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¿Hubo divorcio en el cristianismo primitivo?

La existencia del divorcio fue hasta 1980 uno de los campos de batalla
en la política española fundamentalmente por razones confesionales,
dado que la legislación del régimen franquista tradujo, en la medida
de lo posible, la doctrina católica a la legislación civil. El tema quedó
zanjado durante la Transición al perder el estado su carácter
confesional. Sin embargo, actualmente ha vuelto a la actualidad por la
necesidad de reforma de una legislación que muchos consideran
obsoleta y la propuesta de algunos grupos políticos de signo
confesional a favor de contratos pre-matrimoniales que impidan la
posibilidad del divorcio gracias a la inclusión de una cláusula penal de
carácter económico. La discusión y su evolución son plenamente
explicables en las coordenadas históricas y religiosas de España pero,
volviendo al punto de partida histórico, cabe formularse una pregunta: ¿la postura radicalmente
antidivorcista arranca del cristianismo o, por el contrario, éste aceptó el divorcio?.

El cristianismo no nació como una religión independiente. Durante décadas se contempló a sí mismo
simplemente como el cumplimiento de las profecías y anhelos del judaísmo. Fue ésta una forma de
presentación que se retrotraía a Jesús, quien tanto había insistido en que la manera en que actuaba era “para
que se cumplieran las Escrituras”. Esta circunstancia explica que al menos hasta una década después de la
crucifixión de su fundador su referente fuera la Torah mosaica y la manera en que ésta había sido interpretada
por Jesús. Basta repasar los Evangelios para encontrar vez tras vez a distintos sectores del judaísmo de la
época —fariseos, saduceos, herodianos...— que se dirigen a Jesús para averiguar su punto de vista sobre
cuestiones como la resurrección (Mateo 22, 23-33), el tributo del César (Lucas 20, 20-26), la esencia de la
Torah, el cumplimiento del sábado (Lucas 6, 1-5) o el ayuno (Marcos 2, 18-22) entre otros muchos temas. En
todos los casos, las respuestas de Jesús resultan una sorprendente combinación de sentido común y sencillez
que siempre derivan de la misma Torah. Su interpretación —que puede o no coincidir con la de aquellos que le
interrogan— toma siempre como base las Escrituras interpretadas, claro está, desde su perspectiva. Entre los
temas abordados en ese contexto de controversia, no siempre hostil, en el seno del judaísmo del siglo I se
encuentra el del divorcio. A la sazón, el divorcio existía en el judaísmo basándose en la permisividad con que lo
enfocaba la Torah y tan sólo difería de las legislaciones de otras naciones en el hecho de intentar proporcionar
una mayor defensa legal a las mujeres y en la diferencia sobre las causas que podían legitimarlo. En ese
sentido, el mismo judaísmo —que aborrecía el divorcio pero que consideraba que era inevitable en una sociedad
humana— no era uniforme y frente a la interpretación del rabino Hillel, que sólo consideraba motivo legítimo el
adulterio, se alzaba la de la escuela del rabino Shammay, que reputaba justa cualquier causa de desagrado que
el marido pudiera sentir hacia su mujer como, literalmente, el “haberle quemado la comida”.

La postura de Jesús al respecto aparece recogida en cuatro pasajes de los Evangelios sinópticos (Mateo 19, 1-
9; Marcos 10, 1-12; Lucas 16, 18 y Mateo 5, 32). Mientras que el relato de Mateo 19 es el mismo de Marcos 10
y ambos están relacionados con una pregunta concreta sobre el tema, las referencias en Lucas 16 y Mateo 5
son breves menciones insertadas en dos predicaciones distintas de Jesús.

