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El Occidente Romántico - Eugénie de Keyser

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Mauricio Antonio Hoyos Gómez


Universidad Pontificia Bolivariana
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PRIMER INFORME DE LECTURA

EL OCCIDENTE ROMÁNTICO 1789-1850


DE EUGÉNIE DE KEYSER

POR: MAURICIO ANTONIO HOYOS GÓMEZ

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
FACULTAD DE ARTES
MAESTRÍA EN HISTORIA DEL ARTE
SÉPTIMA COHORTE
PERIODO 2016-2
HISTORIA DEL ARTE DEL SIGLO XIX
PROFESOR: CARLOS ARTURO FERNÁNDEZ
MEDELLÍN
SEPTIEMBRE DE 2016
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El Occidente romántico 1789-1850


De Eugénie De Keyser

El periodo enmarcado entre las postrimerías del siglo XVIII y mediados del siglo XIX estuvo
caracterizado por transformaciones importantes que repercutieron en diversas dimensiones de
la actividad humana, en ámbitos de diferente orden social, político y cultural. Uno de los acon-
tecimientos que sin lugar a dudas en los inicios de esta etapa impulsó la renovación de las ideas
del hombre y contribuyó a que se dieran cambios importantes en el arte, fue la Revolución
Francesa. En respuesta al racionalismo de la Ilustración y al Neoclasicismo imperante entonces,
surge el Romanticismo, movimiento artístico originado en Alemania y posteriormente disemi-
nado por el resto de Europa. De esta manera, el espíritu del Romanticismo, mientras prevalecen
ideales como el predominio de la razón y el interés por la humanidad, irrumpe abogando por
los sentimientos, la subjetividad y la individualidad.
En este contexto, la idea de progreso, entendida como la existencia de un sentido de mejo-
ra de la condición humana en diferentes aspectos, más allá de las meras manifestaciones de
carácter tecnológico, se constituyó en pilar fundamental de la civilización occidental durante el
periodo mencionado, con mayor fuerza hacia la primera mitad del siglo XIX. Sin ser la excep-
ción, el mundo del arte también se vio embebido por esta noción de progreso, la cual presentó
diversidad de expresiones que de una u otra manera determinaron su desarrollo.
Con el ánimo de comprender esta situación se ha tomado como principal fuente de consul-
ta la obra denominada El Occidente romántico, 1789-1850, de la historiadora del arte, figura
discreta de la novela contemporánea y ensayista belga Eugénie De Keyser (1918-2012), mejor
conocida por sus libros, artículos y conferencias sobre la filosofía del arte y la estética, quien
mediante dicha obra nos presenta un recorrido histórico que hace posible identificar los más
importantes logros, contradicciones y consecuencias, entre otros aspectos relevantes, que carac-
terizaron este fenómeno durante el periodo en mención. Igualmente, se consultaron otros do-
cumentos que de manera complementaria contribuyeron a dilucidar el tema.
De Keyser estructura este trabajo a partir de cinco capítulos, los que a su vez se hallan
compuestos por textos breves encabezados por títulos que de manera sencilla y elocuente enun-
cian los diversos temas abordados en la obra, temas que se van entrecruzando a lo largo de esta,

