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Antropología de la conservación. Naturaleza, Estado, mercado y cultura

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Ismael Vaccaro Oriol Beltran


McGill University University of Barcelona
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Pierre-Alexandre Paquet
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El patrimonio cultural y natural en tiempos de crisis. Retos, adaptaciones y estrategias en contextos locales. Ministerio de Economía y Competitividad y Programa
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Antropología de la conservación.
Naturaleza, estado, mercado y cultura1

Ismael Vaccaro, McGill University


Oriol Beltran, Universitat de Barcelona
Pierre-Alexandre Paquet, McGill University

En los últimos veinte años, la conservación se ha convertido en un tema


central de interés para el conjunto de las ciencias sociales y para la antro-
pología en particular. Este proceso, que comenzó con una serie de estudios
sobre las relaciones entre algunas áreas protegidas y sus comunidades huma-
nas (Carruthers, 1995; Duffy, 1997; Neumann, 1994; Ranger, 1999; Stevens,
1997), conformará pronto una línea de trabajo que abarca casos de estudio
de todo tipo, en el marco tanto de monografías (Brockington, 2002; Haenn,
2005; Heatherington, 2010; Igoe, 2003; Theodossopoulos, 2003; Walley,
2004; West, 2006) como de un número creciente de artículos (Berkes, 2008;
Chapin, 2004; Lowe, 2004; Moore, 1998; Wilshusen, 2010). Los estudios de
caso fueron seguidos por trabajos teóricos orientados a establecer un marco
general para el análisis de la conservación (Borgerhoff-Mulder y Copolillo,
2004; Brockington y Duffy, 2011; Milton, 1996; Orlove y Brush, 1996; West,
2005; Zimmerer, 2006). La bibliografía sobre el tema se ha consolidado con la
publicación de varias compilaciones de artículos en forma de libros (Anderson
y Berglund, 2003; Brockington, Duffy, y Igoe 2008; Brosius, Tsing y Zerner,
2005) o de números monográficos de revistas (Annual Review of Anthropology,
2006; Conservation and Society, 2007; Antipode, 2010). Este mismo interés

1
Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación: Patrimoni-
alización y redefinición de la ruralidad. Nuevos usos del patrimonio local (CSO2011-29413),
financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y el Programa Feder.

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ha comenzado a afianzarse también en nuestro país, a través tanto de investi-
gaciones sobre la implantación de espacios naturales protegidos y su impacto
local (Beltran, Pascual y Vaccaro, 2008; Pascual y Florido, 2005; Valcuende,
Quintero y Cortés, 2011) como de trabajos orientados a proporcionar un
marco para su interpretación (Bretón, 1986; Santamarina, 2009). Este artí-
culo pretende identificar las distintas genealogías teóricas que confluyen en el
análisis antropológico de la conservación.

1. Antropología, conservación e historia

En líneas generales, la literatura antropológica sobre la conservación ha


establecido un marco histórico de análisis que es paralelo a la propia evolución
de la «industria conservacionista» en tres grandes etapas (Wilshusen et al.,
2002): a) la preservación a ultranza (Brockington, 2002; Neumann, 1998);
b) la conservación participativa (Brechin et al., 2003; Brosius, Tsing y Zerner,
2005; Gibson y Marks, 1995; Peters, 1998); y, c) la conservación neoliberal
(Brockington y Duffy, 2011). Esta última modalidad parece haber surgido
como una reacción frente a los modelos participativos y propugna el retorno
a la preservación radical aunque con algunos cambios significativos, como la
concentración del capital, el conocimiento científico y el poder político en
manos privadas. Esta respuesta autoritaria se manifiesta a veces como una
apropiación particular de la conservación y otras mediante una interacción
entre la empresa y la administración pública (Brosius y Russel, 2003; For-
twangler, 2007; Langholz, 2003; Peterson et al., 2010).
A pesar de haber surgido en momentos históricos distintos, las tres etapas
mencionadas pueden llegar a coexistir en algunas ocasiones o sucederse de un
modo variable en función de los vaivenes manifestados por los responsables de
la gestión de las áreas protegidas: los criterios empleados por los funcionarios
gubernamentales, las prioridades de las ONG o las nociones acerca del manejo
ambiental de los distintos actores sociales implicados, incluida la población
local (Zanotti, 2011). La historia de la conservación está asociada de un modo
tan estrecho a sus propios contextos como lo están las formas políticas y las
ideologías que han dominado, a lo largo del tiempo, la administración pública
y la producción científica.
La preservación a ultranza. La primera etapa de la conservación pública se