El relato en que Jesús señala su posición sobre el divorcio es sencillo. Unos fariseos se acercan a Jesús y le
preguntan si es lícito “repudiar a su mujer por un motivo cualquiera” (Mateo 19, 3). La respuesta de Jesús, que
arranca de la Biblia, es que, originalmente, tal y como aparece en el relato del Génesis, Dios creó a un solo
hombre y a una sola mujer y los unió y, por lo tanto, esa unión derivada de Dios, no debería ser vulnerada por
ningún hombre (Mateo 19, 4-6). La contrarrespuesta de los fariseos no puede entonces ser más clara: si la
interpretación de Jesús (ciertamente novedosa) es correcta ¿por qué Moisés permitió el divorcio en términos
generales? (Mateo 19, 7). La respuesta de Jesús no está tampoco exenta de brillantez exegética. Ciertamente,
según Jesús, Moisés había actuado así atendiendo a la dureza del corazón de los israelitas (cabe pensar que no
superior a la de otros pueblos y culturas) pero ése no era el propósito inicial de Dios. Por tanto, el que se
divorciaba —“salvo caso de adulterio”— y volvía a casarse cometía adulterio (Mateo 19, 9). La respuesta de
Jesús no entusiasmó a sus oyentes y, de hecho, Mateo relata que sus propios discípulos, educados en el
judaísmo, llegaron a decir que si así eran las cosas “no trae cuenta casarse” (Mateo 19, 20).

Por lo que se refiere a los otros tres textos evangélicos relacionados con el tema, el de Marcos 10 repite el
episodio de Mateo 19 pero sin mencionar excepción a la prohibición del divorcio; el de Lucas 16, 18 se define
en un sentido similar y el de Mateo 5, 32 repite la excepción “salvo caso de adulterio” en lo que a la prohibición
del divorcio se refiere. En conjunto, pues, la enseñanza de Jesús sobre el divorcio podría resumirse de esta
manera: 1. Originalmente Dios no deseó que existiera el divorcio ni creó al hombre y a la mujer para ese
destino; 2. la caída del primer hombre y de la primera mujer había provocado un cambio sustancial en la
situación del género humano de tal manera que Moisés permitió el divorcio “por la dureza de corazón” aunque
con ciertas garantías que buscaban proteger a la mujer como parte más débil; 3. por ello, los seguidores de
Jesús el mesías debían rechazar el divorcio aunque 4. ese rechazo tenía una excepción, la de que existiera
“fornicación”.
No es difícil entender que partiendo de esa base, el cristianismo históricamente se haya manifestado contrario
al divorcio aunque, salvo el caso del catolicismo especialmente desde el siglo XVI, haya mantenido vías abiertas
al divorcio en algunos casos. La base para esa permisividad en situaciones consideradas extremas y
excepcionales no ha sido otra que la referencia de Jesús (Mateo 19, 9; 5, 32) al “salvo caso de fornicación”.

En las entregas posteriores de este enigma nos detendremos en la manera en que estas palabras operaron en
el cristianismo del siglo I y del Bajo imperio para permitir el divorcio en algunos casos tanto en occidente como
en oriente.

CONTINUARÁ...

¿Hubo divorcio en el cristianismo primitivo? (2)


Partiendo de lo expuesto en el artículo anterior, no es difícil entender
que desde esa base, el cristianismo históricamente se haya
manifestado contrario al divorcio aunque, salvo el caso del catolicismo
especialmente desde el siglo XVI, haya mantenido vías abiertas al
divorcio en algunos casos. La base para esa permisividad en
situaciones consideradas extremas y excepcionales no ha sido otra
que la referencia de Jesús (Mateo 19, 9; 5, 32) al “salvo caso de
fornicación”..

Aunque en entregas posteriores de este enigma nos detendremos en la


manera en que estas palabras operaron en el cristianismo del siglo I y del
Bajo imperio para permitir el divorcio en algunos casos tanto en occidente como en oriente, vamos a
detenernos ahora en el posible significado de esta cláusula de excepción al principio general cuyo origen se
encuentra en la misma enseñanza de Jesús. Con ligeros matices, las interpretaciones han sido históricamente
dos.

1. La excepción no es excepción sino que se refiere a una situación no matrimonial. Ésta ha sido la
interpretación clásica católica especialmente desde la Baja Edad Media y, sobre todo, tras Trento. De acuerdo
con la misma, Jesús habría prohibido el divorcio en todos los casos salvo en aquellas relaciones concubinarias
—eso significaría el “salvo caso de fornicación”— en las que sí sería lícito. Que la interpretación pretende
cimentar toda una teología sacramental del matrimonio específicamente vinculada con su indisolubilidad es
innegable pero que pueda sostenerse resulta ya otra cuestión. Para empezar, no existía ninguna necesidad en
una sociedad como la judía de señalar que el concubinato se podía disolver, entre otras razones porque a nadie
se le hubiera pasado por la cabeza otra cosa. Además, el divorcio nunca podía operar sobre una relación de
concubinato por la sencilla razón de que no era equivalente al matrimonio. Difícilmente, pues, podía decirse que
el divorcio era lícito en el seno de una relación que no lo exigía para terminarlo porque no era matrimonial.

