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Ideal del yo y superyó como herederos del

Complejo de Edipo
Freud planteó en 1924 que el Edipo es el fenómeno central de la sexualidad infantil. Lacan trabajó y reformuló estas
conceptualizaciones freudianas. ¿Cuál es la relación entre el Edipo y las instancias del Ideal del yo y el superyó? El
autor de este texto plantea la hipótesis de que lo que se encuentra en el origen del superyó, en la declinación del
complejo de Edipo, es el descubrimiento por parte del sujeto de la privación paterna, distinta del padre idealizado. A
partir de estas ideas, prosigue una reflexión iniciada en artículos previos sobre la incidencia clínica de estas instancias,
soportada en recortes clínicos y que interroga nuestras concepciones acerca de la dirección de la cura.
I.         La declinación del Complejo Pde Edipo y el Ideal del yo
 
Freud planteó en 1924 que el Edipo es el fenómeno central de la sexualidad infantil. La anatomía
determina distintos destinos para el niño y la niña. En el niño el Edipo sucumbe ante la amenaza de
castración, dado que el mismo, ante la amenaza, renuncia a la madre para preservar sus genitales. En la
niña, en cambio, el descubrimiento de su castración determina la entrada al Edipo, ya que pone fin a la
vinculación primitiva con la madre y la dirige al padre, de quien esperará el falo del que se encuentra
privada.
En el niño, la amenaza de castración determina que el Edipo sea no sólo reprimido, sino completamente
destruido, quedando el superyó como su heredero. Éste se forma por la introyección de la autoridad
paterna, que perpetúa la prohibición del incesto y evita el resurgimiento de las cargas libidinales de
objeto. En la niña, falta un motivo análogo al del niño para la represión del Edipo. La declinación del
mismo y la formación del superyó se producen en la niña por temor a la pérdida del amor de los padres.
Lacan trabajó y reformuló estas conceptualizaciones freudianas. En el Seminario 5 abordó el Edipo a
través de tres tiempos. En dichas clases, Lacan no hizo referencias al superyó como heredero del complejo
de Edipo. Por el contrario, puso en primer plano, a la salida del mismo, la formación del Ideal del yo.
En el primer tiempo el niño intenta ser el objeto de deseo de su madre. El niño busca ubicar lo que ella
desea, identificándose en espejo con el falo. Dice Lacan que el padre ya interviene simbólicamente en este
primer tiempo, aunque no sea captado por el niño.
El segundo tiempo se caracteriza por la intervención de la Ley del padre, que promulga la prohibición del
incesto. De este modo, el niño es despojado del lugar del falo materno por la Ley paterna, dando lugar a
la castración. El padre interviene en este caso en tanto Nombre del Padre. El Nombre del Padre, el padre
simbólico, es el significante que en el Otro autoriza la Ley. Pero, por otro lado, el padre intervendrá
imaginariamente como privador de la madre. El padre imaginario es el padre terrible, omnipotente, que
priva a la madre del falo. Por último, debemos suponer la intervención del padre real, en tanto el mismo
será soporte tanto de la función de la Ley a la que dará cuerpo, como de la imagen terrible del privador.
El tercer tiempo se caracteriza por la intervención del padre en tanto dador. Es el padre en tanto tiene el
falo, tiene aquello que desea la madre, y en tanto lo tiene puede darlo. En este tiempo el padre se hace
preferir a la madre, es un padre potente. En el tercer tiempo, el padre es interiorizado en el sujeto, dando
lugar al Ideal del yo. Se trata, para el niño, de identificarse al padre en tanto que tiene el falo y, para la
niña, de reconocer al hombre como quien lo posee. De este modo, la asunción de su sexo por parte del
sujeto forma parte del Ideal del yo y es consecuencia del Edipo.
