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François Dagognet

ESCRITURA
E
ICONOGRAFIA

París: Vrin, 1973.

Traducido por María Cecilia Gómez B. para el curso de Luis Alfonso Paláu C.,
"Materiólogos, objetología". Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias
Humanas & Económicas. Escuela de estudios filosóficos y culturales. Medellín, Febrero
de 2003. Última corrección febrero de 2007.
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INTRODUCCION

El tema va a ser el de las palabras, habladas y escritas, el de la relación verbo-


gráfica, el de los guijarros y el de las rocas, el de los cuerpos ramificados y arquitecturados
de la materia, el de los vegetales y el de los animales, el de las Obras de arte y el de los
Cuadros de los pintores de la realidad, como también el de dos grandes teóricos de estos
vastos conjuntos, Jean-Jacques Rousseau y Diderot.
Paralelamente nos propondremos una definición de la ciencia experimental o ante
todo analizaremos lo que creemos que es uno de sus momentos fundadores, aquél por el
cual ella nos vuelve verdaderamente dueños del universo que nos rodea y nos desborda: la
iconicidad geometral y abreviativa, una cierta escritura que transpone el mundo, lo
proyecta y lo renueva.
Seremos llevados a oponernos a los defensores de la palabra, a los que buscan
liberarla de lo que la aplasta: lo arbitrario ortográfico, las múltiples sujeciones gramaticales
y hasta las opresiones más socarronas del Diccionario y de la retórica. Deberemos alegar el
punto de vista opuesto: la expresión como conquista, la importancia del dibujo y de la
representación, en resumen, una defensa de la escritura, la gloria, tanto estética como
científica, de la Figuración.
Es cierto que en nuestros días asistimos a una revancha brutal de las fuerzas ligadas
a la oralidad y a lo corporal: de esta manera, muere el intercambio epistolar en provecho de
lo telefónico, cesa el Discurso colocándose en su lugar una gesticulación televisual; el
teatro sólo subsiste porque se transforma hasta incluir lo cinematográfico. Esto sucede
porque la electrónica acaba de romper la más vieja barrera en la que se respaldaba
Occidente: la electrónica da a la voz una potencia temible e imprevista.
En efecto, hasta entonces moría a causa de su débil difusión, de la exigüidad de su
irradiación. Y luego ella se evaporaba, tomaba el vuelo tan pronto se formaba. De alguna
forma se podía pues hablar para no decir nada. Hoy, no solamente circula libremente en
las ondas, a través de hilos y cables, sino que sobre todo se puede grabarla y conservarla en
bandas magnéticas. La palabra reprimida conoce la embriaguez de la ilimitación espacio-
temporal: franquea tanto los continentes como los años, más seguramente que el libro, más
rápida y sin duda mejor que él. El texto sólo puede desplazarse muy lentamente. Es cada
vez más embarazoso. Nada puede equivaler al registro sonoro o al intercambio directo.
Este libro en peligro ha esculpido nuestra civilización, soportado nuestra filosofía,
incluso creado la Religión, todas ligadas a las escrituras, al análisis y al comentario de lo
que está "trazado", "depositado", "archivado". La Escuela misma sólo ha sido y era
exégesis. Pero lo impreso sufre una tempestad tal que sale de ella maltrecho.
Avergonzado de sí mismo, llega hasta desfigurarse: tiende a veces hacia "los dibujos
animados"; se divierte en desalinear los caracteres y en volverse "Caligramática".
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Esta Revolución cultural, que analizaremos ulteriormente desde nuestro primer


capítulo, golpea primero la Literatura, pero no menos la Universidad, que ya no puede por
completo proseguir la liturgia de sus plegarias, de sus sabios, pacientes análisis
"testamentarios".
Estas son anotaciones elementales de sociología, pero nos atrae la atención primero
en la medida en que nos obligan a mirar el "medium", el canal por donde pasa la
información o la novedad. Le concedemos una importancia extrema a la red de difusión.
Verificaremos, repetidas veces, la tesis según la cual el continente vale mucho más que el
contenido, puesto que lo determina y decide por él. La manera de transmitir se refleja
sobre la materia transmitida. Allí hay un doble problema tanto de pedagogía de la ciencia
como de sociología de la comunicación.
Dos antiguos filósofos -quizás demasiado poco estudiados— se habían dado cuenta
de ello: habían percibido luminosamente la función, el valor de los "medios generales de
transporte":
a) Pierre Janet consideraba la conducta "llamada del cesto" como la primera
manifestación, sino el origen, de la inteligencia. Anotación, según nosotros, profética. Se
trata, en efecto, del primer "médium": este instrumento sirve para transportar varios objetos
o mercancías, de un lugar a otro, más exactamente del lugar de la producción al del
consumo.
Este continente favorece no tanto la transferencia como su facilidad, su rapidez, su
permanencia. Regula enseguida una fuerte contradicción: autoriza el porte de pequeños
objetos, pero como si se tratara de uno solo. Lo voluminoso, según las aserciones de Pierre
Janet, puede ser fácilmente acarreado. Lo minúsculo nos desanima: se necesita demasiado
tiempo para desplazarlo. Entonces, se ha encontrado el medio de convertir la segunda
operación en la primera, transformar eso múltiple que huye en un simple que lo contiene.
El mercado resulta de allí, y con él, la agricultura, animada por una venta posible.
Se amplifica demasiado el poder del azadón, del hacha, del martillo, por no decir
del bruñidor, de todo lo que raja, corta, horada, desbasta; se minimiza lo que solo parece
secundario, esas herramientas que no parecen participar directamente en las fabricaciones,
que no entran en el proceso material de la trituración, del aserrado o de la perforación.
Sólo sirven después, y sobre todo, esos instrumentos salen intactos de la operación que
permitieron, en nombre de lo cual se los considera auxiliares, inofensivos. Se valoriza lo
que se usa, lo que golpea o destruye.
En realidad, esos "medios" estimulan a los otros y los vuelven posibles: ellos son
los que crean el flujo de la economía de mercado. Lo señalaremos por lo demás, en el
momento oportuno, en contra de las teorías marxistas demasiado tradicionales y de las
historias generales de la tecnología: las verdaderas infraestructuras no consisten solamente
en las fuerzas de producción, stricto sensu, sino que deben incluir ampliamente las de la
reproducción, como la imprenta, la fotografía y las máquinas informáticas quienes también
reúnen los datos.
No se trata más que de conducir los frutos al mercado en recipientes -con el fin de
que sean allí exhibidos y vendidos—, es preciso organizarlos anticipadamente y
disponerlos bien. El desplazamiento [déplacement] implica la colocación [placement] -dos
actos solidarios— pues es necesario alinear lo que se llevará, porque el encerramiento
metódico permite tomar "el máximo" y también lo protege.
La conducta del cesto o de la transferencia -primer médium— abre además la vía al
psiquismo: estamos ya sobre la pendiente del relato, que transporta a su manera la escena
vista, que la transmite, pero en el tiempo, como la memoria misma; según Pierre Janet, ella
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también asegura una relación, un desplazamiento mental. Se trata siempre de ventas


ambulantes y de conservar. Dos caracteres para el objeto psíquico, como en el ejemplo del
cesto: el doble poder de circular e inversamente el de permanecer, de no gastarse, aunque
sirva sin descanso a los intercambios.
Pierre Janet no ha dejado de reflexionar sobre el alcance de esas primeras
"herramientas" que descubría en los orígenes de las sociedades, de las enfermedades
mentales mismas y de las acciones psíquicas más elaboradas, por ejemplo la llamada "del
retrato": "En esos actos del retrato, hay que situar todas esas reproducciones más o menos
torpes de objetos o de animales en arcilla o en madera, que son tan frecuentes, y más tarde
los garabatos, los dibujos en la paredes o en el papel"(1).
Siempre conviene vencer a la vez el espacio y el tiempo, de allí la importancia, para
Pierre Janet, de lo que abrevia y aproxima -las carreteras, las puertas, las ciudades— de lo
que se conserva, transmite, incluso reproduce (la ilusión óptica). Y el psiquismo entero
corresponde a una estrategia de llamada, de movilidad y de comunicación a distancia.
b) Otro teórico de las conductas humanas –Durkheim— interesado en las amplias
evoluciones sociales, por caminos muy diferentes, llegaba a conclusiones parecidas. Para
él, ¿qué es lo que acelera las mutaciones? ¿Cuál es el motor del cambio humano?
De cierta forma el número de los habitantes reunidos, pero esta concentración
depende a su vez no tanto de la cantidad de los hombres (el volumen social) como de lo
que los pone en contacto (la densidad), es decir, los medios de intercambio rápido, las
tecnologías de interrelaciones aceleradas, fáciles. Durkheim, sin renunciar nunca al rigor
de un examen material, no cae ni en las facilidades de una demografía ingenua y de los
cálculos -tantos individuos por kilómetro cuadrado, la tasa de ocupación del suelo, medida
de poco valor—, ni en las trampas de la morfología social, en el confín de una geografía
humana próxima, atada, a su manera, a los lugares, a los emplazamientos colectivos, a los
pasajes.
Finalmente, sólo juegan las redes. Las posibilidades de difusión conectan o
fundamentan lo que está desparramado, e, inversamente, una intensa proximidad espacial,
la casi-medianería, a falta de un equipo de encuentro, o en la ausencia de canales, de
circuitos y de vías múltiples, equivale a la segmentación, a un negro aislamiento.
Para Durkheim, los medios generales de transporte —de los bienes, de las personas,
de los mensajes— deciden sutil, profundamente, sobre nuestras ocupaciones (De la
División del Trabajo social) y nuestros pensamientos, nuestras actitudes, en resumen, lo
que es más personal en nosotros. El psiquismo no es todavía más que el reverso de un
sistema material de intercambios.
No tomaremos esos amplios caminos abiertos por Pierre Janet y Emile Durkheim.
Nos consagraremos a cuestiones paralelas, relativas a la transmisión o a la construcción de
la información circulante, a su cualidad, a lo que exigen su eficacia y su velocidad.
a) Primero, ¿cómo reunir esos imperativos? O más aún, ¿cómo enseñar la ciencia?
¿Qué figuras desplegar? En efecto, la imagen beneficia, desde el comienzo,
numerosos poderes: su instantaneidad, su volumen, su irradiación. Contiene a menudo lo
que excede. El relato o la descripción -incluso la explicación— es lineal, fragmentado,
sucesivo. Es un escorzado sinuoso, puesto que un largo intervalo separa el comienzo del
fin que expone. Finalmente, está sujeto a numerosas convenciones. Respeta las barreras
dialectales de las naciones.
¿Cómo representar directamente seres complejos, incluso extensos e inasequibles?
¿Cómo visualizar realidades breñosas, trazar croquis súper elípticos, no obstante
. Les débuts de l'intelligence, 1932, p. 230.
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pertinentes (los de una máquina, un edificio, conjuntos)? ¿Cómo una vez más exponer la
arquitectura de las piedras, de los árboles, de los animales?
A pesar de esta atracción por el dibujo y lo estilizado, no renunciamos a la escritura:
todo lo contrario.
Por una parte, buscaremos proponer una "gramática de esta imagen", definir
también ésta como una neografía cursiva, despejar las reglas que dictan su construcción.
Frecuentemente, como lo mostraremos por otra parte, el Icono conduce a su vez a un
álgebra o fórmulas, que nos darán una nueva, suprema contracción. Luego, entre el croquis
y el texto, se anudan intercambios; los dos se respaldan con miras a una iluminación, para
una amplia sinopsis.
La ciencia de los diagramas, de los cortes y de los mapas, que aspiraremos trazar en
algunos de sus momentos inventivos, en lugar de destronar la frase, la resaltará, servirá
para sostenerla. Lejos pues de que el "Cuadro" descarta el texto, es ante todo la escritura la
que se nos aparecerá como una valiosa, fundamental "pintura". La iconografía misma de la
ciencia que comienza. Desde nuestro primer capítulo, mezclaremos "la ciencia como
escritura" y "la escritura como ciencia".
b) Esta mixtura alfabética del ver y del leer nos parece una de las exigencias de
nuestra época, preocupada por la cultura del libro en peligro, de todo lo que circula e
informa.
Por su parte, la ciencia en general garantiza este acuerdo y trabaja en él. Ella
fundamenta las proyecciones más escrupulosas y las más esencializadas. La más bella de
las paradojas: "nada falta allí, pero todo ha sido omitido, borrado". Estos esquemas
racionales transforman la multiplicidad en un grupo serial, a su vez explicativo de la
intensa variedad. Y los seres se clasifican, se descubren sobre esta curva ordenada, a través
de esta topografía de sistema. Mejor, la figuración homotética justificará las propiedades
sustanciales más heteróclitas (capítulo IV). Se trata pues claramente de un dibujo
quintaesenciado y generativo, no el redoblamiento de lo que es, la imagen-espejo, sino un
icono paradigmático, "abstracto-concreto", un cañamazo estrictamente distribucional, de las
cuales las obras de Haüy (Réne-Just), Candolle, Tollens, Marey nos proporcionarán muchas
muestras extraordinarias.
Por su lado, otra vertiente, el arte alcanza abiertamente este campo. La literatura
actual apunta cada vez más a lo figural en y a pesar de un lineal que lo ha laminado hasta
aquí, o lo espacial en lo temporal de lo sucesivo, a pesar del desgarramiento aparente de las
formas.
Ya, en vanguardia, la lingüística había captado, sobre una simple faceta, dentro de
ciertos enunciados privilegiados, angulares, un bi-eje vertical/horizontal, el cruce de la
similitud en lo continuo, para recordar la concepción de Roman Jakobson (Essais de
linguistique général) la inserción de lo metafórico en lo posicional.
Más aún, lo textual entero se esmera en edificar conjuntos típicamente
arquitecturales, necesariamente insurreccionales.
Los célebres pintores de la realidad (capítulo II) desplegarán ante nosotros un
dominio incomparable: ellos también "transcodifican", ofrecen miniaturas que condensan
cada vez mejor, en búsqueda de una plenitud y de lo ilimitado. ¿Cómo se apoderan de lo
que los envuelve? ¿Como lo transponen y sobre todo cómo logran superarlo?
Los unos y los otros -novelistas, pintores, grabadores, escultores— nos encaminan
hacia una Teoría generalizada de las formas y de las deformaciones, es decir, una dinámica
espacial. Por su lado, los experimentadores y los científicos se dedican a ello y se activan
allí.
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Nos atrevemos pues a confundir "arte y ciencia", relacionar a todos esos


