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28/3/23, 18:59 Francisco Andrés de la Cruz, Francisco de Asís ¿monje?

DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana

FRANCISCO DE ASÍS, ¿MONJE?


por Francisco Andrés de la Cruz
  Con alguna frecuencia se resalta la distancia entre la vida monacal y la forma de vida  
iniciada por Francisco, quien habría querido liberarse y liberar a su Orden de las estructuras de
monacato. Aunque haya mucho de verdad en esto si se toman en consideración las formas
externas y las maneras concretas de encarnar el Evangelio, sin embargo, cuando se va a la raíz
profunda de todo fenómeno auténticamente cristiano, como lo son el monacal y el franciscano, se
ven las coincidencias y el origen común en la persona y mensaje de Cristo. Texto original en Yermo,
10 (1972), 123-129.

«Deus meus et omnia». En vano buscaremos estas palabra entre los escritos
del Santo y, sin embargo, nada tan exacto, en su extrema concisión, para definir al
hombre y su ideal. Programa de una vida singular, apasionante, indefinida aventura
hacia Dios, cuya existencia cobra tales proporciones que, de no ser real, resultaría
inexplicable una vida sin otro punto de apoyo que el mismo Ser supremo. «El
hombre que adora a Dios, reconoce que no hay otro Todopoderoso más que Él. Lo
reconoce y lo acepta. Profundamente, cordialmente. Se goza en que Dios sea Dios.
Dios es; eso le basta. Y eso le hace libre. Si supiéramos adorar, nada podría
verdaderamente turbarnos; atravesaríamos el mundo con la tranquilidad de los
grandes ríos» (Eloi Leclerc: Sabiduría de un Pobre).

He ahí el secreto del Poverello. Un secreto que da talla de gigante a su


desarrapada figura de mendigo, cruzando la bella geografía de la Umbría natal, no sólo con la tranquilidad de
los grandes ríos, sino incluso con el lirismo de un trovador, la alegría de un juglar, el encanto primitivo y
simple de las cosas creadas. Porque creatura se siente Francisco, y como tal, ligado y dependiente del Creador.
Él conoce y acepta esta dependencia absoluta, mas no sólo eso: buscará el modo de incrementar lazos de
unión y corresponder a la primera manifestación de Dios, que siempre lleva la iniciativa. Estamos ante el
hombre religioso, cuya única meta se sitúa en lo escatológico. Se trata de dar unidad y coherencia a todas las
fuerzas de la persona polarizando ideales y quehaceres en una sola dirección: Dios. Si Francisco fue o dejó de
ser revolucionario, si promovió obras sociales, si inició nuevas tendencias y concepciones en las más diversas
ramas de la historia humana, todo ello pasó desapercibido a su voluntad. Su caso es de simple y total
adhesión a un amor único, totalizante. Lo demás... lo recibió por añadidura en una aceptación activa de las
consecuencias de su entrega.

Se ha barajado, posiblemente hasta el abuso, el binomio Francisco-Pobreza. Y es cierto que él mismo,


usando formas de la lírica provenzal en moda por aquel entonces, nos habla de desposorios con Madonna
Povertà. Pero él no la ha querido en sí misma; estima tan sólo que es la condición impuesta por su verdadero
y definitivo amor. Y la única manera, piensa él, de lograr una comunidad de amigos y hermanos, imposible de
realizar allí donde cada cual se afana por labrarse una fortuna. En esta doble perspectiva Dios-Fraternidad, y
sólo desde ella, nos será posible enfocar con probabilidades de éxito la vida y la obra del Santo de Asís.

