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SUMA CONTRA GENTILES

LIBRO I
Capítulos 1 al 9

La Suma Contra Gentiles, junto con la Suma de Teología y el Comentario a las Sentencias
de Pedro Lombardo es una de las grandes obras sintéticas de Santo Tomás. Fue escrita
especialmente para aquellos cristianos que tenían que debatir con no-cristianos y defender ante
ellos su fe.
Esta obra está compuesta de 4 libros —o 4 tomos—. Aquí presentamos los nueve primeros
capítulos del primer libro. Estos capítulos se conocen también como la "introducción" a la Suma
Contra Gentiles. En ellos, Santo Tomás plantea la metodología a seguir en toda esa obra; y al
hacerlo, plantea cómo entiende la relación entre fe y razón.

CAPÍTULO I
El deber del sabio

Mi boca dice la verdad, pues aborrezco los labios impíos (Prov. 8, 7).
El uso corriente que, según cree el Filósofo, ha de seguirse al denominar las cosas, ha
querido que comúnmente se llame sabios a quienes ordenan directamente las cosas y las gobiernan
bien. De aquí que, entre otras cualidades que los hombres conciben en el sabio, señala el Filósofo
“que le es propio el ordenar”. Mas la norma de orden y gobierno de cuanto se ordena a un fin se
debe tomar del mismo fin; porque en tanto una cosa está perfectamente dispuesta en cuanto se
ordena convenientemente a su propio fin, pues el fin es el bien propio de cada ser. De donde
vemos que en las artes, una, a la que atañe el fin, es como la reina y gobernadora de las demás:
tal cual la medicina impera y ordena a la farmacia, porque la salud, acerca de la cual versa la
medicina, es el fin de todas las drogas confeccionadas en farmacia. Y lo mismo sucede con el arte
de gobernar respecto de la arquitectura naval, y con el militar respecto de la caballería, y de todas
las otras armas. Las artes que son como “principales” y que imperan a las otras se llaman
“arquitectónicas”. Por esto sus artífices, llamados arquitectos, reclaman el nombre de sabios. Mas
como dichos artífices se ocupan de los fines de ciertas cosas particulares y no llegan al fin
universal de todo ser, se llaman sabios en esta o en otra cosa. En este sentido se dice en la primera
Epístola a los de Corinto: “Como sabio arquitecto puse los cimientos”. En cambio, se reserva el
nombre de sabio con todo su sentido únicamente para aquellas que se ocupan del fin universal,
principio también de todos los seres. Y así, según el Filósofo, es propio del sabio considerar “las
causas más altas”.
Mas el fin de cada uno de los seres es el intentado por su primer hacedor o motor. Y el
primer hacedor o motor del universo, como más adelante se dirá, es el entendimiento. El último
fin del universo es, pues, el bien del entendimiento, que es la verdad. Es razonable, en
consecuencia, que la verdad sea, el último fin del universo y que la sabiduría tenga como deber
principal su estudio. Por esto, la Sabiduría divina encarnada declara que vino al mundo para
manifestar la verdad: “Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad”. Y el Filósofo determina que la primera filosofía es “la ciencia de la verdad”, y no de
cualquier verdad, sino de aquella que es origen de toda otra, de la que pertenece al primer principio
del ser de todas las cosas. Por eso su verdad es principio de toda verdad, porque la disposición de
las cosas respecto de la verdad es la misma que respecto al ser.
A ella pertenece aceptar uno de los contrarios y rechazar el otro; como sucede con la
medicina, que sana y echa fuera a la enfermedad. Luego así como propio del sabio es contemplar,
principalmente, la verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades, así también lo es

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luchar contra el error. Por boca, pues, de la Sabiduría se señala convenientemente, en las palabras
propuestas, el doble deber del sabio: exponer la verdad divina, meditada, verdad por antonomasia,
que alcanza cuando dice: “Mi boca dice la verdad”, y atacar el error contrario, al decir: “Pues
aborrezco los labios impíos”. En estas últimas palabras quiere mostrar el error contra la verdad
divina, que es contra la religión, llamada también “piedad”, de donde a su contrario le viene el
nombre de “impiedad”.

