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28/3/23, 19:01 A.

Ghinato: El buen ejemplo franciscano

DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana

EL BUEN EJEMPLO FRANCISCANO


por Alberto Ghinato, OFM
  [Título original: Il buon esempio francescano (Col. «Quaderni francescani di spiritualità», n. 2). Roma  
1951, 65 págs., 18 cm.]

Se ha escrito y se escribe mucho sobre los aspectos fundamentales de la espiritualidad


franciscana, sobre las grandes virtudes características de san Francisco y de su corriente
espiritual: la pobreza, la humildad, la caridad, la imitación o seguimiento de Cristo... Hay
también otros aspectos, igualmente característicos aunque no tan palmarios, como la cortesía,
el silencio, el amor a la soledad, el pedir limosna como ejercicio de humildad, sobre los que, es
obvio, no se ha escrito tanto. El buen ejemplo pertenece a esa serie de virtudes «menores» del
franciscanismo.

El autor, que se ha preocupado, como es sobradamente conocido, por estudiar y dar a


conocer la espiritualidad franciscana desde múltiples facetas, dedica este trabajo al «buen
ejemplo franciscano», convencido de que, en realidad, ninguna virtud es secundaria cuando se
trata de conocer y, sobre todo, de «vivir íntegramente» nuestra espiritualidad.

A pesar del tiempo transcurrido desde su aparición a la luz pública, y prescindiendo de


matices verbales o terminológicos no significativos (por ejemplo, la sensibilidad actual parece
más cercana al «testimonio» que al «buen ejemplo»), el contenido de este breve pero
documentado ensayo mantiene íntegras su actualidad y su vigencia.

Como es habitual en la revista, la traducción ha incorporado al cuerpo del texto la


mayoría de las citas reduciendo en lo posible las consignadas a pie de página. Sólo en esta
presentación y en la conclusión se ha modificado ligeramente el texto original orillando
expresiones claramente temporales, propias del momento en que se editó por primera vez este
ensayo.

INTRODUCCIÓN

«¡Vamos a predicar!», dijo el hermano Francisco a uno de sus compañeros. Y salieron a predicar. Con
las manos metidas dentro de las mangas, la capucha sobre la cabeza, uno delante y el otro detrás, en silencio,
dieron un largo paseo por la ciudad de Asís y volvieron al lugar de los hermanos... -«Pero, Padre, ¿y el
sermón?». -«Hermano, ya hemos predicado, dando ejemplo de humildad y de mortificación a las gentes de
Asís».

La anécdota, que no aparece en ninguna de las fuentes franciscanas, ha traducido bien el pensamiento
del seráfico Padre sobre el buen ejemplo, expresándolo con una imagen simpática que se acerca a la sencillez
y gracia de las Florecillas.

El buen ejemplo tiene una importancia verdaderamente excepcional en la vida y en las enseñanzas de
san Francisco; la frecuencia con que se alude a él en las fuentes franciscanas es tal vez igual (¿o mayor?) que
la frecuencia con que se habla de la humildad, de la pobreza y de las otras virtudes más queridas por san
Francisco.[1]

Con este breve estudio intentaremos profundizar en la naturaleza, las razones y características propias
del buen ejemplo, según san Francisco. Limito el estudio a las fuentes históricas franciscanas principales y más
antiguas, sin ampliarlo a los desarrollos teóricos o didácticos que esta virtud puede haber tenido en los
maestros franciscanos posteriores hasta san Buenaventura y más tarde (especialmente en David de Augusta,
en su De interioris et exterioris hominis compositione), pues no nos proponemos por el momento construir,
caso que fuese posible, una teoría franciscana sobre el buen ejemplo sino más bien captar sus características

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en la ejecución práctica y en la instrucción viva del seráfico Padre, lo cual es suficiente para determinar e
iluminar un aspecto concreto de nuestra espiritualidad.

La abundante materia se presta a ser estudiada desde diversos puntos de vista, según los cuales
dividiremos la exposición; por ello, estudiaremos el buen ejemplo en relación con la vida religiosa franciscana,
en relación con el apostolado y, por último, ofreceremos algunas deducciones de índole más general en un
capítulo sobre el buen ejemplo como virtud franciscana.

I. EL BUEN EJEMPLO Y LA VIDA RELIGIOSA

Si san Francisco insiste tanto en el buen ejemplo, si lo inculca, si hace sacrificios para dar buen ejemplo
a los demás, si maldice a quien da mal ejemplo, es porque quiere que esta virtud sea especialmente cultivada
en el seno de su gran familia.

1. San Francisco, el espejo de perfección

El título de una de las joyas más exquisitas de nuestra primitiva literatura franciscana, el Espejo de
perfección [EP], muy parecido a una expresión empleada por Tomás de Celano,[2] traduce perfectamente lo
que debía ser la imagen del seráfico padre a los ojos de los hijos engendrados en el mismo ideal: un espejo de
la perfección a la que, en un momento de maravillosa locura, los había atraído y raptado la luminosa vocación
seráfica.

Para Francisco, dar buen ejemplo, reflejar en sí mismo lo que debía ser un hermano menor fiel a su
vocación, había sido una verdadera y auténtica llamada, sensible incluso, una misión que Dios le había
confiado como fundador de la Orden. Él había oído expresamente la voz de Dios: «Te elegí a ti, simple e
ignorante, para que sepáis tú y tus hermanos que velaré por mi grey; te he puesto a ti como enseña de ellos
para que las obras que yo obro en ti, ellos las imiten de ti» (EP 81). Y Francisco creyó en ello como una
revelación del Señor: «Así, desde que dejé el oficio de gobernar a los hermanos por mis enfermedades y otros
motivos razonables, no me siento constreñido a otra cosa que a rogar por la Religión y a dar buen ejemplo a
los hermanos. Pues del Señor he recibido esta gracia» (EP 81). También Celano nos atestigua que Francisco
tenía la convicción de que «había sido dado a la Orden como modelo» (2 Cel 173).

De conformidad con esta convicción profunda, se empleaba con todas sus fuerzas en ser el modelo
genuino de sus hermanos: instruirlos no sólo con la palabra, sino sobre todo con la expresión viva y sugerente
de su propia vida. Podía así aplicarse implícitamente la expresión de san Pablo: «Seguid mi ejemplo, como yo

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sigo el de Cristo» (1 Cor 11,1; cf. 1 Cor 4,16; 2 Tes 3,7). No es este el lugar para exponer cómo imitó Francisco
a Cristo;[3] baste sólo recordar cómo, con un gesto que caracteriza todo su impulso ascético y místico y que
será el gozne de toda la espiritualidad franciscana, abrazó a la letra el Evangelio: eco claro, límpido y seguro
de lo que fue Cristo (cf. 1 Cel 22).

Los testimonios sobre cómo instruía a sus hermanos más con el ejemplo que con la palabra son
frecuentísimos (cf. 1 Cel 41, 53, 90, 104; EP 16, 23, 27; etc.). Algunas veces, y con miras al buen ejemplo,
llegaba a hacer representaciones plásticas en las que reproducía lo que el hermano menor debía ser en
circunstancias concretas.

Para dar ejemplo de caridad fraterna, hizo levantar una noche a todos los hermanos para que
acompañasen en su comida al hermano que, por indiscreta penitencia, casi se moría de hambre, con el fin de
que no se avergonzase de comer solo: «... sea para vosotros ejemplo la caridad...» (2 Cel 22). Porque en una
solemne ocasión los hermanos, en Greccio, habían preparado la mesa algo más esmeradamente que de
costumbre, se vistió de mendigo, llamó a la puerta pidiendo limosna, e, invitado a entrar, se sentó en el suelo,
colocó el plato sobre la ceniza y exclamó: «Ahora estoy como hermano menor».[4] Para dar ejemplo de cómo
debía rehuirse la exquisitez, quiso siempre llevar cosido un áspero saco sobre la túnica (EP 15), y, con objeto
de «dar a los demás ejemplo de auténtica confesión», se acusaba públicamente de las faltas que hubiera
cometido, aunque fuesen sólo de pensamiento (1 Cel 54).

Su preocupación por ser el modelo de los hermanos que Dios le había confiado para que los guiara por
el camino del Evangelio -misión que él consideraba suya e intransferible, como fundador de la Orden-, lo
impulsaba a realizar sacrificios, a soportar penalidades explícita e intencionalmente con el fin de dar buen
ejemplo. «¡Cuántas y qué grandes necesidades desatendió en su cuerpo, a fin de que, dando buen ejemplo a
sus hermanos, sobrellevasen más pacientemente toda deficiencia! ¡Nosotros que vivimos con él no tenemos
palabras para expresarlo!» (EP 16).