 
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que paulatinamente van dando sentido al tejido argumental que plantea la misma y que, aunque
no se acometen en un estricto orden cronológico, permiten articular los hechos para reconstruir
la historia y comprender la implicación de cada uno de dichos aspectos. Adicionalmente, tras
presentar las características de un determinado tema y de contextualizarlo, como recurso expo-
sitivo para la justificación de sus argumentos, la autora recurre al análisis descriptivo de algunas
obras representativas de lo que ha enunciado y hace mención de sus autores, esto mediante un
abordaje crítico, en ocasiones mordaz, con un lenguaje elegante, apasionado, muchas veces
poético, por medio del cual nos revela el valor de cada una de ellas –y de ellos– y nos sensibili-
za sobre su importancia en la historia del arte.
Las revoluciones de fin de siglo XVIII, representadas por la Ilustración en el ámbito cultural
y por la Revolución Francesa en el orden político y social, parecían anunciar un futuro promi-
sorio, respaldado por los extraordinarios progresos técnicos que lo caracterizaron, no obstante,
los primeros años del siglo XIX así no lo demostraron, he aquí una primera contradicción. Apa-
rece así la época de la Revolución Industrial, caracterizada por el menosprecio de las habilida-
des manuales –se “desestima la mano”, expresa la autora–; a fines del siglo XVIII se abandona
todo en cuanto a las técnicas manifiesta una intervención manual, el contacto con la materia y
el sabor del oficio ponen en peligro la creación artística, el diálogo esencial del hombre con el
mundo sensible se descuida, la mano y la materia carecen de significación propia, pues el espí-
ritu lo es todo. De Keyser cuestiona cómo la perfección de muchas obras, gracias a los adelan-
tos técnicos, casi desaparece el gesto de la intervención del artista, “la maestría mata la
sensibilidad y la vida”, afirma. Como ejemplo de esto cita a Canova y sus mármoles perfectos,
o los pintores neoclásicos que borran cuidadosamente los toques y funden las sombras y las
luces de sus obras ausentando su participación en ellas. Ni que decir de la “liberación de las
servidumbres de la técnica” por parte del artista, quien se distancia de la realización directa de
su obra y la encomienda a la ejecución por un artesano. Aquí se pone de manifiesto el punto de
crisis al que llega la relación entre arte y artesanía y que tuvo su origen en el Renacimiento; el
escultor pretende haber dejado de ser orfebre y el pintor pulidor, el artesano es desestimado por
su labor como ejecutante. Toda esta situación presenta una serie de tensiones en torno a un su-
puesto progreso que, a decir de la autora, no plantea a los contemporáneos ningún problema
estético y demuestra la decadencia predominante de las artes industriales durante el siglo XIX.

 
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La noción de progreso que también suponía el perfeccionamiento de la siderurgia a finales


del siglo XVIII, al permitir fundir viguetas de considerables dimensiones y que trazaba una nue-
va era en la concepción de las formas, no precisamente trajo los mejores beneficios a la indus-
tria y a la arquitectura. Se empleó de manera efectiva el hierro para responder a ciertas
necesidades prácticas y estructurales, pero se prescindió de él cuando se presentó la necesidad
de crear dichas formas. La arquitectura se conformó con ser clásica, ‘paladiana’, o neogótica, es
decir imitativa, cuando podría haber marcado una identidad propia de su tiempo. Se construye-
ron puentes sobre arcos de hierro y después puentes colgantes, considerando que suponían so-
luciones técnicas a ciertos problemas, pero sin prever su valor estético. Predominó el ideal de
formas incorpóreas que se adaptaron a todo, pasando por alto los alcances técnicos o la calidad
de los materiales, no obstante, hubo excepciones, entre ellas algunos proyectos de Gilly, de
Schinkel, de Seguin y de Labrouste. Se tendría que esperar hasta mediados de siglo XIX para
ver nacer estructuras verdaderamente nuevas.
De Keyser también hace referencia a diversos aspectos del acontecer social de la época, de
la estructura moral y estética de la nueva sociedad, aquella cuyo status cobra gran importancia,
inmersa en el sistema de crédito, en palabras de De Keyser “ligada a las cuentas corrientes, las
letras de cambio y la herencia”; un periodo marcado por el ascenso de la burguesía, una clase
que lidera la industria y las transacciones comerciales, que le atribuye un valor nunca antes
visto a la propiedad y a los objetos, que representa las apariencias y disimula la identidad ver-
dadera: lo importante no es ser, sino aparentar; y es de esta misma manera que se registra a
menudo ese avaricia y opulencia en los cuadros de Ingres y de Navez.
Las ciudades, transformadas por la aparición de la locomotora a vapor y la dinámica capi-
talista, estarán constituidas por proyectos habitacionales con fachadas fastuosas y grandiosas,
pero con casas pequeñas que se adaptan a la realidad de una familia poco numerosa y con re-
cursos limitados; otras se distinguirán por calles, plazas, parques y jardines monumentales. Se
hace mención a la falta de creatividad de los arquitectos de la época, pues excepcionalmente
supieron desarrollar propuestas que se adaptaran a los cambios, donde predominaban las mis-
mas construcciones frías y a la antigua, como sucedió con las edificaciones del sector público.
Engañosas como el interés mismo por vivir de la apariencia, muchas de estas construcciones
arquitectónicas proyectan por fuera otra imagen que no corresponde a lo que son por dentro:

