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SANCHEZ_OLVERA_JOSE_ELIAS

Nietzsche emprende, a partir de una guerra interior, una compleja filosofía matizada en frases
iracundas y en una intempestiva desobediencia frente a las formas de la academia y la erudición,
rebelándose ante el estilo acartonado del filósofo de cubículo, del impecable sistema teórico, de
los castillos conceptuales fielmente erigidos durante la modernidad. Contra el escolasticismo y el
pensamiento distante de la existencia, el “Anticristo” piensa en una filosofía que vuelva a la
existencia misma su objeto de estudio, sin cometer el tradicional equívoco de la superioridad
moral e intelectual de explicarla a partir de categorías y valores tajantes y definitivos.

El filósofo alemán teje un discurso polivalente que se enreda en los senderos del lenguaje poético,
pero apropiándose de lo cotidiano. Persuade al lector a afrontar valientemente sus días, “a dejar el
gran hastío del hombre que estrangula y se desliza en la garganta”. Compone una sinfonía en la
cual el coro ha de ser interpretado por “los espíritus libres”, “los liberados de las cadenas”, “los
hombres del gran anhelo”.

La filosofía de Nietzsche es una obra de amor, del profundo amor por vivir

La filosofía de Nietzsche es un canto optimista a la vida. Paradójicamente, y a pesar de la poca


congruencia con su circunstancia personal, la obra nietzscheana muestra las ilimitadas
oportunidades para decirle sí a la existencia en todo momento, y a pesar de que algún mal externo
o corporal pretenda ahogarla: hay que afirmar la vida interior, combatir las patologías del espíritu.

Nietzsche sobrellevó admirablemente los dolores de la carne. Las enfermedades físicas lo volvieron
inmune al abatimiento, al suicidio, a la indiferencia frente a la vida. Su agonía lo volcó a pensar otra
forma de habitar el mundo. Nuestro filósofo estuvo desesperado por encontrar una luz de
bienestar, en donde nada le doliera. Su filosofía es una obra de honda angustia, de la encolerizada
obsesión por querer arraigarse a lo cotidiano a pesar del sufrimiento. La filosofía de Nietzsche es
una obra de amor, del profundo amor por vivir.

"Nietzsche", de Friedrich Georg Jünger, publicado por Herder.«Nietzsche», de Friedrich Georg


Jünger, publicado por Herder.

Pero ¿cómo construir un auténtico amor a la vida en una cultura tan comprometida con despreciar
los placeres y la felicidad propia? ¿De dónde conseguir fuerzas para mantener un largo suspiro,
uno que dure hasta la muerte y nos orille a levantarnos cada día, sobrellevando de la mejor
manera lo cotidiano? ¿Cómo convertirse en héroes, en un occidente que se empeña por idolatrar a
los sufridos y a los mártires?
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Esta naturaleza heroica, con la cual se ha de enfrentar la vida, quizá depende de la construcción de
una morada propia, de una patria espiritual fundada por el “heroísmo del conocimiento”, este que
en última instancia se fragua a partir de una existencia reflexiva, dedicada al escudriñamiento de la
amplia gama afectiva, casi cósmica, del mundo interior.

Dentro del laberíntico especular nietzscheano, podemos notar una gruesa raíz enredándose con el
resto de su filosofía, en la cual se desprende el malestar de la cultura y el destrozo del auténtico
amor por la vida: el nihilismo.

El nihilismo es la patología de un espíritu genérico, de muchas individualidades despreciando la


vida, de algunos líderes dirigiendo al Estado, pensando las leyes, consolidando las religiones,
representando los movimientos culturales y creativos; muchos son nihilistas por convicción, otros
por servilismo, la mayoría por des-conocimiento. El nihilismo enfatiza su poder destructor en la
inconsciencia frente a la anulación de los instintos más básicos y la abdicación de los deseos, de
nuestros deseos.

Las enfermedades físicas lo volvieron inmune al abatimiento, al suicidio, a la indiferencia frente a


la vida

Cansados de vivir, comulgamos con valores majestuosos, inaccesibles a los únicos hombres y
mujeres posibilitados para existir: los de este mundo. Enfermos de idealismo y heridos a causa de
metas inalcanzables, frustradas por una realidad que nunca supera las expectativas, el nihilismo es
la enfermedad interior, la que sabotea el amor a la vida, sustituyéndolo por odio y resentimiento.

