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Gloria – Virginia Feinman

Yo no quería un celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir casi setenta
años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi casa, conozco a
todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en Suecia viví. No hablaba el
idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la epilepsia y me las arreglé igual..., para qué
quiero un celular.
Mamá, me dice ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre
se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos desde chica. Y más
de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría por tener hijos con él. Soñábamos
con ver la casa llena de pibes y pibas corriendo, con los amigos y las guitarras, los asados, los
cumpleaños. Eramos varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. La
agrupación era el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos. Hacíamos
trabajo social. Ibamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles clases a los chicos. Se hablaba
mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo no quería hacer caridad... asistencia. Nosotros
queríamos que hubiera para todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar
el poder, eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple, ¿no? Sin
embargo, no sólo que fue imposible, sino que... en fin.
Pero bueno, la tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el ‘72. Yo tenía
veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada. Como dos años
pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía la menstruación y lloraba.
Después me componía rápido para salir al barrio Alsina, con las latas de leche Molico, los libros,
seguía adelante.
A Beto se lo llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien
en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos llevaron después.
Y nos llevaban de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un
domingo, que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de Cuca,
por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros en un bar y lo
agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a los chicos, adelante de las
maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida después. Del mismo jardín lo llamaron, que
había no sé qué problema, y en la puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la
necesitaban de urgencia en la fábrica, y en el camino... Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular
porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la tecnología, porque si
tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de no sé de los jueguitos esos que usan mis
nietas. Le digo así. Pero la verdad es que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me
duele. Con un telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado
llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que vaya bajando la carne
del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan de terror o romántica.
¿Sabés lo que hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay
un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita no venga al jardín, la maestra esa que
siempre la está molestando, la que dice que los chicos son hijos de guerrilleros, estuvo hablando
esta mañana con la directora. Cacho, nos fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de
servicios.
En fin... A mí igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo
dónde encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de bombacha, no
les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A Gloria le dieron... la lastimaron
mucho. Al día de hoy se nota que no camina bien... será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo,
pero la he visto pasar por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver... si te
hacían cualquier cosa... Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero bueno, ella les dio mi
nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo eso me lo hicieron a mí.
Además de tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel.
No como en una cárcel.
Ella me pidió disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio
nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez yo no vi nada.
Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre, mugre. Sola me los fui limpiando.
Me llevó un montón de días, pero de pronto pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos,
así hablando con alguien, como riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan
de ella, tan alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio tremendo,
todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que tirar de nuevo en la
colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás, pensando que ojalá fuera ella para
saludarla al día siguiente.
Después no la volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy
lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y viene y me
agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de abrazarla, de darle besos, yo con las
manos todas llenas de espuma, me empecé a reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que
llora. Y me dice flaca fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así.
Flaca fui yo.
¿Fuiste vos qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? La tuve que sacudir porque no salía de
esa frase, así que al rato me dijo.
Fui yo la que te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me
sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora uno, con los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo
misma podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por qué,
porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi casa de chica, un
mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos para cenar todos juntos en la cocina,
cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito
terminaba los deberes, y ese mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no
hablara, que cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria, en cambio, dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el ‘83 y
se vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía... arritmia cerebral se llama, yo
le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una secuela también. Entonces por los
medicamentos y todo no podía pensar en tener bebés. Después se me fue curando, me redujeron
el tratamiento, me curé, vinimos a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande,
pero la tuve. Y terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita, toda
para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida nueva. De nena también,
con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que en algún momento ya no pensábamos
que las íbamos a poder vivir. Y bueno, ¡ahora mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la
plaza, a las hamacas, al pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos
al cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que ven por la
tele.
Son divinas las nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para
quedarse a dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le
decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué graciosas. Muy
amorosas, sí.
Pero ahora con esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil
veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy entusiasmadas y todo, a
las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude contener, me dio una bronca tremenda. No sé
qué me pasó. No lo quise abrir, me enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no
quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se
terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la pileta, me tomé los
remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me
dio un beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de la ventana.
Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular sin abrir. Lo agarró, lo trajo
hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo tenía entre las manos y miraba para abajo.
Abuela, yo te quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero
el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar. También se pueden
mandar mensajitos de texto.
Estaba ahí muy chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir
para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me senté de nuevo.
Y eso cómo es.
Levantó la cara contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba
pero yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el aparato y dice.
Vas a mensajes, crear mensaje, ahí escribís lo que querés ponerle a alguien, ponés el número
de esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías...
Hacía calor, pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
A Gloria.
¿Y quién es?
Una persona.
Bueno, perfecto, ¿y sabés su celular?
No... pero lo puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
Bueno, perfecto, y qué le querés poner.
No sé... qué hago... ¿te dicto?
No, no, yo te enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés usar
la escritura predictiva, si apretás este botón...
Bueno pará, Luli... Más despacio... yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la
cabeza, me apantallé un poco con la mano. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba
las teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi cabeza. Y
funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y volvió a entrar un aire limpio,
de feriado sin autos.
Agarré el celular.
Miré la pantalla.
Escribí: “Hola Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y me enseña a mandarlo.