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basa, de una manera indiscutible, en el arquetipo estadounidense de Yellows-
tone (Spence, 1996). Este modelo se caracteriza por un enfoque excluyente y
ha comportado, a menudo, el desalojo de los habitantes locales. A la vez, una
parte importante de su esfuerzo de gestión se destina a la defensa de los límites
territoriales de los espacios protegidos frente a las intromisiones externas. Ha-
bitualmente, la responsabilidad de la gestión no es compartida con los actores
locales sino que se asigna en exclusiva a determinadas instancias (Brockington,
2002; Peluso, 1992, 1993). Esta posición no se limita sólo a los parques del si-
glo xix: sigue implementándose en la actualidad a pesar de que su adecuación
ha sido muy cuestionada (Wilshusen et al., 2002). El discurso que propugna
sobre la conservación es congruente con las principales narrativas de la moder-
nidad (como la aplicación de la gubernamentalidad burocrática del Estado o
el protagonismo de los expertos), asociadas, en última instancia, al proceso de
mercantilización (Lowe, 2006; Saberwal et al., 2001; Vaccaro, 2005).
La conservación participativa. En un determinado momento, un núme-
ro creciente de voces contrarias a las posiciones más extremas comenzaron a
reclamar lo que era obvio: la conservación impuesta constituye una forma de
injusticia ambiental y comporta un notable trastorno en el escenario local,
dando lugar con frecuencia a un rechazo local en contra de la gobernanza
externa y hasta de los mismos bienes naturales (West y Brechin, 1991). Esta
oposición se relaciona, sobre todo en el Tercer Mundo, con movimientos soci-
ales más amplios. En este contexto, se identifica una convergencia entre: a) la
independencia postcolonial que estimuló la demanda de un mayor reconoci-
miento político y económico, la inclusión y el empoderamiento de los actores
no-occidentales, y favoreció los enfoques participativos en el desarrollo; b) el
reconocimiento del papel desempeñado por las comunidades locales en el ma-
nejo (incluso en la configuración misma) de entornos valiosos (Posey y Balick,
2006; Redford y Mansour, 1996; Toledo et al., 2003); y, c) la introducción
del concepto de «desarrollo sostenible», que pretende conectar los sistemas
sociales y ecológicos a través de la historia (CMMAD, 1988). El desarrollo
sostenible se orienta a resolver también la relación entre la preocupación por
la conservación del medio ambiente y el derecho al desarrollo (Sachs, 1999).
A partir de la década de 1970, las reivindicaciones políticas de los nuevos
países independientes del Tercer Mundo y la idea del desarrollo sostenible
se introdujeron en la agenda conservacionista. Los proyectos apropiados de
conservación pasarán a ser aquellos que la contemplan como un medio para