trabajadores de lo "multi-axial" o de lo "proyectivo", esos escritores de la iconografía. Y es
este encuentro, sus implicaciones culturales y sociales, lo que trataremos de examinar.
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CAPITULO PRIMERO

LAS PRIMERAS ICONOGRAFIAS

Esta es la tesis que de comienzo a fin vamos a desarrollar: esclarecer, defender los
andares por los cuales los hombres se han dado representaciones figurativas, siempre
instauradoras de una nueva inteligibilidad. Más aún: la ciencia misma se nos aparecerá, en
ciertas de sus comarcas, como un sistema de trascripción, factor de aprehensión, de
ordenación y de reorganización.
El ser, bloqueado sobre sí mismo y enterrado bajo sus propias envolturas, se nos
escapa, pero se tratará de desplegarlo y de insertarlo, cueste lo que cueste, en una red
espacial que lo revele a sí mismo, que autorice la sorprendente, la iluminante lectura. A
falta de este despliegue, al menos hay que apuntar a una traducción en un conjunto que lo
exprese y lo destaque.
La inmediatez narcisista colma el alma y singulariza las formas del universo,
giradas hacia sí mismas, sobre sí mismas, pero hay que pagar el precio de un tal
encerramiento: la plena noche, la oscuridad de la indistinción. Por otras razones, también
numerosas como difíciles de interceptar, los pensadores han protestado siempre contra el
trabajo de la exteriorización, la violación de esta escritura que aparta el ser de sí mismo, lo
mediatiza y lo arroja al afuera.
Ya los Griegos condenaban, a través de los Diálogos de Platón, el procedimiento de
la ciencia inscriptiva y celebraban la palabra que anuncia, o enuncia solamente la cosa pero
se cuida de entregarla por extradición en las rejillas artificiosas (el grafema) donde ya no se
reconoce ella misma y, en consecuencia, llama en su auxilio a la glosa, la desafortunada
interpretación.
El Cratilo discute la precisión de los nombres, que pretenden plagiar, traducir o
imitar el juego de los fenómenos, pero, a través de esta crítica, penetra sobre todo el
rechazo de una pintura, la de las letras, de las sílabas y de su secuencia, necesariamente
desfiguradora e incapaz de incluir el flujo o el movimiento. Se ahonda la distancia entre el
ser y lo que lo nombra o lo retrata -entre el modelo y su icono— porque, si lo uno no se
distingue de lo otro, se los confunde, pero, si se los separa, cesa ipso facto, de calcarlo.
Quizás la única palabra, el ritmo de una libre prosodia podría encerrar esta naturaleza
evanescente pero, la estampería, la visualidad fónica de las vocales y de los caracteres nos
alejan de ello. En la grafía el espíritu se hunde en la arena movediza y se aliena más que en
otra parte, puesto que la palabra renuncia allí a sus inflexiones y a su canto, a sus
eventuales recurrencias por donde ella se busca o se corrige, a una ironía gracias a la cual
puede apuntar a lo que no indica. Los rastros o las huellas postulan necesariamente la
ausencia, un olvido contra el cual luchan pero que, por ese mismo hecho, reconocen y
pronto ensanchan. "Confiados en la escritura, es decir del afuera, por caracteres extraños, y
ya no del adentro, del fondo de ellos mismos que buscan suscitar sus recuerdos, tu has
encontrado el medio, no de retener, sino de renovar el recuerdo..."( 1) anota el Rey Thamus
por petición de Theuth, el demonio que inventa a la vez la numeración, el cálculo y las
letras de la perdición. "La escritura tiene un grave inconveniente, tanto como la pintura.
1.
Fedro, trad. Chambry, ed. Garnier, t. III, p. 287.
8

Los productos de la pintura son como si estuvieran vivos, pero plantéeles una pregunta,
ellos guardan seriamente silencio. Ocurre lo mismo con los discursos escritos"( 2). En el
Fedro, como en el Cratilo, lo escrito se confunde con la obra figurativa que, lejos de
visualizar y revelar, degrada o disipa (3).

Puesto que la mayoría de los filósofos protestan a la vez contra la abstracción y la


exterioridad -al mismo tiempo contra lo tecnocientífico que le corresponde— no es de
sorprenderse escuchar, en sus análisis, la misma requisitoria contra lo impreso o el libro.
Ellos censurarán las imágenes, los signos inscriptivos del Discurso que lo deforman. Jean-
Jacques Rousseau hiperboliza esta rebelión: percibe incluso la grafía en el origen de la
separación, de la tiranía socio-política, de la desigualdad entre los hombres. La voz supone
no solamente la presencia de sí en sí, de sí en el Mundo, sino sobre todo de sí en los otros:
se habla, en efecto, en una Asamblea, para una comunidad. El significante y el significado
coinciden entonces plenamente, hasta el punto que el uno no podría desprenderse del otro,
ellos se van o se borran juntos. Ningún residuo. Y ninguna necesidad de conservar o de
mantener el primero, como pretendido sustituto o depositario del segundo: allí donde
comienza la duplicación, la dehiscencia, se abre pronto la era del comentario, de la
exégesis, de la herejía. Se quiere reconquistar un "sentido" a partir de restos-cenizas que
no lo pueden contener. A la inversa, lo auditivo, lo fono-semántico, nos toca y se
comunica directamente. Y tanto mejor cuanto que en el siglo XVIII (4), el mensaje hablado
no está roto, sino completo y personal: no se dirige a desconocidos. Lo escrito, por el
contrario, puede ocultar al autor; no se preocupa ni por el consenso, ni por el receptor. El
jefe, por ejemplo, firma el decreto que reglamenta. El trasciende las excepciones, las
dificultades o los lamentos. La ley, siempre escrita, el texto uniformiza y alinea. Si es
preciso, fija, de antemano, la sanción. Extraño medium, según Jean-Jacques: si él advierte
a todos los ciudadanos, los dirige, al mismo tiempo, "esparcidos" y no se dirige a ellos más
que en lo incógnito, el aislamiento, a través de una rejilla de trazos, de barras y de puntos.
El destinatario no podría responder; debe ejecutar. Nadie está autorizado para ignorar este
impreso que vale a la vez para todos y también para cada uno en particular. Verba volant,
scripta manent. Abiertamente, la inscripción asegura y garantiza la inmutabilidad.
Texto flameante como el Ensayo sobre el origen de las lenguas, porque la historia
de la humanidad coincide exactamente con la de la palabra, porque allí se dibuja
claramente la razón de la decadencia y de nuestras desdichas: la exactitud de los caracteres,
la gramática que los reúne y los dirige, y el que sustituyan la expresión calurosa, variada y
moviente. El resto no dejará de faltar: la escuela, la academia, el dogmatismo, la
alienación, es decir, el corte entre el hombre y el ciudadano. El más cátaro de nuestros
escritores ha dirigido una cruzada primero contra las consonantes, la frialdad articulatoria y
áspera proveniente del Norte industrial, que ya corrompió nuestras tierras y nuestras
ciudades. "Sus voces más naturales son las de la cólera y de las amenazas, y esas voces se
acompañan siempre de articulaciones fuertes que los vuelven duros y ruidosos"(5).
Asistimos, en el siglo XVIII, a un vuelco sin precedente, la superioridad del Norte sobre el

2.
Id. p. 288.
3.
Para más claridad sobre Platón y los Diálogos, remitimos a los eminentes trabajos de
V. Goldschmidt.
4.
En el siglo XX, las técnicas de la transmisión, el fonógrafo, la radiofonía, cambian los
datos del problema. Y los Príncipes pueden gobernar por el verbo, lo audio-visual,
incluso el dibujo animado.
5.
Essais, ed. Ducros, 1968, p. 133.
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Mediodía que se borra, una inmensa sustitución-desplazamiento, el anglo-holandés que


rechaza el meridional, la melodía greco-latina, incluso italiana, en resumen, la invasión
triunfante de los Bárbaros. Enseguida, y sobre todo por el mismo movimiento, la escritura,
más glacial todavía, acaba la desnaturalización, favorece este deslizamiento. Ya el Primer
Discurso de Jean-Jacques llamaba al furor iconoclasta, casi al incendio de las bibliotecas: el
ginebrino no puede sufrir el desarraigo, el exilio o la errancia, el alejamiento del suelo natal
y rústico, la tecnología invasora, los procedimientos de delegación o de la representación
necesariamente burocrática, el fin de las virtuosas y dulces maneras de vivir de los cantones
y de los valles.
Estas dos causas no hacen más que una: la gramaticalidad victoriosa. En las
regiones soleadas y dichosas, donde mana la abundancia, los hombres pueden reunirse,
hablar y cantar, pero el Norte conoce la dura labor, el rendimiento; pronto, por
consiguiente, la división de las propiedades, el encercamiento, la necesidad de las
provisiones y de los intercambios ventajosos, la guerra y el dinero. Esta dispersión
topográfica y ocupacional justifica un instrumento indirecto de intercambio -la escritura-
que consagra el alejamiento, y saca partido de él: el Rey, guardián de las riquezas, debe
poder transmitir sus mandatos. La comunicación, entre los propietarios dispersos, no
puede efectuarse sino a través de los surcos de las líneas, una escritura por surcos,
precisamente, "es decir, según la definición de Rousseau, volviendo de la izquierda a la
derecha, después de la derecha a la izquierda alternativamente"( 6). No solamente la
brevedad de las letras y la claridad de las palabras, sino también las efigies de las monedas,
o los símbolos de los blasones, siempre una semiología posesiva y discriminatoria. La
agricultura nórdica del provecho, asociada a la explotación de las minas de carbón y de
hierro, implica pues la desigualdad y la rotura social, el espíritu de contabilidad y de
enriquecimiento, sobre todo ella conlleva, en su evolución, el derecho, los títulos, las
legislaciones: una alienación técnico-social, que la escritura efectivamente consolida y
acelera. Jean-Jacques Rousseau no se equivoca en esto; discierne el instrumento, el agente
de la subversión. El identifica la propiedad privada cuidadosamente limitada, protegida, y
la frase, ella también, recortada, rigurosa. Los dos dominios se recubren: la geometría de
las tierras y el paralelismo de las inscripciones, las atribuciones respectivas y la
organización sintáctica, la cuadrícula del suelo y las reglas gramaticales.
Esta fantástica asimilación, este desposeimiento, contra el cual se levantan los
pequeños terratenientes, las comunidades agrestes y dialectales, las aldeas indistintas, la
repiten otros, pues siempre la historia parece trabajar en la eliminación, en la sustitución:
ya, según Jean-Jacques Rousseau, en los orígenes, el reemplazo de la palabra de Dios, de la
de sus apóstoles, muy simples y muy pobres, por la Iglesia de los eruditos, de los
persecutores, la de los teólogos que mezclarán el Evangelio con Platón, sobre todo la de los
Papas, incluso si uno de ellos llegó "hasta este exceso de celo de sostener que era una cosa
vergonzosa sojuzgar la palabra de Dios a las reglas de la gramática"( 7). Jean-Jacques
Rousseau eximirá "al divino Libro", las "divinas Escrituras" pero con la expresa condición
de que sirvan solamente a la piedad, no a la Iglesia de los eruditos, de los doctores y de los
comentadores. Epitafio de los tiempos modernos: "La ciencia se extiende, y la fe se
aniquila"(8). Muere el cristianismo frugal y virtuoso; comienza "la religión de los
sacerdotes"(9).
6.
Essais, misma ed., p. 63.
7.
Réponse au Roi de Pologne, ed. Armand-Aubrée,1829, t.I, p. 67.
8.
Id., p. 68.
9.
El Contrato Social, L. IV, cap. IX (misma ed., t. V, p. 138). J.J. Rousseau se adelanta a
10