 
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“Como los retratos y las casas, los monumentos públicos presentan la realidad sometida a las
apariencias” (De Keyser, 1965, p. 11). A propósito de lo ‘público’, este concepto en algunos
lugares carecía de su verdadero significado, por cuanto eran restringidos para el acceso exclusi-
vo de ciertos grupos sociales privilegiados, como sucedió con el arte, la música, los espectácu-
los y otras manifestaciones de este tipo.
La autora también hace mención al predominio de la razón sobre el interés por la expresión
y cómo, en el caso de la pintura, el interés por la forma y por el color se redujeron a la represen-
tación de un gesto más significativo que expresivo y que en un momento dado podrían ser hasta
descuidados en aras de la claridad del mensaje; son obras que se dirigen a la inteligencia pues
para que sean comprendidas deben reconocerse fácilmente episodios y personajes. Según De
Keyser “La claridad de una demostración, la lectura agradable de una alegoría, el juego fácil
de las alusiones históricas parecieron ser los fines más altos de las artes plásticas”, menciona
además cómo los mismos pintores, desde David a Girodet, e incluso Delacroix en sus comien-
zos, se equivocaron al creer que “un gesto expresivo o una situación dramática fácilmente
comprensible podía sustituir a la coherencia de las formas” (De Keyser, 1965, p. 18).
Con respecto a las artes en general, De Keyser nos habla sobre la poesía y su elevación
como arte verdadero por su poder de expresión del pensamiento; de la música, como manifes-
tación ordenadora de sonidos que apenas es inferior a la poesía; y de la superioridad de la pintu-
ra con respecto a la arquitectura y la escultura gracias a que no solo posee la facultad de
expresar sentimientos sino que, liberada de toda pesadez, no da ninguna impresión de impedi-
mento. La búsqueda de progreso y de innovación que caracterizó de alguna manera a las insti-
tuciones políticas de fines del siglo XVIII y su continuo devenir, no presentó el mismo
comportamiento en el campo de las artes, desaparecen los grandes movimientos, aquellos que
cinco décadas atrás habían inspirado composiciones enteras. Habría que esperar hasta una pró-
xima generación en que las artes plásticas obtendrían un nuevo impulso con la aparición del
Romanticismo. Aún así, las obras románticas serían tratadas con desprecio, se les consideraría
ridículas, absurdas o bastas, pese a que sus expresiones hayan surgido de la accesión de la bur-
guesía al poder y a encarnar muchos de sus valores.
En cuanto a los temas, la autora los enuncia como altamente dramáticos: muertes, batallas,
sacrificios; un arte hábido de movimiento, pero caracterizado por un afán de orden que reprime