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el desarrollo (West, 2006). A raíz de esta reformulación, instituciones inclu-
so como el Banco Mundial trabajaron en la «ecologización» de sus políticas
(Goldman, 2006) y adoptaron enfoques participativos. Había, por tanto, una
importante necesidad de redefinir las políticas de conservación y, sobre todo,
las relaciones entre la gestión ambiental y las poblaciones locales. En estas
circunstancias se produce un cambio generalizado en el discurso y la práctica
del conservacionismo en lo que refiere a la aceptación de la presencia y la
actuación humana en el interior de las áreas protegidas y, particularmente,
en las cuestiones de gobernanza, la devolución de competencias a los actores
locales y la participación, parcial o total, de las comunidades en la gestión de
la conservación (Brosius, Tsing y Zerner, 2005).
En lugares como Australia (Bergin, 1993; Lewis, 1989) o Sudáfrica (Reid,
2001; Steenkamp, 1998), este proceso tuvo lugar al mismo tiempo que tri-
unfaban las reivindicaciones de las poblaciones indígenas sobre sus territorios.
La UNESCO, a su vez, promovía las Reservas de la Biosfera donde los espa-
cios protegidos son compatibles con distintos grados de uso humano (Batisse,
1982). Los programas de Gestión Comunitaria de Recursos Naturales (CB-
NRM), impulsados por el World Wildlife Fund (WWF) y otras ONG y go-
biernos del Primer Mundo, o las Áreas de Conservación Indígenas y Comuni-
tarias (ICCA), amparadas por la Unión Internacional para la Conservación de
la Naturaleza (UICN), han proliferado como formas de articular el desarrollo
y la iniciativa local con la conservación (Igoe y Croucher, 2007).
La conservación neoliberal. No obstante, algunos investigadores, gestores
y otros actores interesados comenzaron a reflexionar acerca de las iniciativas
conservacionistas en términos de su sostenibilidad económica y su viabilidad
a largo plazo. Las políticas de conservación requieren recursos y, salvo algunas
excepciones, los parques, las reservas y las áreas protegidas no generan los in-
gresos suficientes para alcanzar sus objetivos. Estas áreas necesitan un aporte
continuado por parte del Estado o de otras instancias externas para perdurar
en el tiempo. El turismo y los subsidios, que proceden de gobiernos, ONG o
empresas interesadas en lograr una respetabilidad verde, han pasado a ser una
parte fundamental de los planes de gestión de los espacios naturales protegi-
dos (Igoe, 2010). Estas transferencias de financiación y de legitimidad son
negociadas a menudo con un desprecio absoluto hacia la población local y los
pueblos indígenas (Chapin, 2004; MacDonald, 2010; West, Igoe y Brocking-
ton, 2006). En la actualidad, la naturaleza protegida se ha convertido en una

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mercancía que se vende en los mercados internacionales como una palanca
política o económica de los gobiernos, las ONG y las empresas (Igoe y Broc-
kington, 2007). Este proceso ha favorecido una desregulación de la conserva-
ción mediante la cual la privatización y la alienación ambiental han adquirido,
al mismo tiempo, un papel cada vez más relevante (Fortwangler, 2007).
La antropología de la conservación se ha desarrollado paralelamente al
crecimiento de la importancia social de la conservación. La interpretación de
la protección de la naturaleza como un fenómeno ideológico y político exige
analizar los cambios y las implicaciones que ésta ha experimentado en tres
ámbitos distintos (aunque estrechamente relacionados entre sí): la gobernanza
territorial (la política), la integración en el mercado (la economía) y el gusto
(los valores culturales).
Las etapas mencionadas, el marco estructural de su aplicación (tanto des-
de el punto de vista de las interacciones entre el poder político y la racionaliza-
ción económica, como de la integración del mercado), y los cambios cultu-
rales necesarios para la consolidación de su hegemonía permiten considerar
la conservación como un producto paradigmático de la modernidad tardía
(Appadurai, 2001; Baudrillard, 2009; Harvey, 2001). El establecimiento de
un espacio protegido es al mismo tiempo un proceso social con consecuencias
políticas y económicas, y un proyecto ecológico donde los intereses de gestión
y, por tanto, las preferencias culturales y el conocimiento, desempeñan un
papel fundamental (Cooper, 2000; Forsyth, 2002; Saberwal y Rangajaran,
2003; Vaccaro y Beltran, 2009).
Las ciencias sociales se acercaron inicialmente a la conservación interes-
ándose por sus consecuencias políticas y sociales. En el modelo de la preser-
vación a ultranza, la exclusión del uso humano del territorio fue interpretada
como destinada a proteger la naturaleza frente a la destrucción antrópica. Las
instituciones externas de origen urbano eran las que habían establecido la de-
limitación de los espacios protegidos (Cronon, 1996). Aunque supuestamente
defendía a la naturaleza frente a los abusos externos, este tipo de conservación
dejó a las poblaciones locales sin un acceso a los recursos que las habían mante-
nido históricamente y eran fundamentales para su supervivencia e incluso, en
algunas ocasiones, implicó el desplazamiento forzoso de estas mismas pobla-
ciones (Blaikie, 1985; Nietschman, 1973). La desigualdad política inherente
a las políticas de conservación favoreció la investigación sobre la economía
política de naturaleza y el análisis de las diferencias de poder entre los actores,