Conmueve pensar cómo, morando en el eremitorio de San Eleuterio, cerca de Rieti, al sentir el frío de
un duro invierno, su pensamiento se dirigiese a sus hermanos que, esparcidos por el mundo, tal vez no
habrían tenido la posibilidad de forrar con retazos sus túnicas, como él había hecho, y se sintiese en el deber
de dar ejemplo de paciencia ante el frío (EP 16). Era este un pensamiento que asaltaba su mente siempre que
tenía ocasión de permitirse alguna comodidad (EP 65).

Cuando el cardenal Hugolino se lamentó benévolamente a Francisco por el sonrojo que le había hecho
pasar yendo a pedir limosna antes de la comida a la que le había convidado, le respondió que él debía
hacerlo, pues «tenía que ser forma y ejemplo» de sus hermanos, y había hermanos y habría también otros
con el tiempo que «dominados por la vergüenza o por la mala costumbre, se niegan y se negarán a humillarse
y a abajarse para pedir limosna y para dedicarse a trabajos serviles» (EP 23).

Había enviado a sus hermanos a regiones lejanas, al encuentro de innumerables sacrificios,


humillaciones y dificultades. ¿Cómo podía él, que había sido dado como modelo y ejemplo, dispensarse de las
mismas? Por eso responde en otra ocasión al cardenal que quería disuadirlo de viajar a Francia: «Señor, es
para mí de mucha vergüenza que, habiendo enviado a otros hermanos a provincias lejanas, yo me quede en
estas provincias y no pueda participar de las contrariedades que ellos han de soportar por el Señor» (EP 65).

Mientras, en fin, quería y mandaba que sus hermanos fuesen discretos y moderados en sus
mortificaciones y penitencia, él, en cambio, no disminuyó nunca la aspereza y rigor con que trataba su cuerpo,
porque debía ser modelo de la perfección (2 Cel 173; EP 27).

Y esta forma de pedagogía, tan característica de Francisco, de instruir a sus hermanos en la vida
evangélica con el ejemplo, obtuvo sus maravillosos frutos ya en la primera floración de vocaciones seráficas,
entre los caballeros de la tabla redonda. La misma llamada de los «primeros» fue resultado del ejemplo que
Francisco, loco por Cristo, había dado en la locura de su conversión.[5] Él era verdaderamente el espejo de
perfección, el espejo en el que veían encarnada la imagen del ideal: y, con el mismo ímpetu que los impulsó a
abrazarlo, el «ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás» (1 Cel
42).

Consciente de su misión de ser modelo, querido por Dios y dado por Dios a los hermanos (2 Cel 173),
sentía profundo dolor si éstos no seguían el camino que él marcaba, mejor dicho, que Dios marcaba por
medio de él: «Hijo, amo a los hermanas como puedo; pero, si siguiesen mis huellas, los amaría más, sin duda,
y no me desentendería del cuidado de ellos. Hay prelados que los llevan por otros caminos, proponiéndoles
ejemplos de antiguos y teniendo en poco mis consejos» (2 Cel 188).[6]

La importancia que él daba a su buen ejemplo era tanta que se había creído que éste solo pudiese
bastar para mantener su Orden unida y firme en el impulso primero de su heroica dedicación a Dios. Las
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circunstancias lo obligaron un poco a desengañarse en parte y, a la vez, a tener menos confianza en la buena
voluntad de los hombres, que llevan siempre consigo, también en el esfuerzo de la vida ascética en un estado
de perfección, muchas debilidades humanas.

Fue precisamente una comprobación dolorosa lo que le impulsó a renunciar al generalato y al


gobierno de la Orden; se siente una honda emoción y una compasión profunda cuando se leen páginas como
la siguiente: «Mientras tuve el oficio de prelado de los hermanos y ellos perseveraron en su vocación y
profesión -aunque desde los días de mi conversión fui siempre enfermizo-, a poco que me preocupaba, les
satisfacía con mi ejemplo y mis exhortaciones. Después he visto que, multiplicando el Señor el número de los
hermanas, éstos, por su tibieza y falta de espíritu, empezaron a apartarse del camino recto y seguro por el
que acostumbraban andar, y, sin prestar atención a su vocación y profesión ni al buen ejemplo, tiraron por el
camino ancho que conduce a la muerte; no quisieron cortar ese camino peligroso que aboca a la muerte, a
pesar de mi predicación, mis exhortaciones y el buen ejemplo que continuamente les daba. Por eso, dejé en
manos del Señor y de los ministros la prelacía y el gobierno de la Religión. Y aunque, al renunciar al oficio de
prelado, me excusé ante los hermanos en capítulo general diciendo que por mis enfermedades no podía
cuidarme de ellos, sin embargo, si hubiesen querido conducirse como yo deseaba, para su consuelo y utilidad
hoy no querría que hasta mi muerte hubieran tenido otro ministro que yo. Pues desde el momento en que el
súbdito bueno y fiel conoce y cumple la voluntad de su prelado, poca atención y cuidado se requiere en el
prelado. Es más: yo me gozaría tanto en la virtud de los hermanos mirando a su bien y al mío, que, aunque
yaciere enfermo en cama, no me gravaría el atenderles, porque mi oficio, esto es, la prelacía, es sólo
espiritual, dirigido a domar los vicios, corregirlos espiritualmente y enmendarlos» (EP 71).[7]

Se sintió insuficiente para gobernar la Orden. Pero, aun después de haber renunciado a su situación de
superior, seguía pesando sobre sus espaldas su responsabilidad de fundador de la Orden. ¿Qué podía hacer si
los hermanos no seguían en todo sus huellas? ¿Sería responsable de ellos ante el Señor? Ese era el tormento
de su alma.

Lo que podía tranquilizarlo era el buen ejemplo. Al menos tendría la posibilidad de alcanzar en sí
mismo lo más perfectamente posible el ápice del ideal que centelleaba ante sus ojos como una visión
fulgurante, pero realizable también por el conjunto de sus seguidores: «Mas, a pesar de todo, yo no cesaré,
hasta el día de mi muerte, de enseñar a los hermanos, por lo menos con el ejemplo y buena conducta, a que
anden por el camino que Dios me ha mostrado y yo les he enseñado de palabra y con el ejemplo, para que no
tengan excusa delante del Señor y yo no esté en adelante obligado a darle a Dios cuenta de sus almas» (EP 71;
Intentio 97). Su espíritu hallaba en esta actitud la paz que el pensamiento de su responsabilidad ante Dios
intentaba turbar con frecuencia (EP 2; Intentio 97). Y el buen ejemplo debía bastar, pues se trataba de una
familia religiosa, de un grupo de hombres que habían sido llamados todos ellos por Dios para seguir el camino
de la perfección. Por otra parte, si el buen ejemplo no bastaba... no había ya nada que esperar. En todo caso,
san Francisco no pensaba actuar como un verdugo: «Pero después que no puedo corregirlos ni enmendarlos
con la predicación, amonestación y buen ejemplo, no quiero constituirme en verdugo que castigue y flagele,
como las autoridades de este mundo» (EP 71; Intentio 96).

La oración era la última arma que le quedaba en este caso. Así, cuando se enteró de que un prelado
había dicho a dos hermanos que, so pretexto de mayor desprecio de sí mismos, dejaban crecer sus barbas
para hacerse notar: «Tened cuidado, no vaya a deslustrarse la hermosura de la Religión con esas novedades
presuntuosas», san Francisco se dirigió de inmediato a Dios: con la misma confianza de los patriarcas le
recordó cómo Él mismo había plantado en aquellos tiempos difíciles la Orden de los hermanos menores para
sostenimiento de la fe y para llevar a cabo el misterio del Evangelio, y le preguntó consternado, implorándole
ayuda en sus tristes momentos: «¿Quién dará satisfacción por ellos en tu presencia si, en el ministerio para el
que fueron enviados, no sólo no dan ejemplos de luz a todos, sino que les muestran obras de las tinieblas?»
(2 Cel 156).

A la oración del Santo respondía la promesa divina: «¿Por qué te conturbas, homúnculo? ¿Es que
acaso te he escogido yo como pastor de mi Religión de suerte que no sepas que soy yo su principal dueño? A
ti, hombre sencillo, te he escogido para esto: para que lo que yo vaya a hacer en ti con el fin de que los demás
lo imiten, lo sigan quienes quieran seguirlo. Yo soy el que ha llamado, y yo el que defenderá y apacentará; y
para reparar la caída de algunos suscitaré otros; y, si no hubieren nacido todavía, yo los haré nacer. No te
inquietes, pues, antes bien trabaja por tu salvación, porque, aun cuando el número de la Religión se redujere
a tres, la Religión permanecerá por siempre firme con mi protección» (2 Cel 158).

