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La noche espiritual

Lydie Dattas
Trad.: Regina López Muñoz
Errata Naturae, 2021
40 páginas, 8 euros

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https://elcuadernodigital.com/2021/07/14/la-joven-que-le-dio-una-bofetada-a-jean-genet/

LA JOVEN QUE LE DIO UNA BOFETADA A JEAN GENET

“La noche espiritual”, el hiriente poema en prosa en el que Lydie Dattas crucifica la
misoginia, se traduce al fin al castellano. Una reseña de Eugenio Fuentes.

Eugenio Fuentes

Hacia 1977, cuando la poeta francesa Lydie Dattas tenía unos 28 años, Jean Genet le infligió
una dolorosa herida. La víspera, Dattas, que adoraba sus textos, había tenido la oportunidad
de hablar con él por vez primera. Encendida de fervor juvenil –Genet rozaba ya la setentena–,
y sin duda deseosa de impresionarle, le expuso cuantos desacuerdos le suscitaba su obra. Al
parecer logró sacar de sus casillas al maestro, quien, al día siguiente dictó su sentencia: “No
quiero volver a verla, me lleva la contraria todo el rato. Además, Lydie es una mujer y yo
detesto a las mujeres”. A Dattas se le abrió la tierra bajo los pies: “Estas palabras, que me
arrojaban a la noche de mi sexo, me desesperaron”, había de escribir años después en su
prólogo a La noche espiritual (https://erratanaturae.com/product/la-noche-espiritual/), que
ahora edita por primera vez en castellano Errata Naturae en espléndida traducción de Regina
López Muñoz.

La poeta, que por entonces solo había publicado un libro, (Noone, 1970), encontró en su
orgullo la cura para la herida. Sabedora de que los textos eran lo único que le importaba a
Genet, decidió escribir uno tan bello que lo obligara a disculparse ante ella. Pretendía “herirlo
tan radicalmente como había hecho él, pagándole muerte con muerte”. Así que durante
semanas, sonámbula y sonada, buscó un punto de ataque. No bien lo hubo encontrado,
escribió en trance, y casi de un tirón, las veintidós breves prosas poéticas que componen La
noche espiritual. Un ensayo poético, tan doloroso como la herida, que no sería publicado hasta
1996, casi veinte años después de ser plasmado en el papel, y que casi medio siglo después de
su concepción mantiene toda la desafiante lozanía que distingue a las obras maestras.

Una vieja herida

En realidad, si la misoginia de Genet hendió como un cuchillo la piel de Dattas no fue solo por
la afrenta de verse despreciada como interlocutora por su condición de mujer. No. Sin saberlo,
el apóstol de la redención por el mal había hurgado en una vieja herida, ya que la poeta, tras
constatar hacia los doce o trece años la escasez de las contribuciones femeninas a la literatura,
la música o la pintura, llevaba años reflexionando sobre la relación entre la mujer y las artes.
Dattas no se preguntaba solo acerca del por qué, cuestión con todo de más oscura respuesta
hace medio siglo que ahora, sino que, yendo más allá, le daba vueltas a aspectos como la
“legitimidad de la escritura femenina” o la posibilidad de que escribir siguiendo moldes
establecidos por hombres fuese una traición a las más íntimas esencias femeninas, que
relacionaba con la carnalidad propia de quienes tienen capacidad para engendrar vida. Así lo
recordaría al menos, muchos años después, en una entrevista de 2014 donde exponía sus
conclusiones sobre el asunto.

Volvamos a 1977. Dattas todavía nadaba en la fiebre de escribir “el bloque nocturno” de su
poema, concebido, según explica en el prólogo a la pieza, para “resplandecer” frente al “odio
de Genet por las mujeres”. La poeta parisina, haciendo de herida enseña, decide asumir que la
mujer carece de cualquier capacidad para apreciar la Belleza o hacer uso de la Razón. En
consecuencia, la mujer está encerrada en una noche negra que, al ser su conciencia misma, no
tiene final. Una noche que la condena a vivir “el reverso de toda espiritualidad”, a “vestir
eternamente el luto de la razón” y a subsistir tan solo de los desechos “que expulsa el
entendimiento”, privilegio del varón. La noche fue, pues, el punto de ataque a Genet hallado
tras una búsqueda de semanas. Un hallazgo finísimo que, además de negar implícitamente
todas las tesis autodenigratorias que construirá a partir de él, le permite enlazar con la
ancestral tradición de la “noche oscura”, a menudo conocida en francés como “noche negra”.