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locales y externos, de tales procesos. Sobre el terreno, este énfasis dio lugar al
análisis histórico de las transformaciones en los regímenes de tenencia y los
patrones demográficos de asentamiento así como al examen de la incidencia
de las divisiones sociales (de clase, género y otras) en el acceso a los recursos.
Los estudios sobre la conservación combinaron, a partir de aquí, el análisis
de las políticas modernas y sus consecuencias locales con el examen de tres
temas clásicos de la antropología: a) la ecología humana de las comunidades
indígenas (Orlove, 1980); b) el conocimiento ecológico tradicional (Dove,
2006; Hunn, 2008); y, c) los impactos de la integración política o regional en
las comunidades locales (Ensminger, 1992; Peters, 1994; Scott, 1998). En este
contexto, algunas de las preguntas que se formulan son las siguientes: ¿Qué
prácticas productivas tenían las poblaciones afectadas antes de la implantación
de los parques? ¿Se pueden mantener estas prácticas económicas y estos modos
de vida después de implementarse las medidas de conservación? ¿Qué actores
compiten, cuáles son sus historias, y cómo interactúan en el proceso de trans-
formación inherente al establecimiento de las áreas protegidas?

2. El Estado: la política de la conservación

La creación de un espacio natural protegido da lugar, siempre, a una re-


distribución y una renegociación de la economía política de la zona afectada
(Gibson, 1999). La racionalidad y las estructuras que regulan el acceso y el
control de los recursos naturales se ven alteradas por la intervención de una
entidad política externa (Anderson y Berglund, 2003; Neumann, 1998). De
acuerdo con este proceso, desde el nuevo institucionalismo, con su énfasis en
los sistemas de tenencia (Broomley, 1992; Hann, 2003) y la acción colecti-
va (Ostrom, 1990; Ostrom et al., 2002), se han analizado los impactos que
comporta la sustracción del territorio de la jurisdicción local para transferirlo
a órganos de gestión impersonales y externos.
De este modo, la conservación está estrechamente ligada a la integración
del Estado y a las iniciativas gubernamentales (Craib, 2004; Vandergeest y Pe-
luso, 1995). A través de la conservación, el Estado extiende su aparato admi-
nistrativo al conjunto de su territorio: la nación es territorializada por medio
de una gestión homogénea de sus espacios naturales (Lefebvre, 1974; Wi-
nichakul, 1997). Dado que los Estados-nación modernos tratan de afianzar el

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control sobre sus territorios, los paisajes culturales y los elementos naturales se
integran en las identidades nacionales a partir de los diferentes romanticismos
de corte nacionalista (Anderson, 1993; Storey, 2012). El ambientalismo for-
mará parte del arsenal ideológico de la nación (Cederlof y Sivaramakrishnan,
2006). La idea de patrimonio colectivo sostiene y legitima al Estado en el
monopolio de la conservación de la naturaleza. El patrimonio colectivo está
confirmado por los elementos culturales y las características del paisaje que
han sido definidas como un legado intergeneracional y que requieren de una
protección «pública» (Roigé y Frigolé, 2011). La construcción del patrimo-
nio, a su vez, contribuye a cimentar tanto las comunidades nacionales como
las locales a través de la práctica simbólica (Augé, 1998; Davallon, 2006). La
patrimonialización es, en definitiva, un proceso que tiene a la vez dimensiones
culturales, simbólicas, institucionales, económicas y administrativas. Weber
(2011) y Gellner (1988) describen la emergencia del Estado-nación moderno
como la consolidación de un aparato burocrático impersonal que demanda,
en nombre de la ciudadanía, el monopolio de las principales jurisdicciones co-
lectivas (como la ley, la violencia o la educación). El hecho de que la soberanía
haya pasado de la figura del rey a la colectividad nacional (la ciudadanía) es lo
que confiere legitimidad a este reclamo. La demanda de monopolio para ejer-
cer el control sobre el territorio y los recursos naturales por parte del Estado
se traduce en la imposición de una determinada forma de gubernamentalidad
(Dean, 1999; Foucault, 2007, 2008) sobre la base de la territorialidad nacio-
nal (Delaney, 2005; Hannah, 2000; Sack, 1986). Emerge, en este contexto,
una forma de gobierno dedicada a la conservación y el manejo de los recursos
naturales (Agrawal, 2005; Busher y Dressler, 2007; Sivaramakrishnan, 1999).
El patrimonio y los valores colectivos también habían sido utilizados por las
administraciones coloniales para justificar sus intervenciones territoriales en
nombre de la preservación ecológica y la eficacia administrativa (Griffiths y
Robin, 1997; Grove, 1995; Mackenzie, 1988; Pels, 1997; Rangajaran, 1996).
La naturaleza se convierte en un referente cultural que traspasa las fronteras
nacionales.