 
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toda posibilidad de acción para no quebrantar las reglas, como la simetría, el equilibrio, la per-
fecta armonía. Se destacaron aquellos tópicos diferentes a los que se venían tratando hasta en-
tonces, que eran clásicos, bíblicos, mitológicos sobre la antigüedad griega, las narraciones
heroicas romanas y las alegorías que expresan y personifican una verdad general. Ahora traba-
jarían desde una escena shakesperiana, hasta un suceso momentáneo, cualquiera que pasara por
su imaginación o atrajera su interés. La Revolución Francesa dio un importante impulso al inte-
rés por la historia y la pintura de asuntos históricos y heroicos. Sobresaldrían en este tipo de
temáticas las pinturas de Jacques-Louis David como artista del gobierno revolucionario y Eu-
gène Delacroix, quien atiende encargos oficiales; Francisco de Goya, que como retratista de la
corte se saldría de los convencionalismos y revelaría en sus obras la fealdad, vanidad y vacui-
dad de sus mecenas, y mediante sus aguafuertes plasmaría visiones fantásticas, apariciones
espantosas, monstruosas, con las que también haría una denuncia social sobre las atrocidades de
la guerra, esto como muestra de la sensibilidad de los artistas de la época hacia los temas socia-
les, hacia la resistencia y hacia la consolidación de su propio criterio; por su parte, Théodore
Géricault, prefirió tratar temas de la vida cotidiana elevándolos a la categoría de hechos heroi-
cos y mostrando la desesperación y el sufrimiento humanos; su independencia de estilo y carác-
ter poco dócil le hicieron mantenerse al margen de los encargos estatales.
Asimismo se destaca la pintura de paisajes, la que, menospreciada anteriormente pero ele-
vada a una mayor dignidad por sus mejores exponentes, más que cualquier otro género, muestra
un progreso importante. Los románticos profesan amor hacia la naturaleza frente a la civiliza-
ción como símbolo de todo lo verdadero y genuino, y como respuesta a la realidad miserable y
materialista que les circundaba; paisajes lúgubres y melancólicos transmiten los estados de áni-
mo de sus creadores. Surge la figura del artista viajero, aventurero, quien se interesa por parajes
exóticos, por culturas lejanas, por otras etnias y condiciones humanas, lo que tendría lugar no
solo gracias a lo que ilustraban los relatos de poemas, revistas o periódicos, sino a la posibilidad
de movilizarse hasta allí como consecuencia del progreso en el transporte; se deja impresionar
por Grecia, por Egipto, por Argelia, por Marruecos, por India, entre otros países. Este tipo de
escenarios daría lugar a toda suerte de motivos, bien fuera como resultado de los viajes reales o
imaginarios que el artista emprendería: “Los relatos del pasado no habían provocado nada pa-
recido. Para proyectar un viaje ilusorio acaso sea necesario creer en el país al que no se irá

 
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jamás”, enuncia nuestra historiadora (De Keyser, 1965). En esta descripción de tierras lejanas,
los grabadores realizarían una labor importante, pues más que favorecer entornos imaginarios,
proporcionan un conocimiento más verdadero que documentó el Oriente y el sur mediterráneo.
Es así que en la representación del paisaje encontramos exponentes como William Turner,
quien plasma las fuerza sublime de la naturaleza frente al hombre; como Caspar David Friedrich,
con sus paisajes que reflejan el estado de ánimo, con figuras contemplativas opuestas a cielos
nocturnos, nieblas matinales, árboles estériles o ruinas góticas; destacan también John Constable,
uno de los primeros artistas en pintar paisajes al aire libre, quien anticipándose a los impresionis-
tas se preocupó por los efectos ambientales de la luz sobre la naturaleza con nubes inestables que
cambian su aspecto de improviso; Jean-Baptiste-Camille Corot, quien con una mirada hacia el
color local, aunó la herencia clásica y romántica en sus paisajes, sumando a la solidez compositi-
va de la tradición la frescura de la ejecución al aire libre, la paleta clara y el sentido de lo frag-
mentario; Jean François Millet, que poseía un profundo sentido de la naturaleza y la interpretaba
comprendiendo las voces de la tierra, los árboles o los senderos, se interesó por retratar el mundo
rural, la gente humilde y campesina, seduciendo a los republicanos y exasperando a la burguesía
por tratar esto como tema central de su obra. Es sobre todo en el paisaje donde la pintura del siglo
XIX manifiesta con un ímpetu mayor su carácter revolucionario.