La “noche oscura” evoca de inmediato, en cualquier lengua occidental, las cumbres líricas de
san Juan de la Cruz. Esas “canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la
perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual”. Hay ahí ya, en
esa frase liminar que suele acompañar al poema del místico abulense, una seria pista sobre la
intencionalidad de Dattas al situar la vida de la mujer en “el reverso de toda espiritualidad”.
Pero, además y sobre todo, la “noche oscura” designa ese estado pasajero de desolación del
ánimo, frecuente en los procesos de ascesis mística y descrito en numerosas tradiciones
espirituales, en el que Dios queda oculto y la fe vacila, pero que, de superarlo, refuerza al
buscador de la unión divina. Dattas, que reemplazará a Dios por la Belleza, la Razón o la
Bondad, no cita en ningún momento a san Juan de la Cruz, a quien tampoco imita en lo formal.
Simplemente da a su texto un título inequívoco que le permite evitar explicaciones o alusiones
y convierte su sutilísimo canto desolado en un cuchillo para devolverle a Genet la puñalada.
Porque en ese ejercicio literario que identifica la conciencia de la mujer con la oscuridad, la
autora arroja una espléndida luz que, décadas después, sigue brillando con esplendor
inmarcesible.

¿Quién es Lydie Dattas? La vida en un circo gitano

Pese a la peculiaridad y fuerza de sus textos, Lydie Dattas (París, 1949), también cuentista y
ensayista, es apenas conocida en España, donde toda su obra permanecía hasta ahora sin
traducir. Hija de una actriz teatral y un organista de Notre-Dame, catedral cuyas vidrieras y
rosetones se infiltran sin apellidos en las páginas de La noche espiritual, comenzó a escribir
poesía en la más temprana adolescencia. Pronto fue detectada por el poeta místico cristiano
Jean Grosjean (1912-2006), quien trabajaba como lector en la editorial Gallimard y ha sido
junto con Genet uno de sus grandes faros. Grosjean consiguió que publicara Noone a los 20
años. A los 23 se casó con el domador de fieras gitano Alexandre Romanès, perteneciente a
una famosa dinastía circense, la de los Bouglione. “Tenían una manera de vivir arcaica y me
daban la impresión de saber mucho más que todos los profesores que yo había tenido”,
declaró hace pocos años. Una manera de vivir, añadió, en la que el Otro es muy importante,
para bien o para mal. “La relación con el otro, que es lo real, es clave para ellos, no hacen
trampa con ella”, concluía Dattas.

Precisamente, Dattas conoció a Genet, apasionado del mundo circense, a través de su marido,
con quien vivió un cuarto de siglo en el que participó en la fundación de un circo que llevaba su
nombre, el Lydia Bouglione, más tarde Romanès, apadrinado por Yehudi Menuhin. Esta larga
inmersión en el mundo de las carpas explica sin duda que hasta 1996 no se imprimiera La
noche espiritual, acogida por la crítica con invocaciones a Lautréamont y a las Iluminaciones de
Rimbaud, y jaleada por su “audacia” y “valentía” espirituales. Después vinieron títulos como
Les amants lumineux (2001), Le livre des anges (2003, considerado su obra mayor), La chaste
vie de Jean Genet (2006), La foudre (2010) o Carnet d’une allumeuse (2017). En todos ellos
destaca la impronta de un misticismo enfurecido y sensualista que reivindica la feminidad y
que, pese al frecuente recurso a conceptos e imágenes de raíz cristiana, no se confina en los
límites de ninguna observancia, pues intenta beber en fuentes de sabiduría ancestrales previas
a la Filosofía.

