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Presentación de Devórame otra vez, de Luis Rafael Sánchez


Universidad de Puerto Rico en Cayey
Semana de la lengua en homenaje a Luis Rafael Sánchez
20 de abril de 2005

Para evitar que las regalías autorales


enfermen de anemia perniciosa el libro hay
que publicitarlo hasta en las camisetas de
los equipos de fútbol. Además, el autor
tiene que hacer suya la responsabilidad
moral de besar y abrazar al desocupado
lector dondequiera que lo encuentre y de
sentarse a explicar los contenidos de la obra
a quienes lo soliciten. No olvides, Miguel de
Cervantes Saavedra, que somos nietos de la
edad moderna. No olvides que, hace rato,
Cristóbal Colón descubrió América, que
estamos en el fabuloso siglo diecisiete, que
la literatura se negocia, como se negocia
todo hoy día.

Luis Rafael Sánchez, “Autor de moda”,


Devórame otra vez.

Así dice Luis Rafael Sánchez que dijo el agente literario al Manco de Lepanto. Iba

Cervantes, en contra de su voluntad, a promover el Quijote en una Feria del libro, dice Luis

Rafael. Iba meditabundo y volvía indignado, por ser tratado como “autor de moda”, que equivale

a decir “autor pasajero, autor coyuntural, autor que baila al son que le tocan”. Y aquí estamos, en

esta suerte de feria/ homenaje de la Semana de la Lengua, que conmemora cada año,

precisamente, el natalicio del autor del Coloquio de los perros, publicitando el libro de otro

autor que no osaremos llamar de moda. Y aunque sin equipo de fútbol ni sus consiguientes

camisetas promocionales, hemos convocado hoy al autor al negocio necesario del mercado

editorial. En esta ocasión se trata de la presentación de su más reciente obra: Devórame otra vez,

una recopilación de “artículos de primera necesidad”, como les llama el autor, cuyo hogar inicial

fueron diversos periódicos locales e internacionales, y cuyo segundo hogar viene a ser Ediciones
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Callejón. Creo que la fila para desocupados lectores que quieran exigir su beso y su abrazo se

forma a partir de este podio, en cuanto yo termine de hablar. Así que no me extenderé demasiado

explicando los contenidos de la obra: más bien procuraré contagiarlos del gusto de devorar un

libro como éste, que aparece sólo de vez en cuando en el calendario literario, como los años

bisiestos.

¿Qué hace a un escritor como Luis Rafael Sánchez tan popular?: la accesibilidad de su

verbo, su discurso locuaz y vivaracho, tan bailable como una noche en el Palladium. ¿Y qué

hace a un escritor como Luis Rafael Sánchez tan importante?: la inteligencia de su verbo, su

subtexto erudito, tan bien disimulado como las disquisiciones de un intelectual mientras suda la

gota gorda en el Palladium. Sí; Sánchez escribe para todos: para el lector de best-sellers, para el

lector de aeropuerto, para el lector sagaz. Acaso el primer artículo del libro es buen ejemplo. Se

titula “Próxima parada: Nueva York”. Usted se monta en el tren de Boston a la gran manzana

junto a Luis Rafael, quien le advierte de entrada que no le permitirá distraerse con el paisaje tras

las ventanillas, porque han venido a trabajar. A escribir un artículo para el periódico francés Le

nouvel observateur, cuya traducción a lengua gala delegará el autor en una colega. Quizás usted,

igual que él en las primeras líneas del artículo, asuma el gesto del perro enfurruñado, tan eficaz,

dice el autor, para sacarse de encima a los viajeros conversadores. Pero pronto desfruncirá el

ceño, porque Luis Rafael se dedicará el resto del viaje a entretenerlo hablándole sobre esto y

sobre aquello, sobre lo de acá y lo de allá, en un proyecto de artículo periodístico que es, en su

sentido más literal, puro pre-texto, y nunca llega al texto advertido. Usted, divertidísimo, está

pasando el viaje de maravillas, porque Luis Rafael es el paisaje tras la ventanilla, variado, veloz,

bailable como una noche en el Palladium. Y para cuando el viaje, o sea, el proyecto de artículo,

termina, usted quizás ni se da por enterado de la sabrosa intertextualidad que el autor le ha lazado
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entre las piernas como lo haría un bailarín de tango, de la profunda unidad que en tanta mención

miscelánea le ha ofrecido el viajero conversador, de cuán unívoco es el paisaje conformado por

la suma de las vía diapositivaspositivas en el carrete cinematográfico de las ventanillas del tren.