Tesis demasiado conocida como para que tengamos que insistir en ella: la lengua
monótona y fría, escrita y ya no hablada, inflexible y ya no ondulante, aleja a los hombres
los unos de los otros, los avasalla al mismo tiempo, alienta, más que la diseminación, la
disimulación, que es la contrapartida; entramos en lo irreconocible, porque el reflejo puede
más que lo real, los signos equívocos más que las expresiones auténticas. Una
codificación, es decir un desfase. La representación lenguaraz no se distingue de la teatral,
no menos mentirosa y perniciosa; lo ilusorio o lo ficticio no podría pasar por inocente o
anodino. El nos engaña, y, también, nos expropia. En ninguna parte, lo mismo que en la
Carta de Alembert sobre los Espectáculos, se ha sabido acusar tan vehemente la pintura,
toda iconografía, la representación. Duplicar una situación, siempre, la metamorfosis. El
simple hecho de multiplicarla o bien, según Rousseau, suavizarle los rasgos, habitúa el
espíritu; o bien en tal caso, para evitar esta usura, se engruesan las líneas, se desnaturaliza,
se cae en lo fabuloso. En los dos casos, se pierde el original. Después de todo, nadie
piensa en calcar: ¿para qué? En realidad el dramaturgo o el compositor toma elementos,
abandona otros, busca seducir, excitar la curiosidad: "Mientras más reflexiono en ello, más
encuentro que todo lo que se representa en el teatro, no se lo aproxima a nosotros, se lo
aleja"(10). O más aún, la descripción no seduce, molesta incluso, o golpea pero a costa del
parecido: se ha realzado al modelo. En arte como en política, ¡no existe delegación
aceptable, no existe transcripción fiel! Asimismo, la grafía, que debía o quería pintar la
voz, la altera, y, cada vez menos, se refiere a ella.
Pero esta es nuestra tesis: Rousseau no puede llevar ese combate hasta su término.
El tiene que luchar mucho contra la "no inmediatez" o lo artificial, él mismo termina por
sucumbir allí.
En efecto, un drama, estalla pronto, en medio de ese alegato excepcional. Por una
parte, el elogio de la palabra conlleva el del canto y el de la melodía, pero ésta pasa a través
de las notas o un sistema de signos; por otra parte, Rameau acaba de fisicalizar la música y
de recurrir, para instituirla, a los armónicos. La musicología traiciona o compromete el
tema "anti-escritural" y, paralelamente, "anti-científico" que desarrolla el tan célebre
Diccionario de Música. No es de sorprenderse el encontrar allí el extraño leit-motiv según
el cual esta doble amenaza no puede venir más que del Norte, gótico y bárbaro: "Estaba
reservado a los pueblos del Norte, escribe Rousseau (artículo: Armonía), cuyos órganos
duros y burdos son más tocados con el estallido y el ruido de las voces que con la dulzura
de los acentos y la melodía de las inflexiones, hacer este gran descubrimiento (relativo a la
armonía) y establecerlo como principio para todas las reglas del arte".
Dejemos de lado la querella con Rameau, un poco menos en el eje de nuestro
propósito, pero un canto o un minueto supone una partitura, por lo tanto el recurso a
indispensables grafemas. He aquí esta contradicción ofensiva, que Rousseau busca hacer
desaparecer, de allí sus numerosas investigaciones en dirección a un neo-solfeo, a una neo-
escritura representativa ya no de la palabra sino de sus ritmos y modulaciones. ¿Es
posible? ¿No es rehabilitar los signos-sustitutos en los cuales estarían colocados los
acordes? Encontramos claro el problema de la transcripción, a un nivel más elevado;
importa, más que nunca, con el fin de mantener el rechazo de los caracteres, impedirles el
acceso a los coros y a las sinfonías. No obstante, ¿cómo minimizarlos, mientras se los debe
emplear? Rousseau se ha explicado ampliamente: eliminará, sin remisión, en su Proyecto
concerniente a nuevos signos para la música (leído por el autor en la Academia de
Ciencias el 22 de Agosto de 1742) "esa cantidad de líneas, de claves, de transposiciones, de
las palabras de Loisy: "Se esperaba a Cristo y es la Iglesia la que ha llegado".
10.
Id., t. I, p. 324.
11

sostenidos, de bemoles, de becuadros, de medidas simples y compuestas, de redondas,


blancas, negras, corcheas, de semicorcheas, de fusas, de silencios, semi-silencios, suspiros,
semi-suspiros, cuartos de suspiros... Lo que resulta que la dificultad está toda en la
observación de las reglas y no en la ejecución del canto"(11). Esta cabalística moderna echa
a perder todo, desanima, impide incluso. Pronto uno se pierde en cuestiones sobre esas
"colas giradas a derecha, a izquierda, arriba, abajo, de sesgo, en todos los sentidos".
Jean-Jacques Rousseau considera que un sistema representativo, si hay que tolerar
uno, debe satisfacer tres condiciones materiales: la no-multiplicidad de los caracteres, su
simplicidad diacrítica, su concisión. El le da mucha importancia a esta última exigencia: la
más débil voluminosidad, pero sin que sea fuente de desprecios o de ilegibilidad, de todo lo
que retarda o compromete el descifrado. El subraya -él, viejo copista- el valor de esta
"facilidad de notación sin toda esta traba del papel rayado, donde, las cinco líneas del
pentagrama no son suficientes, hay que agregarle otras, en todo momento, las cuales se
encuentran algunas veces con los pentagramas vecinos donde se mezclan con las palabras,
y causan una confusión"(12). Pero Jean-Jacques parece reconocer la incoherencia de estas
demandas antinómicas: "¿Cómo dar más evidencia a nuestros signos, sin aumentarlos en
número? ¿Y cómo aumentarlos en número, sin volverlos por un lado más largos para
enseñarlos, más difíciles para retener, y, por el otro, más extensos en su volumen?"(13).
Cuestión y anotaciones iconológicas de un vasto alcance: disminuir en número y en
despliegue, abreviar -pero, al mismo tiempo, sin entorpecer, incluir más, así es definido el
ideal de la figuración simbólica. El buen sentido se subleva; quiere que, si por un lado se
aligera, se sobrecarga, por el otro, puesto que la cantidad de información permanece
constante. No obstante, Rousseau apunta, sin perder el significado, a inventar un
significante más simple y más rico, claro y no menos elocuente. En resumen, él busca
debilitar la letra sin hacer mella en el espíritu.
Empresa osada, éxito relativo. Rousseau remplaza las notas habituales por cifras, lo
mismo que otras señales, indicadoras de tiempo y espacio, barras, puntos, por encima y por
debajo, comas, el alfabeto, algunas elementales convenciones. Esto es para él lo mínimo,
un mal menor, y tanto más cuanto que todos esos signos son conocidos; por este hecho,
gracias a su empleo previo, ellos se encuentran como borrados y dejan de espantar. Solfeo
aún, pero donde los materiales, aunque presentes, desaparecen de sí mismos, no solamente
a causa de su delgadez lineal, sino también porque se apartan poco de la vocal, en el
sentido que transportan indicaciones tonales directas.
La frase musical se vuelve, por ejemplo: Do || d 5,3,1 || 6,7,1 || 5. El 1 reemplaza el
"do", el 2 el "re". Las líneas perpendiculares expresan el valor de una medida; dentro de
ésta, constante, las comas individualizan los tiempos. Nada escapa a esta notación: ni las
duraciones (tiempos), ni las relaciones entre los diversos sonidos (espacio). Algunos otros
signos (puntos, acentos, guiones) precisan el resto: no es necesario más. Todo, según Jean-
Jacques, se vuelve fácil: la transposición (los saltos de una clave a otra), la modulación, la
lectura de los intervalos. Estamos en presencia de una inscripción casi irreal, tan ligera y
tan mínima que ya no forma pantalla entre los sinfonistas, ni entre el ejecutante y el que lo
acompaña (clavecín, flauta, violín), ni entre el cantante y su texto mismo. La línea parece
ondular con la voz y seguirla. "Las cifras empleadas de la manera como yo lo propongo,
producen efectos absolutamente diferentes. Su fuerza está en ellos mismos, e
independientemente de todo otro signo. Sus relaciones son conocidas por la sola
11.
Projet, in O.C., t. 10, p. 180.
12.
Dissertation sur la Musique Moderne, O.C., t. 10, p. 263.
13.
Id., p. 205.
12

inspección..."(14). Jean-Jacques Rousseau alaba la Opera, el recitativo a costa del


instrumental; rechaza una composición más calculada que sentida, el error mismo de
Rameau, quien habría remplazado una dichosa libertad -la del canto con libro abierto- por
una física de contrapunto y de acompañamiento.
No hay allí una discusión menor, puesto que el mismo drama se repite en la obra de
Jean-Jacques a propósito de la botánica, ciencia privilegiada en todos los aspectos:
disciplina, primero, religiosa, tanto según Los Sueños del Paseante solitario como según
las Cartas o el Fragmento para un Diccionario de los términos de uso en Botánica. "Los
vegetales en nuestros bosques y en nuestras montañas, escribe Rousseau, son aún tal como
salieron originariamente de sus manos, y es allí donde me gusta estudiar la naturaleza"(15).
Una pasión que implica el rechazo de las plantas ornamentales u hortelanas, una aversión
por los vegetales aclimatados, los de nuestros jardines, siempre desfigurados o
monstruosos. Los hombres sólo pueden alterarlos o plegarlos a sus necesidades,
especialmente medicinales. Y esta fiebre emocional no puede dedicarse a las piedras, ni a
los minerales, extraídos no obstante, del fondo de la tierra, ni incluso a los animales
inasequibles. Ella no puede conducir más que hacia los simples, las hierbas secretas de los
valles, las flores de los campos, los árboles de las montañas, más aún, hacia los
abandonados y los poco conocidos, los musgos de las rocallas, los líquenes, los capilares,
en resumen, todo lo que escapa a la empresa de los jardineros y de los decoradores, al lujo
fútil de las ciudades. Lo an-histórico y lo preservado: "Cuando él cree estudiar
verdaderamente la naturaleza, se equivoca. Este error tiene lugar sobre todo en la sociedad
civil, tiene lugar asimismo en los jardines. Estas flores dobles, que se admira en los
arriates, son monstruos desprovistos de la facultad de producir a su semejante..."(16).
Herborización serena y tonificante, lejos de las ciudades y sin la ayuda de instrumentos:
"La botánica, para el Séptimo Paseo, es el estudio de un ocioso y perezoso solitario: un
punzón y una lupa son todo el aparejo del cual tiene necesidad para observarlos"( 17). Por el
contrario, el examen de las piedras y de los animales supone análisis, disecciones,
laboratorios y escuelas.
¿Pero Jean-Jacques no debería renegar de su filosofía? ¿No debería internarse
menos en la maleza que en la indispensable nomenclatura, técnica de las denominaciones
rigurosas, volcarse incluso en la taxonomía, ciencia de las diferencias exactas, de las
similitudes reales, de los precisos reconocimientos? ¿No le será necesario repudiar lo
sensorialmente ofrecido, lo multicolor o lo oloroso? Por ejemplo, pera y manzana -simples
variedades- ya no merecerían ser concebidas y dispuestas aparte: si el pedúnculo de la
manzana entra profundamente en el fruto, el de la pera lo prolonga; pero el observador
rechazará detenerse en diferencias tan insignificantes. Lo sensible -lo visual y lo gustativo-
nos engaña. Y Jean-Jacques soñaba incluso con una álgebra floral explícita, de ecuaciones
susceptibles de condensar lo esencial de las plantas, que expresarían en una fórmula las
proporciones, los números y las situaciones: "Jean-Jacques Rousseau me comunicó, un día,
especies de caracteres algebraicos que él había imaginado, para expresar muy brevemente
los colores y las formas vegetales. Los unos representaban las formas de las flores, otros,
las de las hojas, otros, las de los frutos. Los había en corazón, en triángulo, en rombo,
etc... Sólo empleaba nueve o diez de esos signos para formar la expresión de una

