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No “es Palabra de Dios”

Cuando se habla de la importancia de obedecer las normas litúrgicas, a veces


parece que se trata simplemente de cumplir una norma por cumplirla, como si
fuese algo arbitrario que la Iglesia ha decidido porque sí, al estilo de utilizar
metros en lugar de pies o kilos en vez de arrobas. Es necesario resaltar, sin
embargo, que al desobedecer las normas litúrgicas prácticamente siempre el
cambio es a peor. Es decir, casi invariablemente el “invento” del
francotirador litúrgico es más ramplón, más superficial, más mundano,
menos tradicional y, por supuesto, menos bello que el original.
Vamos a ver un ejemplo muy sencillo. Al final de la primera y la segunda
lecturas, el lector debe decir: “Palabra de Dios”. En cambio, una gran cantidad
de los que leen en las misas dicen cosas como “Es Palabra de Dios” o
“Esto es Palabra de Dios” o, como he escuchado esta misma mañana,
“Hermanos, esto es Palabra de Dios”.
Ciertamente, el cambio es pequeño y a menudo inconsciente. En el primero de
los casos, la diferencia es de solo dos letras. Bastan, sin embargo, esas dos
letras para cambiar completamente el sentido del rito.
Los bienintencionados lectores que cambian la expresión que deben utilizar lo
hacen en virtud de una mentalidad típica de nuestra época, que, por el
hecho de serlo, suele resultar invisible para nosotros. Se trata
del intelectualismo: la (monumentalmente errónea) idea de que todo cabe en
la inteligencia humana y, por lo tanto, hay que explicarlo todo. O, dicho de otra
forma, la obsesión por “resolver” los misterios, ordenarlos, clasificarlos y,
finalmente, desestimarlos como algo ya sabido y dominado. Es una mentalidad
que infesta el pensamiento occidental desde la Ilustración e incluso antes,
desde los racionalistas del siglo XVI. Así nos va.
¿Cómo se plasma todo esto en las palabras que se recitan después de las
lecturas de la misa? Cuando un lector dice “Esto es Palabra de
Dios” o algo similar, su afirmación es de tipo racional, analítico
y explicativo. Pretende explicar la naturaleza de lo que se ha leído. Sin
duda, lo que dice es cierto, pero en realidad resulta superfluo, porque no hay
nadie en la asamblea que no lo sepa. Planteada así la cuestión, la respuesta
de la asamblea no tiene sentido. Más bien, el diálogo en ese caso debería ser
algo así:
Lector: “Esto es Palabra de Dios”.
Asamblea: “Ya lo sabemos”.
Esta disonancia se debe a que lo que la Iglesia propone no es una
explicación, sino algo muy diferente: una aclamación.
“Después de cada lectura, el lector propone una aclamación, con cuya respuesta el
pueblo congregado tributa honor a la Palabra de Dios recibida con fe y con ánimo
agradecido” (IGMR 59)
Aclamar un misterio no es pretender explicarlo, sino en cierto modo lo contrario:
sorprenderse y asombrarse ante él. La explicación domina intelectualmente lo
explicado, la aclamación es la respuesta ante algo que nos supera por
completo. El que explica está enseñando a los demás, el que aclama se une
humildemente al coro de los que honran a alguien que está muy por encima de
todos ellos.
En ese sentido, la aclamación del lector después de la lectura, a la que
responde otra aclamación del pueblo es similar a la costumbre antigua de
decir: ¡Viva el rey! O ¡viva España!, que son una forma de manifestar el
respeto y el honor debidos al rey o a la propia patria. O, en un ámbito religioso,
recuerda a Santo Tomás que, al ver a Cristo resucitado, exclamó: ¡Señor mío
y Dios mío! Más que una afirmación, fue una exclamación de contemplación y
adoración por parte del Apóstol. No intentaba explicar el misterio divino, sino
reconocerlo y aclamarlo agradecido.
Del mismo modo, la aclamación después de las lecturas, tal como la entiende
la Iglesia, es expresión del asombro agradecido de los cristianos ante el
hecho abrumador de que, entre ellos, se ha escuchado la misma Voz de
Dios. Como en el caso de los discípulos de Emaús, nuestro corazón salta de
gozo al oír al Señor y termina por prorrumpir en la alabanza a Dios: “Palabra de
Dios. Te alabamos, Señor”.
Para comprender esto, basta que nos fijemos en un hecho muy curioso: las
palabras del lector y la respuesta del pueblo se pueden cantar. Esto no
tendría sentido en un texto explicativo: nadie canta las instrucciones de uso de
su televisor, ni las leyes del electromagnetismo de Maxwell. En cambio, una
aclamación, por su propia naturaleza, está pidiendo ser cantada, porque en ella
el corazón se desborda de gozo ante el misterio que se contempla.
En resumen, al prescindir a la ligera de lo que la Iglesia nos da como Madre y
Maestra en la liturgia, generalmente lo que hacemos es cambiar el Misterio por
meras ideas humanas, la Tradición por la novedad y la aclamación por
explicación. Con ello, siempre nos perdemos algo. Y a menudo ese algo es
fundamental.

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