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TEMA 38: EL ESCEPCITISMO.

1. INTRODUCCION.

2. PERSPECTIVA HISTORICA.

2.1. El escepticismo antiguo.

2.2. El escepticismo en el siglo XVII. Su significación para la Filosofía

moderna.

3. LA ACTITUD ESCEPTICA.

3.1. Tesis y clases de escepticismo.

3.2. Posibilidades de justificación.

3.3. Funciones del escepticismo.

3.3.1. La duda metódica.

3.3.2. Escepticismo como argumento ético.

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NOTA: Joan recomienda tener como material adjunto el examen de Concha sobre Wittgenstein de 4º, por si

el tribunal pregunta algo.

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BIBLIOGRAFIA:

- Diccionario Conceptos fundamentales de filosofía., Entrada "Escepticismo".

- HORKHEIMER,M.; Metafísica y escepticismo.

- CASSIRER; El problema del conocimiento.

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1. INTRODUCCION.

Como dice Horkheimer, en dos períodos de la historia europea tuvo el escepticismo filosófico ilustres

representantes: en las postrimerías de la Antigüedad y en el Renacimiento. A pesar de las profundas

diferencias existentes entre los sistemas económicos de la Polis griega y de las ciudades implicadas en el

proceso de formación de los Estados nacionales modernos, los fenómenos de transición presentan ciertas

semejanzas. En ambos casos, sobre el suelo de una antigua cultura urbana se producen reestratificaciones y

luchas sociales. Los poderes centralizados se las arreglan para asumir el papel histórico dirigente. Individuos

altamente evolucionados, procedentes de la burguesía urbana, ven el mundo inmerso en un desarrollo

político que pone en tela de juicio los factores de una vida ordenada: eficiencia calculada a largo plazo,

seguridad personal, colaboración entre los partidos, desarrollo de la industria, las artes y la ciencia. En ambas

ocasiones el proceso dura varios siglos. También en otros tiempos se había visto amenazado el orden social,

pero ahora la agitación es permanente. El florecimiento económico se alterna con graves crisis, ciudadanos

enriquecidos se infiltran en las antiguas clases patricias, llegando incluso a desposeerlas; todos los

antagonismos sociales se agudizan y se hacen más nítidos. Sin embargo, el florecimiento de las ciudades

había durado lo suficiente para que, merced a la división del trabajo, el refinamiento de las necesidades y de

las capacidades alcanzara un nivel elevado; allí se dieron hombres que sabían lo que era la felicidad y cuyo

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cultivo intelectual era demasiado profundo como para evadirse, ante la subversión que constantemente

amenazaba esa felicidad, en ilusiones religiosas o metafísicas.

Hemos comenzado diciendo que n dos períodos de la historia europea tuvo el escepticismo ilustres

representantes. Así pues, a los representantes de mayor talla en esos momentos les dedicaremos el primer y

el segundo punto de este desarrollo. Así, y como una primera precisión deberíamos decir que al referirse al

escepticismo cabe entender al menos dos significaciones. De una parte "escepticismo" hace referencia a una

escuela filosófica que surge en Grecia a la lo largo del siglo IIIº antes de Cristo y se desarrolla en distintos

períodos hasta el siglo IIº después de Cristo. Aunque en un sentido menos fuerte acostumbra también a

hablarse de una corriente escéptica para referirse a un conjunto de autores y a un clima filosófico que abarca

parte del siglo XVI y XVII, vinculado en gran medida con el impacto que supuso la Reforma para la Europa

Renacentista. Autores como Montaigne, Charron y Francisco Sánchez serían los representantes principales

de esta corriente, cuya influencia en el surgimiento de la filosofía moderna es indudable.

Pero en la medida en que el escepticismo acostumbra a entenderse como una actitud general acerca de

la posibilidad, o más propiamente hablando, de la imposibilidad del conocimiento humano, dejaremos de

lado, en un segundo bloque de nuestro desarrollo la perspectiva histórica para, por así decirlo, introducir un

apartado sistemático en torno al problema que plantea el escepticismo en la Teoría del Conocimiento,

articulando en este apartado cuestiones referidas a las tesis y clases de escepticismo, las posibilidades de

justificación o al escepticismo como argumento ético.

Veámos ya, pues, el primero de los apartados.

2. PERSPECTIVA HISTORICA.

2.1. El escepticismo antiguo.

Bajo tal nombre se suele entender una escuela filosófica que surge en el período helenístico que abarca

cinco siglos (desde el tercero antes de Cristo, hasta el segundo después de Cristo). Los historiadores de la

filosofía han dividido este escepticismo en tres períodos, si bien no hay acuerdo al respecto.

1. Antiguo, representado sobre todo por Pirrón y Timón.

2. Medio o Académico, representado por Arquesilao y Carneades.

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3. Nuevo escepticismo, representado por Anesidemus, Agripa y Sextus Empiricus.

Como las otras dos grandes corrientes de la época, estoicismo y epicureísmo, el escepticismo se

caracteriza por una actitud que subordina en gran medida la especulación a la búsqueda de la felicidad. Pero

lo que le distingue de esas dos escuelas es que mientras para éstas últimas el objetivo pasa por el

conocimiento del mundo, el escepticismo prescinde del conocimiento del mundo y niega incluso su

posibilidad. Y precisamente esa negación de posibilidad del conocimiento constituye, por así decirlo, la

doctrina fundamental del escepticismo. Sin embargo, esta afirmación ha de ser tomada con cautela,

pues no todos los escépticos fueron igualmente radicales a ese respecto. De hecho, al clasificar Sexto

Empírico las distintas doctrinas filosóficas, distinguía entre dogmáticos, académicos y escépticos. Los prime-

ros se caracterizaban por afirmar haber descubierto la verdad, los segundos por negar esa posibilidad, y los

últimos por seguir investigando. Ello demuestra que a pesar de la clasificación que hemos presentado más

arriba, el escepticismo antiguo lejos de ser uniforme, presenta distintos matices y niveles de radicalidad,

niveles que van desde una simple cautela acerca de la posibilidad del conocimiento que conduce a suspender

el juicio, hasta la negación radical del conocimiento.

En realidad esa oscilación entre un escepticismo radical y un escepticismo moderado reaparecerá a lo

largo de la historia bajo distintas formas.

Así las cosas, presentaremos las distintas versiones del llamado escepticismo antiguo.

a) Pirrón y el Pirronismo.

Lo fundamental de la doctrina de Pirrón (360-270 a.C.) puede resumirse en una teoría del

conocimiento que parte de la sensación y del carácter convencional de los juicios que a partir de la sensación

se hacen. Desde ahí negará la posibilidad de afirmar o adherirse a verdad alguna, para proponer como única

actitud propia del filósofo la suspensión del juicio o "epojé". Pero en este punto la teoría del conocimiento

desemboca en una ética, pues la suspensión del juicio conduce al silencio como vía hacia la ataraxia y la

felicidad.

Diógenes Laercio atribuye a Pirrón los diez famosos tropos a través de los cuales pretendía mostrar la

inexistencia de la verdad. Esos mismos son los que Aenedesimus expone mucho más tarde, con alguna

modificación. Se trata de argumentos dirigidos a mostrar los cambios y mutaciones, la incertidumbre, en fin,

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a que están sometidos todos los juicios humanos. Son los diez siguientes:

1. En razón de las diferencias existentes entre todos los seres vivos.

2. En razón de las diferencias entre los distintos hombres por su naturaleza y su constitución física.

3. En razón de la diferencia de las impresiones sensibles.

4. En razón del cambio de circunstancias y estados.

5. En razón de las distintas formas de vida, leyes costumbres, etc.

6. En razón de las mezclas y combinaciones en que nos aparecen los objetos.

7. En razón de la mediación espacial de nuestra observación de los objetos.

8. En razón de las relaciones de cualidad y cantidad de las cosas y la multiplicidad de sus

circunstancias.

