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RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE.

Prof. Dr. José L. Carrera

“Si (como el griego afirma en el Cratilo)


el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa,
y todo el Nilo en la palabra Nilo.”

J.L.Borges. “El Golem”; El Otro, el Mismo; 1964. Ed. Emecé.

En nuestra etapa de formación como futuros médicos, asistimos a un largo proceso de

acopio de información y de técnicas que nos faciliten ayudar en la prevención, detección y

cura de anomalías que deterioran la salud de un individuo o población. Sin embargo, a lo

largo de todo el trayecto de instrucción, en muy contadas ocasiones recibimos lecciones

respecto de cómo proceder en una de las acciones más elementales y frecuentes de nuestra

profesión, como es la entrevista médico-paciente. Ignoramos buena parte de la intimidad

del proceso de comunicación que allí se establece: los componentes que intervienen, sus

características, su dinámica, los diferentes niveles de complejidad. Tampoco conocemos

adecuadamente los alcances específicos de dicha interacción, que implica a fenómenos tales

como el efecto placebo y/o la iatrogenia, entre otros no menos importantes. Aprendemos a

interpretar sutiles análisis, y a desentrañar imágenes o registros complejísimos antes de

conocer algo más respecto del acto que necesariamente debe precederlos, el más elemental,

primigenio, y sustancial, tal cual es la entrevista médica y, en general, la relación médico-

paciente.

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Debido al importante caudal vocacional que de por sí implica la profesión de Médico -por

el deseo de servir y ayudar al prójimo, de prevenir, y de mitigar el padecer-, en la

enseñanza de la Medicina se ha considerado que el futuro profesional debía traer consigo,

en el patrimonio de sus características personales, la virtud necesaria para tolerar, saber

escuchar y relacionarse de manera sabia con el paciente. Es fácil inscribir esta propiedad

dentro de los alcances de la ética del bonum facere o de la beneficencia. Y muchas veces

funciona. Pero también ocurre, y no con menor frecuencia, que tal proceder no resulta

suficiente, y que debe dedicarse tiempo y esfuerzo a enseñar la técnica de la entrevista, para

conocer su complejidad, el amplio ámbito que allí se maneja y que no deberíamos

simplificar en exceso, urgidos por la prisa irrespetuosa de esta época, o por nuestra propia y

deshumanizante ignorancia.

La relación médico-paciente y/o la entrevista constituyen, per se, concepciones diádicas,

en las que cada integrante de la ecuación implica la necesaria existencia del otro, como no

existe un maestro sin la presencia del alumno, o el hijo sin el padre. Lo mismo acontece con

el fenómeno que los une -el proceso de la Comunicación- que permite la transferencia de

información entre un integrante de la ecuación y el otro, en diferentes momentos de la

interacción: el médico obtiene datos del paciente y/o de su afección a través de la

observación, del examen físico, de los exámenes complementarios (comunicación no-

verbal), o de su exclusivo relato (comunicación verbal –vocalizada o escrita-, o gestual).

Resulta interesante y hasta imprescindible detenerse un instante para pormenorizar algunos

detalles de este simple y habitual proceso, al que descuidamos, tal vez, porque nos resulta

familiar, ya que, aún desprendiéndonos del rol de médicos, en el resto de nuestras

actividades, transcurrimos la mayor parte de ellas comunicándonos.

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La relación médico-paciente se basa en un proceso de comunicación (1). Esta, como tal,

configura un proceso porque varía con el transcurrir del tiempo, constituyendo una

instancia dinámica, en permanente interacción, transformación, y retroalimentación. Según

el instante en que nos detengamos a analizarla, variarán los integrantes y su relación. Así,

conocemos que, en todo proceso de Comunicación, deberán existir los siguientes elementos

participantes: 1) Fuente: lugar o ente en donde se origina la Idea que será comunicada; 2)

Emisor o Encodificador: lugar o ente en donde se encorceta a la Idea dentro de los límites

de un código, y se la difunde; 3) Canal: lugar por donde transita o se transmite a la Idea

codificada (el éter en el habla; la tinta, el papel, y la luz, en el caso de la comunicación

escrita); 4) Código: conjunto de símbolos y signos que, estructurados en función de reglas

específicas, representan algo para alguien (el alfabeto; la escritura musical, etc.); 5)