Aceptada de esta manera, la más absoluta pobreza, se vive sin hastío y hasta con gozo. Una vez libre
de preocupaciones materiales el hombre puede dedicarse con entera libertad a lo que más importa: amar a
Dios y servir a los hombres. Y eso solo, así de sencillo, así de grandioso, constituye el programa básico y total
de Francisco. Que dicho en otras palabras, muy de su gusto, consiste en imitar a Cristo y éste crucificado,
según el molde de la teología paulina. De este modo le encontramos desbrozando el terreno para que florezca
una nueva espiritualidad acorde con la mentalidad renacentista que se viene fraguando y que, si bien a
nosotros nos parece superada en buena medida, vino a resolver una urgente crisis de la espiritualidad
medieval que se sentía perecer de inanición, falta del alimento litúrgico en plena decadencia. Dio fecundos
frutos a la Iglesia de la modernidad y, aun en nuestros días, rebasados los estrechos límites de polémicas
extremistas, puede comunicarnos parte de su inmarcesible vitalidad. Estoy hablando de la «devotio moderna»
que, en su vertiente decadente, produjo una espiritualidad demasiado subjetiva, antropocéntrica, sensiblera
e individualista.

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A pesar de todo, no creo que el hijo de Pietro Bernardone, como él mismo gustaba llamarse, se sitúe
en una línea de ruptura con la tradición ascética de la Iglesia. Todo movimiento y todo genio en la historia, es
el resultado de un largo proceso madurativo, por innovador e insólito que nos parezca. En el caso de
Francisco, tal vez me atreva a demasiado: no sólo no rompe con la herencia religiosa de siglos anteriores, sino
que me parece un nuevo brote pujante y vigoroso del viejo germen sembrado en los desiertos egipcios por los
primeros monjes, adaptado a las condiciones del suelo itálico y del siglo XIII, ¿Francisco, monje? Me gustaría
decir que sí, si no temiera la errónea interpretación a que ello se presta. Nuestro primer asombro ante
semejante juicio puede proceder de la representación que instintivamente nos formamos de la idea de
monje, quizá confundiéndolo con una de sus modalidades: el benedictino.

Que san Francisco era un contemplativo, no necesita demostración. Su mística, trabajada en penosa
ascesis, logró alturas que nada desmerecen junto a un san Juan de la Cruz o una santa Teresa. La
estigmatización en Monte Alvernia es el hecho culminante y más representativo del esfuerzo del hombre por
acercarse a Dios. La oración en su vida no será un hecho, ni siquiera el más importante. El mismo se hace
oración; ocioso resulta deslindar su trato con Dios del resto de sus actividades. Tampoco podremos establecer
con precisión los límites entre sus rezos litúrgicos y su plegaria individual. Ya se ha dicho que el siglo XIII
muestra síntomas de resquebrajamiento en la liturgia; el latín, sobre todo, entre otros factores, la han alejado
del pueblo, y el hijo de un burgués mercader que se hace hermano de mendigos es esencialmente hombre
del pueblo y fruto de su época. No podía gustar de las artificiosas ceremonias celebradas en la corte papal, en
catedrales y grandes abadías. El Oficio Divino y la Misa recuperan con él la ascética sobriedad de los Padres
del Yermo. Pero el «Cristo de la Edad Media» no podía carecer de una privilegiada conciencia de Iglesia. Por
eso, aunque sus fórmulas de oración no tengan demasiado que ver con las rúbricas canónicas, su contenido,
profundamente bíblico, y su intención, le hacen desbordar la dicotomía litúrgico-no litúrgico, para situarse por
encima de todo ello en un plano donde lo uno y lo otro se funden unificando la espiritualidad individual en el
seno de la comunidad orante. Eclesial, por tanto, y litúrgico, concluiría yo. Orar, mantenerse abierto en
postura receptiva ante las emisiones de lo Alto, parece constituir el fin de las aspiraciones franciscanas, según
se desprende de repetidos textos tanto escritos por el mismo Santo como transmitidos por las más antiguas
narraciones y biografías.