3. El mercado: la economía de la conservación

El proceso de revalorización de la naturaleza como un bien colectivo y

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como parte del patrimonio público atrajo rápidamente la atención de los in-
tereses económicos. Éstos, a su vez, redefinían el patrimonio como cualquier
entorno valioso capaz de generar ingresos por medio del turismo. De este
modo, el patrimonio natural se convierte en una mercancía más dentro de un
gran mercado (global) (Hayden, 2003; Woods, 2007). La mercantilización del
patrimonio natural y la valorización de la naturaleza mediante las actuaciones
de conservación dirigidas por el Estado, no obstante, entrarán en competencia
con los usos locales del territorio y los recursos, tales como la ganadería, la
agricultura, la minería o la silvicultura. La protección, en este contexto, puede
llevarse a cabo en oposición o articulada con alguno de estos usos posibles.
En cualquier caso, las lógicas que dan lugar a la patrimonialización públi-
ca y a la mercantilización de la naturaleza son, de hecho, similares y están co-
nectadas con el marco intelectual y económico de la industrialización. En las
sociedades industrializadas de finales del siglo xix, que se especializaron cada
vez más en la producción a gran escala y debían soportar unos altos niveles de
contaminación urbana, la naturaleza se convirtió en un bien escaso y remoto:
un bien que las capas acomodadas de estas sociedades pronto comenzaron
a apreciar (Plumb, 1973). A lo largo de los siglos, los sectores pudientes de
estas sociedades industriales, la llamada clase ociosa, habían desarrollado una
forma de vida consumista donde la inversión de capital sólo se dirigía mar-
ginalmente a la subsistencia y se destinaba sobre todo a subrayar el estatus a
través de la distinción (Bourdieu, 2000; Veblen, 1998). La revolución fordista,
sin embargo, democratizó el acceso a los bienes y dio lugar, con ello, a una
sociedad de consumo de masas (Cross, 1993; Galbraight, 2011). La emergen-
cia de una sociedad basada en el consumismo también democratizó y abrió el
acceso a la naturaleza como un bien de consumo. De este modo, el turismo,
como el principal sector en una economía del ocio donde la naturaleza cons-
tituye una mercancía contemplativa, pasará a ser un fenómeno generalizado.
La naturaleza, que siempre ha formado parte de las disciplinas y las prácticas
del yo (Foucault, 1990), se convierte en el contexto moderno no sólo en un
lugar de relajación o de estímulo, sino también en algo deseable y por lo que
merece pagar dinero. En los primeros tiempos del turismo moderno se cre-
an importantes redes de infraestructuras turísticas a la vez que se establecen
nociones acerca de la belleza y la salud en relación con el ocio al aire libre. La
revolución fordista y el desarrollo de la idea de que la producción a gran escala
debe ir acompañada de una igualdad en el consumo de masas favorecerá la