Mensaje: definido como el producto físico de la comunicación (aquello que se puede

aprehender de alguna manera, mientras se comunica), consta de un código, de un

contenido, y de un tratamiento o, simplificando, de elementos o unidades que se articulan

para constituir una estructura significante (ordenamiento de las palabras para el discurso o

la escritura); 6) Barreras: elementos que distorsionan o impiden la correcta transmisión del

mensaje y que pueden ser de tipo físico, socio-culturales, idiomáticas, etc.; 7) Receptor o

Decodificador: lugar o ente en donde se recibe el Mensaje, y se transforma al Código

nuevamente en Idea o Significado; 8) Significado o proceso de significación: conjunto de

procedimientos que se producen en quien recibe el mensaje generando un sentido,

concordante o distorsionado, con respecto a la idea originada en la Fuente. Los significados

pueden ser clasificados en Denotativos (el significado de los diccionarios, el que surge de

nombrar, de la simple relación entre el signo y el objeto al que designa); Estructurales (el

que otorgan los signos de puntuación); Contextuales (el que se desprende de la relación con

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los demás signos); y Connotativos. Estos últimos se encuentran influidos por el aprendizaje

o la experiencia personal del sujeto, por lo que incorporan a la Cultura, y devienen

subjetivos. Constituyen los que con más frecuencia manejaremos en la relación médico-

paciente, cuando ésta se base en el diálogo. 9) Retroalimentación o Feedback: Respuesta

del Receptor, que es percibida por la Fuente. Este último procedimiento –el feedback- es el

que permite el ajuste y la precisión en la transmisión de una idea por parte de una fuente.

Por él sabemos qué es lo que en realidad ha recibido el receptor, de lo que deseamos enviar.

Sin él no ocurre una verdadera comunicación. Puede haber existido la recepción de un

mensaje por parte de un receptor, pero si no existe una respuesta que nos permita conocer

qué fue lo percibido de aquello que intentamos difundir, la comunicación no estará

completada.

Conociendo estos elementos, podemos colegir que, cuando una persona que se siente mal,

diferente de lo habitual, o con síntomas específicos (dolor en la garganta, en el estómago,

en los huesos, por ejemplo), y que se ha alarmado por su presencia, y ha decidido la

consulta con un médico, intentará en la entrevista que mantendrá con él, transmitir esas

sensaciones, ayudándose con su léxico particular, gestos, etc. En el contexto de una

entrevista médico-paciente, limitado por el pudor, y por el temor de lo que el profesional

pueda decirle respecto de su queja, el paciente –una persona con sentimientos, vivencias y

aprendizajes dentro de una Cultura- se constituirá, por un momento, en una Fuente y en un

Emisor o Encodificador de su mensaje, de lo que él interpreta que le ocurre. Lo dirá a su

manera, con su léxico, e imbuido de todas las apreciaciones que él considerará

trascendentes –conciente o inconcientemente- para transmitir lo que le acontece. El

paciente podría tener dificultades expresivas –hipofonía, tartamudeo, afasia de expresión-

lo que constituiría una barrera comunicativa de tipo física; o podría provenir de otra zona

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del país en donde ciertas palabras tuvieran otro significado del habitual para nosotros, los

receptores de su mensaje, o no haber logrado un nivel de instrucción suficiente (barreras

socio-culturales), o ser extranjero y hablar otro idioma (barrera idiomática). Podría padecer

síntomas que él interpretase como originados por una afección o situación vergonzante y no

lograr una adecuada expresión de los mismos (barrera socio-cultural y/o psicológica).

Como vemos, existen numerosas situaciones a las que el profesional de la salud deberá

estar atento en el proceso de comunicación con su paciente, para evitar distorsiones en la

recepción del mensaje. El Médico, en esta instancia del proceso de comunicación, se

configura en el Receptor, y debe decodificar el Mensaje, para otorgarle un Significado. En

función de lo que vaya interpretando, se constituirá en Fuente (tendrá una hipótesis

diagnóstica) y en Emisor (realizará preguntas tendientes a recoger nuevas evidencias que

corroboren o no la hipótesis sustentada), provocando la dinámica necesaria para el

adecuado proceso de comunicación. Este es más complejo cuando se consideran los

afectos, las actitudes, los conflictos, las emociones, que conllevan ambos integrantes de esta

situación diádica. Para no complejizar innecesariamente nuestro proceso de análisis,

podemos detenerlo allí y considerar que, mientras el profesional cumple con los diferentes

pasos del método hipotético-deductivo que lo llevará a orientarse profesionalmente, y a

establecer medidas terapéuticas o paliativas en función de un diagnóstico probable, habrá

desandado en varias ocasiones, el camino del ida y vuelta del proceso de comunicación.