Amar la nada

Nietzsche fue un escritor póstumo. Tan comprometido estaba con el futuro de la cultura, que sus
palabras aniquilan su propia rutina. A veces es congruente y logra conjugar la filosofía con la acción
diaria, pero cuando lo olvida, de un instante a otro se convierte en el hombre de antiguas
costumbres, en el anticristo de la teoría, en el sabio que vaticinó la historia de los dos próximos
siglos.

Cuando el filósofo muere, apenas estaban por nacer quienes podrían entenderlo, su pensamiento
llega justo a tiempo. Aquí, después de doscientos años, nosotros ya podemos comprender por qué
esta larga historia de la cultura ha sido más bien el progreso y el perfeccionamiento de un error, de
uno que está o debería estar por culminar: el largo asentamiento del nihilismo.
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El nihilismo es la enfermedad interior, la que sabotea el amor a la vida, sustituyéndolo por odio y
resentimiento

Apocalíptico. Los dos siglos posteriores al fallecimiento de Nietzsche estarían marcados por un
nihilismo totalitario. Un espíritu de venganza contra la existencia dominó las comunidades
humanas hasta verlas estallar. La violencia que destruye el rostro de naciones enteras es la
consecuencia objetivada del hondo desprecio a la vida. Con el advenimiento del nihilismo nace un
apasionamiento por la muerte.

Pero el instante álgido del nihilismo es el continuo regreso de la tormenta, que cargando sus nubes
con rígidos valores y aspiraciones —mismos que través de centurias parecen irse perfeccionando
—, revientan cada vez que no pueden contener dentro de sí una exigencia más.

El nihilismo es esta rebeldía frente a la obsesión de convertirse en el hombre perfecto o, como


escribirá el filósofo en el cuarto volumen de los Fragmentos póstumos, en el “valiente, casto,
probo, fiel, creyente, recto, confiado, abnegado, compasivo, altruista, concienzudo, simple, suave,
justo, generoso, tolerante, obediente, desinteresado, sin envidia, benévolo, trabajador».

La imposibilidad de cumplir la celestial idea de la bondad absoluta siembra en las vísceras una
frustración que extirpa las ganas de vivir. Devaluar la vida es una de las formas más comunes de
nihilismo. Cuando las expectativas impuestas por autoridades externas –como el Estado, la familia,
la religión y el contexto común– son rebatidas por la consciencia interior, por este “heroísmo del
conocimiento” que se empodera del criterio propio. Cuando el nihilismo destrona el sentido de
aquellos valores, la vida, así a secas, sin extraordinarias esperanzas, podría volverse estéril.

Devaluar la vida es una de las formas más comunes de nihilismo

El vacío sigiloso que recorre la cultura, marchitando las flores sembradas en la luna, demoliendo
rascacielos conceptuales e ideales políticos, divorciándose de una divinidad inalcanzable. Dios ha
muerto. En este siglo el desierto avanza.

Sin embargo, este tipo de afición por el vacío, mora desde el “inicio” el bosque en el cual nos
enraízanos, el invierno occidental. El nihilismo se remonta a una interpretación muy determinada
sobre el mundo, al platonismo y su posterior adaptación para fortalecer el cristianismo.
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La historia del error es la historia de esta exigente moral que le gusta negarse ante los placeres
cotidianos y que mengua las pulsiones. Este error que reprime el amor por la vida, podría
resumirse en una breve fábula.

"El crepúsculo de los ídolos", de Nietzsche, publicado por Edaf.«El crepúsculo de los ídolos», de
Nietzsche, publicado por Edaf.

Nietzsche, en El crepúsculo de los ídolos, expone en pocas páginas la historia de la moral y cómo
de ella fue floreciendo el desprecio a la vida. Primero, se legitimó dentro de la ficción de un mundo
verdadero, uno que se construía más allá de lo visible. Un trasmundo prometido sólo al virtuoso, al
que logra esta absoluta bondad a partir de su sabiduría. Platón puso una distancia entre la
experiencia común y aquella a la cual se aspira. La idea como expectativa que trascienda lo
ordinario es la primera forma de la moral.