La endeblez de esta versión resulta tan obvia que en los últimos años algunos exegetas católicos han intentado
interpretar la excepción como una referencia no al concubinato sino a ciertas relaciones cercanas de parentesco
que convertirían el matrimonio no en tal sino en una unión fornicaria. Si la primera interpretación es difícil, ésta
lo es, si cabe, más. De entrada, introduce en la discusión un anacronismo colosal como es la noción de nulidad
matrimonial —que no es comprensible en la perspectiva del judaísmo del siglo I ni tampoco del cristianismo de
la época— y además, por añadidura, incurre en contradicciones graves incluso con la postura católica. Por
ejemplo, a nadie se le ocurriría pensar que los cónyuges de un matrimonio anulable hubieran cometido
fornicación en el curso del mismo, especialmente si ignoraban la situación en que se hallaban incursos. Por otro
lado, se identificaría el divorcio con la nulidad, algo que, desde una perspectiva católica, se pone buen cuidado
—con toda razón— en diferenciar.

Finalmente, esta interpretación plantea un problema adicional de corte histórico que es pasado por alto por la
mayoría de los exegetas. Nos referimos a la manera en que era considerado el matrimonio de los que no eran
ciudadanos romanos en el seno del imperio. Lejos de ser reconocido como matrimonio (matrimonium),
legalmente era un concubinato (contubernium). Si Jesús hubiera querido decir que el divorcio era lícito en los
casos de concubinato, todos los matrimonios de ciudadanos no-romanos —la aplastante mayoría de los
cristianos de las primeras décadas— hubieran sido todavía más fáciles de disolver que en virtud de la Torah
mosaica. Francamente, resulta difícil admitir que esa fuera la intención de Jesús cuando lo que pretendía era
volver al propósito primigenio de Dios para el género humano anterior a la Caída.

A la luz de todo esto, parece obvio que la excepción era verdaderamente una excepción aunque queda por
dilucidar su contenido.
2. La excepción era una excepción que permite el divorcio en caso de adulterio carnal. Esta segunda
interpretación ha sido la común durante veinte siglos en las iglesias orientales —ortodoxas o no— y, desde el
siglo XVI, en las nacidas de la Reforma protestante, aunque tendremos ocasión de ver los matices. En todos los
casos, la teología y la pastoral han insistido en la meta del matrimonio perdurable y sin divorcio pero
admitiendo a la vez que, en un determinado contexto, ese comportamiento puede tener una excepción que es
la incluida en Mateo 5, 32 y 19, 9, la referida a “salvo fornicación”. Semejante cláusula se ha interpretado
generalmente como adulterio. En otras palabras, el matrimonio cristiano no admitiría el divorcio pero cuando
tiene lugar el adulterio es lícito el divorcio y, si así lo desea el cónyuge, un nuevo matrimonio. Como veremos
más adelante, tal interpretación cuenta con una enorme base histórica no sólo en la patrística griega y oriental
sino también en la latina, así como en diversos concilios y sínodos. De hecho, la práctica sólo sería rechazada
por la iglesia católicorromana ya bien avanzada la Edad Media.

La excepción es una excepción que permite el divorcio en caso de adulterio en un sentido amplio. Aunque, en
términos históricos, la segunda interpretación tiene un respaldo considerable, existen razones para pensar que
el adulterio que puede justificar el divorcio no sólo se refiere al acto carnal de infidelidad sino a todos los
sentidos de este término en las Escrituras. En el Antiguo Testamento, que en la época de Jesús era, sin duda, la
única parte existente de la Biblia, “adulterio”, efectivamente, tiene dos significados principales. Por un lado, es,
como en todas las lenguas, el término utilizado para designar las relaciones sexuales entre una persona casada
y otra que no es su cónyuge. Por otro, y este aspecto requiere especial interés, es cualquier relación que desvíe
a una persona de Dios llevándole a colocar el corazón en otra meta. Así, la idolatría es considerada una forma
de adulterio en los libros de los profetas Oseas o Ezequiel donde Israel y Judá son tratados de adúlteros por no
haber mantenido su lealtad hacia Dios y haber ido detrás de otros dioses. Semejante uso aparece también en el
Nuevo Testamento donde, por ejemplo, Santiago indica en su carta (4, 4) que aquellos que tienen una amistad
con el mundo que los aparta de Dios son “adúlteros” o en Apocalipsis 2, 22 donde la complacencia hacia la
herejía es calificada de “adulterio”.