9. En razón de la continuidad de las apariciones y fenómenos.

10. En razón de las relaciones de las cosas entre sí.

Filón de Atenas y Nausifanes de Teos fueron dos de sus principales discípulos, junto a Timón de

Flionte, autor de las Sátiras, donde ridiculiza a los filósofos que pretenden haber encontrado el criterio de la

verdad.

b) La academia media y nueva.

Aunque no todos los historiadores acostumbran a considerar a la academia media y nueva como una

escuela escéptica, reduciendo el término escepticismo para Pirrón y sus seguidores distinguiendo únicamente

un escepticismo primero, el de Pirrón y un segundo, el de Aenedesimus y Sexto Empírico, nadie niega la

proximidad d los académicos medios al escepticismo. Los principales representantes son Arcesilao y

Carneades. Al referirse al escepticismo de éstos acostumbra a hablarse de un escepticismo moderado, porque

si bien niegan la posibilidad de encontrar un criterio de verdad absoluta, afirman sin embargo, la posibilidad

de encontrar criterios, tanto en lo teórico como en lo práctico, plausibles, probables o verosímiles, pero en

ningún caso ciertos o indudables.

c) El escepticismo nuevo.

Como decíamos, muchos historiadores no reconocen más que dos escepticismos o dos momentos de la

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escuela escéptica, el escepticismo antiguo y el nuevo. Este segundo estaría representado sobre todo por Sexto

Empírico y por Enesidemo. En realidad ambos se reconocen seguidores de Pirrón, y su tarea es sobre todo de

compilación y recuperación polémica de argumentos. De hecho, la mayor parte de nuestro conocimiento

sobre el escepticismo se lo debemos a Sexto Empírico. También Enesidemo es un compilador de todas las

doctrinas contra la posibilidad del conocimiento, y desarrolla los Tropos. En todo caso, ni ellos, ni Agrippa,

el tercer gran representante de este nuevo escepticismo aportan o modifican nada sustancial al escepticismo

pirrónico.

2.2. El escepticismo en el siglo XVII. Su significación para la filosofía moderna.

Los profundos cambios que en todos los ámbitos de la vida se producen con el final de la Edad Media

y el comienzo de la Edad Moderna van a encontrar su eco en la actividad filosófica y en el pensamiento.

Sería exagerado decir que el siglo XVI y XVII son siglos escépticos. De hecho en el Renacimiento se

produce una revitalización y una recuperación de corrientes cabalísticas. En realidad, estamos ante un

momento de crisis y renovación, y en esa medida en un terreno abonado para el escepticismo, que en su

manifestación moderada será precisamente el camino para reafirmar nuevas convicciones acerca del saber y

del mundo como en Descartes.

Doctrinas como las de Nicolás de Cusa, habían apuntado ya en la baja Edad Media a los límites del

entendimiento humano. Y el impacto de la Reforma, con la consiguiente incertidumbre acerca de los desti-

nos del hombre, no debió de ser ajeno a ese clima escéptico que preludía en cierto modo y posibilita la

formación de la verdad moderna y la superación del propio escepticismo a través de la creencia en la Razón

y el Progreso humano propia de la Ilustración.

En ese clima de escepticismo podríamos incluir a muchos autores desde Erasmo al propio Descartes,

pero los autores característicos son Charron, Montaigne y Sánchez.

a) Montaigne.

La doctrina escéptica, bajo la nueva forma en que ahora se presenta, encuentra su primera expresión

completa en la "Apología de Raimond, de Montaigne". No es que este capítulo -el más extenso de sus

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Ensayos- encierre, como a veces se ha dicho, el meollo y el contenido de toda la filosofía y de toda la

concepción de la vida y del mundo de Montaigne, pero sí dibuja el perfil externo y traza la ordenación

formal de toda su doctrina. Los motivos lógicos concretos van destacándose claramente aquí, uno tras otro;

pero, al mismo tiempo, presentan, en contraste con la antigüedad, una característica nueva, por cuanto que

todos ellos se ordenan y supeditan al problema común de las relaciones entre el saber y el creer. La totalidad

de los problemas teóricos fundamentales aparece todavía, en cierto modo, encuadrada en la sistemática de la

teología y de la filosofía de la religión; para poder comprenderlos por sí mismos, es necesario ante todo

plantearse y resolver el problema de esta sistemática misma y de los conceptos que le sirven de cimientos.

La misma forma y envoltura literaria del pensamiento señalan la orientación hacia este planteamiento

del problema. La Theologia naturalis de Raimond de Sabonde, con que engarza el pensamiento de Montaig-

ne, refleja todavía, pese a sus peculiares modalidades en cuanto al modo de razonar y exponer los problemas,

el sistema fundamental de la concepción de la vida propia de la Edad Media. La razón y la revelación

forman, para ella, una unidad directa y exenta de contradicciones: entre la naturaleza y la Sagrada Escritura

tienen que mediar necesariamente una coincidencia perfecta, en todos y cada uno de los puntos, ya que

ambas son por igual y del mismo modo símbolos y representaciones de la esencia divina. La misión del

pensamiento se reduce a reducir a claridad y univocidad de concepto y de conocimiento esta armonía, que en

el libro de la naturaleza aparece, a veces, empañada y torcida.

La meta de toda investigación desemboca, por tanto, en la verdad divina: conocemos el valor y la

dignidad del hombre cuando lo comprendemos como un eslabón necesario en la cadena continua que va

desde las formas más bajas del mundo de la naturaleza hasta el ser supremo y absoluto. El hombre, como

parte que es, del reino de la libertad, resume en sí el contenido de todo el ser espiritual; al mismo tiempo y

por otra parte, es en él donde el reino de la naturaleza cobra su verdadero destino. Sólo en esta interpretación

y en esta proyección teleológicas se nos revela el sentido de todas y cada una de las partes de la realidad; el

ser del cosmos, la rotación de los astros, el desarrollo de los organismos, no adquieren un sentido para

nuestra inteligencia hasta que no somos capaces de comprenderlos dentro de esta unidad de fin viva y

originaria.

Partiendo de aquí, se nos aparece en seguida clara la intención fundamental que mueve la "Apología"

de Montaigne y el sentido irónico concomitante que encierra. Parece defender y apoyar las distintas pruebas

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aducidas por el teólogo, pero en realidad mata el nervio vital sobre el que descansan todos los argumentos de

la obra. Disuelve la simplista unidad que en ella se establece entre el concepto natural del hombre y el

concepto establecido por la revelación.

Por debajo del pathos de la duda resuena siempre aquí, sin embargo, una concepción fundamental de

signo positivo. Al descartarse el criterio finalista material, surgen un nuevo concepto del ley y, por tanto, un

nuevo concepto de la naturaleza objetiva.

Este giro aparece con mayor claridad aún que en la "Apología" en el análisis dialéctico del concepto de

las "causas finales" que el autor va haciendo a lo largo de todos los Ensayos.

Así como aquí, desaparecen las pretensiones subjetivas del individuo ante una nueva concepción del

cosmos, así también vemos cómo, por otra parte, la supuesta primacía del hombre va borrándose en la suce-

sión y la gradación de los seres vivos: la "Apología" defiende y preconiza, a la luz de una serie de ejemplos

sin cesar renovados, la esencial igualdad biológica y espiritual entre el hombre y la bestia. Y a esta

concepción teórica corresponde un nuevo sentimiento de unidad: el aislamiento descollante del hombre de

los teólogos es sustituido aquí por la conciencia de una comunidad que abarca por igual y entrelaza todo lo

vivo, las plantas y los animales.