En una clase posterior del Seminario 5, Lacan ubica el Ideal del yo como la identificación a un rasgo
significante paterno. El sujeto se reviste con las insignias del padre. Es así que una histérica puede decir
“toso como mi padre”, identificándose a ese rasgo. El sujeto puede leer en los rasgos paternos cuál es el
deseo de la madre (el deseo de la madre por el padre) y se reviste de esos rasgos significantes. La
formación del Ideal del yo tiene un carácter metafórico. La metáfora paterna consiste en poner al padre,
en tanto significante, en el lugar de lo que se simbolizó del enigma del deseo de la madre.
Creo necesario, en este punto, introducir algunas precisiones sobre la intervención del padre en el Edipo.
Debemos distinguir dos dimensiones: el padre en tanto operador de la estructura y el modo en que esta
función se pone en juego en el entramado edípico revestida por el personaje paterno. El padre en tanto
operador es entonces distinto de sus versiones neuróticas, aunque se encuentre necesariamente ligado a
ellas. Del lado del padre como operador de la estructura ubicamos al Nombre del Padre, que corresponde
al padre simbólico. El padre en esta dimensión es el significante que instaura en el Otro la Ley, dando
lugar a la castración. Es, por otro lado, en la metáfora paterna, un significante que sustituye al significante
del Deseo de la Madre, permitiendo el surgimiento de la significación fálica.

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Hacer hincapié en la dimensión simbólica del padre permite a Lacan, en el Seminario 5, diferenciarse del
punto de vista ambientalista, que pensaba la instancia paterna a partir de las características de la persona
del padre. Lacan se opone a esto, planteando que el padre es un significante y que sólo a nivel del
significante puede ubicarse su carencia. Esto le permite ubicar diferencialmente a la neurosis y a la
psicosis de acuerdo a la inscripción o no del operador del Nombre del Padre.
Del lado del personaje paterno, podemos ubicar en el Edipo al padre imaginario. Ubicamos así al padre
terrible, privador, del segundo tiempo y al padre potente y dador del tercero. Cabe resaltar que ambos,
tanto el padre privador como el padre dador, son figuras idealizadas, son padres completos, ya sea en su
versión terrible o amable. Mientras el Nombre del Padre constituye una invariante dentro de la neurosis,
el  personaje paterno adquiere diversas formas, de acuerdo a la versión neurótica del padre que cada
sujeto constituye. Mientras que la inscripción o no del Nombre del Padre dará cuenta de la neurosis o de la
psicosis, la versión del padre particular del sujeto tendrá efectos en la subjetividad de cada neurótico.
El historial de Juanito, que Lacan había trabajado el año anterior, resulta ilustrativo de esta temática.
Juanito se encuentra atrapado en la trampa del deseo materno, la imposibilidad de satisfacer a la madre lo
enfrenta al riesgo de ser devorado por la misma. Se encuentra en el primer momento del Edipo. Es la
castración la que podría sacarlo de esta trampa, al separarlo de la madre (segundo tiempo), evidenciando
que es el padre quien tiene el falo (tercer tiempo).
El problema de Juanito consiste en que algo de la castración no puede realizarse por una carencia paterna.
¿De qué carencia se trata? ¿Se trata de la ausencia del Nombre del Padre? Lacan ubica más bien la
carencia a nivel del padre real, diciendo que el padre real no puede dar cuerpo a la castración. La
castración necesita para ponerse en juego del padre real, quien deberá ser soporte del padre simbólico en
el Edipo. Por otro lado, es bajo la forma del padre imaginario, el padre terrible, como será percibido el
padre en tanto castrador. El padre de Juanito se empecina en no castrar, no le dicta la Ley a la madre, no
está celoso ni se enoja. Tampoco aparece, por otro lado, como quien tiene el falo que desea la madre.
Esto complica la simbolización del Edipo. Podemos concluir entonces que la carencia del padre en Juanito
no consiste en que el padre como operador de la estructura esté ausente. No podríamos hablar por lo
tanto de forclusión del Nombre del Padre.