Partiendo de ese contexto, el divorcio sería permisible sólo en caso de adulterio pero éste no se reduciría
únicamente al sentido estricto y vulgar del término sino que incluiría asimismo aquellas situaciones que pueden
llevar a una persona a cometer también adulterio espiritual contra Dios. ¿Tenemos alguna prueba de que,
efectivamente, el cristianismo de la época apostólica contemplara alguna causa de divorcio de ese tipo? Sí,
efectivamente, la tenemos y a ella vamos a dedicar los siguientes artículos sobres esta cuestión .

CONTINUARÁ...

Divorcio y cristianismo primitivo (III)


El divorcio sería permisible sólo en caso de adulterio pero éste no se
reduciría únicamente al sentido estricto y vulgar del término sino que
incluiría asimismo aquellas situaciones que pueden llevar a una
persona a cometer también adulterio espiritual contra Dios. Como
vimos en los dos apartados anteriores, la enseñanza de Jesús sobre el
divorcio señala el repudio de éste y, a la vez, la existencia de una
excepción en cuyo caso sería lícito. Ésta era el “salvo caso de
fornicación” que el cristianismo primitivo no sólo entendió como
adulterio en un sentido estricto sino amplio tal y como aparece en el
lenguaje de la Biblia.
La prueba de que esto fue así se halla no sólo en el texto del Nuevo Testamento sino en la pervivencia en todas
las confesiones cristianas, incluyendo a la iglesia católica, de una causa de divorcio aparte del adulterio.
Conocido como privilegio paulino, su enunciado se halla en la primera carta de Pablo a los corintios, capítulo
séptimo y versículos del doce en adelante. En este texto, uno de los más antiguos del cristianismo primitivo y,
sin duda, anterior a alguno o algunos de los Evangelios, el apóstol da respuesta a una serie de cuestiones
pastorales y doctrinales planteadas por la comunidad cristiana de Corinto.

Entre ellas se encuentra la del divorcio. Pablo se manifiesta en el texto contrario a esa eventualidad y llega a
indicar incluso la licitud de separaciones temporales que puedan tener como finalidad ayudar a los cónyuges a
reconciliarse y volver a vivir juntos (7, 10 ss). Precisamente en ese momento, Pablo introduce una excepción
que dice de la siguiente manera: “Si un hermano tiene una mujer que no es creyente y ella consiente en vivir
con él, que no se divorcie de ella. Y si una mujer tiene un esposo que no es creyente y él consiente en vivir con
ella, que no se divorcie de él. Ya que el marido no creyente queda santificado por su mujer y la mujer no
creyente queda santificada por el marido creyente. Si no fuera así, vuestros hijos serían impuros pero ahora
quedan santificados. Pero si la parte no creyente quiere divorciarse, que se divorcie; en ese caso, el hermano o
la hermana no están vinculados. El Señor os llamó a vivir en paz” (I Corintios 7, 12-15).
El texto del privilegio paulino parece enraizarse en la que hemos considerado una tercera posibilidad
interpretativa de las palabras de Jesús. Aunque el divorcio no es deseable “mucho menos obligatorio” sí puede
ser permisible en algunos casos como cuando cabe la posibilidad de caer en una situación de adulterio espiritual
debida, en este caso, a un matrimonio con alguien que no es cristiano. Si, efectivamente, el cónyuge no
creyente está dispuesto a mantener ese matrimonio en paz, debería esperarse del creyente que lo mantuviera,
entre otras cosas porque podría mantener a los hijos en un contexto cristiano y porque, quizá, podría lograr la
conversión del cónyuge. Si, por el contrario, el no creyente decidiera divorciarse, el creyente no debería
oponerse ya que, por encima de la conservación del vínculo matrimonial, estaba el vivir en paz, una
circunstancia, dicho sea de paso, que el propio Señor deseaba.