14.
Dissertation sur la musique moderne, O.C., t. 10, p. 261.
15.
Lettres sur la botanique, t. VIII, p. 453.
16.
Id., p. 429.
17.
Septième promenade, O. C., t. XIII, p. 493.
13

planta"(18). De hecho, en sus Cartas sobre la Botánica él evoca las secretas organizaciones
y las combinaciones que ligan entre ellas las unidades aparentemente dispersas, el cáliz, la
corola, el fruto, el tallo. Uno de los primeros, establece la analogía de base que aproxima
la flor, la hoja y la raíz. Afirmación ejemplar de 1771: "Esas analogías de las partes de la
flor se ligan con otras analogías de las partes de la planta que parecen no tener ninguna
relación con aquella. Por ejemplo, ese número de seis estambres, algunas veces tres, de
seis pétalos o divisiones de la corola, y esta forma triangular de tres logias del ovario,
determinan toda la familia de las liliáceas, y, en toda esta familia, las raíces son todas
cebollas o bulbos"(19).
De allí nuestra pregunta: ¿esta búsqueda explícita de las correspondencias, el gusto
por los idiomas que los reúnen, no aminora las cargas contra el lenguaje y la erudición?
¿No es necesario, una vez más, reconocerle un derecho a la grafía, la de las planchas, de las
designaciones y de los trazos? ¿No tiende Jean-Jacques a re-escribir y a redoblar la
profusión natural, en lo que descubre las reglas de composición y de acuerdo? ¿La pasión
del herbario no es ante todo la del resumen, la de la sinopsis de todas las producciones
locales? El lo prefiere incluso, en lo posible, portátil (Carta IX, Sobre el Formato de los
herbarios y sobre la Sinonimia: "Tengo el proyecto de un formato de pequeños herbarios,
que quepa en el bolsillo para las plantas miniatura, que son también curiosas"( 20). En otros
términos, ¿no hay en Rousseau una especie de desgarramiento entre, por un lado, la pasión
por las flores salvajes, concreción de justas proporciones, testimonio de las épocas
primitivas que el hombre no ha corrompido todavía, y por otro lado, la ciencia de los
vegetales, edificada por las academias y solamente susceptible de traducir las riquezas
naturales? Jean-Jacques no deja de oscilar entre dos afirmaciones opuestas: él alaba a
Lineo, pero se separa de él; arregla colecciones pero se defiende de hacerlo; quiere cultivar
sensación y emoción, pero se desprende de eso también, con el fin de alcanzar estructuras o
las únicas relaciones constitutivas. Tanto como su música y su solfeo, la botánica de
Rousseau padece de ambigüedad; ella deja a medio camino. Y si Jean-Jacques se burla a
menudo de los herbolarios y de sus signos, que remiten al "sistema sexual", a su vez
discutible, porque es factor de divisiones artificiales -("El método de Lineo no es, a decir
verdad, perfectamente natural. Es imposible reducir a un orden metódico y al mismo
tiempo verdadero y exacto las producciones de la naturaleza..."[21])- por otra parte, él
aprende a etiquetar y a clasificar: no deja de aplicar la concepción binomial que nos ha
librado de las frases pedantescas y de los períodos contorneados, incapaces de cercar los
géneros y especies: "Fue necesario crearle a la botánica una nueva lengua que ahorrara ese
largo circuito de palabras que se ve en las antiguas descripciones"( 22). Rousseau se atreve
incluso a volver indistintos el estudio de los vegetales y el de su apelación. Y él enumera
los obstáculos que hay que evitar: una multitud de carácter, su falta de evidencia y su
difusión o exceso de voluminosidad. Sólo convienen palabras claras, ligeras, y poco
numerosas.
¿Qué resulta de ello para nuestra tesis, sino que la iconoclasia no puede mantenerse
hasta el final, que a su vez el más vehemente adversario del idioma y de la mediación ha
terminado por sucumbir allí? Música y botánica -todas dos ciencias de la armonía natural y
de la primitividad, todas dos dedicadas a la notación o a la transcripción- han arrastrado al
18.
Bernardin de Saint-Pierre, Etudes de la Nature, Etude onzième.
19.
Lettre I, p. 392.
20.
Lettre IX, p. 439.
21. L
etrre à l' Abbé de Pramont, O.C., t. 8, p. 499.
22.
Introduction à un Dictionnaire des termes d' usage en botanique, O.C., t. 8, p. 508.
14

aprendiz de brujo que los cultivaba hacia enunciados semiológicos y al reconocimiento de


los caracteres expresivos o gráficos.

***

Nuestro examen del catarismo filosófico y de los enemigos de la visualización nos


conduce a una de las tesis más sutiles que se apoya en la psico-patología. Esperamos
mostrar, ulteriormente, cuánto la figurabilidad ayuda a la comprensión y define el universo
pre-científico. Queremos asistir al nacimiento de algunas teorías diagramáticas. Pero,
cuando los pensadores limitan o condenan el proceso teórico o científico, deben ocuparse
previamente en desacreditar las técnicas exteriorizantes. Y esta es la razón por la que,
después de Platón y sobre todo Rousseau, Bergson merece estar clasificado entre aquellos
que, hábilmente, oblicuamente incluso, han perjudicado la escritura, el primer movimiento
de traducción-traslación.
El Ensayo sobre los Datos inmediatos de la Conciencia comienza con este
diagnóstico: "Nos expresamos necesariamente por medio de palabras y pensamos
frecuentemente en el espacio. En otros términos, el lenguaje exige que establezcamos entre
nuestras ideas las mismas distinciones claras y precisas, la misma discontinuidad que entre
los objetos materiales". Distingamos no obstante dos universos falsamente isomorfos: el de
la voz, musical e ininterrumpido, cuasi inmaterial, y el de la inscripción, de la extensión-
distensión que se dispersa en sílabas, incluso en letras, la melodía sonora. Opongamos
claramente el "decir" y el "leer". Mientras que, en el primer caso, las palabras pierden su
pesantez, levantadas por el movimiento interior que las recorre, en el segundo, forman una
pantalla y no podemos nunca recapturar ese sentimiento original que las ha llamado y que
repudian. La diáspora icónica no retiene el ritmo, el aliento; pierde el canto que creía
conservar. La extensión invierte, o al menos, degrada el ser. Seguramente, Bergson no
ignora la necesidad de este auxiliar, de este medium, pero toda la filosofía, la religión y el
arte, la poesía y la pintura saben utilizarlo sin esclavizarse, pasar a través de él sin
limitarse. Bergson sólo admira al pintor-filósofo Ravaisson que abandona las líneas
visibles pero se esfuerza en indicar por medio de su dibujo el movimiento generador de la
naturaleza: "El va a buscar detrás de las líneas que se ven el movimiento que el ojo no ve,
detrás del movimiento mismo algo más secreto aún, la intención original: (23). Desde el
principio al fin del bergsonismo, se asiste a un cuestionamiento, sordo pero insistente, de la
espacialidad, del partes extra partes, en provecho de una intuición an-icónica: "La materia
divide efectivamente lo que sólo era virtualmente múltiple... Es así como de un
sentimiento poético que se explicita en estrofas distintas, en versos distintos, en palabras
distintas, se podrá decir que contenía esta multitud de elementos individuados y que, por
tanto, es la materialidad del lenguaje que la crea"(24).
La figura parece abrir la puerta a dos graves peligros:
a) el de la fascinación. En lugar de remitir al movimiento creador que la ha
incitado y que ella debería memorizar, capta como si el sentido hubiera sido depositado en
ella. Ella se convierte de medio en fin; nos deslizamos hacia una especie de comentario
idolátrico.
b) el de una profunda desnaturalización como consecuencia de la diseminación y de
23.
La pensée et le Mouvant, 22 ed., p. 265.
24.
Evolution Créatrice, 52 ed., p. 259.
15

la separación, de allí una incomprensión sofística. Y por contra-golpe, el Bergsonismo


celebrará siempre el continuo que totaliza -lo sinfónico, lo vital, el impulso o incluso la
curva del movimiento gracioso, ondulante, cuyos movimientos se interpenetran y se llaman
incluso los unos a los otros- todo lo que en suma, aunque material, escapa no obstante, a la
división.
Materia y Memoria debía consagrarse más especialmente aún al problema de la
palabra y de la frase, incluso al del dibujo y la representación. Bergson subrayará allí, de
manera siempre desviada, la abstracción de las letras, la artificialidad de la escritura y de la
sintaxis que la dirige. Las disociaciones neurológicas manifiestan plenamente la
superioridad de la palabra, la riqueza de un decir que resiste a la tempestad de la
decapitación, la precariedad de los morfemas, sin verdadera atadura y tan fácilmente
barridos. El texto impreso no es más que la imagen lejana de una imagen sonora, la
ocasión de un recuerdo, a su vez amenazado cuando la vida del alma no lo reanima. El frío
retrato de la escritura no podría nunca equivaler a la palabra realmente escuchada, en la
cual participamos, gracias a un acompañamiento motor ininterrumpido, que por lo demás
sólo comprendemos en la medida en que la anticipamos.
Forzamos los resultados de un análisis muy prudente, ¿pero no es cierto que lo
gesticulatorio, una motricidad -primero real, luego cada vez más virtual, es decir
cerebralizada- constituye el factor de anclaje de los recuerdos y de una intelectualidad que
no está completamente sustraída de lo corporal? El decir -porque nuestros labios
salmodian y los centros cerebrales entran en acción- autorizaría, habitaría tanto el escuchar
como el leer. Y si lo gestual imperceptible sufre de parálisis o de lentitud, las palabras más
elaboradas desaparecerían. El afásico recae en enunciados rudimentarios, en una
agramaticalidad. Las enfermedades del lenguaje tienen que ver menos con una abolición
de los signos o de las capacidades ideativas que con la sola pérdida de una sutil práxia de
origen central. La agrafia y la alexia, primeros tiempos de la disolución neuro-lingüística,
implican y manifiestan la alteración de este fin psico-motriz locutorio. Más generalmente,
¿qué sería necesario, según Bergson, para que el enfermo reencuentre eventualmente el
sustantivo perdido? Simplemente que el interlocutor lo presione y le proporcione de
alguna manera el comienzo de la ejecución, le indique la primera sílaba, induzca pues la
pronunciación. Un lenguaje interior de acompañamiento asegura esta continuidad
melódica requerida y le quita a la pura audición, más aún, a la exterioridad gráfica, la
separación que la rompía o la dispersaba. Detrás de ella y en la virtualidad, se restablece
un movimiento locutorio de asimilación y de comprensión. De allí resulta claramente un
estatuto muy secundario y frágil para la frase solamente transcrita: "Entre dos imágenes
verbales consecutivas, hay un intervalo que todas las representaciones concretas no
llegarían a colmar. En efecto, las imágenes nunca serán más que cosas y el pensamiento es
un movimiento"(25). En resumen, lo mismo que una agnosia implica una apraxia, parecería
que la agrafia -el enfermo ya no sabe dibujar- supone un déficit esquemático motor.
En el otro extremo de un bergsonismo tan compacto, no ya sobre la vertiente de la
deficiencia sino sobre la del rebasamiento, en la alta esfera religiosa, se nota la misma
desvalorización de las fórmulas y de los libros. La verdadera mística trasciende los
enunciados, siempre retardatarios e incluso reglamentarios. Ni Sócrates ni Cristo han
escrito: ellos solamente han proferido palabras, por lo demás contradictorias. El impreso
no conviene más que a las sociedades muertas, estancadas, conformistas.
¿Pero, al fin de cuentas, el bergsonismo y aquellos que lo retoman no reposan sobre
un cierto paralogismo? Si lo vocalizado se insinúa en el texto y ayuda a comprenderlo, no
25.
Matière et Mémoire, 36 ed., p. 139.
16

