Está en la página 1de 6

Presentació n de En espera del resto, de Á ngel Darío Carrero

Academia Puertorriqueñ a de la Lengua Españ ola


7 de abril de 2017

Janette Becerra

Janette: Hoy apareció un hombre tirado en la carretera muy cercano


a mi casa, vino a avisarme un fraile esta mañana, pero tú te habías
adelantado. Mi dolor es grande. Desde que llegué a este barrio mi
vida ha estado literalmente salpicada por la brutalidad de la sangre.
Es la gran paradoja de mi vida: ¿cómo anunciar que Dios es Vida en
un reino confiscado por la muerte violenta y el deterioro humano?
Nuestra praxis es un intento de respuesta. Gracias por estar así de
unida a mí, en el filo del misterio y de los sueños. Ángel Darío.
9 de septiembre de 2013

La de epígrafe es la ú ltima carta que recibiera de Á ngel Darío Carrero, a raíz de

contarle un sueñ o en el que presagié su muerte a destiempo. Hoy (yo aú n en el filo del

misterio y de los sueñ os, él ya al otro lado) me sumo a la presentació n de En espera del

resto, el ú ltimo poemario de nuestro querido Á ngel. Seré breve: quiero imitarlo en uno de

sus há bitos preferidos: “rastrear el poema dentro del poema hasta acercarme al mínimo de

palabras con que el sentido puede ser dicho” (Inquietud de la huella 8). Decidí, por eso,

escoger un aspecto particular de este poemario tan polisemá ntico, mú ltiple, desgarrador,

que aborda muchos de los grandes abismos de la mística, como lo que escapa al lenguaje, el

viaje a lo interior y la serena angustia de la muerte segura o, en otras palabras, que versa

sobre la Llama del agua (2001), los Perseguido[s] por la luz (2008) y, en fin, Lo que canta al

otro lado (2015), todos títulos de sus poemarios previos. Y decidí también hablar no

exclusivamente del libro sino, contra el rigor “académico” de una presentació n, es má s,

incluso contra la devoció n exclusiva a la belleza poética, hablar del amigo, del hombre que

Á ngel fue tras el poeta y sacerdote. Porque esta “presentació n” o “reflexió n” que comparto

hoy con ustedes es también mi ceremonia de despedida.


Decía que este poemario remite a los grandes temas de la mística, pero entre ellos a

uno en particular, el Lenguaje de los pájaros que, como algunos saben, no es solo el título de

uno de los clá sicos del misticismo persa, sino el título de una exposició n plá stica de artistas

radicados en Nueva York y basada en poemas de Á ngel Darío, que se celebró en el Museo de

Arte Contemporá neo en 2008. “É tica y estética son caminos inseparables en la mística

franciscana”, decía él en una entrevista hace casi ocho añ os (“800 añ os de carisma

franciscano”, 2 oct. 2009, ENDI.com). Así que ética y estéticamente —sin fronteras que las

separen y a la llama de mi intuició n onírica y vivencial respecto a él— del lenguaje y del

dolor de ciertos pá jaros quiero precisamente hablar: me refiero al motivo del vuelo, o

mejor, de la añ oranza del vuelo, en este libro.

Comienzo convocando al primer poema del libro:

Duda original
Animal sin alas, con dos pies, con las uñ as planas (Plató n)

Qué larga sombra cubriría


la má gica alborada
del universo
para que decidieran
crearnos poco inferior
a los á ngeles
sin la gracia altiva
del vuelo

para que a cambio soplaran


sobre nuestro rostro pá lido
el polvo alado de la poesía

pregunta el ser
de las uñ as planas

Privado del vuelo celestial, “inferior a los á ngeles”, el poeta se resigna con lo

segundo mejor: “el polvo alado de la poesía”. Esa carencia de vuelo, si nos atenemos a la
tradició n estrictamente literaria de la mística, equivale a la ausencia de la experiencia

ú ltima de lo sagrado, es decir, la unitiva, en la orden de un Fray Luis de Leó n, que ansiaba

Traspasar el aire todo 


hasta llegar a la más alta esfera,

y luego exclamaba:
¡Oh, desmayo dichoso! 
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido! 
¡Durase en tu reposo, 
sin ser restituido 
jamás a aqueste bajo y vil sentido!
(“A Francisco Salinas”)

Como Fray Luis, Á ngel era brillante, polifacético, laborioso, cerebral. Mientras San

Juan de la Cruz decía que el viaje a lo divino era hacia adentro, Fray Luis añ oraba ganar

altura, conocimiento total, luz, y lamentaba la estancia transitoria en lo terrenal, como

evidencian otros de sus má s célebres versos:

A Felipe Ruiz

¿Cuá ndo será que pueda, 


libre desta prisió n volar al cielo, 
Felipe, y en la rueda, 
que huye má s del suelo, 
contemplar la verdad pura sin duelo?