Cuando el mundo verdadero se convirtió en promesa para cautivar fieles, el segundo episodio del
yugo moral emergió. El cristianismo hizo de ella la puerta de entrada hacia un paraíso ficticio, uno
al cual sólo se accedía tras la muerte, siempre y cuando la vida fuese llevada con sacrificios.

La moral cristiana nihiliza la vida, esperando que el creyente niegue los placeres y todo lo que lo
lleve a tener cierto gozo existencial. El cristianismo aborrece la existencia en este mundo, le declara
la guerra. Este segundo momento de la moral es la evolución de la idea platónica en cristianismo.

Si bien aquella creencia en una segunda realidad cristiana invisible a los ojos de esta tierra, y la
quimera del cielo o el infierno cristiano, van siendo superados en cierta medida por los pensadores
ilustrados. Por otro lado, las virtudes establecidas como medio para aspirar a tales paralelismos
metafísicos son ascendidas a leyes universales. La moral moderna reprime las pasiones del
individuo en aras de alinearlo a una ética estricta que controle cualquier impulso descabellado y
menosprecie los placeres de la vida.

El hombre de hace dos siglos pregona —escribirá Nietzsche en los Fragmentos póstumos— que
«los sentidos engañan, la razón corrige los errores (…) De los sentidos provienen la mayor parte de
los infortunios”. Pero el individuo contemporáneo, en momentos sigue adhiriéndose al mismo
desdén.

«Los sentidos engañan, la razón corrige los errores (…) De los sentidos provienen la mayor
parte de los infortunios”, escribe Nietzsche
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El error de la moral fue construirla a base a grandes expectativas que muy pocos podrían cumplir, y
al mismo tiempo, volverla un condicionante para aspirar a una mejor existencia, a un mundo que
nunca podría ser demostrado a partir de la vida misma. La vida en este mundo —la única posible
desde que respiramos—, bajo el férreo yugo moral, fue condenada a un espacio doloroso,
fraudulento, pero al mismo tiempo, lleno de tentaciones y placeres a los cuales se tendría que
rechazar. La vida como una maldición, como lo despreciable, una terrible prueba para lo que viene
a continuación, después de la muerte. ¿Lo que viene?

Cuando no queda nada por venir, y la cultura contemporánea supera su carácter esotérico, el
nihilismo fortalece su colosal poder destructor, conviviendo con hombres que no se vinculan más a
una autoridad trascendente, pero que siguen despreciando la vida de este mundo sin esperar
ninguna recompensa postmortem.

La moral y su consecuente secuela nihilista, mantuvo una declarada guerra contra la existencia,
creyendo que esta debía ser no vivida. Ser infiel con la vida, para volverse amante del vacío, es la
secuela de un nihilismo no superado. El hombre nihilista tiene un profundo amor por la nada.

Amarse a sí mismo

El filósofo alemán profetiza la nueva casta de hombres que mostrarán a los demás —a los
abandonados al prójimo, a los prisioneros de su estricta moral religiosa o secularizada y de su
pesimismo— una forma más natural de vivir, una que no reprima las pulsiones y deje en libertad el
desbocado espíritu del goce. Este individuo que romperá con el enamoramiento hacia la nada
confeccionando un universo significativo para sí mismo será un tipo de espíritu libre que sólo se
sujetará a su propio criterio y a ningún otro.

Pero este espíritu libre es un espíritu combativo que se ha detenido a observar la amplia gama
afectiva de su universo interior, que conoce a detalle los matices de su volición y podría, bajo un
exceso de consciencia, destruir el aturdimiento del hastío. Crearse para sí mismo un tipo de
estética existencial, desde la cual, a mayor autoconocimiento, mayor belleza podrá destinar a su
vida.

