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LA CASA DE LAS PALABRAS ES COMO UN TELAR SALOBRE

A propósito de un edificio proyectado por César Portela

Antonio ARMESTO

1.

Cuando uno se asoma a través de la gran linterna que emerge por el centro, y mira hacia el mar,
siente que está bien orientado porque distingue, hacia poniente, la silueta recortada de las Cíes como
un dedo que intentara silenciar la boca de la ría. Y es que este microcosmo, el conjunto entero de la
ría de Vigo es, en el mapa, como la sección por el plano medio de un gigantesco aparato fonador.
La isla de San Simón y el estrecho de Rande (con su puente de múltiples arpas), ocupan el sitio de
la laringe y de las cuerdas vocales, de modo que, seguramente, el agua rizada y agitada es, a la vez,
la lengua y la saliva, y la alternancia de los vientos el ritmo de la tierra que respira y proporciona la
energía necesaria para que la ría susurre desde siempre su discurso pleno de sentido y de misterio.
Así se nos aparece la unidad de la naturaleza, que toma unas pocas formas y las repite con distintos
tamaños, procurando que no nos demos cuenta de la humilde economía con que obra.

Y algo parecido, pero en paralelo, hace la cultura con sus cosas:

Cuando los etruscos —imitados luego por los romanos— instauraron la manera de fundar ciudades
tomaron como modelo ejemplar, quizá sin darse cuenta, la estructura del tejido: los hilos de la
urdimbre serían los decumani y los de la trama los cardines jugando, en ambos objetos culturales —
tejido y ciudad— idéntico papel en la forma: los hilos de la urdimbre, como los decumani, son
estructurales y virtualmente sin fin, territoriales; los hilos de la trama, como los cardines, no son
infinitos, sino que van y vienen entre aquellos. Sabido es que el movimiento de los lizos es lo que
teje urdimbre y trama y, al hacerlo, encierra en el tapiz una narración, un tiempo significativo para
la estirpe. La ciudad, de modo semejante, con los lizos de la existencia se carga de memoria
colectiva. Mucho antes, el humano se asentó para cultivar, roturó la tierra, sembró con paso ritmado
por el gesto del brazo y de la mano, a derecha e izquierda, la semilla; luego surcó con el arado ese
territorio y convirtió el yermo primordial en tapiz alimenticio. En un tiempo aún sin medida, poco
después de empezar a articular su voz, el humano ordenó el discurso en dos maneras (Ferdinand de
Saussure se apercibió de ello). Definió una línea consecutiva, eje de la combinación y la
contigüidad —las palabras unidas por sus nexos sintácticos, en un hilo gramatical— y, sobre esta
urdimbre pudo, entonces, entrelazar otro eje, “perpendicular”, -el de la equivalencia entre palabras
gracias a cuyas semejanzas unas pueden ser sustituidas por otras – como sucede con el hilo de la
trama, que se escoge por su color y cualidades. El humano tejió a partir de entonces, sin parar,
millones de palabras, innumerables narraciones, infinitas bibliotecas para dar forma al tiempo
acumulado. Cuando Roman Jakobson definió la función poética, aquel dinamismo intelectual que
permite al humano hacer, crear objetos culturales —una vasija, un cesto, un poema, una novela, un
barco, un cuadro, una casa, un museo, un arpa o un puente—, vino a decir casi lo mismo.