Hasta aquí, Montaigne o hace más que expresar la tónica fundamen tal y general que en el

Renacimiento encontramos siempre asociada a la nueva concepción de la naturaleza; pero a partir de aquí,

vemos cómo el pensamiento adopta un nuevo giro. Para la filosofía renacentista de la naturaleza, la unidad

entre el hombre y la naturaleza significa, sobre todo, la conciencia de su esencial comunidad metafísica, inte-

rior: el individuo está llamado a conocer el universo y es capaz de conocerlo, porque está hecho de la misma

materia que éste y porque es el producto de la misma gran fuerza creadora que ha hecho nacer el mundo

exterior y lo gobierna. Y, sin embargo, esta respuesta no hace más que presentar el problema en toda su

extensión y en toda su fuerza, sin llegar a resolverlo.

Por cuanto que el sujeto se ve supeditado al conjunto de la causalidad de la naturaleza, el conocimiento

se vincula, lógicamente, a las condiciones naturales especiales y determinadas de su nacimiento, a las que

permanece conectado en su extensión y en su vigencia. El conocer se convierte, así, en un proceso parcial

dentro del curso sujeto a leyes del acaecer total.

Se produce, de este modo, una curiosa inversión de los términos del problema: lo que la fantasía

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estética del panteísmo considera como la verdadera solución no es, para el analítico lógico, más que la

expresión acusada y penetrante del enigma.

La fuerza y la originalidad del escepticismo de Montaigne se manifiestan en el hecho de que sabe

forjar los resultados positivos y los títulos de legitimidad de la nueva investigación, dialécticamente, en otras

tantas armas contra el valor y el criterio de la validez general del saber humano. La idea de la infinitud de los

mundos, que para Giordano Bruno, por ejemplo, representaba la más segura garantía en pro de la certeza del

pensamiento puro en sí mismo, sólo sirve, tal como Montaigne la ve, para aislar al individuo y conferir un

valor simplemente relativo a la vigencia de sus leyes del conocimiento.

Los principios y las reglas que vemos confirmadas dentro del estrecho círculo del mundo de nuestra

experiencia, no tienen obligatoriedad en cuanto a la estructura general del todo. El escepticismo toca aquí a

una dificultad interior que guarda, en realidad, íntima relación con la concepción fundamental con que hasta

ahora nos encontrábamos y que es necesariamente inherente a ella. Establecer la armonía entre el pensar y el

ser, conocer el espíritu humano como imagen y símbolo de la suprema realidad absoluta: tal es el problema a

que se aplica por doquier, desde los primeros momentos, la época moderna. El mismo Nicolás de Cusa se

enlaza aquí con Raimond de Sabonde, y a pesar de todos los conatos tan importantes y tan fructíferos de

recreación del problema, lo cierto es que tampoco en él logra la definición del concepto del conocimiento

remontarse definitivamente sobre este modo de plantear el problema. Sin embargo,esta concepción lleva en

sí, evidentemente, un postulado no demostrado ni susceptible de demostración. El pensar y el ser no pueden

llegar a una verdadera consonancia y coincidencia interior mientras pertenezcan, por decirlo así, a diferentes

dimensiones lógicas, mientras el ser absoluto preceda al pensamiento como un concepto general y superior y

lo englobe como un caso especial.

El mérito lógico indirecto del escepticismo es haber desarrollado esta concepción hasta darle completa

claridad. En esto reside la tendencia unitaria que comparten por igual sus diversas modalidades y

manifestaciones modernas: al igual que Montaigne, Sánchez, cuya obra ve la luz al mismo tiempo de los

Ensayos de aquél, pone al desnudo la dualidad de sentido que se esconde detrás de la identidad del microcos-

mo y el macrocosmo. Invierte la conclusión que suele establecerse cuando de la completa conexión e

interdependencia entre el individuo y las partes todas del universo se deduce la posibilidad del conocimiento

del todo: lo concreto y lo individual, nos dice, en cuanto se halla condicionado por el todo, sólo puede llegar

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a comprenderse a base de éste, es decir, bajo la premisa de un conocimiento infinito que nos está vedado a

nosotros, los hombres.

En efecto, cuando el objeto es buscado como algo externo y trascendente, es evidente que la

conciencia no puede trazar ya el camino hacia su conocimiento; pero no constituye, en tales casos, más que

la envoltura engañosa con que revestimos todos los contenidos y que nos oculta su verdadera esencia.

Nuestro saber no nos comunica la forma y la naturaleza de las cosas, sino solamente la peculiaridad del

órgano sobre el que las cosas actúan. Así como la misma corriente continua del aire, al pasar por diferentes

instrumentos, se rompe para producir una variedad de sonidos, así también nuestros sentidos transfieren al

objeto originariamente unitario las cualidades que le son propias.

De aquí que no podamos trazar nosotros los contornos del ser, pues sería necio pensar que los límites

de nuestra propia capacidad sensible sean al mismo tiempo los límites de la realidad física. La pérdida de un

determinado sentido debería traer consigo, necesariamente, un cambio de toda nuestra imagen del mundo,

del mismo modo que la adquisición de una nueva fuente sensible de conocimiento nos abriría zonas de la

existencia permanentemente cerradas ante nosotros, en las condiciones dadas de nuestra organización. Y ni el

pensamiento de la ciencia ni los recursos de la deducción lógica podrían suplir estas faltas, ya que por estos

medios podemos únicamente enlazar las percepciones dadas, pero nunca llegar a descubrir y a crear nuevos

círculos de hechos; es decir, que el carácter irracionalmente fortuito de nuestra cultura empírico-fisiológica

no puede llegar a superarse nunca por este camino.

Y, con el objeto externo, desaparece también el concepto del "sujeto", como norma unitaria y fija. Lo

que consideramos como la unidad de un individuo no es, en realidad, sino la sucesión de diferentes estados

pugnantes entre sí, entre los que no es posible establecer ninguna gradación ni diferencia alguna de valores;

no hay criterio capaz de emitir fallo basado en razones de verdadera lógica entre las percepciones que

llamamos "sanas" y la "anormales", entre las experiencias que solemos contraponer como obra del sueño y

las producidas en estado de vigilia.

No hace falta que sigamos toda la argumentación ni que recorramos toda la variedad de las instancias a

que Montaigne recurre para probar su tesis principal. Todas ellas se remontan a los modelos antiguos y,

principalmente, al esquema general seguido por Sexto Empírico para establecer sus diez "tropos". Pero la

energía y la vivacidad subjetiva del estilo de Montaigne parecen infundir a estos argumentos, ya conocidos,

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la fuerza y el sentido penetrante con que tanto habrán de influir sobre la posteridad.

También aquí parece ocupar el centro de los razonamientos el problema del regressus in infinitum en

la argumentación: para llegar a emitir un fallo entre diversos fenómenos, necesitamos disponer de un

instrumentos de juicio; y, para contrastar éste, tenemos que recurrir, a su vez, a la vía de la deducción lógica,

la cual, por su parte, sólo puede ser acreditada y asegurada por medio de aquel instrumento. ¿O acaso sería

posible liberar de este círculo probatorio al silogismo y, sobre todo, a la inducción? ¿Cabría encontrar un

camino, descubrir ciertas premisas superiores de la inducción, que, aunque sólo tuviesen sentido y razón de

ser en relación con la experiencia, no pudiesen concebirse, sin embargo, como agregados de diversas

observaciones concretas?