Dado que, cuando nos comunicamos, lo hacemos con el propósito de influir

intencionalmente, tratando de modificar la relación con nuestro medio ambiente (o, como

afirmara Aristóteles en su Retórica: “nos comunicamos para persuadir”) (2), resulta

trascendente a los efectos de una comunicación más efectiva, utilizar las palabras

apropiadas para expresar nuestros propósitos en términos de respuestas específicas con

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respecto a aquellos a quienes dirigimos nuestros mensajes. Ello adquiere una dimensión

especial en el caso de la entrevista médico-paciente. Las palabras deberán ser

verdaderamente seleccionadas al momento de informar al paciente o a sus familiares, dado

el nivel de expectativa que se genera respecto de lo que el profesional dictamine o sugiera.

Además, estaremos obligados a expresarnos en función de la representación mental que nos

hayamos formado respecto de esa situación particular, de lo que inferimos que están

pensando y esperando los distintos receptores de nuestro próximo mensaje, del estado o del

nivel de la composición racional y afectiva que sospechamos poseen los que nos

escucharán, etc.; es decir, hablaremos o diremos lo que nuestra ciencia nos manda para esa

situación, pero habiendo elegido de entre varios mensajes posibles, el que más se acomode

a la realidad que deducimos de la observación e interpretación de los estados cognitivo-

emocionales de los escuchas.

Hablar o comunicarse en función de las expectativas del receptor o los receptores, es

establecer una comunicación basada en la Empatía. Este tipo de proceso implica la facultad

de proyectarnos en la personalidad de otros, dado que la Empatía es el proceso a través del

cual accedemos a las anticipaciones, a las predicciones de los estados psicológicos del

hombre. Inferimos los estados internos o “las personalidades” de quienes nos rodean para

prever, a través de la inducción y la comparación con nuestras actitudes, su futuro

comportamiento, sus respuestas a nuestros mensajes o a otros mensajes.

Cuando nos comunicamos de esta manera, hemos superado el nivel de comunicación que

implica la interdependencia física, como así también el de la acción y la reacción, el de la

modificación del mensaje en función de la respuesta del receptor. Nos encontramos en un

nivel en donde la interdependencia es de intersubjetividades, dado que nos comunicamos en

función de lo que imaginamos, sospechamos, deducimos, inferimos, “presentimos” que será

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la forma en que los otros reaccionarán o responderán a un mensaje. Nos ubicamos en la

posición del otro y tratamos de imaginar su interpretación del mundo. Buscamos

representar su rol. Si, al comunicarse, ambos integrantes de la dupla, realizan

recíprocamente el intercambio subjetivo de roles y se expresan en función de lo que

imaginan que el otro está necesitando, espera o desea, se habrá arribado al último peldaño

de la complejidad comunicativa, que es el de la interacción. En este nivel de

interdependencia subjetiva, los individuos que se comunican se influyen recíprocamente a

través del desarrollo de hipótesis sobre el resultado de sus actos recíprocos, y de las

expectativas de sus respectivos propósitos. En este estilo de comunicación, los sujetos se

encuentran unidos por un proceso que implica el empleo de las habilidades empáticas

individuales, y de la asunción recíproca del rol, alcanzando el ideal de la comunicación

humana, dado que, al comunicarse, ambos individuos deben obtener una perfecta

combinación del sí mismo y del otro.

Otro concepto a tener en cuenta en cualquier comunicación y, en especial, en la del

médico con el paciente, es que, en última instancia, el Significado es propiedad del

Receptor, de quien decodifica el Mensaje. Quien nos escucha o nos lee es quien se queda

con la llave de lo que intentamos transmitir. Es lo que también nos enseña la Farmacología

Molecular: la molécula de Serotonina o Dopamina, siendo la misma, actuará de diferente

manera, según cuál sea el receptor que la reciba y se active por su presencia.

Estas consideraciones podrían resultar exageradas o inoportunas si no aclarásemos que,

en una buena parte de nuestro tiempo de comunicación, el Azar o Dios, “que son la misma

cosa” (3), logran que Emisor y Receptor signifiquen de manera muy aproximada. Ello

ocurre, sustancialmente, en la comunicación simple, coloquial. Puede no acontecer, en la

especial comunicación del médico con el enfermo, y de allí la conveniencia de la salvedad.

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Tipos de Entrevista.