Así que, cuando cultivamos y habitamos la ciudad, cuando hablamos y escribimos, cuando creamos
obras de arte o artesanía, en realidad lo que hacemos es maniobrar los lizos del espíritu de modo
que, al moverlos, tejemos la conciencia: la fundamos. Y ya podemos percatarnos de cual es la
genuina utilidad de todo esto: desde el primer tapiz y el primer campo sembrado, desde la primera
frase o narración, desde el primer granero junto a la casa o la primera tumba en un cercado, desde la
primera barca en la ribera, el hombre encontró y supo la manera de no vivir desorientado.
Todos estos objetos culturales —cultivo, lenguaje, camino, tejido o ciudad— tienen una base
común: la formalidad. La formalidad es la sustancia de la conciencia. No hay ahí materia, no hay
naturaleza; hay humanidad. Esta humanidad acontece sobre el fondo de la naturaleza, dentro de la
naturaleza, al lado de la naturaleza, comparte un trasfondo morfológico con la naturaleza y obedece
sus leyes, pero nunca se confunde con ella. Esta sustancia formal de la conciencia es lo que nos ha
permitido, hace un momento, entrever la semejanza entre una boca humana y una ría, sin decir que
son lo mismo, o bien describir la lógica interna que vincula, por ejemplo, el lenguaje humano con
un lienzo, lo textual con lo textil: objeto natural con objeto natural; objeto cultural con objeto
cultural, ya que, si alguna vez, cultura y naturaleza se asemejan en su figura es por que comparten
un mundo restringido de leyes y morfologías y, para decirlo coloquialmente, no les queda otro
remedio.

La naturaleza primordial está, pues, ahí, delante, alrededor, dentro de nosotros. De cultivarla nació
la cultura. Hubo un desdoblamiento de la naturaleza primordial, una separación, como cuentan los
mitos de Prometeo y la Caja de Pandora o el de la tentación de Eva y la expulsión del paraíso. Y
entonces aprendimos que naturaleza y cultura, desde que coexisten, deben relacionarse por leyes de
composición. La composición, como se sabe, consiste en el acuerdo y en la compatibilidad
ordenada de dos o más entidades que conservan su autonomía. La formalidad, y no la materialidad,
es la base de la composición. Gracias a su respectiva autonomía, gracias a que tanto la naturaleza
como la cultura poseen leyes propias que no son incompatibles, es posible juntarlas sin mezclarlas,
conservando cada una su propia individualidad. La relación entre ellas, establecida de este modo, se
distingue muy bien porque al no ser sintética, evita la mixtificación, la confusión, el peligro de la
desorientación. Y estar orientado es la condición sine qua non para tener alguna posibilidad de ser
libre.

Pero ya desde hace una década asistimos a un fenómeno, en cierto modo predecible desde mucho
antes, que contradice este postulado y que, según creemos, está relacionado con el desarrollo de la
cibernética, con la difusión de los últimos descubrimientos genéticos, con el futuro como
superstición y con la expansión mundial de la ideología mercantil neoliberal. Un rasgo de este
fenómeno consiste en empeñarse en que la cultura debe copiar o imitar las figuras de la naturaleza,
no sólo compartir algunas de sus leyes. Así, una auténtica invasión de ciertas metodologías,
importadas de algunas universidades norteamericanas, está teniendo lugar en el medio cultural
arquitectónico sin que nadie se ponga en guardia, se asombre o ni siquiera se extrañe. Al contrario,
cada vez más estudiantes y arquitectos noveles caen seducidos ante lo que se anuncia como algo
nuevo, una revolución del pensamiento y de la imaginación apoyada en los nuevos instrumentos, las
nuevas tecnologías o los nuevos materiales, confundiendo una vez más, la ganga necesaria de la
moda con lo nuevo, como diría nuestro paisano el poeta Valente. Y no pocos veteranos
experimentan serias dudas sobre sí mismos y sus convicciones, inermes e incapaces de formular una
crítica fundada ante el ímpetu, que parece imparable, de esta ola.

2.

Un día de finales de noviembre, visitamos en Vigo y alrededores, en compañía de César, la Casa de


las Palabras, el Museo del Mar, una casa frente a la ría, y una exposición sobre su obra como
arquitecto. Fue una jornada memorable. Aquella misma noche leí la transcripción escrita de una
conferencia dada por un profesor de arquitectura de la Columbia University, publicada en una
revista que se edita, precisamente, en la ciudad de Vigo1. La visita a las obras y la lectura de la
conferencia estimularon esta modesta reflexión de urgencia.

