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El feminismo en España, además de muchos otros fenómenos sociales, ha seguido con

cierto retraso la estela europea. Durante el s.XVIII, correlativamente a las revoluciones


industriales y la explosión demográfica, se comienza a manifestar en los países
europeos más industrializados la necesidad de que la mujer acceda a la educación y a la
esfera laboral. Pero sin duda esto respondió más a motivos económicos (rentabilidad del
disciplinamiento de más cuerpos para fijarlos al circuito de producción) que de igualdad
o justicia social. Hubo que esperar hasta el s.XIX europeo, con el conocido movimiento
sufragista, para una reclamación de los derechos de las mujeres por motivos de justicia
y/o igualdad. En España, sin embargo, tardaría todavía más en emerger algo así como
un feminismo organizado políticamente. Y esto por cuestiones económicas, como el
lento proceso de industrialización española respecto a otros países como Francia o
Inglaterra, que hacía menos urgente la incorporación de la mujer a la esfera productiva
(y que podía por tanto seguir recluida en el hogar, donde desempañaba las labores
reproductivas y afectivas). Pero tambien por cuestiones ideológicas, como el hecho de
que entonces en la Europa del norte, que en términos generales era más protestantista y
liberal, había una cultura del esfuerzo y el trabajo más arraigadas, mientras que en
España imperaba un catolicismo de corte conservador que retrasó bastante el proceso de
ilustración. Fue de hecho en Cataluña, comunidad española con una industrialización
más precoz, donde antes comenzó la mujer a trascender la esfera privada del hogar.

En general se puede decir que en España la situación social y jurídica de la mujer antes
de la Segunda República era bastante deplorable (aunque ya afloraban instituciones
como la Institución Libre de Enseñanza o la Asociación para la Enseñanza de la Mujer,
que mejorarían relativamente la concepción y situación de la mujer), pues seguían
vigentes códigos civiles de orden napoleónico que infantilizaban a la mujer durante toda
su vida (tanto que necesitaba la autorización de un hombre de la familia para
prácticamente cualquier cosa). Todos los avances en materia social y jurídica que hizo
la Segunda República relativas a la situación de las mujeres (tales como el derecho al
voto, al divorcio, o la abolición de la prostitución) se vieron suspendidos durante el
franquismo. Este periodo dictatorial que se extendió 36 largos años, y pese a los
fructíferos esfuerzos acometidos durante la Transición, es sin duda otro de los factores
que han marcado en gran medida el desfase en lo que ha igualdad y justicia social se
refiere (y sobre todo en la cuestión femenina) entre España y el resto de Europa.
Es por ello que las aportaciones del feminismo español al feminismo internacional no
han sido numerosas, y aunque desde luego hay figuras españolas de suma importancia
(por nombrar algunas: Concepción Arenal, Pardo Bazán, Victoria Kent, Clara
Campoamor, Maruja Mallo, Lidia Falcón, etc.) creo que es más interesante en este
aspecto el feminismo latinoamericano, sobre todo por una cuestión antropológica o
cultural. Y es que resulta muy atractivo teóricamente problematizar cómo se ha
efectuado la dominación de la mujer en diferentes culturas, indagar si sigue o no un
mismo patrón de sometimiento, si se han asignado los mismos roles y funciones de
acuerdo al mismo eje axiológico para valorizar un género por encima de otro; cuáles
han sido sus afinidades y diferencias no solo en la dominación, tambien en los
movimientos de emancipación de la mujer, si las categorías occidentales valen para
pensar y comprender fenómenos de otras latitudes, si por el contrario no son capaces de
recoger sus experiencias, si pueden o no hablar los subalternos, si es conveniente hablar
por ellas, y un largo etcétera.