El espíritu libre es quien emplea como filosofía cotidiana un heroísmo del conocimiento, que lo
vuelca a analizar todos los ángulos de su cotidianidad, obligándose a cambiar las costumbres
anquilosadas y adoptadas sin un examen previo. Por ello, es también un librepensador que no se
adhiere a ningún valor, opinión ajena o forma de vida que no haya sido previamente reflexionada
por su crítica y desgarradora reflexión.
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Si un hombre es libre, no se adherirá a ninguna forma estática de comprender la vida

Este tipo de espíritus son libres desde el momento en que no se enraízan a ningún ideal
preestablecido de felicidad, ni tampoco mantienen los mismos intereses por tiempo prolongado,
porque eso significaría reducir sus posibilidades de experiencia. Si un hombre es libre, no se
adherirá a ninguna forma estática de comprender la vida.

Un tipo de odio hacia el detrimento de las vivencias es lo que el librepensador mostrará frente a
las pretensiones de la mayoría por buscar lo definitivo y estable, lo que dure a través de los años. El
espíritu libre no se enredará en hilos de acero, ni se comprometerá con causas a largo plazo; de
hecho, sólo se ligará a lo que no socave su potencial de ser.

"Humano, demasiado humano", de Nietzsche, publicado por Edaf.«Humano, demasiado humano»,


de Nietzsche, editado por Edaf.

Este tipo de hombres rompen cada vez que consideren oportuno sus viejos vicios y hábitos. Incluso
terminan con las personas que los frenan y con circunstancias muy deseadas en el pasado —dirá
Nietzsche en Humano, demasiado humano—, “pese a que, como consecuencia de ello, sufrirán
innumerables heridas grandes y pequeñas. Tienen que aprender a amar lo que hasta ahora
odiaban y viceversa”.

Siguiendo la fiel ambición de conocer lo que más satisfaga sus expectativas, el hombre amante de
sí mismo aprovechará la corriente interna que lo arrastra hacia ciertas cosas, que tras un tiempo
podrían dejar de complacerlo, para forjarse una idea amplia de lo que significa vivir.

Asumir un “heroísmo del conocimiento” evita que el espíritu libre sucumba a la monotonía e
inercia de la vida, aunque esto le cueste trabajo y sufrimiento; acogerá su existencia como lo más
importante y perfectible del mundo; tendrá que enamorarse de sí mismo y llevar esa pasión hasta
las últimas consecuencias. Bajo este sentido reflexivo aspirará con todo corazón a resolver el más
profundo de sus enigmas, llegando al punto más alto de su propia superación. Uno que siempre lo
fuerce, en el futuro, a destruir la creencia de que había llegado al máximo bienestar, y entonces,
comience una nueva búsqueda.

El hombre libre se mostrará agudo de cualquier síntoma autocompasivo, porque eso lo doblegaría
al conformismo y a la dependencia de un auxilio ajeno a sus fuerzas. Llegar al nivel de
conmiseración de la fragilidad propia puede volver al hombre heroico un despreciable espíritu
urgido de aprobación social, por lo que podría perder su rostro en aras de recibir amor del prójimo.
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"Más allá del bien y del mal", de Nietzsche, publicado por Alianza editorial.«Más allá del bien y
del mal», de Nietzsche, publicado por Alianza editorial.

El librepensador podrá sentirse en momentos muy solo, pero habrá de ser consciente de que no le
queda de otra más que olvidarse de la melosidad y la vacua idea de servir siempre a los demás.
Tendrá que volverse una isla y —comenta Nietzsche en Más allá del bien y del mal—, “someter a
juicio despiadadamente a los sentimientos de abnegación, de sacrificio por el prójimo, a la entera
moral de la renuncia a sí”.

No puede el espíritu heroico adherirse a una persona, teniendo una suficiente consciencia de que,
al igual que él, el resto de los hombres son individualidades cerradas en sí mismas. Por una
elaborada y antinatural aspiración de ocuparse de todos los demás que no son ellos mismos, caen
en la falsa creencia de haberse apoderado del otro. Al mismo grado en que una pareja de
enamorados simultáneamente considera que su amante le pertenece de alguna forma.

Desde tal lógica, quien desee estar libre de cualquier grillete jamás pretenderá tomar por
propiedad a nadie, ni engancharse en una pasión dolorosa o no correspondida hacia un prójimo,
porque esto podría dejarlo en la ruina. Al final, el espíritu heroico sabrá de antemano que, como
sostendrá Nietzsche, “toda persona es una cárcel y también es un rincón”.