2. El superior, «forma gregis»

Pero Francisco desaparecería un día (¡incluso demasiado pronto!). Su luminosa imagen se difuminaría
tal vez en la tenue vaporosidad del recuerdo. Su ejemplo quedaría, quizá, como la narración de un mito.

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Por otra parte, nuestra menesterosa naturaleza humana necesita siempre tener ante sus ojos el
ejemplo concreto al cual ajustarse. Y si, ante la presencia y la exhortación de Francisco, su ejemplo no tenía
toda la eficacia que él deseaba, ¿qué sucedería en el futuro?

Y he aquí que él legó un testamento de buen ejemplo: los superiores. Ellos deberán ser los que, a
imitación de Francisco, edificarán la religión seráfica. Ellos, los pastores, serán el modelo de su grey, a la que
pastorearán más con las obras que con las palabras.

Cuando estaba ya próximo a morir, un hermano le preguntó a quién indicaría él, en aquellos
momentos, como sucesor suyo para después de su muerte; Francisco le respondió con esa sublime página
que perfila la figura del ministro general de los hermanos menores, página que revela una profundidad
psicológica que sólo podía intuir su alma tras haber atravesado los umbrales de lo divino, y en la que se dice,
entre otras cosas: «Muéstrese como ejemplar de piedad y sencillez, de paciencia y humildad, y cultive las
virtudes en sí y en los demás ejercitándose continuamente en su práctica y estimulando a ellas más con el
ejemplo que con el discurso» (cf. 2 Cel 184-186).

Y de la misma manera quería que fuesen también, en cuanto les atañía, los ministros provinciales:
«Los quería, en fin, tales, que por su vida sean espejo de disciplina para los demás» (2 Cel 187).

Su ejemplo debía extenderse no sólo a la fiel observancia de la santa regla y de la vida religiosa, según
la letra y según el espíritu, sino también a la práctica de las virtudes más humildes, ejercitadas
intencionadamente, expresamente para ser modelo de todos los hermanos, tanto si eran muy simples como
si poseían el don de la sabiduría y del estudio (EP 80; 2 Cel 185); «particularmente amonestaba e impulsaba a
los ministros y predicadores a que practicaran obras de humildad. Decía que por el oficio de la prelacía y el
cargo de predicar no debían abandonar la santa y devota oración, ni el ir a pedir limosna, ni el ocuparse a
veces en trabajos manuales, ni el hacer otras obras de humildad como los demás hermanos, por el buen
ejemplo y por el bien de sus almas y del prójimo» (EP 73). Y aducía como razón que, además del provecho
efectivo que obtendrían los súbditos, los superiores tendrían más expedita y segura la posibilidad de
reprender los defectos de los demás y se harían más perfectos imitadores de Cristo: «Es necesario, a imitación
de Cristo, obrar antes que enseñar y obrar a la par que enseñar» (EP 73).

Cuán grave fuese, según él, la responsabilidad del buen ejemplo que gravaba sobre las espaldas del
ministro, se deduce fácilmente de su apelación frecuente a las cuentas que tendrán que rendir a Dios;
recuerdo que insertó también en la Regla no bulada: «Les ha sido confiado el cuidado de las almas de los
hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se
pierde por su culpa y mal ejemplo» (1 R 4,6), y que adquiere tono trágico en la oración que Francisco dirigió a
Dios cuando renunció al generalato: «Ellos, Señor, tendrán que rendirte cuentas en el día del juicio si algún
hermano se ha perdido por negligencia de ellos, mal ejemplo o ásperas correcciones» (EP 39; 2 Cel 143).

3. Edificación fraterna

Si los hermanos debían tener en los superiores el modelo viviente de una observancia pura de la vida
evangélica, también debían los hermanos ayudarse mutuamente, con la edificación fraterna, a alcanzar cada
vez con mayor perfección el ideal de nuestra vocación. El corazón de Francisco vibraba de alegría cuando oía
relatar cómo sus hermanos sabían darse mutuo ejemplo de humildad, caridad, laboriosidad, sacrificio:
«Exultaba el Santo en estos casos, es decir, cuando oía que sus hijos sacaban de entre sí ejemplos de
santidad» (2 Cel 155). Gran alegría experimentó, aun cuando corrigiese su ingenuidad, admirando la sencillez
con que el hermano Juan el simple ponía en práctica la imitación del buen ejemplo: se había propuesto imitar
exactamente en todo a san Francisco y de hecho le imitaba incluso en minucias que nos hacen sonreír, como
levantar los brazos, suspirar, toser o escupir (EP 57; 2 Cel 190). Celano registra toda la consolación que
Francisco sintió cuando oyó hablar de la santidad de sus hermanos de España y la hermosa oración que dirigió
al Señor en aquella ocasión: «Gracias te doy, Señor, santificador y guía de los pobres, que me has regocijado
con tales noticias de mis hermanos. Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y
santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su profesión sea fragante» (2
Cel 178).

Él mismo, comprendiendo muy bien la eficacia que la concretización de las virtudes en modelos
vivientes tiene para inducir al bien, ponderaba las virtudes más propias y características de cada uno de sus
hijos y, a veces, las proponía como ejemplo. Sobre esta base está descrita la imagen del perfecto hermano
menor reflejada en el Espejo de perfección: «Sería buen hermano menor aquel que conjuntara la vida y
cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la
poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pobreza; la
cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda
cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota,

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del hermano Maseo»; y sigue refiriendo la contemplación del hermano Gil, la paciencia del hermano
Junípero, la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, la solicitud del hermano Lúcido, que «no
quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía; diciendo:
"No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).

El beato Gil, cuyas palabras, registradas en los Dicta beati Aegidii Assisiensis, reflejan las enseñanzas
del seráfico Padre y, proviniendo de una misma primavera seráfica, están inspiradas por el mismo espíritu,
posee también una pedagogía propia sobre el buen ejemplo, aun cuando no sean excesivamente numerosos
los «dichos» directamente referidos a este argumento.

El hombre, de hecho, conforma con muchísima frecuencia su vida con el ambiente en que vive, por lo
que se hace bueno viviendo con buenos y malo viviendo entre malos; comprobación simple que él, como de
costumbre, adorna con su gracejo característico: «La buena compañía es como un antídoto para el hombre, y
la mala compañía es como un veneno».[8] Y destaca que si uno de los mayores obstáculos para vivir
santamente en el mundo es debido precisamente a que «por el ejemplo de un ambiente reprobable» uno es
como alejado del bien y casi empujado al mal, por el contrario, el buen ejemplo es uno de los mayores
beneficios que hacen deseable la vida religiosa (Dicta 106).

En una singular división de los religiosos que agradan a Dios, coloca en el grupo de los amantes a los
que se aman a sí mismos y a los demás para dar gusto a Dios: tales religiosos tienen cuatro ojos, el primero de
los cuales es para mirar lo que más gusta a Dios, el segundo «mira siempre al prójimo para darle siempre la
paz y el buen ejemplo», el tercero y el cuarto... (Dicta 85).

Atribuía el progreso propio y ajeno en la virtud, y hasta la misma «conversión» a la vida religiosa, a los
santos hermanos que nos han precedido (Dicta 75); y, por ello, se lamentaba de que los prelados de la Orden
no se hubiesen esmerado bastante hasta entonces para conseguir la canonización de los Mártires de
Marruecos «no por vanagloria, sino por el honor de Dios y la edificación del prójimo» (Dicta 75).

Para el seráfico Padre, en la Orden debía haber un... instituto permanente del buen ejemplo: Santa
María de los Ángeles.

El lugar con el que más encariñado estaba su corazón, la cuna de la Orden, el primer convento
franciscano, debía continuar a través de los siglos la función que desarrolló en sus orígenes: ser el modelo, el
ejemplo de todos los conventos de la Orden (Dicta 98), y acoger a los hermanos que más fielmente reflejasen
en sus vidas la pura y perfecta observancia de la Regla.

Debía ser, especialmente, el modelo de pobreza y de humildad (EP 82; 2 Cel 18); y todos los que, a lo
largo de los siglos, fuesen atraídos a aquel lugar, deberían marcharse edificados, y considerarlo y sentirlo
como llamada a una pureza siempre mayor en la observancia regular (EP 8).