Porque las salpicaduras de música popular, velloneras, thrillers, Nelson Mandela y el apartheid

que pueblan el artículo, perdón, el proyecto de artículo, se reúnen al final en la aparentemente

casual, pero nada inofensiva, mención de Boris Vian, el escritor francés. Sánchez toma prestado

el título de una de las novelas del autor (“Escupiré sobre vuestras tumbas”), para ilustrar cierta

postura suya ante la sinrazón de los supremacistas blancos. Lo que el lector casual no notará es

que Boris Vian, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista y colaborador periodístico (como

Luis Rafael), era también compositor, cantante, trompetista de jazz y director de compañías

discográficas; que cuando las novelas negras eran el gran best seller de las librerías francesas,

escribió cuatro de ellas bajo el seudónimo de Vernon Sullivan, y engañó al público y a la crítica

francesa al inventarse un alterego negro y norteamericano, que no podía publicar en su país por

su situación racial; que Boris Vian fingió ser el traductor al francés de ese escritor angloparlante,

y que su novela “Escupiré sobre vuestras tumbas” giraba precisamente en torno a la insufrible

peste del racismo. En fin, que la figura de Boris Vian recoge en su persona todas las misceláneas

sobre las que Luis Rafael le ha estado hablando en el tren, sin más aparente conexión que el

distraído divagar de la conversación amena.

Y es que la diversión en la lectura de Luis Rafael no se disputa nunca con la erudición:

ambas coexisten plácidamente en la pista de baile. Cuando en el artículo “De sobacos y de

ombligos” quiere protestar por la consagración erótica de un siempre visible ombligo de damita

de telenovela, nos lo dice razonando “que el ombligo doncellil le recuerda al ojo masculino que

allí radica el puesto fronterizo, donde se tramita la visa para proseguir hacia la zona austral, zona
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donde fluyen las corrientes aguas, puras, cristalinas”. Sólo la genialidad humorística de Luis

Rafael puede aunar a la Gata salvaje y a Garcilaso de un plumazo.

Nos lo han dicho siempre, pero qué gusto es confirmarlo una y otra vez: Luis Rafael

Sánchez es “un faro del castellano”, en palabras de Carlos Fuentes, un malabarista de voces, un

deslumbrante vedeto del lenguaje. Admitámoslo: Luis Rafael no necesitaría ni tema para escribir,

su escritura es sobre todo el deleite empalagoso de la lengua. Con esa cadencia bailable de la

repetición –recurso retórico que le caracteriza–, el escritor toma la batuta (o sea, la pluma, o el

teclado) y dirige la danza de palabras que nos sube por los pies, por los pies, que se vuelve un

bombón de caramelo y chocolate, bate que bate, un reguerete de salivas y sabores a verbos de

limón. Hay una conexión muy profunda y seminal entre el lenguaje, la música y el paladar en

los textos de Luis Rafael, ya sugerida por el diseño gráfico en la portada y por el título de esta

obra: Devórame otra vez, canción popularizada por Lalo Rodríguez y alusión culinaria en una

misma frase. Y como les demuestro en este instante, leyendo este texto construido a la luz de sus

textos, el modelo de Sánchez es perturbadoramente peligroso para los escritores, por contagioso.

Nada más tentador, para quien reseña su obra, que comer de su mismo banquete semántico, que

cantar su mismo repertorio trasnochado, que bailar, en suma, al son que Sánchez le toca.

Repito las dos preguntas iniciales: ¿qué hace a un escritor como Luis Rafael Sánchez tan

importante?: ser un faro del castellano, un malabarista de voces. ¿Y qué hace a un escritor como

Luis Rafael Sánchez tan popular?: ser un maestro del humor, poner la brillantez de su prosa al

servicio de la risa y la sonrisa, remedios infalibles -si no contra todo mal- al menos contra todo

mal/estar. En él, el humor es siempre una sorpresa al doblar la esquina. La comicidad en sus

textos estriba en la irrupción inesperada: usted, lector, va transitando una oración muy seria, muy
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circunspecta, de un elevado nivel léxico –el equivalente a una acera recta y ancha en el mapa

semántico. De repente, casi al doblar la esquina, le asalta la frase ordinaria, la pueblerina: ha

caído en el boquete léxico. En “Elogio de la fritura”, por ejemplo, advierte el autor que “no debe

leer una línea más el lector apolíneo cuyo ego se fragiliza en cuanto le baila por la cintura la leve

sombra de un… chicho”. Lo lúdico es la coexistencia de ambos discursos. Lo lúdico posibilita

al texto un público heterogéneo.