Conociendo, aunque sólo sea someramente, las peculiaridades del proceso de la

comunicación, podemos intentar describir dos estilos corrientes de entrevistas médico-

paciente: la directiva y la cooperativa. La primera se relaciona más con la emergencia o con

la consulta por síntomas muy específicos: dolor de garganta, una mácula dérmica

localizada, etc. La segunda se utiliza con mayor frecuencia cuando el médico desea conocer

aspectos relacionados con el comportamiento o la personalidad del paciente. No son

excluyentes, y es el médico el encargado de seleccionar su secuencia durante una

entrevista, utilizando primero una y luego la otra, o resaltando categóricamente a una por

sobre la otra, en función de la patología o las expectativas momentáneas del paciente. En la

entrevista directiva el médico realiza preguntas directas y establece una relación dominante,

casi unidireccional con el paciente quien, prácticamente, responde a un interrogatorio

dirigido, con monosílabos, o descripciones precisas respecto de situaciones puntuales

resaltadas por la pregunta del profesional. El objetivo de este estilo de entrevista es

dilucidar el origen y la característica de los síntomas del paciente, posponiendo la relación

empática o el tono intimista necesario para obtener datos de las características

comportamentales o emocionales del enfermo. En la balanza de este tipo de entrevista, el

platillo del médico tiene mucho más peso que el correspondiente al paciente. El médico

busca con sus preguntas, obtener datos para confirmar su hipótesis diagnóstica. Sumará los

elementos que le brindan los análisis complementarios, el examen físico, el laboratorio, la

radiología, etc., e intentará, en el menor tiempo posible, convalidar su hipótesis y establecer

la terapéutica. Habrá predominado la afección sobre el conocimiento de la persona

enferma; el médico habrá sido preciso y ejecutivo.

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En el segundo tipo de entrevista, la cooperativa, la ecuación es la inversa de la que se

acaba de analizar. El médico otorga tiempo al paciente para que se explaye en sus

respuestas, estudia sus silencios y la modulación de su habla, los contenidos ostensibles del

discurso, así como los que se esconden detrás de él. El profesional busca obtener datos y

conocer el contexto de los mismos, en función de inteligir el sesgo que a los mismos otorga

la personalidad del enfermo. Realiza escasas intervenciones dentro del discurso del

paciente, estimulando la descripción de situaciones significantes relacionadas con la

consulta, fomentando la comunicación de sentimientos personales. Establece una relación

fundamentalmente empática, facilitando e induciendo a que el paciente, motivado por la

comprensión y acercamiento vital evidenciado por el profesional, describa sus temores, sus

vivencias conflictivas, sus estados de ánimo. Todo ello debe ser realizado por el médico

dentro del marco ético y científico que le atañe, por lo que no corresponde pensar que

perderá objetividad en su tarea, en este estilo de entrevista. Por el contrario, esta forma de

proceder, otorga la posibilidad de “contextualizar” los signos y síntomas, dentro del

conocimiento de la forma habitual de proceder y pensar del paciente, es decir, dentro del

conocimiento aproximado de su personalidad.

A esta altura, aparece como conveniente, reiterar que ambos estilos de entrevista no son

mutuamente excluyentes, sino que, por el contrario, se complementan recíprocamente. El

médico utilizará una de ellas primero, y continuará luego con la otra, en la mayoría de sus

entrevistas con un paciente. Es posible que desarrolle un estilo directivo predominante ante

una consulta muy puntual, como un dolor específico, siguiendo las normas para tipificar

dicho síntoma: forma de aparición, localización, intensidad, síntomas concomitantes,

irradiación, mecanismos de alivio, etc. Pero deberá completar datos con un estilo

cooperativo de entrevista, cuando desee conocer otros elementos intervinientes en la

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sintomatología, o ante síntomas más inespecíficos. La subjetividad del terreno de la

entrevista cooperativa no implica la pérdida de la objetividad científica cuando el

entrevistador está entrenado para realizarla. Contrariamente, los datos que surgen de la

cooperación permiten una mejor significación de la sintomatología. Corresponde también

afirmar, como ya se ha sugerido, que cada paciente requerirá una ecuación diferente de

ambos tipos de entrevista y, también, que la entrevista cooperativa deberá ser desarrollada

con la sutileza suficiente como para que el enfermo no confunda la cercanía del profesional

con un deslinde de la responsabilidad que le compete en su curación, o en la solución de sus

problemas vitales. El vínculo terapéutico implica la cooperación, la sociedad con normas

establecidas y claras, respecto de roles y responsabilidades particulares, entre el médico y el

enfermo, para prevenir, paliar o curar la afección de este último.

Efectos iatrógeno y placebo.