Actividades

1) Explicar por qué este cuento pertenece al género ficción histórica. Responder
con la información del Power Point.
2) ¿Qué tipo de narrador y focalización se utiliza en este cuento? Justificar con una
cita.
3) ¿Cómo interpretás la negación de la protagonista a usar el celular? Relacionar
con lo sucedido en el cuento.
4) ¿Te parece que el cuento presenta una narración lineal o anacrónica? Citar un
fragmento.
Tito nunca más
Mempo Giardinelli

Para Pierpaolo Marchetti

1/
El mundo se le vino abajo el día que le cortaron la
pierna. Solo tenía dieciocho años y era un centrodelante-
ro natural, uno de los mejores número nueve surgido ja-
más de las divisiones inferiores de Chaco For Ever. Aca-
baba de ser vendido a Boca Juniors, donde iba a debutar
semanas después, cuando recibió la citación para ir a la
Guerra. Aquel verano del ‘82 el General Galtieri ordenó
atacar las Islas Malvinas y Tito Di Tullio fue convocado al
término de la primera semana. Ahí empezó su calvario.

Le tocó estar en la batalla de Bahía de los Gansos, en


la que los cañones ingleses convirtieron las praderas en
infierno, los Harriers atacaban como palomas malignas
y los gurkas se movían como alacranes. Un granadazo
hizo volar por los aires la trinchera que habían cavado
por la mañana y una esquirla en la pierna derecha le que-
bró el fémur y lo dejó tendido, boca arriba, mirando un
punto fijo en el cielo como pidiéndole una explicación.
Enseguida reaccionó y, en medio de la balacera, se hizo

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un torniquete para detener la pérdida de sangre. La heri-
da no hubiera sido demasiado grave si lo hubiesen aten-
dido a tiempo, pero la incompetencia militar argentina y la
furia británica lo obligaron a permanecer allí por muchas
horas, durante las que fue sintiendo cómo la gangrena o
como se llamase esa mierda que lo paralizaba le tomaba
toda la pierna. El bombardeo y la metralla, ruidosamente
unánimes, impedían todo movimiento, y Tito, que parecía
un muerto más en el campo de batalla, solo pudo llorar
amargamente, inmóvil y aterrado por el dolor y por el mie-
do, dándose cuenta, además, de que nunca más volvería a
jugar al fútbol.

Lo encontraron desvanecido y alguno dijo después


que los ingleses lo habían dado por muerto. Unos sol-
dados enfermeros del 7º de Artillería que marchaban en
retirada, al día siguiente, lo reconocieron. Chaqueños to-
dos ellos, uno dijo che éste se parece al Tito Di Tullio, el
nueve de For Ever, y otro dijo no parece, boludo, es el
Tito y está vivo.