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apertura de la economía del ocio a otros grupos sociales (MacCannell, 1999).
La producción en masa, de automóviles o de lugares turísticos, tiene un efecto
inherente de homogeneización (totalitarista) en las preferencias y el compor-
tamiento tanto en el plano productivo como en el del consumo (Horkhei-
mer y Adorno, 1994). La «masificación» y la «democratización» del acceso al
ocio coincidirán con el crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra
Mundial (Bell, 1976).
A partir de los años sesenta y setenta del siglo xx, muchas zonas urbanas
pròsperas comenzaron a prestar atención a la idea de calidad de vida, a la
necesidad de hacer frente a la contaminación y de proteger el medio ambi-
ente. El nacimiento y la consolidación del ambientalismo moderno, como
una corriente ideológica propia de las sociedades occidentales, coincide con la
emergencia de una sociedad donde los alimentos y la vivienda dejan de ser ne-
cesidades continuamente cuestionadas. Las sociedades occidentales no entran
en una era postmoderna a la manera de Lyotard (1984) o de Jameson (1992),
a partir de cuestionar los principios fundamentales de la modernidad (el Esta-
do, el mercado, la monetización, la producción y el consumo en masa). Estas
sociedades aceleran su modelo y entran en una era hiperconsumista (Charles
y Lipovetsky, 2005; Lipovetsky, 2007; Virilio, 2000): la industrialización es
externalizada a las zonas periféricas o los países del Tercer Mundo, mientras
que las sociedades postindustriales pasan a estar dominadas por los valores
postmaterialistas (Inglehart, 1997). Es en la opulencia, en situaciones pos-
teriores a la escasez y en el seno de las élites donde se despliegan prioridades
postmaterialistas como el ocio y el ambientalismo (Galbraith, 2004; Giddens,
1983). La hipermodernidad estará dominada por la economía del ocio y la
industria de los servicios (Nazareth, 2007).

4. El gusto: la cultura y la conservación

La emergencia del paradigma ambientalista a finales del siglo xix favorece


una transformación paulatina de la naturaleza, tanto en el exterior y en el pro-
pio país, que pasa de ser considerada como un lugar baldío, hostil, a constituir
un bien colectivo, valioso, un patrimonio nacional (Arnold, 1996; Braun y
Castree, 1998; Wark, 1994). Al mismo tiempo, esta naturaleza entrará a for-
mar parte del ámbito de las mercancías, del imaginario nacional y del campo

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de acción de las políticas públicas (Cronon, 1983). Las transformaciones cul-
turales relacionadas con este cambio se darán a distintos niveles. El paisaje es
reconceptualizado (Cronon, 1996; Darby, 2000), pero también los son otros
actores y elementos: los animales, por ejemplo, dejan de ser vistos como ali-
mañas para devenir en iconos referenciales (Philo y Wilbert, 2000; Whatmore
y Thorne, 1998; Wolch y Emel, 1998).
Estos cambios en los gustos, combinados con la expansión del consumis-
mo, convierten la naturaleza en una materia prima de primer orden que per-
mite generar beneficios por medio del turismo, el comercio y la industria del
ocio en general (Baudrillard, 2009, Cross, 1993; Stearns, 2001). La naturaleza
patrimonializada se convertirá en una mercancía susceptible de generar valor
en sí misma y a través del mercado. En un mundo globalizado, la expansión
o la comunicación de los valores productivos, políticos, consumistas, que van
y vienen entre el Norte y el Sur, da lugar a una distribución desigual de la
riqueza a nivel internacional (Harvey, 1989; Smith, 2008) y genera, al mismo
tiempo, diálogos culturales (Gupta, 1998; Hannerz, 1998). El capitalismo
hipermoderno implica la movilidad del capital (la búsqueda permanente por
reducir los costos de producción) y unas expectativas culturales asociadas a las
efímeras conexiones de las economías de mercado a nivel mundial (Fergusson,
1999; Vaccaro, 2010).
Este proceso político y económico ha tenido también consecuencias sim-
bólicas para las sociedades que han adoptado el paradigma conservacionista
moderno. El análisis de la conservación requiere una comprensión del com-
plejo territorial, institucional y cultural que promueve (Escobar, 2010; Latour,
2008; Ong y Collier, 2004; Sassen, 2006). Los Estados modernos son de ori-
gen urbano al igual que la mayoría de sus electores. Los valores que mantie-
nen, por tanto, son los que dominan entre las élites y las poblaciones urbanas,
entre sus miembros y sus beneficiarios. La legitimidad de la conservación pú-
blica es doble: defiende un bien colectivo y se apoya en los valores socialmente
dominantes y culturalmente hegemónicos. El ambientalismo es uno de estos
elementos ideológicos y, lentamente, desde finales del siglo xix, se fue exten-
diendo hasta convertirse en hegemónico (Guha, 1999). Las élites del Tercer
Mundo emulan las tendencias propuestas por las del Primer Mundo. Los va-
lores ambientales de las élites, a su vez, marginan las identidades culturales de
los grupos subalternos (Murray Li, 2007; Scott, 1998). Las intervenciones de
las zonas no urbanas de la nación y del mundo, comparables al colonialismo