Existen dos instancias de la entrevista médico-paciente que son consideradas

consecuencias no controladas, situaciones que, si bien son conocidas por parte del

profesional, y hasta, en parte, previstas por él, aún se ignoran sus causas íntimas, y la

magnitud que desarrollarán en cada caso particular: los efectos placebo y iatrógeno .

La acumulación de información médica en el decurso de la Historia, y su exponencial

crecimiento en los últimos dos siglos, no han logrado explicar con la precisión inherente a

la ciencia, el fenómeno del efecto placebo, o el de la iatrogenia de causa psicológica o no-

instrumental; aunque se han esbozado hipótesis que involucran al sistema inmunitario en su

relación con el sistema límbico y la secreción de neuromoduladores (endorfinas?) para el

primero, como así también, una serie de consideraciones para evitar al segundo.

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Conocemos que existen mejorías que no pueden atribuirse a las medidas terapéuticas

prescriptas o a las acciones médicas instauradas (efecto placebo) y también sabemos de

empeoramientos evolutivos que no pueden adscribirse a los mismos factores citados

(iatrogenia no-instrumental o psicológica). Ambos efectos, el benéfico y el perjudicial, son

considerados consecuencias de la relación médico-paciente. Independientemente de su

verdad teórica, empíricamente se estima que una actitud cálida, comprensiva, asertiva,

ayuda al profesional en el logro de efectos placebo, más allá de otro sinnúmero de factores

que influirán del lado del paciente. No realizar aseveraciones o gestos excluyentes,

dogmáticos o inapropiados a la sensibilidad del enfermo; no aventurar pronósticos que no

se encuentren adecuadamente respaldados por los hechos clínicos; no utilizar lenguajes

extremadamente técnicos ni explicaciones desmesuradas o excesivas; podrían constituir

algunos de los hechos a evitar, entre otros muchos posibles, para disminuir los factores

iatrógenos (de iatros: médico; y genesis:origen) de estirpe psicológica, en la relación

médico-enfermo.

La entrevista de indagación psicológico-social.

El médico generalista, en muchas ocasiones, demuestra dificultades a la hora de entablar

un diálogo que logre extraer datos de características psicosociales, respecto del paciente.

Ello resulta paradójico, dado el nivel de intimidad y confianza del que generalmente goza

en función de ser él quien conoce los datos de la salud de todos los integrantes de un núcleo

familiar y quien, a menudo, adopta decisiones de envergadura al respecto. Suele ocurrir

que, la hipertrofia profesional que se produce al fatigar un estilo de interrogatorio que

indaga sobre síntomas físicos, logra deshabituar al médico clínico respecto de sus

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habilidades para buscar síntomas o signos relacionados con las emociones, con sus

pensamientos y expectativas, con sus motivaciones. En ocasiones, este mismo fenómeno

resulta de un exceso de prudencia o de un mal enfoque de la solución: el profesional teme

no estar preparado para manejar la información que potencialmente pudiese resultar de su

interrogatorio “psicológico” para con el enfermo. En función de ello, pospone las preguntas

para una próxima consulta, prescribiendo análisis u otros estudios, dándose más tiempo

para tal intervención. Borrell I Carrió (4) propone solicitar del paciente que se concentre

especialmente en lo que el médico va a preguntarle, con el propósito de hacerle entrever

que se tocará un área diferente o especial dentro de la entrevista, que requiere del

autoconocimiento, o de la autovaloración o introspección por parte del entrevistado; que se

le permita describir distintas zonas de su conducta, aunque sea en forma superficial, dado

que ello es más útil a los efectos buscados, que si profundiza exclusivamente en el análisis

de una conducta o situación particulares. Aconseja, a la vez, tener presente algunas

preguntas “comodines” a los efectos de otorgar agilidad a la anamnesis, como así también,

seguir el rastro de los datos trascendentes sin perder de vista el plan de entrevista

previamente diagramado. Para el logro del objetivo descripto, propone mantener en la

mente del entrevistador, las preguntas que se reproducen textualmente, a continuación:

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Propuesta de anamnesis. (Francesc Borrell I Carrió, 1999).
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Autoconocimiento del problema por parte del propio paciente:
-A qué lo atribuye?
-Con qué lo relaciona?
Creencias y expectativas:
-Piensa que le puede ir bien alguna cosa en concreto que yo debiera saber?
-Me gustaría saber su opinión respecto a si cree usted que tiene un problema de salud de los
que se resuelven deprisa, o de los complicados.
Entorno del paciente:
-Problemas en casa?
-Y en el trabajo?
-Cómo van las cosas con su…mujer, hijos, etc?
Acontecimientos vitales:
-Ultimamente o en el inicio del problema, ¿sucedieron cambios de cierta importancia en su
vida?...,ya sea a nivel familiar o laboral…
-Y problemas de otro tipo, como económicos, o de tipo legal?
Estrés y adaptación:
-Cree que los demás le exigen mucho?...Más incluso de lo que usted piensa que puede dar?
Afectividad y curso del pensamiento:
-Está pasando una mala temporada? Qué tal va de estado de ánimo?
-Hay algún tipo de pensamiento o idea que le de vueltas por la cabeza, hasta el punto de
molestarle?
Personalidad:
-Cómo se describiría usted: como una persona habitualmente nerviosa, depresiva, alegre,
irritable…?
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Estas preguntas pueden o deben ser modificadas por cada entrevistador para adaptarlas a

su estilo pero, indudablemente, cuando han sido incorporadas mnésicamente por parte del

médico, lo ayudan a desarrollar el interrogatorio psicosocial sin soluciones de continuidad,

con respecto al interrogatorio de dolencias físicas. Ayuda, asimismo, la confección de un

“registro o línea biográfica” que atesore los datos más trascendentes de los períodos de

salud y de enfermedad psíquica del paciente. Ello permitirá observar la ritmicidad de

ciertos padeceres, su concordancia con determinados estímulos y/o épocas estacionales,

períodos etarios de iniciación de ciertos procesos, etc. La Fig. 1 muestra un ejemplo:

Fig. 1.- Registro de datos biográficos.

Esta representación gráfica puede ser complementada con la confección del árbol

genealógico del paciente, de suma utilidad para los diversos capítulos de la patología

psiquiátrica (Trastornos Afectivos, Trastornos de la Personalidad, Adicciones, etc.).

A esta altura de la exploración del enfermo, lógicamente, se plantearán otros

interrogantes como, por ejemplo, si alguno de los síntomas observados es una forma de

“estar” en el mundo, o una manera de ser. Es decir, diferenciar entre un síntoma producto

de una situación puntual, de una “reacción” del paciente, y un síntoma que es consecuencia

de un enfoque vital y permanente de la realidad.

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La palabra “persona” (de la que deriva “personalidad”) proviene del latín, y designaba en

la antigüedad, a la máscara con la que tapaban su rostro los actores de la comedia griega,

mientras representaban al “otro”, al “personaje”. En la actualidad asumimos que su

significado hace referencia a las características estables de la conducta de un individuo que

llegan a singularizarlo, a describirlo, a tipificarlo. Afirmar que una persona “es” ansiosa, no

nos dice lo mismo que la consideración de que “está” ansiosa. Determinar estas diferencias

en el lapso de una entrevista, no resulta sencillo, aún para el Especialista. Es aconsejable,

entonces, realizar preguntas francas, claras, que posibiliten respuestas discernibles, netas,

que aporten información valedera sobre el proceder habitual del paciente; como así

también, repetirlas en otra instancia de la entrevista o en una nueva ocasión, a los efectos de

constatar o desechar nuestra presunción, a la que siempre adoptaremos con reservas si

hemos examinado al paciente durante corto tiempo, o en escasas oportunidades.

El médico debe conocer que pocas veces arribará al conocimiento acabado de la

personalidad de un enfermo. Avistará, con un buen uso de sus aptitudes, su ciencia y su

arte, las singularidades más notorias o relevantes del comportamiento del examinado, pero

deberá sortear permanentemente los peligros que encierra una evaluación apresurada, o

dogmática y falta de perspectiva. Se esforzará en no encasillar o etiquetar displicentemente

las patologías o las diferentes maneras del comportamiento del sujeto, dado que, en muchas

ocasiones, logrará comprobar, con sorpresa o sin ella, que eran producto de estímulos

momentáneos de la vida del paciente, o resultado de nuestros prejuicios.

Esto no significa no diagnosticar, no ponerle un nombre a lo que creemos observar. Por el

contrario, nombrar es una de las primeras formas de aprehender la realidad, de comenzar a

inteligir. En Medicina, nombrar criteriosamente, es iniciar el camino de echar luz sobre el

proceso de estar enfermo. Lo que en verdad se recomienda es el ejercicio de una duda

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prudente, de una revisión periódica de nuestras convicciones más enraizadas respecto del

sujeto que tenemos delante y que nos ha confiado su vida, en la más completa acepción del

vocablo.