La carencia parecería estar más bien en el padre en tanto personaje real que debe dar cuerpo a esta
función en el complejo de Edipo. Faltan tanto el padre terrible y omnipotente que priva a la madre en el
segundo tiempo, como el padre potente que tiene el falo y puede donarlo del tercero. En ambos casos el
padre no aparece en un lugar idealizado sino carente. Esta carencia del personaje paterno no implica
necesariamente la ausencia de la función del Nombre del Padre, que es un significante inscripto en el
tesoro significante del sujeto. ¿Qué implicancias tiene esta carencia del padre a nivel imaginario?

EL GOCE DEL SUPER YO


Introducción:
Hacemos teorías, o fantaseamos, incluso deliramos a veces, en el intento de hacer entrar en razón, a aquello que se
presenta en la experiencia del análisis, lo que se dice y lo que no, ese imposible estructural, con el que nos confrontamos
en nuestra práctica como analistas. El psicoanálisis no se reduce al campo de la palabra y del lenguaje. Tanto Freud
como Lacan se encontraron con lo que escapa al decir y dieron razones de ello. La importancia del concepto de pulsión
en la obra de Freud y los avatares de su teoría pulsional, tanto como el concepto de goce en la enseñanza de Lacan,
ponen de manifiesto que un análisis no transcurre sólo en las vías del significante y del deseo. El inconsciente, sinónimo
de lo reprimido en Freud o el inconsciente estructurado como un lenguaje de Lacan, encuentran su límite y propician
virajes teóricos que surgen e inciden en la práctica del análisis
El presente trabajo se propone realizar un recorrido que tomará como eje las particularidades del concepto del Superyo,
teniendo presente que el Superyo, anuda castración, significante y goce, abordaremos sus coordenadas fundamentales.
“El goce”, los goces…
A partir de ubicar todo lo concerniente al campo del goce, Lacan subvierte algunas de las consideraciones que había
producido al inicio de su enseñanza. Alrededor del campo del lenguaje y ubicando la función de la palabra, explorando el
concepto de deseo, como deseo del Otro, Lacan desarrollaba la idea de un inconsciente articulado al significante y sus
leyes. Así, el síntoma quedaba conceptualizado más bien en torno a su estructura metafórica y entonces, interpretable.
Pero el síntoma muestra resistir a esta reducción, hace presente la consistencia de algo que es heterogéneo al campo

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del significante y que supone una satisfacción. Beneficio paradojal y primario, a contrapelo del bienestar y más allá del
campo del placer. El goce da cuenta de la vertiente de satisfacción que el síntoma conlleva, de un inconsciente más
ligado a lo real que a lo simbólico, de ese inconsciente que no charla ni desliza, sino que, más bien, hace presente
silencio e inercia, es decir, a la pulsión. Grano de arena según Freud, goce que el síntoma conlleva y que intentaremos en
el presente trabajo, articular con el goce propio del superyo. Si el deseo del que Lacan nos habló al inicio de su
enseñanza, estaba articulado al campo del Otro, a la cadena significante y su posible articulación, el goce, en cambio,
permitirá ubicar algo de otro orden. Goce no dialectizable, no coordinado al Otro y que acontece al cuerpo.
“El Goce” está perdido por la mortificación que produce el significante, es decir, la entrada en el lenguaje. El significante
introduce una separación entre goce y cuerpo. Alienación simbólica, incorporación (o corporización) de lalengua. Es aquí
donde podríamos ubicar el trauma, en esta intrusión del Otro primordial, permitida por el desvalimiento del sujeto, que
deja una marca, inaprensible pero eficaz. Otro, que tanto pone en juego la dimensión del cuerpo como así también del
lenguaje. Trauma que señala un punto de imposibilidad estructural, la pérdida de “El goce” que es originaria y fundante.
Tiempo mítico de entrada en el lenguaje.