Las anteriores preguntas deslindan el campo y el problema en que se mueve la moderna teoría de la

experiencia a partir de Galileo. Montaigne no toma parte positiva en ella; pero también en esto hay que

reconocerle el mérito de haber sabido ver y plantear el problema allí donde la filosofía de su tiempo y

principalmente Telesio y su escuela veían la verdadera solución. Esta sentido y esta fuerza del escepticismo

se manifiestan, por último, más claramente que en el campo del conocimiento teórico, en los principios del la

moral. Al principio parece, ciertamente, como si al desaparecer la pauta incondicional y absoluta, se

arrancase de cuajo y se redujese a nada el mismo problema ético fundamental.

Del mismo modo que la sensación no nos descubre el ser del objeto externo, sino solamente la

naturaleza del propio yo en su reflejo al exterior, así también el valor que parece inherente a las cosas

mismas no es en realidad ninguna cualidad objetiva de éstas, sino solamente el reflejo del sujeto que enjuicia.

Nada es bueno ni malo de por sí; es nuestra propia "representación" la que les confiere esa cualidad.

Con lo cual, el concepto del bien y de lo bueno que da entregado al juego infinito de lo indeterminado

y de lo multívoco, pues en ningún otro campo se destacan con la fuerza que en éste las contradicciones y la

incompatibilidad entre los individuos y los pueblos. No hay ninguna práctica, por extremada y fantástica que

nos parezca, que no se halle sancionada y santificada por la ley de alguna nación; ningún contenido moral

consagrado que no se trueque en lo contrario, en los vaivenes de los tiempos o de los espacios.

Las fronteras locales y políticas se erigen en límites y en barreras para el concepto de la moral: "¿Qué

clase de bien moral es el que, reconocido y acatado ayer, dejará de serlo mañana o se convierte en crimen

con sólo cruzar las aguas de un río? (Essais, II,12)."Los principios generales sobre que descansan los

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principios de la moral no son fáciles de comprender y se deshacen como la espuma entre las manos de

nuestros maestros; a veces, éstos no se atreven siquiera a tocarlos, sino que se acogen desde el primer

momento y sin preguntar al asilo de la costumbre, donde dichos principios se entronizan y festejan su fácil

triunfo" (Essais, I,22). Con lo cual nos confiamos como a nuestros guías únicos y seguros a la opinión

general y a las convenciones establecidas: "el prestigio de las leyes no provienen del hecho de que sean

justas, sino sencillamente de que son leyes; éste y no otro es el fundamento místico sobre que descansa su

autoridad".

En esta consecuencia conque Montaigne da cima a su concepto ya a su doctrina del escepticismo se

encierra, al mismo tiempo, sin embargo, la peripecia de toda la concepción filosófica de este pensador. En el

problema de la moral vemos cómo se opera la inversión interior de su pensamiento. No cabe duda de que, a

primera vista, el escepticismo -lo mismo en Montaigne que en la antigüedad- contiene desde el primer

momento un criterio ético positivo.Su meta final es la "ataraxia": se trata de que el espíritu, renunciando a

todo fin absoluto, encuentre en sí mismo un punto fijo de equilibrio y de quietud sustraído a todos los

cambios de las cosas de fuera.

Lo que no había podido lograrse mediante la aspiración al conocimiento, se consigue por el camino de

la renuncia espontánea y consciente de sí misma. La duda, al despejar de su halo místico a todas las normas

especiales y autoritarias, protege al individuo, que puede prácticamente seguir sometiéndose a ellas, contra el

peligro de entregarse interior e incondicionalmente a sus mandatos. El escepticismo precave al individuo

contra el imperio de las pautas morales impuestas desde fuera y, enfrentándose a todas las convenciones

morales arbitrarias, le asegura la libertad discursiva de su juicio.

b) Charron.

En lo fundamental, la concepción filosófica del escepticismo aparece conceptualmente acabada y

desarrollada desde todos los puntos de vista en los Ensayos de Montaigne. Lo que a esta obra añaden sus

contemporáneos y discípulos son solamente algunos trazos de detalle, que no modifican esencialmente la

estructura total.

Una curiosa trayectoria histórica asigna al teólogo Charron la tarea de presentar en toda su claridad la

crítica del dogma positivo, que Montaigne sólo toca de pasada, con unas cuantas alusiones encubiertas.

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Charron desarrolla hasta en sus últimas y nítidas consecuencias la antítesis entre la moral religiosa y la moral

autónoma, sobre la que ya los Ensayos hacían hincapié.

Nuestra rectitud no se saldrá de los marcos del "lo escolar y lo pedantesco", seguirá siendo esclava de

la ley bajo la coacción del miedo o de la esperanza, mientras nuestros actos busquen un punto de apoyo y un

modelo en las normas y los preceptos exteriores. El gran defecto de todo fundamento teológico de la moral

consiste en contar precisamente con esta falta de libertad interior y en fundar sobre ella sus mandatos.

Así pues, el escepticismo, que había comenzado excluyendo a la razón humana del auténtico

conocimiento de Dios y la razón: identidad que encuentra su vehículo y su garantía en al idea de la

autonomía moral. Se establece así una pauta fija e inmutable para las religiones positivas y los estatutos

jurídicos. El original en que se inspira todo derecho escrito, del que provienen desde el decálogo hasta las

legislaciones positivas todas, se halla escrito en el propio ya de cada cual. Ya demos a esta relación una

expresión ética o religiosa, ya consideremos como el fundamento primero de la suprema ley a Dios o a la

naturaleza, ambos son simplemente expresiones del mismo pensamiento.

Por tanto, el valor interior del individuo no depende del hecho de pertenecer a una determinada fe; más

aún, allí donde ésta ejerza una influencia decisiva sobre al moral del individuo es que se halla quebrantado ya

el fundamento de toda auténtica comunidad moral. La historia no conoce motivo más poderoso ni más

funesto que el fanatismo de la fe.

"El acto más venial y más suave de estas gentes es mirar de reojo a cuantos no comparten sus

opiniones, verlos como a monstruos y creerse manchados por el contacto con ellos. No debemos fiarnos de

nadie cuya moralidad obedezca exclusivamente a escrúpulos religiosos: una religión sin moral es, si no peor,

por lo menos más peligrosa que al carencia total de ambas."

Ahora bien, la independencia interior que así conquista el individuo se convierte par él, al propio

tiempo, en expresión y en certeza de una comunidad espiritual sustraída a todos los límites convencionales

de las diferentes sectas y dogmas religiosos: es precisamente la confianza en la unidad de la razón humana la

que nos enseña a abarcar y enjuiciar con la misma imparcialidad la diversidad de sus manifestaciones. De

este modo, la "ignorancia" adopta de nuevo aquel fundamental significado moral que le atribuía Nicolás de

Cusa.

Esto recuerda, al mismo tiempo, una obra escrita pocos años antes del ensayo de Charron que lleva por

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título De la sagesse y que obedece a las mismas condiciones externas y de tiempo que ésta. El pensador de la

época que con mayor pureza recoge y con mayor profundidad desarrolla la ida y la forma literaria del

diálogo del Cusano De pace seu concordantia fidei es Juar Bodino en su Colloquium heptaplomeres. Bodino

pertenece al mismo círculo que Montaigne y Charron. Y también en su obra son las guerras francesas de

religión las que forman el fondo político sobre el que se proyecta el pensamiento.