Lo colocaron en una camilla improvisada y lo llevaron


hasta el comando del regimiento, que por esas horas em-
pezaba a rendirse. La desmoralización era general y nadie
sabía quién mandaba. Todos los oficiales estaban descon-
certados y de hecho habían abandonado a sus tropas. Ba-
tallones enteros estaban a cargo de sargentos, o simples
cabos, y cuando llegó la camilla en la que agonizaba ese
soldado que había perdido muchísima sangre, alguien, se-
guramente un oficial británico, dispuso que fuese operado
de urgencia en uno de los hospitales de campaña que los
ingleses instalaron en Puerto Argentino, nuevamente lla-
mado por ellos Port Stanley.

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Allí le cortaron la pierna. Nadie supo ni sabría jamás
si fue lo mejor que se podía hacer en aquel momento,
pero fue lo que hicieron. Así terminó la guerra para Tito
Di Tullio, y también se terminaron su carrera futbolística
y sus ganas de vivir.

2/
Cuando regresó al Chaco, cuatro meses después, ape-
nas sostenía su cuerpo magro y encorvado apoyándose
en un par de muletas. Pero lo que más impresionaba era
la expresión de tristeza infinita que se le había estampa-
do en la cara como un tatuaje virtual.

Esa misma primera semana, las autoridades de Chaco


For Ever le hicieron un homenaje en la cancha de la Ave-
nida 9 de Julio. Con las tribunas repletas, minutos antes
de un partido de liga todo el estadio lo aplaudió de pie,
como a un héroe. Pero todos vimos, también, que Tito no
se emocionaba ni sonreía; era apenas un cuerpo irregular
coronado por esa tristeza imbatible. Era una mueca mez-
cla de horror, angustia y rabia, y todos vimos cómo sus
ojos velados miraban la gramilla con resentimiento y más
allá a unos chicos que jugaban con una pelota a la que
Tito, me pareció, hubiese querido patear para siempre.

Desde entonces, muchas veces me pregunté cómo se


hará para soportar semejante frustración. Los que esta-
mos completos, y somos jóvenes, no podemos siquiera
redondear la dimensión de nuestra piedad. Incapaces
de imaginar la crueldad de la tragedia, nos la figuramos
como un fantasma que jamás nos alcanzará, ocupado
como está –suponemos– en hacer estragos con las vidas
de los otros.

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3/
Como dos o tres años después, recuperada la demo-
cracia, un día yo salía del Cine Sep llevando del brazo a
la que era mi novia, Lilita Martínez, y de pronto lo vi y
me quedé paralizado. En pleno centro de la ciudad y a
las nueve de la noche, apoyado sobre dos muletas des-
lucidas, de maderas cascadas por el uso y con un par de
calcetines abullonados en las puntas a manera de absur-
dos zapatos silenciosos, Tito Di Tullio extendía una lata
esperando que alguien depositara allí unas monedas.

Creo que él no me vio, y yo, cobardemente, no me atre-


ví a acercarme. Di un rodeo arrastrando a Lilita del brazo,
y luego me pasé la noche, en rueda de amigos, critican-
do estúpidamente al sistema político que permitía que
nuestros pocos héroes de guerra fuesen humillados. Se
suponía que los veteranos recibían algún subsidio del Es-
tado, pero evidentemente eso no impedía que acabaran
pordioseros. No había programas de trabajo para ellos, y
además la sociedad los despreciaba: por duro que fuese
reconocerlo, nadie quería ver en los excombatientes su
propia estupidez. Por eso, automarginados por el resen-
timiento infinito que los vencía, los supuestos héroes se
habían convertido en un problema incómodo e irresolu-
ble. Eran glorias de una guerra que ya no importaba a na-
die y no valían más que un discurso por año en boca de
algún cretino con poltrona en el poder.

4/
Durante un largo tiempo dejé de verlo, y nunca supe si
fue por pura casualidad o porque Tito desapareció de las
calles de la ciudad. Ya nadie hablaba de esa guerra y todo el
país se alarmaba con otras crisis más visibles y cercanas.

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La democracia era una ardua tarea a finales de los
ochenta. La crisis económica empezaba a hacer estra-
gos, y, como si la decadencia de muchas instituciones
fuese una de sus consecuencias inevitables, también For
Ever se vino abajo. El club entró en una pendiente de la
que todavía no termina de recuperarse: desafiliado de
todas las ligas durante años, solo después de una am-
nistía se le permitió volver a jugar en los campeonatos
promocionales del interior del país. Y esa reactivación
futbolera demostró que la vieja pasión de los chaque-
ños por el único equipo que llegó a jugar en primera en
varios torneos nacionales se mantenía intacta, y todos
volvimos al viejo estadio de la 9 de Julio con las mismas
antiguas banderas, bombos y entusiasmos.