se deduce por ello que el impreso no lo rebase. Si el grafismo no suprime por entero lo
gestual, lo aminora, tiende a alejarlo, incluso a franquearlo. ¿No consiste la civilización en
transgredir lo corporal, en vencer el narcisismo, es decir en reducir su último resto, lo
musical de la auto-afección, el de una palabra capaz de escucharse ella misma? En estas
condiciones, el leer busca evadirse del decir, de la oralidad primitiva y de sus inflexiones.
Y el que ella subsista aún, aquí y allá, no impide que retroceda: no solamente ha debido
virtualizarse, sino que cada vez más, la escritura y lo gráfico tienden a espacializar, a
liberarse de una linealidad fonética que le había impuesto su modo de desarrollo, su
dirección misma.
De allí también la trampa y los peligros de un paso por la psicopatología que atrae
demasiado la atención sobre los basamentos primitivos. Sin contar con que la alexia o la
agrafia incluso no se relacionan en sí con una apraxia, es claro que la destrucción de los
cimientos de un edificio arriesga con agrietarlo; no obstante, para utilizar la misma imagen,
el conocimiento del zócalo no nos ilumina sobre el monumento y su arquitectura. Por
definición, se despega de él, se separa de él, incluso si es condicionado en su equilibrio.
Peligrosa perspectiva de la retrogradación: lo anterior parece entonces la roca, el cimiento y
el "aquello sin lo cual" de un resto, aleatorio y menos consistente.
El bergsonismo, porque considera el espacio y la exterioridad como nuestra
perdición, no podía autonomizar y valorar el "esquema": lo ha temporalizado primero (de
allí este nuevo matiz léxico significativo: el "esquema") y, por esto, lo ha encerrado en el
movimiento fonatorio activo -de allí el "esquema motor", que se volvía el centro, la base de
nuestro aprendizaje lingüístico y social.
Por ello mismo se desvanecía la posibilidad de una "representación pura". Y
Bergson prolongaba de esta manera, renovaba la vieja tradición iconoclasta. Platón
maldijo la escritura debido a la dehiscencia que ella introducía y en la medida en que,
neutra, impersonal y abstracta, sobrevuela tanto las situaciones como a las personas. Pero
creemos que cuando el platonismo se desprenda de las seducciones socráticas, cuando la
dialéctica prevalezca sobre el diálogo, ¿no rehabilitará Platón tanto las leyes como los
textos? Jean-Jacques Rousseau, más tarde, mirará el impreso como un instrumento político
que aleja a los hombres y los esclaviza. Impide las inter-relaciones tanto efectivas como
afectivas. Y Rousseau deberá buscar, pero sin lograrlo, escribir una música y desarrollar
una ciencia natural que no requerirían para nada de los signos. A su vez, Bergson
desacredita la inscripción por razones psicológicas: ella no es, en efecto, más que una
lectura camuflada y el olvido de un corporal que no obstante lo autoriza.
Como en Platón y sobre todo en Rousseau, la vida y lo gestual se imponen, siendo
los únicos susceptibles de borrar la dispersión y las segmentaciones. Pero, en el transcurso
de los siglos, el tema se encoge: en Materia y Memoria, el cuerpo se oculta. Ya no es la
ocasión de un encuentro cuestionador o la voz rousseauniana de la pasión, sino simple
motricidad que se agazapa en lo cerebral, imperceptible y solamente esbozada.

***

De lo que precede, buscaremos no concluir que la filosofía marcha a contra-


corriente: muy por el contrario, la metafísica ha tomado conciencia del drama, hasta el
punto de que siempre ha vacilado entre el reconocimiento de lo visual y su evicción. Ella
no ignora desde Platón y sobre todo con Rousseau, la potencia instrumental así como la
17

maleficencia de un escritural, que fija el sentido, ordena el mundo y forja el instrumento a


la vez del substancialismo metafísico y de la tiranía social, como consecuencia de la alianza
sellada entre la palabra y lo real -un real encerrado en un sistema óptico y una escritura-
firma que parece calcar las articulaciones objetivas. En las antípodas, como lo hemos
visto, la palabra efímera e inestable escapa: ella inspira un discurso ofrecido de sí mismo al
mentís y a la réplica; no se separa de una movilidad, hostil a la clausura.
La ontología experimenta el mismo conflicto que la literatura en general,
paralelamente prisionera de un lenguaje que utiliza pero también que niega, en búsqueda
infinita de un anti-léxico en el léxico e incluso de una anti-frase dentro de la frase.
Ella toma por lo demás el relevo de la teología, que ha atravesado la "querella de las
imágenes": por un lado, desconfía de toda forma, capaz de sustituir la divinidad, pero
ignora, por otro lado, cuánto lo figurativo exalta la piedad. De allí el compromiso del
icono: a) un signo bastante vago, colocado todavía a distancia, suspendido, destinado ya no
a la percepción sino a una elevación contemplativa. Suficientemente concreto como para
inspirar pero bastante lejano, con colores tamizados, con el fin de no materializar; b)
correlativamente, un arte geométrico, es decir no figurativo, en mosaico, despojado de toda
referencia concreta o carnal: por ejemplo, una cruz en tanto que forma simple, y que no
lleva el Cristo; c) medios que inmaterializan la luz, producen una especie de irradiación,
una circunferencia espiritual cuyo centro está por todas partes y la circunferencia en
ninguna; d) una búsqueda surrealista que revela la secularización del cosmos y de sus
formas, así, un mundo empequeñecido, esquematizado, deformado, animales estilizados.
"El icono descosifica, desmaterializa, aligera pero no desrealiza. El peso y la opacidad de
la materia desaparecen, y líneas doradas, finas y apretadas, penetrantes como rayos de
energía desafiante, espiritualizan los cuerpos... La simetría frecuente designa el centro ideal
al cual todo está sometido"(26).
Asimismo, para la filosofía occidental, lo "visual" la arroja a una aporía
insuperable; empobrece, descompone, pero revela también y favorece. Nuestra tesis
consistirá en sostener que toda transcripción ilumina fundamentalmente, marca una
promoción del ser, no su duplicación. Y traducir, es ya metamorfosear. Trataremos de
verificarlo en el campo de las ciencias materiales y experimentales.
Previamente, nos alejaremos, a disgusto, de la conclusión de los lingüistas, con
respecto a la primera de las iconografías, la más elemental en todos los aspectos, la que
tiene que ver con la sola "pintura de las palabras". Problema tan actual como erizado de
dificultades, uno de los dramas de la civilización. Nos es pues necesario evocarlo a
grandes líneas.
En el origen de las sociedades y de las civilizaciones, se debe indiscutiblemente
situar la palabra, directa y calurosa, el intercambio de afirmaciones inseparables de
movimientos expresivos y de inflexiones claras. El sonido y el sentido se esclarecen. Los
historiadores y los antropólogos se han vuelto a menudo hacia esa época feliz, donde las
palabras se vertían en lo corporal y donde lo corporal las puntuaba, lo "audio-visual" del
timbre y de la pantomima, a través del cual todos los elementos expresivos se
corresponden.
Poco a poco la escritura destruirá esta comunicación sin opacidad. Las cartas y los
libros van a deslizarse entre los hombres. Recordemos muy brevemente las etapas de esta
inserción invasora, fuente de desgarramientos y de malentendidos.
a) Como lo ha mostrado Warburthon, y como brillantemente lo ha retomado
Condillac, la primera inscripción se contenta con calcar los objetos mismos: es una simple
26.
Paul Evdokimov, L'art de l'icône, théologie de la beauté, p. 188-9.
18

pictografía. Es necesario no obstante, abreviar o estilizar, bajo pena de no poder


representar. Por ejemplo, el sol se retrata por medio de un círculo rodeado de rayos. No es
posible copiar la totalidad fenoménica; en esas condiciones, el grafismo no deja de
encontrarse con el símbolo, incluso con el jeroglífico, de allí las dificultades de lectura.
Este mensaje sobredeterminado se borra más aún debido a que el dibujo puede
indicar los materiales del enunciado, ¿pero cómo expresar las relaciones sintácticas entre
ellos? ¿Cómo observar aún las evidencias morales, abstractas, sobrenaturales? Problemas
que el pensamiento religioso encontrará ulteriormente, cuando se preocupe por siluetear lo
espiritual, las virtudes, los ángeles o los demonios, la muerte o la tentación.
b) No se podría evitar el paso a signos mucho más cargados de sentido, más
concisos, globalizantes y relacionales, y este es el jeroglífico. El universo, por ejemplo, se
vuelve una serpiente enrollada a causa de la semejanza que le permite a una realidad
simple, de débil volumen, evocar otra más amplia: en efecto, el abigarramiento de las
manchas recuerda las estrellas. O más aún, una persona iniciada en los misterios se traduce
por medio de un saltamontes que se imaginaba entonces "sin boca". Este sistema
recapitulativo se complace también en utilizar la vieja regla según la cual una parte puede
hacer las veces del todo: el solo cetro significará el rey.
Esta nueva escritura, la egipcia, aunque cuente con caracteres reunidos, no puede
transmitir más que en detrimento de la claridad. No existe vínculo directo y rápido entre el
signo y la realidad, sino una cascada de intermediarios difusos, alegóricos y complicados.
c) El ideograma constituye un importante progreso porque rechaza finalmente los
elementos de lo real y sólo utiliza "marcas" susceptibles de comunicar, no ya la multitud de
los seres, sino la de las categorías fundamentales por las cuales se los define.
La combinación de algunos trazos, 3 o 5 -para citar a Warburthon- dará 214
radicales posibles y alrededor de 80.000 conjuntos significativos.
Por lo demás, lo que ha seducido no es tanto la proeza débilmente reductora como
la franca ruptura "audio-visual": en efecto, los hombres podrán hablar de manera diferente,
proferir a su manera las figuras, el grafema ideal no deja de imponérseles, universal e
inmutable. Al igual "cifras" de la aritmética que los pueblos pronuncian de manera
diferente pero escriben todos igual: ellos traducen además un sistema de las operaciones
posibles.
Hazaña que debía encantar a los filósofos que buscaban un medio católico, capaz de
superar las barreras nacionales lingüísticas, favorables a su designio ecuménico, es decir,
un volapuk óptico; Leibniz, entre otros, celebrará esta posibilidad irénica de una lengua
inteligible para todos, la primera característica, y que no implica ya la imposible reforma
de los "hablas" regionales. No es menos cierto que esta escritura china conlleve un corte
entre una palabra libre y una cabalística complicada, de allí la necesaria exégesis de una
casta mandarinesca encargada de interpretar los libros, los textos de la ley religiosa o
jurídica. El número espantoso de los signos, la dificultad de las inscripciones
encabestradas, su polisemia ha creado una superestructura clerical y sabia, ha abierto la
puerta a glosas sin fin. Se ha perdido finalmente lo que se había creído ganar: la
universalidad. Y el saber se encuentra entre las manos de sólo los doctores.
d) De allí la gran invención de los tiempos modernos: consistirá en liberarse de este
embarazoso mediador teórico y en encontrar otro canal. El alfabeto no grabará ya las
nociones sino que se limitará a expresar los sonidos, la pronunciación espontánea, de allí
una escritura-solfeo fonográfica, que toma de la voz su inmediatez, sus reducciones, sus
facilidades. El mundo puede ser un libro o, ante todo, el libro refleja al mundo y todos
pueden percibirlo, mirarlo y escucharlo. Tres universos se reconcilian y se superponen sin
19