Hay una pérdida originaria de Goce, que define un agujero, una falla fundante a nivel del hablanteser. “El Goce”, del
viviente, de la complementariedad, del todo, de “La relación sexual”, está excluido, pero no lo están, de diversas formas,
los goces, recuperos, plus, restos que se presentan de diversos modos. “El goce” está excluido, pero “los goces” se hacen
presentes.
En este punto, podría pensarse que la vertiente del deseo parece más bien un modo de defensa frente al goce, una
barrera que el significante produce contra el goce, traumático, disruptivo, perturbador. En Freud lo encontramos
conceptualizado a nivel de la anárquica satisfacción de las pulsiones parciales. Lacan define a la pulsión como el eco en
el cuerpo de que hay un decir. Eco de un goce que subsiste de esa castración o pérdida original, operación, que separa,
fragmenta, agujerea. Una pérdida originaria que, como huella, surco, se presta bien a ser taponada, revestida, de
diversas maneras. Aquí podríamos ubicar el concepto de objeto a y las diferentes formas en que se corporiza.
Articulado al campo del deseo, como efecto de la operación metaforizadora del Significante del Nombre del Padre,
tenemos un goce que entra en la horma fálica. Un goce que se encarrila por la norma del Edipo. La ley del padre, que vía
el complejo de castración le da un tratamiento a esa otra castación primera, que ubicamos en el nivel de la captura
alienante del lenguaje. La Metáfora Paterna, opera con efectos legislantes sobre el goce. El Falo implica una captura y un
ordenamiento del campo del goce. Estaremos entonces en la Carretera de un Goce civilizado por la maquinaria del
Edipo. Goce que por este camino funciona articulado al fantasma, dormitivo, que lo enmarca y soporta. Sabemos de ello
en la Neurosis y ubicamos lo que testimonia la falla de esta operación a nivel de la estructura en la Psicosis, que pone en
evidencia, a cielo abierto, lo que retorna desde lo real, lo que no se encauzó, por los carriles metaforizadores del
significante. Irrupción del significante suelto, exiliado de su patria, presentificación de un goce que invade en múltiples
fenómenos corporales.
Pero, es preciso ubicar que, aún en la Neurosis donde se constituye una carretera fálica no todo el goce se encauza, se
limita y se nombra fálicamente. Subsiste un goce que resiste a la normalidad edípica, a la Ley del padre. Resto o residuo
que evidencia la presencia de un goce no atemperado, que no desliza en las diversas formaciones del inconsciente, en la
dialéctica de la cadena significante. Resto de goce que la operación de la castración misma engendra. Es aquí donde
podremos ubicar el goce del Superyo.
Goce del Superyo
Partamos en principio de situar algunas paradojas de su teorización en la obra freudiana: el Superyo es “heredero del
Complejo de Edipo” y es “abogado del Ello”, definiciones que dan cuenta, por un lado, de la cara mesurada ligada al
ideal y por otro, de la cara aniquilante y cruel de esta instancia.
El Superyo entonces, es heredero del Edipo, pero no en su cara normativizante. Podríamos decir, no hereda del Padre su
ley sino su voz.
En “Tótem y Tabú” Freud trabaja la introducción de otra cara del Edipo. Los hijos que unidos asesinan al padre y lo
devoran. Punto que marca la incorporación del padre con su total ambivalencia. Ser y no ser como el padre. Admirarlo y
odiarlo. Vuelta contra sí mismo de una prohibición que en vida ejerció el padre y que ahora cada quien ha incorporado

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para sí. Se incorpora pero no termina de digerirse, ley del padre que vale como propia pero subsiste como ajena. El
Superyo es correlato de la ley del padre muerto, pero hace presente su revés, su resto vivo.
Es la cara oscura del Superyo, que en tanto eco pulsional inasimilable se hace oír imperativamente. Se trata de la
insensatez de un goce no civilizado por la metaforización paterna, no articulado al campo del deseo.
