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La vida espiritual, como toda vida, tiene como ley esencial la ley del
progreso, del crecimiento, del desarrollo, so pena de decaer y morir.
Ahora bien: todas estas almas que tratan de vivir la verdadera vida
espiritual, y que, por consiguiente, tienen ansias de unirse con Dios, sufren
un tormento causado por una grande incertidumbre. Pregúntense a sí
mismas con frecuencia: En el camino que conduce a Dios, ¿adelanto?...,
¿retrocedo?..., ¿estoy detenida?...
Este problema suele agravarse porque es muy frecuente encontrar almas
que, a pesar de llevar años trabajando en corregir sus defectos –por
ejemplo, en adquirir la humildad, la paciencia, la dulzura, etc.- éstos
persisten de una manera desalentadora. Y persistiendo los defectos, es
lógico que tengan la desgracia de caer y de cometer faltas más o menos
deliberadas, más o menos frecuentes.
Esta persistencia de los defectos, a pesar de tantos esfuerzos, esas faltas y
caídas, a pesar de la mejor buena voluntad para evitarlas, es muy explicable
que se tomen como un indicio de que no se progresa.
Si el alma comprueba que después de años de trabajar en corregir el
defecto, lo encuentra en el mismo estado, le parece que está estancada en su
vida espiritual. Y si, como a veces sucede; atraviesa por una de esas épocas
en que tal defecto se exacerba y, por consiguiente, se encuentra peor que en
épocas anteriores, parécele entonces que en lugar de progresar va
retrocediendo.
¡Qué fácil es en estas circunstancias que se apodere de nosotros el
desaliento, y que, engañados por el demonio, desistamos de trabajar en
nuestra santificación, pensando con amargura que la santidad no se hizo
para nosotros!
Este problema nos parece de gran importancia en la vida espiritual, y por
eso vamos a tratar de resolverlo con la mayor claridad posible.
Ante todo, hay que reducirlo, porque sólo se trata de investigar si
adelantamos o retrocedemos, ya que el estancamiento en la vida espiritual
no puede prácticamente existir según el axioma por todos admitido: En la
vida espiritual, el que no adelanta retrocede.
Y la razón es manifiesta, porque la vida espiritual es una verdadera vida, y
ninguna vida puede estancarse: o es actividad que se desarrolla o es
decadencia que muere.
Lo vemos en la vida humana, que desde la infancia se va desarrollando sin
cesar hasta la edad madura y después va decreciendo hasta que termina
fatalmente en la destrucción y en la muerte. De una manera más palpable lo
vemos en nuestra vida sensitiva: ni un solo momento deja el corazón de
latir, ni la sangre de circular, ni los pulmones de respirar, ni los órganos, en
su gran variedad, de cumplir la función vital propia de cada uno.
Así como no hay término medio entre la salud y la enfermedad, aun cuando
la salud pueda ser más o menos vigorosa o la enfermedad más o menos
grave, así tampoco, y con mayor razón, no hay término medio en la vida
espiritual: el alma está en gracia de Dios o en pecado; no se da término
medio. Ahora bien: si está en gracia, merece, por poco que sea, y, por
consiguiente, progresa; si está en pecado, está muerta, y, como los
cadáveres, en estado de descomposición.
Por consiguiente, el problema se reduce a esta sola alternativa: a saber si el
alma progresa o retrocede.
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1. –Hambre de Dios.
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Pero esta hambre de Dios no es cualquier deseo, sino un deseo intenso y
constante, aunque muchas veces latente.
Nace la virtud de la esperanza y se perfecciona por el don de ciencia.
No damos de ordinario a la esperanza la importancia que tiene. Por ella, la
fe se transforma en caridad y el conocimiento sobrenatural de Dios se
convierte en amor divino de la mejor ley. Por la fe viva conocemos la
amabilidad de Dios; deseamos entonces poseerlo. Ese deseo es obra de la
esperanza. Realízase entonces lo que dice la Imitación: «No me desearás, si
no me poseyeras ya.» Dios colma este deseo con la caridad, que nos une a
Dios y nos hace poseerlo desde esta vida.
En una carta a Celina le decía: «¡Oh, sí, es ¡muy duro vivir sobre la tierra!
¡Pero mañana, dentro de una hora, arribaremos al puerto! Dios mío, ¿qué
veremos entonces? ¿Qué es, pues, esa vida que no tendrá fin?... El Señor
será el alma de nuestra alma: ¡misterio insondable!