Mas, se me objetará, con Francisco nace en la Iglesia, prácticamente, la vida religiosa activa. ¿Cómo
explicar este fenómeno de dedicación ministerial en un contexto tan contemplativo como el recién expuesto?
En principio, no hay pugna alguna entre apostolado y contemplación. Los llamados monjes itinerantes o
peregrinos dieron en los primeros siglos una estampa muy parecida a la que formaban en Italia los
vagabundos hermanos menores. San Basilio fundamenta el monacato oriental asociado a obras de
beneficencia. Dentro de nuestra cultura latina, monjes fueron los evangelizadores de Europa y, apenas una
centuria antes del fenómeno franciscano, san Bernardo, de la reciente reforma de Cîteaux, espíritu
rigurosamente monástico y contemplativo, como pocos, fue el gran hombre de acción de su tiempo. Y no ya
tan sólo en las tareas propias de su condición de clérigo y de su jerarquía, sino en los más diversos campos de
actividad humana: de la política a la literatura. Si todos estamos de acuerdo en que el ministerio no es el fin
del monacato, a pesar de los hechos aducidos, igualmente lo estaremos en el caso que nos ocupa. En primer
lugar, porque para ser eficaces es necesaria la organización y el empleo de grandes medios que limitarían la
evangélica libertad otorgada por Dama Pobreza. Y además, porque nada tan lejos de la mentalidad del Santo
como una orden clerical dedicada al apostolado, aunque con el andar de los tiempos haya podido llegar a
serlo. Su concepto laico de la vida religiosa es un nuevo punto de contacto con las primeras generaciones
monásticas. Entendemos, con una gran parte de los teóricos del monacato cristiano, que éste no añade nada
a la única espiritualidad válida: la evangélica. Se trata más bien de una radicalización de los compromisos
bautismales, una profundización en el mensaje de Cristo.

Lo importante no es «hacer», sino «ser»; no «producir», sino «vivir»: «El Señor no nos ha llamado a
formar una orden poderosa, una universidad o una máquina de guerra contra los herejes. Una orden
poderosa tiene un fin preciso. Tiene algo que hacer o defender y se organiza en consecuencia. Es preciso ser
fuertes para ser eficaces. Pero el Señor no nos ha pedido a nosotros, hermanos menores, ni hacer ni reformar,
ni defender nada en la Santa Iglesia. El mismo me ha revelado que debíamos vivir según la forma del santo
Evangelio. Vivir, sí, simplemente vivir. Eso sólo, pero plenamente» (Eloi Leclerc, Sabiduría de un Pobre).

Y es en esto, precisamente, donde yo veo la identidad entre monacato y franciscanismo,


distinguiéndolos de las órdenes no monásticas en que éstas tienen un fin preciso, una labor concreta que
desarrollar en la Iglesia: enseñar, predicar, atender enfermos, evangelizar... Misiones que, en sí, pueden ser
realizadas por un monje o por un franciscano, pero jamás tomadas como fin particular de su vida o mensaje
fundamental. De manera que a cualquier cosa pueden aplicarse los hermanos con tal que «no apaguen el
espíritu de la santa oración y devoción al cual las otras cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2).

Alma mediterránea, san Francisco no puede contener en sí mismo el ímpetu de tanto amor. De este
afán de comunicación nace su peculiar apostolado, que consiste en desbordarse en manifestaciones
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altruistas. No intenta, siquiera, dar lo contemplado a los demás; es, simplemente, contemplar de otro modo,
como el enamorado al cantar los encantos de su amada. En suma, puro lirismo: manifestación externa de
íntimos sentimientos. Bajo este prisma, idéntico valor activo y contemplativo adquieren a la vez el Cántico del
Hermano Sol o el cuidado de la leprosería; lo mismo da predicar a una muchedumbre de campesinos que a
una banda de golondrinas. El Amor no es amado, ésa es su amargura; y su intención, que todo, hombres,
animales, plantas, lleguen a venerarlo.

¿Qué otro elemento distinguiría al franciscanismo del monacato? -Algo que no siempre fue ley entre
los monjes: la clausura. Y algo específicamente benedictino: la estabilidad.

