas humillaciones exteriores adquirir o sostener la fama de
virtud y santidad. Las humillaciones que podemos buscar espontáneamente
son aquellas que pasan inadvertidas, por ejemplo:
1) No hablar de nosotros mismos sin un motivo verdaderamente justificado.
2) Practicar la modestia exterior, que evita los modales desenvueltos y, con
mayor razón, petulantes.
3) La ostentación en el vestido, habitación y muebles, que además de que
suele ser de mal gusto, no sirve sino para fomentar la vanidad y malgastar
el dinero que podría aliviar la miseria de tantos pobres.
4) La moderación en las discusiones, que debemos evitar siempre que sea
posible, y, cuando no lo sea, por lo menos, no hay que sostener con
acrimonia nuestro parecer.
5) Ordenar y mandar sin hacer sentir el peso de la autoridad; reprender sólo
cuando sea indispensable, hacerlo entonces sin lastimar las almas. Las
reprensiones deben ser luz que ilumine al culpable para que reconozca su
yerro, no vituperios que hieran, ni menos lamentables desahogos de la
cólera.

***
Las humillaciones que vienen de los demás, como nacen de la voluntad
ajena; no nos toca sino soportarlas con paciencia, por lo menos; y lo mejor
sería con ecuánime serenidad y con imperturbable paz. Tales humillaciones
son, por ejemplo:
1) Cuando nos reprenden sin motivo, nos critican sin justicia, y aún nos
calumnian. Para soportar estas humillaciones sin turbarnos, debemos
pensar que somos malos jueces cuando se trata de nosotros mismos y de
juzgar nuestra inculpabilidad. Y aun suponiendo que en verdad seamos
inocentes, cuantas otras veces que realmente hemos faltado, sin que nadie
nos haya reprendido. Se trata entonces de una equivocación de fechas. Y
cuando nos calumnian, hay también que pensar en nuestras faltas ocultas, y
verdaderas, en último caso en que se abre paso la verdad tarde o temprano,
y en que Dios habla por el que calla.
2) Cuando los superiores no nos guardan consideraciones que estamos muy
lejos de merecer, por ejemplo, haciéndonos guardar grandes antesalas, no
recibiéndonos, hablándonos con sequedad y aún con dureza. Dios permite
todo esto precisamente para darnos ocasión de ejercitar muchas virtudes.
Recordemos el ejemplo de la Cananea, a quién el señor la trato con
palabras demasiado duras, pero no tenían otro fin sino el de hacerla
practicar la virtud, a tal grado que nuestro Señor mismo tan parco en
elogios, exclamo: ¡Oh mujer que grande es tu fe!
Por otra parte, es preciso tener compasión de los pobres superiores,
asediados constantemente de día y de noche, llega un momento en que la
resistencia humana llega a su límite y, agotados físicamente, ya es
imposible continuar sonriendo... No perdamos de vista que el cuerpo de los
superiores todavía no tiene las dotes de los cuerpos glorificados.
3) Cuando los súbditos no nos guardan todas las atenciones y
consideraciones a que creemos tener derecho; cuando no nos tratan con
todos los títulos honoríficos que creemos que nos pertenecen; cuando no
nos sirven y obedecen casi con la condición de esclavos. No olvidemos que
nuestros súbditos no son propiamente nuestros inferiores, porque el
verdadero valor personal no depende de los cargos que desempeñamos; y
bien podemos delante de Dios, verdadero juez de nuestro valor personal,
ser inferiores a nuestros súbditos.
4) Cuando justificada o injustificadamente se nos quita el cargo que
ejercíamos y tenemos que bajar al nivel común.
Siempre he creído que es difícil saber subir; pero lo que me parece casi
imposible es saber bajar. Saben subir los que por sus dotes personales y,
sobre todo, por su virtud, son superiores al cargo; viene entonces el cargo a
ser el pedestal donde su valor personal se destaca mejor. No saben subir los
que son inferiores al cargo, y entonces el cargo se les sube, y tratan de
suplir con el su mediocridad y falta de talento o de virtud.
Pero, ¿Quién sabe bajar?, ¿Quién es el que desciende de un puesto elevado
con naturalidad, sin perder la paz ecuánimemente, serenamente? Sólo los