Al final, la regla básica del espíritu libre es disolver la subordinación ya sea a una patria, a una
comunidad, a una ciencia particular u objeto de estudio que lo haya deslumbrado, también deberá
desprenderse del prójimo y de cualquier idea fija de existencia. El hombre que logra dominarse a sí
mismo podrá también dominar su medio sin quedar endeudado con su exterior, porque tan sólo le
deberá su satisfacción y sus penas a sí mismo.

“Toda persona es una cárcel y también es un rincón”, dice Nietzsche

Sin embargo, no habrá de confundir al espíritu libre auténtico, con el espíritu embelesado por el
progreso y la democracia, aquéllos sofistas que pregonan el bienestar y la facilidad de vivir,
aturdidos con la novedad del derecho universal. Típicos eunucos aspirantes a un mundo
huxleyano, sin hambre, guerra, ni tristeza.

Estos optimistas que auguran un futuro mejor que el acaecido son melancólicos demócratas,
amantes del Estado ideal, que se alejan mucho de convertirse en espíritus libres desde el sentido
en que Nietzsche lo pronostica. El librepensador sabe en el fondo que ni la política más elaborada
podría salvar a todo un pueblo, porque es labor del hombre consciente de sí mismo, salvarse tan
sólo a sí mismo.
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Los espíritus libres no se adhieren por tanto ni siquiera a eufemismos utópicos, conocen desde el
llamado interno que un largo proceso histórico de crueldad los ha ayudado a solventarse para sí
mismos una vida mejor. El hombre heroico reconoce que —como escribe Nietzsche en Más allá del
bien y del mal—, “la dureza, la violencia, esclavitud, peligro en la calle y en los corazones; que todo
lo malvado, terrible, titánico, todo lo que de animal rapaz y serpiente hay en el hombre, sirve a la
elevación de la especie hombre”.

Por ello, el heroísmo del conocimiento les hará comprender la crudeza de toda época, sin ánimos
de creer que en el pasado siempre estuvieron mejor. Esta comprensión mesurada de lo que
significa el tiempo de vida lo volcará a no esperar siempre un devenir progresista y lleno de éxitos,
lo cual no significa que no aspire a ello. El espíritu libre vivirá sin amedrentarse por la muerte o la
tragedia, tratando de superarse una y otra vez, bajo una actitud de pleno amor a la fatalidad.

“¡Amor fati!”, grita Nietzsche un invierno de 1882. Valeroso el espíritu que enfrenta hasta la más
dura prueba del destino. Convertirse en héroe significa aceptar que la vida no sólo acarrea
momentos de armonía, sino que también nos visita con su penuria y sus helados e imprevisibles
tormentos de los que ni siquiera el hombre más fuerte podrá librarse.

Por eso, el espíritu libre aprenderá a decir sí a cada instante, sea este desastroso o la mejor racha
que haya experimentado.

El espíritu libre vivirá sin amedrentarse por la muerte o la tragedia, tratando de superarse una y
otra vez, bajo una actitud de pleno amor a la fatalidad

La vida de cada segundo parece sólo acontecer, sin una finalidad precisa; la existencia no está
encaminada a la felicidad, sólo desdobla su potencia de ser a partir de los hombres. Somos
vulnerables a la tragedia. De un instante a otro la catástrofe fulmina cualquier individualidad, y el
espíritu libre se conoce lo suficientemente a sí mismo, que se percata de la imposibilidad de tener
control sobre la totalidad de su destino. El hombre heroico habrá de cultivar una pasión especial
por su propia vida, aferrándose a ella con fervor, incluso en las peores circunstancias.

Todo se revela al instante. Quererse a sí mismo significa también vivir sin garantías, abrirle el
camino amablemente al azar. Atreverse al caos de lo cotidiano y comprenderlo con “amor fati”.
Amar el volátil destino que nos nulifica en el abismo o nos lanza hasta la dicha.
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¡Amor a la fatalidad!, pensó Nietzsche para los espíritus libres, para quienes un día se levanten y
empoderados de su valentía, afirmen: “En definitiva, y en grande: ¡quiero ser un día uno que
sólo dice sí!”.

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