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¿Existió el divorcio en el cristianismo primitivo?

La existencia del divorcio fue hasta 1980 uno de los campos de batalla en la política española
fundamentalmente por razones confesionales, dado que la legislación del régimen franquista tradujo, en la
medida de lo posible, la doctrina católica a la legislación civil.

César Vidal

03/10/2003 - 00:00

El tema quedó zanjado durante la Transición al perder el estado su carácter confesional. Sin embargo,
actualmente ha vuelto a la actualidad por la necesidad de reforma de una legislación que muchos
consideran obsoleta y la propuesta de algunos grupos políticos de signo confesional a favor de contratos
pre-matrimoniales que impidan la posibilidad del divorcio gracias a la inclusión de una cláusula penal de
carácter económico. La discusión y su evolución son plenamente explicables en las coordenadas históricas y
religiosas de España pero, volviendo al punto de partida histórico, cabe formularse una pregunta: ¿la
postura radicalmente antidivorcista arranca del cristianismo o, por el contrario, éste aceptó el divorcio?

El cristianismo no nació como una religión independiente. Durante décadas se contempló a sí mismo
simplemente como el cumplimiento de las profecías y anhelos del judaísmo. Fue ésta una forma de
presentación que se retrotraía a Jesús, quien tanto había insistido en que la manera en que actuaba era
“para que se cumplieran las Escrituras”. Esta circunstancia explica que al menos hasta una década después
de la crucifixión de su fundador su referente fuera la Torah mosaica y la manera en que ésta había sido
interpretada por Jesús. Basta repasar los Evangelios para encontrar vez tras vez a distintos sectores del
judaísmo de la época —fariseos, saduceos, herodianos...— que se dirigen a Jesús para averiguar su punto
de vista sobre cuestiones como la resurrección (Mateo 22, 23-33), el tributo del César (Lucas 20, 20-26), la
esencia de la Torah, el cumplimiento del sábado (Lucas 6, 1-5) o el ayuno (Marcos 2, 18-22) entre otros
muchos temas. En todos los casos, las respuestas de Jesús resultan una sorprendente combinación de
sentido común y sencillez que siempre derivan de la misma Torah. Su interpretación —que puede o no
coincidir con la de aquellos que le interrogan— toma siempre como base las Escrituras interpretadas, claro
está, desde su perspectiva. Entre los temas abordados en ese contexto de controversia, no siempre hostil,
en el seno del judaísmo del siglo I se encuentra el del divorcio. A la sazón, el divorcio existía en el judaísmo
basándose en la permisividad con que lo enfocaba la Torah y tan sólo difería de las legislaciones de otras
naciones en el hecho de intentar proporcionar una mayor defensa legal a las mujeres y en la diferencia
sobre las causas que podían legitimarlo. En ese sentido, el mismo judaísmo —que aborrecía el divorcio pero
que consideraba que era inevitable en una sociedad humana— no era uniforme y frente a la interpretación
del rabino Hillel, que sólo consideraba motivo legítimo el adulterio, se alzaba la de la escuela del rabino
Shammay, que reputaba justa cualquier causa de desagrado que el marido pudiera sentir hacia su mujer
como, literalmente, el “haberle quemado la comida”.
La postura de Jesús al respecto aparece recogida en cuatro pasajes de los Evangelios sinópticos (Mateo 19,
1-9; Marcos 10, 1-12; Lucas 16, 18 y Mateo 5, 32). Mientras que el relato de Mateo 19 es el mismo de
Marcos 10 y ambos están relacionados con una pregunta concreta sobre el tema, las referencias en Lucas
16 y Mateo 5 son breves menciones insertadas en dos predicaciones distintas de Jesús.

El relato en que Jesús señala su posición sobre el divorcio es sencillo. Unos fariseos se acercan a Jesús y le
preguntan si es lícito “repudiar a su mujer por un motivo cualquiera” (Mateo 19, 3). La respuesta de Jesús,
que arranca de la Biblia, es que, originalmente, tal y como aparece en el relato del Génesis, Dios creó a un
solo hombre y a una sola mujer y los unió y, por lo tanto, esa unión derivada de Dios, no debería ser
vulnerada por ningún hombre (Mateo 19, 4-6). La contrarrespuesta de los fariseos no puede entonces ser
más clara: si la interpretación de Jesús (ciertamente novedosa) es correcta ¿por qué Moisés permitió el
divorcio en términos generales? (Mateo 19, 7). La respuesta de Jesús no está tampoco exenta de brillantez
exegética. Ciertamente, según Jesús, Moisés había actuado así atendiendo a la dureza del corazón de los
israelitas (cabe pensar que no superior a la de otros pueblos y culturas) pero ése no era el propósito inicial
de Dios. Por tanto, el que se divorciaba —“salvo caso de adulterio”— y volvía a casarse cometía adulterio
(Mateo 19, 9). La respuesta de Jesús no entusiasmó a sus oyentes y, de hecho, Mateo relata que sus
propios discípulos, educados en el judaísmo, llegaron a decir que si así eran las cosas “no trae cuenta
casarse” (Mateo 19, 20).