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interno o externo, logran legitimarse mediante el uso del conocimiento espe-
cializado, científico (por tanto racional), que es supuestamente superior a su
contraparte local (Fisher, 2002; Guha, 1997).
La idealización moderna de la naturaleza no sólo afecta a bosques desha-
bitados, terrenos pantanosos y montañas. A menudo, la protección de estas
«naturalezas» se logra a través de una reorganización de las zonas rurales. Este
reordenamiento, aunque se basa en valores sociales y culturales, tiene lugar a
distintos niveles: administrativo (creación de límites jurisdiccionales), infra-
estructural (servicios, vivienda y vías de comunicación necesarias para el tu-
rismo), demográfico (cambios en los flujos de población), económico (trans-
formación de las estructuras productivas hacia una economía de servicios).
La proliferación de espacios protegidos favorece la urbanización del mundo
rural (Williams, 2001). Las nuevas áreas rurales son el resultado de la inte-
racción entre distintos imaginarios colectivos y los nuevos mercados (Vaccaro
y Beltran, 2007). En este nuevo orden mundial, las zonas rurales «naturales»
agregan valor a su producción agraria mediante la comercialización en los
mercados de alimentos orgánicos y tradicionales añadiendo una marca natural
y cultural a la misma (Vaccaro y Beltran, 2010).
Los espacios protegidos, como polos emergentes de atracción y desarrollo,
están en el corazón de los procesos de gentrificación y de urbanización selec-
tiva (Prados, 2009). El incremento del valor del suelo, el paisaje y el estilo de
vida favorece a veces el conflicto cultural (Duncan y Duncan, 2004; Boglioli,
2009), o una marginalización de la población local y de su acceso al territorio
y sus recursos (Phillips, 2005; Stoddart, 2012). La gentrificación del medio
ambiente no se limita a un espacio nacional determinado. A escala mundial,
existe una demanda de la naturaleza como un bien escaso y altamente valo-
rado, y las áreas rurales periféricas disponen en abundancia de este producto
solicitado por parte de las poblaciones urbanas. Las zonas rurales están, por
consiguiente, conectadas, integradas en los planes de gestión así como en los
mercados regionales, nacionales e internacionales (Ensminger, 1992; Godoy,
2001; Peters, 1994). Esta integración comportará transformaciones infraes-
tructurales, económicas y culturales (Castells, 2005; Hannerz, 1998).
La idealización de la naturaleza como un lugar no alterado por la acción
humana (Braun y Castree, 1998; Cronon, 1996) añade a ésta un barniz de au-
tenticidad (Roigé y Frigolé, 2011) que tiene un efecto colateral interesante: a
menudo la protección entraña esfuerzos de restauración que pretenden recrear

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una naturaleza pre-humana (Barrett y White, 2001; Castree, 1995; Howell
et al., 2011). Los espacios protegidos, en distintos grados, tratan de simular
una naturaleza idealizada (Peet y Watts, 1996; Knight, 2006). La restauración
ecológica, la reforestación y los proyectos relacionados con la conservación se
orientan más a imitar el ideal de una Arcadia imaginaria (Auerbach, 1950;
Baudrillard, 2009) que a tratar de comprender el cambio ambiental real.