Fue Montaigne uno de los primeros en reconocer el mérito literario de Bodino, a quien distingue

expresa y enérgicamente del "tropel de los escribientes de la época". En cuanto a Charron, hay también

huellas claras y concretas de que llegó a conocer y a utilizar, por lo menos, su obra Sobre el Estado. Pero aún

es más acusado y significativo el entronque en lo que se refiere a su concepción religiosa fundamental: el

postulado general preconizado por Charron aparece ilustrado en Bodino con gran acopio de erudición,

expuesto con penetrante arte dialéctico y en todos sus detalles y llevado directamente ante los ojos del lector,

haciendo hablar a las diversas religiones positivas por labios de representantes suyos de señalado relieve

personal.

Como vemos, también en este aspecto se encuadra interiormente el escepticismo en el conjunto del

movimiento religioso de su tiempo.

Goethe veía en los Ensayos de Montaigne, en esta confesión pública del individuo ante el mundo

entero, la mano tendida al protestantismo. Y el propio Montaigne confirma directamente esta actitud, cuando

dice: "En faveur des huguenots, qui accusent nostre confession auriculaire et privee, ie me confesse en

public, religieussement et purement."

Esta relación se establece todavía más estrechamente en el conocido capítulo de los Ensayos sobre la

oración, en el que se subraya la carencia de valor religioso de toda ceremonia externa, haciendo depender la

vigencia moral de la plegaria única y exclusivamente de los cambios y la "reforma" de la conciencia, que en

ella se manifiesta. La auténtica confianza religiosa debe basarse, no en el poder de los medios de salvación

del alma, sino exclusivamente en la fuerza y en la pureza de las intenciones: cuando ocurre otra cosa, la

divinidad se convierte en un demonio al que se trata de aplacar y dominar por medio de artes mágicas.

c) Francisco Sánchez.

Los problemas de la ciencia del espíritu ocupan aquí, como vemos, el centro de todas las

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consideraciones. En cambio, para el español Francisco Sánchez, cuya obra Quod nihil scitur surge al margen

de Montaigne e independientemente de él, el escepticismo nace referido nuevamente a los problemas del

conocimiento de la naturaleza.

La duda, aun afirmándose de modo incondicional, recae, sin embargo, en primera línea sobre la forma

determinada y concreta de sabiduría escolástica a que Sánchez se enfrenta. Sus ataques van dirigidos

primordialmente contra la silogística. Debemos, nos dice, remontarnos de sus quaestiones y distinciones, que

no nos ofrecen más que nombres y nombres de nombres, a la investigación de las cosas y de sus causas.

Volviéndose de espaldas a la dialéctica, la atención se retrotrae a la percepción y a la observación, y se

afirma de un modo general que la auténtica ciencia, en cuanto ésta existe, debe sustraerse al pensamiento

"discursivo" y basarse en un acto de visión intuitiva directa. En esta comprensión interior de nosotros mismo

es donde tenemos que empezar a conocer el propio yo y sus operaciones.

Claro está que tampoco este retorno a la conciencia de nosotros mismos puede asegurarnos un punto

de apoyo fijo y permanente, pues si es cierto que el yo sobrepasa en cuanto a certeza a todos los demás

contenidos, también lo es que se halla por debajo de ellos en lo que se refiere a la determinabilidad de la

intuición. También aquí nos vemos envueltos en una luz crepuscular: desde el momento en que no se nos

dan ninguna clase de imágenes y especies de los procesos interiores, es claro que, aunque apreciemos su ser,

apenas podemos señalar, y mucho menos llegar a ver, su esencia y su peculiaridad.

Vemos, pues, cómo el principio de la certeza en sí mismo del yo se entrecruza aquí con la otra

concepción según la cual todo conocimiento tiene que hallarse condicionado por los signos imágenes

exteriores que se desprenden de los objetos.

3. LA ACTITUD ESCEPTICA.

3.1. Tesis y clases de escepticismo.

El escepticismo filosófico defiende la concepción de que la verdad de un juicio no es cognoscible. A

este respecto la verdad se entiende como coincidencia de lo afirmado en el juicio con el hecho real,

1
independiente del conocimiento, al que se refiere el juicio. Pues el escéptico parte de que en nuestro juzgar

pretendemos describir un objeto tal como es en sí, independientemente de nuestras respectivas

representaciones. El escepticismo impugna esta pretensión, pues cree indemostrable su legitimidad, es decir,

no niega la posibilidad de que un juicio cumpla la pretensión y con ello sea verdadero; pero sí pone en duda

que la verdad pueda probarse de alguna manera. Por eso considera el juicio como un acto precipitado, del

cual hemos de abstenernos si no queremos entregarnos a meros dogmas.

Según los juicios a los que se extiendan los reparos escépticos, pueden distinguirse dos clases de

escepticismo: el universal y parcial. el escepticismo universal se dirige contra la cognoscibilidad de la verdad

de todo juicio en general; el parcial cuestiona solamente la legitimidad de determinados juicios (p.ej., de los

apriorísticos). Ambas clases pueden subdividirse a su vez en una forma absoluta y otra relativa. El

escepticismo absoluto afirma que la verdad de un juicio es totalmente incognoscible, es decir, en todo tiempo

y par cualquiera. El escepticismo relativo, en cambio, se refiere solamente al estado actual del escéptico.

Deja abierta la pregunta de si una verdad es totalmente incognoscible, y se limita a la información de que el

conocimiento de la verdad no ha sido posible hasta ahora para el escéptico, aunque quizá en el futuro llegue

a ser posible para él o para otra persona. Esta última forma relativa es la que originariamente dió el nombre

al escepticismo. La palabra significa en griego "observar, examinar, indagar". El escéptico propiamente es,

pues, alguien que todavía busca la verdad, mientras que el dogmático cree haberla hallado ya.

2. Posibilidades de justificación.

Se objeta repetidamente al escepticismo que él se enreda con necesidad en contradicciones, pues la

afirmación de que la verdad no es cognoscible pretende a su vez expresar un conocimiento de la verdad.

Normalmente la objeción se plantea de manera poco crítica y global; y, sin duda alguna, en esta forma tan

general no es sostenible. En primer lugar queda claro que un escepticismo parcial no está afectado por ella y,

por cierto, ni en su forma absoluta ni en su forma relativa. Puesto que él no impugna en general la

posibilidad de todo conocimiento de la verdad, pueden quedar excluidas de la duda las propias tesis

escépticas, e incluso puede pensarse sin contradicción una prueba de su validez absoluta. En efecto, si se

concede validez, por una parte, al contenido de ciertas premisas y, por otra, a las reglas formales de la

1
inferencia lógica, entonces en principio no hay ninguna dificultad en demostrar que no puede conocerse la

verdad de determinados juicios. Así, por ejemplo, bajo premisas de Hume, se concluye que los juicios

sintéticos a priori son totalmente inseguros.

Pero se presenta una contradicción en el escepticismo universal, porque él ha de abarcar sus propias

afirmaciones. Sin embargo, también aquí hay que proceder con precaución. En la afirmación de que la

verdad no es cognoscible no está contenida de suyo ninguna contradicción. Pues en el concepto de verdad no

viene pensada su cognoscibilidad; de otro modo no sería posible el pensamiento de una verdad no conocida.

La contradicción sólo se presenta cuando sobre esa frase se afirma que ella misma es cognoscible como

verdad. Sin duda esta afirmación es ineludible para el escepticismo absoluto. Pues la suposición de que

absolutamente ninguna verdad es jamás cognoscible, equivale a la suposición de que es verdadera la

afirmación de que la verdad no es cognoscible; quien considera la una frase como conocimiento seguro,

tiene que conceder el mismo valor a la otra.