No es infrecuente cometer errores como los que se citan a continuación: otorgar

significado de patología a rasgos conspicuos de la personalidad del paciente que se ven

exagerados por una situación estresante, por la pérdida de un ser querido, o un quebranto

económico; adscribir al enfermo un epíteto descalificante en función de que no ha

empatizado adecuadamente con el entrevistador; ignorar las diferencias conductuales y

conceptuales debidas a las diferencias socio-culturales; menospreciar la sintomatología

presente en función de que hemos prejuzgado que el paciente intenta usufructuar

laboralmente a su afección, etc. Para evitarlos, no es de menor importancia ayudarse con

técnicas complementarias específicas –autoinformes y cuestionarios debidamente

validados-; diferir determinadas apreciaciones para una segunda o tercera entrevista, en la

que tal vez hayan desaparecido del presente del examinado, ciertas situaciones

desestabilizantes de su accionar habitual; demorar el cierre de una hipótesis hasta no haber

entrevistado a familiares o personas ligadas al paciente, que puedan acercar otras versiones

de los mismos hechos.

Anular las instancias precedentes o lograr que verdaderamente no ocurran, implica a un

profesional responsable; con dominio de sí mismo; conocedor de sus posibilidades y de sus

limitaciones; asertivo, pero elástico en su conducta y en sus convicciones; práctico en el

ejercicio de rever sus observaciones y juicios, sus actitudes, y sus hipótesis. Alguien que

seguirá el derrotero de un plan de entrevista, pero que sabrá proporcionar el tiempo

suficiente a las situaciones biográficas inopinadas -y de envergadura- que puedan surgir

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durante la entrevista. Un médico bien informado que, en fin, profese un adecuado código de

ética.

La derivación al Psiquiatra.

Un hito en la entrevista del médico general, lo constituye la decisión de derivar al

paciente a la consulta psiquiátrica. Allí se entremezclan numerosas y curiosas situaciones:

prejuicios del profesional y del enfermo; aprensión a la enfermedad mental; preconceptos

referidos a la imagen del psiquiatra como Especialista -en cuanto a su personalidad y en

cuanto a su quehacer terapéutico-; temor del enfermo a cambiar y a “ser cambiado”; miedo

al estigma.

Analicemos una a una las situaciones enunciadas. En principio, el médico puede dudar

respecto de la oportunidad de la derivación. Se interrogará acerca de si la situación de crisis

actual que vive el paciente, constituye el momento ideal para establecer el cambio que su

vida viene necesitando, o si debe esperar a que dicha crisis amengüe. Se preguntará si el

paciente interpretará correctamente el sentido de la derivación, si no creerá que lo está

abandonando, dejando de lado; si pensará que la circunstancia lo está sobrepasando a él

como médico, si renunciará a tratarse con él, etc. Entretanto, el paciente se preocupará

porque no desea relatar nuevamente sus padecimientos, o porque no le agrada pensar que

deberá hacerlo frente a otro profesional a quien desconoce y sobre quien imagina que lo

indagará de una manera exhaustiva, “más profunda”, más íntima, y a quien tal vez deba

revelarle sus pensamientos y sentimientos más recónditos, y -por qué no- aquellos a los que

su propia censura torna “prohibidos”. Ocurrirá también que el abatimiento que el propio

clínico ha notado en el enfermo, y que le ha inducido a la derivación hacia el especialista,

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ha tomado ya tal profundidad, que entorpece la obediencia; y la inercia e inhibición, propias

del estado depresivo o de un shock traumático, impiden la consulta. Por otro lado: ¿deberá

relatar que a veces toma más de lo debido, o que no se lleva del todo bien con su mujer?.

“¿Considerará el psiquiatra que mi conducta se sale de lo normal?”. “¿Involucrará a mi

familia?”. “Si me da una licencia, ¿qué pensarán en mi trabajo?”. “¿Me dará pastillas que

me atontarán?”. “¿Seré un enfermo mental?”. Estos interrogantes son habituales en la

mente del paciente, a la hora de la consulta psiquiátrica. El médico general debe estar

preparado para aventar tales dudas y ser efectivo en la derivación que, en muchos casos, se

ha demorado más de lo prudente. Existe, y es bueno recordarlo, la situación inversa, en la

que un profesional excesivamente sensibilizado ante lo psíquico o lo emocional (que es una

parte de lo psíquico), “psicologiza” la sintomatología del paciente y sobrediagnostica al

respecto, generando consultas que no debieran acontecer.