Lacan le da relevancia conceptual a esty cara pulsional del Superyo de Freud y acentúa una distinción más nítida con el
Ideal del Yo y sus funciones.
“El Superyo estampa en el hombre el sello de su relación con el significante” afirma Lacan en el Seminario IV (6/03/1957).
Se trata como vemos de la vertiente del significante que traumatiza, de la incorporación del lenguaje que hace división
en el sujeto. El Superyo permite ubicar ese saldo residual que deja a nivel de la subjetividad la castración, que marca la
captura del lenguaje, en tanto supone la pérdida de un Goce que será siempre mítico e imposible pero que se hará
presente para cada quien irrumpiendo de diversas formas. “A lo que hay que atenerse es a que el goce está prohibido a
quien habla como tal, o también, que no puede decirse sino entre líneas, para cualquiera que sea sujeto de la ley, puesto
que La ley misma se funda en esta prohibición”. (Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente, 1960,
pag. 801).
Lacan desarrolla a partir del Seminario X, la conceptualización del saldo real que deja la operación de constitución del
sujeto en el campo del Otro. El objeto a en sus dos vertientes, en tanto presencia real y angustiosa, allí donde falta la
falta, o como objeto causa de deseo, incluido en la escena fantasmática. Se trata de este objeto singular, que como un
postizo tapona a la vez que señala una falta a nivel de la estructura, a nivel del Otro. Para Lacan la raíz del Superyo
puede ser ubicada en esta íntima relación entre el significante y la pulsión, en esa palabra desprendida del Otro, que
hace cuerpo en tanto voz, una de las formas del objeto a.
La voz como un objeto ajeno pero íntimo, se trata de la voz como aquello que resuena en el punto mismo de la
inconsistencia del Otro. Objeto irrepresentable pero que viene al lugar mismo de la referencia perdida.
Es porque hay falta que surge el grito, el llamado. Recordemos las consideraciones freudianas alrededor de la
experiencia de satisfacción. Esto que abre el circuito de la demanda y el deseo pero que señala el mismísimo punto en
que la Voz resuena rellenado una falta
Nótese también, que voz y palabra se articulan pero no coinciden. Podríamos decir más, el mandato de la voz superyoica
es algo diferente al campo de los mandamientos de la palabra. Dejamos este punto planteado para posteriores
consideraciones del tema y sus incidencias clínicas
El Superyo hace consistir a un Otro imperativo, completo. Otro cuya falta es completada por la voz. “…Es propio de la
estructura del Otro constituir cierto vacío, el vacío de su falta de garantía… Ahora bien, es en ese vacío que la voz (…)
resuena. La voz de que se trata es la voz en cuanto imperativa…” (Lacan 5/6/63).
La voz del Superyo que dice “¡Goza!”, Señala un punto de falla en lo simbólico donde resuena la voz. El Superyo empuja
a un goce oscuro, paradojal, que pone en primer plano, la división del sujeto contra sí mismo. Imperativo de gozar en
referencia a un imposible de Goce.
“En efecto, aun si la ley ordenase goza, el sujeto solo podría contestar un oigo, donde el goce ya no estaría sino
sobreentendido”. (Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente, 1960, pag. 801)
Para finalizar, diremos que el Superyo es solidario del inconsciente, pero no de sus formaciones, que suponen
deslizamientos, sustituciones, sorpresas, es decir, del inconsciente palabrero y su ley. Formaciones del inconsciente que
implican un goce articulado al campo del deseo y del Otro, goce repetitivo, viscoso, enmarcado por el fantasma.
El Superyo está articulado al más allá y la pulsión de muerte, a la satisfacción masoquista, al goce que resiste en la cura
como reacción terapéutica negativa. Pone en evidencia la presencia de lo real de un goce no enmarcado por fantasma,
que no mueve al trabajo del inconsciente e incluso, que evidencia su rechazo.

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