CAPÍTULO II
Lo que el autor intenta en esta obra

El estudio de la sabiduría es el más perfecto, sublime, provechoso y alegre de todos los


estudios humanos. Más perfecto realmente, porque el hombre pasee ya alguna parte de la
verdadera bienaventuranza, en la Medida con que se entrega al estudio de la sabiduría. Por eso
dice el Sabio: “Dichoso el hombre que medita la sabiduría”. Más sublime, porque principalmente
por él el hombre se asemeja a Dios, que “todo lo hizo sabiamente”, y porque la semejanza es
causa de amor, el estudio de la sabiduría une especialmente a Dios por amistad, y así se dice de
ella que es “para los hombres tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen partícipes
de la amistad divina”. Más útil, porque la sabiduría es camino para llegar a la inmortalidad: “El
deseo de la sabiduría conduce a reinar por siempre”. Y más alegre, finalmente, “porque no es
amarga su conversación ni dolorosa su convivencia, sino alegría y gozo”.
Tomando, pues, confianza de la piedad divina para proseguir el oficio de sabio, aunque
exceda a las propias fuerzas, nos proponemos la intención de manifestar, en cuanto nos sea
posible, la verdad que profesa la fe católica, eliminando los errores contrarios; porque,
sirviéndome de las palabras de San Hilario, “yo considero como el principal deber de mi vida
para con Dios esforzarme por que mi lengua y todos mis sentidos hablen de Él”.
Es difícil, por otra parte, proceder en particular contra cada uno de los errores, por dos
razones: en primer lugar, las afirmaciones, sacrílegas de los que erraron no nos son detalladamente
conocidas de modo que podamos sacar razones de sus mismas palabras para su refutación. Los
doctores antiguos usaron este método para refutar los errores de los gentiles. Porque, siendo ellos
gentiles o, al menos, conviviendo con ellos y conociendo con precisión su doctrina, podían tener
noticia exacta de sus opiniones. En segundo lugar, porque algunos de ellos, por ejemplo, los
mahometanos y paganos, no convienen con nosotros en admitir la autoridad de alguna parte de la
Sagrada Escritura, por la que pudieran ser convencidos, así como contra los judíos podemos
disputar por el Viejo Testamento, y contra los herejes por el Nuevo. Mas éstos no admiten ninguno
de los dos. Hemos de recurrir, pues, a la razón natural, que todos se ven obligados a aceptar, aun
cuando no tenga mucha fuerza en las cosas divinas.
En consecuencia, a la vez que investigamos una determinada verdad, expondremos los
errores que con ella se pueden rebatir, y cómo la verdad racional concuerda con la fe cristiana.

CAPÍTULO III
Si hay un modo posible de manifestar la verdad divina

No es único el modo de manifestar las diferentes clases de verdades. Dice el Filósofo, y


Boecio insinúa, que “es propio del hombre ordenado intentar apoderarse de la verdad solamente
en la medida que se lo permite la naturaleza de la cosa”. Primeramente, pues, debemos señalar
cuál sea el modo posible de manifestar la verdad propuesta.
Sobre lo que creemos de Dios hay una doble verdad. Hay ciertas verdades de Dios que
sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Otras

