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hablamos?
Autoría:
Lluís Toledano. Educador social y pedagogo. Profesor de las Escuelas Universitarias de Trabajo
Social y Educación Social Pere Tarrés. Universitad Ramon Llull.
Resumen
Cada vez que hablamos de aquellos niños que, según sabemos, tienen problemas, que
presentan mayor grado de dificultad para comunicar y comportarse de una manera socialmente
adaptada, cada vez que con sus actuaciones nos es más difícil justificar y entender qué les pasa
por dentro y qué les ha llevado a actuar de esta manera, acabamos por catalogarlos como niños
difíciles, como a chicos y chicas que no quieren ser como la mayoría. De esta afirmación
estamos a un paso también de definirlos bajo el paraguas de los niños socialmente inadaptados
o que viven en una situación de riesgo y conflicto social.
Sabemos que el niño crece y se desarrolla en la medida que dispone de recursos personales y
sociales que le permiten satisfacer sus necesidades y afrontar progresivamente con más éxito
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las dificultades. Estos recursos, que implican tanto las capacidades y habilidades personales
del niño, como el apoyo familiar, afectivo y social con que se cuenta, se van adquiriendo e
interiorizando a partir de los procesos de aprendizaje y, en definitiva, del conjunto de
vivencias y experiencias que van integrando a lo largo de su vida. Sin embargo, habría que
preguntarse: ¿qué pasa cuando aparecen una serie de carencias, de ausencia de condiciones
básicas, estímulos y afectos elementales, especialmente en los primeros años de vida?
Estas carencias y estos aprendizajes pobres en el desarrollo evolutivo, pueden hacer emerger
estados o situaciones de vulnerabilidad en el niño o niña, que por sí mismos los sitúan en
desventaja, inferioridad y en dificultad para afrontar las situaciones cotidianas más o menos
complejas, conflictivas, adversas o de fuerte tensión. Sin embargo, esta mucha o poca
capacidad y/o posibilidad para hacer frente a las dificultades está condicionada, como
decíamos antes, por muchas variantes. Dependerá, en definitiva, de una serie de factores que
apelan a las posibilidades y
procesos educativos y socializadores en los primeros años de vida, a las personas que
configuran y han configurado sus entornos vitales y también a las situaciones presentes y
futuras a las que deberán enfrentarse. Esto nos lleva a hablar de unas situaciones y de unos
hechos con unas características muy particulares, donde el estado de vulnerabilidad infantil se
pone de manifiesto de manera especial: los malos tratos.
El fenómeno de los malos tratos a la infancia responde a un tipo de relación entre el adulto y el
niño que podríamos definir como disfuncional y distorsionada. Responde a una manera de
entender y de establecer las relaciones entre el adulto y el niño, en que éste es objeto de
acciones y/u omisiones que, al fin y al cabo, no ayudan a su desarrollo y estropean, de una
manera u otra, su bienestar físico, psíquico y social. La poca atención y la falta de cuidado
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hacia los intereses y expectativas de los niños, el abandono -en cualquiera de sus formas-, las
respuestas inadecuadas, las conductas punitivas y aversivas, el abuso tanto físico como sexual
o psicológico, sirven para hacer patente una cierta o total incapacidad, ignorancia,
imposibilidad o indiferencia por parte de los padres con respecto a la atención, cuidado,
protección y educación de sus niños y niñas.
Estas realidades -que desgraciadamente están más presentes en muchos de los hogares
familiares de estos niños de lo que podamos imaginar- adoptan formas muy diferentes y por
eso mismo no siempre se entiende como un daño claro y contundente hacia el menor y hacia
su bienestar psicoafectivo y social. Nos podemos llegar a estremecer ante los casos más
fuertes y sin sentido que vemos o escuchamos en los medios de comunicación, donde el poder
y la autoridad del adulto respecto al niño se ponen de manifiesto de una manera
desproporcionada, ilícita y en perjuicio de éste, pero en cambio podemos olvidar o nos es más
difícil ver que detrás de muchas de las situaciones y circunstancias en que viven los menores
en conflicto social, hay unos estilos y patrones relacionales muy particulares, muchas veces
basados en la indiferencia, en la falta de estímulos, en el abandono -en sentido amplio-, en la
incapacidad de dar y compartir afecto y apoyo, basados también en la ignorancia respecto a lo
que son las necesidades básicas del niño y de su desarrollo, y que deberíamos considerar, con
intensidad y circunstancias diferentes, malos tratos hacia la infancia. En definitiva, situaciones
y realidades que no dejan espacios para crear e integrar otras maneras de vivir y experimentar
el hecho de sentirse aceptado, valorado y querido, y saberse acompañado por unas personas
significativas en sus aprendizajes, intereses, necesidades y procesos vitales.
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Pero todo esto que estamos planteando, necesariamente se debe concretar y traducir en
momentos, acciones y espacios que permitan llevar a cabo y aplicar estas pretensiones que
persigue la educación social. Aquí, pues, debemos hablar básicamente de dos espacios que
toman una significación especial porque es donde se tienen que enmarcar las intervenciones
educativas en su conjunto: el espacio individual y el espacio de la vida cotidiana.
Aunque hablemos de uno u otro espacio por separado, entendemos que siempre van de la
mano, uno no se entiende sin el otro; se ayudan, se necesitan. Tan importante es trabajar para
la creación de vínculos y la relación personal, como trabajar para la creación de diferentes
marcos de convivencia, aprendizaje y otras formas de relación social. La acción educativa
tendrá que ir orientada a plantear, extraer y/o ayudar a sacar en el niño o joven las cuestiones
vitales que le preocupan y que le bloquean, de manera que esto le permita tomar conciencia de
su situación, de sus carencias y necesidades haciendo un ejercicio de conocimiento,
comprensión crítica y elaboración de su realidad personal.
Sin embargo, a veces, cuando llamamos a estos chicos y chicas inadaptados ignorando los
miedos, inseguridades, desprotección, culpabilidad o soledad que han dibujado una gran parte
de sus vidas y relaciones, parece que nosotros, con la misma actitud, nos posicionamos como
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profesionales -y personas que somos- y los miramos desde nuestra normalidad, desde nuestro
estar adaptados, lo que no ayuda a imaginarnos en ningún momento como vulnerables, débiles
y pequeños ante muchas situaciones o circunstancias vitales que han hecho o hacen tambalear
nuestra seguridad. Es como si olvidáramos demasiado a menudo que el hecho de sentirse
inadaptados, vivir una situación más o menos inestable en que los referentes desaparecen
bruscamente o los códigos que nos habían sido útiles hasta ahora, ya no son válidos ni dan
respuestas satisfactorias son, en definitiva, situaciones y fragmentos de vida que configuran la
existencia de cualquier ser humano.
Desde este nuevo panorama, al fin y al cabo, podremos encontrar algunas claves que nos
permitan descubrir cómo acompañarlos en sus procesos y que en momentos concretos nos
puedan ver como referentes válidos y reales. En este escenario radica, en esencia, la
simplicidad -y riqueza- de toda relación educativa que se construye a partir de los vínculos y
las experiencias vivenciales que entre todos podamos ser capaces de generar.
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Bibliografía