El privilegio paulino, como excepción, ha sido admitido históricamente por todas las confesiones cristianas “sin
excluir a la católica” y, desde luego, parece apoyar la interpretación amplia del término “salvo caso de
fornicación (o adulterio)” a la que ya nos referimos anteriormente. A todo esto, hay que añadir la misma
práctica histórica, la disciplina eclesial y la interpretación teológica de las causas de divorcio en el cristianismo
de los primeros siglos. Los testimonios de la patrística no dejan, desde luego, mucho lugar a la discusión.
Mencionemos tan sólo algunos a título de ejemplo. Tertuliano (m. 247) afirmó en su Tratado contra Marción
que “incluso Cristo defendió la justicia del divorcio” y en su Carta a la esposa hizo referencia a las cristianas que
se habían vuelto a casar “por razón de divorcio o por la muerte de su marido”. Orígenes de Alejandría (183-
254) indicó en su Testimonio a Quirino cómo “algunos superiores de la iglesia... han permitido que una mujer
se case estando su marido vivo... Sin embargo, no han actuado sin razón porque, al parecer, han otorgado
concesiones... para evitar consecuencias peores”. Lactancio Firmiano (250-330), tutor de Crispo, el hijo del
emperador Constantino I, señalaría en su Epitome Divinarum Institutionum: “Él (Dios) ordenó que no se
repudiase a la mujer, salvo en casos de adulterio comprobado, y que el vínculo del contrato matrimonial nunca
fuese disuelto, excepto aquello que la perfidia hubiera destrozado”. San Basilio de Capadocia (330-379) en su
canon 9 destinado a Anfiloquio, obispo de Iconio, enseña: “Si un hombre es abandonado por su esposa, yo no
diría que se deba tratar como adúltera a la mujer que después se casa con él... el marido que ha sido
abandonado, se le puede excusar si vuelve a casarse y la mujer que vive con él bajo estas condiciones no está
condenada”. San Asterio (m. 400), obispo de Amasea en Asia Menor, indica asimismo cuáles son las causas de
disolución del matrimonio: “El matrimonio no puede ser disuelto por ninguna causa, salvo la muerte o el
adulterio”. San Epifanio de Salamina (310-403), arzobispo de Salamina, declara en el Panarion: “Al que no
puede abstenerse después del fallecimiento de su primera esposa, o se ha separado de su esposa por un
motivo válido, como la fornicación, el adulterio u otro delito, y toma a otra mujer, o si la mujer toma a otro
marido, la Palabra divina no lo condena ni lo excluye de la Iglesia ni de la vida... si está realmente separado de
la primera esposa, puede tomar otra de acuerdo con la ley, si ése es su deseo”. San Cromacio de Aquileya
afirma en su Comentario al Evangelio de Mateo: “No es lícito divorciarse de la esposa, salvo por adulterio... así
como no es lícito divorciarse de una esposa que lleva una vida casta y pura, sí lo es el divorciarse de una mujer
adúltera”. San Agustín de Hipona (354-430) expresaría que no podía entender cómo se permitía “al marido
casarse con otra mujer después de haberse divorciado de la esposa adúltera” y, sin embargo, se le ponían
dificultades a la mujer para hacer lo mismo.

Como puede verse, distintos padres de la iglesia “orientales, griegos e incluso occidentales” consideraron
durante los cinco primeros siglos de historia del cristianismo que el divorcio era lícito en ciertas situaciones.
Éstas incluían siempre el adulterio pero podían extenderse también a otras causas como el abandono o algún
delito. Ambas situaciones encajan, desde luego, con la interpretación amplia, siguiendo el texto bíblico, de lo
que significa “adulterio”.

Naturalmente, podría objetarse que semejantes opiniones de los Padres no pasaron de ser puntos de vista
quizá respetables pero no ortodoxos ni vinculantes. La verdad, como veremos en el siguiente apartado, es que
la práctica de las diferentes iglesias cristianas “incluyendo a la católica” fue así durante los primeros siglos.

Divorcio y cristianismo primitivo (IV)


Distintos padres de la iglesia –orientales, griegos e incluso
occidentales– consideraron durante los cinco primeros siglos de
historia del cristianismo que el divorcio era lícito en ciertas
situaciones. Éstas incluían siempre el adulterio.