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hay que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia y la unidad de Dios; las
que incluso demostraron los filósofos guiados por la luz natural de la razón.
Es evidentísima, por otra parte, la existencia de verdades divinas que sobrepasan
absolutamente la capacidad de la razón humana. Como el principio del conocimiento de una cosa
determinada es la captación de su substancia, pues la “esencia”, dice el Filósofo, es el principio
de demostración, el modo con que sea entendida la substancia de un ser será también el modo de
todo lo que conozcamos de él. Si, pues, el entendimiento humano se apodera de la substancia de
una cosa, de la piedra, por ejemplo, o del triángulo, nada habrá inteligible en ella que exceda la
capacidad de la razón humana. Mas esto no se realiza con Dios. Porque el entendimiento humano
no puede llegar naturalmente hasta su substancia, ya que el conocimiento en esta vida tiene su
origen en los sentidos y, por lo tanto, lo que no cae bajo la actuación del sentido tiene
imposibilidad de ser aprehendido por el entendimiento humano, sino en tanto es deducido de lo
sensible. Mas los seres sensibles no contienen virtud suficiente para conducirnos a ver en ellos lo
que la substancia divina es, pues son efectos inadecuados a la virtud de la causa, aunque llevan
sin esfuerzo al conocimiento de que Dios existe y de otras verdades semejantes pertenecientes al
primer principio. Hay, en consecuencia, verdades divinas accesibles a la razón humana, y otras
que sobrepasan en absoluto su capacidad.
La graduación de entendimientos muestra fácilmente esta misma doctrina. Entre dos
personas, una de las cuales penetra más íntimamente que la otra en la verdad de un ser, aquella
cuyo entendimiento es más intenso capta facetas que la otra no puede aprehender: así sucede con
el rústico, que de ninguna manera puede conocer los argumentos sutiles de la filosofía. Ahora
bien, dista más el entendimiento angélico del entendimiento humano que el entendimiento de un
óptimo filósofo del entendimiento del ignorante más rudo, porque la distancia de éstos se
encuentra siempre dentro de los límites de la especie humana, sobre la cual está el entendimiento
angélico. Ciertamente, el ángel conoce a Dios por un efecto más noble que el hombre; su propia
substancia, por la cual el ángel viene naturalmente al conocimiento de Dios, es más digna que las
cosas sensibles, y aún más que la misma alma, mediante la cual el entendimiento humano se eleva
al conocimiento de Dios. Y mucho más que el angélico al entendimiento humano sobrepasa el
entendimiento divino al angélico. La capacidad del entendimiento divino es adecuada a su propia
substancia. Conoce perfectamente qué es y todo lo que tiene de inteligible. En cambio, el
entendimiento angélico no conoce naturalmente lo que Dios es, porque la misma substancia
angélica, camino que a Él conduce, es un efecto inadecuado a la virtualidad de la causa.
Naturalmente, pues, el ángel no puede conocer todo lo que Dios conoce de sí mismo, como
tampoco el hombre puede captar lo que el ángel con su virtud natural. Mucho más necio sería el
hombre si conociese como falso lo que, por ministerio de los ángeles, le ha sido revelado, con
excusa de que racionalmente no puede llegar a ello, que el ignorante juzgando falsas las
proposiciones de un filósofo por no poder comprenderlas.
Todavía aparece también esta verdad en las deficiencias que experimentamos a diario al
conocer las cosas. Ignoramos muchas propiedades de las cosas sensibles, y las más de las veces
no podemos hallar perfectamente las razones de las que aprehendemos con el sentido. Mucho más
difícil será, pues, a la razón humana descubrir toda la inteligibilidad de la substancia perfectísima
de Dios.
La afirmación del Filósofo está de acuerdo con lo expuesto, cuando asegura que “nuestro
entendimiento se halla con relación a los primeros principios de los seres, que son clarísimos en
la naturaleza, como el ojo de la lechuza respecto del sol”.
Y la Sagrada Escritura da también testimonio de esta verdad. En el libro de Job se dice:
“¿Crees tú poder sondear a Dios, llegar al fondo de su omnipotencia?” Y más adelante: “Mira: es

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Dios tan grande, que no le conocemos”. Y en San Pablo: “Al presente, nuestro conocimiento es
imperfectísimo”.
Por consiguiente, no se ha de rechazar sin más, como falso, todo lo que se afirma de Dios,
aunque la razón humana no pueda descubrirlo, como hicieron los maniqueos y muchos infieles.

CAPÍTULO IV
Propónese convenientemente a los hombres, para ser creída, la verdad divina, accesible a
la razón natural