Este profesor de la Columbia se presenta como experto en el manejo de los ordenadores y de los
simulacros, y por lo que dice en su conferencia parece estar muy familiarizado con la ciencia, la
filosofía y la filosofía de la ciencia, aunque no tanto con la arquitectura, pues utiliza un léxico
plagado de naturalismos: “Los edificios son de alguna manera entidades vivas, en el sentido de que
las columnas que están soportando el edificio, están siempre inyectadas con energía
gravitacional...” “Cuando las fracturas empiezan a propagarse por la estructura matan al edificio,
son parte de lo que es la lucha de la vida y la muerte, por decirlo así, en la arquitectura. De modo
que propugna un acercamiento a la naturaleza: El diseño, que es puramente cultural, tiene que ser
complementado con este encuentro con la materia. El filósofo contemporáneo que más ha pensado
sobre este reencanto de la materia es Gilles Deleuze. Una vez se ha encomendado a este patrono
propone un método basado en lo que es posible hacer hoy en día utilizando los ordenadores: Para
mí, quizás, el ejemplo más claro de un uso insustituible de los ordenadores, que no se puede hacer
en otro lugar, se llama el algoritmo genético. El algoritmo genético es simplemente un programa
que, en lugar de construir una forma, una escultura o una casa, le permite a uno criar esa forma;
criarla como uno cría perros o caballos de carrera. Uno empieza con una población de formas
dentro del ordenador, mezclando sus materiales genéticos como si fueran entidades vivas, y uno
puede acelerar la evolución de muchas generaciones, empezando a sacar poco a poco formas a una
forma original con la que empezó. Esto es un arte, igual que el arte de criar animales con ciertos
estilos y ciertas características. Me parece interesantísimo que, de repente, los ordenadores nos
hayan dado la oportunidad de aplicar esas mismas ideas exactamente a cualquier tipo de arte, a la
música, a la arquitectura, a la pintura...

Como resultado de la aplicación de este algoritmo genético existe un fruto en crecimiento, nada
menos que en el centro simbólico de Galicia, en Santiago de Compostela: se llama, hasta que el
público se aperciba de qué se trata y lo bautice mejor, La ciudad de la cultura, y su criador es un
arquitecto norteamericano. Desdichadamente le ha tocado a Galicia ser colonizada por una de esas
criaturas, convertirse en uno de los primeros experimentos que el mundo de la abundancia efectiva
hace en sus fronteras. El autor del proyecto ganador explica así su método:

Nuestra propuesta para la Ciudad de la Cultura en Santiago representa una respuesta táctil a una
nueva lógica social: la de la codificación genética. Las fuentes genéticas de nuestro proyecto son la
concha de Vieira (símbolo de Santiago) y el plano del centro histórico. [...] Más que ver el proyecto
como una serie de edificios discretos -la forma tradicional del urbanismo de figura/fondo- los
edificios de nuestro Centro están literalmente tallados en el terreno para configurar un urbanismo de
figura/figura en la que los edificios y la topografía se funden en figura. [...] Contracción e implosión
entremezcladas en la superficie doblada y alabeada de la concha (...) activan el plano de la ciudad y
producen un nuevo tipo de centro, en el que el código del pasado medieval de Santiago aparece no
como una forma de nostalgia de la representación sino como un presente activo encontrado en una
nueva forma táctil, pulsante -una concha fluida.

La consecuencia de este sugestivo y erótico proceso, donde una caricatura del casco histórico se
excita hasta fecundar a la pulsante concha peregrina, consiste, finalmente, en rebanar la cima del

1
El texto, de Manuel de Landa, se titula “Deleuze y el algoritmo genético en arquitectura” y resulta en extremo didáctico.
Se encuentra en la revista Microfisuras, nº 16, Vigo 2001?
monte Gayas para suplantarla por una figura montañosa criada en el vientre de alquiler de un
ordenador. En las entrañas de esta criatura, una notable cantidad de metros cuadrados y cúbicos
construidos recibirán el nombre de Ciudad de la Cultura de Galicia, sometidos a la lógica forzada de
una figura de síntesis impuesta por un genio2. Pero, por lo que parece, no se trata precisamente del
genius loci, si se tiene en cuenta que el mito de Santiago, como lugar, nace apoyado en el arquetipo
universal del camino pues el Camino de peregrinación se traza, mucho antes, obedeciendo a la
necesidad de la orientación, en los tiempos en que los agricultores neolíticos se sintieron perplejos
por la cíclica desaparición del Sol al atardecer. Aunque sólo sea por la pérdida de este sentido y por
la condición sintética que posee cualquier figura, la propuesta del arquitecto metido a Celestina,
constituiría un cruel sarcasmo para Galicia. Por que si la perplejidad primera puso en marcha al
humano, fundando la cultura, es decir, creando un sistema basado en la orientación y en la medida,
es decir, instaurando una moral, el estupor que produce lo sintético nos hace regresar ahora a
estadios topológicos, casi pre-conscientes.