Por cierto que aquí es donde Francisco muestra toda su originalidad: para él no hay más claustro que
el mundo, más comunidad que la humana, en su rica variedad étnica y cultural. Auras que presienten luces
del cercano Renacimiento: Humanismo universalista, libertad, individualidad. Y en ésta misma línea revelará
su mayor limitación: la falta de dotes de organizador, de hombre de gobierno. Pero es que está convencido,
tal vez, del fracaso a que conduce la tentativa de modelar desde fuera una vida que es ímpetu individual y
carismático. Por eso con un respeto hacia la persona que aún hoy tiene mucho que decirnos, logra juntar en
su espontáneo y primer jardín, la Porciúncula, flores las más diversas, cada cual con su belleza y aroma
propios. Nada de impersonal, nada de hieratismos. El individuo es considerado obra maestra e irrepetible del
Gran Escultor, y como tal debe ser tratado, amado y venerado. La unidad no se fundamenta en paralelismos
disciplinarios, sino exclusivamente en el amor; cada uno debe amar a su hermano tal como es, sin tratar de
reducirlo a su imagen y semejanza. Es la única forma válida de salvaguardar el espíritu comunitario y combatir
subjetivismos. Unidad en la pluralidad. Y el Santo, incapaz de teorizar sobre estos particulares, deposita tan
frágil tesoro en la buena voluntad de sus hermanos. De modo que la historia franciscana va a constituir una
multisecular lucha entre extremos irreconciliables que en vano tratarán de buscar el medio virtuoso. Ley-
carisma, organización-individuo, obediencia-libertad, claustro-mundo... es la dialéctica de más de siete siglos
interpretando el desconcertante espíritu de Asís. Indudablemente, la humanidad no estaba preparada, y me
temo que aún hoy tampoco lo esté, para recibir semejante mensaje. Francisco, que vivió en toda su crudeza
los primeros combates, saboreó hasta la saciedad el cáliz de la amargura, se sintió fracasado y terminó por
rendir armas entregando vida y obra en manos del verdadero Autor, de quien él se reconoce pobre e inútil
instrumento. Es un gesto sublime, casi dramático, de anonadamiento total, de absoluta renuncia a sí mismo,
de acatamiento incondicional de la voluntad de Dios.

A lo mejor fue consciente de su ineficacia como legislador. O convencido, quizá, de que el espíritu no
puede someterse a leyes frías y rígidas, rehusó en principio la idea de codificar sus enseñanzas y vivencias,
transmitidas originariamente con la misma naturalidad con que el pájaro echa a volar a sus polluelos; por vías
de la pura experiencia. La Regla fue una imposición de la Curia Romana y de fray Elías, a quien hay que
reconocer, por lo menos, innegables dotes de mando y sentido de organización. Aún así, el primer documento
salido de las manos del Estigmatizado, debió ser tan falto de toda lógica jurídica y sentido práctico, que los
interesados le obligaron a redactar otra. La segunda tampoco debió agradar a los canonistas, que vieron en
ella una bonita colección de sentencias bíblicas más que un código legislativo. Lo cual era, justamente, lo que
deseaba el Santo, porque «nuestra vida y regla es guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo...» (1
R 1; 2 R 1,1). La tercera versión, conservada y vigente en la actualidad, sigue en la misma línea de evangélica
ingenuidad y nos aleja inmensamente del resto de la producción legislativa eclesiástica. Doce breves capítulos
confeccionados con retazos del Evangelio, es cuanto se pudo conseguir de aquél hombre, consecuente hasta
el fin consigo mismo e incapaz de traicionar su primera adhesión a las palabras «sin glosa» de Cristo.

Hombre, pues, tradicional y revolucionario, monje y heraldo del Gran Rey, poeta y asceta, realista y
soñador, medieval y moderno, Francisco de Asís es una genuina encarnación del genio meridional en la
décimo tercera centuria. «El italiano más santo y el Santo más italiano», dicen en su Patria. Y es que,
indefinible, inclasificable, reacio a todo encasillamiento, con una personalidad única, inconfundible...
Francisco de Asís, es simplemente, Francisco.

[Selecciones de Franciscanismo, vol., II, núm 5 (1973) 179-183]

Zurbarán: Meditación de San Francisco

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