Quería, por ello, que estuviese siempre inmediatamente sujeto a la jurisdicción del ministro general,
para que tuviese mayor cuidado de él y se preocupase de proveerlo de los clérigos que «mejor sepan decir el
oficio litúrgico, para que no sólo los seglares, sino los demás hermanos, los vean y escuchen con agrado y
devoción»; de la misma manera, los hermanos laicos debían ser elegidos de entre hermanos laicos «santos y
discretos, humildes y honestos»; y, cuando muriese alguno de ellos, quería que el ministro general lo supliese
con otro hermano santo de cualquier parte de la Orden (EP 55). Y si, por acaso, un día disminuyera en
cualquier parte de la Orden el fervor primitivo, Santa María de los Ángeles debía mantenerse íntegra y ser
mediadora entre Dios y la Orden: «Y, aunque otros hermanos decayeren alguna vez -decía Francisco- de la
pureza y santidad de vida, quiero que este lugar sea bendito y se conserve siempre como espejo y buen
ejemplo para toda la Religión y como candelabro que arde y luce siempre ante el trono de Dios y de la
Santísima Virgen. Y por el que el Señor se apiade de los defectos y faltas de todos los hermanos y conserve y
proteja siempre a esta Religión y plantita suya» (EP 55).

De la misma forma que el buen ejemplo era para el seráfico Padre una de las columnas sobre las que
basaba la Orden, así también el escándalo era la culpa que más temía en su Orden.[9]

Uno de sus mayores pesares era el prever, por indudables signos que aparecían en algunas partes de la
Orden, los malos ejemplos que turbarían un día a su familia. Los consideraba como un grandísimo peligro,
incluso para sus mejores hijos, y una disminución de la buena fama de la Orden: «Los hermanos menores -
afirmaba- se cubren de vergüenza por las obras de los malos hermanos y, aunque no hayan pecado ellos,
cargan con el juicio que se hace por el ejemplo de los depravados. Con esto, me hunden una cruel espada y
me la revuelven sin cesar en las entrañas» (2 Cel 157). Experimentaba tanto disgusto cuando oía noticias de
algún mal ejemplo dado por alguno de sus hermanos que, al punto, se aislaba de su compañía para no oír
contar nada malo de uno u otro (2 Cel 157).

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Exhortaba, con todo, a sus hermanos a no turbarse por los escándalos (1 R 5,7-8) y, por el contrario, a
caminar con rectitud también en medio de las adversidades ajenas: «Sólo los que fueren probados recibirán la
corona de la vida, a los cuales ejercita tanto la malicia de los réprobos» (2 Cel 157).

Pero era terrible con quienes daban mal ejemplo: los llamaba homicidas, pues perdían las almas de los
hermanos: «Estos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm
3,11); preveía, por su causa, la ruina de la Orden; el eco de su maldición contra los que darán mal ejemplo
resuena terrible: «De ti, santísimo Señor, y de toda la corte celestial y de mí, pequeñuelo tuyo, sean malditos
los que con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que por los santos hermanos de esta Orden has
edificado y no cesas de edificar» (2 Cel 156).

II. EL BUEN EJEMPLO Y EL APOSTOLADO

1. La vocación franciscana al buen ejemplo

De la misma forma que Francisco recibió la misión de ser el ejemplo y modelo de la familia que por su
medio suscitó el Señor en su Iglesia en momentos en que se hacía necesaria una vuelta al Evangelio, así
también su familia ha sido enviada, por una particular disposición de la providencia divina, a atraer al mundo,
no tanto con la fuerza de las palabras, cuanto con la práctica de las virtudes que más cautivan a los demás,
debido a la gran fuerza persuasiva del buen ejemplo.

Esta motivación del apostolado -basado en la convicción de una misión divina revelada no sabemos si
explícitamente, como quieren las Florecillas (Flor 16), o implícitamente por divina iluminación, que el alma de
Francisco, tan sensible a la voz de lo alto, sabía entrever y acoger tanto en las palabras del Evangelio como en
los acontecimientos, siempre dispuestos por la providencia divina- fue precisamente lo que le impulsó a no
dedicarse exclusivamente a la vida retirada de oración y de contemplación en la soledad, que tanto ansiaba su
alma sedienta de Dios, sino también a acercarse a los hermanos, según la expresión de la liturgia del Santo
que es un sublime programa de dedicación apostólica: «No vivir para sí solo, sino también para provecho de
los demás».[10]

Que el testimonio del buen ejemplo fuese considerado por Francisco como una misión providencial
especialmente confiada por Dios a su familia pobre, nos lo certifican las numerosísimas veces que, según las
fuentes franciscanas, aparecen en sus labios expresiones similares. Pero podemos intuirlo incluso a priori, por
cuanto la Orden -Orden de penitencia- era un buen ejemplo en medio del pueblo; la vida ascética del
franciscanismo era reproducir el Evangelio de manera que, como en los primeros siglos de la Iglesia,
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fermentase a las masas: la vocación franciscana misma era vocación al buen ejemplo, en su sentido más
amplio.

Era frecuente oírle decir a Francisco «que los hermanos menores han sido enviados por el Señor en
estos últimos tiempos para esto: para dar ejemplos de luz a los envueltos en las tinieblas de los pecados» (2
Cel 155). Otras veces decía: «Consideremos, hermanos queridos, nuestra vocación, a la cual por la
misericordia nos ha llamado el Señor, no tanto por nuestra salvación cuanto por la salvación de muchos otros,
a fin de que vayamos por el mundo exhortando a los hombres más con el ejemplo que con las palabras...» (TC
36).

Era ésta la convicción de la generación que convivió con san Francisco, la más plenamente embebida
de su espíritu: «Tenían un mismo deseo y fervor en su voluntad de guardar todo lo concerniente a nuestra
vocación y profesión y al buen ejemplo de todos» (EP 71); dar buen ejemplo era una de sus más vivas
solicitudes: uno de los temas de su conversación era el modo cómo industriárselas para dar buen ejemplo:
«Iban platicando entre sí sobre... cómo su vida y costumbres, creciendo en santas virtudes, servirían de
ejemplo a sus prójimos» (1 Cel 34).

Si dar buen ejemplo era una vocación, mejor dicho, la vocación del hermano menor, era también,
necesariamente, una obligación. Pero no una obligación unilateral. Para san Francisco, que había fundado su
Orden en la más estricta pobreza, dar buen ejemplo se convertía en una especie de contrato con el mundo
que, por su parte, se comprometía a proveer a los hermanos en sus necesidades temporales: «Hay -decía- un
contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los
hermanos la provisión necesaria. Si los hermanos, faltando a su palabra, niegan el buen ejemplo, el mundo,
en justa correspondencia, niega el sostenimiento» (2 Cel 70).

2. Objeto del buen ejemplo

El objeto del buen ejemplo, para san Francisco, no podía consistir en otra cosa que en el ejercicio de
las virtudes más peculiares del estado a que habían sido llamados los hermanos, y la correspondencia fiel a
los deberes de su vocación de hermanos menores: humildad, pobreza, simplicidad de vida, mortificación,
desprecio de sí mismos y desprendimiento de las cosas. Dice la Regla: «Aconsejo, amonesto y exhorto en el
Señor Jesucristo a mis hermanos que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan de palabra, ni
juzguen a otros; sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos
decorosamente, como conviene» (2 R 3,10-11).

Debían dar ejemplo de humildad sobre todo ante el clero secular: y no sólo con las clases superiores
de la jerarquía, sino también respecto a los sacerdotes más humildes de las parroquias rurales. Con su
humildad se granjearían al clero y al pueblo; y esto era ciertamente preferible a captar sólo al pueblo,
enemistándose con el clero (cf. 2 Cel 146-147).

De conformidad con este espíritu de nuestra vocación, que exige se dé buen ejemplo de humildad
antes que de otras virtudes tal vez más visibles pero menos propias de nuestra condición, Francisco no quería
que sus hermanos fuesen elevados a prelacías eclesiásticas. Cuando el cardenal Hugolino le propuso la
conveniencia de tal provisión, bajo la luz del buen ejemplo, diciéndole: «¿Por qué no escoger para obispos y
prelados aquellos de entre vuestros hermanos que destacan sobre los demás por la doctrina y el ejemplo?»,
san Francisco le repuso: «Mis hermanos se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse
mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo para tener al
fin lugar más elevado que otros en el premio de los santos. Si queréis -añadió- que den fruto en la Iglesia de
Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su vocación y traed al llano aun a los que no lo quieren. Pido,
pues, Padre, que no les permitas de ningún modo ascender a prelacías, para que no sean más soberbios
cuanto más pobres son y se insolenten contra los demás» (2 Cel 148).