Noche serena

Cuando contemplo el cielo 


de innumerables luces adornado, 
y miro hacia el suelo 
de noche rodeado, 
en sueñ o y en olvido sepultado,
el amor y la pena 
despiertan en mi pecho un ansia ardiente; 
despiden larga vena 
los ojos hechos fuente; 
La lengua dice al fin con voz doliente:
«Morada de grandeza, 
templo de claridad y hermosura, 
el alma, que a tu alteza 
nació , ¿qué desventura 
la tiene en esta cá rcel baja, escura?

Yo no sé (¡quién puede saber!) si sí o si no llegó esa comunió n divina suprema en el

caso de Darío, pero el pró ximo poema que presenta este motivo de la nostalgia por el vuelo

negado es “Paloma”.

Paloma
Zeus los convirtió en pá jaros (Apolodoro)

tan cerca del necio habitar humano


no parece un ser capaz de vuelo

tal vez Zeus me ha convertido


inadvertidamente en paloma:

sentado en esta plaza


de la desolació n
tampoco rehú yo de los míos.

No puedo evitar vislumbrar nuestro parque sanjuanero junto a la Capilla del Cristo,

con sus bandadas habituadas a permanecer en tierra a pesar de la facultad del vuelo: por

hambre, por comunió n, por solidaridad. “Nuestra praxis es un intento de respuesta”, me

escribió Á ngel en aquella carta del epígrafe. Zeus lo había convertido en paloma, ¿quién

puede dudarlo? Y aquí, en esta isla palomera —en Sabana Seca, en el Proyecto Niñ os de

Nueva Esperanza, en el Instituto de Cultura, en el Nuevo Día, en el Festival de la Palabra, en

el Museo, en la biblioteca, en la librería, en el café— él optó por ser una versió n humana,

quizá s demasiado humana, del Espíritu Santo: pies en tierra, manos y mente a la obra. Y sin

embargo, intuyo en estos versos la serena o sabia tristeza de saberse a ras del suelo cuando

ya se ha atisbado la enormidad del vuelo, la libertad suprema de la des-encarnació n.


Como Fray Luis, “tan cerca del necio habitar humano”, la voz lírica de Á ngel Darío

está “sentad[a] en la plaza de la desolació n”, pero volcado a la praxis, con la “ética y la

estética” (es decir, con el deber y la belleza) como “caminos inseparables en la mística

franciscana”.

Má s adelante, en la tercera parte del poema “Tarde desdoblada”, vuelve a

preguntarse: “¿Cuá ndo llegaré a estar a la altura de mí mismo?” (27). ¡Esa pregunta

encierra una sabiduría tan honda! Implica saberse uno con lo supremo, si bien aun

encarnado en una forma imperfecta.

Y “Espejo de imperfecció n” se llama precisamente el pró ximo poema que presenta

este motivo. Allí presenciamos a la voz lírica exclamar: “soy la garza/inmó vil/del

lago/erguida mas no triunfante/sobre las piernas flacas/del/miedo” (47) y ese miedo se

presenta grá ficamente no solo como una pata flaca de garza, sino como un descenso, una

hondonada: está “erguida” en la satisfacció n de saberse cumpliendo el deber, mas no

triunfante en tanto animal sin plumas, bípedo, de uñ as planas, al decir de Plató n que sirvió

de epígrafe al primer poema. El verso termina con otra aclaració n: “no me fío de las

superficies planas”, que son tanto la marca plató nica de lo humano como, en un sentido

má s literal, este plano del suelo, carente de vuelo. Ese no fiarse de las superficies planas

apunta implícitamente a aquello en lo que sí se confía: en “la má s alta esfera”, en “la rueda

que huye má s del suelo” de los versos de Fray Luis.

Ya casi al final del libro, quizá s profeta de su muerte temprana añ os antes de

enfermar, Á ngel Darío construye su “jardín futuro”, su edén, sobre la esperanza del vuelo:

pero tampoco es extenso


el tiempo que te resta
preparas meticulosamente el jardín
como quien anticipa
palmo a palmo
el reino definitivo
...
brindas un sitial de luz
a las plantas silvestres
que imantan
con su discreto poder
el aleteo de las mariposas
emparejas el césped
de un lado hacia otro
como un individuo simple
que serena el espíritu
en el conteo de los pasos:

previsor extremo:
haces crujir azú car blanca
en el pico de los pá jaros
(“Jardín futuro” 58-59)

Ahí está la gran revelació n de este libro en mí, la conciliació n con la “duda original”

del primer poema, que se quejaba de que nos hayan creado “sin la gracia altiva del vuelo”

(17). La voz lírica prevé que al fin le será concedido el revoloteo de los pá jaros, y los

alimenta porque desde ya se considera uno de ellos, como aquella paloma de la plaza,

solidaria con los suyos.

Así que de ahora en adelante, cuando sentados en la plaza de la desolació n se nos

acerquen las palomas, no olvidemos sacar un puñ ado de azú car. Á ngel Darío entenderá .

También podría gustarte