Santos. Y no creo que pueda haber una prueba más segura de una profunda
humildad y de una elevada perfección.
¿Qué decir del sistema de humillar ex profeso a las almas con el fin de que
practiquen la humildad?
Hay personas que tienen a su cargo la formación de almas – como
directores espirituales, maestros de novicios, superiores religiosos,
educadores, padres de familia -, que tratan de hacer humildes a sus
subordinados a fuerza de humillaciones ficticias.
Por ejemplo: a los que tienen talento, los tachan de tontos e idiotas a cada
paso; a los que han adquirido alguna virtud, les exageran sus defectos y se
los reprenden en público; a los que tienen habilidad para algún arte, los
ridiculizan injustamente. Creemos que, con este sistema, lejos de formar
almas humildes, sólo resultan: o bien almas lastimadas o heridas, apocadas
y pusilánimes que a fuerza de repetirles que no sirven para nada, acaban
por creerlo y por inutilizarse; o bien almas que alimentan sorda rebeldía y
secreto orgullo, porque la injusticia rebela, y tanta alharaca hace pensar; si
tanto me humillan es porque valgo...
No; las almas no se hacen humildes a palos.
***
Por último, las humillaciones que viene de parte de Dios son de dos clases:
unas vienen indirecta y otras vienen directamente de Él. Cuando Dios
nuestro Señor quiere hacernos palpar de una manera experimental nuestra
miseria, permite no solamente tentaciones, sino verdaderas caídas. Así, por
ejemplo: para curar el orgullo que es como la lujuria espiritual, permite
caídas contra la bella virtud.
Las humillaciones que vienen directamente de Dios son a base de luz.
¡Quién lo había de creer! Dios humilla no a golpes, como las criaturas, sino
iluminando nuestra alma para que se comprenda de una manera
sobrenatural su nada y su miseria.
Dios humilla iluminando al alma para que entienda algo de la grandeza,
perfección y santidad divinas; y entonces, por contraste, comprende como
nunca su nada y su miseria, y quisiera sepultarse en el abismo más
profundo
Por eso no se llega a la verdadera humildad sino cuando entran en juego los
dones del Espíritu Santo: el don de Temor de Dios, que nos inspira un
profundo temor reverencial; el don de la Piedad que nos hace venerar a
Dios como a Padre; el don de Ciencia, que nos hace comprender la vanidad
de todo lo creado, de las dignidades, de los honores; pero, sobre todo, el
don de inteligencia, que nos hace ahondar un poco en el TODO de Dios, y,
por contraste, en la NADA de la criatura.
Se realiza entonces aquel incomparable diálogo entre Dios y Santa Catalina
de Siena:
- ¿Sabes lo que tú eres y lo que Yo soy?
- No, Señor, si Tú no me lo declaras.
- Pues bien: tú eres la que no es, y Yo soy el que es.
Verdades son éstas que todos sabemos teóricamente; pero, ¡qué distinto
conocimiento se tiene de ellas cuando es Dios quien divinamente lo hace
saber, iluminando con su luz deslumbradora los íntimos repliegues del
alma!
Quedase entonces verdaderamente anonadada, y pierde para siempre la
gana de enorgullecerse, así fuera de los honores más elevados y de las
gracias más exquisitas.

***
Así es como el alma aprende a practicar la humillación en todas sus formas.
Pero esta regla dice mucho más y es que no solamente el alma debe
practicar la humillación, sino amarla. ¿Es posible amar la humillación? Sin
duda que por sí misma, no; pero si se tiene en cuenta que es la condición
absolutamente indispensable para que Dios se abaje hasta el alma, para que
la enriquezca con sus mejores gracias y le prodigue las más exquisitas
delicadezas de su amor, ¿quién no va a amar la humillación?
Alguien ha dicho, y con razón, que en el fondo de la humillación aceptada
se encuentra la paz,2 porque en ella se encuentra Dios...
La santísima Virgen lo supo mejor que nadie, y así lo declaro en su cántico:
Hizo en mí cosas grandes el que es Omnipotente, porque contempló la
humillación de su esclava...

2
C. Cabrera de Armida.

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