Así como la humildad era la virtud que debía predominar en el comportamiento y en la vida, de la
misma manera la pobreza debía resplandecer en las cosas, en los vestidos y, sobre todo, en los edificios. Y
ello, por razón del buen ejemplo.

«La pobreza y el buen ejemplo que estamos obligados a dar en todo» (EP 10) ha de ser lo primero que
deben tener presente los hermanos cuando quieran abrir un nuevo lugar en cualquier ciudad. Nada hay que
desdiga más de su estado y suscite peor impresión en el pueblo que el verlos a ellos, hermanos pobres que
van a mendigar, construirse luego suntuosos edificios, abandonando sus humildes residencias primitivas. El
Espejo de perfección tiene todo un capítulo dedicado a este tema. Reproduzco la última página, por las
frecuentes insinuaciones que en ella hace el Santo sobre el escándalo o el buen ejemplo que puede derivarse
de los edificios de los hermanos.

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«Muchas veces -decía Francisco- los hermanos hacen construir edificios grandes, con detrimento de
nuestra santa pobreza, y dan con ello ocasión de murmurar y mal ejemplo al prójimo. Llevados a veces de
codicia y ambición, abandonan estos lugares y edificios por otros mejores y más santos o de mayor
concurrencia de fieles, o los derriban y levantan en su lugar otros grandes y excesivos; entonces, los
bienhechores que les habían dado limosnas y otros que lo ven quedan muy contrariados y escandalizados.
Por eso, es siempre preferible que los hermanos construyan edificios pequeños y muy pobres, como fieles
cumplidores de su profesión y dando buen ejemplo al prójimo, a que procedan contra lo que profesaron, y
den a los demás mal ejemplo. Porque, si sucediera alguna vez que los hermanos dejaran los lugares
pobrecitos por motivo de ir a otro lugar más apropiado, sería menor el escándalo que de ahí se derivara» (EP
10).

Prefería que incluso las iglesias fuesen humildes y pobres y, en ocasiones, manifestó que a los
hermanos les convenía más ejercer el ministerio apostólico en las iglesias de fuera de la Orden que en las
propias, pues así darían ejemplo de mayor humildad (EP 10).

El trabajo es otro de los objetos del buen ejemplo sobre el que más insiste san Francisco. Entre las
últimas voluntades que recuerda a sus hermanos en su Testamento aparece esta obligación: «Todos los
hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia. Los que no lo saben, que lo aprendan, no por
la codicia de recibir la paga del trabajo, sino por el ejemplo y para combatir la ociosidad» (Test 20-21). Y por
trabajo entendía, especialmente, el trabajo manual, más humilde, en el cual quería que se ejercitasen
también, como ya hemos dicho, los ministros y predicadores (Intentio 91; EP 73).

Fiel a las enseñanzas del padre, el beato Gil, típico en este aspecto, no permanecía nunca ocioso y se
sometía a los más humildes servicios, como acarrear agua por la ciudad de Ancona,[11] «pues no se
avergonzaba el siervo del Dios Altísimo de humillarse y someterse a cualquier obra servil, con tal que fuese
honesta, por el buen ejemplo».[12]

Naturalmente, el género de trabajo al que se aplicaban debía ser apropiado a su estado, «compatible
con la decencia» (Test 20), para que no hubiese ocasión de escándalo en vez de buen ejemplo: «Rehusaban
cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo» (1 Cel 39).

3. Buen ejemplo antes que predicación

La predicación es un elemento fundamental del apostolado. ¿Qué relación existe, según san Francisco,
entre la predicación y el buen ejemplo? Los pasajes que vamos a citar, y en los que veremos cuán a menudo
san Francisco interrelaciona estas dos formas de apostolado, demuestran que no se trata de una pregunta
ociosa.

Cuando las fuentes franciscanas hablan del apostolado, emplean con muchísima frecuencia la
expresión «con el ejemplo y con la palabra», o esta otra: «con la palabra y con las obras»; la expresión «con el
ejemplo y con la palabra» es, ciertamente, característica de la Leyenda de los Tres Compañeros.

En sus Admoniciones, el seráfico Padre proclama: «Dichoso aquel religioso que no tiene placer y
alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas incita a los hombres al amor de Dios en
gozo y alegría» (Adm 20,1-2). El Espejo de perfección afirma que el «santo Padre... bendecía con profusión a
aquellos hermanos que de palabra y de obra inducían a los pecadores al amor de Cristo» (EP 51). Pero basta
abrir estos escritos por cualquiera de sus páginas para percatarnos de cómo Francisco no separaba nunca las
dos formas de apostolado.

Si hubiera que decidirse sobre a cuál de ambas formas gemelas daba prioridad el seráfico Padre, no
haría falta recurrir a juicios salomónicos. Es tan evidente que él prefiere y considera más importante el buen
ejemplo, las obras, la vida, que resulta innecesario detenernos largo y tendido en este punto para
demostrarlo.

En primer lugar, el apostolado del buen ejemplo es más universal. Cualquiera, sin necesidad de una
preparación cultural específica, puede ejercerlo, con tal que ame y practique sinceramente las virtudes. Por
eso, ningún hermano está dispensado de esta predicación; en la Regla no bulada se prescribía: «Todos los
hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,2).

Los frutos de tal predicación no pueden ser otros que los insinuados por Jesús: «Brille así vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos» (Mt 5,16); la siguiente expresión de san Francisco es casi una traducción literal de la palabra
evangélica: «Tal debería ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres, que cualquiera que los
oyera o viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara devotamente» (TC 58).

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La elocuencia de las obras convertiría más que la palabra: recuérdese el episodio de los ladrones y
cómo san Francisco, después de indicar a sus hermanos cómo debían comportarse con ellos, concluía:
«Entonces, el Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que les habéis
demostrado» (EP 66).

Por ello, nunca se preocupó demasiado si en alguna ocasión encontraba obstáculos en el ejercicio de
la predicación. Y, cuando algunos hermanos se le lamentaron de tales dificultades y le aconsejaron que
pidiese a Roma privilegios que les permitieran tener carta blanca en tan santo ejercicio, Francisco se negó
resueltamente, concluyendo así su reprimenda: «Yo por mi parte sólo quiero tener un privilegio del Señor: no
tener ningún privilegio de los hombres, sino reverenciar a todos, y, cumpliendo lo que manda la santa Regla,
tratar de convertir a todos más con el ejemplo que con las palabras» (EP 50).[13] Y en su Testamento remachó
la misma idea: «Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, estén donde estén, no se
atrevan a pedir en la curia romana, ni por sí ni por intermediarios, ningún documento a favor de una iglesia o
de otro lugar, ni so pretexto de predicación, ni por persecución de sus cuerpos» (Test 25).

Igualmente significativas a este respecto son sus exhortaciones a los predicadores y a los hermanos
que se dedicaban al estudio; también a éstos les inculcaba que las obras tienen más importancia que las
palabras. Por lo mismo, les enseñaba que cuanto se aprende debe trasladarse a la vida, pues de lo contrario la
ciencia se convierte en letra que mata: «Son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no
atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la
restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4). En el fondo, se trata de otro testimonio
más del carácter práctico y voluntarista de la espiritualidad franciscana: la ciencia para y al servicio del amor.

En esta misma línea, exhortaba a sus hermanos a no ser ávidos de ciencia y de libros en detrimento de
la pura sencillez, la santa oración y la dama Pobreza: «Sobre ellas edificaron los primeros y santos hermanos»
(EP 72). El beato Gil se hace eco de estas enseñanzas cuando afirma que el buen predicador habla más a sí
mismo que a los demás (Dicta 56).

Más aún, según el seráfico Padre, la ciencia se mide por las obras: «Tanto sabe el hombre cuanto obra,
y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce el árbol» (EP 4; Intentio
94). Y quería que los predicadores recordasen que, con frecuencia, el fruto visible de su apostolado no se
debe a la elocuencia de sus palabras sino a las oraciones, las lágrimas y el ejemplo de hermanos humildes y
simples que han cumplido y cumplen silenciosamente sus deberes cotidianos en la observancia de la Regla. El
Espejo de perfección dedica un capítulo entero a este tema (EP 72).