A Sánchez lo hace popular también ser un observador incisivo de lo inmediato, que no es

lo mismo que lo que está de moda (no osaríamos llamarlo autor de moda). El mundo se

despereza cada día para que Sánchez, quien se levantó más temprano que el día, lo presencie y lo

escriba. El medio periodístico, del cual provienen los artículos que integran este libro, es idóneo

para esa toma frecuente de pulso. A pocos días de la tragedia madrileña del 11 de marzo,

sucederá la columna “El son callado de las lágrimas”, que ustedes leerán en este libro; una

tragedia más cercana (la de uno de tantos naufragios entre la República Dominicana y Puerto

Rico, pero en particular aquel en que una mujer lactó a un hombre para salvarlo de morir)

producirá en pocos días la columna “La novela de la yola”. Sánchez sintoniza las telenovelas,

escucha el hit parade, hasta examina la teta estrellada de Janet Jackson, transmitida en vivo y a

todo color por el vastísimo imperio de Cable TV. Sánchez está en todas: escribe para el viejo y

para el joven, para el farandulero y para el intelectual, para el blanco, para el negro, para el

heterosexual, el metrosexual, el homosexual y etc. etc. etc.. Eso lo hace popular, eso lo hace

versátil.

Supongo que entre otras razones, Sánchez está tan al día porque lee lo actual. Eso

incluye, quién sabe si con preeminencia, a la literatura actual. Lo demuestra en estos ensayos,
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cuando cita obras recientes, recientísimas, de escritores recientes y escritores de siempre. Y aquí

me permitiré contarles una anécdota de Luis Rafael que me tocó presenciar, hace ya algunos

años. Se celebraba la Feria del Libro puertorriqueño en el Coliseo Roberto Clemente. Un amigo

escritor, –tan joven entonces que no tenía editor que le obligara a negociar (como se negocia

todo hoy día) su literatura– había alquilado por cuenta propia uno de esos estantes que la

industria llama “booths”, y se había apertrechado allí con todas sus obras. Promocionaba sobre

todo la más reciente, un libro de cuentos en inglés. Yo, mayor que él, quiero pensar que quizás

más prudente que él en aquel entonces, le acompañaba por solidaridad. Mi amigo exhibía su

mercancía, interceptaba a los transeúntes, recomendaba la compra de su libro como se

recomienda un jarabe milagroso. Entonces aconteció lo inimaginable: apareció frente a nosotros

don Luis Rafael Sánchez. No hubo tiempo para premeditar. Abrí la boca para aconsejar, y tuve

que cerrarla y retroceder, porque ya Luis Rafael tomaba el libro de cuentos en sus manos y

saludaba cortésmente. Mientras lo hojeaba, le hizo algunas preguntas cordiales al joven autor:

¿qué edad tiene usted?, (tenía 20), ¿y desde cuándo publica? (desde los 17), ah qué bien, y ¿por

qué en inglés?... ya veo, qué interesante. Bueno -dijo Luis Rafael- y emitió tres puntos

suspensivos, libro en mano. ¿Y cuánto es?... A mí se me detuvo el corazón (NO LE COBRES;

NO LE COBRES, NO LE COBRES!!!!!) “Diez dólares”, dijo mi amigo sonriente, y yo me

hundí. Un autor desconocido, un mocoso desconocido, en cuyo libro ha reparado Luis Rafael