Existiendo, pues, dos clases de verdades divinas, una de las cuales puede alcanzar con su
esfuerzo la razón y otra que sobrepasa toda su capacidad, ambas se proponen convenientemente
al hombre para ser creídas por inspiración divina. Mas nos ocuparemos en primer lugar de las
verdades que son accesibles a la razón, no sea que alguien crea inútil el proponer por inspiración
sobrenatural lo que la razón puede alcanzar.
Si se abandonase al esfuerzo de la sola razón el descubrimiento de estas verdades, se
seguirían tres inconvenientes. El primero, que muy pocos hombres conocerían a Dios. Hay
muchos imposibilitados para hallar la verdad, que es fruto de una diligente investigación, por tres
causas: algunos por la mala complexión fisiológica, que les indispone naturalmente para conocer;
de ninguna manera llegaran éstos al sumo grado del saber humano, que es conocer a Dios. Otros
se hallan impedidos por el cuidado de los bienes familiares. Es necesario que entre los hombres
haya algunos que se dediquen a la administración de los bienes temporales, y éstos no pueden
dedicar a la investigación todo el tiempo requerido para llegar a la suma dignidad del saber
humano consistente en el conocimiento de Dios. La pereza es también un impedimento para otros.
Es preciso saber de antemano otras cosas, para apoderarse de lo que la razón puede inquirir de
Dios; porque precisamente el estudio de la filosofía se ordena al conocimiento de Dios; por eso
la metafísica, que se ocupa de lo divino, es la última parte que se enseña de la filosofía. Así, pues,
no se puede llegar al conocimiento de dicha verdad sino a fuerza de intensa labor investigadora,
y ciertamente son muy pocos los que quieren sufrir este trabajo por amor de la ciencia, a pesar de
que Dios ha insertado en el alma de los hombres el deseo de esta verdad.
El segundo inconveniente es que los que llegan a apoderarse de dicha verdad lo hacen con
dificultad y después de mucho tiempo, ya que, por su misma profundidad, el entendimiento
humano no es idóneo para apoderarse racionalmente de ella sino después de largo ejercicio; o
bien por lo mucho que se requiere saber de antemano, como se dijo, y, además, porque en el
tiempo de la juventud el alma, “que se hace prudente y sabia en la quietud”, como se dice en el
VII de los “Físicos”, está sujeta al vaivén de los movimientos pasionales y no está en condiciones
para conocer tan alta verdad. La humanidad, por consiguiente, permanecería inmersa en medio
de grandes tinieblas de ignorancia, si para llegar a Dios sólo tuviera expedita la vía racional, ya
que el conocimiento de Dios, que hace a los hombres perfectos y buenos en sumo grado, lo
verificarían únicamente algunos pocos, y éstos después de mucho tiempo.
El tercer inconveniente es que, por la misma debilidad de nuestro entendimiento para
discernir y por la confusión de fantasmas, las más de las veces el error se mezcla en la
investigación racional, y, por tanto, para muchos serían dudosas verdades que realmente están
demostradas, ya que ignoran la fuerza de la demostración, y principalmente viendo que los
mismos sabios enseñan verdades contrarias. Por otra parte, entre muchas verdades demostradas
se introduce de vez en cuando algo falso que no se demuestra, sino que se acepta por una razón
probable o sofística, reputada como verdadera demostración. Por esto fue necesario presentar a
los hombres, por vía de fe, una certeza fija y una verdad pura de las cosas divinas.

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La divina clemencia proveyó, pues, saludablemente al mandar aceptar como de fe verdades
que la razón puede descubrir, para que todos puedan participar fácilmente del conocimiento de lo
divino sin ninguna duda o error.
En este sentido se afirma en la Epístola a los de Éfeso: “Os digo, pues, y os exhorto en el
Señor a que no viváis como los gentiles, en la vacuidad de sus pensamientos, obscurecida la
razón”. Y en Isaías: “Todos tus hijos serán adoctrinados por el Señor”.

CAPÍTULO V
Las verdades que la razón no puede investigar propónense convenientemente a los
hombres por la fe para que las crean

Creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz
de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza. Hemos de
probar por ello que también es necesaria al hombre la donación por vía de fe de las verdades que
superan la razón. En efecto, nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de
antemano conocido. Y porque los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien
más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida Bcomo estudiaremos más
adelanteB, es necesario presentar al alma un bien superior, que trascienda las posibilidades
actuales de la razón, para que aprenda a desear y diligentemente tender a lo que está totalmente
sobre la presente vida. Y esto pertenece únicamente a la religión cristiana, que nos ofrece
especialmente los bienes espirituales y eternos; por eso en ella se proponen verdades que superan
a la investigación racional. La ley antigua, en cambio, que prometía bienes temporales, expuso
muy pocas verdades no accesibles a la razón natural. En este sentido, se esforzaron por conducir
a los hombres de los deleites sensibles a la honestidad, por enseñar que hay bienes superiores a
los sensibles, cuyo sabor, mucho más suave, únicamente lo gozan los virtuosos.
Es también necesaria la fe en estas verdades para tener un conocimiento más veraz de Dios.
Únicamente poseeremos un conocimiento verdadero de Dios cuando creamos que está sobre todo
lo que podemos pensar de Él, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del
hombre, como más arriba se dijo. Porque el hecho de que se proponga como de fe alguna verdad
divina trascendente le afirma en el convencimiento de que Dios está por encima de lo que puede
pensar.
La represión del orgullo, origen de errores, nos indica una nueva utilidad. Hay algunos que,
engreídos con la agudeza de su ingenio, creen que pueden abarcar toda la naturaleza de un ser, y
piensan que es verdadero todo lo que ellos ven y falso lo que no ven. Para librar, pues, al alma
humana de esta presunción y hacerla venir a una humilde investigación de la verdad, fue necesario
que se propusieran al hombre, por ministerio divino, ciertas verdades que excedieran plenamente
la capacidad de su entendimiento.
Otra razón de utilidad hay en lo dicho por el Filósofo en el X de los “Éticos”: Cierto
Simónides, queriendo persuadir al hombre a abandonar el estudio de lo divino y a aplicarse a las
cosas humanas, decía que “al hombre le estaba bien conocer lo humano y al mortal lo mortal”. Y
Aristóteles argumentaba contra él de esta manera: “El hombre debe entregarse, en la medida que
le sea posible, al estudio de las verdades inmortales y divinas”. Por eso en el XI “De los animales”
dice que, aunque sea muy poco lo que captamos de las substancias superiores, este poco es más
amado y deseado que todo el conocimiento de las substancias inferiores. Si al proponer, por
ejemplo, cuestiones sobre los cuerpos celestes Bdice también en el II “Del cielo y del mundo”B
son éstas resueltas, aunque sea por una pequeña hipótesis, sienten los discípulos una gran
satisfacción. Todo esto demuestra que, aunque sea imperfecto el conocimiento de las substancias
superiores, confiere al alma una gran perfección, y, por lo tanto, la razón humana se perfecciona

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si, a lo menos, posee de alguna manera por la fe lo que no puede comprender por estar fuera de
sus posibilidades naturales.
A este propósito se dice en el Eclesiástico: “Se te han manifestado muchas cosas que están
por encima del conocimiento humano”. Y en la Epístola a los de Corinto: “Las cosas de Dios
nadie las conoce sino el Espíritu de Dios; pero Dios nos las ha revelado por su espíritu”.

CAPÍTULO VI
Asentir a las verdades de fe, aunque estén sobre la razón, no es señal de ligereza

Los que asienten por la fe a estas verdades “que la razón humana no experimenta”, no creen
a la ligera, “como siguiendo ingeniosas fábulas”, como se dice en la II de San Pedro. La divina
Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres “sus propios
secretos” y manifestó su presencia y la verdad de doctrina y de inspiración con señales claras,
dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder
de toda la naturaleza. Tales son: la curación milagrosa de enfermedades, la resurrección de los
muertos, la maravillosa mutación de los cuerpos celestes y, lo que es más admirable, la inspiración
de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y simples, llenos del Espíritu
Santo, consiguieron en un instante la máxima sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la
eficacia de esta prueba, una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de
hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa
de deleites, sino en medio de grandes tormentos, en donde se da a conocer lo que está sobre todo
entendimiento humano, y se coartan los deseos de la carne, y se estima todo lo que el mundo
desprecia. Es el mayor de los milagros y obra manifiesta de la inspiración divina el que el alma
humana asienta a estas verdades, deseando únicamente los bienes espirituales y despreciando lo
sensible. Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo
manifiestan muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en gran veneración como
portadores del testimonio de nuestra fe, el que Dios predijo que así se realizaría.
A esta manera de confirmación se refiere la Epístola a los Hebreos: “Habiendo comenzado
a ser promulgada por el Señor”, o sea, la doctrina de salvación, “fue entre nosotros confirmada
por los que la oyeron, atestiguándolo Dios con señales y prodigios y diversos dones del Espíritu
Santo”.
Esta conversión tan admirable del mundo a la fe cristiana es indicio ciertísimo de los
prodigios pretéritos, que no es necesario repetir de nuevo, pues son evidentes en su mismo efecto.
Sería el más admirable de los milagros que el mundo fuera inducido por los hombres sencillos y
vulgares a creer verdades tan arduas, obrar cosas tan difíciles y esperar cosas tan altas sin señal
alguna. En verdad, Dios no cesa aun en nuestros días de realizar milagros por medio de sus santos
en confirmación de la fe.
Siguieron, en cambio, un camino contrario los fundadores de falsas sectas. Así sucede con
Mahoma, que sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita
la misma concupiscencia. En conformidad con las promesas, les dio sus preceptos, que los
hombres carnales son prontos a obedecer, soltando las riendas al deleite de la carne. No presentó
más testimonios de verdad que los que fácilmente y por cualquiera medianamente sabio pueden
ser conocidos con sólo la capacidad natural. Introdujo entre lo verdadero muchas fábulas y
falsísimas doctrinas. No adujo prodigios sobrenaturales, único testimonio adecuado de
inspiración divina, ya que las obras sensibles, que no pueden ser más que divinas, manifiestan
que el maestro de la verdad está interiormente inspirado. En cambio, afirmó que era enviado por
las armas, señales que no faltan a los ladrones y tiranos. Más aún, ya desde el principio, no le
creyeron los hombres sabios, conocedores de las cosas divinas y humanas, sino gente incivilizada,