San Pablo nos lo va a aclarar: «El ojo del hombre no ha visto la luz
increada, su oído no ha escuchado las incomparables melodías del cielo, y
su corazón no puede comprender lo que le está reservado en la vida
futura.» ¡Y todo esto vendrá pronto! ¡Sí, muy pronto, si amamos a Jesús
con pasión!»1.
1Lettre de 14 juillet 1889. Sobre el mismo asunto pueden verse las cartas del 14, de octubre de 1890, del
26 de abril de 1891, de enero de 1895, a su hermana Leonia, del 26 de diciembre de 1896, etc.
Y en su poesía Mi canto de hoy vibra a la vez el sentimiento íntimo de la
brevedad de la vida:
…mi vida, es un instante,
una hora pasajera;
mi vida es un momento
efímero y fugaz...2.
Porque no podernos comprender íntimamente que todo acá abajo pasa sin
desear los bienes que no pasan nunca; ni podemos ver que se van los años y
con ellos tantas cosas sin suspirar por los años eternos de que habla el
Salmista.
Amamos la primavera, cuando reverdecen los árboles, y florecen los
rosales, y toda la Naturaleza se viste con nuevos atavíos; pero suspiramos
por una primavera que no termine nunca. O como bellamente dijo el poeta:
«Sobre la tierra, las lilas se marchitan y los cantos de las aves se extinguen;
yo sueño en una primavera que dure siempre..., siempre... ».
Todos estos sentimientos que hace nacer la esperanza, los perfecciona la
acción del Espíritu Santo por el don de ciencia.
Llora entonces el alma sobre los bienes que en otro tiempo formaron el
encanto de la vida, como un niño sobre sus juguetes rotos... Pero esas
2 Poesía «Mon chant d'aujourd’hui». Traducimos libremente: Ma vie est un instant, une heure passagère,
–Ma. vie est un rnoment qui m'echappe et qui fui ...
3 Quand le jour sans couchant sur mon ame aure lui: –Alors je chanterai sur la terre des anges (L'Etemel
Aujourd'hui!).
lágrimas son divinamente consoladas; porque, en lugar de esas bagatelas
cuya fascinación habían ocultado los verdaderos bienes4, el don de ciencia
nos descubre que Dios es nuestra única suficiencia: Quien a Dios tiene,
nada le falta; ¡sólo Dios basta!
Así es como nace en nosotros hambre de Dios. La esperanza se agiganta
para desearlo y preparar así el terreno a la caridad, que crece
proporcionalmente, y une y alimenta al alma con Dios.
Pero, entonces, se realizan aquellas palabras: Qui edunt me, edhuc
esuriunt; et qui bibunt me, adhuc sitient. «Los que me comen tienen más
hambre; los que me beben tienen más sed»5. Crece el hambre y crece la
posesión. Y así sucesivamente hasta la eternidad, donde esa hambre tendrá
plena saciedad; ¡Bienaventurados los que tienen hambre, porque serán
saciados! Beati qui esuriunt... quoniam saturabuntur.
¿Y qué es todo esto sino la actividad plena de la vida espiritual y, por
consiguiente, su progreso, su crecimiento, su desarrollo?
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Este es el rasgo común a todos los Santos. No todos han sido mártires, ni
grandes penitentes; no todos han guardado la virginidad ni han iluminado al
mundo con su doctrina; pero sí todos han amado la voluntad de Dios y la
han cumplido hasta el heroísmo.
El amor a la voluntad de Dios, cuando se transforma en una verdadera
pasión que absorbe todas las energías del alma, es la señal más segura de
que ha llegado a la madurez espiritual. En esto todos los Santos coinciden.
Pero ¡qué más! El Santo de los Santos, Jesús, de quien la Iglesia asegura
que sólo Él merece llamarse Santo: Tu solus sanctus... Jesús tiene este
rasgo característico: toda la perfección de su vida, tan alta (que nadie puede
comprenderla), se cifró en el amor a la voluntad de su Padre celestial.
Al entrar al mundo fue su primera palabra: «He aquí que vengo, ¡oh Dios!,
a cumplir tu voluntad», Ecce venio, Deus, ut faciam voluntatem tuam 6. Y
esa voluntad no era nada fácil, puesto que era su Sacrificio. Y la abrazó
generosamente; por eso se hizo obediente, hasta la muerte, y muerte de
cruz.
7 Meus cibus est ut faciam voluntatem ejus qui misit me, Joan., IV, 34; Non quaero voluntatem meam, sed
ejus qui misit me, Ibid., V, 30; Descendi de caelo, non ut faciam voluntatem mean, sed ejus, qui misit me,
Ibid., VI, 38.
8 Joan., VIII, 29.
9 Cfr.: L.J. Callens, O. P.: Le progrès spirituel.