5. El dilema político de la conservación

Junto al predominio de concepciones distintas en torno a la conservación


que permiten identificar varias etapas, el desarrollo histórico de las políticas
de conservación también puede ser descrito en términos de una tensión entre
dos posiciones antagónicas que parecen traducir, más allá de unas opciones de
gestión, un dilema social fundamental. En un extremo se situarían las fórmu-
las donde primaría una visión elitista de los objetivos de la conservación: la
protección de los espacios naturales justificaría que se limiten no sólo los apro-
vechamientos locales sino también una afluencia masiva de visitantes. En estas
circunstancias, las ofertas turísticas destinadas a un público con un alto poder
adquisitivo permitirían hacer compatible el aprovechamiento económico de
la naturaleza (su mercantilización) con un bajo nivel de impacto. Las distintas
modalidades de ecoturismo de lujo surgidas en los últimos años asociadas a
iniciativas privadas o de carácter empresarial (Beltran, 2012), parecen actua-
lizar otros modelos históricos de corte aristocrático como la caza mayor o las
expediciones «geográficas» en regiones recónditas. En realidad, los primeros
espacios protegidos y las reservas impulsados por parte del Estado, tanto en los
márgenes del territorio nacional como en la lejanía de los dominios coloniales,
se dirigían igualmente a satisfacer las demandas de un sector privilegiado de
la población.
Por el contrario, la asociación entre la protección de los espacios naturales
y la idea de parque (de carácter nacional, en su origen, regional o «de la huma-
nidad», más tarde) manifiesta una concepción democrática o socializante de
la conservación. Desde esta perspectiva, la naturaleza constituiría un derecho
antes que una mercancía de consumo exclusivo. El protagonismo de las insti-
tuciones públicas en las iniciativas ambientalistas así como la propia noción de
la naturaleza como patrimonio estarían avalados aquí por el objetivo de favo-

20
recer el acceso de amplios sectores sociales a las áreas protegidas. En ocasiones,
el uso público llega a ser considerado como prioritario, por delante incluso de
la protección misma: la única intervención efectiva que se llevará a cabo refiere
a la gestión de los visitantes (facilitar la accesibilidad de los mismos, brindarles
servicios, limitar su impacto), por medio de actuaciones más próximas a la
promoción turística que a la administración ambiental estricta. Al igual que
en los parques urbanos, la valoración de los servicios ambientales que propor-
cionan los espacios protegidos próximos a las zonas metropolitanas, más que
la integridad, la autenticidad o la singularidad de sus características naturales,
da cuenta de esta posición que atraviesa igualmente la historia de la conserva-
ción desde sus mismos inicios.

6. Conclusión

La politización y la mercantilización de la naturaleza no pueden enten-


derse sin conectar las transformaciones sociales y económicas generadas por la
conservación con los conflictos políticos, las luchas y las economías morales.
Polanyi (1989) y Thompson (1989) analizaron cómo los marcos morales, aso-
ciados a unas determinadas formas de vida, fueron sacudidos por la «desin-
crustación» radical y la alienación (Sivaramakrishnan, 2005). Las poblaciones
locales pueden rebelarse cuando ven amenazado su «sentido de lugar» (Feld
y Basso, 1996; Hirsh y O’Hanlon, 1995). Las prohibiciones impuestas por
la conservación o los usos implantados por el ecoturismo y otras activida-
des económicas pueden entrar en conflicto con las prácticas anteriores y con
los significados del territorio y sus recursos que derivan de las formas locales
de resistencia cotidiana (Guha, 2000; Scott, 1976). La comprensión de estos
conflictos hace necesaria una perspectiva multivocal (Fairhead y Leach, 1996;
Raffles, 1999) o un enfoque centrado en el actor (Bayley y Bryant, 1997).
Las transformaciones de la «naturaleza», a partir del contexto productivo
de las actividades humanas ordinarias hasta convertirse en iconos nacionales
e imaginarios que precisan de la protección institucional, no habrían sido
posibles sin un cambio paralelo en la manera en que esta naturaleza se concep-
tualiza. La naturaleza, mediante este proceso de modernización y a través de
las distintas etapas que registran las políticas de conservación (radical, partici-
pativa y neoliberal), se convierte en algo valioso, público, puro e idealmente

21
auténtico.
Esta revisión de la literatura sobre la conservación desde la antropología se
ha estructurado, a partir de una ordenación un tanto engañosa, en tres seccio-
nes (política, economía y cultura). Este recurso heurístico no supone ignorar
que el análisis de cada una de las dimensiones discutidas (la territorialización,
la mercantilización o la idealización de la naturaleza), debe desarrollarse en los
tres momentos mencionados. Ninguno de estos procesos o transformaciones
se ha producido de una manera aislada. Desde una perspectiva antropológica,
la conservación, como un proceso de territorialización y de gentrificación del
medio ambiente, tiene lugar en el cruce de cambios políticos, económicos y
culturales que se producen a un mismo tiempo.

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