falla: las cosas, los sonidos que inspiran, las letras que los recuerdan puesto que ellas los
duplican.
No obstante, la imprenta -otra invención de la modernidad, que se compara con la
fotografía y el computador, igualmente instrumentos para reproducir o copiar- iría poco a
poco a desequilibrar la solución pacientemente obtenida, romper la felicidad de los
intercambios sin sombra: ella desalojaba el alfabeto de su zócalo audio-táctil. Se
difuminaban, poco a poco, los vínculos comunitarios directos en provecho de grafemas
mecánicos, neutros y lineales. Una distancia se cava entre el decir y el leer.
¿Por qué y cómo? La inscripción manuscrita, por su lentitud misma, no amenaza el
intercambio oral y gestual, muy por el contrario, lo favorece. Por otra parte se escribe
sobre grandes y pesados pliegos que se enrollan, de un manejo difícil. No se deja entonces
de ilustrar, adornar los textos sagrados que llaman a la oración o al canto. Esta partitura
ayuda a la polifonía.
Pero la prensa de impresión mecaniza el trabajo; expulsa las iluminaciones, borra
también las singularidades de escribano, se simplifica sin cesar; paralelamente, la página se
aligera, se adelgaza. El texto, con líneas regulares y estrictamente abecedarias, no se dirige
más que en un sólo sentido: lo visual. Sobre todo, el libro, cada vez más adelgazado y
regularizado, multiplicado y portátil, fabricado en serie, tocará en adelante al hombre en la
soledad, a todas horas, lejos de las ceremonias del canto y de la plegaria. Contraste
sorprendente: al mismo tiempo que el intercambio se amplía, se empobrece. La
comunicación se amplifica pero en detrimento de lo poli-sensorial que la limitaba. Y lo
impreso se vuelve el medium por excelencia, el solo medio de una participación. Cesa
entonces la resonancia audio-táctil que enriquecía el coro y circulaba en la Asamblea, como
lo han visto claramente los teóricos de la escritura y de la interrelación (27).
De allí también ese drama de un grafismo que, primero pintura directa de la palabra
e instrumento de la presencia, termina por alejar la voz y despojarla de su eminencia.
Comienza pues la era tipográfica, la de la estricta visualización y de una cultura
sistemáticamente lineal, fragmentaria, asociativa, sin contar con ese hecho temible que una
actividad artística y humana -la transcripción que conserva el mensaje y lo transmite- está
en lo sucesivo asegurada por una maquinaria cada vez más rápida y económica.
Pero el mal de los unos beneficia a los otros. J.-J. Rousseau lo ha esclarecido: el
libro favorece los designios del Estado, de la universalidad abstracta y también de la
Escuela, institución condicionante y centralizadora, encargada de perpetuar su reino.
La sociedad, por medio del escrito, se encuentra atomizada. Cada uno está
cercenado de sus semejantes. La sentencia, el edicto, el texto transmiten los mandatos o las
propagandas. Todos transmiten una Doctrina que cada cual sólo puede interiorizar. Si tal
o cual llega a rechazarla, poco puede emocionar, alborotar, arrastrar, ya que los hombres
han sido encerrados en su particularidad. Y una sátira o una protesta, que se añade a las
otras, no tendrá el poder de sacarlas de su encerramiento. La escritura desensambla; suscita
solamente las rumiaduras, el "pro y el contra" del comentario. El Discurso, el del tribuno,
se dirige a una multitud a la que provoca, pero el escribano, en cuanto a él, no puede más
que analizar, amortiguar.
La escuela se encargará, por su lado, de consagrar la sumisión. ¿Cómo? Ella
reprime las licencias voco-dialectales, el fonetismo original, en provecho de una letra
27.
Hemos leído con intensa pasión tanto a J. Derrida, Sobre la gramatología como a
Mac Luhan, La Galaxia Gutenberg, -de la misma manera a Claire Blanche Benveniste y
André Chervel, L'orthographe, como a René Thimonnier, le Système graphique du
français. No paramos de inspirarnos en ellos.
20

anónima, nacional, inmutable. El texto no puede, bajo pena de fracasar en su difusión, en


su fría expansión, tolerar las variantes o los usos, ni remitir a pronunciaciones
particularizantes. Se dirige al ojo, impide los acentos, las deformaciones o las desviaciones
de una libre palabra en provecho de un código con reglas definidas. No se separará el
advenimiento de la administración, del poder absoluto y el de la ortografía, es decir, una
escuela donde el "dictado" se vuelve un ejercicio a la vez mayor y artificial. A la fuerza, el
niño deberá entrar en un universo grafo-lingüístico constituído por sutiles complicaciones,
convenciones, imposiciones. Los maestros tienen mucha razón en protestar contra esta
tiranía absurda de una letra que desvía un verdadero saber; el sistema de un grafismo
autonomizado no deja de funcionar, rígido y exigente. Al comienzo, el niño escribe como
habla: no solamente ignora la lógica de las concordancias sino que sobre todo se niega a lo
arbitrario de representaciones discordantes. ¿Por qué, "hoja" en lugar de "oja"?
¿Por qué pues enseñar la extravagancia, las semi-medidas del género "dar" y
"donación", "patronaje", y "patronar", "charrue" ["arado"] y "chariot" ["carro"], "deprimir"
y "suprimir" ¿Por qué una secuela de signos vacíos que no se pronuncia y que satisfacen
solamente decisiones que no se puede justificar verdaderamente? ¿Por qué "errores" e
intolerancia? De allí, el proyecto, a menudo retomado, de una escritura finalmente
fonética, de un lenguaje unificado y no separado de la palabra concreta de los hombres, de
allí también un llamado regular a la subversión. Las palabras, por lo demás, no dejan de
evolucionar -deformadas, maltratadas, usadas, renovadas- mientras que la Academia o la
Escuela no enseña más que una gramática severa y nos somete a grafías intangibles,
imperativas. ¿Por qué plegarse a esa sujeción que ignora el tiempo de las modificaciones
profundas y el espacio de las diferencias reales? ¿Y por qué el niño estaría obligado a
rechazar su propia lengua -lo que dice o lo que oye- para modelarse a grafías extrañas que
él no comprende? ¿Por qué no devolver el sistema escritural a sus orígenes, remodelarlo y
alinear cada vez más la forma óptica sobre la vocal primitiva? Esas no son preguntas
secundarias. De ellas dependen el acceso a la cultura, el fin de las dislexias o de las
disortografías, la cura del traumatismo escolar que golpea a los más desprovistos, la
reconciliación del sonido con la letra, el regreso a "asambleas" virtuales pero reverberantes,
la suspensión de las esquizofrenias de toda naturaleza.
Cuestión de actualidad que libros polémicos han reivindicado. Cuestión central
relativa a la primera pintura, la de las palabras, la iconografía original. A los defensores de
una fono-transcripción que combatimos, de una escritura finalmente liberada de sus fajas,
no les falta además argumentos; sólo recordaremos algunos, a título de muestra, y con el
fin de subrayar la extrema agudeza de esta problemática, difícil de regular.
a) Primero, el que nuestros arabescos textuales, las repeticiones superfluas de
consonantes tuvieran a menudo un origen más que accidental, mercantil. Según Charles
Beaulieux, a los copistas del siglo XII les pagaban según la cantidad de líneas; por esta
razón ellos alargaban las palabras. "(Lo personal) crea una grafía hecha para la lectura de
los ojos, donde los homónimos están diferenciados por toda suerte de medios; él agrega sin
vergüenza letras con el fin de ahogar las palabras, llenar las páginas y aumentar su
salario"(28). Mejor aún, estos copistas están condenados a otros añadidos: "Los prácticos, al
ser pagados según el registro de pleitos, escribían con una prisa enorme... Esta escritura
tenía el defecto de uniformar todos los caracteres, lo que volvía muy difícil la distinción de
las letras sin asta como m, n, u y los grupos formados por las llamadas letras con la vocal
i... Como estaban obligados a releerse, ellos utilizaban ciertos artificios con el fin de
Charles Beaulieux.
28.
Histoire de la Formation de l'orthographe française, 1927, p.
123.
21

reconocerse en medio de sus fárragos. La mayoría de estos artificios... estaban además


destinados a oscurecer más el papel. Para separar bien las palabras, se abusa de mayúsculas
que permiten marcar su comienzo: se da a la i final a menudo una forma especial, la de la
y. Se dobla sin consideración las letras, sobre todo las letras con astas..."(29).
Además de éstas, múltiples influencias afluyen sobre las letras, las aplastan o las
inflan, las atormentan o las desdoblan: a veces incluso la necesidad de volver el libro
mágico ilegible, comprendido solamente por los clérigos o los escribas, profesionales
-incluso causas más sordas, consideraciones francamente estéticas o arquitecturales-; de allí
el abandono de las formas redondas por trazos angulosos. El aspecto, el número o la
presencia de caracteres no obedece pues a una lógica secreta sino que compete a una
sociología de la alteración y de la sobrecarga.
En estas condiciones, ¿por qué imponerla? ¿No es pues urgente purificar la grafía,
contaminada por los escribanos, los primeros burócratas, la administración judicial o
notarial?
b) Otro argumento, enunciado por los enemigos de nuestro código transcriptivo: su
ilogismo de base, el barullo, el encabestramiento de las formas, la imposibilidad de
escogerlas y la necesidad de memorizar un revoltijo de excepciones. Se ha transformado la
palabra de los hombres, clara y directa, en un sistema extraño y sobre todo caótico. ¿Por
qué, por ejemplo, sonore [sonoro] sólo tienen una n y sonner [sonar] dos? ¿Patronage una
n pero patronner dos? ¿Souffler dos f y boursoufler una? ¿Siffler dos f y persifler una
sola?
La figura del sustantivo resulta tanto de la etimología, a menudo latina (se escribirá
corps [cuerpo] con una ps terminal, a causa del corpus antiguo; août [agosto] que se
pronuncia sin a, ni t, se deriva de augustum y de ella se inspira; poids [peso] conserva una
ds como consecuencia de pondus que la impondría), como de necesidades paradigmáticas
(respect, para acordarse con el verbo respecter o también point, que termina con una t, con
el fin de ajustarse con pointe y con pointu), como de una limitación y lucha contra los
riesgos de confusión (en nombre de qué aliment [alimento] o enfant [niño] toman una t
final, con el fin de que el singular y el plural puedan diverger; antes se escribía "alimens" y
"enfans"); tanto juega aquí y allá el desfase fonético (bonté, por ejemplo o angle), como
que se trata de una importación de idiomas extranjeros que se intercalan en el léxico
(alcohol, cocktail, wagon, etc.), pero allí, todavía, las anomalías estallan: a veces la
sociedad maquilla el préstamo, lo "afrancesa" y le quita su exotismo (chèque, redingote,
paquebot); a veces, a la inversa, se acepta su extrañeza pintoresca; también, finalmente,
estamos frente a neologismos científicos pero que la lengua termina por aceptar y asimilar.
No es necesario agregarlo: su composición obedece a reglas complejas.
Este vocabulario científico no es el menos barroco: ¿por qué fabricarlo con la ayuda
de raíces griegas, mientras que la lengua familiar rebosa de partículas que se podían juntar?
¿Por qué denominar las piedras, los árboles y las flores que nos rodean con expresiones y
segmentos inusitados? No podríamos abordar aquí este vasto problema. Limitémonos a
notar la profusión de la terminología arcaisante, a fines del siglo XVIII y comienzos del
XIX, en el momento mismo en que se desarrollan y después se manifiestan las diversas
ciencias experimentales. Movimiento a la vez metafísico y político: Grecia que había ya
popularizado el Viaje del joven Anarcasis (1788) de Jean-Jacques Barthélémy, uno de los
fundadores de la epigrafía, simboliza una sociedad igualitaria y justa, al mismo tiempo que
da testimonio de una civilización joven, original, antes del envejecimiento o la
degradación. Los Revolucionarios, los Convencionistas y todos los cosmopolitas extraerán
29.
Id., p. 146.
22

pues de este depósito primero y universal, de este fondo de claridad y de armonía.