Un evento que tuvo un protagonismo sin precedentes es la creación de los Salones, espa-
cios de encuentro público que en torno al arte se celebraban con una finalidad expositiva, crítica
y de confrontación, donde los artistas se verían enfrentados a competir para llamar la atención
del público; un acontecimiento que marcó trascendentalmente el progreso en este campo duran-
te el siglo XVIII y que presentó diversos matices. De un lado, se consideraron un éxito por la
afluencia de público y la posibilidad de admirar las obras e instruirse; también representó la
liberación de la pintura y la escultura de toda contingencia, así mismo la del artista, quien halla
en las paredes anónimas de sus recintos y de las galerías la oportunidad para fascinarse por lo
que parece ser la libertad de expresarse sin ser coaccionado. Tal sentimiento también es resul-
tado de la posibilidad de crear sin limitaciones, de manifestar sus propias emociones y su punto
de vista al no estar sujeto ahora a los encargos y a la voluntad del mecenas, aunque excepcio-
nalmente algunos lo hicieron, como Delacroix, quien pagado por el Estado, en su obra La liber-
tad guiando al pueblo, hace apología de este. De otro lado, los cuadros que allí desfilan son en

 
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su mayoría inmensas composiciones sin un destino determinado. Las grandes obras de David y
Delacroix no deben encajarse en ninguna arquitectura. El cuadro y la escultura ya no se crean
para un contexto específico y han perdido la conexión directa con otras formas, con el espacio,
con la arquitectura. Con respecto a esto la autora enuncia:
Si se puede colocar cualquier cuadro en cualquier sitio –y la superposición de las obras en las
exposiciones atestigua que es ésta la opinión general– es a causa de que la pared no atañe a la
pintura, de que la pintura no transforma la pared […] Ni que decir tiene que esto significa ne-
gar la existencia misma de la arquitectura –puesto que no puede ser sino forma del espacio– y
reducir la escultura a la chuchería de aparador. (De Keyser, 1965, p. 35).

A continuación se reseñan brevemente tres obras pictóricas, las que me he permitido


seleccionar considerando que cada una pone de manifiesto características representativas, y
en algunos casos excepcionales, de las transformaciones que en el terreno de las prácticas
artísticas tuvieron lugar durante el periodo que aborda este trabajo.

Fig. 1: La balsa de la Medusa. Théodore Géricault, 1819.

 
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La balsa de la Medusa (fig. 1), de Théodore Géricault, es una obra que ilustra el nau-
fragio de la fragata Medusa, enviada a Senegal por el gobierno francés, en 1816, bajo el
mando del conde Chaumareix, oficial de la armada, a cuya incompetencia se le atribuía el
desastre, lo que para aquel tiempo constituyó un escándalo. Para muchos especialistas en el
tema, esta obra convierte a Géricault en pionero del Romanticismo y representa la denuncia
que hace el artista sobre el abandono del Estado. Su importancia radica en que, además de
ser una manifestación del nacionalismo, por primera vez se utiliza el arte para hacer una
denuncia de carácter político y se retrata un hecho de actualidad, esto último como manifes-
tación del rechazo hacia la pintura histórica. Produjo una gran conmoción en el Salón de
París en 1819 por ser una obra antitética de las tendencias clasicistas de la época.

Fig. 2: La Libertad guiando al pueblo. Eugène Delacroix, 1830.