En las tres entregas anteriores mostramos cómo, a pesar de considerar que se


trataba de un hecho dramático y no deseable, el divorcio fue aceptado en la
enseñanza de Jesús, en la práctica apostólica y en las enseñanzas de los
Padres de la Iglesia. No debería por ello sorprender que la disciplina eclesial
caminara durante siglos en la misma dirección. Los ejemplos que encontramos
al respecto en las fuentes históricas son muy numerosos y, como ya hicimos en el caso de los Padres de la
iglesia, indicaremos tan sólo algunos botones de muestra.
El concilio de Arles (314) señaló así en su canon décimo que los hombres cuyas esposas han cometido adulterio
podían tomar otra esposa aunque debería recomendárseles que, si era posible, no lo hicieran. Al respecto, san
Agustín comentaría: “Los Padres de este célebre concilio no imponen ningún castigo sino que se limitan a
aconsejar. Así, los Padres de la Iglesia no dicen que esté prohibido (el tomar una nueva esposa tras el
divorcio)”. El canon segundo del concilio de Vannes (461) señalaba que el divorcio era lícito si el adulterio del
cónyuge se había comprobado. El concilio de Agde (506), celebrado bajo la presidencia de san Cesáreo de
Arles, estimaba también lícito el divorcio por adulterio pero exigía la previa declaración de culpabilidad del que
hubiera cometido adulterio. Si todos estos concilios —en el seno de la iglesia católica— encajan dentro de la
interpretación del término “salvo por causa de fornicación” como adulterio “stricto sensu”, no faltaron tampoco
los que, al parecer, la interpretaron en un sentido mucho más amplio.

Uno de esos casos fue el del primer concilio de Inglaterra, celebrado en Hereford en 673 bajo la presidencia de
san Teodoro de Canterbury, y que estableció numerosas causas de divorcio. Citemos algunas a título de
ejemplo: “Si un esclavo y una esclava han sido unidos en matrimonio por su amo y más tarde uno de los
cónyuges obtiene la libertad y el otro no ha podido obtenerla, el que está libre puede casarse con otra persona
libre” (13, 5); “A un hombre cuya mujer ha sido capturada por el enemigo y no puede liberarla, se le permite
tomar otra esposa... Y si la primera esposa vuelve más tarde, no está obligado a tomarla nuevamente si ya
tiene otra. Ella misma puede tomar otro marido, si sólo había tenido uno con anterioridad” (13, 31); “Si la
esposa ha sido llevada al cautiverio por la fuerza, el marido puede tomar otra esposa después de un año” (13,
61); “El laico cuya mujer lo haya abandonado puede, con el consentimiento del obispo, tomar otra esposa
después de dos años” (13, 140); “Si una mujer abandona a su marido por no tenerle respeto y se niega a
volver para reconciliarse con él, le será permitido al marido, con el consentimiento del obispo, tomar otra
esposa después de cinco años” (13, 19); “Si la esposa de alguien ha cometido adulterio, se le permite a él
despedirla y tomar otra... A ella, si consiente en hacer penitencia por sus pecados, se le permite tomar marido
después de cinco años” (2, 5, 5).

Las razones, como podemos ver, no se limitan al adulterio en un sentido estricto (aunque también lo incluyen)
sino que se extienden a otras conductas que podrían encajar en lo que hemos denominado adulterio en un
sentido más amplio como el abandono, la falta de respeto, el rapto, etc.

En la próxima entrega –la quinta- finalizará este repaso y análisis histórico del divorcio en el cristianismo
primitivo, llegando a los tiempos de la Raforma protestante

Divorcio en el cristianismo primitivo (V)


Distintos padres de la iglesia –orientales, griegos e incluso
occidentales– consideraron durante los cinco primeros siglos de
historia del cristianismo que el divorcio era lícito en ciertas
situaciones. Éstas incluían siempre el adulterio. En las cuatro entregas
anteriores mostramos cómo, a pesar de considerar que se trataba de
un hecho dramático y no deseable, el divorcio fue aceptado en la
enseñanza de Jesús, en la práctica apostólica y en las enseñanzas de
los Padres de la Iglesia.

No debería por ello sorprender que la disciplina eclesial caminara durante


siglos en la misma dirección. Hemos visto al respecto ejemplos muy
numerosos en las fuentes históricas, llegando hasta de los Padres de la Iglesia en el artículo anterior.