Si por ventura el famoso arquitecto americano, después de las vacilaciones, que eran de esperar,
sobre cómo rematar la enorme “cubierta” de su ciudad-edificio-montaña, decidiera por fin construir
la superficie alabeada con un acabado oscuro como un producto bituminoso o una pizarra, entonces
el sarcasmo no sólo sería doloroso, sino revelador y hasta doloso: significaría que el desastre de
aquel barco tan aciago había sido ya anunciado y que, en realidad, el famoso chapapote no es sino el
último producto de la destilación fraccionada del pensamiento de los intelectuales del imperio.

El lector debe saber que esta clase de discurso, que ilustramos aquí con dos ejemplos, no constituye
un hecho aislado sino que es representativo y forma parte de una verdadera cofradía internacional
de lo que algunos llaman biomímesis, otros arquitectura genética, arquitectura avanzada, etc. Las
coartadas progresistas consisten, por un lado, en querer superar el pensamiento ecologista
tradicional para proponer la fusión y confusión entre la naturaleza dada y la obtenida por crianza ya
que la tecnología lo permite; por otro, acceder a territorios de complejidad nunca alcanzados,
distintos, y así poder superar las formas del pasado, incluso reciente, que son vistas como
académicas y obsoletas. Cada día se crean Institutos de investigación, se imparten cursos de
postgrado para estudiantes avanzados, se editan cada vez más libros sobre el asunto. Las
universidades privadas se equipan con el software más sofisticado y con máquinas de prototipado
rápido que no son más que lo que la industria viene usando desde hace muchos años (CAD-CAM),
pero que ahora permiten, sin mucho esfuerzo, convertir una fantasía dibujada en el ordenador en un
modelo o maqueta tridimensional. Se acuña, en paralelo, una jerga hecha de neologismos anglófilos
como mapear, performatear, topografías operativas, lexicón..., a los que se suma el nombre de los
programas: Form Z, Rhinoceros, Catia, etc. Con estas armas se organizan seminarios no
presenciales y simultáneos en varias partes del mundo, videoconferencias, etc. Aparecen filósofos e
ideólogos orgánicos al movimiento y mecenas relacionados con los grandes grupos de poder
universal.

Sería caer en una crítica fácil decir que los objetos y formas criadas de ese modo resultan
repugnantes, tan repulsivos como la criatura de la película Alien o sus secuelas; incluso ese es un
mundo que nace de los mismos instrumentos con que se crean los efectos especiales en el cine, los
parques temáticos o las fantasías de los dibujantes de historietas, es decir, con aquello que en
psiquiatría se conoce como elaboraciones fantasmáticas, caracterizadas por la falsificación de lo real
y por la banalidad. Fácil resulta también señalar que esta euforia coincide con la hipertrofia del

2
Se trata de Peter Eisenman quien, en 1999, ganó el concurso internacional restringido convocado por la Xunta de
Galicia. Podríamos decir que el monte Gaias será a partir de ahora una montaña de autor, una montaña de criadero: un
pedazo de naturaleza salida de la factoría Eisenman.
mercado como modo de relación entre las masas de consumidores y aquellos que gestionan la
ocupación del territorio en el mundo entero; con la consiguiente asfixia de la dimensión de lo
público, de lo colectivo, de lo compartido; con la crisis del foro y de la polis. Pero se trata de una
crítica inocua que sólo tiene la virtud de proporcionarnos un desahogo transitorio.