Por lo que se refiere a los otros tres textos evangélicos relacionados con el tema, el de Marcos 10 repite el
episodio de Mateo 19 pero sin mencionar excepción a la prohibición del divorcio; el de Lucas 16, 18 se
define en un sentido similar y el de Mateo 5, 32 repite la excepción “salvo caso de adulterio” en lo que a la
prohibición del divorcio se refiere. En conjunto, pues, la enseñanza de Jesús sobre el divorcio podría
resumirse de esta manera: 1. Originalmente Dios no deseó que existiera el divorcio ni creó al hombre y a la
mujer para ese destino; 2. la caída del primer hombre y de la primera mujer había provocado un cambio
sustancial en la situación del género humano de tal manera que Moisés permitió el divorcio “por la dureza
de corazón” aunque con ciertas garantías que buscaban proteger a la mujer como parte más débil; 3. por
ello, los seguidores de Jesús el mesías debían rechazar el divorcio aunque 4. ese rechazo tenía una
excepción, la de que existiera “fornicación”.

No es difícil entender que partiendo de esa base, el cristianismo históricamente se haya manifestado
contrario al divorcio aunque, salvo el caso del catolicismo especialmente desde el siglo XVI, haya mantenido
vías abiertas al divorcio en algunos casos. La base para esa permisividad en situaciones consideradas
extremas y excepcionales no ha sido otra que la referencia de Jesús (Mateo 19, 9; 5, 32) al “salvo caso de
fornicación”.

Aunque en entregas posteriores de este enigma nos detendremos en la manera en que estas palabras
operaron en el cristianismo del siglo I y del Bajo imperio para permitir el divorcio en algunos casos tanto en
occidente como en oriente, vamos a detenernos ahora en el posible significado de esta cláusula de
excepción al principio general cuyo origen se encuentra en la misma enseñanza de Jesús. Con ligeros
matices, las interpretaciones han sido históricamente tres.

1. La excepción no es excepción sino que se refiere a una situación no matrimonial. Ésta ha sido la
interpretación clásica católica especialmente desde la Baja Edad Media y, sobre todo, tras Trento. De
acuerdo con la misma, Jesús habría prohibido el divorcio en todos los casos salvo en aquellas relaciones
concubinarias —eso significaría el “salvo caso de fornicación”— en las que sí sería lícito. Que la
interpretación pretende cimentar toda una teología sacramental del matrimonio específicamente vinculada
con su indisolubilidad es innegable pero que pueda sostenerse resulta ya otra cuestión. Para empezar, no
existía ninguna necesidad en una sociedad como la judía de señalar que el concubinato se podía disolver,
entre otras razones porque a nadie se le hubiera pasado por la cabeza otra cosa. Además, el divorcio nunca
podía operar sobre una relación de concubinato por la sencilla razón de que no era equivalente al
matrimonio. Difícilmente, pues, podía decirse que el divorcio era lícito en el seno de una relación que no lo
exigía para terminarlo porque no era matrimonial.

La endeblez de esta versión resulta tan obvia que en los últimos años algunos exegetas católicos han
intentado interpretar la excepción como una referencia no al concubinato sino a ciertas relaciones cercanas
de parentesco que convertirían el matrimonio no en tal sino en una unión fornicaria. Si la primera
interpretación es difícil, ésta lo es, si cabe, más. De entrada, introduce en la discusión un anacronismo
colosal como es la noción de nulidad matrimonial —que no es comprensible en la perspectiva del judaísmo
del siglo I ni tampoco del cristianismo de la época— y además, por añadidura, incurre en contradicciones
graves incluso con la postura católica. Por ejemplo, a nadie se le ocurriría pensar que los cónyuges de un
matrimonio anulable hubieran cometido fornicación en el curso del mismo, especialmente si ignoraban la
situación en que se hallaban incursos. Por otro lado, se identificaría el divorcio con la nulidad, algo que,
desde una perspectiva católica, se pone buen cuidado —con toda razón— en diferenciar.