La Libertad guiando al pueblo (fig. 2), el cuadro más famoso de Eugène Delacroix,
plasma el episodio en que los revolucionarios liberales franceses, el 28 de julio de 1830,
derrocaban al rey Carlos X y provocaban la coronación de Luis Felipe de Orleans, el llama-

 
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do rey Burgués. Se constituye en una obra que, basada en una composición piramidal, re-
coge un hecho contemporáneo y refleja la participación de miembros de diferentes clases
sociales en el proceso revolucionario. Es igualmente importante porque representa al arte
como recurso propagandístico al servicio del Estado al retratar un hecho político y social
que trajo transformaciones importantes. No deja de ser interesante –y hasta contradictorio–
observar el protagonismo que presenta la imagen femenina de Marianne, alegoría de la Re-
pública francesa, en un contexto histórico donde paradójicamente la Revolución Francesa
no fue precisamente un modelo que promovió la igualdad entre hombres y mujeres, sino
que exaltó los héroes masculinos, dejando la mujer relegada a un segundo plano. La obra
fue presentada al Salón de 1831 y adquirida por Luis Felipe para el Museo Real.

Fig. 3: Catedral de Chartres. Jean Baptiste-Camille Corot, 1830.

La obra de Corot, Catedral de Chartres, producida en 1930 y conocida como una de


las piezas pictóricas más sobresalientes del artista, representa un paisaje de la ciudad del
mismo nombre, en Francia, donde puede apreciarse esta construcción de estilo gótico. Co-

 
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rot, interesado en los motivos al aire libre y en el cambio de las condiciones atmosféricas,
fusiona arquitectura y naturaleza, lo que será común en la mayoría de sus obras. Llama la
atención que la catedral ocupe un lugar secundario y que su protagonismo se vea menguado
por el montículo y los escombros, elementos por demás poco pintorescos en la escena y que
están en el primer plano, ocultándola parcialmente. En este caso se evidencia un giro en la
mirada del artista de la época, donde prima su interés por la gente común, la sencillez y la
cotidianidad, más que el protagonismo de la institucionalidad representada por la catedral.
Es evidente que durante este periodo se gestaron cambios importantes, que impactaron
en ámbitos diversos y de maneras diferentes, entre ellos el campo de las artes, gracias al
desarrollo de técnicas y medios propiciado por los descubrimientos e inventos humanos,
asimismo por las propuestas ideológicas que tuvieron lugar. No son suficientes las líneas
acá redactadas para poder esbozar dichas transformaciones, las que Eugénie De Keyser ha
sabido ilustrar con gran maestría por medio del apasionante relato que efectúa en su obra,
un relato que demuestra que el progreso, más allá de constituirse en un cúmulo de aconte-
cimientos encaminados a mejorar la vida de los individuos, se constituye en una idea que
motiva y determina las prácticas artísticas y el registro de estas en la historia, y que, como
todo cambio destinado a obtener avances en una materia específica, además de beneficios,
puede acarrear perjuicios y generar resistencia en algunos sectores.

Referencias
De Keyser, E. (1965). El Occidente romántico, 1789-1850. Ginebra, Suiza: Skira.
Nys-Mazure, C. (1988). Eugénie De Keyser - Dossiers Littérature Française de Belgique.
Luxemburgo: Service du Livre Luxembourgeois.
Gombrich, E. H. (2008). La ruptura de la tradición. Inglaterra, América y Francia, final del
siglo XVIII y primera mitad del XIX. En E. H. Gombrich, La historia del arte (16ª ed.,
pág. 688). Londres, Inglaterra: Phaidon Press Limited.
Fernández Uribe, C. A. (2008). Kant: de la idea de progreso a la Historia del Arte como
interpretación. En C. A. Fernández Uribe, Concepto de arte e idea de progreso en la
historia del arte (pág. 476). Medellín, Antioquia, Colombia: Universidad de Antioquia.
 

 
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Créditos de imagen
Fig. 1: Recuperado de: https://es.wikipedia.org/wiki/La_balsa_de_la_Medusa 24-08-2016.
Fig. 2: Recuperado de: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Eug%C3%A8ne_Delacroix_-
_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg 24-08-2016.
Fig. 3: Recuperado de: http://www.kunstkopie.de/a/corot-jean-babtiste-camil/die-kathedrale-
von-chartr.html 24-08-2016.

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