En la antigüedad el escepticismo absoluto fue defendido por la Nueva academia, y la forma como ésta

fundaba su escepticismo muestra claramente su carácter contradictorio. Los nuevos académicos se dirigían

contra la tesis estoica de que la evidencia es el criterio de la verdad. Ellos querían que también las

representaciones evidentes ("catalépticas"), como todas las demás, pueden engañar. Desarrollaban la prueba

de doble manera: primeramente refiriéndose a los engaños de los sentidos, a las representaciones maníacas,

etc., cuya evidencia se echa de ver por el hecho de que el afectado actúa en correspondencia con ellas,

aunque son representaciones falsas. En segundo lugar se remitían a la lucha de los sistemas filosóficos, de las

cuales cada uno es evidente para sus adictos, cuando en realidad sólo uno de ellos puede ser verdadero,

debiendo ser falso el otro. Y como los estoicos mismos conocieron que fuera de la evidencia no puede

pensarse ningún criterio de verdad, una vez rechazada la evidencia como inaceptable, se sigue que la verdad

no es cognoscible en absoluto.

Esta argumentación neoacadémica sería de hecho apropiada para excluir totalmente la evidencia como

criterio de verdad; pues para ello basta la prueba de que una vez fue evidente una representación falsa. Sin

embargo, la argumentación nunca puede demostrar la imposibilidad de un conocimiento de la verdad en

general, pues ella misma presupone su posibilidad. En efecto, para probar la evidencia de una representación

falsa, hay que estar seguro de que la representación es falsa; y, por tanto debe poderse conocer cómo son las

1
cosas en sí, para que pueda decirse que la representación no coincide con ellas. Así los neoacadémicos no

ponen en duda que las representaciones maníacas son representaciones falsas, ni que de dos sistemas contra-

dictorios uno tiene que ser necesariamente falso, lo cual significa que ellos no sólo aceptaban el principio de

contradicción como regla de argumentación, sino que además tenían por cognoscible su verdad, de modo

que, en consecuencia, nosotros podemos saber que las cosas no están hechas en sí de tal manera que

hayamos de atribuirles predicados contradictorios.

Pero del fracaso del escepticismo absoluto de ningún modo puede deducirse que necesariamente deba

ser cognoscible alguna verdad y que, con ello, sea imposible todo escepticismo universal. Se deduce sola-

mente que también la afirmación de que la verdad no es cognoscible, ha de considerarse como insegura. Esto

es tenido en cuenta por el escepticismo relativo, que deja abierta la posibilidad de un conocimiento de la

verdad. Queda, pues, la pregunta de si puede justificarse un escepticismo sin que el escéptico mismo deba

afirmar la verdad de algún juicio. Semejante justificación nunca puede lograrse de tal manera que sobre

algún objeto deba demostrarse algo, por ejemplo, sobre la manera de nuestra facultad de conocer y su

funcionamiento, para deducir de ahí la imposibilidad de conocer la verdad. Para ello debería aceptarse la

verdad de determinadas premisas y conclusiones. En consecuencia, el escéptico universal es impotente frente

a un hombre que está persuadido de la verdad de ciertas tesis y llama falso todo lo que no coincide con ellas,

sin que quiera aducir razones para su persuasión; o sea, frente a un hombre que no se preocupa de las

opiniones de otro y no quiere convertirlo. Aquí el escéptico mismo se veía repelido a la posición del que

convierte. Él debería demostrar al sujeto en cuestión que está persuadido injustamente de sus tesis, pues éstas

podrían ser también falsas.

Mas para ello el escéptico mismo debería indicar condiciones bajo las cuales los enunciados pueden

ser en general falsos, y eso exigiría conocimiento de las cosas en sí, tal como ellas son, y con ello la

posibilidad del conocimiento de la verdad. Puesto que el escéptico universal no puede pretender para sí este

conocimiento, él no tiene ningún medio, a diferencia del escéptico parcial, para rebatir la fe de un hombre

que no quiere apoyar sus persuasiones en fundamentos.

Por eso, si el escéptico habla de imposibilidad de conocer, por conocimiento no puede entenderse el

mero estar persuadido de una frase verdadera. El escéptico no puede refutar esto, porque ni puede rebatir la

posibilidad de frases verdaderas ni su eventual fuerza de persuasión para alguien, sin apelar él mismo a

1
frases verdaderas y persuasivas. La disputa entre escepticismo y dogmatismo no es ningún debate en torno a

la posible "certeza", en tanto con ello se significa un estado subjetivo de fe o una especie de sentimiento que

acompaña a determinados juicios. Sobre esto hay consenso, pues también el escéptico concede esta

posibilidad. Lo que él, en cambio, impugna es que exista un método para forzarse a sí mismo o a otro en

orden a la aceptación de alguna persuasión, y esto aunque uno -a diferencia del egocéntrico mencionado- sea

totalmente accesible a intentos de persuasión.

Para forzar no sólo habría que estar persuadido de un juicio y afirmar su verdad, sino que habría que

demostrarla, es decir, exponerla de tal manera que ella se haga evidente para cualquiera, y que nadie

interesado por la verdad pueda menos de asentir a tal juicio. Ahora bien, según el escéptico esto no puede

lograrse. Él se dirige, pues, contra la certeza o el conocimiento no en cuanto se trata de algo privado, de un

estado subjetivo, sino en cuanto la certeza o el conocimiento ha de ser necesariamente comunicable. Aquí el

acento se carga sobre el "necesariamente"; pues hay numerosos juicios sobre los cuales están de acuerdo

muchos hombres, y el escéptico no tiene ningún fundamento para negar esto. Pero él cuestiona que tal

acuerdo haya de ser necesariamente posible, de modo que la ciencia fuera realizable necesariamente como

una configuración intersubjetiva, y así sus conocimientos tuvieran una obligatoriedad general y nadie, fuera

del obstinado y del tonto, pudiera cerrarse a ellos. El escéptico se opone a esta pretensión del dogmatismo y

al derecho de ahí derivado a la conversión. Y replica a este respecto que todas nuestras persuasiones y su

posible coincidencia entre sí son casuales, pues no hay ningún camino para demostrar su verdad y con ello

forzar su aceptación.

Así interpretado, un escepticismo universal no implica ninguna dificultad de principio. Puesto que el

escéptico no quiere convertir a nadie, sino solamente repeler los intentos de conversión dirigidos contra él,

no tiene necesidad de probar, sino que se halla en condiciones de preguntar simplemente por las pruebas.

Toda la obligación de la argumentación está de parte del dogmático y, por cierto, éste no sólo debe probar

sus tesis, sino que en primer lugar debe indicar qué ha de considerarse o no como una posible prueba. Si

quisiera eludir esto, nunca se produciría una conformidad, pues todo el que tuviera otro punto de vista,

podría justificarlo con cualesquiera procedimientos de prueba. Por tanto, el escéptico no necesita determinar

él mismo qué puede valer como una prueba suficiente, sino que está en su derecho al esperar que el

dogmático le señale las reglas lógicas, para mostrar luego con su ayuda que todo intento de demostrarlas cae

1
bajo lo que según ellas es un defecto de prueba. En efecto, si se pregunta cómo las reglas pueden

demostrarse como válidas, entonces o bien el dogmático tiene que utilizarlas ya para la prueba de las

mismas, o bien debe utilizar otras reglas, y a su vez otras para la prueba de éstas, etc. En el primer caso cae

en un círculo, y en el segundo se envuelve en un regressus in infinitum, que son ambos vicios clásicos de la

prueba. Como, por tanto, ni siquiera puede lograrse necesariamente asenso sobre lo que ha de ser una posible

prueba, se sigue en consecuencia que carece de perspectiva todo intento de demostrar la verdad de un juicio.