Paralelamente, los artistas, pintores y escultores, se dedicarán a resucitar la Grecia o la
Roma antigua, no la del cristianismo y de los Papas, sino la de Herculanum, de Nápoles y
de Paestum.
Cualquiera sea la inspiración, no deja de ser cierto que el grafema no se justifica.
Será momento de seguir el consejo de Voltaire: "La escritura es la pintura de la voz:
mientras más se parece, mejor es" (artículo Ortografía del Diccionario Filosófico). Ahora
bien, el sustantivo se dibuja demasiado en la intersección de las corrientes contrarias: sale
de allí imprevisible, compuesto, por no decir incluso aberrante. De allí la insistente
demanda de la psicopedagogía que quiere unificar, y sobre todo, poner fin a esta anarquía.
c) Los defensores de una libre fonografía señalan una contradicción y por lo tanto
intentan un proceso a la Academia, a su Código y a su policía. A la Academia y a todas las
fuerzas represivas, sujetas a conveniencias, a los reglamentos que impiden la
comunicación.
¿Por qué además esta inflexibilidad o esta rigidez escolar, cuando precisamente esta
misma Academia preconizaba también el cambio? Ambroise Firmin Didot subrayó esta
palinodia de los que escriben bien, que vigilan la inscripción y complican sus reglas. Ayer,
predicaban la licencia. Los Diccionarios, en las ediciones sucesivas, han pregonado
alternativamente el uso, la libertad de la escogencia, luego la simplicidad, finalmente la
lucha contra las manías etimologizantes. De esta manera anota A.F. Didot: "Yo he hecho
la lista comparativa de estas supresiones de letras: en las 18.000 palabras que contenía la
primera edición del Diccionario de la Academia, cerca de 5.000 fueron modificadas por
esos cambios"(30). Es más, el Abate de Olivet, encargado de esta depuración, la considera
casi insuficiente y anota "que el público había ido más rápido y más lejos"(31). La misma
Academia, hoy recelosa y hostil a las innovaciones, no duda en crear ella misma letras,
separa la i y la j, la v y la u, más tarde introducirá la w. En resumen hasta 1835 (la sexta
edición) trabajó en paralelizar la palabra escrita y la pronunciada, al mismo tiempo que
acogió con los brazos abiertos los neologismos u otras locuciones que ella estampilla y
pule, con el fin de que se emparenten con los idiomas nacionales. Y A.F. Didot, favorable
a esta hospitalidad, intenta ablandar la Academia: "Esas modificaciones serían tanto más
útiles y oportunas en cuanto que apresuran el desarrollo y la propagación de la instrucción
primaria en nuestros campos, y la enseñanza de la lengua francesa a los Arabes, medio más
seguro de asimilarlos... Facilitar la escritura y la lectura de la lengua nacional, es
contribuir a difundirla y a mantenerla"(32). Notémoslo: los dos movimientos -el rechazo o
el temor de locuciones nuevas, así como la defensa de una grafía pedante- sólo forman uno.
Ellos se respaldan mutuamente. Ensanchan la escisión entre un vocabulario variable, libre,
y una nomenclatura cada vez más irreal. Están en el origen de una cultura como agente de
división, de segregación.
No se deja pues de recordar los claros principios de la Gramática general y
razonada, en favor de un simple y transparente doble visual, de una correspondencia
rigurosa entre el sonido y la letra: "Habría sido necesario observar cuatro cosas para
ponerlas en su perfección: 1) Que toda figura marcara algún sonido, es decir, que no se
escribiera nada que no se pronuncie -2) Que todo sonido fuera marcado por una figura, que
no se pronuncie nada que no fuera escrito -3) Que cada figura no marcara más que un
30.
Observations sur l'Orthographe ou ortografie française, suivies d'une Histoire de la
réforme orthographique depuis le XVe siècle juqu'a nos jours, 1868, p. 12.
31.
Id., p. 12.
32.
A.F. Didot, Obra citada, p. 4.
23

sonido, o simple o doble -4) Que un mismo sonido no fuera marcado por diferentes
figuras"(33). Es cierto que Arnauld y Lancelot se apresuran a considerar estas reglas como
inaplicables, por no decir funestas: "Hay ciertas letras que no se pronuncian y que por este
motivo son inútiles en cuanto al sonido, las cuales no dejan de servirnos para la
comprensión de lo que las palabras significan..."(34).
Permanecemos sordos a esta causa. Nos es necesario retomar la discusión y
arrancar el grafema de la estricta función de llamamiento en la cual se lo quiere acantonar.
a ) Observación sin fuerza, según nosotros, destinada a magnificar la vocal: el
número de los signos escritos -26 letras, después de la admisión de la w- es inferior al de
los fonemas, por tanto un solfeo apretado y más enredado que no puede recurrir, para
completarse, a la gestual, a lo corporal en general, que acompaña y esclarece la palabra (la
mímica, los acentos, el ritmo); por esto mismo frecuentes amfibologías, en el límite, los
peligros interpretativos de un texto mudo que se opaca.
Sistema tanto más empobrecido cuanto que está él mismo sometido a numerosas
reglas limitativas que entrababan su funcionamiento; así, a título de ejemplos de estas locas
limitaciones, no existe consonantes dobles seguidas de consonantes, excepto en las arrhes,
accroître, acclamer, accrocher, etc.(35); o más aún, rara vez vocales duplicadas, excepto las
expresiones extranjeras como alcohol, meeting, foot-ball, etc.; frecuentes eliminaciones, es
por esto que las j, k, v, w, están excluídas del final de las palabras (36), de las necesidades
paralizantes; antes de m, b, p, una m y no una n, aunque embonpoint, bonbon, mainmise no
se pliegan a esto.
Esta lista no da más que una ojeada muy vaga sobre los inverosímiles obstáculos
que se inflige a la escritura. Ella no se salva más que por el uso de signos complementarios
o gracias a excepciones que la liberan pero, al mismo tiempo, la entorpecen, la sumergen
en lo arbitrario o aberrante. Pero ya, J.-J. Rousseau lo enseñaba, un algoritmo, un conjunto
de caracteres no vale en función del número de unidades que lo constituyen. Una relativa
pobreza le confiere más fuerza operatoria. Y precisamente el sistema vocálico peca por
una laxitud que impregna y corrompe las sílabas. Los nombres salen de allí deformados,
estropeados. Su medio se elide o más aún, el comienzo roe el fin, sin por lo demás
penetrar en la comprensión. La homonimia, o más bien la homofonía empobrece el
enunciado oral. Y de ahí resulta, además de las variantes y las supresiones, ambigüedades
que el Discurso deberá hacer desaparecer por medio de redundancias y una semi-elocuencia
de suplencia. "Me dirijo a los pueblos" pero el orador ha debido añadir: "a los pueblos en
plural"(37). A menudo el contexto debe esclarecer la frase proferida, demasiado vaga por sí
misma e incierta.
Nos cuidaremos pues de condenar el alfabeto en razón de sus escasos elementos, lo
que, en realidad, expresa su potencia. Un dispositivo representativo debe poder
seguramente usar varias "marcas" (la aritmética no habría avanzado si no hubiera recurrido
más que a un solo signo, el palote, como sustituto de la unidad, lo que habría impedido las
operaciones más elementales), pero se pierde si las multiplica (nueve cifras y sobre todo
más). Otro sinsabor de la misma naturaleza: el lenguaje romano de los números, con

33.
Grammaire Générale et raisonnée, 2 ed. 1664, paragr. Des Lettres considérées
comme caractères, p. 18-19.
34.
Id., p. 19.
35.
Claire Blanche-Benveniste, André Chervel, L'orthographe, Maspero, p. 120.
36.
Id., p. 121. Los autores constatan: "estos son precisamente los cuatro grafemas
"jóvenes", recientemente introducidos en el alfabeto francés".
37.
L'orthographe, ouvrage cité, p. 183.
24

expresiones demasiado recargadas, puesto que ha retenido las iniciales de las letras de las
cantidades mismas, de allí, por ejemplo, un LXXXIV por 84, es decir, seis caracteres en
lugar de dos.
Aparece pues que los grafemas forman un sistema que brilla por su concisión, su
densidad y su pertinencia; él no tiene, no debe tener la fluencia de la vocal, con su riqueza
de sobreentendidos y sus infinitos movimientos flexionales. Obedece a otras intenciones.
La inscripción persigue un trabajo de precisión diacrítico: ¿por qué entonces querer
someter la letra al sonido y calcar la una sobre el otro? Además el hecho de que la
posibilidad de los fonemas exceda la de las marcas impide esta correspondencia
fonográfica y tiende a manifestar el papel informacional, metódico y abreviativo de la
escritura. Ella no retrata la voz sino que crea otro universo lingüístico. No se escribe
como se habla, e inversamente, tanto en el sentido figurado como en el material.
b) La cultura de un hombre se reconoce sin duda en su poder de disociar el
significado de su significante, en desatar el uno del otro que lo retiene pero también lo
transmite provisionalmente. No hay nada más nefasto que la coagulación realista o el
sincretismo que los confunde, es decir que mezcla el fin con los medios, la obra con el
soporte.
Esta es la razón por la cual la ortografía define el momento mayor de la escuela, a
pesar de sus arabescos aparentemente gratuitos e ilógicos. Escribir constituye el acto difícil
pero decisivo que rompe lo inmediato, que obliga también a desatar el sentido de la
palabra, con el fin de traducirla en un registro completamente distinto. La "translación
verbo-gráfica" debe cambiar por entero el material comunicativo, sin alterar el mensaje.
Ya, en la escuela, la lectura abre una perspectiva de desprendimiento y de liberación, pero
ella es el camino inverso, lo grafo-verbal, trabajo menos aventurado, menos costoso, puesto
que recae entonces en el suelo de la familiaridad. Se parte claramente de los términos
escritos pero para volver a contactar la palabra reconocida y corporalmente actuada. Solo
"el dictado" traumatiza y expulsa el narcisismo del decir y del escuchar, el de las
interrelaciones primeras y directas.
Y esta es la razón todavía por la cual la Escuela y la Iglesia deben dedicarse menos
a fiestas, a cantos, a ceremonias, a juegos, que volverse a centrar alrededor del documento
y del libro, con el fin de sólo celebrar la letra, el comentario o la exégesis. Lo audio-táctil
habla más directamente, envuelve, pero no dirige demasiado hacia "el sentido". Conviene
no vivir el fenómeno, la expresión misma, sino su significación, desatarla y abstraerla.
Solo la escritura prepara a esta especie de ruptura y de exilio. Ella exige cuatro
operaciones solidarias, sucesivas: a) el descubrimiento, la aprehensión del pensamiento -b)
el alejamiento correlativo de aquello en que ella se manifestaba, la oralidad del aliento y
del acento -c) su preservación -d) su encerramiento en un nuevo continente. Por primera
vez, desde el nacimiento, lo poli-sensorial -el de la boca y el del oído, inseparables en el
sentido de que la producción y el goce se efectúan sobre el mismo eje psicofisiológico-
conoce la desilusión. El mensaje no los atraviesa ya. La escuela y la iglesia -el maestro,
por medio del dictado, ejerce una función sacerdotal- consagran a su manera la muerte del
cuerpo, la necesidad de la ascesis, el aprendizaje de relaciones indirectas; tan es cierto esto
que se habla al prójimo, con él, pero se escribe solo. Y cada vez más, se aprenderá a grabar
no aquello que se escucha, sino lo que se comprende. El paso de una lengua a otra, el de la
palabra a la inscripción, no se efectúa a través de la rocalla de los sonidos sino por el sesgo
transversal y rápido de la idea. En estas condiciones, la fonografía demagógica tiende a
escamotear este temible destete, la pérdida del intercambio sónico y gestual, evidentemente
más afortunado y más fácil. Pero para Freud mismo la cultura va a la par con la des-
25

vocalización, una des-corporeidad contra la cual el niño y el hombre se rebelan.