Incide en el mismo sentido cuanto refieren el Espejo y Celano (EP 53 y 2 Cel 103) sobre la pregunta
que un doctor dominico le planteó a Francisco, pidiéndole su interpretación de un pasaje difícil de la Escritura.
El texto era: «Si no le hablares para retraer al malvado de sus perversos caminos, yo te demandaré a ti de su
sangre» (Ez 3,18). Interesaba al doctor el texto, pues impone la obligación moral de anunciar a los malvados
sus malas obras, a fin de que comprendan su situación y se conviertan; pero, a veces, las dificultades prácticas
eran graves y, por ello, estaba perplejo entre estas dificultades y la responsabilidad que pesaba sobre sus
espaldas: «Conozco muchos -decía- que están en pecado mortal, y a los que no advierto de su impiedad.
¿Tendré que responder ante Dios de su alma?» (EP 53). En un primer momento, san Francisco se excusó; pero
después, presionado por la humilde insistencia del buen Predicador, quien, en el fondo, no le planteaba una
sutileza teológica sino le pedía un consejo moral, san Francisco respondió: «Si las palabras se han de tomar de
una manera general, yo las entiendo así: que el siervo de Dios debe arder y brillar de tal manera por su vida y
santidad, que con la luz del ejemplo y la santa conversación sirva de reprensión a todos los pecadores. Así,
digo, el esplendor de su vida y el olor de su buen nombre reprocharán a todos sus iniquidades» (EP 53). Esta
interpretación es tan genial como reveladora de que el buen ejemplo era un elemento fundamental del
apostolado, según san Francisco.

Más aún, Francisco no se contentaba sólo con vivir de manera ejemplar, sino que, a veces, recurría de
propósito a actos simbólicos. La florecilla que hemos citado al principio de este trabajo, y sobre cuya
autenticidad deben mantenerse las debidas reservas, sería uno de ellos. Tal vez deban hacerse igualmente
algunas reservas al capítulo de las Florecillas, no inverosímil por otra parte, que nos relata cómo Francisco
envió al hermano Rufino a predicar en calzones y lo siguió después de la misma manera, acto que dejó al
pueblo «edificado y consolado» (Flor 30). Sin duda, podemos considerar como históricamente cierto el relato
que nos refiere Celano en el capítulo 157 de la Vida segunda, titulado: «De una predicación que les hizo (a las
clarisas) más con el ejemplo que con la palabra» (2 Cel 207) .

Francisco, instado por el Vicario (fray Elías) a que consolase un poco con sus palabras el deseo de sus
hijas espirituales de San Damián, accede y va a visitarlas. Reunidas las hermanas, comienza Francisco a orar a
Cristo con los ojos levantados al cielo; ordena luego que le traigan ceniza y traza con ella en el suelo un círculo
alrededor de sí, esparce el resto sobre su cabeza y, a continuación, permanece largo tiempo en silencio.

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Luego, se levanta y, entre el estupor de las presentes, entona el Miserere mei Deus y, a continuación, se
marcha sin añadir palabra. Añade Celano: «Con esta acción les enseñó que se consideraba ceniza».[*]

III. EL BUEN EJEMPLO, VIRTUD FRANCISCANA

Tras haber estudiado un poco analíticamente el buen ejemplo en san Francisco y según san Francisco,
es oportuno considerar ahora la virtud del buen ejemplo en sí misma, tal como nos la presentan las fuentes
estudiadas, a fin de agrupar sintética y sistemáticamente sus componentes e ilustrar sus peculiaridades y
características franciscanas.

El primer componente -que ha inspirado y dado pie a este breve estudio- es la gran importancia que el
franciscanismo da a esta virtud. Creo que en ninguna otra espiritualidad y en ningún otro santo aparecen
tantos testimonios, preceptos, exhortaciones y práctica del buen ejemplo. ¡No quiere ello decir, ciertamente,
que la haya inventado san Francisco! El mismo Evangelio nos desmentiría. Pero corresponde a san Francisco el
mérito de haberla valorado ampliamente, tanto en su práctica personal como en el espíritu que trasvasó a su
Orden.

1. Fundamentos del buen ejemplo franciscano

Quien tiene algo de práctica en el discernimiento de las actitudes espirituales franciscanas, recurre a
priori al Evangelio para buscar el fundamento de cualquier aspecto, incluso mínimo, de nuestra espiritualidad.
No es una frase vacía y estereotipada la que afirma que Francisco es otro Cristo. Corresponde a la realidad de
la práctica de su ascesis: imitar a Cristo, reproducir a Cristo, revivir a la letra el Evangelio, desde el momento
en que la triple apertura del Libro Sagrado le «reveló» cómo debían vivir él y su familia (Test 15).

Por eso, no hay ninguna dificultad en considerar y fijar la imitación de Cristo como el motivo primero y
básico de la virtud del buen ejemplo. Aludiendo claramente al texto escriturístico: «Lo que Jesús hizo y
enseñó desde un principio» (Hch 1,11), dice san Francisco: «Es necesario, a imitación de Cristo, obrar antes
que enseñar, y obrar a la par que enseñar» (EP 73).

Además de su propio ejemplo, Jesús había añadido también su enseñanza explícita sobre el buen
ejemplo: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a

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vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Francisco se refiere también a ella en la expresión que ya
hemos citado y en la que afirma que la vida de los hermanos debería conducir a todos los hombres a alabar a
Dios (2 Cel 155; Adm 20).

Pero el buen ejemplo franciscano tiene, además de su motivo sobrenatural, un fundamento natural.
¿No es un aforismo, que se remonta a santo Tomás en su concisa formulación, que la gracia no destruye sino
perfecciona la naturaleza?[14] Ella supraconstruye; más aún, Dios mismo ha preparado cada naturaleza a los
dones especiales y característicos de gracia que le ha destinado: ha preparado las almas para sus respectivas
misiones.

Este fundamento natural del buen ejemplo franciscano se vislumbra en la concretez que caracteriza a
san Francisco y, en su seguimiento, a sus hijos. Esta mentalidad concreta, que traduce los pensamientos y las
actitudes del espíritu en formas plásticas, se nos manifiesta de mil maneras en san Francisco. Por ejemplo: en
los frecuentísimos apólogos con que reviste tan a menudo su pensamiento;[15] en los actos simbólicos que
hemos citado varias veces; en la simplicidad con que toma a la letra el Evangelio: descalzarse, no poseer nada,
etc.; en las formas plásticas de su piedad (recuérdese Greccio) y de otras maneras.

El buen ejemplo puede ser considerado también como un aspecto de este carácter concreto: que la
virtud sea más accesible y practicable junto a un modelo de virtud, es una observación simple y empírica; por
ello, es menester dar buen ejemplo, a fin de que los hombres, viéndonos, encuentren más fácilmente el
camino hacia Dios.

2. El buen ejemplo, virtud autónoma

De cuanto hemos dicho y estudiado sobre el buen ejemplo en san Francisco se deduce claramente una
comprobación que puede llamar la atención: para san Francisco y la espiritualidad franciscana, el buen
ejemplo es una virtud autónoma.

Queremos decir con ello que es una virtud en sí: no sólo la emanación y consecuencia de una vida
virtuosa que, observada por los demás, se convierte en motivo de edificación espiritual, sino justamente una
virtud que puede y debe ser practicada por sí misma, como cualquier otra, como, por ejemplo, la humildad, la
obediencia, la pobreza, etc. Con expresión más técnica puede afirmarse que el buen ejemplo no debe ser sólo
resultado ocasional de la vida cristiana y religiosa vivida íntegramente, sino una actitud incluso intencional,
querida: practicar el bien (también) para dar buen ejemplo. En el siguiente parágrafo veremos dentro de qué
límites y con qué actitud interior. Baste, por ahora, enunciar esta afirmación.

Afirmación que me parece bastante demostrada con cuanto hemos expuesto anteriormente; si no
fuese así, no encontraríamos con tanta frecuencia las admoniciones, exhortaciones y reclamos explícitos de
san Francisco sobre el buen ejemplo; le oiríamos hablar preferentemente de la práctica de las otras virtudes,
de las que podría derivarse el buen ejemplo. En cambio, no ocurre así: él inculca precisamente el buen
ejemplo y, bastante a menudo, sin referirse a las otras virtudes. Naturalmente, en este caso la práctica de las
otras virtudes se sobreentiende, mejor dicho, se presupone.

Esto se deduce muy especialmente por los actos simbólicos realizados únicamente para dar buen
ejemplo, y a los que nos hemos referido ya varias veces. No son muchos los citados, pero no es su número lo
que interesa, pues basta uno para indicarnos el principio impulsor y el límite último al que llegaba esta virtud,
según san Francisco.