Pero este raciocinio no ha de entenderse como si él quisiera demostrar la imposibilidad absoluta de

probar la verdad, para forzar así al dogmático a abandonar sus intentos de demostración. Eso no es posible

en un escepticismo universal. Más bien han de tenerse en cuenta dos cosas. En primer lugar la

argumentación escéptica no es universalmente vinculante, sino que sólo tiene validez bajo el presupuesto de

las reglas lógicas de prueba que ella misma usa. Por eso sólo puede confundir a aquel dogmático que

reconoce estas reglas, en cuanto le muestra que su propias reglas conducen al escepticismo. Pero tampoco

esto es una prueba contundente, porque, en segundo lugar, la argumentación no pretende ninguna validez

absoluta. No quiere ni puede afirmar que con ayuda de las reglas lógicas en ningún tiempo y para nadie es

demostrable algún juicio. Entonces, puesto que argumenta lógicamente, debería afirmar la fuerza

demostrativa de las reglas lógicas. Más bien, esa demostración sirve exclusivamente para indicar las razones

por las que el escéptico no se ve obligado a salir de su recinto a causa de los intentos de demostración del

dogmático. Si las razones persuaden al dogmático, hasta el punto de adherirse al escepticismo, es asunto

sobre el que el escéptico no ejerce ningún influjo inmediato. Puesto que el escéptico concede también la

posibilidad de que sus argumento sean falsos, no puede obligar al dogmático a dar su asentimiento. Por

tanto, los argumentos sólo tienen validez para el escéptico mismo y, por cierto, únicamente para el momento

actual de tiempo; pues él no puede excluir que un día logre demostrarse la posibilidad de prueba de las reglas

lógicas, aunque de momento no pueda hacerse una idea de cómo haya de suceder eso. El escepticismo

universal sólo es pensable, por tanto, como relativo.

Con frecuencia los escépticos históricos han descuidado esta limitación, contribuyendo así ellos

mismos a la tergiversación de su doctrina, pues no podían dejar de lado su intento de convertir y por eso no

se atrevían a negar fuerza demostrativa a sus argumentos. Si por la contradicción de ahí resultante eran

acorralados, se refugiaban en la imagen de las purgaciones, a las que ellos mismos contribuían, o de la

1
escalera, la cual es arrojada una vez que se ha subido por ella. Con estas imágenes querían hacer

comprensible que su argumentación al final se suprime a sí misma. Pero los escépticos olvidaban -permane-

ciendo en la imagen- que sin escalera nadie podía seguirles. Las incongruencias sólo pueden evitarse si el

escéptico renuncia estrictamente a querer forzar a alguien a una aceptación del escepticismo, y si él considera

sus argumentos como pura defensa frente a al pretensión del proclamador dogmático de la verdad. Entonces

éstos tienden a exponer solamente por qué el escéptico mismo cree actualmente que el escepticismo se

deduce de las reglas lógicas de prueba del dogmático o es conciliable con ellas, lo cual significa en especial

que el escepticismo cumple una de las exigencias lógicas fundamentales, a saber, no implica necesariamente

una contradicción. Por lo demás puede servirse de los argumentos quien quiera y como quiera.

Mas por lo menos, se objeta, ha de estar cierto para el escéptico: que él mismo ahora por estas y

aquellas razones cree que no puede conocer ninguna verdad. Y, por tanto, concede la posibilidad de un

conocimiento de la verdad, a saber, de aquellos juicios que afectan a las propias persuasiones o

representaciones como tales. Esta crítica no tiene en cuenta que el escéptico no impugna la posibilidad e la

certeza subjetiva, sino la posibilidad e demostrar un juicio. Estaría, por tanto, en contradicción consigo

mismo, si tuviera sus argumentos por una prueba. Y sólo entonces el escéptico mismo tendría que creer en

ellos; pues si los argumentos han de probar, tienen que forzarle también a él al asentimiento. Pero el

escéptico no considera sus argumentos como prueba contundente, sino que los aduce en todo caso como

hipótesis, sobre cuya fuerza persuasiva puede decidir cada uno por sí sólo.

Por eso, para su enjuiciamiento carece de toda importancia que el escéptico mismo crea en tales

argumentos, o bien, como se ha sospechado, en lo secreto sea un dogmático lóbrego, que usa el escepticismo

solamente para no tenerse que revelar. Pero si hemos dicho que los argumentos escépticos sólo tienen validez

para el escéptico mismo, eso significa solamente que el escéptico no puede exigir más sin contradecirse a sí

mismo. Pero esto no significa que él debe pretender la validez personal de los argumento. El que él lo haga,

es asunto que sólo reviste interés para él. Pero si de cara a la argumentación es intrascendente que ésta sea

persuasiva para el escéptico, en consecuencia él no tiene necesidad de presuponer esto, lo cual significa que

él no tiene que afirmar la verdad de un juicio como "ésta es mi persuasión" o "la cosa ahora me parece así".

3.3. Funciones del escepticismo:

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3.3.1. La duda metódica.

Por lo dicho puede verse que la llamada "duda metódica" no es ninguna empresa prometedora de

éxito. No me refiero a la exigencia de que, una vez aceptados ciertos "axiomas fundamentales", no puede

tenerse por verdadero ningún juicio hasta que se demuestra a partir de estos axiomas. La utilidad de esta

procedimiento no se somete a discusión. Pero la cosa se comporta distintamente con aquel método de duda

que fue propagado sobre todo por Descartes, y que ha de servir como última prueba válida de la verdad. Es

ingenua la creencia de que, porque el intento sistemático de poner en duda todas sus persuasiones fracase en

algún juicio, queda demostrada la verdad de este juicio. De esta manera a lo sumo se llega a la conclusión de

que ahora no puede dudarse de un juicio. Pero difícilmente puede verse en qué sentido eso ha de ser una

demostración de la verdad, es decir, por qué un juicio ha de coincidir con las cosas mismas porque yo no

pueda representarme lo contrario.

Recordemos solamente cuántas cosas se tuvieron en la historia por indudables y, sin embargo, luego se

presentaron como sumamente dudosas o falsas. El resultado de Descartes mismo, el "yo pienso, luego

existo", es un buen ejemplo de esto, pues apenas se ha discutido tanto sobre otra frase como sobre este

principio que Descartes tuvo por indudable. Pero aunque se hallara un juicio del cual nadie ha podido pensar

que posiblemente sea falso, sin embargo, eso no sería ninguna prueba contundente. Pues cabe decir que una

prueba de verdad debe persuadir a cualquiera, pero no, a la inversa, que el consenus omnium sea un criterio

de verdad. Para ello habría que demostrar antes que el fundamento del consenso universal está en que el

juicio es verdadero. Tampoco nos presta mayor ayuda el limitar el concepto de la verdad, renunciando a la

conformidad con las cosas mismas y definiendo la verdad por la validez intersubjetiva, o sea llamando

verdadero a un juicio cuando todos asiente a él por la razón que sea. Si con ello no ha de relativarse la

verdad, debe mostrarse por lo menos una necesidad subjetivamente general de asentimiento, de modo que no

sólo actualmente, sino nunca haya alguien que pueda poner en duda el juicio. Y esto es lo que no puede

garantizar el intento de duda de Descartes. Por eso, él tampoco muestra la ausencia de toda duda posible en

general, sino solamente la ausencia de una especial, que podría llamarse duda determinada o concreta.

En general se da una duda si yo cuento con que mi juicio podría ser también falso. Si ha de tratarse de

lo que Husserl llama "duda racional", ésta no debe descansar solamente en un sentimiento negativo o en la

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pura posibilidad formal de negar toda frase, sino que he de poder indicar razones par la posible falsedad de

mi juicio, es decir, he de poderme pensar condicione bajo las cuales mi juicio sería de hecho falso. Pero estas

condiciones pueden ser determinadas o indeterminadas. Se da lo primero, por ejemplo, enla hipótesis

cartesiana de un "espíritu maligno" que me engaña. Aquí se describe en concreto una situación posible en la

que mis juicios serían falsos.