Ahí reencontré a Tito, afuera del estadio, junto a las


puertas de acceso a las tribunas populares. Los días de
partido llegaba temprano, abría una mesita de tijera y
colocaba sobre ella un canasto con golosinas y bande-
rines, cigarrillos y cosas de poco valor, casi insignifican-
tes, y se quedaba distraídamente apoyado en su único
pie y con la muleta en el sobaco.

La primera vez me acerqué a saludarlo y él se dejó


abrazar, mansamente, como un hombre resignado a su
desdicha. Me pareció que no le disgustaba que la gente
lo viese y saludase como a un viejo héroe, de la Guerra
y de los listones blanquinegros de la casaca forevista.
Pero enseguida me di cuenta de que, aunque devolvía
todos los saludos, conservaba ese gesto mínimo, esa
leve mueca de resentimiento que los viejos amigos, al
menos, podíamos advertir.

Yo pensé que no aceptaba convertirse a sí mismo en

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recuerdo y que esa era su tragedia, porque seguía sien-
do un símbolo del For Ever campeón de los años de la
dictadura. El reconocimiento de la gente no era más que
eso: un saludo momentáneo. Y aunque todos le brinda-
ban su afecto, y más de uno le compraba cosas que no
necesitaba, era obvio que en el fondo todo eso lo enfure-
cía secretamente. Por eso no entraba jamás a la cancha.

Lo observé durante varios fines de semana: desinte-


resado de lo que pasaba adentro, siempre de espaldas
al estadio, su patético desprecio solo conseguía subra-
yar cuánto odiaba asumirse como mito, como estatua
viviente del gran centrodelantero que la Guerra había
malogrado.

Y en el exacto minuto en que comenzaba cada parti-


do, Tito se iba. Casi en simultáneo, podía escucharse el
pitazo dentro del campo y verlo desarmar la mesita. Ve-
lozmente plegaba la bandeja, la reconvertía en maletín,
se la cargaba a la espalda y se marchaba a toda la veloci-
dad que le permitía su andar irregular y roto.

5/
Una tarde me quedé afuera, y antes de que huyera me
le acerqué. Yo había pensado varias veces, antes, en
ayudarlo de algún modo. Una vez lo propuse para un
trabajo en la universidad; otra convencí a los japone-
ses del Zan-En para que lo admitieran en la panade-
ría. Pero él ni siquiera se presentó para hacerse cargo.
Tampoco me agradeció las gestiones ni pareció apre-
ciar mi comedimiento. De modo que dejé de insistir y
aquella tarde, a las puertas de la cancha, simplemente
quise invitarlo a ver juntos el partido desde la platea.

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For Ever jugaba contra Racing de Córdoba por las se-
mifinales del Promocional, era un sábado soleado, la
cancha estaba llena y yo había conseguido un par de
buenos lugares.

Pero apenas formulé la invitación Tito me dijo que no


con la cabeza, que movió frenéticamente. Nervioso, pero
sobre todo enojado por mi insolencia, golpeó el piso con
la muleta y me dijo “No jodás, andate de acá”. Y me miró
fijo y sin pronunciar otras palabras me rogó con los ojos,
que parecían de fuego, que me alejara de allí.

Me aparté, por supuesto, y entré a la cancha justo en


el momento, apenas comenzado el partido, en que For
Ever marcó un gol. A juzgar por el estallido jubiloso en
las tribunas, la gritería y el rumor de los tablones reple-
tos, había sido un golazo de esos que vuelven loca a la
hinchada porque se producen en los primeros segun-
dos del partido, cuando el equipo rival está apenas or-
denándose en el campo. Me di vuelta para decirle dale
Tito, vení, no te pierdas esta alegría, pero él ya se iba y
cuando lo llamé no se dio vuelta, ni siquiera vaciló.