Por otra parte, tampoco es posible permanecer indiferente a este fenómeno porque la presión
ejercida por la ideología que le acompaña, a través de los medios de comunicación, de las revistas
profesionales, sobre la universidad, en aquellos sitios que conservan aún los vestigios de su antigua
condición de foros de ideas, es enorme.

Pero etiquetar el fenómeno como uno más de los formalismos que se han ido sucediendo en la
historia tendría un peligro aún más grave: sería como empezar a admitir que todo esto tenga algo
que ver con la arquitectura. Porque, debemos decirlo ya, no hay detrás ninguna referencia a la
arquitectura o la ciudad como experiencias humanas, a la genuina condición de la arquitectura como
arte de la delimitación del espacio, ningún pensamiento teórico o crítico sobre la técnica, como no
sea el que ha servido a los diseñadores de los programas informáticos para producirlos. Tan sólo se
percibe un método que consiste en una suplantación de los fines por los instrumentos, hasta su total
confusión, y cuyo resultado tiende a la usurpación de la naturaleza y de la ciudad y su sustitución
por un híbrido, hasta su total mixtificación, etc.

3.

¿Por qué hablamos de todo esto a propósito de un comedido y discreto edificio de César Portela?

Sencillamente porque, hasta donde conocemos, podemos afirmar que este museo y todas las obras
de este arquitecto se confrontan con la naturaleza en una relación de composición. Con un objetivo:
realizar la utilidad más verdadera de la arquitectura, que no consiste, como muchos creen, en
preservarnos de la intemperie física, sino en salvarnos de la intemperie moral, es decir, de la
desorientación. Este es el rasgo que comparten todos los ejemplos de arquitectura que apreciamos, y
cuya sola mención nos excusa de entrar en más detalles.

Así que en la obra de este arquitecto gallego no hay camuflaje u ocultación, sino relieve, es decir,
tectónica; no hay mimetismo o adaptación sino contrapunto o polifonía; no hay suplantación sino
homenaje a la naturaleza primordial. Y si alguien detectara alguna soberbia nosotros le daríamos la
razón pero añadiendo: la única legítima y la más eminente y esforzada, aquella que aspira al
anonimato de la obra, que es como decir a su dimensión colectiva.

Todas sus obras son, por decirlo así, analíticas, y tienen que ver con el genuino y complejo concepto
de orientación: unas casas de gitanos como hórreos, como carromatos en espera, se recortan con
nitidez sobre el monte y contra el cielo; un faro que se yergue y se destaca, como no puede ser de
otra manera: para ser visto; una isla que, a través de discretas operaciones de restauración, se
convierte en artefacto de la memoria colectiva, en monumento; un museo hecho con naves; unas
tumbas-arcas-graneros, entrelazadas por un camino al final de otro Camino, en Finisterrae,
mostrando que el ciclo del Sol regula el ritmo que une la vida con la muerte, etc.

La casa de las palabras, el museo del lenguaje al que llaman Verbum, está muy cerca del gran
aparato fonador que es la ría: esta es una relación casi secreta que nosotros desvelamos para dar
comienzo a este escrito. Pero el edificio no imita una boca, no imita una ría, no se licua y no está
vivo: consiste en una escueta composición hecha de límites, realizada con destreza técnica. Posee
una lógica interna que es arquitectónica: una planta central, un porche o nártex que selecciona una
de las dos direcciones cardinales. Y no por estar revestido con placas de piedra de pizarra parece
una montaña o una cueva, etc. Pero, además, en este preciso momento, se nos antoja ver el sistema
de espacios ordenados de esta Casa como una urdimbre disponible para que los acontecimientos que
vendrán, anudados en muchos trechos y colores, se entrelacen con ella como trama. El trasiego
vertical por ascensores y escaleras, no nos cabe ya ninguna duda, tendrá el mismo significado que el
movimiento de los lizos, porque el edificio tejerá y destejerá —en una acción reversible, no
sintética— el paisaje y el lenguaje, para, así, orientarnos en el tiempo, como un faro.

La casa de las palabras, en tal caso, será como un telar descomunal bien asentado: sobre la tierra,
bajo el cielo y frente al mar: un telar salpicado por el aire salobre del océano. Un objeto cultural en
la naturaleza: hermoso idilio.

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