Sánchez, y cuyo libro sostiene en sus manos Luis Rafael Sánchez, y cuyo libro podría llegar a

leer Luis Rafael Sánchez, no le cobra a Luis Rafael Sánchez: le paga, si es necesario, para que se

lo lleve. Prosiguió un instante, de esos eternos, en que yo vi a Sánchez PONDERAR. Sonreía:

hay sonrisas súbitas, instantáneas, inconsecuentes, y hay sonrisas que vienen de muy lejos y

tardan en llegar a los labios, porque son el fruto de varias emociones sucedáneas. Yo, en ese
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instante borgeano, imaginé a Sánchez pensar: “Un autor desconocido, un mocoso desconocido,

en cuyo libro he reparado, y cuyo libro sostengo en mis manos, y cuyo libro podría llegar a leer,

no debería … (imaginé que entonces empezó a asomarse la sonrisa) pero tiene tanta dignidad y

orgullo propio que me cobra, y merece que le pague (imaginé que entonces la sonrisa terminó de

florecer). Luis Rafael sacó diez dólares y agradeció la transacción, llevándose su libro y su

sonrisa. Aquel amigo era Javier Ávila, y el tiempo ha seguido deparándole libros y premios

literarios, últimamente como poeta, y felizmente en español. La anécdota la cuento para

testimoniar que Luis Rafael Sánchez lee, (compra y lee), a los autores jóvenes y desconocidos

también.

La importancia de Devórame otra vez estriba sobre todo en ser paradigma del estilo

literario de Sánchez. Es un libro de ensayos, y yo estoy convencida de que Luis Rafael lleva la

mancha de ensayista más tercamente que la del plátano. No hace mucho publicaba Carmen

Vázquez Arce un artículo en la Revista de Estudios Hispánicos, que discurre precisamente sobre

el ensayismo del autor de La guaracha del macho Camacho. Hace tiempo viene ella planteando

que Sánchez coquetea con transgredir las fronteras entre los géneros, y que algunas de sus obras,

aunque se disfracen de narrativa, son realmente ensayos. La guagua aérea, un ensayo con

apariencia de cuento, es un ejemplo claro. La novela La importancia de llamarse Daniel Santos,

propone Vázquez Arce, lo es también: es, de hecho, el ensayo del cual Quíntuples viene a ser la

puesta en escena, la dramatización de un planteamiento teórico sobre el teatro y su necesaria

apropiación en manos de los actores, dueños absolutos de la representación. Cuando el actor que

interpreta a Mandrake el Mago afirma que “el cuento no es el cuento, el cuento es quien lo

cuenta…” está asegurando que es él quien produce, allí, en escena, el texto. Luis Rafael es

también el mago de contar, y cuenta con inigualable sabrosura el acontecer humano.


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Por eso, en este libro de ensayos contados, Sánchez prueba ser, indistintamente: fotógrafo

urbano y psicoanalista de ciudades (como en “Barranquilla y nada más”, y en “¿Dónde están los

tiburones?”), musicólogo de velloneras y juez de baile (como en “Martes de amarte” y “La

poesía de Sylvia Rexach”), somelier de barras, night clubs, cafés y cafetines (como los

pintorescos Nelly´s Place, La última puñalá, Salomé Pagana, Piso Veintiséis o el Mondongo

Parlor). Sánchez es peatón partícipe (como en el Sao Paulo de “Los días a pie”), o puede

convertirse, sin ser notado, en el doliente más célebre de un entierro anónimo en Maunabo, como

en “Paisajes del corazón”. Sánchez discurre sobre política y sociedad en “Los agobios de

Colombia”, “Ahí está el detalle”, “Bienvenida Marian Shekeba” (sobre la caída del régimen

talibán), “Robo, luego soy” (sobre el crimen de cuello blanco); “Nuestra señora de la corrupción”

y “Esperando la bala”. Sánchez le enmienda la plana a Dostoyevski cuando escribe sobre

crímenes SIN castigo en “Los herederos de Herodes” y “Otro crimen perfecto”, denuncia la

manía del celular a lo Lope de Vega en “Érase un hombre a un celular pegado” y es anticanonista

y esteticista en “El pelo malo” y “La gran mayoría gorda”. Sigue siendo, también, el curioso

examinador de manías semánticas, como en el artículo “Llamar para atrás”, que nos recuerda a la

inolvidable “generación osea” (no sé si sabe el autor que hoy hay estudiantes universitarios que

creen que la “generación osea” era una generación literaria, como decir la del noventa y ocho o

la del veintisiete).

En fin: dije que no me extendería demasiado explicando los contenidos de la obra, porque

no quiero ser como el maitre d` que se toma media hora describiendo la confección de ese

platillo que ansiamos devorar, como se ansía devorar éste, otra vez y otra vez. Así que como

dice el autor en su prólogo: lector, a lo tuyo.

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