Esta tendencia a considerar las causas de divorcio con notable amplitud resulta muy acentuada en el concilio de
Verberie (752), cuyos cánones permitieron a la esposa “casarse con otro” si el padre mantenía relaciones
sexuales con la hija (canon 2); o al marido “despedir a la esposa y tomar otra” si se descubría que ésta había
“buscado, en conspiración con otros, matar al marido” (canon 5). Las razones para permitir el divorcio y las
nuevas nupcias nos resultan especialmente contemporáneas, por ejemplo, cuando el canon 9 se lo autoriza al
marido que había tenido que marchar a otro lugar por razones de trabajo y al que la esposa se hubiera negado
a seguir. De éste se dice explícitamente que “puede tomar otra esposa” (canon 9). Igualmente, el marido podía
tomar otra esposa si ésta se había acostado con su hijastro (canon 10). Como podemos observar, el divorcio no
sólo era contemplado en estos cánones como algo lícito en caso de adulterio en sentido estricto sino también
cuando se producían abusos contra menores, intento de homicidio o incluso una disparidad de criterio de los
cónyuges sobre el lugar en que debían residir.
Semejante actitud conciliar no fue, desde luego, excepcional y no deja de ser bien significativo que se repitiera
en concilios celebrados en la misma Roma, sede del papa. Así, un concilio romano celebrado durante el
pontificado del papa Esteban II (752-757) se mostraba en esas mismas fechas más moderado pero en su canon
36 establecía la posibilidad de “abandonar a la esposa con quien ha tenido relaciones conyugales y después
casarse con otra” si se había producido adulterio o uno de ellos decidía entrar en la vida religiosa. En 825, un
nuevo concilio celebrado en Roma volvió a promulgar este canon 36.

A finales del siglo IX, comenzamos a encontrar una visión distinta, y más restrictiva, en la iglesia
católicorromana —no así en la ortodoxa ni en las orientales— pero aún tardará un tiempo en imponerse. Por
ejemplo, el concilio de Nantes de 875 en su canon 12 ya señala que el adulterio es causa de separación pero no
de divorcio ya que “el marido no podrá tomar otra esposa por razón alguna mientras la primera viva”. Sin
embargo, aún así, el papa Celestino III (1191-1198) ratificó una decisión diocesana que permitía a una mujer
volver a casarse ya que su marido había apostatado. Su sucesor, el papa Inocencio III, por el contrario, afirmó
que la apostasía no era base para el divorcio “a pesar de que cierto antecesor nuestro en apariencia mantuvo
otra opinión”. El cambio es notable pero el paréntesis temporal no era inferior a los tres siglos y ciertamente se
trató de una época en que los cambios en el cristianismo occidental no se limitaron a la cuestión de la licitud del
divorcio.

RESUMEN FINAL

Resumiendo, pues, podemos ver que hasta el siglo IX, es decir, durante más de ochocientos años de historia
del cristianismo, el divorcio fue considerado lícito en toda la cristiandad sin excluir la occidental. Entre las
causas para su licitud se incluyó siempre el adulterio y casi siempre el abandono conyugal. Sin embargo, no
faltaron sínodos que además incluyeron entre las causas de divorcio otras como la cautividad, el paso a la vida
religiosa de uno de los cónyuges, el incesto, el intento de homicidio, la ausencia de acuerdo en el lugar de
residencia, la falta de respeto, etc. En ningún caso da la impresión de que hubiera dejado de considerarse que
el divorcio era una desgracia y que hubiera resultado preferible que no se hubiera producido. No obstante,
llegados a situaciones como las mencionadas, igualmente se reputaba totalmente lícito el divorcio seguido de la
posibilidad de contraer nuevo matrimonio.

A partir del siglo IX, esta situación cambió de manera radical pero sólo en Occidente. Si en el seno de las
iglesias orientales y ortodoxas —y a partir del siglo XVI en las reformadas— se siguieron aceptando excepciones
al principio de condena del divorcio, en el de la iglesia católica se fue articulando una oposición total y absoluta
que sólo respetaría la tradición de siglos en la conservación del denominado “privilegio paulino”. Se trataba, sin
duda, de una importante mutación pero las razones para la misma constituyen, como diría Kipling, “otra
historia”.

César Vidal Manzanares es un conocido escritor, historiador y teólogo.

© C. Vidal, Libertad digital, Protestante Digital, 2003.  

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