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habitantes del desierto, ignorantes totalmente de lo divino, con cuyas huestes obligó a otros, por
la violencia de las armas, a admitir su ley. Ningún oráculo divino de los profetas que le
precedieron da testimonio de él; antes bien, desfigura totalmente los documentos del Antiguo y
Nuevo Testamento, haciéndolos un relato fabuloso, como se ve en sus escritos. Por esto prohibió
astutamente a sus secuaces la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, para que no
fueran convencidos por ellos de su falsedad. Y así, dando fe a sus palabras, creen con facilidad.

CAPÍTULO VII
LA VERDAD RACIONAL NO CONTRARÍA A LA VERDAD DE LA FE CRISTIANA

Aunque la citada verdad de la fe cristiana exceda la capacidad de la razón humana, no por


eso las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe. Lo naturalmente innato en la razón
es tan verdadero, que no hay posibilidad de pensar en su falsedad. Y menos aún es lícito creer
falso o, que poseemos por la fe, ya que ha sido confirmado tan evidentemente por Dios. Luego
como solamente lo falso es contrario a lo verdadero, como claramente prueban sus mismas
definiciones, no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios I a la verdad de
la fe.
Lo que el maestro infunde en el alma del discípulo es la ciencia del doctor, a no ser que
enseñe con engaño lo que no es lícito afirmar de Dios. El conocimiento natural de los Primeros
principios ha sido infundido por Dios en nosotros, ya que Él es autor de nuestra naturaleza. La
Sabiduría divina contiene, por tanto, estos primeros principios. Luego todo lo que esté contra ellos
está también contra la sabiduría divina. Esto no es posible de Dios. En consecuencia, las verdades
que poseemos por revelación divina no pueden ser contrarias al conocimiento natural.
Nuestro entendimiento no puede alcanzar el conocimiento de la verdad cuando está sujeto
por razones contrarias. Si Dios infundiera los conocimientos contrarios, nuestro entendimiento se
encontraría impedido para la captación de la verdad. Esto no es posible en Dios. Permaneciendo
intacta la naturaleza, no puede ser cambiado lo natural; y es imposible que haya a la vez en un
mismo sujeto opiniones contrarias de una misma cosa. Dios no infunde, por tanto, en el hombre
una certeza o fe contraria al conocimiento natural.
Por esto dice el Apóstol: “Cerca de ti está la palabra, en tu boca, en tu corazón, esto es, la
palabra de la fe que predicamos”. Pero porque está sobre la razón es tenida por muchos como
contraria. Y esto no es posible.
También la autoridad de San Agustín está de acuerdo con lo dicho: “Lo que la verdad
descubre, de ninguna manera puede ser contrario a los libros del Viejo y del Nuevo Testamento”.
De todo esto se deduce claramente que cualesquiera argumentos que se esgriman contra
los documentos de la fe no pueden rectamente proceder de los primeros principios innatos,
conocidos por sí mismos. No tienen fuerza demostrativa, sino que son razones probables o
sofísticas. Y esto sólo da lugar a deshacerlos.