Pero el método de Descartes no puede excluir más que esa duda concreta. Puede llevarme a la

confesión de que de momento soy incapaz de pensar ninguna condición bajo la cual yo debiera llamar falso

mi juicio. Pero eso no significa que tales condiciones no puedan ocurrírseme mañana o puedan serme

comunicadas por otro. Y menos todavía significa que éstas sean totalmente imposibles y que no estén dadas

de hecho ahora, sin que yo las conozca. Por tanto, he de seguir contando con que mi juicio sea falso, una

posibilidad que ciertamente es sólo indeterminada, pero que, no obstante, engendra una duda que es total-

mente "racional", porque descansa en numerosas experiencia históricas. Si yo quiero excluir también esta

duda indeterminada, debería demostrar que el intento de duda hasta ahora en la historia nunca se ha llevado a

cabo con suficiente radicalismo, pero que, si esto sucede, la falta de una duda concreta demuestra la verdad

de un juicio.

Pero esa demostración no podría desarrollarse desde la falta misma de duda concreta, pues éste es

precisamente el objeto sobre el que debe demostrarse algo. Se requerirían otros principios, y en consecuencia

el método de la duda cartesiana nunca podría demostrar con validez definitiva la posibilidad de un

conocimiento de la verdad, sino que, más bien, la presupone, independientemente de que la verdad se defina

por la conformidad con las cosas o por la validez intersubjetiva. Así, pues, aquí la cosa no se comporta

distintamente que en las demás pruebas de la verdad. El escepticismo no es ningún método adecuado para

forzarnos a ninguna persuasión, porque en ningún lugar se suprime a sí mismo. En efecto, como hemos

visto, tampoco el escéptico que argumenta lógicamente puede ser obligado a ninguna afirmación de la

verdad.

3.3.2. Escepticismo como argumento ético.

En cambio, el escepticismo como argumento ético parece cumplir mejor su fin. Tuvo esta función en

el pirronismo y, si es cierto que los pirronianos fueron los primeros que siguieron consecuentemente el

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escepticismo, el origen histórico de la skepsis como una actitud filosófica fundamental no estaría en la

dificultad del problema del conocimiento, sino en el seguimiento de un determinado fin ético. Los

pirronianos defendían que la fuente de todo infortunio está en el celo en el sentido más amplio, en toda clase

de lazo interno. En consecuencia la felicidad debe basarse en una perfecta ataraxia, en una constante

indiferencia respecto de todas las cosas. Pero los pirrónicos reconocían que estaría justificado un lazo interno

si fuera conocida la verdadera naturaleza de las cosas y del hombre, pues entonces se desprenderían para el

hombre valores absolutos. Por eso querían mostrar que el conocimiento de la verdad es imposible. En efecto,

quien es consciente de que no conoce los verdaderos valores y los medios para alcanzarlos, deberá tener

todas las cosas y acciones por igualmente buenas o malas, de modo que se refiera a ellas con indiferencia e

impasibilidad.

De todos modos los pirrónicos hubieron de guardarse de que su indiferencia se convirtiera en valor

absoluto. Por eso, ya desde el punto de vista ético tendían a fundar su escepticismo de tal manera que no le

correspondiera ningún valor absoluto; pues si la indiferencia es la consecuencia ética del escepticismo y éste

tiene validez absoluta, entonces también la indiferencia se convierte en valor absoluto. Además los

pirronianos debían anular la solución del escepticismo de la Nueva Academia, que por el camino de la

mayor probabilidad de algunas doctrinas justificaba, sin embargo, un lazo interno. Por eso fundaban su

escepticismo en la isosthenia de los argumentos, es decir, se esforzaban por probar que en cada juicio pueden

aducirse argumentos igualmente persuasivos también para lo contrario.

Pero se presentaba una dificultad, que desde el principio se usó como argumento contra el

escepticismo. Sobre todo los estoicos objetaron a los escépticos: toda decisión práctica implica una

valoración. Si alguien entre varias formas alternativas de conducta elige una, con ello le concede una

valoración mayor que a las otras. Ahora bien, si la consecuencia del escepticismo es el valor igual de todas

las cosas y acciones, entonces el escéptico se refuta a sí mismo, si no en la teoría, por lo menos en la praxis;

pues las decisiones prácticas son ineludibles también para el escéptico, ya que cualquiera está siempre ante la

alternativa de ejecutar u omitir una acción, y tanto el hacer como el omitir exige una decisión.

Los pirronianos replican a esta objeción que ellos tomaban sus decisiones "según la experiencia

cotidiana de la vida" y "la costumbre y ley de los padres". El curso de pensamiento que late tras esas

expresiones puede describirse así: el escéptico en el momento en que se da cuenta de su ignorancia no se

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halla en un punto cero, a partir del cual debiera comenzar su vida por primera vez, sino que se encuentra ya

enmarcado en una determinada forma de vida; él vive en una sociedad, en la que están vigentes determinadas

reglas, según las cuales hasta ahora ha tomado siempre sus decisiones. Si quisiera cambiar este estado, sólo

podrá hacerlo a base de un conocimiento mejor de los verdaderos valores éticos. Mas como no cree poseer

tal conocimiento, no puede hallar ninguna razón por la que de pronto debiera dejar de tomar sus decisiones

de acuerdo con aquellas reglas que le han servido hasta ahora como pauta, para poner algo diferente en su

lugar, algo que se presentaría como problemático en igual medida y en lo que no podría establecerse ninguna

superioridad. Por eso no le queda otro camino que el de "seguir haciendo como hasta ahora". Pero él no se

atiene a las reglas de su sociedad porque tenga por asegurada la verdad de su implicaciones axiológicas, sino

porque, la circunstancia de estar sometido a ellas a causa del nacimiento y de la educación, representa para él

una decisión previa que no puede revocar por falta de conocimiento seguro. De esta manera los pirronia nos

intentaban mostrar que el escéptico tampoco puede ser forzado a afirmaciones de la verdad por motivo de su

acción práctica, sino que es posible que alguien conduzca una vida en cierto modo completamente "libre de

ideología".

Pero el escepticismo no sólo proporciona una impasibilidad indiferente, sino que es también

presupuesto de un valor ético mejor fundado ahora: de la tolerancia. Ésta se presenta bajo diversas versiones.

La una consiste simplemente en la abstención de todo "terror", es decir, se funda en la máxima de que jamás

sea inducido nadie a una persuasión sino a través de argumentos. Otra forma se apoya en la visión de que a

la postre todos los hombres opinan lo mismo, aunque se expresan distintamente. Es común a ambas formas

la soberbia de creerse en posesión de la verdad y de mirar despectivamente al que piensa de otro modo como

pobre extraviado, o de negarlo totalmente. Si hubiera que elegir, preferiría la primera forma, pues aunque en

ella se tiene en poco al otro, sin embargo se le concede valimento; mientras que en el igualitarismo no se

sabe qué sucedería caso que un día se pusieran de manifiesto las diferencias. Una tolerancia, en cambio, que

une las ventajas de ambas formas sin sus inconvenientes, o sea, que reconoce al otro precisamente en cuanto

hombre que piensa distintamente, sin despreciarlo en modo alguno, sin duda presupone la confesión de que

uno mismo puede estar en el error, mientras que el otro puede estar en la verdad. Y sólo concederá eso quien

no tenga la verdad por cosa decidida.

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