6/
Nunca más vi a Tito Di Tullio. Nunca más volvió al
estadio, no lo vi más en la ciudad y aunque hice algunas
preguntas, meses después, nadie supo darme razón. Mu-
chas veces pensé que se habría suicidado, como tantos
excombatientes de Malvinas. Imaginé que lo encontra-
ban colgado de una viga, o que se tiraba al Paraná desde
lo más alto del puente que lleva a Corrientes. Y más de
una mañana me descubrí, vergonzantemente, buscando
una nota luctuosa en los diarios locales.

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Pero nunca más lo vi y creo que fue lo mejor que pudo
pasar. Tito perdió por goleada con la vida y acaso su úni-
co triunfo fue saber evaporarse.

Suelo pensar que esa es la clase de resultados que


arrojan las guerras idiotas: nunca hay un final, un verda-
dero final para sus protagonistas anónimos. Solo ellos,
cada uno de ellos y absolutamente nadie más, han de
saber lo insoportable que es vivir con el resentimiento
quemándote el alma.

Por eso, me dije, mejor olvidar a Tito, no buscarlo nun-


ca más. En todo caso, capaz que un día de estos escribo
un cuento y lo hago literatura.

“Tito nunca más” de Mempo Giardinelli.


© Mempo Giardinelli

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Actividad - “Tito nunca más”

1. El texto comienza mencionando la batalla de la Bahía de los Gansos. Buscar en


internet información sobre esta batalla y responder: ¿cómo fue el
enfrentamiento que se dio en este punto geográfico?
2. El cuento menciona a los “Gurkas”. ¿Qué se dice sobre este grupo de combate
usualmente? Pueden preguntarle a sus padres qué saben sobre el tema.
3. El cuento presenta una variación en el tipo de narrador. Diferenciar en qué
momento de la historia se utiliza el narrador omnisciente y cuándo cambia al
narrador testigo. Ejemplificar cada caso con una cita.
4. Explicar la siguiente cita: “Por eso, automarginados por el resentimiento infinito
que los vencía, los supuestos héroes se habían convertido en un problema
incómodo e irresoluble.” ¿Por qué son un problema “incómodo” e “irresoluble”
según el narrador?
5. Buscar una cita en el cuento donde se exprese la crítica del narrador a la
inoperancia argentina.
6. ¿Por qué Tito huía del estadio cada vez que empezaba el partido?
7. Vean el siguiente video de Ciro y los persas:
https://www.youtube.com/watch?v=Dhr15YpH4gE. Luego reflexionen y
vinculen la letra de la canción con lo que le pasa al protagonista del cuento
(¿cómo era la vida de Tito antes de ser reclutado?, ¿cómo lo marca esta
experiencia de vida?, ¿por qué es un destino trágico el que le toca vivir?, etc.).
Quebrantahuesos - Nerea Liebre
Actividad - Quebrantahuesos

Lo que acabás de leer son dos capítulos de la novela Quebrantahuesos de


Nerea Liebre. La historia gira en torno a una sobreviviente de los “Vuelos de
la muerte” que busca justicia muchos años después de haber sido arrojada al
Paraná.

1. Busquen en internet información sobre los vuelos de la muerte. ¿En


qué momento de nuestra historia se implementaron?, ¿en qué consistía
esta práctica?, ¿ya habías escuchado hablar de estos vuelos?
2. En cada capítulo se trabaja un punto de vista distinto, ¿cuáles son
estas dos perspectivas?, ¿qué se narra en cada caso?
3. Escuchen la canción “Vuelo” de Bersuit Vergarabat y lean atentamente
la letra: https://www.youtube.com/watch?v=ql5QD_OMpgM ¿Qué
versos o estrofas les parecen que pueden relacionar con lo narrado?
Transcribirlos y explicar el vínculo.
4. En el momento en que la protagonista está a punto de ser arrojada al
río evoca a su madre y recuerda un poema de su infancia. Búsquenlo
en internet y expliquen por qué creen que se le vino a la mente ese
poema en particular.
5. ¿Cuál es el clima en el pueblo de Eliseo Rébora respecto de los
cuerpos que habían aparecido en las cercanías al río? Busquen una
cita para ejemplificar.

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