Finalmente, esta interpretación plantea un problema adicional de corte histórico que es pasado por alto
por la mayoría de los exegetas. Nos referimos a la manera en que era considerado el matrimonio de los que
no eran ciudadanos romanos en el seno del imperio. Lejos de ser reconocido como matrimonio
(matrimonium), legalmente era un concubinato (contubernium). Si Jesús hubiera querido decir que el
divorcio era lícito en los casos de concubinato, todos los matrimonios de ciudadanos no-romanos —la
aplastante mayoría de los cristianos de las primeras décadas— hubieran sido todavía más fáciles de disolver
que en virtud de la Torah mosaica. Francamente, resulta difícil admitir que esa fuera la intención de Jesús
cuando lo que pretendía era volver al propósito primigenio de Dios para el género humano anterior a la
Caída.

A la luz de todo esto, parece obvio que la excepción era verdaderamente una excepción aunque queda por
dilucidar su contenido.

2. La excepción era una excepción que permite el divorcio en caso de adulterio carnal. Esta segunda
interpretación ha sido la común durante veinte siglos en las iglesias orientales —ortodoxas o no— y, desde
el siglo XVI, en las nacidas de la Reforma protestante, aunque tendremos ocasión de ver los matices. En
todos los casos, la teología y la pastoral han insistido en la meta del matrimonio perdurable y sin divorcio
pero admitiendo a la vez que, en un determinado contexto, ese comportamiento puede tener una
excepción que es la incluida en Mateo 5, 32 y 19, 9, la referida a “salvo fornicación”. Semejante cláusula se
ha interpretado generalmente como adulterio. En otras palabras, el matrimonio cristiano no admitiría el
divorcio pero cuando tiene lugar el adulterio es lícito el divorcio y, si así lo desea el cónyuge, un nuevo
matrimonio. Como veremos más adelante, tal interpretación cuenta con una enorme base histórica no sólo
en la patrística griega y oriental sino también en la latina, así como en diversos concilios y sínodos. De
hecho, la práctica sólo sería rechazada por la iglesia católicorromana ya bien avanzada la Edad Media.

La excepción es una excepción que permite el divorcio en caso de adulterio en un sentido amplio. Aunque,
en términos históricos, la segunda interpretación tiene un respaldo considerable, existen razones para
pensar que el adulterio que puede justificar el divorcio no sólo se refiere al acto carnal de infidelidad sino a
todos los sentidos de este término en las Escrituras. En el Antiguo Testamento, que en la época de Jesús
era, sin duda, la única parte existente de la Biblia, “adulterio”, efectivamente, tiene dos significados
principales. Por un lado, es, como en todas las lenguas, el término utilizado para designar las relaciones
sexuales entre una persona casada y otra que no es su cónyuge. Por otro, y este aspecto requiere especial
interés, es cualquier relación que desvíe a una persona de Dios llevándole a colocar el corazón en otra
meta. Así, la idolatría es considerada una forma de adulterio en los libros de los profetas Oseas o Ezequiel
donde Israel y Judá son tratados de adúlteros por no haber mantenido su lealtad hacia Dios y haber ido
detrás de otros dioses. Semejante uso aparece también en el Nuevo Testamento donde, por ejemplo,
Santiago indica en su carta (4, 4) que aquellos que tienen una amistad con el mundo que los aparta de Dios
son “adúlteros” o en Apocalipsis 2, 22 donde la complacencia hacia la herejía es calificada de “adulterio”.

Partiendo de ese contexto, el divorcio sería permisible sólo en caso de adulterio pero éste no se reduciría
únicamente al sentido estricto y vulgar del término sino que incluiría asimismo aquellas situaciones que
pueden llevar a una persona a cometer también adulterio espiritual contra Dios. ¿Tenemos alguna prueba
de que, efectivamente, el cristianismo de la época apostólica contemplara alguna causa de divorcio de ese
tipo? Sí, efectivamente, la tenemos y a ella vamos a dedicar el siguiente apartado.

La próxima semana seguiremos desvelando el ENIGMA de si existió el divorcio en el cristianismo


primitivo.

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