Hay también otros testimonios explícitos al respecto. Por ejemplo, fray León llama a fray Gil «hombre
del buen ejemplo»,[16] de la misma manera que se diría hombre piadoso, hombre de oración, etc.; esta
expresión la repite también fray Jordán de Giano aplicada a Cesáreo de Espira.[17] Una vez más, fray León,
relatando el coloquio de un hermano con san Francisco, recuerda cómo una vez (!) los hermanos se
mantenían «solícitos en recordar todo lo que tiene relación con nuestra perfección, vocación y buen ejemplo»
(Intentio 95), colocando el buen ejemplo en la misma línea de la perfección y la vocación.

Si se comprende la virtud del buen ejemplo de esta manera -como virtud autónoma, a se, intencional-,
se explica también la obligación, según san Francisco, de practicarla.

3. Características del buen ejemplo

¿No podría surgir la duda, habida cuenta de lo que hemos afirmado en el número anterior, de que la
preocupación por dar buen ejemplo alimente un tanto la hipocresía, es decir, que se busque efectivamente
aparecer lo que debemos ser y no lo que somos?

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La duda puede nacer en quien entienda superficialmente cuanto hemos expuesto; pero no puede
darse en quien ha observado bien el alma de Francisco y ha estudiado con serenidad sus enseñanzas sobre el
buen ejemplo. Es demasiado evidente que cuando Francisco inculca el buen ejemplo, no inculca mostrar lo
que no se es, sino ser lo que se debe mostrar. Por ello, la virtud del buen ejemplo se convierte en una virtud
interior profundamente arraigada e implica una obligación de conciencia.

La Admonición 21 armoniza plenamente con esta línea de ideas: «¡Ay de aquel religioso que no retiene
en su corazón los favores que el Señor le manifiesta y, en vez de darlos a conocer a los demás por las obras,
prefiere manifestarlos a los hombres por medio de palabras con la mira en la recompensa! Este tal recibe su
recompensa, y poco fruto cosechan los que le oyen» (Adm 21,2-3).

Puede afirmarse que la simplicidad, el rechazo de cualquier doblez, era precisamente una de las
virtudes que san Francisco practicaba con mayor heroísmo, con sacrificio personal y con una escrupulosidad
que llega incluso a hacernos sonreír. Recuérdese, por ejemplo, cuando su guardián quiso que se cosiese en el
interior del hábito una piel de zorra para mitigar el frío y cómo tuvo que resignarse a que se cosiera parte
dentro y parte fuera «para hacer ver que Francisco no quiere ser uno por fuera y otro por dentro» (2 Cel 130;
cf. EP 62ss); o recuérdese también aquella vez en que le mandó al hermano acompañante que, echándole una
soga al cuello, lo arrastrase por las calles de Asís pregonando que Francisco, a quien tenían por santo, era un
glotón que había comido carne de pollo (1 Cel 52; EP 61). Por eso, quería que el ministro general «si alguna
vez necesitare de alimento más especial y mejor, no lo tome en oculto, sino en público, para evitar a los
demás la vergüenza que habrían de pasar si tuvieran que proveerse en sus enfermedades y achaques» (EP
80).

Sin embargo, los hermanos no deben cesar de hacer el bien, aun cuando se les pueda tachar de
hipócritas: «Y, aunque les tachen de hipócritas, sin embargo, no cesen de obrar bien» (1 R 2,15).

Era tal el interés que Francisco tenía en que no se fingiese lo que no se era realmente, que podría
verse una contradicción entre esta actitud y cuanto hemos afirmado en el número anterior: en efecto, quería
que se ocultasen las propias virtudes. De hecho, Tomás de Celano dedica un capítulo de su Vida segunda a
este tema: Cómo ocultaba las virtudes (2 Cel 139); san Francisco, a veces, recurría a excusas ingenuas para
ocultar sus mortificaciones; por ejemplo, cuando esparcía ceniza sobre la comida que le habían preparado,
decía a sus hermanos que la hermana ceniza es casta (TC 15).

La contradicción es sólo aparente. Es igual que concordar los distintos textos evangélicos que se
refieren a este mismo tema como, por ejemplo: «Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo
que hace tu derecha» (Mt 6,3), y «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Se puede, en efecto, hacer lo
uno y lo otro, como enseñó san Gregorio.[18] Cuando se hace el bien, y se hace con recta intención,
procurando rechazar la vanagloria y la ficción, no hay peligro si los hombres nos miran, antes bien es útil
enseñar con nuestra propia vida cómo se camina por el camino del Señor.

Pero había algo que merecía ser ocultado: «Bueno es mantener ocultó el secreto del rey» (Tob 12,7),
es decir, las gracias extraordinarias: «Tenía la experiencia de que es un gran mal comunicar todo a todos y
sabía que no puede ser hombre espiritual quien no tiene más secretos ni secretos más importantes que los
que se reflejan en el rostro y que por lo que exteriorizan pueden ser juzgados en todas partes por los
hombres» (1 Cel 96). Y la Admonición 28 dice: «Dichoso el siervo que atesora en el cielo los bienes que el
Señor le muestra, y no desea, con la mira en la recompensa, ponerlo de manifiesto a los hombres, porque el
Altísimo mismo pondrá de manifiesto sus obras a quienes le agrade. Dichoso el siervo que guarda en su
corazón los secretos del Señor»; y sabemos con cuánta solicitud ocultó el don de las llagas (2 Cel 135ss).

Además de los dones sobrenaturales, había que ocultar también las obras extraordinarias de
supererogación: por eso buscaba excusas, ingenuas a veces, para ocultar sus mortificaciones. Y esto de un
modo especial, pues otra de las características del buen ejemplo franciscano es precisamente el rechazo de
cualquier singularidad. Debe darse ejemplo en la perfecta observancia de los deberes de la propia vocación,
no con rarezas y extravagancias, que son con tanta frecuencia peligrosas: «Hay que evitar siempre la
singularidad, que no es sino un precipicio atrayente» (2 Cel 28). San Francisco temió siempre por quien se
entregaba a singularidades, como aquel hermano que observaba un silencio tan riguroso que, para no
romperlo, «tenía por costumbre confesarse no de palabra, sino con señas» (2 Cel 28); o aquel otro que, so
pretexto de mayor perfección, se había separado de la compañía de los hermanos y vagaba por el mundo
«como peregrino y huésped», con una túnica más corta y una capucha diferente a la de los demás (2 Cel 32-
33).

La singularidad, de hecho, puede conducir a otro vicio del que debe huir el espíritu del buen ejemplo
franciscano: la búsqueda de la vanidad, la vanagloria. San Francisco amonesta y exhorta a sus hermanos en la

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Regla a guardarse de la soberbia y de la vanagloria (2 R 10,7; 1 R 17,9). Sus buenas obras no deben
ensoberbecerlos; por eso, no deben arrogarse el derecho de juzgar o despreciar a «quienes ven que se visten
de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y
despréciese a sí mismo» (2 R 2,17). Deben esforzarse por hacer todo cuanto puedan, y luego decir: «Somos
siervos inútiles» (1 R 11,3; 23,7; cf. Lc 17,10). Celano describe ampliamente el odio de san Francisco a la
vanagloria y su solicitud por mantenerse inmune de la misma, y además de los ejemplos sobre este punto
esparcidos en diversos lugares de sus biografías, dedica cinco capítulos de la Vida segunda a este tema (2 Cel
93-97).

Un aspecto del buen ejemplo franciscano que no conviene descuidar es que éste es un componente
importante para la buena fama de la Orden. De ahí la frecuente referencia de Francisco al deber de evitar el
escándalo; de ahí su prohibición de tratos sospechosos (2 R 11,1); de ahí su prohibición de actuar como
padrinos de bautismo, para que «no se origine escándalo» (2 R 11,3). Ya vimos anteriormente cómo le
disgustaba a san Francisco tener noticias de cualquier escándalo provocado por sus hermanos (cf. cap. I, 3),
pues las obras de los malos menoscaban también la reputación de los buenos (2 Cel 157).

Si, por una parte, el buen ejemplo no debe ser nunca fingimiento, ni estar motivado por respetos
humanos, ansias de vanidad, etc., debe advertirse también la influencia que la estima o el juicio de los
hombres pueden tener sobre nuestra actitud interior.

«Un día que, conducido en un asnillo -la debilidad y los achaques no le permitían andar a pie-,
atravesaba por la heredad de un campesino que estaba trabajando en ella, corrió éste hacia el Santo y le
preguntó con vivo interés si era él el hermano Francisco. Y como el varón de Dios respondiera con humildad
que era el mismo por quien preguntaba, le dice el campesino: "Procura ser tan bueno como dicen todos que
eres, pues son muchos los que tienen puesta su confianza en ti. Por lo cual te aconsejo que nunca te
comportes contrariamente a lo que se espera de ti"» (2 Cel 142). Sigue relatando Celano que, cuando
Francisco oyó esto, se desmontó del asno y, postrado delante del campesino, le besó humildemente los pies y
le dio gracias por el favor que le había hecho con la advertencia. El beato Gil llama dichoso a quien sabe sacar
motivo de edificación de todo (Dicta 28).