Defensora de un lenguaje desnudo, que a sus ojos se quintaesencia en los Evangelios, y que es
deudor del “distanciamiento de las cosas” aprendido de los gitanos, Dattas aseguraba en 2010
haber tardado muchos años en entender del todo lo que había escrito en La noche espiritual,
poema que, más allá de su finalidad vengativa, se abre en su final hacia lo que la autora ha
llamado el reino femenino. Es una más de las sorpresas, no siempre detectables en una
primera lectura, que podría reservar al lector cándido un texto de apariencia cristalina cuyo
decurso, dado su aliento ensayístico, es susceptible de ser sometido a un ejercicio de sinopsis
que revela la maestría de su concepción.

Escalera al cadalso

Los veintidós escalones de La noche espiritual, que conducen a salvaguardar una Belleza
vedada a la mujer, pueden ser agrupados en tres tramos. El de apertura, que comprende los
ocho primeros fragmentos, describe la maldición constituyente de la conciencia femenina,
reverso de toda espiritualidad, hez del haz, noche sin fin, luto de la razón. El pensamiento
femenino no es sino huella humillada de una miseria espiritual tan grande que ni siquiera
conoce su esencia: la ignorancia de su propia maldición. En la conciencia femenina nunca ha
soplado la razón. Es la nada espiritual, un reino desierto, como el placer, donde todo está
muerto. La mujer, la igual del placer y de la nada, ha sido expulsada del paraíso intelectual y,
por esa vía, exiliada de la Belleza, que solo puede ser moral.

Las resonancias bíblicas se alían, pues, a la condena de un sujeto femenino reducido a objeto
de los impulsos masculinos menos espirituales, aunque irónicamente no sea el caso del
homosexual Genet. Llegados a este punto, es fácil aceptar que toda trascendencia muere en la
carne de la mujer, nacida tan solo para ser receptáculo de esperma. Maldición irredimible y,
por tanto, eterna, ya que estriba en el hecho mismo de ser mujer, esto es, ser humano con
capacidad de engendrar vida. Pero también maldición abyecta que genera un sufrimiento
estéril: el dolor nunca desembocará en la redención, ya que la mujer no puede prescindir de la
conciencia de su fracaso: solo tiene conciencia para conocer su fracaso. Su sufrimiento no
supone espiritualidad sino mero conocimiento de su ausencia.

La mujer está condenada así a no experimentar la Belleza sino como carencia. La mujer
profana la Belleza cuando afirma admirarla, ya que es la propia Belleza quien la rechaza y le
cierra el paso, obligándola a retroceder al rincón más humillado de su ser. En suma, y de este
modo se cierra el primer tramo de esta particular escalera al cadalso, la mujer solo existe para
que, fuera de ella y por contraste, la espiritualidad brille más pura, la inteligencia luzca más
elevada y la bondad refulja más luminosa.

Este planteamiento de partida resulta estremecedor al menos por dos razones. La primera es
que su hiriente desmesura se afila aún más al pasar de la sinopsis al texto madre. La segunda,
que lejos de ser el delirio de un espíritu femenino herido por el desprecio, bebe con fidelidad
el destilado de siglos de delirios misóginos. Delirios alimentados tanto por el miedo de los
heteropatriarcas a su fuente de placer y vida como por su determinación de mantener
esclavizada a más de la mitad de la Humanidad.
Ahora bien, si el arranque duele y estremece, el segundo y el tercer tramo pueden desatar
aullidos de dolor y de placer. Aunque para no incurrir en el desatino de dibujar un mapa igual
en extensión al territorio, convendrá limitarse a apuntar que, en los ocho escalones
intermedios, Dattas incuba la amenaza de que su canto negro, nacido del reverso de la razón y
del lenguaje, y ajeno a cualquier iluminación espiritual, aniquile la Belleza. Sin embargo, en los
seis finales, la autora esboza un sumiso, aunque engañoso, ademán de plegar velas y anuncia
la voluntad de ennegrecerse cuanto pueda para que, por contraste, la Belleza adorada y
vedada brille con la mayor intensidad. Su vida, y este es el filo del señuelo, se convierte en una
aceptación de su muerte a la razón y a la sensibilidad. Con un solo objetivo: que la Belleza se
salve de la amenaza de ser aniquilada. Ahora bien, siendo esa muerte de la espiritualidad la
eterna condición de supervivencia de la Belleza, el principio femenino ha de pervivir por toda
la eternidad para que también lo haga la propia Belleza. A la curiosidad y pericia de quien lea
quedará vestir bien la muñeca y descubrirle las fintas a su enrevesado baile.