El preconcepto de que el psiquiatra es una persona rara, de pensamientos estrafalarios o

demasiado abiertos, o de que todo lo sabe, o de que da consejos que él no practica, todavía

constituye un prejuicioso freno para la realización de la consulta; a pesar de que la difusión

de ésta en los últimos tiempos, así como el conocimiento masivo de los avances en las áreas

de la comprensión de la conducta, han prodigado su realización. El propio médico que

genera la interconsulta puede abrir un exceso de expectativas respecto de la acción del

especialista, en función de no conocer adecuadamente la labor de éste. Es aconsejable, al

respecto, que todo médico clínico tenga un contacto fluido con un psiquiatra de su

confianza o de su entorno profesional. De esa manera, conocerá cómo y cuál es la actividad

de aquél, sus procedimientos, sus limitaciones, sus tiempos en la consecución de logros

terapéuticos.

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A esta altura, también es procedente recordar que no es infrecuente la reacción de alivio

por parte del paciente, ante la derivación al especialista. Considera que ha llegado el

momento de hablar de ciertos temas que no se había animado a tratar antes con nadie; que

lo hará frente al psiquiatra “que es el profesional idóneo, que sabrá entender esto que siento

o que pienso…”. Admite para sí, y por ello se alivia, que no podría tratar ciertos temas con

su médico de cabecera, que es el médico de casi toda la familia, o “que me conoce de toda

la vida y ni se imagina que me puedan pasar estas cosas…”. Ahora sí lo hará con el

psiquiatra.

Algunos pacientes se resisten a la consulta con el psiquiatra porque consideran que son

“incorregibles”, que no podrán cambiar, “que no tienen arreglo”. En variadas ocasiones, esa

visión de sí mismos es provocada por una depresión. En otras, su neuroticismo, su

tendencia a la inestabilidad emocional, condiciona su alta reactividad y su resistencia al

cambio. Son, precisamente, aquellos pacientes que más se oponen a la derivación, quienes,

tal vez, más la necesiten o más se beneficien de ella.

El paciente ansioso exigirá resultados terapéuticos inmediatos; el suspicaz bastardeará

con la duda cualquier intento de esclarecimiento y de cambio; el depresivo se opondrá

pasivamente, inducido por sus cogniciones negativas o pesimistas. Es en pacientes de estas

características en donde la convicción del médico general, su empatía y su ascendiente

sobre el enfermo, se transforman en decisivas a la hora de la derivación.

El tema del estigma que todavía otorga la enfermedad mental en la civilización

contemporánea toda, constituye material para un capítulo aparte. No obstante ello, o

precisamente por ello, debemos asumir que, aún hoy, es necesario ser sutiles al momento

de la derivación al especialista “de los nervios”. Hablar con claridad y sin rodeos

eufemísticos, didácticamente y con precisión, parece constituir una buena fórmula para el

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éxito final. No es de mala técnica evitar que el paciente piense que se lo envía al psiquiatra

porque es el último intento en determinar la causa de su afección. El no debe asumir que la

derivación es el producto del desconcierto del clínico, o que el psiquiatra es la ruta final de

la desesperanza.

Llevar a buen puerto a cada una de nuestras decisiones como profesionales de la salud

implica, generalmente, un largo y fascinante camino del que ya nos avisaba Hipócrates en

su primer Aforismo: ars longa,vita brevis (5). Se sustenta en una concienzuda formación,

en el conocimiento actualizado, serio y respetuoso, del saber técnico correspondiente; y en

el genuino deseo de ayudar, de colaborar, con humildad pero con eficacia, a mitigar los

dolores o los inconvenientes del prójimo. Cumplir con ello es nuestro desafío, y nuestro

tesoro.

BIBLIOGRAFÍA.

1.- Berlo, David K.; “El proceso de la Comunicación”. Editorial Librería El Ateneo; 9ª

Edición, 1978.

2.- W. Rhys Roberts, “Rethorica” en The Works of Aristotle (W.D.Ross,ed.).Oxford

University Press, 1946, vol.XI, pag.14.

3.- Borges, Jorge L. (1899-1986). La cita se encuentra en uno de los infinitos párrafos de la

obra borgiana que mi frágil memoria me impide ubicar. Doy fé.

4.- Borrell I Carrió, Francesc. “La entrevista psicológico-psiquiátrica”. Psiquiatría en

atención primaria, Editor J.L. Vazquez-Barquero; 1998, Editorial

Libros Princeps. Madrid.

5.- Hipócrates, “Aforismos” .5ª edición, 1989. Ed. Premiá. México.

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LECTURAS RECOMENDADAS.

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