Precisamente la estima de los hombres puede ser recibida como un estímulo a esforzarnos en ser lo
que ellos creen que somos y, tal vez, no somos. ¿No puede provenir esta eficacia incluso de una alabanza y un
aliento a ser mejores? No se ha borrado de mi mente lo que leí, hace más de quince años, de un joven
fallecido en 1931, a los 21 años: «El sistema pedagógico que adopto conmigo mismo es algo extraño; no sé si
es lícito, pero creo que debería serlo, pues lo considero idóneo y necesario para mi perfeccionamiento
espiritual: procuro aparecer a los otros, y a veces a mí mismo, como quisiera ser realmente. De esta actitud
podría derivarse una situación ambigua y falsa y yo, para impedirlo, procuro acercarme con la voluntad al
ideal que me he propuesto. En cierto sentido, asumo continuamente con los demás, para no engañarles, el
compromiso moral de ajustar mi personalidad real a la personalidad que ellos ven en mí».[19]

También esto puede ser fruto del esfuerzo en dar buen ejemplo, un fruto totalmente ventajoso para
quien practica esta virtud; y así, aun cuando naciese alguna vez cualquier sentimiento de vanidad, puede ser
corregido con la recta intención y con un reforzado propósito de mejoramiento personal.

CONCLUSIÓN

Creemos que esta evocación de la virtud franciscana del buen ejemplo no habrá resultado vana.
Nunca es inútil para un hijo repensar las ideas predilectas de su padre.

La encíclica del P. General, Fr. Pacifico Perantoni (2 de agosto de 1949), que propone un programa de
vida franciscana para nuestros días, parece confirmar esta impresión nuestra. En ella se hace referencia, en
repetidas ocasiones, al buen ejemplo, especialmente en su aspecto apostólico, el aspecto por el cual san
Francisco lo inculcó tanto. Reproducir sus mismas palabras puede ser la mejor conclusión de nuestro estudio:
«¿Cuál es la misión franciscana en el momento actual? No puede ser otra que la de los orígenes: vivir y ayudar
a vivir el Evangelio. El mundo necesita volver a las verdades esenciales...; viéndolas en la concretez de nuestra
vida logrará conmoverse, tener de nuevo fe en sí mismo y, quizá, retornar al Evangelio. Los hermanos
menores deben, como san Francisco, hacer presente el Evangelio en todos sus actos, en todas sus palabras;
deben testimoniar que Jesucristo es realidad viva y operante, que su doctrina es la única verdadera, la única
buena, que su amor es la única fuerza constructiva, capaz de llevar a cabo obras que ni la potencia, ni la
riqueza ni la astucia del mundo saben realizar».[20]

El mismo P. Perantoni, en su encíclica sobre la espiritualidad franciscana, al explicar la actividad


externa de la Orden, remacha aún más claramente tales ideas, considerando el buen ejemplo como el primer
método de apostolado: «El buen ejemplo, al que nuestro Padre amaba y privilegiaba tanto que lo prefería a
https://franciscanos.org/espiritualidad/GhinatoA-ElBuenEjemploFranciscano.htm 14/16
28/3/23, 19:01 A. Ghinato: El buen ejemplo franciscano

otras formas más ostensibles de apostolado, será siempre nuestro primer modo y medio de apostolado. Todo
franciscano ha recibido la vocación al buen ejemplo: para ello nos ha llamado el Señor en esta última hora del
mundo. Este apostolado puede ser practicado por todos los hermanos, incluso por el hermano más humilde y
por el menos dotado de dones apreciados por los hombres. Es además un deber para todos nosotros. Nuestro
seráfico Padre tenía la profunda convicción de que existe como un contrato entre nosotros y el mundo, de
manera que si nosotros observamos fielmente nuestros propósitos y damos con ello buen ejemplo, podremos
recibir con justicia cuanto nos haga falta en nuestras necesidades diarias».[21]

Nos parece que estas palabras son un resumen fiel y completo de todo cuanto hemos expuesto en el
presente trabajo.

***

NOTAS:

[1] Las frecuentes citas que irán apareciendo a lo largo del estudio prueban nuestro aserto: aun
cuando hemos limitado la investigación a un número bastante reducido de fuentes franciscanas,
concretamente a las más genuinas y que examinan casi exclusivamente la vida del seráfico Padre, hemos
encontrado centenares de alusiones al buen ejemplo; no las hemos reproducido todas.

[2] «Considero al bienaventurado Francisco como espejo santísimo de la santidad del Señor e imagen
de su perfección» (2 Cel 26).

[3] Véase el capítulo dedicado a este tema en H. Felder, Los ideales de san Francisco de Asís, Buenos
Aires 1948, Desclée, Cap. II: San Francisco y Cristo, págs. 41-60.

[4] Véase 2 Cel 61; EP 20. Celano narra este hecho refiriéndolo a Greccio y en un día de Pascua; el
Espejo de Perfección «el día de la Natividad del Señor en el lugar de los hermanos sito en Rieti».

[5] «Hubo algunos que, al cabo de dos años de su conversión (de Francisco), comenzaron a animarse a
seguir su ejemplo de penitencia» (TC 27).

[6] Los «ejemplos de antiguos» se refieren a las tentativas y consejos de algunos ministros a san
Francisco para que adoptara alguna de las reglas monásticas ya aprobadas por la Iglesia, como la de san
Agustín o la de san Benito.

[7] Fray León, Intentio regulae S. P. N. Francisci, en L. Lemmens, Documenta antiqua Franciscana, I,
Quaracchi, 1901, pág. 96. En lo sucesivo citaremos, en el cuerpo del texto: Intentio y, a continuación, la
página.

[8] Dicta Beati Aegidii Assisiensis, Quaracchi, 1939, 2ª ed., pág. 69. En lo sucesivo: Dicta, seguido de la
página.

[9] «... temía mucho el escándalo...» (Intentio 99).

[10] Oficio litúrgico de la festividad de san Francisco; véase 1 Cel 35.

[11] Fray León, Vita fratris Aegidii, en Documenta antiqua Franciscana, I, página 42.

[12] Ibíd.

[13] Véase Fray León, Verba Sancti Francisci, en Doc. ant. Franc., I, pág. 105s.

[*] «Opere docuit illas se cinerem reputare, nihilque cordi eius aliud approximare de ipsis, nisi hac
reputatione condignum». Es curioso comprobar la diversidad de traducciones que de esta intrincada y difícil
frase hacen las distintas ediciones. Véanse, por ejemplo, las dos ediciones de la BAC: la de Legísima-Gómez
Canedo y la de Guerra, la de Fonti Francescane, la de Editions Franciscaines, etc. Por nuestra parte, nos
inclinamos por la siguiente: «Con esta acción les enseñó que se reputaba ceniza, y que nada de ellas que no
fuera conforme a esa reputación que tenía de sí mismo le llegaba al corazón». Véase, sobre este gesto, el
artículo de Raoul Manselli, El gesto como predicación para san Francisco de Asís, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. XI, núm. 33 (1982) 413-426.

[14] Suma Teológica, I, p. 1, a. 8, ad. 2.

[15] Véase, por ejemplo, 1 Cel 7 (el tesoro escondido; la esposa noble y bella); 2 Cel 16 (la mujer pobre
del desierto); 2 Cel 113 (los dos embajadores enviados por el rey a la reina); etc.

https://franciscanos.org/espiritualidad/GhinatoA-ElBuenEjemploFranciscano.htm 15/16
28/3/23, 19:01 A. Ghinato: El buen ejemplo franciscano

[16] Fray León, Vita fratris Aegidii, pág. 43.

[17] Jordán de Giano, Crónica, en Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 240.

[18] Hom. II in Evang.; PL, 76, col. 1115.

[19] F. Ferroni, Clima francescano di un giovane. Gianni Simeoni, en Le Venezie Francescane 3 (1934)
32.

[20] P. Pacificus M. Perantoni, Litterae Encyclicae, en Acta OFM 66 (1947), pág. 123s.

[21] Id., Litterae Encyclicae de Spiritualitate Franciscana, en Acta OFM 69 (1950), pág. 236.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, núm. 33 (1982) 389-412]

https://franciscanos.org/espiritualidad/GhinatoA-ElBuenEjemploFranciscano.htm 16/16

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