El reino femenino

Años después de publicar La noche espiritual, la autora apuntó en una entrevista cómo, con el
correr del tiempo, fue entendiendo que el final del poema se abre a un territorio que apenas
veía entonces como una vela mínima en el horizonte. Un reino femenino, explorado en obras
posteriores, donde la mujer es engrandecida, precisamente por ser receptáculo de esperma o,
dicho con menos crudeza, por su capacidad para engendrar vida, a la vez que se postula la
necesidad de que se defienda de las embestidas del macho. En el prólogo a una reciente
edición conjunta de La noche espiritual y El libro de los ángeles (Gallimard, 2020), el escritor
Christian Bobin, pareja de Dattas desde hace dos décadas, resalta cómo en su poesía posterior
a La noche... aparece la figura del macho como un depredador del que hay que huir para
preservar una feminidad pura. “El bien se opone al macho”, escribe Bobin, jugando con la
homofonía francesa entre mal y macho (mâle).

Frases como “yo era la perla que hacía morir a los hombres” o “el cuerpo de las chicas no es
solo su cuerpo, es también su pensamiento” enlazan en los textos de Dattas con un “mujeres,
cuando cojáis el sol no os olvidéis de devolverlo a su sitio”. La línea de fuga hacia la que todas
ellas apuntan no es sino un amor absoluto, universal, que enlaza con el misticismo de La noche
espiritual y desemboca, ya en la madurez de Dattas, en una idea que hoy tiene plena vigencia
polémica: la lucha por la igualdad entre la mujer y el hombre no puede consistir, como ha
consistido, en una imitación del hombre que implique la renuncia por la mujer a rasgos que le
son propios. La mujer debe preservar y difundir una especificidad intuitiva ligada a su
capacidad de engendrar vida y a la necesidad de cuidarla.

Epílogo: la derrota de Genet

En cuanto a Genet, que siempre permaneció ajeno a esas preocupaciones, no pudo


manifestarse insensible al dolor que irradia La noche espiritual. Como anexo a su traducción
castellana se publican tres cartas de respuesta al manuscrito. En la primera, Ernst Jünger
revela a Dattas haber tenido “buenos sueños” tras la lectura –“no hablo de sueños agradables
sino de esos que arrojan la sonda a gran profundidad”– y asegura que su texto prolonga una
vía abierta en el seno de la modernidad por Novalis y el romántico francés Maurice de Guérin,
antes de admitir que “acaso la fuente concreta de su tristeza sea patrimonio de las mujeres”.
La segunda misiva es del mentor de Dattas, Jean Grosjean, quien destaca entusiasmado que La
noche… “no encarna principios ni fórmulas sino la absoluta violencia desgarradora del alma”, y
resalta que “atrapa como un rapto, contiene lo más íntimo de la vida”.

En la tercera carta es, al fin, Genet, impresionado por un texto “distinto” e “hiriente”, quien
comparece: “Perdone que se lo diga de una forma tan abrupta, pero lo que ha hecho es muy,
muy hermoso. Es a un tiempo desesperado y trasciende la desesperación. Es como si su
palabra se proyectara mediante un rayo de luz venido de muy lejos, y con un lenguaje
magnífico”. No se había equivocado Dattas al suponer que sólo mediante la escritura podría
ganarse a Genet, tan reticente ante las mujeres literatas: “Yo también, cuando escribía”, le
confiesa el sublime escritor canalla, “tenía que transmitir la vibración de cada frase a la
siguiente. Era más que un problema estético, era un problema metafísico. Un problema
gravísimo, importantísimo para mí. No entiendo cómo ha podido construir frases tan plenas”.
Y prosigue: “Suena como mis preferidos, Baudelaire, Nerval”.

Dattas y Genet, a quien ella veía como “un monje”, fueron amigos cercanos hasta la muerte
del escritor en 1986. De hecho una de las obras mayores de la parisina es La casta vida de Jean
Genet. Pero antes, mucho antes, él había rematado su carta con un acuse de recibo de la
cuchillada que, con pleno éxito, le había devuelto Dattas: “He recibido una bofetada. Jean
Genet”.

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