CAPÍTULO VII
Relación de la razón humana con la verdad de la fe

Hay que notar que las cosas sensibles, principio del conocimiento racional, tienen algún
vestigio de imitación divina, tan imperfecta, sin embargo, que son totalmente insuficientes para
darnos a conocer la substancia del mismo Dios. Como el agente produce algo semejante a sí
mismo, los efectos tienen, a su manera, la semejanza de las causas; pero no siempre llega el efecto
a asemejarse perfectamente a su agente. Según esto, para conocer la verdad de fe, que sólo es
evidente a los que ven la substancia divina, la razón ha de valerse de ciertas semejanzas, que son

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insuficientes para hacer comprender de una manera demostrativa y evidente dicha razón. Es
provechoso, sin embargo, que la mente humana se ejercite en estas razones tan débiles, con tal de
que no presuma comprenderlas y demostrarlas, porque es agradabilísimo, como ya se dijo (c. 5),
captar algo de las cosas altísimas, aunque sea por una pequeña y débil razón.
Está de acuerdo con esto la autoridad de San Hilario, quien dice: “Comienza creyendo esto,
progresa, persiste; aunque sepa que nunca he de llegar, me alegraré, no obstante, de haber
progresado. Quien devotamente va en pos de lo infinito, aunque nunca le dé alcance, siempre, sin
embargo, avanzará en su prosecución. Pero no te entrometas en tal misterio ni te abismes en el
arcano de lo que es sin principio, presumiendo dar con el fondo de la inteligencia, pues has de
saber que hay cesas incomprensibles”.

CAPÍTULO IX
Orden y plan que se ha de seguir en esta obra

Es evidente, por lo dicho, que la intención del sabio debe versar sobre la doble verdad de
lo divino y la destrucción de los errores contrarios. Una de estas verdades puede ser investigada
por la razón, pero la otra está sobre toda su capacidad. Y digo una doble verdad de lo divino, no
mirando a Dios, que es verdad una y simple, sino atendiendo a nuestro entendimiento, que se
encuentra en diversa situación respecto a las verdades divinas.
Para exponer la primera clase de verdades se ha de proceder por razones demostrativas que
puedan convencer al adversario. Pero, como es imposible hallar estas razones para la otra clase
de verdades, no se debe intentar convencer al adversario con razones, sino resolver sus objeciones
contra la verdad, ya que la razón natural, como quedó probado (c. 7), no puede contradecir a la
verdad de fe. La única manera de convencer al adversario que niega esta verdad es por la autoridad
de la Escritura, confirmada por los milagros; porque lo que está sobre la razón humana no lo
creemos si Dios no lo revela. Sin embargo, para la exposición de esta verdad se han de traer
algunas razones verosímiles, para ejercicio y satisfacción de los fieles, no para convencer a los
contrarios, porque la misma insuficiencia de las razones los confirmaría más en su error, al pensar
que nuestro consentimiento a las verdades de fe se apoya en razones tan débiles.
Queriendo proceder, pues, de la manera indicada, nos esforzaremos por evidenciar la
verdad que profesa la fe y la razón investiga, invocando razones ciertas y probables, algunas de
las cuales recogeremos de los libros de los santos y filósofos, destinadas a confirmar la verdad y
convencer al adversario. Después, procediendo de lo más a lo menos conocido, pasaremos a
exponer la verdad que supera a la razón (l. 4), resolviendo las objeciones de los contrarios y
estableciendo, ayudados por Dios, la verdad de fe con razones probables y de autoridad.
Pues bien, lo primero que se nos presenta al querer investigar por vía racional lo que la
inteligencia humana puede descubrir de Dios, es examinar qué le conviene como tal (l. 1); a
continuación, cómo las criaturas proceden de Él (l. 2), y en tercer lugar, la relación de fin que con
Él tienen (l. 3).
Por lo que respecta a lo que conviene a Dios como tal, es necesario establecer, como
fundamento de toda la obra, que Dios existe. Sin ello, toda disertación sobre las cosas divinas es
inútil.

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