Es decir, si el feminismo latinoamericano resulta de tanto interés teórico es porque al


tematizar el sometimiento femenino en una cultura tan diferente se vehiculan toda una
serie de temas como: la interseccionalidad, la homogeneidad o heterogeneidad de la
dominación masculina, la unidad o pluralidad del feminismo, el papel del feminismo
hegemónico, la legitimidad de saberes arcaicos y alternativos, la autoridad de las voces
subalternas, el etnocentrismo, la problemática de cómo juzgar otras culturas desde fuera,
etc. De modo que los feminismos latinoamericanos (especial mención a los feminismos
decolonial e indígena) no solo han contribuido al feminismo internacional sino en
general a la filosofia, la antropología, la etnología, la sociología y la política.

Pero si hubiera que destacar concretamente algunas de las aportaciones de los


feminismos latinoamericanos creo que merece especial atención la cuestión de la
interseccionalidad. Los feminismos occidentales suelen entender por esto la situación de
ciertas mujeres en la intersección de diferentes ejes de dominación además del de
género, como la clase o la raza. La idea básica es que la mujer negra y pobre sufre un
triple sometimiento, en tanto mujer, en tanto negra y en tanto pobre. El feminismo
hegemónico suele concebir que la emancipación de la mujer, y el cese por tanto de la
dominación de género, implicará a su vez deshacer los nudos de subordinación relativos
a la clase y la raza (cabe mencionar que no es solo una tendencia del feminismo,
muchos teóricos occidentales dan prioridad a un tipo de dominación sobre el resto,
valga como ejemplo el privilegio que conceden muchos marxistas a la dominación de
clase). Sin embargo, algunas teóricas y activistas latinoamericanas como Rigoberta
Menchú, María Lugones, Cumes Simón, Lucía Ixchíu o Kim Anderson (siendo este a
mi juicio uno de sus grandes aportes) niegan la prioridad ontológica de la dominación
de género, y proponen que hay múltiples puntos de anclaje para el sometimiento y la
subordinación que siendo relativamente independientes se pueden conjugar, reforzar y
potenciar (incluso chocar y contrarrestar). Habría que entender la interseccionalidad, por
tanto, en términos de fusión, potenciación o intensificación de las diferentes
subordinaciones, y a su vez plantear que la emancipación, si quiere ser total y absoluta,
debe luchar para deshacerse uno a uno de todos los nudos con los que se perpetua el
sometimiento: género, clase, raza, especie y etnia (hay quienes añaden edad y
capacidades). De modo que el sometimiento de la mujer, como estas teóricas y
activistas se han encargado de mostrar, no es homogéneo y comporta diferencias
culturales. Seguramente el que hayan sabido ver con tanto claridad la compleja
articulación de las relaciones de poder en sus correlaciones, apoyos, refuerzos y
polémicas a través de múltiples ejes de dominación, tiene mucho que ver con el
colonialismo que han sufrido y cuyos residuos ideológicos, políticos y económicos
siguen sufriendo.

Para acabar quisiera advertir el carácter heurístico de muchos términos que he empleado
durante este trabajo (es decir, por motivos de comodidad, simplicidad, y por la
extensión tanto temporal como espacial a la que debo atenerme), principalmente el de
“feminismo latinoamericano” (pero lo mismo cabría señalar de esos supuestos
feminismos “hegemónico”, “internacional” o “español” como si se pudiera reducir toda
la trama compleja de fenómenos que agrupan a un sentido unívoco) y esto por dos
motivos principalmente: 1) Los múltiples movimientos sociales, corrientes teóricas y
prácticas que engloba, y que en algunas ocasiones están enfrentadas entre sí. Pues
Latinoamérica es una de las regiones del mundo con mayor diversidad histórica,
cultural, social y lingüística. Y 2) El hecho de que muchas mujeres nativas, indígenas,
afrodescendientes y mestizas, especialmente teóricas y activistas, no se reconocen en
esa categoría propiamente occidental llamada “feminismo”. Son conscientes de que
luchan por los derechos y la igualdad de las mujeres, pero no dejan de destacar sus
diferencias con el feminismo hegemónico (como una concepción más colectivista,
apegada a la tierra, lo natural y lo sagrado), pues saben que aceptar sin más sus
conceptos, categorías, planes y objetivos implica una subordinación cultural a
Occidente, lo que algunas de ellas han llamado colonialismo discursivo.

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