c) Lo arbitrario que preside a las grafías, a su constitución, no debería ser tenido en
cuenta. Primero, ¿todo signo, que sea oral o gráfico, no es injustificable? Este estatuto
explica su papel: sólo sirve al transporte. Y las palabras, no más que las letras, no pueden
equivaler al mensaje: la prueba de ello es que se las puede cambiar a todas, sin que se
modifique verdaderamente el contenido del juicio.
Pero estas letras, por raras y atormentadas que sean, no dejan de narrar, a su
manera, los combates y los dramas de las sociedades. Material cultural de escogencia, sus
solas formas pueden instruirnos, al mismo título que las palabras, aunque éstas estén
demasiado plegadas a consideraciones o presiones laringológicas, faríngeas. El grafema,
más libre y desprendido, más resistente también, puede conservar más lo humano, su
pasado (las sobrevivencias etimológicas, las contaminaciones y los diversos préstamos).
Las letras registran y guardan las influencias recibidas, mientras que los fonemas se gastan
rápidamente. Verba volant.
Agreguemos sobre todo que los teóricos de una escritura más directa, incluso
fonográfica, amplifican a propósito el desorden, el absurdo lexical. Pero Réne Thimonnier
cuenta 35.000 palabras en el Diccionario: no obstante, se reparten en 4.500 familias o
series analógicas (así: tierra, territorio, enterrar, etc.). De esto resulta ya que todos estos
grafos forman una amplia red que la lógica penetra y que la escuela deber reencontrar: ya
no la racionalidad movediza de un "sentido" que aflora, sino el orden más oculto de la
forma o del dibujo.
¿Por qué, por ejemplo, ciertos sustantivos tienen el sufijo en oir (miroir, remontoir,
parloir) y otros, en oire (promontoire, réfectoire, auditoire)? ¿No es lo absurdo y la
complicación típicamente escolar? Pero los primeros remiten a expresiones populares
(latín orium) y los otros a científicas, sin duda incluso tardías (latín -torium o -torius).
Simple regla o receta: los sustantivos que terminan en toire toman la e final (el refect-oire
pero el parloir), excepto cuando "oir" viene a insertarse a un verbo-radical que termina en t
(remonter, de allí remontoir; en el momento que no existe "refecter", se deberá escribir
réfectoire) (38). No es menos cierto que una palmatoria, una sembradora significan
actividades más antiguas que las del laboratorio o conservatorio. Opongamos, gracias a la
desinencia muda lo arcaico y lo neo-técnico, lo caduco y lo moderno. La diacronía no se
separa aquí de la sincronía.
La escuela debe aprender a reconocer, a distribuir las grandes familias lexicales, en
la intersección de las cuales germinan las anomalías. Caso ampliamente comentado: los
honneurs , honnête, once palabras de esta serie con dos n, pero diez, completamente
similares, con una sola n, tal como "déshonorer", "honorable", etc. Pero uno de los grupos
resulta de "honestas" y el otro de "honor". Una filiación diferente y matices discriminantes,
grupos sociales y representaciones desfasadas, en resumen, una hendidura rica en sentido
que sólo la escritura produce y asume.
No obstante, cada quien no puede ortografiar a su antojo. El estado debe poner fin
a la licencia o a la orgía de los usos individuales. Reduce, para existir, las barreras
provinciales y dialectales. Prohíbe los retoques o las imposibles reformas. La unificación
ha sido pregonada, decidida, en parte realizada por la Convención, luego por Napoleón, el
campeón de los Códigos, del derecho legislativo y de la escolaridad. La democracia
impondrá a todos las mismas limitaciones escritas que la imprenta difundirá. Esta es la
razón por la cual los sustantivos no van en todos los sentidos, más o menos flotantes;
Sobre todos estas cuestiones, remitimos a R. Thimonnier, Le système graphique du
38.

Français, sobre todo p. 174.


26

valiosos en su fijeza que especifica, clarifica y acarrea también la historia, obedecen a


limitaciones sintácticas (una sola n en in-oubliable pero dos en in-nocent), se conforman
con reglas rigurosas de formación o con exigencias seriales que la Academia ha
sistematizado y que protege, cambian tanto menos cuanto que toda modificación en uno de
ellos arruinaría la arquitectura e introduciría el peor desorden, puesto que sería necesario
cambiar los libros, los escritos, la ciudad entera que vive cada vez más del verbo y de la
imprenta.
Se nos objetará que antaño la Academia misma llamaba a los cambios que hoy
prohibe. Pero no se podría sacar de allí ningún argumento. Antes de que el "sistema
gráfico" sea constituido, ¿por qué no reordenarlo? Sobre todo, desde el siglo XVIII, el
libro se ha difundido, la letra ha invadido la vida cotidiana y se ha instalado en ella. Ayer,
etiqueta que se podía reajustar, hoy, la expresión se ha enraizado. Se olvida finalmente la
finalidad o el propósito político de la Academia: ella ha debido luchar contra el separatismo
de los clérigos y una latinidad de compartimentos, como también ha arbitrado los conflictos
lingüísticos entre las provincias o tradiciones -en estas condiciones, ella decreta e innova-;
asimismo debió, más tarde, cuando la unidad nacional estuvo asegurada, inspeccionar y
proteger los cimientos, es decir impedir el trajín-barullo o las regresiones tribales. J.-J.
Rousseau, el anarquista, lo había captado: el Estado moderno, es la escritura. Es preciso
comprobarla y relativizarla, con el fin de escapar a los encerramientos institucionales y
reencontrar el calor comunicativo de las comunidades originales. Solución atractiva pero
aristocrática, contradictoria, hemos intentado mostrarlo previamente; se considera además
conservar las ventajas del progreso, pero sin pagar el precio de la uniformidad y de la
difusión. Por contragolpe, se comprende por qué las Academias defienden las expresiones
rituales y el formalismo gráfico. Ayer, se lo instauraba, de aquí en adelante se lo preserva.
Se nos replicará que en ese momento el impreso sufre un retroceso sin precedente.
¿No es necesario poner la escuela en el movimiento de la vida y de sus expresiones? ¿No
es esta lengua de los neo-copistas y de los escribas la que favorece la inadaptación, la
segregación? Hoy, el teléfono reemplaza el intercambio epistolar, el cine ocupa el lugar de
la novela, los mass-media, del libro. Por doquier asistimos a un regreso fuerte de la
oralidad y de lo polisensorial que la radio-electricidad ha desencallado. ¿Para qué cultivar
y aprender los giros canónicos? ¿No es necesario, de una vez por todas, condenar o
minimizar los grafemas inútiles, abstractos?
Estas observaciones vuelven a cuestionar el papel de la escuela: ¿reflejo de la vida o
medio de combatirla, es decir de mejorarla? ¿Es necesario adaptar el niño a la marea
creciente de las imágenes o amarlo contra su insidiosa propaganda? Nada más alienante y
más maléfico que el decir y el oir solos. Un hombre que habla es un hombre que litiga,
entusiasma y ya miente. El texto nos engaña menos; no nos envuelve. Lo recorremos, nos
detenemos. El maestro quiere favorecer no las corrientes engañadoras, sino la reflexión, el
distanciamiento, el análisis. Lenin escribía: "Para seguir el buen camino, es necesario
estudiar el camino de los caminos que no llevan a ninguna parte, la filosofía"( 39). ¿No es ya
el programa mismo de la escuela verdadera, con su dura estrategia de lo inútil y de lo no
actual? Se desconfiará allí pues de las palabras que ruedan, que se redondean de sí mismas
y se mezclan -ellas nos cautivan- mientras que las inscripciones erizadas y neutras
transmiten sin invadir, ni hechizar. Pertenece a la escuela aclararlas, devanar su madeja,
sensibilizar no solamente a las letras que acuerdan, los morfemas, a las que impiden las
coagulaciones o que cimientan las unidades lexicales -pero sobre todo a esos elementos-
secuelas, depósitos de historia y de civilización, y que constituyen la trama misma del
39.
Matérialisme et Empiriocriticisme, Moscú, 1970, p. 314.
27

escrito colectivo. Los sofistas modernos quieren, en realidad, matar la escuela y ponerla en
el torrente del acontecimiento, bajo pretexto de vivificarla. Ella es menos una "micro-
sociedad" que una especie de "anti-sociedad" del no-presente y del saber, es decir, el lugar
soberano del leer y del escribir. Notémoslo también por anticipación sobre nuestras
observaciones ulteriores: bien lejos de que la comunicación eléctrica, audio-visual, deba
reducir la representación alfabética, se puede comprender esta "imagen hablada" como un
solfeo no menos abstracto y compuesto que la frase. No lo contrario de la escritura sino
ante todo una neo-escritura.

***

Charles Pierce distinguía tres especies de signos: el icono, el índice, el símbolo. El


primero conservaba el elemento representado, aunque no pudiera perderlo en parte, a causa
de la imagen borrosa y de la estilización. El segundo lo recuerda por medios indirectos,
conexiones empíricas, a la manera en que el humo anuncia el fuego. El tercero lo evoca
gracias a puras convenciones y a través de un sistema de relaciones. Pero esos tres
"procedimientos designativos" se compenetran: el primero se relaciona más de lo que se
cree con el tercero, puesto que no refleja, sino que ya condensa, transfigura e interpreta.
Y el mundo moderno no dejará de acentuar la distancia entre los seres y sus
descriptores. La actual mecanografía de los abstractos caracteriza la información y el
saber, el de las ciencias y las literaturas. Por ella, los textos escritos se metamorfosean a su
vez en un conjunto sibilino de expresiones codificadas: un supra-lenguaje reemplaza pues
los lenguajes rigurosos de las exposiciones y de las comunicaciones. No retiene más que
las palabras-claves, descuida las redundancias o las semi-inutilidades de una retórica difícil
de vencer, opera la sustracción de los giros convencionales. Por esto se acaba la separación
entre esta Simbólica de indexación formal y la lengua familiar, indolente con su volumen y
con su léxico, personal y cambiante, que no teme el pleonasmo, ni la reiteración. Ella
conserva demasiado las características de la conversación, su indiscreta insistencia, su
fogosa pasión-presión, sus tropos, sus giros y sus contornos que circunvienen. Por un lado,
una lengua escrita-hablada con su abundancia y sus volutas, por el otro, el super-lítotes
desfigurativo y anti-dispersivo, una estenografía tan densa como seca.
A decir verdad, los debates han sido falseados como consecuencia de la dialéctica
de los cambios: como lo había subrayado tan bien Condillac, la palabra o el verbo surge al
comienzo, inseparable de la pantomima y de los acentos. Es incluso la más notable de las
invenciones puesto que logra, con la ayuda de algunos sonidos solamente, aprisionar el
mundo y también sistematizarlo. Hemos visto que la pictografía fracasa tanto como la
cabalística de los jeroglíficos o de los ideogramas demasiado cargados. La economía de los
medios garantiza la solidez y la eficacia del mensaje. La voz proporciona la reducción, el
instrumento supremo de la aprehensión. Pero la escritura tiende primero a hurtarle su
poder reductor, con el fin de expropiarla de él cada vez más. Un préstamo, luego un
rechazo, porque ella iría a proseguir y afinar su capacidad de detención-retención. La
redecilla de sus arabescos penetraba a través de las cosas, las captaba y las diferenciaba. El
libro divulgaba y respondía a esta retención lineal y visual. El grafema no dejaba ya, según
Condillac, de evadirse de lo sonoro que él recordaba, formaba un conjunto de signos menos
abundante, más condensante y más rápido. El ojo barre en un instante los grafos, bien
alineados los unos sobre los otros, mientras que el ancestral circuito "boca-oreja" no puede
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más que disminuir los intercambios, desnaturalizarlos incluso. ¿Es una razón el que la letra
salga poco a poco de la palabra para volverla a alojar allí? No sería necesario celebrar esta
primera iconografía, una simbólica que se ha desfonetizado puesto que, hemos intentado en
mostrarlo, el escrito "desretrata" una palabra que ella misma no calca por completo al
universo, sino que lo resume a su manera, lo categoriza.
¿Estará el niño condenado a aprender dos lenguas? ¿No se convertirá en un
extranjero en presencia de su propio Discurso? ¿Por qué este obstáculo cultural y las
trampas incesantes de una ortografía donde los espíritus más avisados se embrollan y se
extravían? Pero traducir, es también traicionar, en el sentido de revelar. La escritura
favorece el descubrimiento del juicio, el reconocimiento de su inmaterialidad operatoria.
La escuela no debe enseñar más que ese verbo-grafismo; la pedagogía no podría suavizar o
evitar el traumatismo del abandono o de la pérdida de esta comunicación tan directa como
falseada. Es necesario exactamente desmaterializar el primer logos, mantener los
enunciados pero no conservar los soportes.
¿No subestimamos los peligros de la escritura, tan vigorosamente denunciados por
los filósofos, de Sócrates a Bergson? ¿No petrifica ella el sentido a fuerza de "cuidarlo?
¿No uniformiza? A causa de esa rigidez muda, ¿no es el instrumento del aislamiento, de la
sumisión y del desprecio? El signo trazado, las rayas y los puntos, ahoga el espíritu, lo
aprisiona, toma su lugar. Se concibe que los pensadores hayan preferido el verbo o el
hálito, una palabra alada que no se graba, que erra y se corrige, donde los hombres se
reconocen y se reencuentran. Tal es la eterna queja de la metafísica.
Pero estas lamentaciones expresan el descontento del exilio. La ciencia quiere
también que no poseamos el mundo más que a condición de perderlo; nos obliga a
renunciar a su inmediatez. Previamente, es necesario poner fin a las particularidades
dialectales y cantantes, a los entendimientos apasionadas y tribales, a los que Jean-Jacques
Rousseau, el vagabundo y también el copista, a sabido describir.
El libro también ha ensanchado la comunidad y universalizado la presencia. El ha
vuelto la exégesis posible y perpetua. Finalmente, el mundo se ha agrandado y
enriquecido. Hemos perdido la tierra natal de la palabra pero para entrar en el universo de
la civilización y de la intensa alfabetización.

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